30. Contener al enemigo
Al principio, Imardin apareció como una sombra recortada contra el verde amarillento de los campos. Luego, conforme se acercaban, la ciudad se extendió a ambos lados del camino como unos brazos que les daban la bienvenida de vuelta. Unas horas después, mil farolas ardían ante ellos, e iluminaban a través de la lluvia y la oscuridad el camino hacia las Puertas Septentrionales.
Cuando estaban lo bastante cerca para oír el repiqueteo de la lluvia contra el cristal de la primera farola, Dorrien detuvo su caballo y se volvió hacia Akkarin y Sonea. Dejó vagar la mirada por los viajeros que los rodeaban. Debían despedirse deprisa y medir sus palabras; a la gente le parecería extraño que hablara con sus compañeros plebeyos en términos demasiado familiares.
—Buena suerte —les dijo—. Tened cuidado.
—Tendrá usted más rascada que nosotros, milord —repuso Sonea con el deje típico de las barriadas—. Gracias por su ayuda. No permita que esos magos extranjeros lo pillen.
—Vosotros tampoco —respondió Dorrien, sonriendo al oír su acento. Se despidió de Akkarin con un gesto de cabeza, se dio la vuelta y espoleó a su caballo.
A Sonea se le hizo un nudo en el estómago al verlo alejarse hacia las puertas. Cuando lo perdió de vista, se volvió hacia Akkarin, una figura alta y oscura, con el rostro oculto por la capucha.
—Ve tú delante —indicó él.
Ella hizo salir a su caballo del camino principal y enfilar una calle estrecha. Los losdes se fijaban en ellos y en sus caballos descuidados. «Ni se os ocurra intentar nada raro —pensó Sonea—. Aunque parezcamos campesinos sencillos que ignoran los peligros de la ciudad, no lo somos. Y no podemos permitirnos llamar la atención.»
Después de recorrer las callejuelas intrincadas de las barriadas durante media hora, llegaron a los puestos de los vendedores de caballos situados a las afueras del mercado. Se detuvieron frente a un letrero que tenía una herradura pintada. Un hombre de aspecto delgado pero fuerte se les acercó bajo la lluvia, cojeando.
—Buenas —dijo con voz áspera—. ¿Queréis venderos los caballos?
—Tal vez —respondió Sonea—. Depende del precio.
—Pues déjame que eche un vistazo —les hizo señas para que se acercaran—. Pasad, que os estáis mojando.
Siguieron al hombre al interior de una gran caballeriza. Había compartimientos a ambos lados, y algunos de ellos estaban ocupados. Sonea y Akkarin descabalgaron y miraron al hombre mientras examinaba sus monturas.
—¿Cómo se llama este?
Sonea se quedó pensando. Habían cambiado de caballo tres veces, y ella había renunciado a aprenderse sus nombres.
—Ceryni —respondió al fin—. Es el nombre de un amigo mío.
El hombre se puso rígido y clavó la vista en ella.
—¿Ceryni?
—Sí. ¿Lo conoces?
Se oyó una risotada procedente de uno de de los compartimientos.
—¿Le has puesto mi nombre a tu caballo?
Se abrió la puerta de una cuadra, y de ella salió un hombre de baja estatura con un abrigo gris, seguido por Takan y un tipo corpulento y musculoso. Sonea se fijó en el rostro del que había hablado y soltó un grito ahogado cuando lo reconoció.
—¡Cery!
—¡Yep! Bienvenida a casa —exclamó él, sonriente. Se volvió hacia el vendedor de caballos y se le borró la sonrisa—. No has visto nada.
—N… no —convino el hombre, con la cara pálida.
—Coge a los caballos y lárgate —ordenó Cery.
El hombre agarró las riendas de los caballos, y Sonea, desconcertada, lo miró mientras se marchaba a toda prisa. Akkarin le había dicho que Takan se ocultaba en la guarida de un ladrón. Si Cery trabajaba para ese ladrón, ¿se trataba de Farén, o es que Cery había cambiado de jefe? En cualquier caso, a juzgar por la reacción del vendedor de caballos, su viejo amigo se había vuelto más influyente en los últimos años. Al volverse, Sonea vio a Takan arrodillarse ante Akkarin.
—Amo —su voz estaba cargada de emoción.
Akkarin se quitó la capucha y suspiró.
—Levántate, Takan —dijo con suavidad. Aunque su tono denotaba autoridad y a la vez tolerancia, Sonea advirtió en su rostro signos de vergüenza. Reprimió una sonrisa.
El sirviente se puso de pie.
—Me alegro de volver a veros, amo, aunque mucho me temo que la situación aquí es peligrosa e irreparable.
—Aun así, debemos hacer todo lo que esté en nuestra mano —repuso Akkarin. Se dirigió a Cery—. ¿Te ha explicado Takan nuestros planes?
Cery asintió.
—Mañana se celebrará una reunión de ladrones. Al parecer, la mayoría de ellos ha oído que se cuece algo, y saben al menos que los miembros de las Casas están haciendo el equipaje y saliendo de la ciudad. Ha de decirme cuánta información quiere que tengan al respecto.
—Toda —respondió Akkarin—, mientras eso no perjudique tu posición entre ellos.
Cery se encogió de hombros.
—No la perjudicará a la larga. Además, tengo la sensación de que nos quedaremos sin ciudad en la que hacer negocios si esos magos sachakanos ganan. Bueno, antes de ir al grano, me gustaría llevaros a algún sitio más cómodo que una caballeriza. Estoy seguro de que algo de comer también os vendría bien.
Sonea lo observó con detenimiento mientras regresaba al compartimiento del que había salido. Cery se movía con una seguridad que ella no había visto en él antes. No había mostrado ante Akkarin el temor reverencial que cabía esperar. Le hablaba como si ya hubiera tenido tratos con él anteriormente.
«Sin duda era uno de los hombres que ayudaban a Akkarin a encontrar a los espías. Pero ¿por qué no me dijo Akkarin que Cery estaba implicado?»
En la parte posterior de la cuadra, Cery abrió una trampilla que estaba cerrada con llave y la levantó.
—Ve tú delante, Gol.
El hombre robusto y callado se agachó y empezó a descender por una escalera de mano. Takan lo siguió, y después Akkarin. Sonea se detuvo durante un momento a mirar a Cery, quien le dedicó una gran sonrisa.
—Anda, ve. Ya charlaremos cuando lleguemos a mi refugio.
Ella bajó por la escalera hasta un túnel amplio. Gol sostenía en alto un farol. Sonea percibió unos olores que le trajeron a la mente recuerdos del viejo Camino de los Ladrones. Cuando Cery los alcanzó, hizo un gesto a Gol con la cabeza, y echaron a andar por el túnel.
Caminaron durante varios minutos y luego pasaron por una gran puerta metálica al interior de una sala de invitados lujosamente amueblada. Había una mesa baja en el centro, cubierta de bandejas con comida, copas y botellas de vino.
Sonea se dejó caer en una silla y se sirvió un poco de comida. Akkarin se sentó junto a ella y cogió una de las botellas. Arqueó las cejas.
—Vives mejor que los magos, Ceryni.
—Oh, no vivo aquí —replicó Cery, ocupando otro de los asientos—. Esta es una de mis habitaciones para invitados. Takan se ha estado alojando aquí.
—El ladrón ha sido generoso —dijo Takan en voz baja, señalando con la cabeza a Cery.
¿El ladrón? Sonea se atragantó, tragó lo que tenía en la boca y clavó los ojos en Cery. Él se dio cuenta y sonrió.
—Se te acaba de clicar, ¿verdad?
—Pero… —ella sacudió la cabeza—. ¿Cómo es posible?
Cery extendió las manos a los lados.
—Trabajo duro, decisiones astutas, buenos contactos… y un poco de ayuda de tu Gran Lord.
—¿O sea, que tú eres el ladrón que ayudaba a Akkarin a localizar a los espías?
—Así es. Empecé a dedicarme a eso después de que él nos ayudara a ti y a mí con Fergun —explicó Cery—. Quería encargarle a alguien que encontrara a los asesinos, alguien con los contactos y la influencia adecuados.
—Entiendo. —«Así que Akkarin lo sabe desde la Vista para mi tutela.» Lo fulminó con la mirada—. ¿Por qué no me lo habías dicho?
Los labios de Akkarin esbozaron una sonrisa.
—Al principio no podía. Habrías creído que había engañado a Cery para que me ayudara, o que lo había obligado.
—Podrías habérmelo contado cuando me enteré de la verdad sobre los ichanis.
Él negó con la cabeza.
—Siempre procuro no revelar más información de la necesaria. Si los ichanis te hubiesen capturado, habrían podido relacionar a Cery conmigo al leerte la mente. Y resulta que necesito mantener esa relación en secreto —se dirigió a Cery—. Es importante que nuestra presencia en Imardin no sea del dominio público. Si los ichanis lo averiguaran a través de la mente de alguien, perderíamos nuestra única oportunidad de ganar la batalla. Cuanta menos gente sepa que estamos aquí, mejor.
Cery asintió.
—Solo Gol y yo sabemos que están aquí. Los otros ladrones creen que vamos a hablar únicamente de lo que se está fraguando en la ciudad —sonrió—. Se quedarán sorprendidos al verle.
—¿Crees que accederán a mantener en secreto nuestra presencia?
Cery se encogió de hombros.
—En cuanto se enteren de lo que está pasando y comprendan que lo perderán todo si los sachakanos ganan, les cuidarán como a sus propios hijos.
—Dijiste a Takan que habías estado pensando en maneras de matar magos —dijo Akkarin—. ¿A qué te…?
¿Balkan?
Sonea irguió la espalda en su asiento. Era la voz mental de…
¿Yikmo?, respondió Balkan.
Los sachakanos se aproximan a Calia.
Te daré instrucciones en breve.
—¿Qué ocurre, amo? —preguntó Takan.
—Una llamada —contestó Akkarin—. Lord Yikmo informa de que los ichanis se acercan a Calia. Debe de estar allí.
Un escalofrío recorrió la espalda a Sonea.
—El Gremio no habrá salido a su encuentro, ¿verdad? —Se volvió hacia Cery—. Si se hubieran marchado de la ciudad, tú lo sabrías.
Cery sacudió la cabeza.
—No he recibido informes sobre nada parecido.
Akkarin arrugó el entrecejo.
—Ojalá Lorlen usara el anillo.
—Unos veinte magos salieron de la ciudad hace cuatro días —intervino Gol—. Por la mañana.
¿Yikmo?
Balkan.
Tomaos vuestro tiempo.
Así lo haremos.
Sonea miró a Akkarin, ceñuda.
—¿Qué significa eso?
Su expresión se ensombreció.
—Debe de tratarse de una instrucción en clave. No pueden decir explícitamente a Yikmo y a sus hombres lo que deben hacer sin revelar sus intenciones a los ichanis.
—Pero ¿qué significa?
Akkarin tamborileó con los dedos sobre su mano.
—Veinte magos. Hace cuatro días. Se marcharon antes de que los ichanis atacaran el Fuerte. ¿Cuál debía de ser su propósito?
—¿Custodiar el Paso del Sur? —aventuró Sonea—. Balkan dejó a nuestra escolta en el Fuerte. Tal vez pensaba que el Paso del Sur necesitaba vigilancia también.
Akkarin negó con la cabeza.
—Nos habríamos cruzado con ellos. Debían de estar al norte de Calia, donde se bifurca el camino. Fuera cual fuese el motivo, si no han regresado a Imardin después del ataque no es porque hubiesen llegado demasiado lejos. Se han quedado en Calia por alguna razón.
—¿Para informar de la posición de los ichanis? —sugirió Cery.
—¿Los veinte? —La arruga entre las cejas de Akkarin se hizo más profunda—. Espero que el Gremio no haya planeado hacer alguna estupidez.
—Eso sí que sería una novedad —comentó Takan con sequedad.
Cery bajó la mirada.
—Será mejor que nos comamos esto antes de que se enfríe. ¿Alguien quiere vino?
Sonea abrió la boca para contestar, pero se quedó paralizada cuando una imagen apareció en su mente. Tres carros avanzaban despacio por el camino principal de una aldea. En cada uno de ellos viajaban varios hombres y mujeres, algunos vestidos con ropa de calidad.
Los caballos que tiraban del primer carro se detuvieron, y quien lo conducía se volvió lentamente hacia el observador. Con un estremecimiento, Sonea reconoció a Kariko. Este pasó las riendas a un hombre que estaba sentado junto a él y se apeó de un salto.
—Baja, baja, mago del Gremio —gritó.
Un destello salió de la ventana de una casa situada enfrente, seguido por varios azotes más, procedentes de los dos lados de la calle. Impactaron contra el escudo invisible que rodeaba cada carro.
—Una emboscada —oyó Sonea que murmuraba Akkarin.
Kariko giró en círculo e inspeccionó las casas y la calle; luego miró a sus aliados.
—¿Quién quiere ir de caza?
Cuatro de los ichanis bajaron de los carros. Se separaron y se encaminaron hacia las casas de ambos lados. Dos de ellos llevaban yiles, que ladraban alterados.
Entonces el punto de vista cambió. Sonea alcanzó a vislumbrar el marco de una ventana, una habitación y a un mago del Gremio.
—¡Rothen! —jadeó Sonea. Las imágenes se desvanecieron, y miró a Akkarin horrorizada—. ¡Rothen está con ellos!
«Hace demasiados años que asistí a una clase de habilidades de guerrero o que luché en la Arena por última vez», pensó Rothen mientras cruzaba el patio en dirección a la puerta trasera de la casa.
La estrategia de Yikmo era sencilla. Si los sachakanos no podían ver a sus agresores, tampoco podrían contraatacar. Los magos del Gremio lanzarían sus azotes desde lugares ocultos, cambiarían de posición y atacarían de nuevo. Cuando ya no les quedara energía, debían esconderse y descansar.
Rothen recorrió la casa a toda velocidad hacia la habitación frontal. Habían evacuado a los aldeanos horas antes, y habían abierto todas las puertas y ventanas para preparar la emboscada. Al asomarse, vio a un sachakano extender la mano hacia la puerta de la casa contigua. Le lanzó un azote potente y observó, complacido, que el hombre se detenía.
Entonces se le cayó el alma a los pies, pues el hombre se dio la vuelta y echó a andar hacia él. Rothen tropezó con una silla y salió rápidamente de la habitación.
Era un pueblo grande, y casi todas las casas estaban construidas muy cerca unas de otras. Rothen avanzaba sigilosamente, espiando a los sachakanos y atacándolos cuando estaban lo bastante lejos para que tuviera tiempo de escapar de ellos. En dos ocasiones contuvo el aliento, cuando uno de ellos pasaba a solo unos pasos de su escondite. Otros magos del Gremio tuvieron menos suerte. Uno de los animales condujo a un sachakano hasta un joven guerrero que se ocultaba en un establo. Aunque Rothen y otro alquimista salieron para arremeter contra el sachakano, este hizo caso omiso de ellos. El guerrero luchó hasta que estuvo demasiado débil para tenerse en pie. Entonces, mientras el sachakano desenvainaba su cuchillo, Rothen oyó unos pasos que se acercaban desde otra dirección y se vio obligado a huir.
Desde ese momento, Rothen fue aterradoramente consciente de que sus intentos de salvar al joven guerrero habían consumido casi toda su energía. Pero no toda. Tras topar con dos cadáveres, media hora después, decidió atacar a un sachakano una vez más antes de intentar ponerse a salvo.
Hacía más de una hora de la llegada de los carros, y Rothen estaba lejos de la calle principal. Balkan había ordenado que contuvieran a los sachakanos durante el mayor tiempo posible. No sabía con seguridad hasta cuándo seguiría el enemigo persiguiendo a los magos del Gremio.
«Durante toda la noche, no —pensó—. Al final tendrán que regresar, y no contarán con que haya alguien allí esperándolos para atacarlos.»
Rothen sonrió. Despacio y con cautela, se dirigió de vuelta al camino principal. Cuando entró en una de las casas, aguzó el oído para captar si algo se movía dentro. Todo estaba en silencio.
Al acercarse a una ventana de la parte delantera de la casa, vio que los carros seguían en el mismo sitio que antes. Varios de los sachakanos caminaban por los alrededores, estirando las piernas.
Un esclavo estaba examinando una de las ruedas.
«Una rueda rota frenaría su avance —pensó Rothen. Entonces sonrió—. Unos cuantos carros rotos sería aún mejor.»
Respiró hondo e invocó su reserva de poder.
De pronto, oyó crujir una tabla del suelo a su espalda, y se le heló la sangre.
—Rothen —susurró una voz.
Se volvió y soltó todo el aire, aliviado.
—Yikmo.
El guerrero caminó hacia la ventana.
—He oído a uno jactarse de haber matado a cinco de nosotros —dijo Yikmo con gravedad—. El otro asegura haber liquidado a tres.
—Estaba a punto de azotar los carros —murmuró Rothen—. De ese modo, tendrían que buscar unos nuevos, y creo que los aldeanos se han llevado casi todos los vehículos.
Yikmo asintió.
—Antes los estaban protegiendo, pero tal vez no es…
Se interrumpió de pronto cuando dos sachakanos salieron con paso tranquilo de las casas del otro lado de la calle. Una mujer les gritó.
—¿A cuántos, Kariko?
—A siete —respondió el hombre.
—Yo a cinco —añadió su compañero.
Yikmo soltó un grito ahogado.
—No puede ser. Si los dos a los que he oído hablar decían la verdad, solo quedamos dos.
Rothen se estremeció.
—Tal vez estén exagerando.
—¿Habéis acabado con todos? —preguntó la mujer.
—Con casi todos —respondió Kariko—. Había veintidós.
—Podría enviar a mi rastreador tras ellos.
—No, ya hemos perdido demasiado tiempo —se enderezó, y Rothen se puso rígido al oír la voz mental del hombre.
Podéis volver ya.
Yikmo se volvió hacia Rothen.
—Es nuestra última oportunidad para inutilizar los carros.
—Sí.
—Yo lanzaré el primer azote. Tú encárgate del segundo. ¿Listo?
Rothen asintió e invocó el poder que le quedaba.
—Adelante.
Sus azotes destellaron hacia los carros. La madera saltó en pedazos, y se oyeron alaridos de humanos y de caballos. Varios de los sachakanos que no llevaban uniforme cayeron al suelo, sangrando a causa de las astillas que se les habían clavado. Un caballo se liberó a coces y se alejó a galope.
Los magos sachakanos se dieron la vuelta rápidamente y dirigieron la mirada hacia donde estaba Rothen.
—¡Corre! —gritó Yikmo.
Rothen estaba a medio camino de la puerta de la habitación cuando la pared que tenía detrás estalló. La fuerza de la explosión le golpeó la espalda y lo arrojó hacia delante. Chocó contra una pared, y sintió un dolor intenso en el pecho y el brazo.
Cayó al suelo y se quedó tumbado, demasiado aturdido para moverse.
«¡Levántate! —se dijo—. ¡Tienes que alejarte de aquí!»
Pero cuando intentó ponerse de pie, una punzada le atravesó el hombro y el brazo. «Me he roto algo —pensó—, y no me queda energía para sanarme.» Tomó aire y, haciendo un gran esfuerzo, logró apoyarse en un codo y luego en las rodillas. Tenía los ojos llenos de polvo e intentó quitárselo parpadeando. Notó que una mano lo asía del otro brazo. «Yikmo —pensó, lleno de gratitud—. Se ha quedado para ayudarme.»
La mano lo levantó, provocándole un dolor insoportable en la parte superior del cuerpo. Cuando alzó la vista hacia su salvador, la gratitud cedió el paso al espanto.
Kariko lo miraba, con el rostro crispado de ira.
—Te arrepentirás de haber hecho eso, mago.
Una fuerza empujó a Rothen contra la pared y lo retuvo allí. La presión hacía que le doliera aún más el hombro. Kariko le sujetó la cabeza con las dos manos.
«¡Va a leerme la mente!», pensó Rothen con un pánico creciente. Luchó instintivamente por bloquear la intrusión, pero no sintió nada. Por un momento se preguntó si leerle el pensamiento era en realidad la intención de Kariko, hasta que una voz atronó dentro de su cabeza.
¿Cuál es tu peor temor?
El rostro de Sonea apareció de forma fugaz en la mente de Rothen. Trató de ahuyentarla, pero Kariko atrapó la imagen y la hizo volver.
Vaya, ¿quién es esta? Ah, alguien a quien le enseñaste magia. Alguien a quien quieres. Pero se ha ido. El Gremio la ha desterrado. ¿Adónde? ¡A Sachaka! ¡Ah! De modo que es ella. La compañera de Akkarin. Qué chica tan traviesa. Mira que romper las reglas del Gremio…
Rothen intentó poner la mente en blanco, no pensar en nada, pero Kariko empezó a enviarle imágenes perturbadoras. El mago vio a un Akkarin más joven, vestido como los esclavos de los carros, encogido de miedo ante otro sachakano.
Era un esclavo —le dijo Kariko—. Tu noble Gran Lord fue una vez un esclavo pusilánime y sumiso al servicio de mi hermano.
Rothen sintió una oleada de compasión y arrepentimiento al comprender que Akkarin había dicho la verdad. La poca rabia que aún albergaba hacia el «corruptor» de Sonea se evaporó, y se apoderó de él un orgullo cargado de nostalgia. Ella había tomado la decisión correcta; una decisión dura, pero acertada. Rothen deseó poder decírselo, pero sabía que nunca tendría la oportunidad. «Al menos he hecho todo lo que estaba en mi mano —pensó—, y ella está a salvo de todos estos peligros, pues los ichanis han salido de Sachaka.»
¿A salvo del peligro? Sigo teniendo aliados allí —le envió Kariko—. La encontrarán y la traerán ante mí. Cuando la tenga en mi poder, la haré sufrir. Y tú… tú vivirás para verlo, mataesclavos. Sí, no hay motivo para no dejarte con vida. Estás débil y tienes el cuerpo quebrantado, así que no llegarás a tu ciudad a tiempo para ayudar al Gremio.
Rothen notó que las manos se apartaban de su cabeza. Kariko estaba mirando al suelo. Se alejó unos pasos y se agachó para recoger un trozo de vidrio.
Volvió junto a él y deslizó el filo del cristal por su mejilla. Rothen sintió un dolor agudo, y acto seguido, un líquido que le resbalaba por la cara. Kariko colocó la mano ahuecada bajo el mentón de Rothen y al cabo de unos instantes la retiró. Tenía la palma llena de sangre.
Kariko hizo flotar en el aire el trozo de cristal. La punta se puso al rojo y empezó a fundirse poco a poco hasta que se formó un glóbulo que se desprendió y cayó en la mano de Kariko.
Este curvó los dedos sobre el vidrio fundido y cerró los párpados. Algo se agitó en los límites de los pensamientos de Rothen. Al percibir la presencia de otra mente captó el significado de aquel extraño rito. A partir de ese instante su mente estaría conectada con el cristal y con cualquiera que lo tocase. Kariko pretendía hacer un anillo con él y…
De pronto, el vínculo se rompió. Kariko sonrió y desvió la mirada. Rothen notó que la fuerza que lo sujetaba contra la pared se disipaba. Soltó un quejido cuando sintió un dolor lacerante en el hombro. Alzó la mirada y vio con incredulidad que el sachakano se alejaba y atravesaba la fachada en ruinas de la casa en dirección a los carros destrozados.
«Me ha dejado con vida.»
Rothen pensó en la pequeña esfera de vidrio. Se acordó de la explicación de lord Sarrin sobre los usos de la magia negra, y comprendió que Kariko acababa de fabricar una gema de sangre.
El sonido de unas voces en el exterior le heló las venas. «Tengo que largarme de aquí —pensó—, mientras todavía pueda.» Se dio la vuelta, atravesó a toda prisa la casa hacia la puerta trasera y salió tambaleándose al aire libre de la noche.
Al contemplar a Sonea, una calma inesperada se adueñó de Cery.
Creía que en cuanto volviese a verla lo asaltarían sentimientos encontrados. No lo habían invadido la emoción ni la admiración de los viejos tiempos, ni tampoco la añoranza que lo había atenazado después de que Sonea ingresara en el Gremio. Sintió, sobre todo, afecto y preocupación.
«Me temo que me preocuparé por ella siempre, por una u otra razón.» Cada vez que la miraba, notaba que su amiga desviaba la atención constantemente hacia Akkarin. Sonrió. En un principio había supuesto que eso se debía a que Akkarin había sido su tutor y ella estaba acostumbrada a obedecer todas sus órdenes, pero ya no estaba tan seguro. Sonea no había vacilado en recriminarle que le hubiera ocultado la nueva posición de Cery. Y a Akkarin no había parecido molestarle su actitud desafiante.
«Ya no son magos del Gremio —se recordó Cery a sí mismo—. Seguramente tuvieron que dejar de lado ese rollo de tutor y aprendiz.»
Pero empezaba a sospechar que había algo más que eso.
—¿Tienes mi daga? —preguntó Akkarin a su sirviente.
Takan asintió, se levantó y se marchó hacia uno de los dormitorios. Regresó con una daga enfundada en una vaina que colgaba de un cinturón y se la ofreció a Akkarin con la cabeza gacha.
Akkarin la aceptó con solemnidad. Se colocó el cinturón extendido sobre las rodillas y, de pronto, dirigió la vista hacia la pared del fondo. Al mismo tiempo, Sonea soltó un grito.
La habitación quedó en silencio. Cery observó a la pareja, que se había quedado con la mirada perdida. Akkarin frunció el entrecejo y sacudió la cabeza. Sonea abrió los ojos como platos.
—¡No! —exclamó—. ¡Rothen! —Se puso muy blanca, se llevó las manos a la cara y rompió a sollozar.
A Cery se le encogió el corazón y vio la misma angustia reflejada en el rostro de Akkarin. El mago puso el cinturón a un lado y se levantó de su silla para arrodillarse junto a ella. La atrajo hacia sí y la estrechó con fuerza.
—Sonea —murmuró—. Lo siento.
Era evidente que había ocurrido algo terrible.
—¿Qué pasa? —preguntó Cery.
—Lord Yikmo acaba de comunicar que todos sus hombres han muerto —respondió Akkarin—. Rothen, que fue tutor de Sonea antes que yo, se encontraba entre ellos —guardó silencio, y a continuación añadió—: Yikmo está malherido. Ha dicho que han conseguido entretener a los ichanis, o algo parecido. Creo que tal vez fue por eso por lo que les tendieron una emboscada, pero ignoro para qué necesitaba el Gremio esa maniobra de distracción.
El sonido del llanto de Sonea cambió. Era obvio que intentaba dejar de llorar. Akkarin la miró y luego se volvió hacia Cery.
—¿Dónde podemos dormir?
Takan señaló una habitación.
—Por aquí, amo —Cery advirtió que el sirviente le había indicado el dormitorio con la cama más grande.
Akkarin se levantó y ayudó a Sonea a ponerse de pie.
—Vamos, Sonea. Hace semanas que no dormimos una noche entera.
—No puedo dormir —repuso ella.
—Entonces acuéstate y ve calentando la cama para cuando yo vaya.
«Bueno, eso no deja mucho lugar a dudas», pensó Cery.
Se dirigieron a la habitación. Al cabo de un momento, Akkarin volvió. Cery se puso de pie.
—Es tarde —comentó—. Vendré mañana temprano, para que hablemos de la reunión.
Akkarin hizo un gesto afirmativo.
—Gracias, Ceryni —regresó al dormitorio y cerró la puerta tras sí.
Cery se quedó mirándola. «Así que Akkarin, ¿no? Interesante elección.»
—Espero que esto no le afecte mucho.
Cery se volvió hacia Takan. El sirviente señaló la habitación con la cabeza.
—¿A mí? ¿Lo de esos dos? —Cery se encogió de hombros—. Qué va.
Takan asintió.
—Ya me lo imaginaba, dado que está usted ocupado con otra mujer.
A Cery se le heló la sangre. Miró a Gol, que tenía el ceño fruncido.
—¿Cómo te has enterado de eso?
—Se lo oí comentar a uno de mis vigilantes —Takan pasó la vista de Cery a Gol—. ¿Se suponía que era un secreto?
—Sí. No siempre es seguro tener a un ladrón como amigo.
Takan parecía preocupado de verdad.
—No sabían cómo se llamaba ella. No tiene nada de raro que un joven como usted mantenga una relación con una mujer, o con varias.
Cery sonrió con tristeza.
—Tal vez tengas razón. Ya investigaré esos rumores. Buenas noches, pues.
Takan asintió.
—Buenas noches, ladrón.