2. Las órdenes del Gran Lord


Rothen cogió la taza humeante de sumi de la mesa baja del comedor y se dirigió a una de las ventanas de su sala de invitados. Descorrió la mampara de papel que la cubría y contempló los jardines del exterior.

La primavera se había adelantado ese año. Los setos y los árboles empezaban a florecer, y un entusiasta jardinero nuevo había plantado hileras de flores de colores vivos en los márgenes de los senderos. Aunque era temprano, algunos magos y aprendices caminaban ya por el jardín esa mañana.

Rothen alzó su taza y tomó un sorbo. El sumi estaba amargo. Al pensar en la víspera, sonrió. Una vez por semana, se reunía con su anciano amigo lord Yaldin y la esposa de este, Ezrille, para cenar. Yaldin había mantenido una amistad con lord Margen, el difunto mentor de Rothen, y todavía consideraba su deber velar por este. Por eso, durante la cena, Yaldin se había sentido obligado a decir a Rothen que no se preocupase más por Sonea.

—Sé que aún la vigilas —había dicho el viejo mago.

Rothen se encogió de hombros.

—Me interesa su bienestar.

Yaldin soltó un leve resoplido.

—Es la aprendiz del Gran Lord. No necesita que te preocupes por su bienestar.

—No es verdad —replicó Rothen—. ¿Crees que al Gran Lord le importa que ella sea feliz o no? Solo le interesa su progreso académico. La magia no lo es todo en la vida.

Ezrille sonrió con tristeza.

—Por supuesto que no, pero… —titubeó y acto seguido exhaló un suspiro—. Sonea apenas ha hablado contigo desde que el Gran Lord exigió su tutela. ¿No crees que ya debería haberte hecho una visita? Ha pasado más de un año. Por muy ocupada que esté en sus estudios, podría haber encontrado un momento para verte.

Rothen no pudo evitar un gesto de disgusto. Al fijarse en las expresiones de compasión de sus amigos, supo que habían reparado en su reacción y creían que simplemente estaba dolido por el aparente abandono de Sonea.

—Las cosas le van bien, de verdad —aseguró Yaldin con suavidad—. Y esos absurdos conflictos con los otros aprendices terminaron hace tiempo. Déjalo estar, Rothen.

Rothen había fingido darle la razón. No podía revelar sus auténticos motivos para vigilar a Sonea, pues eso habría supuesto algo más que poner en peligro su vida. Aun cuando Yaldin y Ezrille hubiesen accedido a guardar el secreto para proteger a Sonea, Akkarin había dejado bien claro que nadie más debía enterarse. Que Lorlen desobedeciese esa «orden» era lo único que Akkarin necesitaba para… ¿para qué? ¿Para hacerse con las riendas del Gremio por medio de la magia negra? Ya era el Gran Lord. ¿Qué otra cosa podía ambicionar?

Más poder, quizá. Arrebatar el trono al rey. Gobernar todas las Tierras Aliadas. Ser libre para fortalecerse con magia negra hasta convertirse en el mago más poderoso de la historia.

Pero si Akkarin hubiese albergado alguna de esas intenciones, sin duda ya las habría llevado a la práctica hacía tiempo. Rothen tenía que reconocer, muy a su pesar, que Akkarin no había hecho daño a Sonea en modo alguno, al menos que él supiera. Sólo la había visto en compañía de su tutor una vez, el día del desafío.

Yaldin y Ezrille habían tocado el tema como de pasada.

—Bueno, al menos has dejado de tomar nemmin —había murmurado Ezrille antes de preguntar por Dorrien, el hijo de Rothen.

Este sintió un breve arrebato de irritación al recordarlo. Miró a Tania, su sirvienta, que estaba limpiando con cuidado el polvo de su librería con un paño.

Rothen sabía que ella se lo había contado a Ezrille y a Yaldin porque estaba preocupada por su salud, y que jamás desvelaría a nadie más su consumo de somníferos, pero aun así no podía evitar guardarle un poco de rencor. Por otro lado, ¿qué derecho tenía a quejarse, cuando ella se había prestado de buen grado a hacer de espía para él? Tania, aprovechándose de su amistad con Viola, la sirvienta de Sonea, lo mantenía al corriente del estado de salud de la joven, de su humor y de las visitas ocasionales que hacía a sus tíos en las barriadas. Era evidente que Tania no había explicado a Yaldin y Ezrill el papel que ella desempeñaba en todo el asunto, pues de lo contrario ellos lo habrían esgrimido como prueba de su preocupación excesiva por Sonea.

A Dannyl esa trama de «espionaje» le habría resultado divertida. Mientras bebía otro sorbo de sumi, Rothen reflexionó sobre lo que sabía de las actividades de su amigo en el último año. Por las cartas, había deducido que Dannyl había trabado una buena amistad con Tayend, su ayudante. Las conjeturas sobre la orientación sexual de Tayend habían durado poco. Todo el mundo sabía lo aficionados que eran los elyneos a los chismorreos, y la única razón por la que los magos del Gremio habían prestado atención a los rumores sobre las preferencias amorosas del ayudante era que Dannyl había sido acusado de sentirse atraído por otros hombres en su juventud. Esa acusación nunca se había demostrado. Como no había habido nuevas murmuraciones sobre Dannyl o su ayudante, la mayoría de los magos se había olvidado de ambos.

A Rothen le interesaba más la investigación que había encargado a Dannyl. Preguntarse cuándo había encontrado Akkarin la oportunidad de iniciarse en la magia negra había llevado a Rothen a especular sobre el viaje que aquel había emprendido años atrás para estudiar magia ancestral. Parecía probable que Akkarin hubiese descubierto las artes prohibidas en aquella época. Tal vez las mismas fuentes contuviesen también información sobre debilidades de los magos negros que podrían utilizarse en su contra, por lo que Rothen había pedido a Dannyl que le consiguiese documentación para un «libro» sobre magia ancestral que estaba escribiendo.

Por desgracia, Dannyl no había encontrado muchos datos útiles. Cuando, hacía más de un año, había regresado al Gremio sin previo aviso para rendir cuentas ante Akkarin, Rothen se temió que lo hubiesen descubierto. Según le aseguró Dannyl más tarde, había explicado a Akkarin que estaba documentándose sobre el tema por iniciativa propia, y, para sorpresa de Rothen, el Gran Lord lo había animado a continuar. Dannyl seguía enviando los resultados de su investigación cada pocos meses, pero los fajos de papeles eran cada vez más pequeños. Aunque Dannyl había expresado su frustración por haber agotado ya todas las fuentes de conocimiento de Elyne, se había mostrado tan distante y huidizo durante su visita al Gremio que Rothen no podía por menos de preguntarse a veces si su amigo le ocultaba algo. De hecho, Dannyl había mencionado que había mantenido una conversación confidencial con el Gran Lord.

Rothen llevó su taza vacía de vuelta a la mesa del comedor. Dannyl, en su calidad de embajador del Gremio, tenía acceso a toda clase de información que no podía compartir con magos comunes. Era muy posible que el asunto confidencial tuviese carácter político.

Aun así, no podía desterrar la sospecha de que Dannyl estaba, sin saberlo, ayudando a Akkarin a llevar a cabo algún plan siniestro y terrible.

Pero no podía hacer nada al respecto. No le quedaba otro remedio que confiar en la sensatez de Dannyl. Su amigo no obedecería órdenes ciegamente, sobre todo si se le pidiese algo cuestionable o indebido.

Por más veces que Dannyl visitaba la Gran Biblioteca, contemplarla seguía llenándolo de admiración. La puerta y las ventanas del edificio excavado en la pared de un elevado precipicio eran tan grandes que no costaba imaginar que una raza de gigantes lo había esculpido en la roca para vivir en él. Sin embargo, los pasillos y las cámaras del interior eran de proporciones normales, por lo que no parecían en absoluto hechos por gigantes. Cuando un carruaje se detuvo frente al portón descomunal, una puerta más pequeña situada en la base se abrió, y de ella salió un joven muy apuesto.

Dannyl sonrió con cálido afecto mientras bajaba del coche para saludar a su amigo y amante. Tayend se inclinó ante él con respeto, pero a continuación le dedicó una de sus sonrisas características.

—No se ha dado demasiada prisa en venir, señor embajador —dijo.

—No es culpa mía. Los elyneos deberíais haber construido vuestra ciudad más cerca de la biblioteca.

—Esa sí que es una buena idea. Se lo propondré al rey la próxima vez que vaya a la corte.

—Tú nunca vas a la corte.

—Es cierto —Tayend sonrió de nuevo—. Irand quiere hablar contigo.

Dannyl pareció dudar durante unos instantes. ¿Estaba el bibliotecario al corriente de los asuntos que trataba la carta que Dannyl acababa de recibir? ¿Había recibido una carta parecida?

—¿Sobre qué?

Tayend se encogió de hombros.

—Yo creo que solo tiene ganas de charlar un poco.

Recorrieron un pasillo y subieron un tramo de escalera hacia una sala alargada y estrecha. Un lado de la estancia estaba dominado por ventanas con parteluz, y había grupos de butacas dispuestas de manera informal a lo largo de la sala.

Un anciano estaba sentado en una de las más cercanas. Cuando se disponía a levantarse apoyándose en los brazos, Dannyl le indicó con un gesto que no lo hiciera.

—No se moleste, bibliotecario —se dejó caer en una butaca—. ¿Qué tal está?

Irand levantó los hombros ligeramente.

—Bastante bien para mi edad. No me quejo. ¿Y usted, embajador?

—Bien. No hay mucho trabajo en la Casa del Gremio, por el momento. Pruebas, alguna que otra disputa menor, unas pocas celebraciones… Nada que me robe mucho tiempo.

—¿Y Errend?

Dannyl sonrió.

—El primer embajador del Gremio está más animado que nunca —respondió—. Y muy aliviado por perderme de vista durante todo el día.

Irand soltó una risita.

—Tayend me ha dicho que su investigación no lleva a ninguna parte.

Dannyl suspiró y miró a Tayend de reojo.

—Si nos leyésemos todos los libros de la biblioteca tendríamos la remota posibilidad de descubrir algo nuevo, pero necesitaríamos varias vidas o a cientos de ayudantes.

Cuando Dannyl había empezado a documentarse sobre la magia ancestral a petición de Lorlen, el tema lo había cautivado. Mucho antes de convertirse en Gran Lord, Akkarin había emprendido una búsqueda similar que lo había llevado a vagar por diferentes tierras durante cinco años. Sin embargo, había regresado con las manos vacías, y Dannyl había supuesto en un principio que Lorlen le había pedido que siguiese la misma ruta que Akkarin para obsequiar a su amigo con parte de la información que había perdido.

Pero seis meses después, cuando Dannyl ya había viajado a Lonmar y a Vin, Lorlen le había comunicado de pronto que ya no necesitaba la información. Al mismo tiempo, Rothen había mostrado un interés repentino en el mismo tema. Esa extraña coincidencia, sumada a la fascinación del propio Dannyl por los misterios de la magia ancestral, lo había animado a él, y también a Tayend, a seguir adelante.

Akkarin había acabado por enterarse del proyecto de Dannyl y le había ordenado que regresara para rendirle cuentas. Para gran alivio de Dannyl, el Gran Lord estaba complacido con su trabajo, aunque los conminó a él y a Tayend a mantener en secreto su descubrimiento más extraño: la Cámara del Castigo Último. El recinto, hallado bajo las ruinas de una ciudad en las montañas de Elyne, tenía una bóveda de piedra cargada de magia que había atacado a Dannyl y había estado a punto de matarlo.

Su funcionamiento era un misterio. Más tarde, después de volver para sellar la entrada, Dannyl había buscado referencias a ello en la Gran Biblioteca, pero no había dado con una sola. Era evidente que el sistema empleaba un tipo de magia desconocido para el Gremio.

—Sospecho que averiguaría más si fuera a Sachaka —añadió Dannyl—, pero el Gran Lord denegó mi petición de viajar allí.

Irand asintió con la cabeza.

—Sabia decisión. No sabemos con certeza si sería bien recibido. Sin duda habrá magos allí. Aunque no serían tan experimentados como usted y sus colegas, representarían un peligro para un mago del Gremio que llegase solo. Después de todo, el Gremio dejó buena parte de su territorio convertido en un erial. Bien, ¿qué va a hacer ahora?

Dannyl extrajo de su túnica una carta doblada y la tendió a Irand.

—Tengo una tarea nueva de la que ocuparme.

El bibliotecario, tras dudar por unos instantes al ver los restos del sello del Gran Lord, abrió la carta y comenzó a leer.

—¿De qué se trata? —preguntó Tayend.

—De una investigación —contestó Dannyl—. Al parecer, algunos nobles de este país pretenden crear un gremio de descarriados.

El académico abrió los ojos de par en par y luego adoptó una expresión pensativa. Irand tomó aire con brusquedad y miró a Dannyl por encima del papel.

—O sea, que lo sabe.

Dannyl hizo un gesto de afirmación.

—Eso parece.

—¿Qué es lo que sabe? —inquirió Tayend.

Irand le alargó la carta. El académico leyó en voz alta:

Llevo algunos años observando los intentos de un pequeño grupo de cortesanos de Elyne por instruirse en la magia sin la ayuda ni el conocimiento del Gremio. No habían tenido éxito hasta hace poco. Ahora que al menos uno de ellos ha conseguido desarrollar sus poderes, el Gremio tiene el derecho y la obligación de tomar cartas en el asunto. Adjunto con esta misiva información sobre dicho grupo. Tu relación con el académico Tayend de Tremmelin te resultará útil para convencerlos de que eres de fiar.

Tayend hizo una pausa y miró a Dannyl.

—¿Eso qué significa? —exclamó.

Dannyl señaló la carta con un movimiento de la cabeza.

—Sigue leyendo.

Es posible que los rebeldes intenten utilizar esta información personal en tu contra una vez que los hayas detenido. Me aseguraré de dejar claro que he sido yo quien te ha pedido que les facilites esa información con el fin de conseguir tu objetivo.

Tayend fijó la vista en Dannyl.

—Dijiste que él no sabía lo nuestro. ¿Cómo puede saberlo? ¿O simplemente ha hecho caso de los rumores y se ha arriesgado a que no sean ciertos?

—Lo dudo —replicó Irand—. Un hombre como el Gran Lord nunca se arriesga. ¿A quién más has hecho partícipe de vuestra relación?

Tayend sacudió la cabeza.

—No hay nadie más. A menos que nos hayan escuchado a escondidas… —Echó un vistazo en derredor.

—Antes de salir a la caza de espías, deberíamos considerar una posibilidad —dijo Dannyl. Hizo una mueca y se frotó las sienes—. Akkarin posee algunas facultades poco comunes. Los demás tenemos ciertas limitaciones a la hora de leer mentes. No podemos leer una mente que se resiste a ello, y necesitamos tocar a la persona para penetrar en sus pensamientos. Una vez, Akkarin escudriñó la mente de un criminal para confirmar su culpabilidad. Aunque el hombre debería haber podido bloquearlo, Akkarin logró atravesar sus barreras mentales de alguna manera. Algunos magos creen que Akkarin es capaz de leer la mente a distancia.

—¿Así que sospechas que te leyó el pensamiento cuando estabas en Kyralia?

—Tal vez. O quizá lo hizo cuando me ordenó que regresara al Gremio.

Irand arqueó las cejas.

—¿Mientras estaba usted en las montañas? Sería extraordinario que pudiese leer la mente desde tan lejos.

—Dudo que lo hubiese conseguido de no haber respondido yo a su llamada. Una vez establecido el contacto, no obstante, quizá vio más de lo que yo pretendía mostrarle —Dannyl movió la cabeza en dirección a la carta—. Sigue leyendo, Tayend. Queda un párrafo.

Tayend bajó la vista hacia el papel.

—«Tu ayudante ha tenido ya algún encuentro con los rebeldes. No le resultará difícil organizar una entrevista.» ¿Y esto cómo puede saberlo?

—Esperaba que me lo explicaras tú.

El académico contempló la misiva con el ceño fruncido.

—En Elyne todo el mundo tiene algún que otro secreto. Comentamos algunos, nos guardamos otros —dirigió una mirada breve a Dannyl y a Irand—. Hace unos años un hombre llamado Royend de Marane me invitó a una fiesta secreta. Como decliné la invitación, él me aseguró que no era lo que yo pensaba, una orgía de placeres de la carne o la mente. Me prometió que sería una reunión de índole académica. Pero interpreté su actitud sospechosa como una advertencia y no asistí.

—¿Te dio a entender de alguna manera que estaba ofreciéndote conocimientos de magia? —preguntó Irand.

—No, pero ¿qué otras actividades académicas se realizan clandestinamente? No es ningún secreto que una vez me invitaron a incorporarme al Gremio y yo rechacé la oferta —se volvió hacia Dannyl—. De modo que sabe de mis dotes mágicas, y es posible que haya deducido mis motivos para no aceptar la túnica.

Irand asintió.

—El Gran Lord seguramente también sabe esto. Tiene sentido que los rebeldes se pongan en contacto con aquellos que se han negado a ingresar en el Gremio o que han sido rechazados por él —hizo una pausa y miró a Dannyl—. Y aunque está claro que Akkarin sabe la verdad sobre usted, no le ha retirado como embajador ni le ha denunciado. Tal vez sea más tolerante que el kyraliano medio.

Un escalofrío recorrió la espalda de Dannyl.

—Solo porque le resulto útil. Pretende que me exponga a un gran riesgo para encontrar a esos rebeldes.

—Un hombre de su posición debe estar dispuesto a servirse de aquellos que tiene a sus órdenes —dijo Irand con severidad—. Usted eligió ser embajador del Gremio, Dannyl. Sus funciones consisten en defender los intereses del Gran Lord en asuntos que son competencia y responsabilidad del Gremio. A veces cumplir con esas funciones implica correr riesgos. Esperemos que esta misión solo ponga en peligro su reputación y no su vida.

Dannyl suspiró y agachó la cabeza.

—Claro, tiene razón.

Tayend rió entre dientes.

—Irand siempre tiene razón, excepto si se trata de catalogar meto… —Sonrió de oreja a oreja cuando el bibliotecario lo fulminó con la mirada—. Bueno, supongo que si los rebeldes creían que Dannyl tenía motivos para guardar rencor al Gremio, a lo mejor decidieron que podía unirse a ellos.

—Y convertirse en un maestro, quizá —agregó Irand.

Dannyl asintió.

—Y habrán pensado que si yo me resistía a colaborar, podrían obligarme a guardar silencio amenazándome con descubrir mi relación con Tayend.

—Sí. Pero debe planear esto con sumo cuidado —le advirtió Irand.

Comenzaron a discutir diferentes maneras de contactar con los rebeldes. Dannyl se alegró, y no por primera vez, de contar con la confianza del bibliotecario. Tayend había insistido hacía meses en que hablaran de su relación a su mentor y había asegurado a Dannyl que pondría su vida en manos de Irand sin dudarlo. Para consternación del embajador, el anciano no se había mostrado en absoluto sorprendido.

Hasta donde los dos amantes sabían, el resto de la corte de Elyne seguía creyendo que Dannyl ni conocía ni mucho menos compartía la atracción de Tayend por los hombres. Rothen le había dicho que habían circulado rumores parecidos por el Gremio pero que enseguida quedaron olvidados. A pesar de todo, Dannyl aún temía que la verdad sobre él llegara a saberse en el Gremio y que, como consecuencia, lo destituyesen y lo obligasen a regresar.

Por eso había reaccionado con sorpresa y rabia a la petición de Akkarin de que permitiese que los rebeldes averiguasen la verdad. Bastante difícil le resultaba ya mantener en secreto lo suyo con Tayend. Dejar que los rebeldes lo descubriesen era un riesgo que no quería asumir.

Era tarde cuando alguien llamó. Sonea alzó la vista de su escritorio y la posó en la puerta de su habitación. ¿Su sirvienta le llevaba una última taza de raka caliente? Levantó la mano pero enseguida se detuvo. Lord Yikmo, el guerrero que la había entrenado para el desafío, siempre decía que un mago no debía adquirir el hábito de gesticular al hacer magia, pues de ese modo delataba su intención. Con las manos quietas, Sonea hizo que la puerta se abriese sola. Takan estaba al otro lado, en el pasillo.

—Milady —dijo—, el Gran Lord solicita su presencia en la biblioteca.

Ella lo miró y notó que la sangre se le helaba despacio. ¿Qué quería de ella Akkarin a esa hora de la noche?

Takan esperaba, con la mirada fija en Sonea.

Ella empujó la silla hacia atrás, se levantó y se acercó a la puerta. Cuando salió al pasillo, Takan echó a andar hacia la biblioteca. Al llegar ante la puerta, Sonea echó un vistazo al interior.

A un lado había un escritorio grande. Las paredes estaban cubiertas de estanterías. En el centro estaban dispuestos dos sillones y una mesa pequeña. Akkarin estaba sentado en uno de los sillones. Después de que Sonea lo saludara con una reverencia, él señaló el otro asiento, en el que había un libro pequeño.

—Es para que lo leas —dijo—. Te ayudará en tus estudios sobre la construcción de edificios por medio de la magia.

Sonea se adentró en la habitación y se acercó al sillón. Era una libreta encuadernada en piel y muy gastada. La cogió y la abrió. Las páginas estaban repletas de letras desvaídas escritas a mano. Leyó los primeros renglones y contuvo el aliento. Era el diario de lord Coren, el arquitecto que había diseñado casi todos los edificios del Gremio y que había descubierto cómo labrar la piedra con magia.

—Creo que no hace falta que te explique lo valioso que es ese libro —dijo Akkarin en voz baja—. Es único e irremplazable. —Su voz se hizo más profunda—. Y no debe salir de esta habitación.

Sonea lo miró y asintió con la cabeza. Con el semblante serio, el Gran Lord clavó sus ojos negros en ella.

—No lo comentarás con nadie —añadió con suavidad—. Solo unos pocos saben de su existencia, y prefiero que eso no cambie.

Ella retrocedió un paso cuando Akkarin se puso de pie impulsándose con los brazos y caminó hacia la puerta. Enfiló el pasillo, y Sonea se percató de que Takan la contemplaba sin el menor disimulo, como si la estuviese estudiando con atención. Sus miradas se encontraron. Él asintió como para sí y luego desvió la vista. Los pasos de dos pares de pies se apagaron a lo lejos. Sonea miró la libreta que sostenía entre las manos.

Se sentó, abrió la cubierta y comenzó a leer:

Soy Coren de Emarin, de la Casa de Velan, y en estas páginas llevaré un registro de mi trabajo y mis hallazgos.

No soy una de esas personas que escriben sobre sí mismas por orgullo, por costumbre o por el deseo imperioso de que otros conozcan su vida. Pocos son los aspectos de mi pasado de los que no pueda hablar con mis amigos o con mi hermana. Hoy, sin embargo, me he encontrado en la necesidad de trasladar mis pensamientos al papel. He descubierto algo que debo guardar en el más profundo secreto, pero al mismo tiempo siento el impulso irrefrenable de revelarlo.

Sonea se fijó en la fecha, consignada en la parte superior de la página. Por lo que había estudiado recientemente, supo que en el momento de escribir ese diario lord Coren era joven e inquieto, y estaba mal visto por sus mayores por beber demasiado y diseñar edificios extraños y poco prácticos.

Hoy me han traído el arcón a mis aposentos. Me ha llevado un buen rato abrirlo. He anulado las cerraduras mágicas con relativa facilidad, pero la tapa estaba pegada por la herrumbre. No quería arriesgarme a dañar el contenido, de modo que he extremado las precauciones. Cuando por fin lo he abierto, me he llevado una desilusión y a la vez una alegría. Estaba lleno de cajas, así que mi primera ojeada al interior del arcón me ha llenado de emoción. Pero al abrir cada una de las cajas no he encontrado más que libros dentro. Cuando he abierto la última, mi decepción era absoluta. No había encontrado tesoros enterrados; solo libros.

Por lo que he visto, todos son registros de algún tipo. He leído hasta bien entrada la noche, y hay muchas cosas que me desconciertan. Mañana seguiré leyendo.

Sonea sonrió al imaginar al joven mago encerrado en su habitación, leyendo. Las siguientes entradas en el diario eran muy irregulares, y con frecuencia transcurrían varios días entre una y otra. Luego había una anotación breve, subrayada varias veces.

¡Ya sé qué es lo que he encontrado! ¡Se trata de los documentos perdidos!

Mencionaba el título de algunos de los libros, pero Sonea no reconoció ninguno. Los volúmenes perdidos estaban «repletos de conocimientos prohibidos», y Coren era reacio a resumir su contenido. Tras una laguna de varias semanas había una entrada larga que describía un experimento, cuya conclusión era la siguiente:

¡Por fin lo he conseguido! Me ha llevado mucho tiempo. Ahora me embargan la sensación de triunfo y también el miedo que habría debido sentir antes. No estoy seguro de por qué. Mientras fracasaban mis intentos de descubrir las maneras de utilizar este poder, yo conservaba en cierto modo mi integridad. Con el corazón en la mano, ahora no puedo negar que he utilizado la magia negra. He quebrantado mi voto. No era consciente de la angustia que esto me provocaría.

Aun así, Coren no había cejado en su empeño. Sonea se esforzó por entender por qué aquel joven había seguido adelante con algo que claramente consideraba reprobable. Parecía incapaz de dejarlo, impelido a llevar sus investigaciones hasta el final, aunque ese final fuera el descubrimiento de su propio delito.

Pero resultó ser algo distinto…

Quienes me conocen saben de mi amor por la piedra. Es la hermosa carne de la tierra. Tiene grietas y surcos, como la piel, y tiene venas y poros. Puede ser dura, suave, quebradiza o flexible. Cuando la tierra arroja con fuerza parte de su núcleo fundido, este es rojo como la sangre.

Con lo que había aprendido de los distintos tipos de magia negra, esperaba que, al posar mis manos sobre la piedra, percibiría una enorme reserva de energía vital en su interior, pero me llevé una decepción. No percibí nada; ni siquiera el leve cosquilleo que se siente al tocar el agua. Yo deseaba que la piedra estuviese llena de vida. Fue entonces cuando sucedió. Como un sanador que intenta volver a un moribundo a la vida por medio de su voluntad, empecé a infundir energía a la piedra. Le insuflé vida por medio de la voluntad. Y ocurrió algo extraordinario.

Sonea aferraba la libreta con fuerza, incapaz de despegar la vista de aquellos renglones. Aquel era el descubrimiento que había hecho famoso a Coren y que había influido en la arquitectura del Gremio durante siglos. Se decía que era el mayor avance en el conocimiento de la magia que se había realizado en mucho tiempo. Aunque lo que Coren había hecho no era en realidad magia negra, debía su hallazgo al estudio de las artes prohibidas.

Sonea cerró los ojos y negó con la cabeza. Lord Larkin, el profesor de arquitectura, habría dado toda su fortuna por poseer aquel diario, pero conocer la verdad sobre su ídolo lo dejaría desolado. La chica suspiró, bajó la mirada a las páginas y siguió leyendo.