24. Secretos revelados
El susurro de las túnicas y de las botas que rozaban el suelo al balancearse adelante y atrás conformaban un ruido de fondo continuo en el Salón Gremial, incluso durante el breve discurso de Lorlen. «Todos estamos nerviosos —pensó Dannyl—. Se ha respondido a muy pocas preguntas en esta Reunión.»
Se oyó un suspiro colectivo cuando Lorlen dio por finalizada la Reunión.
—Haremos una pequeña pausa antes de que empiece la Vista para juzgar a los rebeldes elyneos —anunció el administrador.
Al oír esto, Dannyl sintió que el estómago le daba un vuelco. Se volvió hacia Rothen.
—Ha llegado la hora de que me enfrente a los murmuradores.
Rothen sonrió.
—Lo harás bien, Dannyl. Has adquirido un aire de respetabilidad desde que te marchaste a Elyne.
Dannyl miró a su mentor, sorprendido. ¿Respetabilidad?
—¿Es que no lo tenía antes de marcharme?
Rothen soltó una risita.
—Por supuesto que sí, pues de lo contrario no te habrían elegido para el puesto. Solo digo que ahora es más notorio. ¿O es que te has traído un poco de esa repugnante fragancia de Elyne?
Dannyl se echó a reír.
—Si creías que esa fragancia podía darme un aire de respetabilidad, deberías habérmelo dicho antes. Claro que, por otro lado, no te habría hecho caso. Hay algunas costumbres de los elyneos que más vale no adoptar.
El mago veterano asintió en señal de conformidad.
—Bien, pues adelante. Baja ahí antes de que empiecen sin ti.
Dannyl se levantó y se dirigió hacia la primera fila de asientos. Cuando avanzaba hacia la parte delantera de la sala, se percató de que el administrador expatriado Kito estaba descendiendo para presidir la sesión. El mago se volvió hacia un lado para ver a una hilera de hombres y mujeres que entraban escoltados por guardias. Dannyl reconoció al grupo de amigos y cómplices de Dem Marane. Royend, que caminaba junto a su esposa, alzó la vista hacia Dannyl y lo miró con los ojos entrecerrados.
Dannyl le devolvió la misma mirada intensa. El odio en los ojos de Royend era algo nuevo para él. El Dem se había mostrado enfadado la noche de su detención, pero durante el viaje a Kyralia y la espera hasta la Vista ese enfado se había convertido en un sentimiento más crudo.
«Comprendo su odio —pensó Dannyl—. Lo engañé. Le da igual que yo estuviese obedeciendo órdenes de Akkarin o que él estuviese infringiendo la ley. Simplemente me ve como al hombre que dio al traste con sus sueños.»
Farand estaba de pie en el otro extremo de la sala, entre dos alquimistas. El joven parecía nervioso, pero no asustado. Un golpe sordo atrajo todas las miradas hacia el fondo del salón, donde una de las grandes puertas se estaba abriendo. Seis elyneos enfilaron el pasillo. Dos de ellos eran los magos de los buques que habían llevado a los rebeldes a Kyralia, lord Barene y lord Hemend. Los demás eran representantes del rey de Elyne.
Mientras Kito indicaba a los recién llegados que ocuparan los asientos situados en la parte frontal de la sala, Dannyl se preguntó dónde debía colocarse. Decidió quedarse de pie cerca de Farand, consciente de que eso se interpretaría como un gesto de apoyo al joven. Una vez que todos hubieron ocupado su sitio, Lorlen hizo sonar un gong pequeño, y el salón quedó en silencio. Kito echó un vistazo en torno a sí y asintió con la cabeza.
—Hemos convocado esta Vista para juzgar a Farand de Darellas, a Royend y a Kaslie de Marane, así como a sus cómplices en la conspiración…
Al percibir un sonido procedente de una dirección inesperada, Dannyl levantó la vista hacia la fila superior de asientos, reservada para los magos superiores. Le sorprendió ver entre ellos a uno de los consejeros reales.
«Aunque es lógico —se dijo—. Nuestro rey quiere asegurarse de que todo aquel que sea sorprendido intentando fundar su propio gremio de magos en otras tierras reciba el castigo que merece.»
—… A Farand de Darellas se le acusa de aprender magia fuera del Gremio —prosiguió Kito—. A estos hombres y mujeres se les acusa de haber intentado aprender magia. A Dem Marane se le acusa también de poseer conocimientos de magia negra —hizo una pausa para pasear la mirada por la sala—. Las pruebas que respaldan estas acusaciones serán sometidas a nuestra consideración. Llamo a declarar al primer orador, Dannyl, segundo embajador del Gremio en Elyne.
Dannyl respiró hondo y dio unos pasos al frente para colocarse junto a Kito.
—Juro que todo lo que diga durante esta Vista será verdad —guardó silencio unos instantes antes de comenzar—: Hace siete semanas recibí órdenes del depuesto Gran Lord de buscar y detener a un grupo de rebeldes que pretendían aprender magia sin la influencia ni la orientación del Gremio.
Los asistentes enmudecieron mientras Dannyl narraba su historia. Durante semanas había meditado sobre cuánto debía revelar para explicar cómo había conseguido convencer a los rebeldes de que se fiaran de él. El Gremio entero seguramente ya estaba al corriente de las declaraciones de Royend de Marane, de modo que Dannyl no tenía que entrar en detalles. Sin embargo, no podía obviar del todo esa parte de la historia.
Así pues, declaró que se había encargado de que llegase a oídos del Dem un «secreto falso», para que creyera que podría hacer chantaje a Dannyl. A continuación, refirió su encuentro con Farand. El rostro de los cortesanos de Elyne se tensó conforme Dannyl explicaba que el Gremio había denegado el ingreso a Farand después de que él se enterara de algo que el rey elyneo quería evitar que se divulgara. Añadió, para que ellos lo supieran, que Farand había estado en peligro de perder el control sobre sus poderes, y enumeró las consecuencias que ello habría tenido.
Acto seguido, pasó a describir el libro que Tayend había tomado prestado del Dem. Aseguró que su contenido había sido decisivo para detener de inmediato a los rebeldes, en vez de seguir haciendo visitas a Dem Marane con la esperanza de identificar a más de sus cómplices. Dannyl finalizó con la advertencia de que tal vez no había encontrado a todos los miembros del grupo.
Kito pidió a lord Sarrin una confirmación sobre el contenido del libro y después llamó a declarar a Farand. Los guardias condujeron al joven hasta el frente de la sala.
—Farand de Darellas, ¿juras que dirás la verdad durante esta Vista? —preguntó Kito.
—Lo juro.
—¿Es veraz el testimonio del embajador Dannyl en lo que a ti concierne?
El joven asintió.
—Sí.
—¿Cómo llegaste a formar parte del grupo de rebeldes de Dem Marane?
—Por mi hermana, su esposa. A él le parecía un desperdicio que yo no pudiera convertirme en mago. Me animó a escuchar de nuevo conversaciones mentales.
—Tengo entendido que fue así como aprendiste a liberar tu magia.
—En efecto. Oí una conversación sobre ello.
—¿Vacilaste antes de intentar poner en práctica lo que les oíste decir?
—Sí. Mi hermana no quería que aprendiera magia. Bueno, al principio sí, pero después empezó a preocuparle que no supiéramos suficiente y que pudiera ser peligroso.
—¿Qué te hizo vencer tus reticencias?
—Royend dijo que desde el momento en que empezara, me resultaría cada vez más fácil.
—¿Desde cuándo se reunía el Dem con sus cómplices con la intención de aprender magia?
—No lo sé. Desde antes de que yo lo conociera.
—¿Hace cuánto que lo conoces?
—Cinco años. Desde que se prometió con mi hermana.
—¿Hay miembros del grupo que no se encuentren aquí presentes?
—Hay otros, pero no sé quiénes son.
—¿Crees que el propio Dem Marane intentó aprender magia?
Farand titubeó y luego encorvó los hombros.
—Sí.
Dannyl se compadeció del joven. Este había decidido ayudar, aun sabiendo que el Dem y sus amigos serían castigados, pero no debía de ser fácil para él.
—¿Y los otros miembros del grupo?
—No estoy seguro. Seguramente algunos lo intentaron. Creo que otros solo participaban llevados por la emoción. Mi hermana estaba allí por Royend y por mí.
—¿Deseas añadir algo más?
Farand negó con la cabeza.
Kito asintió y se volvió hacia la sala.
—Querría dejar constancia de que he practicado una lectura de la verdad a Farand, y puedo confirmar que todo lo que ha revelado es cierto.
Aquello provocó un murmullo entre el público. Dannyl miró a Farand, sorprendido. Que hubiese permitido que le realizasen una lectura de la verdad indicaba lo dispuesto que estaba a colaborar.
Kito se dirigió a los magos superiores.
—¿Algún comentario o pregunta? —Al ver que negaban con la cabeza, dijo—: Vuelve a tu lugar, Farand de Darellas. Ahora deseo interrogar a Royend de Marane.
El Dem dio unos pasos al frente.
—Royend de Marane, ¿juras decir la verdad durante esta Vista?
—Lo juro.
—¿Es veraz el testimonio del embajador Dannyl en lo que a ti concierne?
—No.
Dannyl reprimió un suspiro y se preparó para lo inevitable.
—¿En qué punto falta a la verdad?
—Dice que se inventó lo de su relación secreta con su ayudante. Yo creo que no es una invención. Cualquiera que los haya visto juntos sabe que lo que había entre ellos era algo más que… que una artimaña. Nadie puede fingir tan bien.
—¿Es esa la única inexactitud de su declaración?
Royend fijó la mirada en Dannyl.
—Hasta Dem Tremmelin, padre de Tayend de Tremmelin, cree lo mismo que yo.
—Dem Marane, por favor, responde a la pregunta.
El Dem hizo caso omiso de su orden.
—¿Por qué no le pregunta si es un doncel? Ha jurado decir la verdad. Quiero escuchar que lo niega.
Kito entrecerró los ojos.
—Esta Vista se ha convocado para determinar si se ha infringido la ley que prohíbe aprender magia fuera de los límites del Gremio, no si el embajador Dannyl está implicado en actos deshonrosos e inmorales. Por favor, responde a la pregunta, Dem Marane.
Con un gran esfuerzo, Dannyl consiguió recuperar el aplomo. Deshonroso e inmoral. Sin duda la opinión del Gremio sobre él —y sobre su testimonio— cambiaría radicalmente si sus miembros se enteraban de la verdad. Y Royend la conocía.
—Si ha mentido sobre eso, puede haber mentido sobre todo lo demás —espetó el Dem—. Recuerde lo que le digo después de enviarme a la tumba. No voy a responder a sus preguntas.
—Muy bien —dijo Kito—. Vuelve a tu lugar. Llamo a declarar a Kaslie de Marane.
La esposa del Dem estaba nerviosa pero dispuesta a cooperar. Reveló que los rebeldes llevaban diez años reuniéndose, pero aseguró al Gremio que su interés era puramente académico. En el transcurso del interrogatorio a los demás rebeldes, solo salieron a la luz pequeños detalles sobre el grupo. Todos afirmaron que no pretendían aprender magia, únicamente informarse sobre ella.
Siguió una breve discusión relativa al envenenamiento de Farand. A Dannyl no le sorprendió oír que las investigaciones de los magos elyneos no habían revelado al culpable. Al ver la expresión en el rostro de lady Vinara, supo que el asunto no acabaría allí.
Kito pidió que se envolviera a los acusados en un escudo de silencio mientras el Gremio deliberaba sobre sus castigos. El salón se llenó de voces. Al cabo de un buen rato, Kito pidió a todos los magos que regresaran a sus asientos y retiraran el escudo de silencio.
—Es hora de emitir nuestro veredicto —anunció. Extendió una mano, y un globo de luz apareció sobre ella y ascendió flotando. Dannyl creó el suyo propio y lo envió hacia arriba junto con los del resto del Gremio.
—¿Consideran que Farand de Darellas es indudablemente culpable de aprender magia fuera del Gremio?
Todos los globos de luz se tornaron de color rojo. Kito asintió.
—Según la tradición, la pena por este delito es la ejecución —dijo—, pero los magos superiores opinan que, en vista de la situación, hay que ofrecer una alternativa. Farand de Darellas es una víctima de las circunstancias y de la manipulación. Ha mostrado una buena disposición en todo momento y se ha sometido a una lectura de la verdad. Recomiendo que se le permita ingresar en el Gremio con la condición de que pase el resto de su vida dentro de los terrenos. Por favor, cambien el color de sus luces a blanco si están de acuerdo con mi recomendación.
Poco a poco, las luces se volvieron blancas. Solo unas cuantas permanecieron rojas. Dannyl exhaló un suspiro de alivio.
—Se permitirá el ingreso de Farand de Darellas en el Gremio —anunció Kito.
Al dirigir la mirada hacia Farand, vio que el joven sonreía, reconfortado y emocionado. Pero cuando Kito prosiguió, la sonrisa se desvaneció de su rostro.
—Y ahora, ¿consideran que Royend de Marane es indudablemente culpable de intentar aprender magia y de poseer conocimientos de magia negra sin pertenecer al Gremio?
El Salón Gremial se inundó de un resplandor fantasmagórico cuando todos los globos de luz adquirieron un tono rojizo.
—También en este caso, los magos superiores opinan que deben ofrecer una alternativa a la ejecución —dijo Kito—. No obstante, el delito es grave, y creemos que una pena más indulgente que la prisión de por vida no sería adecuada. Por favor, cambien el color de sus luces a blanco si desean rebajar la pena a encarcelamiento.
Dannyl hizo que la luz de su globo se tornara blanca, pero sintió un escalofrío al percatarse de que menos de la mitad de los magos había tomado la misma decisión. «Creo que hacía años que el Gremio no votaba en favor de ejecutar a alguien», pensó.
—Se condena a muerte a Royend de Marane —sentenció Kito con gravedad.
Los rebeldes soltaron un grito ahogado. Dannyl sintió una punzada de culpabilidad y tuvo que hacer un esfuerzo para mirar al grupo. Royend de Marane tenía la cara muy blanca. Su esposa se aferró con fuerza a su brazo. Los otros rebeldes estaban pálidos e inquietos.
Kito miró a los magos superiores antes de volverse hacia el público y nombrar a otro rebelde. A los demás se les impuso la pena menor de encarcelamiento. Era evidente que el Gremio consideraba a Dem Marane el cabecilla del grupo y quería infligirle un castigo ejemplar. «Su negativa a colaborar no le ha ayudado precisamente», se dijo Dannyl.
Cuando tocó el turno a Kaslie, a Dannyl le sorprendió que Kito la defendiese. Instó al Gremio a pensar en sus dos hijos. Sus palabras debieron de conmover a los magos, pues concedieron a la esposa del Dem el perdón y la autorización para regresar a su hogar.
A continuación, los magos elyneos pidieron permiso para comunicar mentalmente las sentencias al rey de Elyne. Lorlen accedió, a condición de que no transmitieran ningún otro dato. Acto seguido, dio por finalizada la Vista.
Dannyl, al ver que ya no tenía que seguir representando su papel, sintió un alivio inmenso. Buscó a Rothen entre la multitud de magos que descendían desde las filas de asientos, pero antes de que localizara a su amigo, una voz pronunció su nombre. Se volvió y vio que el administrador Kito se le acercaba.
—Administrador —respondió Dannyl.
—¿Está usted satisfecho con el resultado? —preguntó Kito.
Dannyl se encogió de hombros.
—En general, sí. He de reconocer que en mi opinión Royend de Marane no merecía ese castigo. Es un hombre ambicioso, pero dudo que lograse aprender magia en prisión.
—No —respondió Kito—, pero me parece que al Gremio le ha molestado el modo en que ha atacado su honor, embajador.
Dannyl miró al mago con fijeza. No podía creer que esa fuera la única razón por la que el Gremio lo había condenado a muerte.
—¿Le resulta violento oír esto? —preguntó Kito.
—Por supuesto.
—La situación sería más violenta si sus afirmaciones resultaran ser ciertas —replicó Kito sin apartar los ojos de él.
—Sí, estoy de acuerdo —respondió Dannyl, y aguzó la mirada. ¿Le estaba tendiendo Kito una trampa?
Kito hizo una mueca como pidiendo disculpas.
—Lo siento. No pretendía insinuar que lo fueran. ¿Regresará pronto a Elyne?
—A menos que Lorlen decida lo contrario, me quedaré aquí hasta estar seguro de que Sachaka no representa una amenaza para nosotros.
Kito asintió y desvió la vista al oír que alguien lo llamaba.
—Volveremos a hablar pronto, embajador.
—Administrador.
Dannyl lo observó alejarse. ¿Sería cierto lo que le había dado a entender Kito? ¿Había votado el Gremio a favor de la pena de muerte de Royend de Marane movido por la ira ante sus acusaciónes contra Dannyl?
«No —pensó—. Es la actitud desafiante del Dem la que ha influido en el voto. Ha tenido la osadía de adentrarse en un terreno que el Gremio considera de su competencia exclusiva, y saltaba a la vista que no respetaba en absoluto ni las leyes ni la autoridad.»
Aun así, Dannyl no podía estar de acuerdo con el voto del Gremio. Dem Marane no merecía morir. Pero ya no había nada que Dannyl pudiera hacer por impedirlo.
Mientras regresaba por los pasadizos subterráneos del Camino de los Ladrones, Cery reflexionó sobre su última conversación con Takan. El antiguo sirviente de Akkarin era muy reservado, pero sus gestos habían delatado tanto aburrimiento como ansiedad. Por desgracia, Cery podía hacer poca cosa por remediar lo primero, y nada por remediar lo segundo.
Sabía que pasarse el día entero en una estancia subterránea oculta, por muy lujosa que fuera, acababa por provocar tedio y frustración. Sonea había vivido en un sitio similar cuando Farén había accedido en un principio a esconderla del Gremio. Al cabo de una semana ella estaba muy inquieta. Para Takan la situación era incluso más frustrante porque sabía que su amo estaba en algún otro lugar, afrontando peligros, y no podía socorrerlo de ninguna manera.
A Cery le vino también a la mente el tormento incesante que representaban la soledad y la imposibilidad de ayudar a un ser querido. Aunque cada vez menos, aún soñaba de cuando en cuando con las semanas que Fergun lo había mantenido encerrado bajo la universidad. Recordó que Akkarin lo había encontrado y liberado, y su determinación de prestar a Takan toda la ayuda posible se hizo más fuerte.
Le había ofrecido todas las distracciones que pudiera desear —desde prostitutas hasta libros—, pero el hombre lo había rechazado todo cortésmente. Cery pidió a los guardias que le dieran conversación ocasionalmente, y él mismo intentaba visitarlo a diario, como había hecho Farén con Sonea. Sin embargo, Takan no era muy comunicativo. Evitaba hablar de su vida anterior a cuando se convirtió en el sirviente de Akkarin y contaba muy poco sobre los años posteriores. Al final Cery recurrió a las anécdotas graciosas sobre los magos que los sirvientes se contaban unos a otros. Al parecer, hasta Takan estaba dispuesto a darse el capricho de chismorrear un poco.
Akkarin se había comunicado con Takan muy pocas veces en los últimos ocho días. Cuando se ponía en contacto con él, Takan siempre aseguraba a Cery que Sonea estaba sana y salva. Cery agradecía esos informes sobre el bienestar de su amiga, pero también le divertían. Era evidente que, gracias a Akkarin, Takan estaba al corriente del interés que Cery sentía antes por Sonea.
«Eso es cosa del pasado —pensó Cery, esbozando una sonrisa irónica—. Ahora la causa de mis penas es Savara.» Esta vez estaba decidido a no caer en el abatimiento. «Los dos somos adultos sensatos —se dijo—, con responsabilidades que no podemos desatender.»
Llegaron a la entrada del laberinto de pasadizos que serpenteaban en torno a sus habitaciones. Los ladrillos susurraron al rozarse cuando Gol abrió la primera puerta oculta. Al pasar, Cery saludó a los guardias con un gesto de cabeza.
«Ella dijo que tal vez volvería —se recordó Cery—. De “visita” —sonrió—. Ese tipo de acuerdo tiene sus ventajas. Sin expectativas, sin compromisos…»
Por otra parte, tenía preocupaciones más graves. La amenaza de una invasión por parte de magos extranjeros se cernía sobre Imardin. Cery tenía que pensar qué podía hacer al respecto… si es que podía hacer algo. Al fin y al cabo, si el Gremio era demasiado débil para hacer frente a los ichanis, ¿qué posibilidades de vencerlos podían tener quienes no eran magos?
«No muchas —pensó—. Pero eso es mejor que ninguna. La gente normal debe de poder matar a un mago de alguna manera.»
Rememoró una conversación que había mantenido con Sonea hacía cosa de año y medio. Hablaban en broma sobre cómo deshacerse de un aprendiz que la estaba molestando. Cery seguía pensando en ello cuando uno de sus chicos mensajeros le comunicó que una visita lo esperaba.
Tras entrar en su despacho, Cery se sentó, comprobó que sus yerims estuvieran en el cajón y envió a Gol a recibir al visitante. Cuando la puerta se abrió de nuevo, Cery alzó la mirada y el corazón le dio un vuelco. Se levantó de la silla.
—¡Savara!
La joven sonrió y se acercó con paso lento a su escritorio.
—Esta vez te he sorprendido, Ceryni.
Él se dejó caer de nuevo en su asiento.
—Creía que te habías ido.
Savara se encogió de hombros.
—Y así era. Pero a medio camino de la frontera, mi gente se puso en contacto conmigo. A instancias mías, decidieron que alguien debía quedarse aquí para ser testigo de la invasión.
—No necesitas mi ayuda para eso.
—No —se sentó en el borde de la mesa y ladeó la cabeza—. Pero te dije que te visitaría si volvía. Los ichanis podrían tardar un tiempo en venir, y es posible que la espera me resulte aburrida.
Cery sonrió.
—Vaya, no podemos permitirlo.
—Esperaba que dijeras eso.
—Entonces ¿qué me ofreces a cambio?
Savara arqueó las cejas.
—¿Ahora hay que pagar por verte?
—Tal vez. Solo quiero pedirte consejo.
—¿Ah, sí? ¿Sobre qué?
—¿Cómo puede una persona normal matar a un mago?
Savara soltó una carcajada breve.
—No puede. Al menos si el mago es competente y está alerta.
—¿Cómo puede uno saber si no lo está?
La joven arqueó las cejas de nuevo.
—No estás bromeando… No, claro que no.
Cery negó con la cabeza.
Ella frunció los labios, pensativa.
—Siempre y cuando no deje huellas que me delaten como miembro de mi pueblo, no veo ningún motivo para no echarte una mano —le dedicó una sonrisa torcida—. Y estoy segura de que, aunque yo no encuentre una manera, tú sí. Claro que podrías perder la vida en el intento.
—Eso preferiría evitarlo —aseguró Cery.
Savara sonrió de oreja a oreja.
—Yo también preferiría que lo evitaras. Bien, esta es mi propuesta: si me mantienes informada de lo que ocurre en la ciudad, yo te asesoraré sobre cómo se mata a los magos. ¿Te parece razonable?
—Sí, me lo parece.
Savara cruzó los brazos con aire meditabundo.
—En realidad, no hay una forma segura de matar a un ichani. Solo puedo decirte que, al igual que la gente normal, cometen errores. Puedes engañarlos si sabes cómo. Únicamente hace falta valentía, astucia y… correr riesgos considerables.
Cery sonrió.
—Me recuerda el tipo de trabajo al que estoy acostumbrado.
—Oigo correr agua.
Akkarin se volvió hacia Sonea, pero como tenía el rostro a la sombra, ella no alcanzó a distinguir su expresión.
—Pues ve a echar un vistazo —contestó.
La chica escuchó con atención y se dirigió hacia el sonido. Después de unos días en las montañas, había aprendido a reconocer el más leve goteo de agua sobre la piedra. Atraída hasta la oscuridad de un hueco en la pared de roca junto a la que habían estado caminando, escrutó la penumbra y avanzó a tientas.
Vio el diminuto arroyo al mismo tiempo que el agujero en la pared. Una abertura estrecha daba a un espacio abierto. La roca le rozó la espalda mientras se escurría por aquella angosta brecha. Cuando salió al otro lado, soltó una exclamación ahogada de sorpresa.
—Akkarin —llamó.
A sus pies se extendía un pequeño valle. Las laderas se inclinaban suavemente hacia barrancos rocosos más escarpados. Árboles raquíticos, arbustos y hierbas crecían a lo largo del riachuelo que borboteaba alegremente antes de sumirse en una grieta situada a varios pasos de distancia.
Al oír un gruñido, se dio la vuelta y vio que a Akkarin le estaba costando un poco hacer pasar su cuerpo por el agujero de la pared de roca. Cuando al fin logró liberarse, se enderezó y admiró el valle.
—Parece un buen lugar para pasar la noche… o el día —comentó ella.
Akkarin frunció el entrecejo. Habían proseguido su avance hacia el Paso del Sur hasta altas horas de la mañana durante los últimos tres días, conscientes de los ichanis que les iban a la zaga. A Sonea no dejaba de preocuparle que Parika les diera alcance, aunque dudaba que caminara a un ritmo tan agotador, a menos que tuviera una buena razón para ello.
—Podría no tener salida por el otro lado —observó Akkarin. Sin embargo, no volvió a pasar por el agujero, sino que echó a andar hacia los árboles.
Un fuerte graznido resonó en el valle. Sonea se sobresaltó cuando una gran ave blanca alzó el vuelo desde un árbol cercano. De pronto, se retorció en el aire. Sonea oyó un leve chasquido y vio que el ave caía en picado.
Akkarin soltó una risita.
—Creo que nos quedaremos.
Avanzó a paso rápido y recogió el animal. Se le escapó un grito de sorpresa cuando se fijó en los descomunales ojos del ave.
—¡Un muluk!
—Sí —Akkarin esbozó una sonrisa—. Resulta irónico. ¿Qué diría el rey si supiera que nos estamos comiendo el incal de su Casa?
Continuaron caminando río arriba. Varios cientos de pasos más adelante, llegaron al final del valle. El agua se precipitaba por encima de un imponente saledizo rocoso antes de formar el riachuelo.
—Dormiremos debajo de eso —dijo Akkarin, señalando el saledizo. Se sentó junto al arroyo y comenzó a arrancar las plumas al ave.
Sonea miró la hierba mullida bajo sus pies, y luego la dura roca bajo el saledizo. Se puso en cuclillas y comenzó a arrancar puñados de hierba. Mientras se dirigía con los brazos cargados al lugar donde dormirían, el olor a carne asada llegó hasta su nariz y le hizo rugir el estómago.
Akkarin dejó el muluk dorándose sobre el globo de calor flotante y se acercó a uno de los árboles. Clavó la vista en las ramas, que empezaron a agitarse. Sonea oyó un golpeteo sordo y vio que Akkarin se agachaba para examinar el suelo. Se colocó junto a él.
—Estas nueces son difíciles de abrir, pero bastante sabrosas —dijo, y le tendió una—. Sigue recogiéndolas, Sonea. Me parece que he visto unas moras erizo más abajo.
La luna había descendido en el cielo. En la creciente oscuridad, costaba encontrar las nueces. Sonea tenía que palpar el suelo hasta dar con aquellas formas redondas y lisas. Tras ponérselas todas en el faldón de la camisa, las llevó junto al muluk que se estaba asando, y pronto descubrió cómo romper la cáscara sin aplastar el suave fruto del interior.
Akkarin regresó poco después, con un rudimentario cuenco de piedra lleno de moras erizo y algunos tallos. Las moras estaban recubiertas de espinas que parecían muy afiladas.
Mientras pelaba las nueces, Sonea observaba a Akkarin levantar las moras con magia y quitarles cuidadosamente la piel y los pinchos. Al poco rato, el cuenco estaba medio lleno de aquellos frutos de color oscuro. A continuación el mago se centró en los tallos, y comenzó a desprender la fibrosa capa exterior.
—Creo que el banquete está listo —anunció, y pasó los tallos a Sonea—. Es shem. No es especialmente apetitoso, pero es comestible. No es bueno alimentarse solo de carne.
A Sonea el corazón de los tallos le pareció agradablemente jugoso, aunque apenas sabía a nada. Akkarin partió el muluk, que tenía más carne que ninguna otra ave que se hubiera comido. Las nueces estaban tan deliciosas como él había prometido. Akkarin machacó las moras erizo y agregó agua para preparar una bebida dulce. Cuando terminaron, Sonea se sintió saciada por primera vez desde que habían llegado a Sachaka.
—Es asombroso lo bien que sienta algo tan sencillo como una comida —suspiró satisfecha. La oscuridad había envuelto el valle casi por completo—. Me pregunto qué aspecto tiene este lugar a la luz del día.
—Lo descubrirás dentro de una hora, más o menos —respondió Akkarin.
Sonaba cansado. Sonea lo miró, pero tenía la cara en la penumbra.
—Pues entonces es hora de dormir —dijo ella.
Invocó suficiente energía sanadora para vencer su propio cansancio, y tendió las manos. De entrada, Akkarin no se las tomó, por lo que Sonea pensó que tal vez la oscuridad no le permitía verla. Pero al momento sintió que sus cálidos dedos se cerraban en torno a los suyos.
Respiró hondo y le envió energía, procurando no agotar sus reservas. Se preguntó, y no por primera vez, si él había aceptado su decisión de ocuparse del primer turno de guardia para asegurarse de que no le cediera demasiada energía. Si Sonea se extenuaba, no sería capaz de permanecer despierta.
Cuando empezó a notar que las fuerzas la abandonaban, se detuvo y retiró las manos. Akkarin permanecía inmóvil y en silencio, sin hacer ademán de dirigirse al lecho de hierba que ella había preparado.
—Sonea —dijo de pronto.
—¿Sí?
—Gracias por venir conmigo.
Ella contuvo la respiración y sintió que el corazón se le llenaba de alegría. Akkarin se quedó callado durante unos minutos y al final tomó aire para hablar.
—Me arrepiento de haberte separado de Rothen. Sé que era más un padre que un maestro para ti.
Sonea fijó la mirada en su rostro ensombrecido, buscando sus ojos.
—Era necesario —añadió él con suavidad.
—Lo sé —susurró Sonea—. Lo comprendo.
—Pero en ese entonces no lo comprendías —dijo Akkarin con una sonrisa socarrona—. Me odiabas.
Sonea soltó una risita.
—Es verdad, pero ya no.
Akkarin no dijo una palabra más, pero tras unos instantes se levantó, se acercó al saledizo y se tendió sobre el lecho de hierba. Sonea permaneció largo rato sentada en la oscuridad. Al fin el cielo empezó a clarear, y las estrellas a apagarse y a desaparecer. No tenía ni pizca de sueño y sabía que eso no se debía únicamente a su poder de sanación. El agradecimiento y la disculpa inesperados de Akkarin habían removido en su interior las esperanzas y los deseos que llevaba días intentando aplacar.
«No seas tonta —se reprendió a sí misma—. Que al fin te haya dado las gracias por tu ayuda y se arrepienta de lo que te hizo no significa que te considere algo más que una compañía útil pero no deseada. Más allá de eso, no le interesas, así que deja de torturarte.»
Sin embargo, por más que se esforzaba por contenerse, no podía evitar sentir un escalofrío cada vez que él la tocaba, o incluso cuando la miraba. Y el hecho de que lo sorprendiese a menudo mirándola no la ayudaba a combatir esos pensamientos.
Se rodeó las rodillas con los brazos y tamborileó con los dedos en sus pantorrillas. Cuando vivía en las barriadas, daba por sentado que sabía todo lo que necesitaba saber sobre los hombres y las mujeres. Más tarde, en clase de sanación se había dado cuenta de que en realidad apenas había entendido nada. Ahora se percataba de que ni siquiera los sanadores le habían enseñado nada útil.
Aunque, por otro lado, tal vez no le habían explicado cómo vencer esos sentimientos porque no era posible. Tal vez…
Un sonido grave, como un gruñido, resonó por todo el valle. Sonea se quedó paralizada, con la mente de pronto en blanco, y sus ojos escudriñaron la penumbra. El sonido volvió a oírse, a su espalda, de modo que se levantó y se dio la vuelta con tan solo un movimiento. Al advertir que el sonido procedía de algún punto situado cerca de Akkarin, sintió una punzada de miedo. ¿Lo estaba acechando alguna criatura nocturna? Se dirigió hacia él a toda prisa.
Sin embargo, cuando llegó al saledizo, no vislumbró a ningún ser agazapado, listo para atacar. Akkarin movía la cabeza de un lado a otro. Sonea se acercó más, y él soltó un quejido.
La chica se detuvo y lo miró, consternada. Akkarin volvía a tener pesadillas. Ella sintió alivio y preocupación a la vez. Pensó en despertarlo, pero cuando Akkarin abría los ojos, su expresión siempre dejaba muy claro que no le gustaba que Sonea presenciara aquellos momentos de debilidad.
«En realidad, a mí tampoco me gusta», se dijo Sonea.
Él dejó escapar otro gemido. La chica se encogió al oírlo retumbar entre las paredes del valle. En las montañas, el sonido llegaba muy lejos, y ella no quería ni imaginar quién podía estar escuchando. Cuando Akkarin soltó otro grito apagado, tomó una decisión. Por mucho que a él le disgustara, tenía que despertarlo antes de que atrajera la atención indeseada de alguien.
—Akkarin —susurró con una voz ronca.
Como él dejó de moverse, creyó que había conseguido despertarlo, pero entonces a Akkarin se le tensó todo el cuerpo.
—¡No!
Alarmada, Sonea se le acercó. Los ojos de Akkarin se movían rápidamente bajo los párpados, y tenía el rostro crispado de dolor. Se inclinó hacia él, con la intención de zarandearlo por los hombros hasta que despertara.
Notó en los dedos el ardor causado por un escudo. Vio que Akkarin abría los ojos de golpe, y luego una fuerza la lanzó al aire violentamente. Algo duro le golpeó la espalda y la hizo caer al suelo. El dolor le atenazaba brazos y piernas.
—¡Ay!
—¡Sonea!
Sintió que unas manos le daban la vuelta para colocarla boca arriba. Akkarin la miraba fijamente.
—¿Estás herida?
Ella se examinó.
—No, solo magullada, creo.
—¿Por qué me has despertado?
Ella bajó la vista hacia las manos de Akkarin. Incluso en la penumbra vio que le temblaban.
—Estabas soñando. Una pesadilla…
—Estoy acostumbrado a ellas, Sonea —dijo el mago en voz baja, serena y contenida—. No tenías por qué despertarme.
—Estabas haciendo mucho ruido.
Él se quedó callado por unos instantes y se enderezó.
—Duérmete, Sonea —musitó—. Yo montaré guardia.
—No —replicó ella, irritada—. Apenas has dormido, y sé que no me despertarás cuando te llegue el turno para dormir.
—Te despertaré. Te doy mi palabra —se inclinó hacia delante y le tendió la mano.
Sonea la tomó y dejó que Akkarin la ayudara a ponerse de pie. Una luz intensa la deslumbró, y advirtió que el sol asomaba por detrás de la pared de roca que se alzaba al fondo del valle.
Akkarin se quedó inmóvil. Intuyendo que algo le había llamado la atención, ella lo miró con los ojos entornados, aunque no era más que una silueta negra recortada contra el resplandor del cielo. Entonces, instintivamente, lo escrutó con su mente. Al instante vio una imagen.
Un rostro, enmarcado en una cabellera que brillaba a la luz de la mañana.
Unos ojos… muy oscuros… y un cutis pálido y perfecto…
Era su propio rostro, pero no se parecía a ningún reflejo que hubiera visto en un espejo. Tenía un brillo misterioso en los ojos, el pelo ondeaba bajo la brisa, y aquellos labios, que se curvaban tentadoramente, se le antojaron los de otra persona.
Akkarin apartó la mano con brusquedad y retrocedió un paso.
«Así es como me ve —pensó ella de repente. El deseo que había percibido en él era inconfundible. Notó que se le desbocaba el corazón—. Me había resistido durante todo este tiempo porque creía que era algo que solo yo sentía —se dijo—. Y a Akkarin le ha pasado lo mismo.»
Dio un paso hacia él, y luego otro. Akkarin la observaba con el entrecejo fruncido. Deseaba que él viera más allá de sus ojos, que percibiese lo que Sonea pensaba y se percatara de que ella conocía sus pensamientos. Se le acercó, y Akkarin abrió mucho los ojos. Sintió que las manos de él se cerraban en torno a sus brazos y la apretaban mientras ella se ponía de puntillas para besarlo.
Él se puso rígido. Al inclinarse contra su pecho, Sonea notó que el corazón le latía a toda prisa. Akkarin cerró los ojos y se apartó de ella.
—Basta. No sigas —dijo jadeando. Abrió los párpados y la miró con fijeza.
A pesar de sus palabras, seguía sujetándola por los brazos con tanta fuerza como si se resistiera a soltarla. Sonea escudriñó su rostro. ¿Lo había interpretado mal? No, estaba segura de lo que había percibido.
—¿Por qué?
Akkarin arrugó el ceño.
—Esto está mal.
—¿Está mal? —se oyó a sí misma preguntar—. ¿Por qué? Los dos sentimos… sentimos…
—Sí —dijo suavemente. Desvió la mirada—. Pero hay más cosas que se deben tener en cuenta.
—¿Por ejemplo?
Akkarin le soltó los brazos y dio un paso hacia atrás.
—No sería justo para ti.
Sonea lo miró con atención.
—¿Para mí? Pero…
—Eres joven. Soy doce… no, trece años mayor que tú.
De pronto, su indecisión cobró sentido para Sonea.
—Eso es cierto —respondió ella, midiendo cada palabra—. Pero las mujeres de las Casas se emparejan a menudo con hombres mayores, mucho mayores, algunas de ellas con solo dieciséis años. Yo tengo casi veinte.
Akkarin parecía debatirse consigo mismo.
—Soy tu tutor —le recordó, muy serio.
Ella no pudo reprimir una sonrisa.
—Ya no.
—Pero si regresamos al Gremio…
—¿Provocaremos un escándalo? —soltó una risita—. Creo que ya se están acostumbrando a eso —esperaba arrancarle una sonrisa con aquel comentario, pero una arruga apareció entre las cejas de Akkarin. Sonea recuperó la compostura—. Hablas como si creyeras que cuando regresemos todo seguirá igual. Aunque logremos regresar, nada volverá a ser igual para nosotros. He aprendido magia negra. Y tú también.
Él torció el gesto, arrepentido.
—Lo siento. No debería haber…
—No te disculpes por eso —lo cortó ella—. Fui yo quien decidió aprender magia negra. Y no lo hice por ti.
Akkarin la contempló en silencio.
Sonea sonrió y dirigió la vista hacia otro lado.
—En fin, esto va a complicar las cosas.
—Sonea…
Lo miró de nuevo, y se quedó quieta al ver que él se le acercaba. Akkarin le apartó un mechón de la cara. A Sonea se le aceleró el pulso al sentir su contacto.
—Cualquiera de los dos podría morir en las próximas semanas —dijo él en voz baja.
Sonea asintió.
—Lo sé.
—Preferiría saber que estás a salvo —sonrió al ver que Sonea entrecerraba los ojos—. No, no pienso volver a discutir eso, pero… Pones a prueba mis lealtades, Sonea.
Ella frunció el ceño, sin comprender.
—¿En qué sentido?
Akkarin extendió la mano y deslizó un dedo por su frente.
—No importa —la comisura de la boca se le curvó hacia arriba—. De todos modos, es demasiado tarde. Empecé a suspender esa prueba la noche en que mataste a la ichani.
Ella parpadeó, sorprendida. ¿Significaba eso que…? ¿Desde hacía tanto tiempo?
Akkarin sonrió. Sonea notó que sus manos le rodeaban la cintura. Cuando la atrajo hacia sí, ella decidió que sus preguntas podían esperar. Sonea levantó un dedo y lo pasó con suavidad por la curva de sus labios. Entonces él se inclinó hacia delante, sus bocas se encontraron y todas las preguntas se desvanecieron.