Tarifa viernes, 3 de octubre

—¿Qué tiempo hace en la costa?

Era Tom McNerney, del consulado, que llamaba poco después de las diez de la mañana.

—Supongo que sopla el viento —dije.

Había desayunado una ración doble y estaba sentada junto a uno de los ordenadores de la recepción. Era una humilde residencia en una calle trasera construida al estilo árabe, con un patio interior alrededor del cual se ubicaban las habitaciones. Las paredes estaban alicatadas en azul y blanco, pintadas con pequeños querubines regordetes que flotaban por todas partes.

—Tengo en mis manos un fax con un par de huellas dactilares.

—Bien. —Borré deprisa el correo electrónico de Benji y me levanté. Él hojeaba documentos al otro lado de la línea.

—Así que la cuestión radica en cómo avanzamos a partir de aquí —dijo—. Para empezar, necesito huellas dactilares con las cuales cotejarlas.

Me llevó unos segundos entender el significado. Lógico, tan lejos no había llegado.

Tom McNerney tosió.

—ADN en caso alternativo, claro, pero eso es otra historia, más complicada.

No ADN, pensé y me senté en un sillón de mimbre. Fijé la vista en un grupo de tres flamencos de color rosa, de plástico y de tamaño natural, que eran parte del decorado.

Huellas dactilares era algo menos… íntimo.

Las había en casa, por supuesto. Y entre sus pertenencias en Lisboa. Dejé la maleta en la consigna del hotel y veinte euros de propina para que la enviasen después.

—Lo más sencillo, claro, es si constan en algún registro —prosiguió Tom McNerney.

Registro. ¿Podía imaginarme a Patrick en el registro de la policía?

¡Pues claro! ¿No le había echado la bronca su padre precisamente por eso? Por ir a parar al registro de la policía y arruinar su futuro por ir al acecho de una exclusiva.

—Estuvo arrestado una vez, hace un par de años —dije—. En un distrito policial de Washington DC.

—Bien —dijo McNerney. Presentí un leve cambio en su voz—. Entonces solo nos queda establecer contacto con casa…

—No es un delincuente —dije yo rápido—. Estuvo llevando a cabo unas pesquisas y se infiltró como topo en una banda de delincuentes para escribir un reportaje sobre racismo en el cuerpo de policía, sobre el trato discriminatorio contra los negros, corrían rumores de maltrato sistemático y confesiones bajo amenazas.

—Me suena de algo —dijo McNerney.

—Estuvo a punto de conseguir el premio Pulitzer —dije—, además de una costilla rota.

—Washington DC, entonces. —Oí el repiqueteo de un teclado y me imaginé cómo compulsaban las huellas dactilares de Patrick, líneas que coincidían a la perfección.

—Hay otro aspecto que acabo de conocer —dijo Tom McNerney.

—¿De qué se trata?

—Tienen ciertas rutinas cuando se trata de estos casos. —La voz era rasposa, se aclaró la garganta y respiró hondo—. Es decir, cuando a primera vista parece tratarse de un inmigrante subsahariano.

Sopesaba cada palabra para no meter la pata.

—¿A qué te refieres?

—Bien, es que lo han enterrado.

—¿Qué has dicho?

—A Patrick Cornwall, a tu esposo, lo enterraron hace unos días. El lunes, para ser exacto.

La mano se desplomó y el teléfono cayó de golpe contra el suelo. Cerré los ojos y pensé en tierra compacta y en la oscuridad de la tumba. Capa tras capa de tierra.

—Hola, ¿sigues al aparato? —gritó Tom McNerney a mi mano.

Me llevé de nuevo el teléfono al oído.

—No pueden hacer eso —dije—. Ni siquiera sabían quién era.

—Por lo que he entendido no había sitio —dijo Tom McNerney—. Han tenido varios casos por ahí de personas que han muerto las últimas semanas. En parte inmigrantes pero también… Hmm… ciudadanos de a pie, ancianos que también mueren. Es una localidad pequeña.

—Él fue asesinado.

Silencio al otro extremo de la línea. Otro carraspeo.

—Lo siento —dijo.

—Es ciudadano americano —dije. Las palabras se me atragantaban en la garganta.

—En calidad de familiar puedes exigir, claro está, el traslado a casa de sus restos tan pronto como se resuelvan los trámites burocráticos. Nosotros te ayudaremos con los papeles.

—No se trata de eso —dije y me levanté—. Lo asesinaron. No sé exactamente quiénes, pero sé quién es el responsable, un francés que…

—Tranquila, vayamos por pasos.

Yo iba y venía por el recibidor con el marcado acento de Tom McNerney pegado al oído. Algo se me quedaba de lo que decía.

Primero iba a aclarar lo de la identificación. Se había enterado de que a Patrick no le habían hecho autopsia. Ese debía ser el siguiente paso, pero de ello debía ocuparse la policía española.

—No hacemos nada sin que nos lo pidan —dijo—. Debo mantenerme dentro de las normas diplomáticas.

—¿Es que no puedes preguntarles si quieren que les ayudes? —dije.

—En ese caso me entrometería en el trabajo policial del país donde estoy viviendo. Y no queremos eso.

—Vaya —dije y me froté la frente. Presentí que debería volver al cuartel de la Guardia Civil y poner patas arriba la desangelada dependencia. ¿O habían transferido el caso a otro cuerpo de policía? ¿A la Policía Nacional? Rendida de cansancio, me hundí en un sillón que había al lado de unas macetas con flores de plástico.

—Pero si vamos paso a paso todo se arreglará, ya lo verás.

—¿Dónde está? —dije.

—¿Cómo?

—¿Dónde está enterrado?

El cementerio católico estaba en medio del campo, tras un supermercado alemán. Fuera, tres caballos ramoneaban en el pasto seco.

El viento amainó cuando entré en el cementerio. Allí la vegetación era abundante, un frondoso oasis en medio del desierto, como si la concentración de muerte generase vida a la tierra y en realidad no era otra cosa… polvo eres…

Un sepulturero estaba metiendo útiles de jardinería dentro de una caseta.

—Perdone usted —dije en mi español más pulcro—. Estoy buscando una tumba reciente, la de un hombre que fue sepultado el lunes pasado.

El hombre se encogió de hombros y meneó la cabeza.

—Se cree que era un inmigrante ilegal —añadí y el sepulturero hincó su pala en el suelo.

Tenía la cara arrugada y la boca sin dientes. Me señaló la parte sur del cementerio.

Le di las gracias entre dientes y constaté la jerarquía entre los muertos mientras caminaba. Primero fueron hileras de pulcros nichos católicos, panteones de cuatro pisos con techumbre abovedada, con nombres grabados y adornados con flores y pequeñas esculturas privadas del niño Jesús y la Santísima Virgen. Luego tumbas corrientes, tanto más humildes cuanto más me acercaba a los extremos, con menos flores, hasta que al final también aparecían sin nombre. Tumbas anónimas, marcadas con ladrillos, donde la hierba crecía entre grietas. Ninguno había sido enterrado las últimas semanas.

Al final llegué hasta una diminuta lápida conmemorativa. Una simple losa con inscripción y un pequeño ramillete de flores rosas: En memoria de los inmigrantes perecidos en aguas del Estrecho. El estrecho era, pues, el estrecho de Gibraltar entre Europa y el continente africano.

El sol me quemaba el cogote. Me di la vuelta. A mi espalda, contra un muro, concluía el terreno del cementerio. Un árbol daba una amplia sombra en el rincón más apartado. Alrededor de una tumba antigua, la verja de hierro se había oxidado y caído. Delante de ella había un montón de tierra del tamaño de un féretro. Me dirigí lentamente hacia allí. Me agaché y recogí un puñado de tierra. Estaba húmeda, olía a humus y a otoño. Caí de rodillas. Puse una mano sobre la tumba.

Sentí vacío. Un silencio profundo, sordo. Allí no podría llegar ruido alguno. Nunca había tenido un dios con quien hablar, ni el de los católicos ni ningún otro. Por primera vez en mi vida experimenté la ausencia de algo mayor, un consuelo que no sabía dónde lo podía hallar.

Me incliné más abajo y dejé que la mejilla rozara la tierra y murmuré.

«Patrick, estoy aquí y tengo que decírtelo…». Me atraganté y no pude decir nada.

Vas a ser padre.

La sombra del árbol se desplazaba lentamente, al compás del tiempo, por el muro encalado.

Cuando por fin me levanté, me costó enderezar las rodillas. Me volví por última vez, miré el espacio anónimo del cementerio y entendí que tenía que hacer una llamada que no admitía más demora.

—No puede ser —gritó ella al teléfono. Yo lo mantuve un poco apartado del oído. Luego se puso el padre de Patrick al aparato. Oí a Eleonor Cornwall al fondo: «Mi hijo no ha muerto, no ha muerto».

Frío y formal, Robert Cornwall me pidió que le contase lo sucedido.

—¿Un cementerio católico? —me sonsacó después de haberle contado todo lo ocurrido—. ¿Pero tú sabes que nosotros somos protestantes?

—Es un país católico —dije—, y no sabían quién era.

Silencio. ¿Estaba obligada a defender el país como si fuera yo quien hubiera decidido enterrarlo allí? Permanecí sentada en la cama de la habitación con la vista fija a través de la puerta abierta del balcón.

Los padres de Patrick nunca aceptaron que él se casara conmigo, habiendo como había tantas muchachas negras entre las buenas familias del círculo de sus amistades.

—Él descansará en nuestro cementerio —dijo Robert Cornwall con un hilo de voz—. Su madre tendrá una tumba que poder visitar. El abogado de la familia se ocupará de todos los detalles.

Y la línea murió, mi suegro colgó el teléfono. Dejé el mío a un lado y me quedé mirando al techo. Dos goteras parecían expandirse y convertirse en una. No les dije que esperaba un hijo de Patrick.

Al atardecer llegó la confirmación.

Seguía en la cama y tuve que haberme quedado dormida, puesto que algo me despertó. Tenía el cuerpo destemplado y entumecido.

—Acabo de recibir notificación de Washington DC —dijo McNerney—. Contamos con una identificación positiva.

—Vaya —dije.

Sentí como si ya nada me importara. Las diligencias alrededor de la muerte eran algo abstracto que nada tenían que ver con la muerte. Un trámite burocrático, como los deberes del colegio que había que hacer.

—Tenías razón —dijo McNerney—. Figuraba en el registro y las huellas coinciden con las del muerto de Tarifa.

Me quedé sentada en la cama.

—¿Y ahora qué?

—Tengo que presentarte mis excusas. Ni siquiera te he dado el pésame.

Vi las cortinas de la ventana mecerse al viento. La luz del exterior era débil y azulada, pronto iba a oscurecer.

—Primero debemos ocuparnos, claro está, de la partida de defunción. En eso podemos ayudarte con el papeleo y el contacto con las autoridades españolas.

—Y con la investigación criminal —dije—, ¿qué pasa?

Tom McNerney aspiró entre dientes y chasqueó la lengua.

—Eso es algo más peliagudo —dijo—. Ahí entramos en los asuntos internos del país y, como ya sabes, en eso no puedo inmiscuirme.

—¿Pero qué dice la policía?

—Por lo que entiendo, lo consideran un caso de naufragio.

—Pero no lo es.

Me puse en pie y paseé por la pequeña habitación.

—Patrick nunca se hubiera arrojado de forma voluntaria a esas aguas, en medio del oleaje —dije—. Ni siquiera toma el transbordador hasta State Island si lo puede evitar.

Tomaba, pensé. Se dice tomaba, no toma. Ahora todo era pasado.

—Imagino que la policía española quiere ver indicios más sólidos —dijo Tom McNerney—. Si existen, seguro que reabrirán el caso. A día de hoy, confío plenamente en la policía de este país.

Me froté la frente. ¿Indicios?

—Tienen que hablar con la policía de Lisboa —dije—. Allí hay un tal comisario Ferreira que sabe bastante del asunto.

—En fin, ya te he dicho que yo no soy la persona indicada para decir a la policía de este país lo que tiene que hacer. Como comprenderás, no lo verían con buenos ojos.

Solté el teléfono. Indicios sólidos.

—Yo no puedo…

—Inmiscuirte en su trabajo, ya lo sé —dije y recobré el aliento.

—Lo siento —dijo Tom McNerney.

—El doctor Robert Cornwall va a dejarse oír pronto —dije—. Su abogado va a exigir el traslado del cuerpo de Patrick a Estados Unidos.

Salí al balcón que daba a la calle trasera y me zarandearon los ruidos de otra realidad. El traqueteo de una motocicleta sin silenciador. Dos mujeres que parloteaban a voces en medio de la calle.

Un caso de naufragio. ¿Sería posible que pudieran prescribir la muerte de Patrick de forma tan sencilla?

De eso nada. Había sacrificado su vida en aras de ese reportaje. No había nada normal en su muerte.

Entré de nuevo en la habitación, me senté en la cama y marqué el número de la redacción de The Reporter en Nueva York.

Apenas tardé cuatro minutos en contactar con Richard Evans.

—¡Ally Cornwall! —gritó el redactor al otro extremo del hilo—. ¡Qué coincidencia! Ahora mismo tengo en mis manos un grueso sobre enviado desde Lisboa.