París lunes, 29 de septiembre

Catorce metros calle abajo había un viejo Peugeot. Lo reconocí nada más salir del hotel. En el asiento delantero había alguien que me miraba de frente.

Me acerqué con el corazón desbocado.

Olivier estaba a punto de salir del hotel, había prometido acompañarme a la policía para poner una denuncia en toda regla. Pensé que Sarah Rachid tenía razón. La sociedad se fundamenta en un sistema de derecho y sucumbe si no se confía en él.

Di los últimos pasos hasta el coche y me incliné hacia la ventanilla. Reconocí las llantas oxidadas, la manilla un poco desencajada.

Ella bajó la ventanilla lentamente. Parecía una mujer muy guapa. Un rostro bien modelado, el pelo negro y corto. No me cupo duda alguna de que era ella la que recogió a Patrick en el hotel. «Una de esas a las que los hombres se quedan mirando». Vestía un abrigo azul con elegancia y parecía fuera de lugar en aquel cochambroso asiento.

—¿Quién eres? —le pregunté.

La era de los cumplidos había pasado.

—Toma asiento. —Hizo un gesto indicándome el asiento de al lado.

—No, nunca —dije. Si estaba implicada en lo que le habían hecho a Salif, no pretendía salir con ella a dar una vuelta en coche.

Pareció dudar unos segundos, luego abrió la puerta y salió del coche. Nos quedamos cada cual a un lado del coche. Éramos de la misma estatura.

—Alena Cornwall —dijo en un tono de desdén que me dio la sensación de no ser nadie—. Casada con Patrick Cornwall, ¿por qué no me lo dijiste desde el primer momento?

—Y tú, ¿cómo te llamas?

Ninguna respuesta. Nuestras miradas vagaron por la calle, a la expectativa. Cómo podía saber, pensé, en qué había hurgado para enterarse de quién era yo y de lo que hacía.

—Te propongo un trato —dijo.

—¿Y?

—Podemos hablar caminando —dijo y empezó a caminar. Nos cruzamos con Olivier que acababa de salir del hotel, le insinué que pronto estaría de vuelta. Él hizo unas muecas y señaló la espalda de ella.

La misma mujer. Gracias, ya lo había yo entendido.

La mujer me dedicó una mirada carente de emoción.

—Deberías haber vuelto a Nueva York —me dijo.

—Me importa un bledo quién seas —dije—. Solo quiero saber lo que le ha sucedido a Patrick.

—Puedes llamarme Nedjma —dijo.

Me detuve en seco. Ese nombre ya lo había oído. Tardé unos segundos en recordarlo. Sarah Rachid lo había mencionado la noche anterior. La mujer que se veía con Arnaud. Un camión de la basura frenó y un estruendo de cubos metálicos se propagó entre las fachadas de piedra. Me daba vueltas la cabeza. ¿Arnaud habría hablado con ella? ¿Por qué quería que abandonase París? ¿Qué relación la unía a Josef K?

El abrigo azul dobló una esquina y tuve que correr para no perderla de vista cuando se espesó la muchedumbre.

—Así que Arnaud te ha hablado de mí. —Respiré hondo después de haberle dado alcance a la altura de un paso de cebra.

Nedjma me dedicó una sonrisa desconfiada.

—Arnaud es naïf —dijo y cruzó la calle—, cree que todo se resuelve siendo bueno con la gente.

—En realidad, ¿de qué parte estás tú? —dije.

No respondió, sino que dirigió sus pasos hacia un parque al final de la calle. La gente pasaba, rostros que no veía. Tuve que apartarme a un lado para no tropezar con un carrito de niño. Si en el carrito no llevan un niño, qué llevarán, solía preguntarme. ¿Una muñeca? ¿Un cachorro? ¿Una carga explosiva?

—¿Por qué querías que yo volviera a Nueva York? —pregunté.

—Por tu propio bien. —Cruzó las altas verjas y el parque nos envolvió en su verdor, en el incipiente dorado de los bordes de las hojas. Estatuas entre árboles. Nedjma se detuvo y me miró fijamente.

—Fue Patrick quien se puso en contacto conmigo. Un día llamó a mi número y quiso hablar de Josef K.

—¿Quién se lo dio?

—¿Por qué no se lo preguntas a él? Cornwall se negaba a revelar sus fuentes. Pero tú no eres periodista, aunque te hagas pasar por ello.

Pensé febrilmente. Si el vendedor de bolsos iba a correr algún riesgo, no era mi problema.

—Un tal Luc, un joven que vende bolsos en el mercado de Saint-Quen —dije—. Le pagaron por decirlo.

—¡Maldita sea! —La maldición la soltó en francés. Frunció el ceño y se quedó un rato mirando el verdor.

—Tiene que haber sido una estratagema —dijo al cabo de un rato.

—¿A qué te refieres?

—Sentémonos allí. —Señaló en dirección a un gran estanque donde cabeceaban veleros de juguete de vistosos colores.

—¿Qué sabes tú de Josef K? —me preguntó mientras se sentaba en un banco desvencijado.

Yo me senté a su lado.

—Traficante de personas —dije—, originario de algún país de Europa del Este, que al parecer ha desertado y se esconde de sus antiguos compinches.

—Todos tenemos un punto débil —dijo Nedjma y se quedó mirando a los chiquillos que dirigían sus veleros con largas varas—. Josef K tenía una ahijada que lo era todo para él. Era su princesa, pero creció y se hizo mayor. Hace un año que viajó al oeste para hacerse fotomodelo y desapareció.

La observé de perfil mientras me contaba que Josef K se había vuelto loco buscando a la chica durante meses por toda Europa, en Ámsterdam, Londres y París. Al final descubrió que fue su propia red la que había engatusado a la chica.

—Nadie muy cercano a él, claro, sino una rama que operaba en paralelo con base en Bratislava. Así funcionan esas organizaciones, como una multitud de islotes en apariencia totalmente autónomos.

Nedjma cogió la vara que había dejado uno de los niños y dibujó con ella en la tierra. Islotes separados unos de otros.

—Si la policía detiene a uno de ellos, ahí queda la cosa. Ese grupo no tenía la menor idea de que habían vendido a un burdel de Colonia a la ahijada del jefe.

—Así que se volvió buen chico de buenas a primeras —dije—. Quiso contárselo a la prensa y ser perdonado, ¿verdad?

Nedjma me miró irritada.

—Poco después murieron dos traficantes en Bratislava, en circunstancias violentas. Y luego Josef K se dirigió al máximo jefe que conocía y le amenazó con revelar toda la actividad si no le devolvían a su ahijada.

—¿Y quién es el jefe supremo?

Miró a su alrededor, en todas direcciones, antes de responder.

—Se llama Alain Thery —dijo en voz baja—. Francés, dirige una famosa consultoría, pero es solo pura fachada. La verdadera actividad la desarrolla a la sombra, donde corre el dinero.

Temblé al recordar los despachos desiertos.

—La tapadera perfecta —dijo Nedjma—. Nadie reacciona si la empresa factura un millón a la semana en concepto de aire.

Hizo una pausa y me miró fijamente.

—El hecho es que tu marido descubrió toda la trama.

—¿Cómo? —Al menos, en medio de todo, una difusa sensación de alegría. Por el buen trabajo que había hecho Patrick. Era lo que más le importaba.

Me contó que Patrick había seguido la pista de ciertas personas, fisgoneando por todas partes. Una empresa de construcción, que empleaba a indocumentados sin sueldo, afirmó que solo alquilaba mano de obra a una empresa de contratación. Patrick les amenazó con ir a la policía y les obligó a presentar facturas.

—Lugus —dije.

Nedjma asintió. Señaló con la punta del palo el círculo que había dibujado en el centro.

—Aquí están las grandes sumas de dinero —dijo—. Imagínate los beneficios del trabajo de miles de personas, día a día, año tras año, si no tienes que pagar salarios ni seguridad social.

Caí en la cuenta de que el dibujo en la tierra reproducía el croquis de cualquier empresa actual. Recordé la serie de reportajes que Patrick había dedicado a la nueva economía. Tenía la misma estructura, o la ausencia de la misma, que él había esbozado. Empresas despedazadas que se reagrupaban en unidades más pequeñas, organizadas como grupos de proyectos o pequeñas empresas. En apariencia, constaban como entidades autónomas e independientes, pero eran dirigidas desde el centro con mano de hierro. Los cometidos se exponían con nítidas directivas. El grupo que no colmaba ni cumplía con los requisitos, quedaba prácticamente relegado. Nadie era insustituible.

—La trata de personas es un delito atractivo —dijo Nedjma—, porque es muy rentable y está exento de riesgos. Siempre hay gente que busca trabajo a cualquier precio. Cuanto más altas se erigen las barreras, mayor es la posibilidad de que cunda el silencio. Todos quieren tener mano de obra barata, pero nadie quiere saber de dónde procede. Y a estos nunca los detienen porque tienen amistades por todas partes, amigos muy influyentes.

—Guy de Barreau —dije.

Ella asintió.

—Patrick sospechaba que Alain Thery era uno de los que financiaban su actividad. —Ella dirigió la mirada a una pareja de ancianos que realizaban juntos ejercicios de tai-chi, siguiendo cada cual los movimientos de una danza muda.

Restregó la bota encima de la tierra y el círculo se borró.

—Quiero lo que Patrick te envió —dijo—. Teníamos un trato.

—Si tú me dices adónde ha ido.

Nedjma me estrechó la mano. Yo saqué del bolso la libreta y el sobre de las fotos. Repasó el material en silencio.

—¿Esto es todo? —dijo. Y luego pronunció las palabras que hicieron que todo se detuviera—. ¿No te envió nada desde Lisboa?

Me volví lentamente hacia ella. ¿Lisboa? ¿Había viajado a Lisboa? Se me saltaron las lágrimas. ¿Por qué no me lo dijo nadie? Llevaba allí casi una semana dando vueltas en su búsqueda.

—¿Viajó a Lisboa? —La pregunta me salió junto con la rabia. La reduje con la mirada, en el instituto había hecho papilla de tías como ella—. Si lo habéis sabido todo el tiempo, ¿por qué diantres no ha podido decírmelo el que te folla?

Nedjma enarcó una sola ceja.

—Arnaud no tenía esa información —dijo.

—Vaya, así que por lo menos decía la verdad.

Nedjma me devolvió la libreta de notas.

—Esto no me sirve —dijo y siguió examinando las fotos de Alain Thery en compañía de Guy de Barreau.

—Pero me quedo con las fotos —dijo y se las metió en el bolsillo del abrigo.

—Háblame de Lisboa —dije tragando saliva.

Ella sacó una pitillera de plata y cogió un cigarro.

—Allí escondimos a Josef K, es una ciudad que queda fuera del alcance de sus redes. —Encendió el pitillo y echó el humo hacia el cielo—. Josef K fue un precavido agente de la KGB en su día, que siguió documentándolo todo, transacciones, nombres, direcciones. Tenía trazado con todo detalle el mapa de sus amistades.

—¿Así que Patrick fue a Lisboa para entrevistarlo?

Nedjma asintió.

Así fue, Patrick la había llamado el lunes de dos semanas atrás. Ella sabía, por Arnaud, que él era periodista. Ella y Arnaud se conocían desde hacía mucho tiempo, pero políticamente habían recorrido senderos muy distintos. Arnaud quería ayudar a la gente tanto como fuera posible, pero Nedjma hablaba de reventar el sistema desde dentro. Ahí entraron en juego tanto Josef K como Patrick.

Hicieron un trato.

Patrick tendría una entrevista en exclusiva. A cambio, debería redactar el testimonio de Josef K y sacar los documentos a la luz. Josef K podía contar con un pasaje a Brasil cuando todo hubiera acabado. Las fotos de Patrick y el testimonio de Salif eran una bomba que iba a estallar dentro del sistema jurídico, reventar las redes de trata y derrocar el poder político para que pudiese darse un cambio.

Sus ojos chispeaban al hablar de la explosión que iba a oírse hasta en el palacio presidencial.

—¿Y dónde está Patrick ahora?

—No lo sé —dijo Nedjma mirando a otro lado—, no ha dado señales de vida desde que se fue.

Me quedé helada.

—De eso hace ya dos semanas —dije. Como comprenderás, algo ha tenido que pasar.

Nedjma arrojó el pitillo al suelo, donde siguió ardiendo.

—¡Pero dime lo que pasó en Lisboa, joder! —rugí. Uno de los chiquillos miró asustado desde la orilla del estanque, su velero navegaba sin control.

—No lo sabemos —dijo Nedjma—, ignoramos lo que ha pasado en Lisboa.

Le clavé la mirada.

—En todo caso, tú tendrás contacto con tu notable desertor. ¿Sigue allí?

—Josef K ha muerto.

—¿Cómo? —Algo empezó a tronarme en la cabeza, una sirena de ningún sitio—. ¿Cómo murió? ¿Cuándo?

—El miércoles de hace dos semanas —dijo—. Cayó desde una terraza. La policía cree que fue un suicidio. —Enarcó las cejas para indicar lo que pensaba de esa teoría. Yo la miré desconcertada y no pude sacarle una palabra. Fue al día siguiente del viaje de Patrick a Lisboa.

—Sus viejos compinches tuvieron que enterarse de que yo le escondía —prosiguió Nedjma—. Y entonces le pasaron la información a Patrick, para que fuera él quien les llevase hasta Josef K. Contaron con que yo iba a fiarme de un periodista americano. —Se levantó, miró alrededor y empezó a caminar hacia la balaustrada que rodeaba el parque—. No sé nada de él desde que salió de París. Cornwall sabía dónde se metía. Viajar a Lisboa fue decisión suya.

Le di alcance y le tiré del abrigo.

—Así es que a ti te traía sin cuidado, maldita…

—Así que te has quedado sin marido —replicó con parsimonia—. En estos asuntos muere gente a diario y aún así solo cuenta tu pérdida, ¿por qué? ¿Te crees mejor?

—¿Quieres saber lo que le pasó a su princesa? Al final se la devolvieron a casa, dos meses después, en un ataúd.

Sentí frío y me ceñí la chaqueta.

—Tengo que ir a Lisboa —dije.

—Tienes una reserva para el vuelo de la mañana, a las 06.25, desde el aeropuerto Charles de Gaulle —dijo—. Alguien va a dejar un sobre con las instrucciones del viaje en la recepción de tu hotel. Tienes una habitación reservada en el hotel donde se alojó Cornwall. —Se me acercó más aún—. También hay un apartado de correos a donde deberás dirigir los documentos, si los encuentras. Supongo que cumplirás el trato.

Luego giró sobre sus talones y se marchó. Una mancha azul desapareció entre la arboleda.

—Espera —grité—, maldita sea, no tenemos ningún trato.

Corrí tras ella y la vi bajar por una escalera al lado de un café. Un letrero informaba de que eran unos urinarios.

Los bajos estaban sorprendentemente limpios y aseados para tratarse de unos urinarios públicos, con macetas de flores situadas al borde de los escalones. Esperé cinco minutos pero Nedjma no salió; me dirigí a la señora que se sentaba junto a la entrada, pequeña y rolliza, con un velo negro en la cabeza y una caja para monedas delante de ella.

Rescaté de la memoria palabra por palabra y por fin logré construir una oración en francés.

—Perdone, busco a una mujer con abrigo azul, ¿está ahí dentro? Excuse-moi, je cherche une femme

La encargada de los urinarios encogió los hombros. Puse en la caja una moneda de dos euros y repetí la pregunta.

Ninguna respuesta.

—¿Hay otra salida? —dije—, une autre sortie?

La mujer movió la cabeza.

—No entiendo francés —dijo.

Los cordones policiales habían desaparecido y todo parecía haber vuelto a la normalidad fuera del portal de la calle Charlot.

Ni rastro del hombre que allí había aparecido, muerto y apaleado, la mañana anterior. Me preguntaba si la familia de Salif iba a enterarse de lo que le había ocurrido, en caso de que alguna vez lo identificaran.

Arnaud Rachid me abrió el portal. Le había llamado para anunciarle que iba de camino, estaba sobre aviso.

—Ella me prohibió decir nada, ¿qué podía hacer yo? Escapaba a mi control.

Le hice trizas con la mirada y crucé el portal con él a mi espalda, escalera arriba, como un perro callejero arrepentido.

El número del pasaje electrónico me esperaba, en efecto, en la recepción del hotel junto a la confirmación de la reserva de una habitación de hotel para dos noches. Eso era lo único que quería aclarar antes de abandonar París para siempre.

—Por cierto, podías haberme dicho que estabas casada con Patrick Cornwall. ¿Cómo iba a adivinarlo?

Me detuve en el rellano de la escalera y me volví hacia él.

—Y tú podías haberme dicho que tu novia embaucó a Patrick para viajar a Lisboa.

—Ella no es mi novia —replicó Arnaud.

Él se retrepó en el sillón de su abarrotado despacho.

—Además, yo no sabía que él había viajado a Lisboa. —Se llevó las manos a la cabeza y se atusó el pelo—. Ella no me lo cuenta todo. Ya te he dicho que no quiero saber.

—En realidad, ¿quién es ella? —pregunté.

Arnaud sonrió y una sombra recorrió su mirada.

—La mujer amada por muchos hombres pero que ninguno consigue —dijo despacio—. Aparece y desaparece como las estaciones del año.

—Ahórrame la lírica —dije.

—Es una cita de Nedjma, una gran novela argelina. Nedjma es la heroína, pero es también un nombre simbólico, significa «estrella».

Me quedé medio sentada sobre el escritorio y empujé, sin intención, una pila de periódicos que se fue al suelo. No me importó.

—Así que también es de Argelia.

—No, qué va, es el nombre que ha escogido, un alias. —Arnaud toqueteaba un lapicero y lo golpeaba contra el escritorio—. Ella se ha criado en Neuilly-sur-Seine, ¿lo conoces? Es donde vive el presidente. —Esbozó una sonrisa—. Pero Nedjma, a diferencia de él, sí que ha cursado estudios en la Facultad de Ciencias Políticas. Su padre la obligó a estudiar y dice que lo único que aprendió fue a odiar todo lo que su mundo representa.

—¿Cuál es su verdadero nombre?

—Será mejor que no lo sepas. Ella ha cortado todos sus vínculos, nunca emplea su verdadero nombre. Además, ha pasado a la clandestinidad más extrema. Ni siquiera yo sé dónde vive.

—¿Después de lo ocurrido en Lisboa? —dije.

—Solo sé que ocultaba a Josef K y que ahora este ha muerto. Alguien ha filtrado información sobre ella. —Arnaud miró a su alrededor, desesperado, nervioso. Bajó la voz—. Son los mismos que encontraron a Salif, al final también darán con ella.

—¿Cómo sabes que no es ella la que se presta a un doble juego, también contigo?

—Yo no comparto sus métodos, pero sé quién es cuando nadie más mira, cuando solo es ella… —Se topó con mi mirada—. Es la persona más sincera que he conocido.

—¿Estabas con ella, en su casa, la noche del incendio del hotel?

Arnaud parecía apesadumbrado. Me pregunté si sufría por haber estado en el sitio menos indicado o si su pesadumbre se debía a estar enamorado de una mujer como Nedjma.

—Estar con ella —repuso— es como estar en los confines del cielo y el infierno, un lugar al que la mayoría nunca llega.

El pecho me ardía. Miré a otro lado, no quise saber más de su vida amorosa, de la maldita vida amorosa de nadie, al mismo tiempo que reparé, de sopetón, en que el sitio que ocupaba Sylvie estaba vacío. Seguro que se le había acabado el entusiasmo, acaso perdido la esperanza en Arnaud. La competencia, cómo no, era dura.

—¿Dónde anda tu otra admiradora? —dije—. Creía que siempre estaba aquí.

—¿Te refieres a Sylvie? No sé dónde está, no la he visto desde ayer por la mañana.

Guardamos silencio. Sus palabras flotaron en el aire.

Ayer por la mañana. Fue cuando él encontró muerto a Salif en la escalera de esta casa.

Pero entonces fue Sylvie, no él, quien estaba frente a mí. Y una idea empezó a tomar cuerpo poco a poco, una pieza suelta en la que no había reparado entre todas las que flotaban a mi alrededor.

La joven de cabeza rapada y sietes en los vaqueros que siempre aparecía allí donde Arnaud estuviera, tan celosa y entrometida.

Por todos los demonios, pensé. ¿Puede ser que todo esté relacionado?

Fui al sitio que ella ocupaba esquivando cartones llenos de afiches y demás basura. Intenté recordar lo que me había contado: me había hablado de Josef K y me había revelado que Arnaud conocía a los jóvenes que perecieron en el incendio del hotel. Nada excepcional, pero la sospecha era cada vez más firme.

Sobre el escritorio había panfletos desparramados. No había lazas sucias ni pertenencias personales, ninguna foto, ninguna caria ni nada que llevara su nombre. Ni siquiera un calendario. Arnaud me había dicho que ella era nueva. Levanté montones de revistas y de libros al uso: Che Guevara y Malcolm X.

—¿Qué estás haciendo? —me preguntó Arnaud desde su asiento. Levanté la vista y pude constatar que desde allí podía ver todo lo que él hacía. También podía oír lo que decía aunque no hablara en voz alta. En la otra punta del local, un muchacho con cola de caballo jugaba a los videojuegos. El espacio y los muros de piedra amplificaban todos los sonidos.

—¿Qué sabes tú de Sylvie? —Saqué varios cajones. Estaban vacíos.

—Le ha entrado miedo después de lo de Salif —dijo Arnaud—, en otro caso suele estar siempre aquí.

—O ha cumplido su cometido —dije.

—No, no hay ningún riesgo —dijo—, van a tener que pasar generaciones hasta que el mundo sea un lugar justo y todas las personas iguales.

Volví y me senté sobre el escritorio, enfrente de él. Recordé cómo apareció ella por la espalda cuando hablamos de Josef K.

—¿Sabes quién es, dónde vive, a qué se dedicaba antes de empezar aquí?

—¿Cómo? La verdad es que no solemos investigar a la gente que trabaja aquí. —Su voz adquirió un tono más tajante—. Estamos muy satisfechos con los esfuerzos desinteresados de los que disponemos.

—Eso quiere decir, en otras palabras, que es muy fácil colocar a alguien aquí —dije yo con calma—, alguien que quiera enterarse de lo que hacéis y, por ejemplo, de dónde y a quiénes escondéis.

—¿Qué insinúas? —Empezó a tocarse el chal, se lo quitaba y volvía a echárselo al cuello, me clavó la mirada—. Ella puede ser un poco pesada pero tú estás loca si la acusas de…

Le interrumpí.

—¿Cómo pudieron saber que Salif estaba vivo? —dije—. ¿Quién pasó la información de que Nedjma escondía a Josef K?

—Estás loca de atar. —Se levantó de un salto y el sillón rodó contra la pared. Se dirigió al puesto de Sylvie y empezó a sacar cajones y a revolver montones de revistas. Se detuvo y se quedó mirándome con un gesto de desesperación en la mirada—. Joder, creí que solo estaba…

—Enamorada de ti —completé—, lo cortés no quita lo valiente.

Arnaud se tiraba de los pelos y parecía desesperado. Miré el reloj, aún me quedaba tiempo antes de salir para el aeropuerto.

—¿Le dijiste a ella que Salif estaba vivo?

Negó con la cabeza.

Las piezas iban encajando una tras otra.

—Quizá creían que había muerto hasta que te llamé el otro día, cuando te pedí conocerlo —dije—. Sylvie estaría escuchando, por supuesto, y aunque tú no dijeras literalmente nada, ella entendió que algo pasaba con Salif.

Arnaud se derrumbó en su sillón.

—Y luego se pusieron tras su rastro —dijo y se le cayó la cara, perdió todas sus fuerzas—. No recuerdo todo lo que dije delante de ella, uno habla…

—¿Pudiste mencionar algo acerca de que Nedjma encubría a Josef K?

—No sé —repuso con una voz a punto de romperse—, tal vez, no directamente, no me acuerdo. —Ocultó el rostro entre las manos y le oí cuando le asaltó la evidencia, y yo me di la vuelta para no tener que verle derrumbándose.

—No —gimió—, no, no…

Tuvieron que pasar unos minutos antes de que pudiera decir algo inteligible.

—Sylvie me ayudó a llevar alimentos allí. —Trabucaba las palabras—. Ella sabía que los ocultaba en el hotel.

—Pero no sabía una cosa —dije—. No podía saber dónde se ocultaba Josef K porque Nedjma no te lo dijo, ¿no?

Perdido en su propia culpa y remordimiento, ni siquiera levantó la vista. No tenía la menor importancia, yo misma podía deducir el resto.

Para dar con el paradero de Josef K se sirvieron de Patrick. Compraron al confidente del mercado que les puso tras su pista. Como se compran bolsos, pensé, todo puede comprarse.

Pero había algo que no encajaba. Patrick nunca se hubiera dejado comprar. Tampoco pudieron amedrentarlo. Siguió importunando a Alain Thery como un moscón irritante que no ceja. No les dejó escabullirse.

Recordé un dicho francés: Faire d’une pierre deux coups. Me tuve que apoyar en la barandilla cuando salí a la escalera en penumbras. Matar dos pájaros de un tiro, significaba. El refrán existía en distintos idiomas bajo apariencias diferentes, pero venía a significar lo mismo. Dos al precio de uno.

Josef K, que iba a testificar contra sus antiguos compinches.

Patrick, que iba a denunciarlos en un reportaje, que sabía demasiado.

La luz del día se desparramó sobre mí cuando salí al patio interior, un haz de sol, y recordé dónde había leído ese refrán, tanto en francés como en inglés. En el sitio de Internet de Lugus. Matar dos pájaros de un tiro es nuestro lema en todo momento y circunstancia.

Y eché a correr calle arriba, como una loca, por la atascada calle Bretagne, donde salté a un taxi en marcha.

Como si hubiera otra manera de llegar antes a Lisboa.