París sábado, 27 de septiembre

Me incliné sobre el lavabo, me enjuagué las muñecas en agua fría y bebí mucha agua. La toalla se impregnó de marcas negras del maquillaje cuando me la froté con fuerza para despertar de una vez. El rostro del espejo estaba tan descolorido como una bayeta. La máscara se prolongaba como un ala negra hacia la sien.

Tengo que hacerlo, pensé mientras buscaba la cajita de analgésicos. Tenía que aguantar.

«Además —dije en voz alta a mi sombría imagen del espejo— si ingirió el uno por ciento de lo que bebí ayer, también va a necesitar su porción de esto».

Me tragué la tableta (contraindicada en casos de embarazo y lactancia) y me llevé la mano al vientre. La existencia en mis entrañas de alguien que ingería con fruición todo lo que yo comía y bebía era un hecho. Por primera vez percibí una honda sensación de no estar a solas conmigo misma. Fui a la habitación y abrí las ventanas de par en par, la lluvia me traía sin cuidado. Puse el ordenador en marcha y abrí mi bloc de notas. Todavía no eran las ocho pero el tiempo volaba ahí fuera.

Para entender lo ocurrido durante los días anteriores a su desaparición, elaboré una especie de calendario anotando lo que sabía de los pasos dados por Patrick y de las personas con quienes se había citado. Un esquema lógico empezó a tomar forma.

El jueves fue expulsado del restaurante Taillevent por incordiar a Alain Thery y a su excelsa compañía. Tracé una raya desde el nombre de Alain Thery hasta las anotaciones sobre esclavitud laboral. La empresa de consultoría era un decorado. Estaba segura de que Alain Thery era el quid de la cuestión, el objetivo de las investigaciones de Patrick.

El viernes había entrevistado a los jóvenes del hotel. Luego, por la noche, se emborrachó y me llamó muy nervioso.

Después ardió el hotel. Alguien le llamó por la noche. ¿Quién?, escribí entre signos de interrogación y subrayado.

El sábado vio a Arnaud Rachid. Entonces ya le había dicho a la policía que el incendio fue provocado. Diecisiete personas perecieron, él conocía a tres de ellas. La policía archivó el caso. Supe que eso iba a sacar a Patrick de sus casillas. La cuestión era saber qué hizo y adónde viajó. Tal vez se vio con un tratante de esclavos llamado Josef K. A mí me amenazaron cuando hice preguntas sobre Josef K, alguien quería que me alejase de la ciudad. ¿Quién?

Interrogación, interrogación.

Levanté la vista y me topé con la mirada de una paloma. Se había posado en el alféizar de la ventana. Gris como el cielo, como el día, como toda esta maldita ciudad.

Volví al ordenador. La cifra siete lucía en rojo en el buzón del correo. Me acordé de que solía recibir dos mensajes seguidos de Patrick. By the way, podía figurar en el asunto y dos sucintas palabras en el mensaje: «Te quiero. Solo eso».

No había recibido respuesta de Alain Thery, pero tenía dos de Benji esperando. «Socorro», rezaba el asunto del primero.

«¿Es un deber?», escribía en su nota. Había leído dos de los diecisiete artículos en torno a Alain Thery y apenas entendió la mitad. Palabras como sinergias y diseño estratégico no las entendía ni en inglés. Ese tipo era todo un éxito, escribía, el empresario en boga que se codeaba con los famosos y que patrocinaba competiciones de vela, el sueño de toda suegra, sin duda. Me preguntaba si quería saber lo que decían los demás artículos o si debía dedicarse a la escenografía. Teníamos una cita concertada con el Cherry Lane Theatre el lunes a las dos de la tarde. Parece que están a la espera de los bocetos, escribía.

Le contesté que por ahora podía dejar los artículos sobre Alain Thery. Y que ya volvería sobre el asunto del Cherry Lane Theatre.

El resto de mensajes era basura y una invitación a un estreno la semana próxima en Broadway. Lo borré todo y me metí bajo la ducha dejando que el agua caliente me rociara el cuerpo mientras pensaba.

El hombre llamado Alain Thery parecía escurrirse tan pronto como le dirigía la mirada, una figura que no se dejaba atrapar. Sus fotos borrosas aparecían delante de mis ojos. Con todo, quizá no fuera él la persona clave, pensé, sino los otros hombres de las fotos, las personas con las que se codeaba. Políticos, famosos, decía Benji. Yo no sabía nada de unos ni de otros, puesto que siempre me dormía con las películas francesas de Patrick. El presidente era el único político a quien podía reconocer en foto.

Nada más salir de la ducha caí en la cuenta. Richard Evans me había dicho algo de una corresponsal de política. Buscó su nombre, las tarjetas se le cayeron.

Me sequé deprisa y me vestí mientras escribía la dirección de Internet de The Reporter. «… una especie de corresponsal en París de quien nos servimos a veces… corresponsal de política, también le di su nombre a Patrick».

En Nueva York era medianoche y además festivo, no valía la pena enviarle un correo a Evans.

Pensé durante unos segundos, después escribí el nombre del presidente francés en el casillero de búsqueda de The Reporter. Aparecieron once artículos. Dos eran telegramas anónimos de AP, pero los demás eran comentarios extensos sobre las últimas elecciones presidenciales, la presidencia francesa de la UE y los incendios de hacía unos años en los arrabales de París. Actualmente, el presidente era ministro del Interior y había hablado de limpiar de gentuza las calles de París. Como presidente de la UE, había trabajado para endurecer las políticas de inmigración. Los textos los firmaba Caroline Kenney.

Pulsé en su nombre y me salió su dirección de correo electrónico. Escribí un texto breve, formal, y firmé como Alena Sarkanova. Después lo borré todo y empecé de nuevo. Escribí que me llamaba Alena Cornwall, que Richard Evans me había dado su nombre y que necesitaba verla lo antes posible.

La certeza parecía insólita, pero Evans podía haberle hablado a esa mujer de mí. Además, el nombre del redactor le daba cierto peso a la carta. Lo más seguro es que Kenney también fuera una free-lance que necesitara llevarse bien con su jefe.

Bajé al comedor donde se servía el desayuno y tomé copos de maíz y zumo. La respuesta parpadeaba en la pantalla cuando volví. Iba a trabajar todo el día, escribió, pero me proponía tomar una copa en Les Deux Magots a las cinco de la tarde.

Saqué el CD de fotos del ordenador. Caroline Kenney podía ayudarme a identificar a los hombres anónimos.

Todo está aquí, pensé mirando el croquis extendido en el suelo. Podré entenderlo si lo ordeno y relleno los últimos espacios en blanco.

El lunes 15 de septiembre, el día antes de dejar el hotel, era un espacio vacío en la línea del tiempo. «¿Mercado?», escribí encima. Y luego nombres, como si fueran los personajes de un drama.

Luc: vendedor de bolsos.

Josef K: tratante de esclavos.

Me puse un jersey extra bajo el anorak y salí a la calle.

La lluvia caía racheada. Bajo los toldos, el aire se impregnaba de hierbas e incienso, la música se mecía al fondo. Seguí la calle Jean-Henri Fabre y pude contar a siete vendedores de bolsos. La cola más larga desembocaba en un puesto que exponía té norteafricano.

Cuando el mercado se fue haciendo cada vez más inexistente y las prendas y cachivaches parecían ser más usados, me di la vuelta y volví al último puesto que vendía bolsos.

—¿Es imitación, verdad? —Alcé un bolso que aseguraba ser un Louis Vuitton.

Oh yes, very good old new copy —dijo el joven con gorro acercándose con parsimonia—. Cuarenta y dos euros por ser para ti.

—¿Tú eres Luc?

El chico ordenó una hilera de monederos.

—¿Quién pregunta? —Di un paso adelante bajo el toldo y le mostré la foto de Patrick.

—¿Lo reconoces? —dije—. El americano.

Echó un vistazo rápido a la foto y negó con la cabeza, se dio media vuelta y empezó a liar un pitillo. En el puesto de al lado, dos chicas se probaban guerreras militares.

—Estuvo aquí hace dos semanas —dije—. Me parece que preguntaba por Luc.

El joven encogió los hombros y se llevó el pitillo a la boca.

—Si te decides pronto, es tuyo por cuarenta euros.

—Vino aquí para preguntar por ti —dije—. El domingo o el lunes de hace dos semanas. Piénsalo.

—Okey, de acuerdo, hoy te haré un precio especial, treinta y cinco euros —dijo señalando el bolso.

—Sin problemas —le dije y saqué el teléfono móvil—. Entonces voy a llamar a la policía. Seguro que ellos te tiran de la lengua.

—Déjame en paz.

—Pero primero querrán ver tus papeles. ¿No es acaso la sección octava de la Prefectura de Policía la que se encarga de casos como el tuyo?

Marqué un número al tuntún.

—Deja eso, demonios. Acaba.

—No te preocupes, Luc, amigo mío, vas a tener comida y techo en una bonita celda de la Île de la Cité antes de que te expulsen del país. A menos que tus papeles te acrediten como ciudadano legal de la República francesa, claro.

—Ni siquiera sé de lo que se trata. Solo hice lo que me dijeron.

—¿Quién te dijo qué?

Luc se quitó la gorra y se llevó la mano al pelo. Yo señalaba con el dedo índice los botones del teléfono móvil.

—Míralo desde el lado bueno —dije—. Te vas a librar de estar vendiendo bolsos aquí, bajo la lluvia.

—De acuerdo, me pagaron. Un tipo dijo que me daba doscientos euros si hablaba con él cuando viniese, eso fue todo. —Llevaba el paso cambiado al ritmo de la música caribeña del puesto de al lado—. Debía venir aquí y preguntar por Luc, era una especie de contraseña.

—¿Y tú qué tenías que decirle a su llegada?

—Solo tenía que darle un número de teléfono y decirle algo así como «Llama aquí, di esto y tendrás lo que necesitas». —Luc rio—. Creí que se trataba de una broma, parecía como si quisiera, bueno, ya te lo imaginas. —Hizo unos movimientos de vaivén con las caderas. Le clavé la mirada.

—Sección octava —dije.

—Era raro, no significaba nada. —Dio una patada a un montón de colillas que volaron hasta el borde de la acera—. Quiero hablarle de Josef K.

—¿Y es todo lo que debía decir al hacer la llamada?

Luc encogió los hombros.

—Ya dije que no significaba nada.

Una adolescente teñida de rubia y su madre se abrieron paso hasta quedar a mi lado y empezaron a levantar bolsos, hablaban ruso entre ellas.

—¿Quién te pagó? —dije.

—Venga ya, que tengo trabajo. No le conocía. —Luc miró a su alrededor.

—¿Qué aspecto tenía? ¿Negro, blanco, alto, delgado, gordo, rico?

Sonrió a la adolescente.

—Es tuyo a cambio de treinta euros —le dijo señalándole un bolso de piel de gato. Luego se dirigió a mí.

—Blanco, un tipo trajeado, no me preguntes.

—¿Tenía los ojos muy claros, casi blancos?

—Acaba, por favor, parecía un tipo del montón.

Las rusas ya se encaminaban al siguiente puesto. Luc movió la cabeza y volvió a ponerse la gorra.

—Cierto, no sé nada más.

Crucé el Boulevard Michelet y continué en dirección este hacia un polígono industrial. Llevaba en la cabeza los datos relativos a la secuencia del tiempo. «Solo un asunto que resolver», me escribió. ¿Verse con el tratante de esclavos?

Torcí a la izquierda y seguí por un extenso apeadero ferroviario donde los tendidos eléctricos corrían a lo largo y ancho del aire. El hotel siniestrado quedaba a dos kilómetros de allí. En la libreta de notas de Patrick figuraba una dirección más de la zona.

Me detuve y me recosté en un muro de piedra. La lluvia había cesado.

En aquella noche, cuando el hotel ardió, había algo que no acababa de entender.

Las fuentes de Patrick, los tres jóvenes de Mali, ardieron dentro y fallecieron. Pero casi nadie sabía, a excepción de Arnaud Rachid, dónde se escondían. Este negó que él llamase a Patrick, había apagado su móvil aquella noche. ¿Por qué iba a mentir sobre algo así? Pero el autor o los autores del incendio del hotel tampoco iban a llamar y contarlo a un periodista. Entonces, ¿quién más sabía del incendio?

Extraje el móvil del bolsillo y marqué el número de Arnaud Rachid. Contestó a la séptima señal. Hora de despertar, pensé.

—¿Se llamaba Salif? —le pregunté—, ¿el muchacho que escondiste en esa ratonera de hotel?

—Sí, ¿por qué? —La voz era ronca y espesa.

—¿Sigue vivo? ¿O alguno de los otros? ¿Cuál llamó a Patrick la noche del incendio?

Un gruñido al otro extremo de la línea me dio a entender que había acertado.

—¿Qué fue lo que Patrick le dijo a la policía? —continué—. ¿Cómo supo que el incendio fue provocado? Debía de estar completamente calcinado cuando llegó allí. —Vi a Patrick ante mí, cómo se acercaba en taxi al hotel, las llamas contra el cielo de la noche. Era la única explicación. Alguien que se encontraba allí, cuando empezó a arder, le contó a Patrick lo sucedido.

—¿Por qué me preguntas eso ahora? —dijo Arnaud Rachid.

—¿Sigues escondiéndolo?

Se hizo silencio al otro lado de la línea.

—Ya te dije que en primer lugar debía proteger a esas personas —dijo por fin.

Me dejé caer en el asfalto. Un tren daba marcha atrás por el apeadero, desenganchó un vagón contenedor. El hierro tronó contra el acero.

—No estoy en París para verificar datos —dije con calma—. Estoy buscando a Patrick. No sabemos lo que le ha podido ocurrir. Dejó el hotel el martes de hace dos semanas y desde entonces no ha dado señales de vida.

—¿Cómo, ha desaparecido? —La voz de Arnaud Rachid entonó un falsete al otro extremo de la línea. Parecía asustado.

—¿Sabes dónde está? —pregunté.

—¿Cómo podría saberlo? No le he visto desde entonces.

—Tengo que ver a Salif —dije—, o a quienquiera que escondas.

Otros cuantos segundos de silencio al otro lado de la línea.

—No puedo hablar de estas cosas por teléfono —dijo Arnaud Rachid y me dio el nombre de una estación de metro—. Ven dentro de un par de horas, junto a la escalera de salida.

Después colgó.

Estaba a un centenar de metros de la dirección del mapa. Tenía tiempo suficiente para realizar la tarea que me había llevado hasta allí.

Un camino conducía por detrás del muro al lugar donde un vetusto polígono industrial permanecía oculto al mundo. Eran cuerpos de edificio en piedra y hormigón, talleres, garajes y almacenes, desguaces de coches. No vi a nadie trabajando. Los edificios estaban marcados con letras y cifras y yo busqué el señalado como E3, un almacén de casi cien metros de largo. Me acerqué a un portalón doble de madera y llamé con el puño. No había timbre, ni señales de vida.

Rodeé el edificio. Un bidón de basura estaba volcado y alguna alimaña habría desparramado el contenido por el asfalto. A un lado había un camión rojo de doble remolque y con el rótulo MPL Express a un lado. MPL significaba Marseille-Paris-Le Havre según el letrero en cursiva en la puerta trasera. Seguí rodeando el almacén y a lo lejos vi una puerta abierta. Dos hombres fumaban fuera. Cogí el mapa para hacerme la despistada y me acerqué a ellos. Uno cerró la puerta a toda prisa. El otro tenía un perro atado, una bestia poderosa con la corpulencia de un buldócer agazapado.

—Perdón, seguro que me he perdido —dije—. ¿Qué edificio es este?

El hombre farfulló algo en francés. El perro se movió en mi dirección, la correa se tensó. Di un paso atrás. No corras, pensé, entonces me tomará por su presa.

—Busco el mercado —dije—, pero he debido tomar un camino equivocado.

El perro gruñía y me miraba con ojos lacrimosos, con el morro arrugado. De repente no supe lo que hacía allí. Un edificio más o menos no tenía la menor relevancia. Esos hombres no iban a hablar, lo mismo que el perro o el edificio.

—Lo siento, soy una turista americana —dije dirigiéndome con pasos cortos al camino que conducía desde allí. Cuando alcancé la esquina y el bulldog quedó fuera de mi vista, empecé a correr y no me detuve hasta que vi a una pequeña mujer que caminaba al otro lado de la calle, con un chal negro y bolsas de comida en ambas manos.

—Salif era una especie de líder para ellos —dijo Arnaud Rachid en voz baja, mirando por encima del hombro mientras la escalera mecánica nos conducía lentamente hacia abajo—. Lo de huir fue idea suya.

—¿Y fue el único que sobrevivió?

Arnaud asintió.

—Yo le conseguí un móvil. Se subió al tejado. Desde allí llamó a Patrick Cornwall. Se rompió una pierna al saltar al edificio de al lado.

Llegamos abajo y recorrimos una lúgubre galería comercial por pasillos grises de techo bajo. Yo intentaba ignorar el hecho de que íbamos camino del metro. Tras una columna había tres personas apoyadas entre sí. Oí un leve murmullo, mercancía que cambiaba de manos.

—Acogedor —dije señalando con la cabeza el comercio que se ejercía en la sombra.

—Las Halles han sido un mercado desde la Edad Media —dijo Arnaud—. Aquí puedes comprar lo que quieras, hierba, heroína, pasaporte…

Aspiré hondo cuando pasamos las barreras, reconocí el olor a quemado, la cálida corriente de aire.

—Conque es aquí donde puedes conseguir un pasaporte falso en caso de necesidad —dije, para pensar en otra cosa.

—Ya no es tan sencillo falsificar pasaportes. —Arnaud dirigió sus pasos a un nuevo túnel—. Hay decenas de miles en circulación, quizá centenares de miles. Siempre se puede encontrar a alguien que se te parezca.

—¿Son robados?

—Una parte. Hay quienes venden sus pasaportes y luego los denuncian como extraviados y obtienen uno nuevo.

—Que vuelven a vender —añadí—. No parece mal negocio.

—Los contrabandistas suelen apropiarse de los pasaportes de las personas que meten de contrabando en el país. Luego se revenden, diez o veinte inmigrantes pueden viajar por distintas rutas con un solo pasaporte.

Cuando entramos en el vagón, se cerraron las puertas, la señal sonaba en los altavoces y el tren bandeaba, me dijo adónde nos dirigíamos.

—Vamos a hacer trasbordo en Gare de l’Est —dijo y me indicó la línea que figuraba, con todas sus estaciones, encima de la ventanilla. Grafitis, pintadas y lemas grabados en los muros del túnel—. Después cogeremos la línea 5 hacia Bobigny.

Me miró.

—No sé qué vas a sacar de todo esto. Patrick Cornwall no ha visto a Salif desde que le encontramos otro escondrijo. Él no sabe nada.

No le respondí porque no sabía qué podía esperar. Lo único que sabía es que quería verle. Patrick había acudido a salvar a ese hombre en medio de la noche. Quizás él pudiera, a cambio, ayudarme a mí. O algo por el estilo.

Después del trasbordo, las vías salieron a la superficie y fue más fácil respirar. Al detenerse en una estación de nombre tan absurdo como Stalingrad no pude contener la risa, seguro que fue la tensión.

—¿Qué es lo que te divierte? —dijo Arnaud, ofendido. Iba perorando acerca de que la economía europea entraría en quiebra sin la inmigración.

—Perdona —dije, y le indiqué el nombre de la estación a través de la ventanilla. No creía que aún existiera Stalingrado. Creía que Stalin había sido borrado de la faz de la tierra.

—Es en memoria de la batalla de Stalingrado —dijo Arnaud—. Sería raro que lo cambiaran. —Se quedó callado y me miró, curioso—. ¿Eres de allí?

—¿De dónde, de Stalingrado? No, ni por asomo.

—Tu nombre, Sarkanova, suena ruso.

—Por Dios, ¿por qué se obsesionan todos en saber de dónde es una?

Las alarmas empezaron a sonar. ¿Pudo haberle hablado Patrick de mí? Y en ese caso, ¿cuál sería la relevancia de ser descubierta?

—Soy checa —dije—, pero no me preguntes por mi infancia bajo un régimen marxista-leninista. Tenía seis años cuando nos fuimos de Praga.

Una luz se encendió en la mirada de Arnaud.

—Entonces, tú lo entiendes —dijo.

—¿El qué? —repliqué—. No fue una huida heroica. Mamá se casó en segundas nupcias con un hombre veinte años mayor para poder viajar al oeste. Pasamos la frontera en coche. A mí me dijo que me mantuviera callada. No abrí la boca en varios años. Era una niña obediente.

Me lo quedé mirando.

—¿Y tú?

—Argelia —dijo—. A mi abuelo lo reclutaron para el ejército francés. Querían que los norteafricanos fueran los primeros en entrar en los pueblos.

—Sarah me dijo que sois franceses.

—Sarah cree que se es francés por pura lógica jurídica. —Hizo una mueca y me escrutó durante unos segundos.

—¿Sigue tu padre viviendo allí?

—¿Dónde?

—En Checoslovaquia.

—Checoslovaquia ya no existe —dije, y volví la vista a su imagen en la ventanilla.

Los edificios pasaban a toda prisa. Grises cubículos, viviendas de extrarradio. «Tú reaccionas con agresividad cuando alguien se te acerca —me dijo la psicóloga del colegio a quien me obligaron a visitar—. ¿Te hicieron algo cuando eras muy niña?». Me reí delante de sus narices. «¿Te refieres a los comunistas? ¿Qué me hicieron? ¿Te refieres a guarrerías leninistas?».

Cuando salimos del metro las nubes se habían disipado y el cielo brillaba azul. Casi tuve que saltar por encima de una pordiosera, una chica joven vestida de negro con la cabeza tapada. Tenía un perro durmiendo en sus rodillas.

—Bienvenida a la banlieue —me dijo Arnaud Rachid. Un grupo de viviendas altas, amarillentas de suciedad, se erigía delante de nosotros. De la autopista de al lado se oía el estruendo del tráfico pesado.

—¿Fue aquí donde incendiaron coches? —dije.

—Eso empezó en Clichy-sous-Bois —dijo Arnaud camino del edificio más próximo—, pero luego se propagó rápido por todo Seine-Saint-Denis y a otras ciudades de Francia. En una sola noche, solo en Bobigny, quemaron o arrojaron bombas incendiarias a ciento cincuenta coches.

Se detuvo y miró la lúgubre fachada.

—Cualquiera puede fabricar una bomba incendiaria —dijo—. Lo único que se necesita es suficiente rabia.

Los balcones estaban desiertos y en algunas ventanas había antenas parabólicas. Las cortinas de los pisos más bajos estaban completamente echadas.

—Por lo menos aquí está seguro —dijo Arnaud y abrió el portal. La cerradura estaba estropeada. El ascensor no funcionaba.

—Son diez plantas.

Yo subí los escalones de dos en dos.

Nadie respondió a la llamada del timbre. Arnaud abrió la puerta y entró delante de mí.

El recibidor era un pasillo beis. Agujeros y manchas en la pared delataban que la gente se había mudado a otro sitio, llevándose consigo cuadros y objetos de decoración. El suelo estaba lleno de ofertas publicitarias. De un perchero colgaba una chaqueta de deporte, y eso era todo. Una luz azul brillaba desde una habitación más adentro. Oí el ruido de la televisión, un partido de fútbol.

Arnaud me hizo señas de que esperase mientras él entraba. Después de unos minutos, me indicó que podía pasar.

El joven llamado Salif estaba medio tumbado en la cama frente al televisor, envuelto en sábanas. Tenía escayolada una de sus piernas y los vaqueros cortados para hacer sitio a la escayola. Tenía vendadas ambas manos. La televisión retrasmitía un partido de la liga francesa de fútbol. Se me quedó mirando sin abrir la boca y luego se dirigió a Arnaud. Su francés tenía otra melodía, las palabras eran más suaves, más pegadas a la boca. Se refregaba las vendas de las manos.

—Me pregunta si le vas a ayudar —dijo Arnaud—. Dice que Patrick prometió ayudarle. Me pregunta si te lo vas a llevar a América.

Me recosté en la pared. Aparte de la cama y una mesilla, no había más muebles en la habitación. Las persianas estaban echadas.

—¿Le has explicado por qué estoy aquí?

Arnaud se sentó al pie de la cama. Se llevó la mano al pelo.

—Le he dicho que eres colega de Patrick Cornwall. No he dicho nada más.

—Dile que necesito saber todo lo que sepa del trabajo de Patrick. Dile que ha desaparecido. ¿Estuvo Patrick en contacto con las personas que amenazaron a Salif y sus amigos? Pregúntaselo.

Arnaud alzó las manos al aire en gesto de rechazo. Salif no apartaba la vista de la pantalla del televisor. Arnaud cogió el mando y quitó el volumen, tradujo a grandes rasgos lo que le dije. Salif se enderezó como una vela y me clavó la mirada. Traté de esbozar una sonrisa, pero la mirada del muchacho me golpeaba el pecho. Era una mirada exenta de todo excepto miedo.

Arnaud puso una mano en el hombro de Salif. Este dijo algo y volvió a decirlo, repetía cuatro o cinco veces la misma frase y, aunque me resultaba difícil entender su francés, cogí sus palabras antes de que Arnaud las tradujese.

—Dice que en otro caso es hombre muerto.

Di unos pasos hacia él y me puse en cuclillas mirándole a los ojos. Era más joven de lo que había imaginado, poco más de veinte años, veinticinco a lo sumo.

—Salif —dije—. Sé que has presenciado cosas horribles, pero necesito tu ayuda.

Arnaud tradujo.

—Sé que Patrick Cornwall te ayudó y ahora te ruego que me ayudes. No sé dónde está y me temo que le haya pasado algo.

Salif esquivaba la mirada.

—Sé que te entrevistó. Creo que quizá por eso ha desaparecido. Por favor, piénsatelo, ¿adónde podría haber ido?

Salif miró a Arnaud y empezó a hablar a toda prisa.

—Los otros corrieron escalera abajo —tradujo Arnaud—. Yo les grité que no debían bajar, ardía mucho y la escalera era estrecha, así. —Salif dibujó un metro entre las manos—. Pero siguieron bajando, al interior del fuego, era un estruendo de fuego y gritos, no pude detenerlos. —Salif miró al techo.

—Tú sobreviviste —le dije—. No fue culpa tuya que los otros perecieran. Tú le contaste a Patrick Cornwall que el incendio fue provocado, ¿verdad? ¿Cómo lo supiste?

—Les grité que no corrieran escalera abajo. Les grité, pero ellos solo corrieron. Directamente a las llamas.

Cambié de postura y me senté en el suelo. Uno de los jugadores vestidos de rojo sacó un córner en completo silencio. El balón rebotó y salió fuera del terreno de juego. Me dirigí a Arnaud.

—¿No hay nada aquí que podamos comer? —dije.

—Por supuesto que sí —dijo Arnaud. Sacó una barra de pan y una Coca-Cola de su bolso que pasó a Salif. Salif abrió la botella. Yo busqué en mi bolso, y saqué una tableta de chocolate que puse en la cama.

—Dile que me cuente lo que le dijo a Patrick.

Salif dio un buen bocado al pan. No parecía muy fresco, la costra apenas crujió. Salif empezó a hablar después de haber engullido media barra. Arnaud tradujo cada vez más a prisa una vez que Salif se puso a hablar.

—¿Has oído a Salif Keita, el cantante de la voz de oro? Le dije al americano que se comprase un disco suyo. Fue marginado por sus gentes por ser albino, a pesar de ser descendiente de Sundiata Keita, el fundador de mi país. Ahora ha vuelto a Bamako y allí ha montado un buen estudio de grabación, es un hombre rico. Yo me llamo como él, Salif. Voy a ser un hombre de negocios, soy bueno en matemáticas, como Checkna, que tiene cabeza para los números. Sambala no era buen alumno, solo tenía fútbol en la cabeza. Checkna no era aficionado al fútbol.

La mirada de Salif volvió a ensombrecerse y quedó vacía.

—Son los que perecieron en el incendio —dijo Arnaud en voz baja—. Los tres eran de Mali, de la misma aldea.

—No todos pueden marcharse, el dinero no alcanza, esa vez fui yo el único de mi familia. Entre todos juntaron dinero para el viaje.

Era Salif quien volvía a hablar con un tono mecánico en la voz, como si ya hubiera contado esa historia muchas veces.

—Los viejos de la aldea también ayudan a reunir dinero, más para Sambala porque su familia es más pobre. Lo mejor es viajar a Francia, es lo que todos quieren. Senegal no es tan bueno. Allí se obtiene trabajo en la cosecha del algodón. Yo quiero ser hombre de negocios. Mi padre emigró a Costa de Marfil, pero ya no se está tan bien allí, expulsan a todos los musulmanes.

Salif guardó silencio y comió el resto del pan. Arnaud tomó el relevo.

—Mali es uno de los países que no intervienen contra el contrabando de personas —dijo Arnaud—. ¿Por qué iban a hacerlo? Durante el periodo colonial pertenecieron a Francia. Durante decenios enviaron a sus hijos aquí y entonces fueron bienvenidos. Hay aldeas que pudieron construir dispensarios médicos y escuelas con las remesas de dinero enviadas desde Francia, además de llevar la electricidad y excavar pozos para obtener agua fresca para todo el pueblo.

Salif interrumpió a Arnaud, gesticuló y levantó la voz.

—Los he traicionado —dijo. Arnaud tradujo—. Cuando huimos y entramos en una mezquita, el imán nos ayudó a llamar a casa, teníamos que avisar a nuestras familias, nos amenazaron a nosotros y a nuestros hermanos pequeños, iban a matarnos a todos. Mi madre dijo que debía volver al trabajo. Otros han emigrado y han retornado y construido casas para sus padres. Una parte no regresa. Al cabo de unos años no se habla más de ellos, son traidores que han olvidado a sus familias. —Salif se frotaba la cabeza con las manos, una cabeza rapada. Me pregunté si había tenido pelo antes del incendio.

—Soy un hombre muerto —se lamentó.

—Quiere decir que ha muerto para sus parientes —dijo Arnaud—, nadie debe saber que vive. Si está muerto, nadie lo buscará. Quizá entonces su familia esté a salvo.

—¿Sabe él quiénes son? —pregunté—. ¿Habló de ello con Patrick?

—No puedes pedir que lo sepa —dijo Arnaud—. Tienes que entender lo que ha pasado, el muchacho está conmocionado.

—Pregúntale —dije.

Salif seguía frotándose la cabeza, pero el tono de su voz era menos mecánico. Empecé a acostumbrarme a su curioso acento. Sonaba como si recortase las palabras de las frases y las expulsara como pompas.

—No fueron los mismos que nos recogieron, fueron sustituidos varias veces camino del norte. Los tuaregs se hicieron cargo en la frontera de Argelia, luego desapareció nuestro trolley, nuestro acompañante, un hombre emparentado con la familia de Checkna, un primo de su primo. Llegó un nuevo trolley, un connection man. Tuvimos que entregarles nuestros pasaportes y más dinero, decían que para sobornar a guardias y policías de fronteras y también a las partidas del desierto. Llegamos a Marruecos en un remolque entoldado. Permanecimos tres semanas en Rabat, no sé lo que falló. Una noche, la policía hizo una redada en el edificio que ocupábamos y nos devolvieron a la frontera de Argelia, cerca de Oudja, en pleno desierto. Allí había varios centenares de personas a la espera. Tres días después llegamos a Libia con un transporte. Nos dijeron que desde allí se podía pasar a Italia y que luego no era difícil esconderse en un camión y llegar a Francia. En París hay mucha gente del norte de Mali que ayuda a buscar trabajo y vivienda. Sambala decía que él iba a buscar trabajo en el Paris-St. Germain, el equipo de fútbol.

—Pregúntale lo que ocurrió en París —dije, queriendo ahorrarme los preámbulos. Arnaud hizo gestos de rechazo y Salif continuó hablando sin pausas para respirar. Posponía la inminencia de la muerte como la Scheherezade de Las mil y una noches, pensé, el relato lo mantenía entre los vivos.

—Se llamaba Ariadne, era un carguero enorme. Lo vi desde tierra el día antes. Nuestro connection man nos lo señaló. Tuvimos más suerte que la soñada. El Ariadne iba a zarpar directamente a Francia, al puerto de Marsella. Por la noche, nos introdujimos con sigilo en un contenedor. Había niños, pero les dieron somníferos para que durmieran durante toda la travesía. Llevábamos un bidón con agua y otro para hacer nuestras necesidades. Un hombre estaba nervioso. Empezó a aporrear el contenedor; una vez dentro, nos sentamos a lo largo de las paredes. Tuvimos que maniatarlo para que dejara de dar golpes y no nos descubrieran a todos. Apenas pudimos llevar alimentos. Nos explicaron que era para que no hiciéramos todas nuestras necesidades, era por nuestro propio bien. Conté hasta cuarenta y dos personas dentro del contenedor. Luego lo cerraron y todo quedó a oscuras.

Cambié de postura en el suelo. La retrasmisión del partido de fútbol había cesado, era el descanso y daban anuncios. Salif se recostó en la pared, su rostro cambiaba de color según las imágenes del televisor.

—Era de noche cuando abrieron el contenedor. Resultaba difícil respirar, me dolía la cabeza y me sentía muy cansado pese a haber dormido a ratos. Algunos no se despertaron, se los llevaron. No sé qué hicieron con ellos. Nos dirigieron a un camión. Llevaba las iniciales MPL Express. Era de color rojo.

Di un respingo. Era el nombre que había visto aquella mañana en Saint-Quen, en la parte de fuera de los almacenes.

—¿Qué pasó cuando llegasteis a París? —dije.

Salif se rascó con fuerza la pierna en el borde de la escayola. Me acordé del picor infernal cuando a los quince años me escayolaron el brazo.

—En el contenedor acordamos organizar una fiesta a nuestra llegada —prosiguió—. Checkna tiene un tío en París, lo buscaremos y lo celebraremos con un buen banquete. Pediremos dinero prestado y después lo devolveremos.

Salif se calló de repente y su cuerpo se estremeció.

—Ya ves que no se encuentra nada bien —dijo Arnaud y puso una mano en el hombro de Salif. Salif no reaccionó, y siguió contando:

—Llegamos temprano, de madrugada, el sol se levantaba. Abrieron la puerta trasera del camión y nos dijeron que íbamos a ir a una safe house. Era un almacén grande, había talleres, no había nadie fuera.

—Me parece que sé dónde está —dije, viendo al perro enfurruñado frente a mí.

—Nos hicieron entrar —prosiguió Salif—. Dentro olía a mierda, a excrementos. Todas las estancias estaban a rebosar de gente, enormes espacios donde la gente estaba tumbada en filas, en el suelo. «¿Qué es esto?», pensé. «¿Adónde he ido a parar?». «Parece una concentración de fútbol», dijo Sambala. Le reímos la ocurrencia. Pensé que solo iban a ser unas noches hasta que consiguiéramos una vivienda para nosotros. Pero ellos cerraron la puerta. Nos metieron en una sala. Era una especie de despacho con mesas y sillas y una foto de chica en traje de baño colgada de la pared, un almanaque de 2001. Allí pudimos ver a ese hombre, al que llamaban Boss Maillaux. Nos dijo que teníamos deudas que debíamos pagar. El viaje había sido caro. Incluían los intereses. Deberíamos pagarlas con nuestro trabajo. Nos pareció justo. Pero un muchacho, ninguno de nosotros, empezó a protestar, dijo que había acordado vivir en casa de un amigo de su tío. Lo golpearon. Lo golpearon a palos hasta que fue acallado. Eran tres. Uno de ellos tenía una barra con la que golpeaba. Lo sacaron de la sala. No lo vi más. Boss Maillaux preguntó después si alguien más tenía algo que decir. Nadie lo hizo. Si intentábamos escapar, añadió, recibiríamos el mismo trato. Se apropiarían de las casas de nuestros padres. Nuestros padres lo pasarían muy mal. También cogerían a nuestros hermanos pequeños, se follarían a nuestras hermanas menores.

El aire de la habitación empezó a agobiarme. Me pregunté por qué tenían las persianas echadas, estábamos en un noveno piso. No parecía probable que nadie fuera a mirar dentro.

—A menudo les basta con amenazas —dijo Arnaud—. Al cabo de un tiempo ni siquiera necesitan cerrar las puertas. Todo este comercio se basa en el miedo. Si uno consigue escapar, explota toda la burbuja.

—Pero vosotros escapasteis —dije dirigiéndome directamente a Salif—. ¿Cómo lo hicisteis?

—Trabajábamos todos los días, haciendo mudanzas y luego en una obra, un edificio que iba a ser derribado. Una noche hubo una riña en la safe house. Un senegalés, que llevaba allí mucho más que nosotros, gritaba que lo habían engañado. Quería su dinero, quería irse de allí. Lo apalearon y empezó a sangrar. Nosotros le vendamos pero se puso enfermo. Tenía mucha fiebre, deliraba con que iba de excursión y sus hijos no podían caminar. Dije que nosotros trabajaríamos más, que haríamos su trabajo. Dije que tenía que verle un médico. Una noche se lo llevaron. Dijeron que no había sitio para alguien que no trabajara. Pregunté si lo iban a llevar a un hospital. Me dijeron que cerrara el pico y que me olvidase de él.

Me levanté. Me dolían las rodillas.

—¿Puedo levantar esto? —dije mientras cogía la cinta que tiraba de las persianas. Arnaud asintió.

Al entrar la luz del día en la habitación, vi la delgadez extrema del joven negro, los codos sobresalían de las vendas como puntas afiladas. Pensé que debía de haber estado en buena forma y condición al emprender el viaje, un futbolista, cómo podía desaparecer un ser de sí mismo. Permanecí recostada en la repisa de la ventana.

—Éramos más de diez los que trabajábamos en el derribo del edificio —prosiguió Salif—. Y había unos capataces blancos que nos controlaban. Nos acompañaba un vigilante de la safe house. Yo pensé: «No podrá dispararnos en pleno día, mientras otros miran. Alguna vez tendrá que ir a hacer sus necesidades». Yo no le perdía la vista. Les dije a Checkna y Sambala que debíamos escoger el momento oportuno. Les haría una señal y entonces tendríamos que correr, todos a la vez. Deberíamos avisar a nuestras familias y escondernos después, tal vez acudir a la policía, encontrar gente de nuestro país que pudiera ayudarnos. Pasábamos las noches hablando en voz baja de que debíamos socorrer a todas estas personas que permanecían encerradas, que Alá nos había enviado allí por algún motivo y que luego teníamos que ganar dinero y enviárselo a nuestras familias. Un día, cuando el vigilante se dirigió a las casetas donde quedaba el retrete, les di la señal silbando. Corrimos cuanto pudimos. Sambala era el más rápido, Checkna y yo íbamos detrás. Saltamos el vallado de tablones y salimos a la calle. Nunca la habíamos visto porque siempre nos llevaron allí en una furgoneta con las ventanas pintadas de negro. Gritaron a nuestras espaldas, pero no nos volvimos ni una sola vez, solo corrimos, primero había naves industriales y luego altos bloques de viviendas. Después de siete calles vimos a una mujer musulmana. Le pregunté por la mezquita más cercana. Nos miró como si fuéramos locos. «Tenemos que ir a la mezquita», le grité y ella nos la indicó, no quedaba lejos. El imán nos hizo pasar. Nos ofreció té. Le pedimos que llamara al tío de Checkna, quien regentaba un café y tenía teléfono, para que les contara a nuestros padres que tuviesen cuidado y buscasen protección. El imán fue a llamar desde otra sala. Volvió y nos dijo que había hablado con ellos y que deberíamos volver a llamar al cabo de dos horas, entonces podríamos hablar con nuestras madres.

Salif ocultó el rostro en el vendaje, se enjugó los ojos con la sábana. Luego carraspeó y prosiguió:

—Nos dijo que también había llamado a alguien que podía ayudarnos. —Dirigió la vista a Arnaud—. Arnaud nos recogió más tarde, en medio de la noche, en plena oscuridad. Nos llevó al hotel.

—Era una situación de emergencia —dijo Arnaud—. No había tiempo para buscar algo mejor.

—Y después llegó Patrick Cornwall para entrevistaros —añadí.

Llevábamos más de una hora en el apartamento y aún no había podido averiguar nada nuevo de Patrick, empecé a sentirme dispuesta a coincidir con Arnaud. Fue un error ver a Salif y verme involucrada en su historia.

—El americano iba a ayudarnos. Iba a escribir sobre nosotros en la prensa. Después pondría a esos canallas en su sitio, a Boss Maillaux y los demás.

Salif golpeó una mano contra la pared. Debían dolerle las quemaduras bajo el vendaje.

—¿Sabes quiénes eran los otros? ¿Lo sabe Patrick?

Salif asintió.

—Nos preguntó por la safe house. Cuál era el número del inmueble. Y por los letreros de los coches. Nos preguntó por todo. Dónde estaba el edificio en derribo. Le expliqué sobre el mapa el recorrido que hicimos a la carrera. Lo recordaba con exactitud porque yo había contado las calles. Quiero saber dónde estoy.

—¿Cuándo fue eso?

Salif movió los pies en la cama y miró a Arnaud, buscaba apoyo. Pensé que había perdido la noción del tiempo.

—La primera vez fue hace casi un mes —dijo Arnaud.

—¿Y la última, qué dijo Patrick entonces?

—Allí estábamos bien, con cama propia —dijo Salif. No pareció haber oído la pregunta, su relato tenía un rumbo propio y definido.

—Yo estaba tumbado, leyendo. El americano me había conseguido unos cuantos libros. Oí ruidos en el pasillo y una explosión. Después sentí tufo y calor, ¿comprendes? Sentí ambas cosas al mismo tiempo. El fuego explotaba. Salí corriendo al pasillo y la escalera estaba completamente en llamas. Grité, claro, y corrí adentro y tiré de los otros. Volví a salir al pasillo y golpeé las puertas para despertar a todos los que vivían allí. No pude echar a correr escalera abajo, las llamas lo invadían todo. Tras la escalera había un descansillo con grandes ventanas y pensé que, de llegar allí, podría romper las ventanas y saltar, la familia que vivía en el piso de abajo podía arrojar a los niños para que yo los cogiera, la niña que acababa de aprender a andar y el chico de seis años que decía ser Zidane, habíamos jugado al fútbol en el pasillo, él, Sambala y yo, pero no alcanzo el descansillo ni la ventana porque el fuego es allí más vivo. Me arden las manos. Hay montones de basura que arden, bolsas y sillas. Sé que aquella tarde no hubo nada allí porque Sambala, Checkna y yo estuvimos sentados en el descansillo, con la ventana abierta, oliendo el aroma a tierra del parque y hablando de mujeres. Estoy viendo las sillas arder y comprendo que alguien ha prendido fuego. Entonces siento cómo Sambala y Checkna me apartan en su huida, gritando y corriendo escalera abajo, directamente a las llamas. —Salif se acarició la cara con las palmas de las manos—. Yo les grité pero no se dieron la vuelta y el fuego se extendía hacia mí, no pude hacer nada. Corrí a lo alto remontando los últimos escalones. Sabía que se podía salir por el tejado. —Dirigió la mirada desde Arnaud hasta mí—. Lo había calculado. No me gusta estar encerrado. No duermo bien. En la safe house apenas dormí nada, porque estaban todas las puertas cerradas.

—Te entiendo perfectamente —dije.

Salif siguió hablando de cara al televisor, como si la mirada se le hubiese pegado durante las semanas que había pasado en el apartamento donde no había nada más.

—No vi coches de bomberos en la calle. Tenía el móvil que me había dado Arnaud, le llamé desde el tejado pero no respondió. —Miró a Arnaud que contemplaba sus manos—. Luego llamé a Patrick Cornwall. Me había dado dos números, los tenía en el móvil. El primer número comunicaba, pero contestó en el otro. Le grité que debía ayudarnos. Después salté. —Salif hizo una mueca, recuerdo del dolor al caer en el edificio más bajo y romperse la pierna.

—En el otro edificio había una escalera. Me escondí en la parte trasera entre dos cobertizos. Llegaron los bomberos. Yo seguí allí, escondido mucho tiempo, sin atreverme a salir. Luego oí a alguien gritar mi nombre, era el americano. Lo llamé en voz baja cuando estuvo cerca de mí. Temía que alguien más me viera, la policía o aquellos hombres. El americano me oyó. Estaba indignado, tenía el rostro bañado en lágrimas.

Me clavé las uñas en las palmas de las manos.

—Perdón, perdón —dijo mezclando francés e inglés—, yo no entiendo inglés. No fue culpa suya. No fue él quien provocó el incendio. Dijo que iba a hablar con la policía, no se iban a salir con la suya. Lloraba. Iba a escribir sobre nosotros, contar nuestra historia al mundo. Me ayudó a salir de allí y luego se puso en contacto con Arnaud, que vino y nos recogió. Fuimos a un médico.

—Uno que trabaja para nosotros —apuntó Arnaud.

—¿Qué sabes de los que provocaron el incendio? —pregunté.

—Patrick Cornwall dijo que lo hicieron para darnos un escarmiento. Fue culpa nuestra, nosotros fuimos los culpables del incendio.

—Patrick no lo diría así.

—Es lo que pienso. —Salif miró a otro lado, a la pared.

—¿Mencionó Patrick alguno de los nombres de esos canallas?

Salif asintió.

—Nos enseño fotos. Dijo que iba a ponerlos en su sitio, que iban a pagar por esto.

Arnaud tradujo:

—Él no tenía ningún nombre.

Oí dos versiones de la misma respuesta. No tardé mucho en entender que había comprendido lo dicho por Salif. Arnaud intentaba engañarme, ¿por qué?

—¿Cómo se llaman? —le pregunté y escuché, distraída, la traducción que hacía Arnaud de mi pregunta al francés:

—No necesitas contar más cosas.

Entonces metí la mano en el bolso y saqué el sobre de las fotos. Había hecho copias en una tienda de fotos del mercado.

—¿Qué es eso? —preguntó Arnaud y trató de arrebatarme las fotos, pero yo las tenía bien sujetas. Salif no podía barajarlas, así que yo se las fui enseñando.

—¿Reconoces a alguno de estos hombres? —dije.

Él meneó la cabeza.

—No miras —le dije.

—Ya las he visto —dijo—. Él me las mostró el día del incendio. Le dije que no reconocía a los otros, solo a uno de ellos.

—Uno de ellos —repetí como una tonta y sentí la sangre detenerse en el cuerpo—. ¿A quién?

—Uno que vino a la safe house en dos ocasiones. No habló con nosotros, solo con Boss Maillaux. Era una foto borrosa, mala cámara. Ignoro su nombre.

Pasé las fotos deprisa.

—Ese —dijo Salif.

El hombre de la foto aparecía de lado, a espaldas de Alain Thery. Resultaba imposible decir dónde se había tomado. El muro de un edificio al fondo, un trozo de ventana. Un tercero estaba junto a ellos. Entonces me di cuenta de que lo reconocía. Cabeza rapada, la nariz que parecía demasiado pequeña. Era el hombre que me había echado de las oficinas de la avenida Kléber.

—Creo que debemos irnos —dijo Arnaud—. Ya ves que no sabe nada más.

Respiré tan hondo que inundé mis pulmones con todo el aire que había en el cuarto sin dejar oxígeno.

—¿Mencionó Patrick el nombre Alain Thery? —dije.

No necesité esperar la traducción de Arnaud. Noté la reacción de Salif al oír el nombre. Asintió.

—Sí, sí. Patrick Cornwall dijo que era el jefe. Yo no lo conocía.

—¿Josef K? —dije—. ¿Dijo algo de él?

—¿Josef? —Salif negó con la cabeza y pareció triste—. Ningún Josef.

Arnaud se puso en pie y se dirigió a la puerta.

—Deberíamos irnos ya —dijo.

—¿Por qué? —le espeté—. ¿Tienes miedo de que Salif desvele algo más que tú no quieres que yo sepa?

—Este es un asunto complicado, él no lo tiene claro —dijo Arnaud dando vueltas al chal con los dedos. Yo había notado que lo hacía cuando se ponía nervioso. El chal era una especie de peluche para adultos.

—Sé que Patrick no tira la toalla, sé que haría todo lo que estuviese en su mano para meter a esas personas en la cárcel —dije—. Pregunta a Salif lo que Patrick le dijo aquella noche antes de despedirse.

Arnaud se detuvo en la puerta y tradujo. Salif asentía lentamente.

—Iba a hablar con la policía —dijo Salif—. Iba a contarles lo que yo vi. Arnaud dice que cuando la policía los detenga podré salir de aquí como un hombre libre.

Arnaud Rachid no tradujo lo último, pero yo entendí el sentido. Salif no sabía que la policía había archivado el caso.

—Gracias por querer hablar conmigo —dije.

—¿Cuándo volverás? —preguntó Salif.

—No lo sé —dije—. No sé si voy a volver.

Salif no pareció ver mi mano tendida. Su mirada vagaba por las paredes desnudas de la habitación.

Jugaba a ser Zidane.

—No te acompaño de vuelta —dijo Arnaud cuando salíamos por el portal—. Estoy preocupado por Salif.

—¿Por qué no quieres hablar de Alain Thery? —dije.

Arnaud me miró por encima del hombro.

—¿A qué te refieres?

—No tradujiste todo lo que dijo, ¿por qué?

—Creí que no sabías francés.

—Viví aquí unos años de pequeña, en el campo —dije—. ¿Qué te une a Alain Thery?

—Nada —escupió Arnaud—. Solo que no quiero implicarte en algo cuyas consecuencias no entenderías.

—Ahórrate las atenciones para tus pobres refugiados.

Sus ojos oscuros brillaron negros.

—Tú no sabes nada —dijo—. Tú te presentas aquí y crees que todos deben ayudarte a buscar a tu colega americano. Aquí desaparecen personas a diario, personas que nadie encuentra.

—Conque una más o menos no tiene importancia, ¿no?

Una mujer llegó llevando dos bolsas pesadas y Arnaud le abrió la puerta. La mujer le miró airadamente y entró.

—Yo le facilité el contacto con esos jóvenes —dijo Arnaud—. Le di datos, eso es todo. Y si me permites, voy a ayudar a esa pobre mujer a subir la escalera, porque el ascensor, como sabes, no funciona.

Soltó la puerta y se dirigió a la escalera. Di una patada a la puerta con todas mis fuerzas. Ese muchacho, Salif, debía ser protegido a toda costa, pero Patrick había desaparecido sin que a nadie le importase. ¿Por qué eran más importantes todos los demás seres de la tierra? Y a las señoras, desde luego, había que ayudarlas a llevar la compra.

Empuñé el pomo que casi colgaba de la puerta para abrirla, subir la escalera a la carrera y poner a Arnaud contra la pared, decirle que era un cobarde que solo ayudaba a los más débiles, los que le hacían sentirse generoso, quería golpearle la cabeza contra la pared, pero en vez de eso solté la puerta y dejé que se cerrara. Tres jovencitos pasaron a mi lado para llamar mi atención, solo vi sus pantalones caídos, sus deportivas y sus andares cansinos. Miré el reloj. Eran casi las cinco.

A las cinco debía encontrarme con Caroline Kenney.

—¿Y qué estás haciendo en París? ¿También eres reportera?

—No —dije y me senté a la mesa de la terraza acristalada—. No, en realidad, me dedico al teatro.

Caroline Kenney tenía casi sesenta años y vestía totalmente de lila, desde el charol de los zapatos hasta el pelo y el chal que llevaba sobre los hombros. Me había esperado una francesa, pero era de Boston y llevaba más de treinta años viviendo en París.

—Pues eso, ya sabes que ocupas asientos legendarios, aquí se sentaron todos, Verlaine, Oscar Wilde… Jean-Paul Sartre pasaba horas aquí, escribiendo, venía todas las mañanas en compañía de Simone…

Reconocí el café por la foto que colgaba de una pared de la habitación del hotel. El decorado original estaba retocado para que pareciera nuevo y del techo del interior colgaban dos chinos de tamaño natural. Lógicamente, pensé que serían les deux magots y por eso estaban condenados a colgar de allí eternamente.

—Creo que voy a tomar un zumo y algo de comer —dije—. No bebo alcohol.

Caroline Kenney cerró la carta de golpe.

—Si yo hubiera sido tan sensata a tu edad, no estaría sentada aquí. —Hizo una seña al camarero y pidió.

—¿Conociste a Patrick mientras estuvo aquí? —pregunté—. ¿Te habló de su trabajo?

—Sí —dijo y sonrió para que se le viera toda la dentadura—. Pero nunca contesto a preguntas que no sepa adónde conducen. Ya sabes cómo son los reporteros, estás casada con uno.

El camarero dejó dos vasos de zumo recién exprimido y toda una serie de platos con jamón y ensalada, tortilla, foie y pan y queso.

—Yo tampoco bebo, ya no bebo más —dijo Caroline Kenney—. Ahora hay que apostar por la comida.

Cogió un poco de queso y lo untó en un pedazo de pan.

—¿Cómo le va a tu marido? Un hombre muy guapo, la verdad.

Entonces empecé a llorar. Apreté los puños y me contuve cuanto pude, pero fue como si cediera una presa, me enjugué la cara con la servilleta, me soné la nariz y traté de pedir perdón a la mujer que tenía enfrente, pero no pude contenerme, era como un torrente de dolor y pánico que había retenido las últimas semanas, acaso toda mi vida, y cuando se desbordó lloré a moco tendido viendo a través de la niebla cómo me miraban los clientes del café. Caroline Kenney me alcanzó su servilleta.

—Perdón —dije cuando el torrente se retiró y dio paso a un leve chapoteo. Me soné la nariz con la servilleta—. No he podido hablar con nadie de esto.

—¿Te ha abandonado? —dijo Caroline Kenney—. Sé que en este momento puede ser terrible, pero créeme que pasará. —Untó un poco de foie en el siguiente pedazo de pan—. Mi marido me abandonó después de veintidós años de matrimonio y aquí me quedé, sola, en París. Entonces empecé a escribir. Tuve que ganarme la vida. Ahora no puedo imaginarme volver. América se ha vuelto vulgar, sin finura, aunque quizá sea yo quien se ha vuelto francesa con los años.

Traté de sonreír entre lágrimas.

—No creo que me haya abandonado —dije—, temo que sea algo peor.

Y entonces le conté toda la historia, de principio a fin, la última llamada de Patrick y el encuentro con Richard Evans, la carta enviada desde París y lo que había podido averiguar al cabo de tres, casi cuatro, días siguiendo sus pasos. Caroline Kenney comía con buen apetito y me hizo alguna pregunta de vez en cuando. Cuando le conté el encuentro con Salif de aquel mismo día, puso sus cubiertos en la mesa y me alcanzó un pañuelo de papel. Mis lágrimas habían convertido las servilletas en trapos mojados.

—Patrick Cornwall me llamó hace casi tres semanas —dijo y sacó un calendario del bolso—. Nos vimos el martes nueve de septiembre a la una y media. —Me señaló con un gesto de cabeza—. Estuvo sentado en la misma silla en que tú te sientas ahora.

—Una semana antes de dejar el hotel —apunté.

—Quería que yo viese unas fotos —prosiguió—. Me preguntó si podía ayudarle a identificar a algunas personas de las fotos.

Saqué el sobre y se lo alcancé.

—¿Eran estas?

Caroline Kenney se calzó un par de gafas con monturas de oro. Mientras escrutaba las fotos, aproveché para comer lo que quedaba en los platos.

—No los conozco a todos, pero sí a algunos —dijo—. Pésima calidad, le dije que sería un paparazzi inservible.

—A Alain Thery lo reconozco —dije entre bocados—, pero ¿quiénes son los otros?

Ella repicó con la uña larga, pintada en lila, en la primera foto.

—Marcel Defèvre, un político y diputado del Parlamento Europeo que no ha hecho mucho ruido, pero era otro hombre el que más interesaba a Patrick. —Cogió otra foto y la puso encima.

—Guy de Barreau —dijo.

—No me dice nada.

Miré la foto del hombre mientras ella hablaba. Frisaba los sesenta, tenía una tupida cabellera gris y recordaba un poco a un Hugh Grant que hubiera envejecido con dignidad.

—Es un lobista —dijo Caroline Kenney—. Eso le convierte en un ave rara de la política francesa. Aquí no existe nuestra tradición de grupos de presión profesionales.

Sacó un libro de su bolso con el nombre del escritor en la cubierta. Guy de Barreau.

L’art de convaincre —leyó Caroline Kenney en voz alta, «El arte de convencer»—. Me picó la curiosidad después de hablar con Patrick y compré un ejemplar.

Hojeé un poco el libro mientras ella me explicaba. Guy de Barreau había fundado una especie de fragua de ideas, La ligne française, «La línea francesa», a comienzos de la década de 1990. Ejercía su influencia para reducir la inmigración pero sin ser abiertamente racista. Hablaba, en cambio, de preservar la cultura y los valores franceses y obtuvo un éxito increíble. Se consideraba que La línea francesa estaba detrás de la nueva legislación de los últimos años. Entre otras cosas, los inmigrados nacionalizados no iban a tener derecho a la reagrupación familiar a no ser que todos tuvieran trabajo a jornada completa, hablaran francés con soltura y entonasen la Marsellesa en sueños. Difundía la importación de mano de obra, pero solo con carácter estacionario. Iba a ser más difícil la obtención de la nacionalidad. Quienes entraran y permanecieran en el país por su propia cuenta serían delincuentes a quienes habría que expulsar en el acto.

—Ha conseguido poner en circulación ideas que hace veinte años habrían sido imposibles —dijo Caroline Kenney—. Los franceses, pese a todo, se han tomado muy a pecho aquello de libertad, igualdad y fraternidad.

Se interrumpió cuando el camarero se acercó a retirar la mesa.

—Tenemos que celebrarlo con café y postre —dijo.

Me eché hacia atrás mientras ella hacía el pedido, y miré a través de la cristalera que se extendía a lo largo de la terraza. El ataque de lágrimas había sido como un baño de purificación, tenía la cabeza despejada, lo que no me sucedía desde hacía mucho tiempo.

—¿Dijo Patrick algo acerca de lo que estos dos se traían entre manos? —dije y le enseñé una de las fotos en la que aparecían Barreau y Alain Thery sentados a la mesa de algún café o restaurante. Podía ser el Taillevent, pensé, por el fondo marrón.

Caroline Kenney sonrió y movió la cabeza.

—No, estaba removiendo algo grande. Se movía dentro de mis dominios, seguro que temía que yo le robase su story.

—Si he entendido bien, este Alain Thery no está implicado en actividad criminal alguna. —Me daba igual si alguien le robaba el reportaje a Patrick—. Se trata de comercio de esclavos y hasta de asesinato de quienes intentan escapar… Pero no veo cómo encaja con La línea francesa.

—Quizá solo sean viejos amigos —dijo Caroline Kenney, sacando un pintalabios y mejorando su make-up mientras pensaba—. Aunque lo dudo. Alain Thery es un advenedizo. Es de Pas-de-Calais, una ciudad del norte de Francia que dijo adiós a sus fábricas textiles, a su industria metalúrgica y al resto del mundo.

—Estoy impresionada —dije.

—Ganó sus primeros cien millones en el ramo de la informática.

—No por él, sino por ti. ¿Tanto sabes de todos los que se mueven en las altas esferas empresariales y políticas?

—No, qué va, empecé a leer después de conocer a tu marido. —Caroline Kenney rio—. Sé mucho más de los romances de los famosos. Los chismes son más rentables que la política, pero su combinación es imbatible. Los romances del presidente me han hecho económicamente independiente para el resto de mi vida, aunque bajo seudónimo, claro.

Se enderezó de nuevo e hizo sitio al camarero para poner a cada cual su taza de café y su copa con helado y sorbete de diferentes colores, ornadas con fruta, barras de chocolate y virutas de almendra.

—Además, Alain Thery suele aparecer entre la farándula —prosiguió Caroline Kenney—. Todos los domingos, cuando los actores y actrices se retiran de sus funciones, ocupa su mesa habitual del Plaza Atenée y descorcha botellas de champán contra el techo, y cuando el invierno llega a París, viaja a alguno de sus yates. Tiene dos, según la prensa del ramo, uno en Saint-Tropez y otro en Puerto Banús, en la Costa del Sol española. Son viviendas flotantes de lujo, donde se invita a fiestas con lo uno y lo otro en el menú, pero que nunca salen más allá de cien metros del puerto y ¿sabes por qué?

No pude decir nada porque tenía la boca llena de helado de vainilla.

—¡No sabe nadar! —exclamó Caroline Kenney.

Sonreí pero fui incapaz de echarme a reír.

—En Nueva York también hay un Plaza Atenée —dije—. Vistosos combinados, gente cara.

Caroline Kenney tomó un pellizco de la bola de un sorbete de color anaranjado.

—Maracuyá, especialidad de la casa —dijo y me sonrió. Lamió la cucharilla y entornó los ojos antes de seguir.

—Si he hecho bien mis deberes, Alain Thery vive obsesionado con la cuestión de estatus. No quiere ser el muchacho de los vertederos de carbón de Pas-de-Calais, pero en Francia no basta con ganar dinero. Hay que ser de buena familia, haber ido a buenos colegios.

Golpeó con la uña el reverso de la foto.

—Este, sin embargo, tiene amigos en todos los estamentos del poder, el Gobierno, las autoridades, el Tribunal Supremo. Su parentela se remonta al siglo XVIII, monárquicos que sirvieron en la corte de Luis XVI. Él ha ido a los mejores colegios.

Los sabores del sorbete se mezclaban en la boca mientras ella daba cuenta de los colegios de postín. Toda la élite política habían sido compañeros de clase, de la Facultad de Ciencias Políticas de la universidad. Hace unos años se modificó el sistema de ingreso para que alumnos peor dotados, procedentes de las barriadas, también pudieran tener acceso a la universidad. La clase alta fue todo un clamor de indignación, porque ¿cómo se iba a distinguir a la gente de la gente? Preferiblemente, también había que tener un título de la ENA, la Escuela Nacional de Administración, fundada por De Gaulle. El presidente actual se apartaba brutalmente de la tradición por no haber sido alumno de la ENA. Por otra parte, tenía la esposa más bella. Ahí perdí el hilo.

—Nada de eso conduce a ningún sitio —dije—. Es como caminar en círculos, recoger hilos sueltos, pero nada encaja. Y el tiempo pasa…

Me llevé la mano al vientre y miré a través de la cristalera, había una plaza y una iglesia fea. Una pareja abrazada estaba contemplando una estatua. La estatua era la representación cubista de una mujer. La pareja no hacía nada. Solo miraban, abrazados. Sentí el llanto brotar de nuevo del pecho, pero me contuve. Me dolía la nostalgia de hacer algo con Patrick, mirar cosas. No tenía que ser una estatua de Picasso, podían ser las noticias del tiempo.

—Los últimos años han fijado la atención en la Unión Europea —dijo Caroline Kenney.

Me miró de reojo mientras rebañaba con parsimonia el último resto de helado y sorbete derretidos.

—En la frontera exterior de la Unión Europea —prosiguió— es donde se libra la batalla. Si los inmigrantes siguen llegando a través de Italia y España, por no decir de Turquía, la policía francesa va a tener difícil dar abasto y expulsar a todos los que lleguen. Es cierto que muchos entran de forma legal, como turistas, y después se quedan pero La línea francesa y sus acólitos prefieren hablar de los que entran en embarcaciones y escondidos en camiones, porque ofrecen una imagen que aterroriza a Dupont.

—¿Dupont?

—El ciudadano francés de a pie, el empleado con ingresos medios que no es racista, pero que quiere que sus hijos crezcan en un país que reconozcan desde su infancia.

—¿Sabes si Patrick entrevistó a alguno de estos hombres? —le pregunté.

—Me contó que vio a Alain Thery una vez, pero que no le fue muy bien. Thery interrumpió la entrevista cuando Patrick empezó a hacerle preguntas interesantes.

—¿Qué preguntas?

—No se las iba a revelar a la competencia…

—Trabajáis para la misma publicación.

Caroline Kenney rio y bebió las últimas gotas del helado.

—Yo me ofrecí a entrevistarle en su lugar. Al parecer, Alain Thery se había hecho inaccesible, no contestaba los mensajes y las llamadas de Patrick ni siquiera llegaban a la secretaria. Patrick me agradeció el ofrecimiento y dijo que ya me diría algo.

—¿Lo hizo?

Caroline Kenney sonrió pesarosa y negó con la cabeza. Lo entendía. Patrick nunca iba a compartir su trabajo con otra reportera.

—¿Podrías intentarlo ahora? —dije—. ¿Concertar una entrevista con Alain Thery?

—¿Alguna novedad del marido? —preguntó Olivier cuando regresé al hotel aquella tarde.

Meneé la cabeza.

—Y tú, ¿has recordado algo? —dije—. Cualquier cosa, alguien con quien se vio, alguna llamada más…

Olivier esquivó mi mirada.

—¿Cómo? —dije y me incliné sobre el mostrador—. Es algo, ¿verdad?

—Me dijo que iban a ir al Louvre… Yo pensé…

—¿Quiénes? —Miré fijamente a Olivier, que se tiraba nervioso de la corbata—. ¿Por qué no me lo dijiste? —Las piezas empezaban a encajar—. Fue una mujer, ¿verdad? Fue con ella al Louvre y tú te lo has callado creyendo que era una maldita amante. —Golpeé con la mano en el mostrador. Allí se sentía seguro, callaba y era discreto.

Olivier se quitó las gafas y volvió a ponérselas.

—Fue uno de los últimos días, bueno, el día antes de dejar el hotel, porque acababa de llegar del mercado y le pregunté si había comprado algo, pero no me respondió y subió directamente a la habitación… y, sí, ella llegó al poco rato, esa mujer, y preguntó por él.

Me quedé helada cuando comprendí el contexto.

Patrick obtuvo un número de Luc en el mercado y llamó: «Quiero hablar con Josef K».

Y luego se presentó una mujer y lo recogió, igual que me recogieron a mí a la salida del restaurante Taillevent. Esa mujer vio a Patrick el lunes, el día antes de viajar, y sabía algo de Josef K. Me puse a andar por la recepción. Eso significaba que ella sabía adónde había viajado.

—¿Qué aspecto tenía? —dije mientras notaba un temblor en la voz—. ¿Puedes describirme a esa mujer?

Olivier miró a otro lado y se llevó la mano al pelo.

—Sí, es decir, una de esas a la que los hombres se quedan mirando.

—¿Guapa?

—Morena, bajita, ojos grandes.

Lo único que yo le vi fueron los ojos. Y la anchura. El portero era tan alto como Patrick. Estaba claro que, comparada con los dos, era baja.

Olivier sonreía algo nervioso.

—Pensé que se parecía a Juliette Binoche y así se lo dije, pero no le hizo mucha gracia, seguro que debía oírlo muy a menudo, claro.

—¿Pudiste oír de dónde era?

—Parisiense, sin duda, y no precisamente de las que hacían la calle.

Cogí la llave y marqué el número en el móvil mientras subía la escalera. Lo tenía programado con el nombre de Josef K.

Dio una señal. Dos. Abrí la puerta y entré en mi habitación.

A la quinta señal se cortó la línea.

Cuando volví a llamar sonó el contestador automático de la compañía telefónica. Una señal más a la hora de dejar el mensaje.

—Quiero hablar de Patrick Cornwall —dije—. Sé que iba a entrevistar a Josef K.

Colgué y me senté ante el ordenador, pasé un buen rato a la luz de la pantalla mirando la imagen de una actriz francesa mientras la ciudad callaba afuera. Así que era ella.