Lisboa martes, 30 de septiembre

Lisboa, a la tenue luz de la mañana, era como encontrarse con una puta veterana y con resaca que hubiese pencado mucho. De las fachadas revestidas de azulejos habían caído multitud de placas, las ventanas anunciaban abandono y el tendido eléctrico colgaba en el vacío por fuera de las casas; una belleza marchita que atraía con aromas de alguna delicia del pasado.

Estuve dentro del hotel dando vueltas. La mujer de la recepción meneó la cabeza cuando le pregunté por Patrick Cornwall y me remitió al jefe del hotel, que no se encontraba allí.

Bajé la cuesta hasta la avenida da Liberdade, la arteria principal del centro urbano. Al caminar, la acera se ondulaba bajo mis pies, como si el suelo se revolcara en señal de protesta al ponerle el adoquinado. La humareda de los pequeños puestos que vendían castañas asadas olía a quemado.

Esta vez no iba a esperar, no iba a dudar, posponer ni reconsiderar la opinión de Patrick para dirigirme directamente a la policía. Josef K se había caído desde una terraza. Aunque la policía creyese en el suicidio, tenía que haber una investigación.

—Tengo datos acerca de un asesinato —dije cuando me tocó el turno en la recepción de la comisaria de policía—. Se trata de un hombre, de Ucrania, que fue asesinado aquí, en Lisboa, hace un par de semanas.

La recepcionista enarcó las cejas y me hizo unas preguntas rutinarias, nombre, dirección, etc. Luego levantó un auricular y siete minutos más tarde vino a recogerme un policía de uniforme que me condujo de aquí para allá a lo largo de cinco pasillos y por medio del edificio para llegar por fin a la tercera planta del flanco opuesto, con vistas al río Tajo.

Comisario Helder Ferreira, rezaba el letrero de la puerta. El hombre que me recibió era un cuarentón vestido de civil, camisa y corbata, y con una barriga que había empezado a desparramarse por encima del borde de los pantalones.

—De modo que tienes datos sobre la muerte de Michail Jetjenko —dijo en un inglés excelente y me estrechó la mano con un fuerte apretón.

—Vaya, así que ese es su verdadero nombre —dije.

El comisario me indicó una silla de madera con asiento de cuero al tiempo que él se sentaba tras el escritorio.

—¿Y qué es lo que sabes de Jetjenko? —dijo.

Yo me senté.

—Sé que era de Ucrania —dije. Decidí contarle lo que sabía. Lo que la fugitiva Nedjma pensaba que no era mi problema—. Se refugió en Lisboa por haber desertado de una red criminal que se dedica a la trata de personas y al comercio de esclavos. Estaba dispuesto a conceder una entrevista a un periodista americano.

El comisario sacó un bolígrafo del escritorio. Se retrepó en su asiento y golpeó el bolígrafo en la palma de la mano.

—Jetjenko no se quitó la vida —dije—. Había renunciado a su pasado, tendría una vida nueva. Cayó en una trampa.

—¿Y cómo sabes todo eso?

—El hombre que le iba a entrevistar era mi marido.

—¿Y tú, también eres periodista? —dijo y me señaló con la punta del bolígrafo.

—No, no lo soy. —Miré a través de la ventana, sólidos edificios de piedra, una estatua ecuestre, caballo y caballero vueltos de espaldas hacia nosotros. Más allá el estuario del río, ancho como un mar que desembocaba en el Atlántico, el océano que separaba mi otra vida de la extraña vida en la que me veía sumida.

—Soy escenógrafa —dije—, me dedico al diseño de decorados.

—¡Qué bien! —El comisario Ferreira sonrió—. Yo adoro el teatro. Mi madre fue actriz.

—¿Qué saben ustedes de lo que le ocurrió a Jetjenko? —dije—. ¿Siguen alguna pista, tienen testigos?

Helder Ferreira daba golpes con el bolígrafo.

—Hay un sospechoso —dijo—, pero no lo hemos encontrado.

—¿Quién es?

—Buscamos a un hombre negro.

Le clavé la mirada.

—¿Por qué?

Él frunció el ceño y me miró con gesto interrogante. Las mejillas me ardían.

—Los testigos lo vieron en el lugar del crimen —dijo el comisario—. Algunos están seguros de que fue él quien empujó a Jetjenko.

Me agaché despacio y abrí el bolso. Busqué la fotografía. Me topé con la mirada de Patrick antes de enderezarme y poner la foto sobre el escritorio. La foto se había doblado por dos esquinas y una mancha grande sobre la parte izquierda del pecho me recordó la noche pasada por agua del Harry’s New York Bar.

Noté un espasmo en el rostro del comisario cuando se inclinó hacia delante y aterrizó su mirada en el rostro de Patrick.

—¿Quién es?

—¿Puede haber sido él? —dije.

Él levantó la foto, enarcó las cejas.

—Es mi marido —dije—. Patrick Cornwall, periodista neoyorquino.

Helder Ferreira escrutó la foto y levantó la vista, me miró y volvió a mirar a Patrick, como si comparase y sopesara nuestros rostros.

—No fue él quien lo hizo —dije—. También van detrás de él.

Miré fijamente al comisario, me esforcé en no perderle la vista. Un hombre negro. Testigos, tócame el culo. Vieron lo que quisieron ver.

Pero Patrick estuvo allí. Podía ser él a quien vieron, aunque malinterpretaran lo que hizo. Tuvieron que malinterpretarlo.

Ferreira se estiró para alcanzar sus gafas y leyó en voz alta el documento que tenía en pantalla.

—«Joana Rodrigues, 27 años. Estaba en la terraza del café junto a Largo das Portas do Sol leyendo un libro de texto. —Golpeó la pantalla con el lápiz—. Es estudiante de psicología y a menudo acude a un café o a un parque cuando hace calor. Comparte habitación con una compañera de clase, pero se trata de un cuarto minúsculo que carece de vistas al exterior… —Saltó unas líneas—. Son las tres y diez, poco más o menos, cuando ella oye un ruido y alguien que grita, luego levanta la vista del libro. Entonces un hombre se la queda mirando, ella cree que se trata de un loco. Aquí aparece».

El comisario me miró por encima de la montura de sus gafas.

—El hombre era negro —dijo.

Sentí cómo el pulso me golpeaba el cuerpo. La boca se me había quedado seca. El comisario volvió a ponerse las gafas y siguió leyendo:

«El hombre negro está junto al puente que conduce a la terraza. Al instante ha desaparecido, declara Joana Rodrigues, estudiante de psicología».

Se echó hacia atrás y señaló el ordenador con el lápiz.

—Lago das Portas do Sol es un lugar muy concurrido de Alfama, turistas que admiran el panorama, estudiantes, parejas de enamorados. Tenemos tres testigos más que declaran haber visto a un hombre negro en el lugar. Uno de ellos asegura que fue él quien arrojó a Michail Jetjenko por encima de la barandilla.

—Eso no es cierto.

Cerré y volví a abrir los ojos, pero la pesadilla proseguía.

—«Antonio Nery, 72 años de edad, jubilado, nacido, criado y residente en Alfama. Había sacado su perro a pasear y se encontraba en lo más alto de la escalera, junto al mirador, cuando Michail Jetjenko se precipitó veinte metros abajo en el callejón, a su espalda. El hombre negro corre después hacia él y tiene que echarse a un lado justo donde el perro ha…».

Me levanté bruscamente de la silla.

—Patrick es periodista, por Dios santo. Iban a verse allí. Llame a Nueva York, a sus jefes, si no me cree.

El comisario Ferreira se quitó las gafas y las dobló. Su mirada adquirió cierta dureza.

—Tu marido tenía que odiar a personas como Michail Jetjenko, ¿no? —dijo y se inclinó sobre el escritorio—. Hemos sabido de él por medio de la Interpol, un canalla despiadado que se dedicaba a la trata de personas, al comercio de esclavos. ¿Acaso no odia a los tratantes de esclavos?

No pensé decirle nada más. Me mordí la lengua. El comisario se echó contra el respaldo de su asiento y me observó.

—Jetjenko tal vez lo amenazó —prosiguió—. Quizá le llamó negro. Seguro que eso no le gusta.

—Les siguieron —dije muy despacio—. Fue una emboscada. Le dieron una paliza en una calle de París porque iba a revelar la trama. Iban detrás de ambos, de Jetjenko y Patrick, dos pájaros de un tiro, eran un incordio para sus negocios.

—Es posible —dijo Ferreira—. Pero mi trabajo consiste en indagar todas las posibilidades.

Él se levantó. Miré a través de la ventana, nubes que recorrían el cielo.

—¿Me permite hacer una copia? —dijo y cogió la foto.

Yo cerré el pico, asentí. Él salió del despacho, me dejó en paz. Se me cayeron las lágrimas. Di tal patada al escritorio que el dolor me recorrió la pierna.

Hay que joderse. La cosa no tenía arreglo. Un negro, era todo lo que habían visto. Si había algo de Patrick que me importaba un rábano era el color de su piel. Que él fuese negro y yo blanca era una diferencia nimia, ridícula, un dato inexistente, tan importante como la longitud de las uñas del pie. Lo decidí en el momento en que me enamoré de él.

Lo único que significa algo somos tú y yo.

Si es que me quieres.

Te quiero.

¿Tal como soy? Tal como eres.

La vista se me nubló.

Me repuse cuando el comisario estuvo de vuelta.

—Tal vez le parezca ridículo —dije mientras él me devolvía la foto y se dirigía a su escritorio—, pero había una cosa que Patrick quería más que nada en el mundo. Quería ganar el premio más prestigioso que un periodista puede obtener en Estados Unidos, quería demostrar al mundo que era tan bueno, si no mejor, que los brokers de Wall Street que obtienen sueldos millonarios por escribir pronósticos bursátiles amañados, y que tal vez tuviera que ver con el abuelo y bisabuelo de Patrick, o tal vez no, porque se trataba de demostrar al periódico, a sus colegas, a su padre y a todo el mundo que era posible, que tenía que ser posible un periodismo que no estuviera a merced de sus anunciantes, propietarios y grandes abonados, sino simple y llanamente al servicio de la verdad.

Helder Ferreira se echó a reír.

Yes we can —dijo y levantó el puño—. Todos ustedes suenan como Barack Obama.

Luego se retrepó en su asiento y guardó un minuto de silencio.

—Pensé dictar una orden de búsqueda y captura, bajo sospecha de asesinato, contra ese negro misterioso, pero mi jefe me dijo que no. Íbamos a naufragar entre datos de negros que iban bien vestidos. Todos y cada uno de los honorables funcionarios de las colonias serían señalados como sospechosos.

Una gaviota volaba al otro lado de la ventana. Percibí su vuelo por el rabillo del ojo. Por lo menos habían reparado en que Patrick vestía bien.

—Así que Patrick Cornwall, periodista americano. —El comisario garabateó algo en un papel sobre el escritorio—. En tal caso ya tenemos una posible identificación.

—¿Entonces ya no es sospechoso?

Volví a caer en la silla, exhausta y con la cabeza vacía.

—Tenemos otro testigo. —Helder Ferreira se inclinó sobre la pantalla. El ordenador tenía diez años, por lo menos, y zumbaba sordamente.

—«Marlene Hirtberger, 52 años, turista alemana, que acaba de llegar a la terraza para divisar el panorama. Declara que dos hombres blancos se dirigieron hasta el mirador y se produjo tumulto. A continuación oyó gritos».

—Tuvieron que ser ellos. —Me incliné hacia delante para ver el texto—. ¿Qué más declaró?

Ferreira entornó los ojos. Había olvidado ponerse las gafas graduadas y tuvo que arrimar la nariz a la pantalla.

—«Jorge Mauricio, trece años, que iba en monopatín por el muro de al lado, chocó contra un hombre blanco que corría por la calle. Mauricio no vio cuando Jetjenko cayó, pero oyó gritos cuando puso el monopatín en marcha y perdió el equilibrio, tuvo que echarse a la derecha para no precipitarse diez metros abajo del otro lado. —Jovenzuelos alocados que desafían a la muerte, espero que se haya llevado un buen susto para que nunca más vuelva a hacerlo. Jorge Mauricio chocó de frente contra ese hombre. Declara que el hombre, cito sus palabras— “pasó de mí” y salió corriendo, cruzando la calle en dirección a Mouraria. Era blanco y llevaba traje, asegura Jorge, cuyos padres son de Angola».

Traté de imaginarme la escena ante mis ojos, gentes que se movían por el lugar como actores con papeles asignados, pero no entendía en qué lugar exacto se había situado Patrick.

—Hirtberger, la alemana, dice que también vio a un hombre negro —prosiguió el comisario—, pero camino de la terraza poco antes de que se produjera el tumulto. Nunca llegó hasta la terraza donde estaba Jetjenko. Estaba segura de ello porque le había seguido con la mirada. Afirma, cito sus palabras, que «era un verdadero tipazo». —Ferreira me dedicó una leve sonrisa—. ¿Sabes cómo vestía tu marido cuando desapareció?

Me llevé las dos manos a los cabellos. Un verdadero tipazo, valiente arpía.

—Casi siempre lleva chaqueta —dije—, camisa, colores oscuros. Buenos pantalones, chinos tal vez, rara vez vaqueros.

Ferreira me apuntó con el dedo de la mano en forma de pistola.

—Es, en efecto, lo que declara Marlene Hirtberger. Chaqueta marengo y camisa gris, pantalones en un tono más oscuro. También llevaba corbata, pero se la había soltado y la llevaba colgada del cuello, era un día caluroso.

—Pues entonces —dije exhausta— ya sabes que él no lo hizo.

—Es la hora del café —dijo Ferreira y levantó el auricular, apretó un botón y habló a quien contestara. El portugués sonaba como una variante más fluida y altisonante del español.

—Los testimonios son una fuente incierta de pruebas —dijo después de haber colgado el auricular—. La gente recuerda mal, confunde los días. Algunos no saben distinguir entre negro y blanco.

—¿Han podido saber quiénes eran los otros dos hombres?

Hizo aspavientos con las manos.

—No tenemos recursos para barrer las calles de Lisboa en busca de dos tipos del montón, vestidos con trajes comunes y corrientes, así nos los describieron. Este caso no tiene prioridad y eso me irrita. No quiero ajustes de cuentas en mis calles. —Se levantó y se dirigió a la puerta—. Según la autopsia, pudo tratarse de un caso de suicidio, las heridas habrían sido las mismas al golpearse contra los adoquines veinte metros más abajo. —Abrió la puerta al tiempo que sonó un timbre y cogió una pequeña bandeja con café y un plato de pasteles. Ni siquiera vi a quien lo trajo. Ferreira cerró la puerta con el tacón del zapato y dejó la bandeja ante mí.

—¿Has dicho que tu esposo ha desaparecido? —dijo.

Di un bocado a un pastel de un dulzor insoportable. Luego le conté toda la historia mientras él engullía pasteles confitados.

—En todo caso —dijo cuando acabé—, no hemos dado con él. Todos los distritos saben que buscamos a un hombre negro que estuvo en la escena del crimen. De haber aparecido en Lisboa ya lo sabríamos.

—¿Está usted seguro? —dije.

Se sacudió un montón de migas de las perneras de los pantalones.

—Por mi mesa pasan todas las muertes sospechosas que se producen fuera del hogar. Si se trata de ciudadanos extranjeros, son de mi competencia. Soy el único del departamento que habla inglés. —Ferreira miró de reojo la foto de Patrick que había frente a él—. Y tras el asesinato de Jetjenko hemos llevado nuestras pesquisas hasta los hospitales.

Me eché hacia atrás. Dejé que las palabras se remansaran pero no sentí alivio. El comisario se limpió los dedos en los pantalones e hizo un gesto hacia el bloc donde había garabateado parte de lo que le había contado.

—Trataré de controlar esto —dijo—, pero dudo que avancemos. A no ser que la viuda de Jetjenko venga con datos nuevos. Un nombre o dos, por ejemplo.

—¿Su viuda? —Miré a Ferreira. Nunca pensé que Josef K estuviera casado, que existiera alguien que le echara de menos—. ¿Está en Lisboa?

Él asintió.

—Ella lo identificó. Iban a hacer un largo viaje, dijo ella, a Brasil. Por eso hicieron escala aquí. Su esposo fue a aquel lugar para admirar el panorama, es todo lo que le hemos sacado.

—¿Sigue en la ciudad?

—Por lo que sé, supongo que sí. —Ferreira encogió los hombros—. Quiere celebrar un funeral, pero el viejo por ahora sigue en la morgue.

—¿Sabe dónde se aloja?

—Eso, por supuesto, no se lo puedo decir.

—Solo quiero hablar con ella. Quizá sepa algo de Patrick.

Él cruzó los brazos y meneó la cabeza.

Yo recuperé aliento.

—Estoy embarazada —dije y miré a otro lado. Fue como si el contenido de mi vientre adquiriera unos contornos un poco más definidos. Deberá tener un nombre, pensé. Algún día dejará de ser «eso».

Los ojos del hombre se ablandaron y me contempló con una especie de paternalismo en la mirada que se extendía por dentro de la piel. Me agaché y recogí el bolso que estaba en el suelo, me lo eché al hombro y me levanté para salir. Debería haber cerrado el pico.

—Tal vez quieras ver el lugar donde murió Jetjenko —dijo Helder Ferreira a mi espalda.

Me detuve camino de la puerta y me volví. El comisario señalaba al norte con el lápiz, si aún recordaba cómo se interpretan los puntos cardinales en un mapa.

—Coge el tranvía 28 hacia Alfama y apéate en Largo das Portas do Sol. Si bajas la escalera que hay al lado del mirador pasarás por el sitio donde cayó Jetjenko. —Echó una ojeada a sus papeles—. En la parte más baja de la callejuela hay un portal sobre el que figura el número 62. Apenas se sabe el nombre de la calle y sería raro hablar de calles en Alfama. Ni siquiera existen en los mapas.

—Gracias —dije.

—En lo más alto. —Indicó con el lápiz hacia las alturas—. Y si menciona nombres…

—Te lo diré —dije.

—Dile a Vera Jetjenkova que pronto podrá celebrar el funeral.

—¿Patrick Cornwall? —El director del hotel se levantó de su asiento después de teclear mis datos en el registro—. ¿Se refiere usted al americano?

Está aquí, pensé. Tiene que estar aquí. Y sentí un vuelco en el pecho. En realidad, era lógico. Aquí se había escondido todo el tiempo, en un mugriento hotel de tercera de Lisboa, donde las casas trepaban por la pendiente y los bares hacían su reclamo con espectáculos privados.

—Sí —dije y sonreí—. Es mi marido.

El jefe del hotel agachó la cabeza y fue lentamente hacia mí, como si fuera un boxeador dispuesto al ataque.

—¿Ha venido usted para pagar la cuenta? —dijo.

Retrocedí de forma instintiva.

—¿Cómo? ¿A qué se refiere?

—Se fue sin pagar. —El hombre señaló la llave en mi mano—. No puedo darle una habitación si no abona la cuenta.

Me llevé la mano al pecho y respiré y respiré sin coger aire. Era una sensación física, la esperanza que me arrancaban. El vacío que permanecía.

—No nos dimos cuenta de que se había largado, así que en total son cuatro noches.

El conserje extrajo un texto impreso y señaló la cifra de abajo, 144 euros. Yo fijé la vista en el nombre que figuraba arriba. Patrick Cornwall. Seguía la dirección de Nueva York. Las fechas: de martes 16 a viernes 19 de septiembre. Los días pasaron delante de mis ojos.

—En otro caso, llevamos el caso a la policía —dijo el conserje y tamborileó sobre el mostrador de imitación de chapa.

Me di la vuelta. Desde la recepción, miré directamente al bar. Una pintura cubría una de las paredes, naves y cañones en el puerto de Lisboa. El bar estaba vacío: ningún cliente, no había música, solo un silencio sin tiempo, pesado como los muebles, como las gruesas cortinas nunca cambiadas de las ventanas. Manchas en el techo, polvo. Un abatimiento, un tiempo pasado, instalado por doquier.

Patrick nunca se habría ido sin pagar la cuenta del hotel. Era demasiado hijo de su madre para eso, bien educado y siempre actuaba correctamente. Pero era el Patrick que yo conocía, el que viajó desde Nueva York lleno de expectativas. Todo había ocurrido desde aquel momento hasta que se registró en este hotel de mierda.

—¿Dónde están sus cosas? —pregunté—. ¿Se las llevó o aún siguen aquí?

El jefe del hotel no respondió. Tamborileaba sin parar con los dedos sobre el mostrador.

—Claro que le pago la cuenta —dije—. Estoy segura de que él pensó hacerlo, pero…

Extraje la cartera y puse doscientos euros sobre el mostrador. En el aeropuerto había sacado mil euros. Solo me quedaban unos 3.500 dólares.

El conserje cogió el dinero y el pasaporte. Caí en la cuenta de que había cosas de las que cuidarse y llevar consigo adonde quiera que una fuese o pensara hacer.

—¿Tienen ustedes su pasaporte?

—No, se lo devolvimos. Solo lo retenemos mientras hacemos el registro y controlamos los datos.

—¿Y el resto de sus pertenencias? ¿Su ropa, su ordenador?

El conserje sacó un llavero de un cajón, levantó la tapa a un extremo del mostrador y salió.

—Sígame —me dijo y bajó de golpe la tapa del mostrador.

Me condujo a lo largo de una galería, pasamos por delante de pilas de cajas y, finalmente, por una escalera abajo. Abrió una puerta.

—Aquí guardamos todo lo que dejan los clientes.

Giró un interruptor y se encendió la luz de una bombilla colgada del techo. Un almacén para todo lo que quedaba abandonado, sillas rotas y botes de pintura. En un rincón había una pila de maletas abandonadas, una mochila y bolsas de plástico llenas de ropas. Reconocí al instante la maleta marrón con decoración metálica de Patrick. Se me hizo un nudo en la garganta.

—Tengo que seguir en recepción. Cuando acabe, apague la luz. —Sus pasos resonaron al subir la escalera de piedra, se amortiguaron contra la ajada moqueta de la galería y desaparecieron.

Yo me quedé inmóvil, mirando la maleta. La recordé abierta en nuestro apartamento. A Patrick, mariposeando a su alrededor y doblando su ropa, la tapa al cerrarla.

La maleta no estaba cerrada. La puse en el suelo, levanté la tapa y allí aparecieron sus prendas apretujadas y arrugadas, sus chinos grises y un par de vaqueros casi nuevos, la camisa azul y el jersey rojo de cachemir de marca que le regalé cuando cumplió treinta y siete años, todo revuelto y desdoblado. Me llevé el jersey a la cara y hundí la nariz en la suave lana, en sus aromas. Jabón de olivo y leve loción de afeitado, acaso un atisbo de sudor. No distinguía lo que percibía en realidad, el recuerdo de sus aromas, y aspiré despacio para que su rastro no se perdiera del todo. Y recordé la imagen de Patrick al despedirse de mí, su espalda desapareciendo en una niebla blanquecina donde solo existían el olvido y la soledad, las lágrimas brotaron y no me preocupé por controlarlas.

Patrick nunca dejaría tal revuelo tras de sí. Era el tipo de chico que ordena los calcetines por colores en el armario. No se había marchado por voluntad propia. No había vuelto. Y ya no pude detener el peor de los pensamientos. Que tal vez hubiera muerto.

No sé cuánto tiempo pasé asustada sobre el frío suelo de piedra, sujetando su jersey entre mis brazos. Cinco minutos, diez minutos, una hora y toda una vida pasan y luego se acaban. Maldita la mentira que afirma que hay algo más que soledad.

Y los aromas de Patrick a cada suspiro, su suave jersey pegado a mi rostro.

«Solo quería darte las buenas noches… te echo mucho de menos».

Al cabo de un rato me incorporé. Doblé el jersey con esmero y saqué todas las demás cosas de la maleta, una a una. La guía de París. Un libro sobre el poeta Rimbaud entre calzoncillos y calcetines usados que olían a sudor mientras los iba sacando. Faltaban un par de chinos negros que casi siempre llevaba puestos, una camisa gris y la chaqueta marengo. Las prendas que llevaría al desaparecer. Me di cuenta de que tampoco estaban allí su ordenador ni documentación alguna sobre el caso.

Bajé la tapa y eché el cierre. Nadie más iba a hurgar entre sus pertenencias. Luego devolví la maleta a su sitio, apagué la luz y cerré la puerta.

Continué escalera arriba y di con mi habitación.

Me golpeó un leve olor a moho, la moqueta parecía que la habían puesto en la década de 1960. Las paredes tenían el mismo color amarillento, sucio, que el resto del hotel. Abrí un par de puertas acristaladas y salí a un pequeño balcón que daba a la calle. De la barandilla colgaba una hilera de banderas de rayas descoloridas y espacios coloridos. Una maleta de ruedas repicaba sobre los adoquines.

En algún lugar de ahí fuera hay una explicación, pensé.

Y algún desgraciado que lo va a pagar, que arderá en el infierno.

—¿Dónde está su ordenador? —pregunté cuando bajé a la recepción veinte minutos más tarde. Me había enjuagado la parte superior del cuerpo y me había puesto un jersey casi limpio—. Él llevaba un portátil y no está en el sótano.

El conserje me extendió un recibo que yo firmé sin controlar la suma.

—Todo lo que había en la habitación está en la maleta —dijo y examinó mi firma con una mueca de sospecha—. El servicio de limpieza tuvo mucho trabajo cuando llegó a la habitación.

—No le creo —dije—. ¿Quién afirma eso?

El conserje cerró los ojos.

—Todos los que trabajan en este hotel son de confianza —dijo.

Alguien tuvo que dejarlo manga por hombro, pensé. Alguien que no era Patrick.

—Sé que tenía un ordenador. ¿Lo llevaba cuando salía?

—No, yo no lo vi.

—¿Cuándo fue la última vez que usted le vio?

—No me acuerdo.

—Escúcheme ahora —dije e imité su gesto, agachar la cabeza y fijar la vista como un toro o como un boxeador al ataque—. Usted quizás esté furioso por haber perdido, veamos, ¿cuánto era? —Saqué el recibo y lo examiné—. 144 euros. —Aplasté el papel en mi mano—. Pero mi marido ha desaparecido y su portátil también. Mañana por la mañana iré a la policía. Si usted no me lo cuenta todo, me ocuparé personalmente de poner su hotel patas arriba y de que todos los canales de la televisión americana estén presentes cuando eso suceda.

Levantó los brazos al aire en gesto de rechazo.

—Le digo que no había ningún ordenador. Yo estuve presente cuando decidimos entrar y vaciar la habitación. Él mismo debió de llevarse la llave consigo y entrar y salir a hurtadillas.

—¿Por qué cree usted eso? —Es curioso cómo una simple amenaza con la prensa hace hablar a la gente, era como en los cuentos infantiles: «Ten cuidado de que no te pille el lobo». O el ruso.

El conserje me explicó clara y concisamente que la señora de la limpieza había limpiado la habitación el martes, como de costumbre.

Cuando Patrick se dirigió al encuentro con Jetjenko, pensé.

Al día siguiente, miércoles, todo estaba patas arriba, de cualquier manera, pero volvió a limpiar y luego no pasó nada. Pero él no volvió a aparecer. La señora de la limpieza estaba segura de que él no había dormido en la cama. El viernes entraron y vaciaron la habitación.

—¿Pudo haber entrado alguien más en la habitación? —dije.

—La recepción siempre está atendida.

—Usted mismo me acompañó al sótano. Entonces quedó desatendida.

—Me refiero, claro está, a que siempre hay alguien de servicio.

Él frunció el morro y cogió su recibo, me dio la espalda y se sentó al ordenador. Un reloj de pared marcaba las dos menos diez. Las tripas me sonaron y me di cuenta de que tenía hambre. Todo transcurría como si nada hubiera pasado.

Me agarré con fuerza a la correa del techo. El tranvía era una antigualla, retumbaba, gemía, tosía y se lamentaba en las curvas como si fuera un ser vivo. Llegamos a un alto y el trazado se allanó y se convirtió en plaza. Me apeé en compañía de tres turistas escandinavos y de una joven morena que llevaba un caballete bajo el brazo.

El panorama que se divisaba se extendía por leguas a la redonda. La ciudad trepaba por la ladera en un revoltijo de casas blancas, muros derruidos y tejas rojas acanaladas. Vi patios llenos de plantas y gatos, ropa colgada y a lo lejos, a mis pies, el río que abría a lo ancho su desembocadura en el Atlántico.

Dentro de un quiosco había un bar donde pedí un café y me senté en una silla coja. Una pareja veinteañera se magreaba mientras se bebían sus cervezas, y la joven morena empezaba a montar su caballete. Era un lugar que cualquiera, a excepción de mí, hubiera llamado romántico. Tampoco es que Michail Jetjenko apreciara mucho romanticismo al caer de cabeza en una calle adoquinada.

Miré la hora, las tres menos diez. Veinte minutos aún para el momento exacto. Las hamburguesas dobles del Hard Rock Café, en la avenida da Liberdade, me habían hecho un nudo en el estómago.

Me puse a pensar: aquí está Joana Rodrigues leyendo su libro de psicología. Allá, al otro lado de la plaza, aparece Marlene Hirtberger caminando en dirección a la terraza para admirar el panorama, pero ve algo que llama su atención. «Un verdadero tipazo».

Vi a Marlene Hirtberger, vi a Joana Rodrigues, vi al chaval del monopatín que había venido a desafiar a la muerte, coloqué a cada cual en su sitio. Era importante llegar en el momento exacto, cuando las sombras caían como es debido. Cuando todas las posiciones estuvieran cubiertas, Patrick haría su entrada.

Bebí el café y me levanté, caminé más cerca. Un puente de unos dieciocho metros de longitud, bordeado de muretes blancos, conducía al mirador. Por ellos se deslizaba en monopatín el temerario Jorge Mauricio. Miré de reojo a la izquierda. De haber caído a ese lado habría aterrizado entre ortigas o se habría matado diez metros más abajo contra la escalera de piedra.

La terraza medía unos doce metros de anchura por veintitantos de longitud y estaba rodeada por una barandilla.

Constaté que no era difícil tirar a una persona por encima de la barandilla y crucé la superficie enlosada de piedra hacia el ángulo que daba al sur, donde se había quedado Jetjenko. La barandilla tenía un metro de altura, me llegaba hasta el ombligo.

Aquí estoy, pensé. Michail Jetjenko. A la espera de un periodista americano. Mi pasaje a Brasil, a la libertad y a mi nueva vida, Espero impaciente su llegada, pero no miro en esa dirección porque aquí la vista vuela hacia al río, al fenomenal panorama de esa vía marítima que empieza en Lisboa, por la que conquistadores y colonizadores navegaron hacia América, y si respiro hondo puedo percibir el Atlántico como un eterno aroma de sal y sueños.

Me asomé por encima de la barandilla y allí estaba la callejuela, veinte metros más abajo. Adoquines. Temblé y di un paso atrás.

Él ni siquiera notó que habían llegado, pensé. Tuvieron que quedarse aquí, a un metro de él, como mucho. Jetjenko, le llaman, y él se vuelve. ¿Le saludan de parte del jefe? ¿Le dicen que el señor Thery le envía saludos antes de empujarlo por encima de la barandilla?

¿Qué ve Patrick cuando se acerca hacia aquí para verse con el hombre que él llama Josef K?

Volví en seguida a la acera donde estaba el bar. ¿Cómo llegó Patrick hasta aquí? Seguro que en tranvía, para confundirse con la gente, pero tiene que andarse con cautela y se baja una parada antes. Camina el último tramo a lo largo de la angosta acera que corre pegada a una fachada encalada. La excitación le golpea sordamente el cuerpo, los sentidos en máxima alerta. Husmea el aire, escucha y se acerca. El ruido del tranvía y el olor a pescado frito, la sombra fresca y la música que proviene de algún bar del lugar, ahora está cerca del objetivo. ¿Pero mira hacia atrás con el rabillo del ojo? ¿Sospecha que le van siguiendo?

Miré hacia la cuesta por la que avanzaba otro tranvía y un anciano subía con la cabeza gacha.

De haberlo seguido hasta aquí, le hubiese dado tiempo a llegar a la terraza antes que los agresores.

Tuvieron que estar esperándolo.

De alguna manera, sabían dónde iban a encontrarse Patrick y Jetjenko. Al ucraniano lo tenían en la terraza, encerrado como animal en su jaula, pero no podían esperar a que Patrick llegara antes que ellos. Empujar a un hombre por encima de la barandilla era sencillo. A dos, era un riesgo mayor.

Me coloqué al principio del puente, donde Jorge había puesto su monopatín en marcha. Allí estuvo Patrick cuando los hombres empujaron a Jetjenko. Tuvo que haber visto lo sucedido. Me imaginé la conmoción que le sacudió, como la de una onda expansiva. Seguramente se quedó quieto los segundos necesarios para que los hombres se dieran la vuelta y salieran corriendo, se tropezasen con el chico del monopatín y desaparecieran. Patrick se volvió para seguirles el rastro y se topó con la ávida mirada de Marlene Hirtberger.

Seguro que los hombres también le vieron. Sabían que iba a estar por allí. Sabían que podría identificarlos, si los reconocía de París. No podían dejarle escapar.

Debían tener un plan.

Jorge vio a uno de ellos huir en dirección a Mouraria, la barriada que empezaba al otro lado de la colina.

¿Pero y el otro?

Un tipo normal, con un traje normal.

Me apoyé en el muro y vi que la joven artista trataba de atrapar los tejados de tejas en su lienzo.

¿Qué hace Patrick? Segundos después del tumulto en la terraza, todos los testigos intentan esclarecer qué ha sucedido, por qué grita la gente, quién es el muerto. Patrick lo sabe, no necesita seguir a la gente que se dirige a la terraza. Él tiene que echar a correr en otra dirección y opta por la primera vía de huida: la larga escalera que conduce desde Largo das Portas do Sol hasta las serpenteantes callejuelas de Alfama. Allí mismo, al pie de la escalera, se cruza con el anciano del perro, un jubilado nacido y criado en la barriada que piensa que hombre negro que corre siempre es culpable.

Pero Antonio Nery, de 72 años de edad, no se da cuenta de que le persigue un hombre blanco con un traje normal.

Descendí despacio la empinada escalera. ¿En qué pensó Patrick cuando vio muerto a su confidente al pie de la escalera? ¿Tuvo tiempo de agacharse? Sabía que los asesinos de Michail Jetjenko estaban cerca, podían ser más. Seguro que corrió hacia aquel enjambre de callejuelas.

Me agaché en el último escalón. Allí no quedaba ni rastro de sangre. Me imaginé el desconcierto de Patrick, perdido en el laberinto de callejuelas, sin dar con la salida, como un espectro, atrapado entre la vida y la muerte. Me incorporé y miré por última vez a lo alto, hacia la terraza.

Continúa recto a lo largo de la calle, me había dicho el comisario.

El número 62 quedaba junto a una plazoleta, o mejor dicho, en un espacio donde la callejuela se ensanchaba. Por las fauces de un león de una fuente empotrada en uno de los muros manaba agua a cuentagotas. Una mujer se asomaba a la ventana de arriba y colgaba ropa de una cuerda. Podía ser un lugar idílico si no fuera porque un par de casas estaban a punto de derrumbarse. El número 62 era una de ellas.

En el portal había dos timbres, ninguno indicado con algún nombre. Pulsé los dos a un tiempo y oí la señal a través de las persianas echadas de las ventanas de la segunda planta. Percibí un movimiento entre los resquicios. Pasaron unos minutos. Luego la cerradura hizo un clic y la puerta se abrió unos centímetros.

—¿Quién eres? —gruñó una mujer en inglés con acento. Vi un ojo y un pedazo de boca de gruesos labios. A su espalda, la escalera interior estaba a oscuras—. ¿Has venido para llevarme contigo?

—¿Eres Vera Jetjenkova? —dije.

—¿Por qué preguntas?

—Quiero hablar de tu esposo.

—¿Se trata del alquiler?

Brotó un fuerte olor a perfume.

—Me llamo Ally Cornwall. Jetjenko iba a verse con mi marido cuando murió.

—Mi esposo, tu marido —dijo Vera Jetjenkova—. ¿Y quién es tu marido?

—Se llama Patrick Cornwall, es periodista americano.

—Muy bien, si tú lo dices…

—Solo quiero hablar contigo.

—Pues yo no quiero hablar contigo. —Ella tosió—. Díselo a ellos de mi parte. Y vete de aquí antes de que le diga a alguien que te eche.

—Sé que tu esposo ha sido asesinado.

Me pareció oír su respiración o un ventilador en algún sitio.

—Creo saber quiénes lo hicieron —dije.

La puerta se abrió unos centímetros más. Ella iba en envuelta en una bata. Calzaba las enormes pantuflas que su esposo le había dejado.

—No voy vestida —dijo y se dio la vuelta.

La bata flameó escalera arriba. Al cerrar el portal a mi espalda se hizo la oscuridad. Los ojos se acostumbraron poco a poco a la falta de luz. Traspuse una puerta sin cerradura ni pomo y seguí subiendo una escalera retorcida. La puerta del apartamento de Vera estaba abierta y se hizo la luz. En un descansillo había una pequeña nevera que sonaba como si hiciera gárgaras.

—La policía afirma que Micha se quitó la vida. Como si yo no lo conociera. —Vera Jetjenkova estaba en el recibidor con las manos a los lados. Llevaba el pelo recogido en rulos. Supuse que tendría unos sesenta años. La piel tersa alrededor de los labios, se habría hecho una o dos operaciones.

—Entonces, ¿quién envió al americano? ¿Fue el eslovaco? ¿O fueron los rusos?

Yo seguía en la escalera tratando de entender lo que me decía.

—No fue Patrick quien mató a tu esposo —dije—. Fue a entrevistarlo. Tenían una especie de trato.

—¡Trato! —Vera Jetjenkova levantó la mano amagando una bofetada pero golpeó al aire—. Los negocios iban a ser liquidados y nos iban a traer los billetes, y ahora soy yo la que está aquí como un pájaro enjaulado. ¿Adónde voy a volar? Contéstame.

Me señaló con toda la mano.

—Cierra la puerta —dijo.

Entré en el recibidor. La mujer era más baja que yo, algo rolliza. Como una muñeca rusa, pensé, y me vino a la cabeza la imagen de esas muñecas rusas que se esconden unas dentro de otras. Pero recordé que Vera Jetjenkova era de Ucrania y no quería que la confundieran con una rusa.

—Voy a vestirme —dijo y cruzó los brazos—, pero antes quiero saber por qué vas por ahí hablando de Micha.

—Solo quiero saber lo que le ha ocurrido a mi marido —dije y eché un vistazo a mi alrededor.

A la izquierda había un baño con una diminuta ducha empotrada al lado del retrete. Enfrente había una cocina en ángulo, alicatada. La puerta de lo que debía ser el dormitorio estaba entreabierta, dentro estaba a oscuras. Escuché con atención pero no oí nada que indicara que había alguien más dentro. Al lado había otra apertura, el cuarto de estar. En conjunto, el apartamento no era mayor que nuestro dormitorio de Gramercy.

—¿Conoces a un hombre llamado Alain Thery? —dije.

—Te refieres al francés —dijo Vera Jetjenkova. Tiró del cinturón de la bata y se ciñó la cintura. No era tan gorda como creí al principio, pero tenía un enorme busto bajo la bata.

—Creo que es quien anda detrás de esto —dije y le conté una versión rápida y escueta de lo que yo creía que había pasado.

Vera Jetjenkova me interrumpió en medio de una frase.

—¿No le dije que iba a acabar mal? ¿Por qué tuvo que empezar a estropear los negocios? Marchaban sobre ruedas. Nos iba muy bien. —Entró en el cuarto de estar, los muelles de una butaca chirriaron cuando ella se sentó—. ¿Adónde voy a ir ahora? Dímelo tú, si puedes.

La seguí y me coloqué en la entrada del cuarto.

—¿Sabías que iba a verse con Patrick Cornwall?

—Solo me dijo algo de un periodista, un americano. —Vera Jetjenkova se encogió de hombros—. Después nos llegarían los pasajes y los pasaportes. Me prometió viajar a Brasil, ¿qué iba a hacer yo allí? Teníamos una casa maravillosa. Pero no volvió. Fue la policía quien golpeó la puerta al anochecer. —Meneó la cabeza y miró al techo—. Pobre Micha, qué tonto, llevaba la dirección en el bolsillo, siempre se olvidaba de los números y se perdía entre las calles.

Hizo un gesto indicándome la otra butaca, di unos pasos y me senté. En la mesa había una pila de libros, por lo demás era un espacio impersonal amueblado por alguien que no vivía allí. Una lámpara extendía una luz dorada que volvía gris el color de la piel.

—Mi esposo era poeta, ¿me entiendes? Tenía alma de poeta.

—Ya —dije y prescindí del comentario: y yo que creía que era tratante de esclavos…

—Leía a todos, Dostoïevski, Chéjov, Nikolaj Gogol, incluso a Pasternak y hasta Kafka aunque no fuera ruso. —Pasó la mano por la pila de libros, los caracteres cirílicos de los lomos, y se rio para sus adentros—. Bromeaba con la idea de que, en adelante, iba a llamarse Puskin. ¿Conoces a Puskin?

Le dije que sí, un poeta ruso, una especie de rapsoda nacional. Ignoraba su estilo de escritura pero seguro que lo hizo de forma magnífica y melancólica.

—Nosotros somos rusos, ¿comprendes? —proseguía—. No nos resulta fácil. Los ucranianos quieren ocuparse de sus asuntos y lo que más desean es deshacerse de nosotros, ya nada es como antes.

—Tu esposo iba a llevarle unos documentos a Patrick —dije—. ¿Los llevaba consigo cuando fue a verse con él en la terraza?

Vera Jetjenkova se levantó de golpe.

—Fue culpa mía —dijo y se golpeó la cabeza con las manos—. Fue idea mía que se vieran allí. —Se tiró de los pelos, un rulo se desenganchó y cayó en una vieja alfombra descolorida—. Le dije que debía escoger un lugar fácil, para que mi pobre Micha no se perdiese. Ni siquiera en Kiev encontraba las calles. No tenía sentido de eso, ¿cómo se dice…?

—Sentido de la orientación —dije.

Vera Jetjenkova meneó la cabeza y me señaló con toda la mano la plazoleta de afuera.

—Solo tienes que torcer a la derecha, escalera arriba, todo recto.

Sollozó y ocultó el rostro entre sus manos.

—Ha tenido que ser horrible para ti —dije.

Vera Jetjenkova me miró.

—¿Qué sabrás tú? —dijo y salió del cuarto.

—Bastante —repuse en voz baja a su espalda.

Mientras ella trajinaba en la cocina, aproveché para acercarme a la ventana. La luz del día dibujaba haces entre los resquicios de la persiana, eran casi las seis. No pude ver una escalera de emergencia por fuera, seguro que no había ni una en toda aquella barriada medieval.

—¿Te parece bien que suba la persiana? —dije cuando ella volvió.

Traía una botella de Oporto y dos copas en las manos.

—Bueno —dijo—, no pienso en eso. Salgo cuando oscurece. Duermo de día. Eso me pasa desde… —Puso las copas y echó un chorrito de vino a cada una—. Vuelvo en seguida —dijo y volvió a desaparecer.

Subí la persiana. El marco de la ventana estaba gris de hollín y suciedad. La mujer de la casa de enfrente se dirigía a voces a un hombre que cruzaba la plazoleta, quien devolvió una respuesta a gritos. Había un televisor en algún sitio, ruido de un partido de fútbol. ¿Por qué sigue aquí?, pensé. ¿Por qué no se aleja de este lugar unido para siempre a la callejuela donde su esposo cayó aplastado contra los adoquines?

—Quiero que se cumpla el trato —dijo Vera Jetjenkova cuando estuvo de vuelta. Se dirigió directamente a la copa de Oporto y la vació de un trago. Vestida, se había transformado en una dama chic, como recortada de una revista del corazón sobre fincas y haciendas de Inglaterra. Se había puesto un traje chaqueta a cuadros pequeños y vistosos, pantalones largos y un chal a dos colores por encima de los hombros. Podía jurar que el pasador del pelo era de oro.

—Quiero cien mil dólares. O euros, ¡qué más da!

Se estiró para alcanzar la botella y volvió a servirse una copa. El vino presentaba un color leonado, denso, que hacía juego con el traje.

—Me has entendido mal… —Di un sorbo al vino, una caricia en el paladar, roble viejo y dulzor—. Yo no tengo nada que ver en el asunto, solo busco a mi marido.

Vera Jetjenkova se agachó hacia delante y bajó la voz.

—Ellos piensan que hemos muerto —dijo—. Yo no puedo volver a mi país, no se puede jugar con la muerte, bien lo supo mi pobre Micha, pero voy a burlarme de todos ellos, ¿lo oyes? —Bebió su segundo vaso—. Ahora que Micha ha muerto van a desenterrar todo lo que puedan en su contra, patrañas que guardan en sus archivos. Debo decirte que él solo hizo su trabajo. Que fue un hombre entregado.

Vera Jetjenkova agarró la botella por el gollete y volvió a servirse.

—Él lo anotaba todo. Cualquier cifra. Nombres, todo. Con eso ellos no habían contado, je, je. —Puso la botella en el suelo—. Él sabía documentar, mi pobre Micha.

—¿Llevaba los documentos cuando fue al encuentro de Patrick? —le pregunté de nuevo.

—Pues claro que los llevaba. —Vera Jetjenkova me miró como si yo fuera completamente idiota—. El periodista iba a tener sus papeles. Micha recibiría a cambio los pasajes y nos largaríamos de aquí. —Batió los brazos como alas para subrayar lo último. Luego se recostó contra el respaldo de la butaca—. Y ahora tengo que viajar sola. ¿Tú crees en el destino?

—La policía no dijo nada sobre haber encontrado algún documento —dije—. Los que le empujaron por encima de la barandilla tuvieron que hacerse con ellos, a no ser que…

Acallé mi reflexión y miré de nuevo afuera. El sol había empezado a ponerse y los colores adquirían densidad. De alguna de las callejuelas de abajo pude percibir un canto quejumbroso, como si alguien tratara de expulsar su corazón por la garganta.

A menos que Jetjenko no quisiera entregarles los documentos, pensé, y todo pasó ante mis ojos a cámara lenta, el hombre que se precipitaba por los aires y sujetaba los documentos apretándolos desesperadamente contra su pecho, hasta la muerte. Y segundos después a Patrick que corría escaleras abajo hasta su cuerpo. Él pudo llevarse los papeles. Estaba obsesionado con el reportaje. Tan obsesionado como para arrancar los papeles de la mano de un muerto.

Luego siguió corriendo, pensé y miré abajo, a la plazoleta donde desembocaba la calle que proseguía quince metros más allá, más abajo, se estrechaba de nuevo en otra escalera donde torcía y se perdía de vista, serpenteando y enredándose en otras miles de callejuelas a lo largo de la ladera. No existían ni en los mapas, le había dicho el comisario.

Tuvieron que haberle seguido.

Faire d’une pierre deux coups.

Pero Patrick los burló, cogió los documentos y huyó.

—La policía ha llamado —dijo Vera Jetjenkova—. Dicen que ya puedo enterrar a mi Micha. —Se llevó la mano al pecho—. ¡Treinta y seis años! ¿Y aún quieren que lo entierre en tierra extraña?

Qué más dará dónde, pensé.

Y después la siguiente reflexión: un hombre no desaparece.

De haber matado a Patrick en las calles, la policía habría encontrado su cuerpo.

Me dirigí hacia mi bolso, que lo tenía en la silla.

—Patrick huyó cuando tu esposo hubo… tuvo que haber corrido en esta dirección —dije y saqué la fotografía—. ¿Lo viste? ¿Le dejaste entrar aquí?

—¿De qué hablas? Aquí no viene nadie. —Vera Jetjenkova se inclinó hacia delante y entornó la vista ante la imagen de Patrick. Prorrumpió en una ronca carcajada.

—¿Estás casada con un negro? —La copa salpicó vino en su mano.

Yo me mordí la lengua y metí la foto en el bolso.

Su sorpresa parecía auténtica. Aquí no había estado.

—Quiero mi pasaje —dijo Vera Jetjenkova—. Voy a irme de aquí. —Cuando giraba la copa, la declinante luz del sol se reflejaba en una piedra carísima que llevaba en un dedo y contemplaba el vino como si acabase de descubrirlo. Tawny de diez años, rezaba la etiqueta de la botella. Yo no sabía nada de vinos generosos, aparte de que se solían beber en copas más pequeñas.

—Primero murió Anna, y después Micha. Nunca volveré a casa.

—Anna, ¿era su ahijada?

Ella se levantó y se dirigió hacia la ventana. Se puso a un lado, contra la pared. Para que no la vieran, pensé.

—Nuestra ahijada —dijo y cerró los ojos. El canto subía y bajaba como una ola entre las casas, una voz de mujer que envolvía la noche en un lamento azulado.

—Escucha —dijo—, es la música de la noche. Un fado. Cantan todo lo que han perdido. —Dejó que su mano se meciera al compás del canto, tonos menores que se retorcían unos tras otros—. Es la música de los esclavos liberados, de los rateros y de las putas, la música de los callejones. Habla a mi alma rusa. Micha no estaba de acuerdo conmigo. Ese canto quejumbroso, decía. Dicen que la melodía la ha traído el oleaje del mar, ¿sabes? —Doblaba el chal hacia atrás y adelante, meciendo sus robustos pechos—. Es el destino, ¿sabes?, el destino que separa a los amantes.

Un destino, pensé, en forma de los antiguos compinches de tu esposo. Y al momento comprendí que el destino me unía a la apesadumbrada Vera Jetjenkova.

—Treinta y seis años de matrimonio. —Me golpeó con la mano y derramó más vino—. ¿No iba a saber yo lo que decían esos papeles?

—¿Qué decían? —dije.

—Ah, no me acuerdo, léelos tú misma.

Le clavé la mirada. Tenía que haber bebido mucho.

—Él los llevó consigo —dije—. Me has dicho que los llevaba cuando fue a encontrarse con Patrick.

—Sí, por supuesto, claro que los llevó. —Enseñaba los dientes cuando reía—. Pero no las copias, je, je.

—¿Quieres decir que te quedaste las copias? ¿Y las tienes aquí, en el apartamento?

De repente entendí por qué Vera Jetjenkova no quería ser vista. Di unos pasos rápidos hacia el centro de la habitación, apartada de la ventana.

—Micha no se fiaba de ese americano. Decía que tal vez él se largara con los papeles y cobrase el dinero. —Vera Jetjenkova hizo un gesto con la mano—. Los americanos solo piensan en dinero.

Desapareció en su dormitorio. No me digas, pensé, que los guarda bajo el colchón.

Los tenía bajo el colchón.

Era una carpeta marrón. Vera Jetjenkova la apretó contra su pecho.

—Cien mil —dijo y entornó los ojos—. Euros.

—Yo no tengo tanto dinero.

—Entonces tendré que acudir a otro.

—Vale, pues hazlo —dije y me dirigí al recibidor—, no me importan esos documentos.

No era verdad.

Vera Jetjenkova llegó tras de mí al recibidor.

—Hay muchos que pagarían por esto.

—Pues bien, siéntate a esperarlos. Quédate aquí, púdrete a oscuras y espera a que vengan y te empujen por algún precipicio como hicieron con tu esposo.

—Cincuenta mil —dijo Vera Jetjenkova.

Eché la mano al pomo de la puerta y lo giré para que quedara entreabierta.

—Me importa un bledo lo que digan los documentos —dije—. Lo único que quiero es encontrar a mi marido y aquí no está.

Hundió sus uñas en mi brazo.

—Llévatelos por veinte mil. No quiero guardarlos aquí. Sueño con que llegan y llaman a la puerta y me liquidan como liquidaron a Micha.

—Quinientos —dije—, te prometo que no volverás a verlos.

—Mil.

Saqué diez billetes enrollados que llevaba en el bolsillo delantero de los vaqueros. El resto lo tenía en la cartera y en el hotel.

—Es todo lo que tengo —dije.

Vera Jetjenkova farfulló algo en ruso, alargó la mano y cogió los billetes. De la misma manera, cogí la carpeta y la abrí. Largas series de cifras, cierto tipo de contabilidad. Pese a haber dirigido una empresa durante ocho años, yo no tenía ni idea de contabilidad. Se trataba de transacciones, lugares. Nombres. Hojeé los documentos, saqué papeles. Años 2004, 2006, 2008. Nombres y localidades, largas series de fechas. Anotaciones del tipo: Hombre, Sudán, Mujer, Kiev, Cantidad: siete. Cantidad: ocho. Había sumas de dinero que cambiaban de titularidad. Varios centenares de miles de euros en una sola transacción. La tinta negra del nombre de Alain Thery me salpicó en la cara. Había más nombres franceses. Nombres británicos y alemanes, nombres polacos. Cerré la carpeta. La apreté en la mano, sentí que me quemaba.

Ese hijo de puta iba a pagar lo que le hubiese hecho a Patrick.

Vera Jetjenkova metió los billetes en su cartera. Mantenía un bolso pequeño y elegante entre sus brazos, un Dior, constaté. Auténtico. Sacó de la cartera una pequeña tarjeta de visita y me la extendió. Bordes dorados y letras de imprenta, papel de seda.

—La dirección ya no sirve, claro —dijo—, pero conservo el número del móvil por si quieres llamarme.

Miré fijamente la tarjeta sin comprender. La dirección era la de una perfumería en Kiev.

—Creí que te hacías pasar por muerta —dije.

Vera Jetjenkova sonrió.

—¡Sí, imagínate! Me pregunto adónde enviarán la cuenta.

Un perro lanudo cruzó la callejuela, el verdulero metía sus cajas en un pasadizo. Llevaba la carpeta pegada al pecho, mirando por encima del hombro. Allí no había nadie. Cuando llegué al mirador, el sol se ponía tras las colinas y miles de tejados reflejaban una luz dorada.

Montada en el tranvía, llamé a Benji. Pensé: voy a hablar con él durante todo el trayecto. Para que alguien sepa que soy yo cuando me encuentren.

—¿Lisboa? ¡No me digas! —dijo a voces—. Oh, por Dios, qué romántico, no me digas que escuchas fados. Amalia era una diosa.

Pude sentir el dolor que le producía morderse la lengua.

—Perdona —dijo—. Lo olvidé. ¿Has…?

—No —dije—, no le he encontrado.

Una curva y a punto estuve de caer rodando, busqué a tientas la correa del techo. Oír su voz, una inyección de mi anterior vida a través del oído. No recordé la última vez que había hablado con él, parecía muy lejana. ¿Hacía dos días? ¿Tal vez tres? Antes de dejar París, recibí varios correos electrónicos suyos. Eran referentes a una reunión de trabajo. Ni siquiera los recordaba.

Los frenos chirriaron cuando el tranvía enfiló el morro hacia abajo y empezó a descender la cuesta.

—¿Qué es eso que hace tanto ruido? —dijo Benji. Su voz, tan real y luminosa, hizo que me concentrara de nuevo en mí misma. Ally, su patrona, una amiga.

—Si lo vieras, no me creerías —dije—. Esta ciudad es un museo sin servicio de mantenimiento.

—¿Por eso no tienen Internet? Te he enviado miles de correos.

—Deberías haberme enviado un telegrama —dije—. ¿Qué querías?

—Oh, tonterías, como que el Cherry Lane Theatre quiere contratarte para montar Medea la próxima temporada y tal vez también para una gala en otoño. Deben tener tu respuesta esta semana.

—¿Eso es todo? —dije.

—¿Les respondo que sí o llamas tú misma?

El tranvía tomó una pronunciada curva alrededor de la catedral y yo eché de menos calles rectas con numeración ordenada. Traté de recordar quién era el director del Cherry Lane Theatre. Cómo se llamaba. No lo recordé.

—Nos ocuparemos más tarde —dije—. ¿Tienes un ordenador a mano?

—Sí, claro.

—¿Puedes buscarme la oficina de correos de Lisboa? Necesito su dirección.

—Por supuesto, ¿para qué otra cosa necesitas un ayudante de escenografía? —Oí el tamborileo del teclado—. Por cierto, en el Joyce, la obra se representa con aforo a rebosar. Duncan amenaza con desertar de todos sus encargos contratados, atraviesa una crisis vital. Nunca había tenido tanto éxito de público, de modo que tiene que largarse a la India y buscar un sentido más profundo. Y Leia ha firmado contrato con el Ballet Americano, pobrecitos.

Dejé que su cháchara me resbalara por la cabeza, eché un vistazo en torno al vagón del tranvía. Turistas pertrechados con guías y cámaras digitales, unas jovencitas de compras, dos ancianos muy viejos, tan viejos que podían haber construido el tranvía, y un par de portugueses que parecían volver a casa del trabajo, una mujer negra con trenzas. Estaba bastante segura de que nadie me seguía. ¿Se sintió Patrick tan seguro?

La calle se aplanó y llegué a Baixa, el barrio llano entre las colinas de Lisboa donde tenían su sede las autoridades y las tiendas internacionales de ropa.

—Supongo que quieres la dirección de correos más céntrica —dijo Benji—: Praça dos Restauradores, avenida da Liberdade, ¿te suena?

—Perfecto —dije—. Ahí está el Hard Rock Café. ¿Sabes su horario de apertura?

—Cierran a las siete.

Uno de los viejos me guiñó un ojo en ademán de flirteo. Miré la hora.

—Vaya. ¿Y abren?

—A las nueve.

Los documentos me rozaban bajo el pecho. Aquella noche debería guardarlos en el hotel.

La campanilla sonó en la parada donde iba a apearme. Desde allí había un paseo de diez minutos hasta el hotel. Calles plagadas de gente. El parloteo de Benji a mi oído cuando torcí por Via Augusta, la arteria comercial que recorría Baixa. Letreros rojos en los escaparates anunciaban rebajas. Pensé que dramatizaba en vano. Nadie podía seguirme porque nadie sabía que había copias de los documentos. Nadie que no fuera Vera Jetjenkova sabía dónde estaban.

—Te envidio —dijo Benji.

—¿Por los fados? —dije—. ¿O por ser mejor escenógrafa?

—Por Patrick —dijo Benji—, por tener a alguien.

—Ha desaparecido —dije.

—Lo encontrarás —dijo Benji.

Cogí el teléfono y me lo llevé al pecho. Oí que Benji seguía hablando y me lo puse al oído en medio de una frase.

—… nunca he tenido a nadie que perder —oí que decía…—, atreverse a querer y a ser querido, pero no es un consuelo, por supuesto.

—Sigue hablando —le dije—. Cuéntame cosas totalmente triviales.

—¿Algo de mi vida amorosa? —dijo Benji.

Me eché a reír y sentí el calor de las lágrimas.

—Con mucho gusto.