Marbella jueves, 9 de octubre
Faltaban quince minutos para la salida.
En el servicio de señoras, con un imperdible, me sujeté a las bragas la llave de la consigna automática y aproveché para controlar el calcetín del pie derecho. Llevaba un rollo de billetes pegado al tobillo. Había sacado el dinero de varios cajeros automáticos en Tarifa. Llevaba 2.400 dólares en total, repartidos entre la cartera, los bolsillos y el calcetín. Dejé el pasaporte en la consigna. Era arriesgado, pero era la única posibilidad.
Me lavé la cara en el lavabo y me sequé bajo el secador automático. Me estremecí al ver la extraña imagen en el espejo. Muy familiar, pero, aun así, como la de un viejo y olvidado colega con el que una se topa en la calle de un barrio equivocado y no sabe si lo reconoce. El pelo teñido de rubio me convertía en una copia más joven de mí misma, aplanaba la cara. Todavía podía sentir el punzante olor del agua oxigenada.
Desde la terminal de autobuses de Marbella, el tráfico se dirigía a los cuatro puntos cardinales, a Sevilla y a Málaga, a Madrid y a otras ciudades que yo no sabía dónde estaban. Había elegido una estación de autobuses por ser un sitio suficientemente grande donde iban y venían personas de todo tipo. Ahí nadie repararía en mí.
Anduve por los alrededores de la estación hasta que encontré un buzón de correos. Saqué el sobre acolchado con la carta y las llaves del apartamento de Gramercy para Benji y lo mantuve apretado en la mano durante unos segundos.
No estaba segura de que fuera jurídicamente procedente, pero podía servir. En la carta había escrito que él se quedara con la empresa y el apartamento. Todo lo que yo dejaba. Los padres de Patrick quizá pondrían reparos, pero debía pelear, si le importaba. El sobre cayó al buzón con un leve ruido sordo.
El autobús entró por la parte posterior de la estación. El gas de los tubos de escape se mezcló con el humo de los pasajeros que apuraban sus cigarrillos antes de subir al autobús.
Era el tercer autobús de aquel día. A las ocho de la mañana había salido de Tarifa en dirección este, cambié de autobús en Algeciras y pasé Gibraltar, donde el Atlántico se convertía en Mediterráneo. A mi espalda, mientras me dirigía hacia Marbella, el poderoso peñón se difuminaba en una sombra.
—¿Adónde? —farfulló en chófer cuando subí al autobús.
Le extendí el billete.
—A Puerto Banús —dije.
Me senté en un sofá del Sinatra Bar con vistas a las embarcaciones de lujo que había en el puerto y que tenían un tamaño grotesco. Ferraris y Lamboghinis pasaban lentamente por la calle.
Escruté de forma mecánica la carta y pedí una tostada. Dos hombres de narices sonrosadas dormitaban cada cual delante de su cerveza, y una mujer con gafas de monturas de oro había hecho una pausa entre sus compras, rodeada de bolsas de Versace y Armani.
Saqué un lápiz y una libreta y dibujé un croquis del puerto mientras esperaba. Un decorado para una representación sobre el éxito y el dinero. Puerto Banús había sido edificado como un pueblo pesquero en plan pintoresco, con casas blancas y estrechas escaleras que trepaban entre las calles, pero ningún pescador podía permitirse el lujo de vivir allí.
—Por Dios, qué cansada estoy, qué noche —exclamó una chica con acento británico y se dejó caer en el sofá más cercano a la calle.
—No comprendo cuándo va a poder dormir una —dijo su compañera e hizo una coqueta señal al camarero, que las atendió en seguida. Él llevaba un arete de oro en la oreja y una camiseta negra con las mangas remangadas por encima de los músculos.
—Tráeme un a better tomorrow —dijo la chica.
—Lo mismo para mí —dijo la otra y se sentó enfrente. Estiraron sus largas piernas hacia la calle y una de ellas se quitó un zapato y movió los dedos del pie de uñas plateadas.
El camarero trajinaba envases de zumos y limones y rellenaba las copas con hielo picado. A better tomorrow era una alternativa sin alcohol en la carta de bebidas.
—Estos zapatos acabarán conmigo —dijo una de las chicas.
Las dos exhibían matices entre rubio platino y rubio claro con raíces que se habían teñido a conciencia. Según los analistas de la moda, aquel año las melenas debían lucirse un tanto descuidadas y alborotadas, como si no costasen el menor esfuerzo.
—Mira ahora, pero no te vuelvas —dijo la rubia claro y guiñó un ojo en dirección a la calle. Un Maserati rojo pasaba por séptima vez.
—Qué maravilla. —La rubia platino gimió.
—¡Pero si es el que se lleva a jovencitas de trece años! Tiene un apartamento en el puerto, el jacuzzi es mayor que todo el salón.
—Ya, pero qué coche. Es tan bonito…
—Pues tendrías que ver su yate. Es uno de los más grandes del puerto.
—¿Has estado en él o qué?
—Dos veces. —La rubia claro asintió y dio un trago a su zumo.
—¿Cómo? ¿Es mayor que el Golden Star? ¿Que el yate de Leeson? ¿Que el Athena? Corta, tú mientes. ¿Es que has estado en todos los yates del puerto?
—No en todos, pero sí en muchos. —La rubia claro movió la cabeza y volvió la vista de nuevo hacia los coches.
Doblé el mapa del puerto y me acerqué a su mesa.
—Hola, perdonad, me pregunto si sois modelos.
Las chicas cruzaron sus miradas, rieron y se atusaron el pelo.
—¿Por qué lo preguntas?
—Trabajo para una revista norteamericana —dije y exageré el acento neoyorquino.
—¿Qué revista? —Las chicas sonrieron con dientes blancos que competían en resplandor—. ¿Vogue?
Hice un movimiento de cabeza que podía interpretarse de cualquier manera.
—Voy a escribir de la glamurosa vida en la Costa del Sol, la vida de la jet-set. ¿Sabéis algo de eso? —Me arrimé un poco más.
—¿Nos vas a entrevistar? —La rubia platino abrió su reluciente bolso y sacó un pintalabios.
—Es que estamos un poco cansadas. Estuvimos anoche de fiesta en las montañas, venimos de allí.
—Son fiestas totalmente alocadas. No acaban antes de las once de la mañana.
La rubia platino se inclinó hacia su compañera.
—¿Vas a hacernos fotos?
—¿Cómo os llamáis? —Anoté sus nombres con esmero para que vieran que iba en serio. Emma era la rubia claro. La rubia platino se llamaba Melanie.
—Seguro que conoceréis a muchos famosos en esas fiestas —dije.
—¿Tú qué crees? —Melanie acarició el cielo con la mirada—. Aquí hay tantos famosos como quieras.
—Sean Connery vive aquí —dijo Emma—, aunque no lo hemos visto. Pero Antonio Banderas suele hacer footing por la Golden Mile.
—En la fiesta de anoche conocí a un chico que conoce a uno que toca con Robbie Williams —dijo Melanie. Alzó un poco la voz—. Dice que Robbie está a punto de llegar.
—Corta —dijo Emma—. De eso no me has dicho nada.
—Acabo de llegar de allí —dijo Melanie. Sacó un pequeño espejo del bolso y abrió el pintalabios.
—He oído decir que también suele haber fiestas en los yates. —Hice un gesto señalando los muelles.
—Pues claro, por Dios. Especialmente ahora, en otoño, cuando llegan sus propietarios desde París y Londres.
—¿Se quedan siempre amarrados en el puerto?
—Claro, por supuesto, a no ser que vayan a Niki Beach —dijo Emma.
—Allí vi una vez a la princesa Madeleine de Suecia —dijo Melanie—, y por supuesto a Harry.
—¿A qué Harry? —garabateé en la libreta por pura apariencia.
Emma se echó a reír y se llevó la mano a la frente.
—¡Pues el príncipe! —Se miraron entre ellas y menearon la cabeza de modo que sus rubias melenas se mecieran.
Pasé de página de la libreta. Los de las narices sonrosadas habían enderezado sus cuerpos cuando las chicas entraron, reían, brindaban y trataban de llamar su atención.
—Hay un ricachón francés que tiene un yate aquí —dije—. Me pregunto si lo conocéis. Se llama Alain Thery.
Melanie me miró con desprecio.
—Pero, qué dices, ese no es famoso.
—En Francia es conocido. Tenemos muchos lectores en París.
Melanie agachó la cabeza un poco de lado para mostrar su largo cuello. Se llevó la mano al pendiente que se balanceaba.
—Aunque él nunca sale a Niki Beach —dijo—. Apenas se adentra en el mar.
—¿Sabéis cuál es su yate? —dije.
Emma apuró la última gota de su bebida.
—¿Queréis tomar algo más? —dije y sonreí—. La revista invita.
—Entonces quiero un Cosmopolitan —dijo Melanie en seguida.
—Un vodka rojo.
Llamé al camarero y le hice el encargo.
—Anoche celebraron una fiesta —dijo Emma.
—¿Dónde? —dijo Melanie.
—En su yate. En el del tal Alain.
—¿Cómo lo sabes? —Melanie cogió su Cosmopolitan directamente de la bandeja y bebió un trago.
—Pues claro, Suz conoce al patrón, ya te lo he contado. —Emma se dirigió a mí—: Hay muchas chicas que se enrollan con los patrones para salir en barco. Si hay que ir a Niki Beach hay que hacerlo en yate, si no, resulta un engorro. Pero después, cuando llegan los propietarios, las chicas abandonan el barco.
—Una amiga mía estuvo en una fiesta la primavera pasada —dijo Melanie—. Había tanto champán como quisieras. Había de todo con solo pedirlo. Ya te imaginas. —Se relamió los labios y se llevó un dedo a la nariz.
—¿Cocaína? —dije en voz baja.
Melanie hizo morros con los labios y puso el dedo encima.
—¿Dónde está ese yate? —pregunté y miré hacia la jungla de naves blancas.
Emma señaló a la izquierda, hacia el amarre del puerto, donde acababan los muelles marítimos y el artificio de pueblo trazaba un recodo hacia el mar, con tiendas y restaurantes en las plantas bajas y apartamentos de tres habitaciones que costaban dos millones de euros según los anuncios de una agencia inmobiliaria que había visto desde el autobús.
—Muelle 0 —dijo con suspense.
—Allí solo hay yates grandes. —Melanie chascó la lengua—. Hay quienes pagan hasta diez mil euros al mes solo por amarrar en el muelle 0.
—¿Sabéis el nombre del barco? —pregunté—. Me gustaría sacarle una foto.
—¿Llevas la cámara? —dijo Melanie y abrió los ojos como platos—. Es que no voy arreglada…
—Suz me contó una historia espantosa. —Emma dirigió la vista de Melanie hacia mí para cerciorarse de que contaba con nuestra atención—. Se trata de una chica que salió con él, es decir, con el propietario, el millonario. Fue violada.
Melanie refunfuñó.
—Eso es lo que cuentan todas.
—Sí, claro, ella sabía a lo que iba. —Emma extrajo el limón de su copa y lo lamió—. Me refiero a que ella le acompañó.
—Hay chicas que son tan ingenuas… —dijo Melanie—, creen que solo pueden montar en barco y beber champán. Es lógico que él se pusiera de mala leche. Es su barco.
—¿Qué le sucedió a la chica? —pregunté.
Emma agarró su propia muñeca y la mantuvo en alto.
—La esposó. Todo eso. La encadenó a las lámparas de la cama, comprendes, en un barco todo está fijo.
—También hay muchas a las que les va el rollo —dijo Melanie.
Emma bebía a sorbitos de su copa.
—Pero cuando ella quiso abandonar el barco, no pudo bajar. Él lo había desplazado un buen trecho mar adentro, fuera de los muelles. Es conocido por eso.
Recordé el chisme que me había contado Caroline Kenney.
—¿Es que no sabe nadar? —pregunté.
Melanie y Emma se echaron a reír y cruzaron miradas entre ellas. Era obvio que esta periodista no era muy sagaz ni experimentada.
—Entiéndelo, él pone el yate en marcha para que las chicas de a bordo no cambien de idea.
—Y así no se las oye gritar.
—Al día siguiente apenas podía caminar —dijo Emma en voz baja—. Tuvieron que pasar tres días o una semana al menos antes de dejarse ver de nuevo por el puerto.
Desvié la vista hacia el muelle 0, donde los grandes yates rumiaban sobre el agua en calma, con proas afiladas y ventanas como rasgados ojos negros. Parecían perversos.
—¿Sigue esa chica por aquí? —pregunté—. Sería interesante hablar con ella.
—Volvió a casa —dijo Emma.
—Pero, por Dios, no es raro que cunda el desenfreno. Una juerga es una juerga. Tendríais que haberme visto esta mañana. —Melanie agachó la cabeza, se cogió el pelo y se lo sacudió para que el peinado le quedara aún peor—. Pero qué mañana ni mañana, por cierto duró hasta la una.
—¿Con el tal Phil? —dijo Emma. Ella se estiró cuando tres jóvenes españoles se sentaron junto a la barra. Llevaban cadenas de oro al cuello y grandes relojes resplandecientes.
—No, qué va, es que no te enteras, fue con Liam, ya sabes, el que conoce a ese chico que toca con Robbie Williams. Ya te lo conté.
—Es viejo. —Emma hizo una mueca de asco.
—De eso nada, Robbie solo tiene treinta años.
—Me refiero a Liam. Cuarenta por lo menos.
—Pero, bueno, ¿has visto su casa, la de la carretera de Ronda?
—Ni siquiera es suya. Suz me contó que él es una especie de guardián, guarda la casa mientras los propietarios están fuera.
Melanie se llevó la mano a la boca, miró a otro lado y se arregló la melena. Metió la mano en el bolso y volvió a sacar el pintalabios. Me señaló con él, refulgente de rojo sangre, hacia el muelle 0.
—Por cierto, ya que lo preguntas, se llama Epona.
—¿El yate de Alain Thery?
—Significa diosa ecuestre —dijo Emma.
Tanto yo como Melanie la miramos sorprendidas.
—¿Cómo lo sabes? —dijo Melanie.
Emma se encogió de hombros, miró a otro lado y su mirada pareció succionada por el lento paso de un Porsche negro.
Les di las gracias y anoté sus números de teléfono. Les dije que el fotógrafo las llamaría al cabo de una semana. Luego me incorporé, pagué en la barra y salí, di un paseo a lo largo del puerto en dirección al muelle 0.
Comparado con la virulencia del mar de Tarifa, el Mediterráneo era calmo como una balsa, y África no estaba tan cerca, el continente solo aparecía como una tenue pincelada azul oscura en el horizonte.
El Epona era el quinto yate del muelle. Pasé a su lado lentamente, sin detenerme, lo miré como había mirado, un tanto admirada, todos los barcos a mi paso. La pasarela estaba recogida. No entry, no pasar, ne pas monter à bord, rezaba un letrero a popa, junto a una abertura en la borda, donde una escalerilla conducía a bordo. La cubierta era de madera exclusiva, de color claro, del tipo bosque tropical en peligro de extinción. Puertas de cristales negros conducían al interior del barco.
Me detuve tres yates más allá, donde un hombre con vaqueros y cazadora azul llevaba maletas a bordo.
—Precioso yate —dije—. ¿Cuánto cuesta un barco así?
Él me lanzó una mirada.
—Más de lo que tú puedes pagar —dijo y arrojó su pitillo al agua.
—Lo sé —dije—. Por eso me interesa más aquel. —Le señalé el yate de Alain Thery—. ¿Sabes cuál es su marca?
—¿El Epona? —El hombre subió de un salto a la pasarela y estiró el cuello—. Es un Marquis —dijo.
Su mirada me recorrió el cuerpo de arriba abajo, con descaro.
—¿Hay alguien que los venda por aquí? —pregunté.
El hombre me indicó a su espalda, hacia los otros muelles que sobresalían como dedos del puerto.
—Prueba en Marina Banús —dijo.
—Gracias —respondí, y crucé la calle.
Me situé al lado de un puesto de helados, con vistas al Epona. En el yate no se veía un solo movimiento. Al comprar una botella de agua mineral descubrí que en el Sinatra Bar me habían dado mal el cambio, faltaban treinta euros del fajo de billetes de la derecha. Toda mi rabia se volcó de repente contra el camarero del arete de oro en la oreja y me dirigí a la calle justo cuando un Jaguar verde gris giró hacia el borde del andén y se detuvo delante del Epona.
Retrocedí unos pasos, me metí en una tienda de ropa y me oculté tras un perchero de camisetas.
Se abrió la puerta delantera de la derecha y salió un hombre en traje azul, de buen porte. Llevaba gafas de sol, modelo de piloto, y el pelo entrecano y corto. El escalofrío empezó en la base de la espalda, me recorrió toda la columna vertebral y se inflamó como una hoguera en la nuca.
Era él.
Alain Thery se movía indolente, al ritmo que el resto del puerto, donde nadie se dirigía a ningún sitio y la mayoría ya tenía todo lo que podía desear. Volvió la vista atrás y miró hacia los bares donde yo había estado, su mirada siguió a un coche deportivo que se deslizaba a lo lejos por la calzada. Luego cerró la puerta del coche y pulsó un mando a distancia. En ese momento percibí un movimiento en la cubierta del barco. Las puertas se abrieron y un minuto después apareció un hombre que vestía holgadas prendas blancas, de pelo moreno, y que levantó la mano en gesto de saludo.
Cuando Alain Thery subió a bordo, vi una pasarela que no estaba antes. Ambos hombres intercambiaron unas frases y Alain Thery desapareció a través de las puertas.
El otro hombre, supongo que el patrón, se demoró en la cubierta mientras la pasarela se recogía como una lengua a través de un orificio en popa.
—¿Quieres algo? —dijo una voz a mi espalda.
Me di la vuelta. El propietario de la tienda permanecía malhumorado junto a un soporte de gafas de sol. Me acerqué y escogí unas RayBan de imitación. Cuando fui a pagar, descubrí que eran auténticas.
De vuelta a lo largo del muelle me contuve las ganas de entrar al Sinatra Bar para exigir la devolución de mis treinta euros. Iba a armar una bronca y muchos me recordarían sin necesidad alguna.
Me detuve al pasar por una tienda Armani y entré.
—Quiero un vestido y una chaqueta a tono, si es que tienen.
La fría y bien trajeada mujer me miró como los pescadores miran lo que suelen echar a los gatos.
—¿De qué color? ¿En qué tipo de vestido estás pensando?
—Corto —dije—. Preferiblemente rojo.
Me puso tres vestidos en la mano y entré en el probador. El segundo me sentaba a la perfección, corto hasta el muslo y demasiado ceñido para moverse dentro. Probé a subirme la falda por encima del culo. Funcionaba. La prenda costaba ochocientos diez euros.
—Me lo llevo —dije y salí del probador con el vestido puesto.
Vi una chaqueta que colgaba de una maniquí y me la probé en la tienda. Me sentaba bien y me la dejé puesta. Introduje la chaqueta vieja dentro de la bolsa, podría hacer frío por la noche. Metí la mano para sacar dinero y caí en la cuenta de que también debía comprarme un bolso.
La dependienta me pidió que me diera la vuelta para que pudiera quitar las etiquetas. Cogí un ancho pasador para el pelo del mostrador.
—También me llevo esto —dije.
Al reflejo de la luna del escaparate, a la salida de la tienda, me fijé el pelo. Aún me sobresaltaba verme a mí misma teñida de rubia. Zapatillas y vestido negro parecían lejanos, como mi ajado bolso en bandolera. Metí la ropa vieja en la bolsa de Armani y la tiré a una papelera.
En la verja de Marina Banús había un guardia adormilado, medio tumbado, marcando un ritmo con la cabeza.
—Buenos días —dije.
Él no movió una pestaña. Toqué con los nudillos la ventanilla que había a su lado. El guardia movió la cabeza y se quitó los cascos de las orejas.
—Quiero ver un barco —dije—. Por cuenta de mi jefe —añadí.
—Está bien. —El guardia se incorporó y se quedó sentado. Empezaba a acostumbrarme a que todos me miraran de arriba abajo, como si fuera un objeto de exposición, así que di un paso adelante esperando que la garita del guardia eclipsara las zapatillas gastadas que había comprado a precio de saldo, por quince dólares, junto a Ground Zero hacía medio año.
El guardia cogió un teléfono. Yo miré al muelle donde estaban amarrados los yates en venta, parecían pequeños portaviones, de un blanco reluciente y de formas aerodinámicas. Me pregunté cuántos millones pensaban sacarme.
—Ahora viene un vendedor —dijo el guardia y volvió a ponerse los cascos.
Miré la hora. Eran las cinco menos cuarto. También debía cambiar de reloj. Todo podía cambiarse, teñirse y transformarse, pensé. Aun así, la gente cree conocer a quien tiene delante.
—Buenas tardes —dije y sonreí al vendedor que venía a pie con una cartera bajo el brazo—. Perdone que me presente así, sin previo aviso, pero tengo que ver un yate para mi jefe.
Me llevé las gafas de sol a la frente y abundé en mi acento de la costa este.
—Ningún problema, ¿es cliente nuestro de antes? —El vendedor sonrió una sonrisa ensayada. Era un hombre de unos treinta años, de dientes blancos y lánguido choque de manos.
—No, pero está a punto de mudarse aquí —dije—. Se trata de Richard Evans, uno conocido publicista neoyorquino, no sé si habrá oído hablar de él.
El vendedor asintió con ganas mientras me abría paso a través de la verja.
—¿Cuál es su idea?
—Un Marquis —dije—. No hace falta que me muestres otro. El señor Evans es un verdadero entusiasta de Marquis.
—Una buena elección. Excelente. Son muchos los que compran yates americanos cuando el dólar está barato. ¿Y de qué dimensiones estamos hablando?
Puse una mano en su brazo.
—Muéstrame lo que tengas disponible.
Los reconocí en el acto. Dos yates Marquis estaban el uno junto al otro y cabeceaban mansamente, parecían los hermanos Marquis, el mayor y el menor, tan arrogantes como autosuficientes, y con la misma mirada artera de sus ventanillas negras.
—El grande —dije—. Ese es.
—La reina —dijo el vendedor con un deje de ternura en la voz. Acarició la barra de la pasarela como si fuese su futura esposa—. Un Marquis de sesenta y nueve pies —dijo—. Excelente elección. Si paga en euros el precio solo asciende a uno coma ocho millones en este momento, medio millón menos que un yate europeo similar.
—¿Puedo verlo más de cerca?
—Por supuesto. —El vendedor subió a la pasarela y me extendió la mano para escoltarme a bordo—. Es una verdadera preciosidad, con gracia y elegancia con la que ningún otro yate puede equipararse. Podrá comprobar que los espacios interiores ofrecen más de lo que normalmente se suele ver, incluso en yates mayores que este.
—Mi jefe quiere saberlo todo —dije y subí a bordo—. ¿Podemos empezar por el dormitorio?
La música tronaba desde el interior de Puerto Banús, donde los clubes permanecían abiertos muchas horas más, pero en el muelle 0 empezaba a instalarse la paz de la noche. Los restaurantes a lo largo de la acera habían cerrado. Un par de chicas salieron, tambaleándose sobre sus altos tacones, de un yate que se llamaba Ma Petite, oí comentarios apagados sobre la aburrida party a bordo mientras se dirigían hacia alguno de los clubes.
Cansada de deambular entre bares, de beber bebidas sin alcohol y de esquivar los envites de turistas de golf, borrachos, me senté en el suelo recostada en una torreta en la punta del muelle 0.
El Jaguar verde y gris no se había movido en toda la tarde. Había visto bajar al patrón de la cubierta superior en dos ocasiones para echar un pitillo mientras dirigía la vista hacia las llamativas luces del puerto. Me lo imaginé deseando que el propietario abandonara el yate durante algún tiempo para disponer a sus anchas de los tres dormitorios.
A Alain Thery no se le había visto en toda la tarde.
Decidí esperar media hora más y cerré los ojos. El sueño me arrastró al abismo, al interior de un pozo sin fondo. Di un respingo y abrí los ojos. El Jaguar seguía en su sitio. Ninguna luz encendida. Si él no dormía ahora es que no dormía nunca.
Abrí la bolsa dorada que había adquirido a precio de ganga y saqué los zapatos nuevos. Había tirado mis viejas zapatillas y el anorak tras unos matorrales, las últimas pertenencias de mi vida anterior. El bolso de bandolera ya lo había metido en la papelera del aseo de unos grandes almacenes, donde había completado mi atuendo con un maquillaje muy concienzudo. También tiré el móvil al mar mientras paseaba a lo largo del muelle para observar el Epona desde otro ángulo.
Los zapatos nuevos tenían tacones de punta y broches de oro a los lados y eran medio número demasiado pequeños. Los había elegido a propósito para que me apretasen bien los pies y no me bailaran en las escaleras. No había riesgo de que tuvieran tiempo de hacerme rozaduras en los pies.
Controlé con la mano, por última vez, el contenido del bolso. Sentí la dureza del metal en los dedos, las botellas de plástico y el trozo de sábana. Luego me puse en pie, desentumecí las piernas y tensé los músculos antes de echar a andar.
A lo largo del muelle 0 no había una verja que, como en otros muelles, impidiera el paso a personas no autorizadas. Los yates grandes contaban con su propio sistema de seguridad, lo normal era que el patrón también hiciera las veces de guardia, me lo había contado el vendedor de Marina Banús cuando le expuse mi temor de que el barco requiriera demasiado personal. El jefe no quería tener mucha gente a su alrededor cuando llegara al barco para descansar.
Me situé delante del Epona y llamé con un tímido «aló». Luego probé con un silbido y otro «aló», y acabé por tirar una piedrecilla a la portezuela en medio de popa. La puerta se abrió un minuto más tarde y el patrón asomó su cabellera morena desde el camarote del capitán. Detrás estaba la sala de máquinas. El grueso cable de color naranja, que se colaba por una rendija delante de sus pies, suministraba electricidad al barco mientras permanecía amarrado. Repetí de memoria, mecánicamente, cada uno de los detalles.
—¿Qué pasa aquí? —dijo el patrón en español y salió. Me miró con los ojos entornados y parecía que acabase de despertarse—. ¿Te has perdido?
Sellé la boca con un dedo, saqué los labios y le indiqué con la mano que se acercara. Dio unos pasos sobre una plataforma que se podía subir y bajar, lo que resultaba práctico si uno quería bañarse en el mar.
—Soy un regalo para Alain Thery —dije en inglés y me pasé la mano a lo largo del costado elegantemente pulido y la detuve en el exclusivo contoneo del vestido por encima de la cadera, no era barata—. Un regalo —repetí en español para mayor seguridad.
—No sé nada de eso. —Cambió a un inglés de marcado acento.
—En tal caso, no será una sorpresa —dije y puse el pie encima del cabo que amarraba el yate al muelle para que el vestido se levantara un decímetro y dejara las bragas al descubierto. Blancas, de encaje, del departamento de ropa interior de los almacenes. Un metro y medio de agua me separaba del barco. A ambos lados del camarote del capitán, unas escaleras conducían al puente de mando. Cuatro escalones. Pude distinguir la tapa cromada del depósito de gasoil al lado derecho del casco. La pasarela estaba a la izquierda, oculta bajo el primer escalón. Supuse que el patrón llevaba consigo el mando a distancia.
—Vamos, date prisa. Qué crees que dirá Alain cuando se entere de que hiciste esperar a su prenda toda la noche.
El patrón apartó la mirada del punto blanco entre mis piernas, me dio la espalda y subió por la escalerilla de la izquierda. La pasarela se desplegó con el sonido de un suspiro.
Subí a bordo. El patrón permanecía apoyado contra la pequeña cancela en lo alto de la escalera. No hizo ningún amago de apartarse cuando remonté el último escalón. La fibra de cristal se sentía resbaladiza e inestable bajo los tacones. Su rostro se pegó al mío.
Metí la mano en el bolso y atrapé las piezas redondas de metal entre los dedos. Saqué las esposas y las columpié bajo sus narices.
—Va a ser un polvo salvaje —dije—. Así que no se te ocurra bajar y molestar cuando estemos en medio de la juerga. —Hice que el metal rozara su mano—. Cuando esté lista con Alain vendré a por ti. Pero para eso tienes que abrir esta cancela.
El patrón se puso a reír y la cancela se abrió con un clic.
—Buen chico —dije y señalé el puente de mando—. Cuando hayas soltado amarras, vas al puente y pones en marcha el yate. En línea recta. Ya sabes lo que hay que hacer. —Le arrimé el muslo a la entrepierna—. Y cuando me oigas gritar piensa que luego es tu turno.
Pasé por delante de él sobre la cubierta de popa donde la madera era de un tono pálido refractario al calor. Un sitio excelente para un desayuno al sol. Le esperé junto a la oscura puerta acristalada para que me la abriera. Al entrar, me puso la mano en el culo.
El papel más sencillo del mundo, pensé. Y siempre pican.
Los tacones se hundían en la blanda moqueta y tuve que apoyarme en la pared antes de que el cuerpo recuperara el equilibrio. Una luz tenue provenía de apliques indirectos que se reflejaban en los espejos del techo. Seguí adelante pasando entre sillas de bar en forma de ensaladera y butacas italianas de cuero. De la pared podía desplegarse una pantalla de televisión de cuarenta y dos pulgadas. Las cortinas de lienzo de las ventanillas estaban recogidas y vi el brillo de las luces de los bares reflejado en la negra superficie del agua. El cielo estaba limpio, lleno de estrellas, una noche en calma.
Frente a mí podía ver el puente de mando, el panel de control a radar y GPS, timón y todo lo que se precisaba para volar mar adentro. Una escalera de plexiglás conducía al puente de mando de la cubierta superior. Sentí la presencia del patrón dos metros a mi espalda y me volví. Su mirada aterrizó en mis tetas.
—Espera un rato a arrancar el motor para no echar a perder la sorpresa —le dije en voz baja.
Él se rascó la nuca y rio.
—Queremos estar solos, así que vete a tu puesto y maniobra. —Le indiqué la escalera que conducía arriba—. Nos vemos dentro de un par de horas, ¿de acuerdo?
—Eso tenlo por seguro —dijo el patrón y se relamió con la boca abierta.
Esperé a que desapareciese hacia la cubierta superior antes de que yo descendiera por la estrecha escalera que conducía a los dormitorios.
Contuve el aliento mientras abría con cautela la puerta del camarote reservado a invitados especiales. La luz del vestíbulo se proyectaba y rebotaba contra el espejo al otro extremo del camarote. En la cama no había nadie. Continué por dos camarotes más pequeños destinados a niños. Uno de ellos hacía las veces de despacho, con mesa de escritorio y un ordenador de pantalla grande; en el otro había una cama para invitados. Era obvio que Alain Thery no tenía hijos, al menos ninguno que acostumbrara a venir de visita.
Respiré con la boca abierta cuando bajé los dos escalones hacia la master bedroom, que estaba a proa, recordé la disposición exacta y esperé que no estuviera modificada.
Una leve trepidación a mi alrededor, como si el mundo se estremeciera. El barco había soltado amarras.
Giré despacio el pomo de madera de la puerta. No hizo ruido al ceder, solo un leve cambio de presión en el ambiente, como si el barco hubiese aspirado aire.
Una amplia cama doble dominaba la habitación y vi el bulto de su cuerpo bajo la manta. Respiración regular. Dormía. Di las gracias a la mullida alfombra cuando entré sin hacer ruido dentro de la habitación y capté todos los detalles a la tenue luz del vestíbulo. Armarios y roperos de madera de cerezo empotrados a la pared. La primera puerta a la izquierda era un vestidor, la segunda conducía a un baño con yacusi. El techo era un espejo, y a lo ancho de la cabecera de la cama había lámparas pegadas a la pared con apliques curvos de acero inoxidable.
—Despierta, Alain, es la hora.
Justo entonces vibró el barco, oí el ruido del motor y sentí la sacudida del cuerpo cuando el barco zarpó. Velocidad máxima de treinta y dos nudos.
Alain Thery alzó la cabeza y abrió un par de rasgados ojos que entornó contra la luz y deseé que todo lo que viera fuese una sombra. Ahuecó las manos por encima de las cejas.
—Hola, Alain —dije suavemente. Escogí un inglés con leve acento.
—¿Qué pasa? —dijo—. ¿Quién eres?
—Soy un regalo —dije y alcé las esposas, las dejé balancearse para que viera su silueta.
—¿Qué es esto?
Alain Thery golpeó la pared a su espalda y se iluminaron las lámparas de la cama.
—¿Quién eres? ¿Nos conocemos?
Una sola vez, a la luz mortecina de un club de noche, pensé y pedí a Dios que yo fuera demasiado insignificante para ser recordada y que llevase el maquillaje bien puesto.
—¿Hablamos o jugamos? —dije y levanté mi fría mano, me quité el pasador y moví la cabeza para que la rubia melena me cubriera el rostro.
Se incorporó sentado y extendió la mano con la palma hacia arriba.
—Dame eso —dijo.
Tenía poco cabello y unas profundas entradas, estaba pálido y parecía más gordo cuando no llevaba un traje de diseño. Sus ojos claros penetraron mi cuerpo y pude sospechar lo que se movía bajo la manta.
—Tú primero —dije y me dirigí con exagerado contoneo por uno de los lados hasta la cabecera de la cama.
Encogió las rodillas y se abrió de piernas. Pude oír cómo su respiración se hacía honda y ronca.
—¿De quién es esta idea? —dijo—. ¿De Vincent?
Me estiré hacia delante y le hice una fuerte presa en la muñeca. No le perdí la mirada, sus ojos casi blancos parecían transparentes. Se colocó en el centro de la cama sonriendo socarronamente y llevó su mano a mi entrepierna. Aguanté y levanté su brazo a lo alto, hacia la lámpara. Clic, la mano quedó bloqueada.
La otra hurgaba bajo mis bragas, me revolví y le di un rodillazo en el brazo. Él no había palpado la bolsa de plástico dentro de mis bragas, con los últimos billetes enrollados. Le azoté la mano.
—Quieto —dije—, aún no es tu turno.
Luego saqué el otro par de esposas del bolso. Alain Thery emitió un leve gemido.
—Voy a hacerte daño —dije mientras rodeaba la cama y le cogía la mano izquierda al otro lado—. Voy a hacerte mucho daño.
Clic.
—¿Un regalo de quién? —dijo y empezó a reír.
Me aparté unos pasos de la cama para que no pudiera alcanzarme con los pies.
—De Patrick Cornwall —dije.
La información tardó varios segundos en alcanzar el cerebro de Alain Thery y atravesar su sistema de señales para que sus ojos se abrieran como platos, bajase el mentón y sus brazos empezaran a temblar.
—Maldita sea.
Sonreí y noté que la siguiente pieza informativa encajaba en su sitio.
—Eres tú, maldita puta. ¿No tuviste bastante en Tarifa? ¿No te dijeron lo que iban a hacer contigo? —Dio tirones y quiso soltarse, pero las lámparas estaban sólidamente atornilladas a la pared. Máximo estándar, exquisita calidad.
—¿Qué quieres? Esto es un delito, maldita sea, quítame las esposas antes de que…
—¿Antes de qué, Alain? ¿Antes de que ordenes a tus muchachos que me arrojen al mar? —Me senté en una pequeña banqueta redonda de cuero y puse la bolsa dorada en mis rodillas.
—No entiendo de qué me hablas —dijo Alain Thery—. Estás loca, quítame esto antes de que deba ponerme desagradable.
—¿Como con Patrick Cornwall?
—Nunca debió haberse hecho a la mar, maldita sea. —Alain Thery intentó escurrir sus manos pero eran demasiado gruesas. Manos trabajadoras de Pas-de-Calais.
—Te equivocas, Alain —dije—. Él nunca se hizo a la mar.
Detuvo el movimiento y vi cómo trataba de poner en el rostro una expresión digna de un hombre de su posición.
—Soy un hombre de negocios, conozco a miembros del Gobierno francés y del Parlamento Europeo, también de aquí, de la Costa del Sol. Gente influyente.
—Seguro, te creo, pero ahora no están aquí, ¿verdad? —Miré en todas direcciones—. Ahora solo estamos tú y yo, así que vas a hablar. ¿Lo llevaron al mar, verdad? Lo siguieron por las calles de Alfama después de haber empujado a Michail Jetjenko desde la terraza. ¿Le dieron alcance allí o esperaron a que regresara al hotel? Además, ¿cómo supisteis dónde iban a verse?
—Tú estás mal de la cabeza. —Empezó a dar tirones y a patalear, la manta cayó al suelo y mostró su desnudez. Dejé que mi mirada recorriese su cuerpo pálido y todo lo que pude ver fue el cuerpo desnudo de Patrick en la orilla del mar. Metí la mano en el bolso dorado y saqué uno de los dos botellones de plástico. Desenrosqué la tapa y olí de modo demostrativo el contenido.
—Estoy pensando en el incendio del hotel en Saint-Quen. Diecisiete personas perecieron, Alain. Dentro había un muchachito que soñaba con ser Zidane, pero que no jugó más al fútbol porque tú quisiste dar ejemplo. Por eso enviaste a tus muchachos, para prender fuego y cuidarse de que nadie se salvara, ¿verdad? Para que todos se enteraran de lo que sucede si alguien intenta escapar de tus barracones.
—Quítame las esposas ya. Dame la llave y quizá te deje ir.
—¿Cómo podrás hacerlo? Estamos en un barco, un buen trecho mar adentro.
—¡Maldita sea! —Movió la cabeza a ambos lados y fijó la vista en las ventanillas. Fuera solo veía oscuridad. Ningún yate vecino, ningún resplandor de luces de los clubes.
—Podríamos salir a nado, pero he oído decir que no eres buen nadador —dije.
El movimiento del barco se detuvo suavemente y cesaron las leves vibraciones del motor. Me levanté. Agité la botella para salpicar un poco de gasolina en la moqueta. El penetrante olor químico llenó la habitación en un momento.
—¿Qué coño estás haciendo? ¿Qué piensas hacer? No fui yo —a su voz le salió un gallo—. Esos muchachos están locos, no debían matarlo, les dije que hablaran con él, que lo sobornaran para que abandonase su maldito reportaje, pero acaba con esto, maldita sea, estás completamente loca. —Alain Thery se revolvió en la cama, pataleó y se echó a la izquierda, tan lejos como pudo del reguero de gasolina que yo derramaba lentamente a lo largo del largo derecho de la cama.
Había comprado una lata de reserva en la gasolinera junto a la estación de autobuses de Tarifa y me había sentado en un descampado con vistas al mar. Lo último que hice antes de abandonar la ciudad fue vaciar dos botellas de plástico de agua mineral y llenarlas de gasolina. Luego tiré el bidón entre unos matorrales y bajé a la estación de autobuses justo en el momento en que hacía su entrada el autobús de Algeciras.
—Ramón, maldita sea, Ramón, ven aquí —Alain Thery gritó a voz en cuello—. Te voy a matar, putón. ¡Ramón!
—Eso, sí, Alain —grité yo más alto—. ¡Mátame, pégame fuerte, mátame ya!
Alain Thery me clavó la mirada.
—¿Qué estás haciendo?
Sonreí.
—Quiero garantizarle a tu compinche que nos lo estamos pasando bomba.
Sus ojos se rasgaban como grietas afiladas.
—¿No tuviste suficiente en Tarifa? —dijo—. ¿Quieres saber lo que harán mis amigos contigo si me encuentran así?
—Cuando te encuentren no te van a conocer —dije. Rocié la sábana con gasolina y Alain Thery volvió a gritar cuando sintió la humedad a sus pies.
—¿Qué demonios quieres que haga? Tengo dinero. ¿Cuánto quieres?
—¿Cuánto vale? —dije—. ¿Cuánto costó James, el inmigrante?
Alain Thery rio de nuevo, una risa enferma que reverberaba alta y cascada antes de caer en la mullida alfombra y morir.
—A ti te daré mucho más, maldita sea. —Me miró con gesto suplicante—. Todos saben que ellos mienten.
Mantuve la botella en alto para que la gasolina brillara a la luz de las lámparas. Me la pasé por la mejilla y sentí la embriaguez de su fuerte olor, la locura cuando inhalé a fondo sus vapores.
—¿Y Mary Kwara? —dije—. ¿Qué hiciste con ella? ¿También la arrojaste al mar?
—¿Quién es esa? —dijo Alain Thery—. No conozco a ninguna jodida Mary.
Caminé al pie de la cama y dejé que la botella trazara un reguero en la alfombra, torcí y proseguí a lo largo del lado izquierdo de la cama. Alain Thery se lamentaba. Agoté el vertido y me recosté en la pared, vi su miserable ruego pintado en el rostro.
—Podías haberte contentado con desmentir sus datos —dije—, pudiste comprar testigos, sobornar policías, demandar al periódico y aterrorizar a sus abogados. Pero tuviste que matarlo, no pudiste dejarlo en paz. ¿Por qué? ¿Porque te arruinó una cena?
—Soy un hombre de negocios —se lamentó Alain Thery—. Tengo que pensar en los negocios.
—¿Es que no tienes suficiente dinero? Pero no solo se trata de eso, se trata del poder, ¿verdad? Sigues su pista. —Apunté y derramé un chorro de gasolina en su entrepierna. Alain Thery volvió a chillar y trató de protegerse, desesperado retorció el cuerpo y gritó.
—Sí, azótame, mátame —grité contra el techo. Alain Thery me escupió pero erró el tiro.
—La putilla de un negro —me insultó—. Se creen muy listos pero ese idiota no sabía con quién se las jugaba. Ni siquiera se dio cuenta de que lo seguían, ni que le robaron el teléfono en Lisboa, en medio de la calle, americano tenía que ser, reportero que deja leer sus SMS a cualquiera. Pero se creyó más listo que yo.
Levantó el mentón y me miró con ojos inyectados en sangre, echaba saliva por la boca. Pensé que parecía un perro, un bicho con cadena, no un ser humano. Empuñé el mechero con la mano.
—Les dije que se lo llevaran lejos. Llevadlo a medio camino de la maldita África y arrojadlo al mar. Dijeron que gruñía como un cerdo cuando lo echaron al mar.
Me agaché con cuidado y cogí un par de calzoncillos de seda roja que estaban tirados en la alfombra. Los arrugué, di un paso al frente y se los metí en la boca.
—Calla, maldito.
Movió la cabeza y volcó el cuerpo para darme patadas pero no pudo alcanzarme. Contemplé al hombre que se revolvía en la cama, su tez pálida y sus ojos enarcados, el vientre que se desbordaba por encima de una polla encogida. Y vi el reloj en su brazo, las maderas preciosas del camarote, la riqueza entre la que se revolcaba.
—Vaya mierda de tipo, maldita alimaña —dije—. ¿Qué demonios hace que te creas más importante que Patrick, que todos los demás que han muerto por esto?
—Uuuuh —dijo.
Levanté de nuevo la botella.
—Por Salif —dije y rocié su cara de gasolina—. Por Checkna, por Sambala y por el muchachito que jugaba al fútbol, por Mary Kwara…
Estiré el brazo y apliqué un chorro de gasolina a la seda roja de su boca.
—Por Patrick.
Permanecí un segundo viendo cómo el líquido empañaba la seda. La muerte en su mirada. No sentí nada, ni siquiera duda.
Encendí el mechero y mantuve la llama ante él.
—Arde en los infiernos —dije agachándome. La llama del mechero fue al encuentro de la gasolina de la alfombra y se inflamó.
Alain Thery expulsaba sus ahogados gritos cuando el fuego se extendió por el piso. Yo retrocedí a toda prisa. Lo último que vi antes de cerrar la puerta de un golpe fue un rostro desencajado que colgaba de la pared, las piernas que se movían atrás y adelante cuando las llamas alcanzaron la cama.
Me quité los zapatos de tacones y corrí descalza por medio del vestíbulo, escalera arriba. Miré hacia la escalera de plexiglás que conducía al puente de mando de la cubierta superior, donde estaba el patrón. La puerta podría detener la humareda un breve rato pero la alarma podía saltar en cualquier momento.
Rodeé la cocina y corrí por medio del bar y abrí las puertas acristaladas a la noche oscura. A lo lejos vi las luces de la orilla y traté de orientarme mientras me deslizaba por la escalera de la derecha. Estribor, dijo una voz dentro de mí, el tono jovial del vendedor. «Así decimos cuando navegamos».
Europa debía de ser el continente a proa, constaté, mientras me volcaba sobre la tapa del depósito de combustible y lo giraba con todas mis fuerzas. Miles de luces brillaban a lo largo de toda la línea de costa, un faro parpadeaba enfrente de mí. No se podía apreciar la distancia exacta, pero se trataba de un kilómetro a lo más, acaso menos. A popa se veían las luces de África, más alejadas, ojos gatunos desparramados que brillaban en la oscuridad.
La farola de un barco se meció y desapareció. La tapa del depósito estaba fuertemente enroscada. La cogí con ambas manos. Entonces saltó la alarma, una señal escandalosa que me recorrió las entrañas y que llenó todo el espacio entre el mar y el cielo.
Ahora bajará corriendo el patrón, pensé. A través de los cristales negros de las puertas yo no podía ver el interior del yate. Quizás él vea el denso humo que sale por debajo de la puerta. Debe tratar de apagar el fuego. El yate está equipado con extintores en cada camarote, pero eso lleva su tiempo. Dos minutos al menos, tal vez más. Acaso menos. Luego vendrán hacia mí, Ramón o los dos, si había sido rápido con el extintor y si también le había dado tiempo a entrar en la sala de máquinas y encontrar alguna herramienta con la que liberar a su jefe. Quizá se dirigieran directamente al puente de mando para soltar las amarras de la lancha salvavidas, la embarcación extra que usaban para acercarse a Niki Beach o para practicar esquí acuático, seguro que una Zodiac a propulsión. En ese caso podrían alcanzar la costa y Alain Thery pronto podría almorzar de nuevo en el Taillevent.
Maldita tapa. Tenía las manos heladas de frío. Tiraba y giraba pero la tapa no cedía. Era lo que me había temido cuando inspeccioné el yate de muestra de Marina Banús. El vendedor no encontró el instrumento que se podía introducir en dos pequeños agujeros para abrirla más fácilmente.
La alarma llenó la noche con un aullido escandaloso. Las estrellas me caían encima.
Me eché sobre la tapa con todo mi peso y por fin sentí que la rosca soltaba su presa y la tapa giraba. La tuve en la mano. El depósito de gasoil quedó abierto ante mí. Arrojé la tapa al mar y saqué de la bolsa el pedazo de sábana y la otra botella. También arrojé la bolsa al mar. Desenrosqué con los dientes el tapón de la botella, el brazo me temblaba y tuve que sujetármelo con la otra mano para no derramar mucha gasolina cuando empapé todo el trapo. Escuché para mis adentros y me pareció oír a hombres que gritaban en medio de la alarma, pero podían ser los gritos ahogados de Alain Thery que rondaban descabalados por mi cabeza. Introduje en el depósito de gasoil la punta del trapo empapada de gasolina con los dedos rígidos y las manos temblando. No era suficiente con arrojar una cerilla ardiendo al depósito de gasoil, me había advertido el vendedor. El gasoil no era tan inflamable como la gasolina. Mi jefe no debería preocuparse por la seguridad a bordo. Ya veremos, pensé mientras examinaba a conciencia los depósitos de gasoil con capacidad para dos mil quinientos litros y vi delante de mis ojos la imagen de un cóctel molotov, un trapo en llamas, empapado de gasolina, dentro de una botella de gasolina.
Prendí el mechero y lo apliqué a la punta del trapo. Se inflamó la gasolina y prendió el trapo, una llama serpenteante se aproximaba rápidamente al depósito.
Bajé el último escalón de un salto y corrí por la plataforma que era idónea para bañarse en el mar. Estaba segura de haber oído gritos cuando me subí el vestido hasta la cintura y me lancé al agua.
El agua me envolvió, helada y negra, y me deslicé a través de una blanda nada. El silencio me liberó de la alarma y de los gritos y salí a la superficie, a regañadientes, porque los pulmones exigían aire. De nuevo se abatieron los ruidos sobre mí, alejarme de aquel estruendo tanto como me fuera posible era lo único en que podía pensar, antes de que alcanzara la ola expansiva. Mi cuerpo dio con el ritmo de las brazadas y la fuerza de las piernas al aletear y nadé hacia las luces a lo lejos, nadé como no lo había hecho desde el tiempo de las competiciones escolares. Brazadas eficaces, sin pausa, no dar al contrincante la posibilidad de recuperar la ventaja, la vista puesta en la meta, gestionar el esfuerzo. Mi cuerpo estaba programado para el largo de una piscina. Estaba a treinta metros del barco cuando se produjo la detonación y el agua explotó en amarillo y naranja, y me sumergí para librarme de la ola expansiva. La sentí acercarse por detrás, disparada como un proyectil, revolcándose en un torbellino sin fin. Salí a la superficie cuando no me quedaba aire en los pulmones, me volví y vi el mar en llamas. El calor me alcanzó como un soplo ardiente sobre la superficie.
Lo único que se veía era la compacta punta de proa del Marquis de sesenta y nueve pies de Alain Thery, el resto era un incendio en llamas y una densa humareda negra. La alarma había quedado silenciada. Oí ruido de motores al oeste, donde pude imaginarme a lo lejos el Peñón de Gibraltar. Una motora se acercaba a gran velocidad, pero lo que más me importaba era que ninguna Zodiac había zarpado del yate en llamas.
Pataleé en el agua y divise un tenue cambio en la oscuridad, hacia el este. Dentro de un par de horas se levantaría el sol. La ceniza quedaría esparcida sobre la superficie del mar y restos deformados de fibra de cristal serían devueltos a tierra, acaso cuerpos de perecidos en el mar.
Me volví al norte y nadé con brazadas regulares hacia la costa.