Tarifa, lunes 22 de septiembre 03.34 H
El barco escoró y el panorama cambió a través de la ventanilla. A largos intervalos, solo había visto nubes y mástiles de otros barcos, pero ahora, de momento, era la ciudad la que allí aparecía. Todas las ventanas estaban a oscuras. Si esperaba un poco más, pronto amanecería.
Le dolió la pierna al incorporarse. El mundo se tambaleaba, o quizá fueran el mar y el barco.
Entre las tres y las cuatro, le había dicho el hombre antes de marcharse. Ella se acurrucó en un rincón y se quedó tan quieta como pudo. «Entre las tres y las cuatro —le dijo—. Esta noche», y lo entendió cuando le señaló el sol con tres, cuatro dedos al aire, indicándole que iba a ponerse. Oscuridad. Noche. Escapar de allí.
No supo decirle que había perdido el reloj y la noción del tiempo, que es lo que sucede cuando uno se dispone a morir y hundirse en la inmensa oscuridad donde ya no existe el tiempo.
El hombre había dejado una alfombra enrollada en el suelo del camarote. Ella no podía entender qué pintaba una preciosa alfombra roja en un barco de pesca. Tendría que estar en el suelo de piedra de un bonito salón. Si llevaban en sus barcos esa clase de alfombras, pensó mientras la extendía y se agazapaba a la espera, ¿qué tendrían en sus casas?
Para entonces, los ruidos habían cesado. Estrépito de hierros contra el asfalto, voces de hombres, coches que arrancaban y desaparecían. A la puesta del sol, las nubes se tiñeron de rosa pálido hasta que todos los colores se difuminaron y el cielo adquirió una intensa oscuridad. Sin luna, sin estrellas, sin algo que sirviera de referencia. Como una plegaria muda, la certeza de que el mundo era el mismo.
Giró despacio el pomo de la puerta metálica. El olor a mar y gasolina la zarandeó. Controló el batiente de la puerta, la cerró a su espalda y se agazapó en cubierta.
Había menos oscuridad de la esperada. La luz dorada de unos reflectores más altos que la torre de la iglesia bañaba el puerto. Se quedó inmóvil, en cuclillas, a la escucha. Las amarras crujían al mecerse el barco. El chirrido de una cadena, el embate del agua contra el muelle. Y luego el viento, solo los ruidos de la noche entretenidos consigo mismos. Nada más.
Atrapó el cabo que amarraba el barco y fue tirando despacio, muy despacio, cada vez más cerca del muelle. El barco cabeceaba con un ruido sordo.
Palpó la superficie rugosa de piedra con las palmas de las manos. Tierra firme. Se impulsó con la pierna buena y saltó al muelle. Dio un tumbo y se quedó boca abajo, al abrigo de un montón de redes recogidas. Dispuestas a lo largo del muelle, vio redes similares con una alfombra encima a modo de cobertor. Para eso el pescador tenía la alfombra, pensó, para proteger sus redes de la lluvia y el viento, de las alimañas que merodeaban al acecho de restos de pescado.
Pasaron unos segundos, quizá minutos. Todo era quietud a excepción del viento y la luz palpitante del faro.
Respiró hondo y luego corrió tan rápido como pudo hacia un depósito del puerto, con la pierna dolorida y el cuerpo combado. El hombre le había indicado con un dedo en el suelo cómo debía alejarse del puerto siguiendo la muralla, continuando la línea de costa y dirigiéndose después hacia un punto de la ciudad. Una estación de autobuses. Desde allí debía dirigirse a Cádiz, Algeciras o Málaga. Cádiz era el nombre que más le sonaba.
Tropezó con unas tuberías y oyó el eco del estruendo entre los muros de piedra. Se escondió a toda prisa tras un contenedor.
Vigilan, pensó, y aguzó el oído. No puedo permitir que la calma y el silencio me confundan. Además, no hay silencio: oigo el embate de las olas contra el muro y escucho el tableteo del viento contra el chapado de algún lugar cercano, pero no oigo pasos, ni nadie puede oír los míos.
Se miró los pies descalzos. Sus zapatos, la falda y la rebeca se los había tragado el mar. Ahora vestía el anorak verde que tenía encima cuando despertó en la cubierta del pesquero. En el camarote encontró una toalla que se anudó alrededor de la cadera a modo de falda.
Se cubrió la cabeza con la capucha, trepó con cuidado por encima de un montón de vigas de hierro, corrió agachada el último tramo y se hundió entre un montón de botellas de plástico.
Allí acababa el puerto. Estaba acorralada. A un lado la muralla y, enfrente, una verja de dos metros de altura, para dar paso al almacén del puerto. Pudo ver un trecho de calle entre las rejas, con plantas que brotaban entre las grietas del asfalto. Más allá, como un esqueleto de piedra recortado contra el cielo, se erigían las ruinas de una poderosa fortaleza.
Le dolían los ojos. Resultaba agotador tratar de ver con nitidez en aquella luz dorada, ni clara ni oscura, de un prolongado crepúsculo. Si cerraba los ojos, se precipitaría al vacío. Hacía mucho tiempo que no dormía una noche entera.
Se puso en cuclillas. Durante los últimos meses había aprendido a prestar atención, a fijarse en todo y a disponer sus pasos con precaución.
Entonces oyó un rumor. Un coche se acercaba por el puerto. Se echó al suelo y contuvo el aliento. Las luces del coche enfocaron la muralla, muy cerca de sus pies; botellas y demás cachivaches brillaron a la luz de los faros. Entonces vio la escalera que remontaba la muralla. Blancos peldaños labrados en la roca unos pocos metros más allá. Luego todo volvió a quedar en penumbra. El coche dio la vuelta y se alejó, no se detuvo, gracias a Dios que no lo hizo. Antes de que desapareciera en dirección a la verja y su ruido se apagara, vio la luz azul de la capota. Un coche patrulla de la policía.
Subió aprisa la escalera de piedra y saltó por encima del muro. Para su sorpresa, aterrizó sobre algo blando. Hasta ahora todo con lo que había tropezado en aquel país era duro: asfalto, roca, tuberías, pero, de pronto, lo que tenía a sus pies era arena blanda, y sintió que el suelo la acariciaba.
Había una sombrilla volcada en la playa. Solo un ratito, pensó, y se arrebujó en su abrigo, solo descansaré aquí un suspiro de la eternidad de Dios.
Tomó un puñado de arena fina y la dejó colarse entre los dedos. Echó la cabeza atrás y miró directamente a la oscuridad del cielo. El viento le sacudió la cara y le echó la capucha hacia atrás.
¿Cuándo acabará el viento?, pensó. ¿Cuándo amainará el viento y se calmará el mar?
Volvió a incorporarse y supo que la pierna no la iba a llevar muy lejos. Sintió como si el pie quisiera separarse del cuerpo; tendría que cargar con él.
Prosiguió agachada a lo largo de otro muro, nuevo y más bajo, que impedía a la arena rebasar la carretera y convertir la ciudad en un desierto. Matas de espinas le pinchaban los pies. Levantó el pie herido para ver si sangraba y descubrió que había pisado excrementos de perro. El pie apestaba. No podía presentarse en ese país oliendo tan mal, pero no tenía tiempo de bajar hasta el mar para lavarse. ¿En qué clase de persona se había convertido? Restregó la planta del pie contra la arena para ahuyentar el hedor, se enjugó las lágrimas con la mano y le entró arena en los ojos… Había arena por todas partes.
Pensó que tal vez podría caminar a lo largo de la carretera. Como una persona cualquiera y no como un ladrón o como un perro apaleado. La carretera estaba alumbrada y sabía que era peligroso, pero irguió la espalda y pronto tuvo el asfalto bajo los pies. Por un momento volvió a sentirse persona. Alguien que camina sin miedo.
Como si las mujeres caminasen así, descalzas, por la ciudad, en plena noche, pensó después, y en ese momento reparó en algo que había en un banco de hormigón, un alto en el camino.
Veo mal, pensó, ya no puedo fiarme de mis ojos. Se acercó un poco más y confirmó su primera impresión. Un par de zapatos. Alargó la mano pero detuvo el gesto y miró a su alrededor. Quizá era una trampa. Alguien la vigilaba. Pero ¿a quién se le iba a ocurrir una idea tan extraña?
Se trataba sencillamente de un milagro. Un don de Dios. Palpó los zapatos con cuidado. Eran de verdad. Y eran de oro.
Bueno, pensó, y cogió los zapatos. Eran zapatos de lona corrientes, estampados en oro, pero qué más daba. Casi le venían bien. Le apretaba un poco la punta. No pensaba quejarse por ello. Algún poder celestial había puesto los zapatos en su camino para que no volviera a pisar excrementos de perro.
Se volvió y miró atrás por vez primera desde que puso pie en tierra. En el horizonte, al otro lado del estrecho, África se erigía como una sombra poderosa. Estaba tan cerca que podía ver los montes y las luces dispersas en la oscuridad.
Luego se puso en marcha y no volvió a mirar atrás.
Por favor, ojalá sea una pesadilla, pensó Terese cuando despertó en la playa. Dejadme despertar una vez más, de veras, en mi propia cama.
Se fue incorporando poco a poco y sintió que la cabeza le retumbaba. El mar se mecía y la oscuridad la envolvía. Una bandada de gaviotas dormía en un charco que había dejado la marea. Por lo demás, la playa estaba desierta.
Cerró los ojos y volvió a abrirlos, tratando de comprender lo que había ocurrido. Estaba sola. Él se había ido.
Llevaba sucios los pantalones blancos, y la camiseta de fantasía y la rebeca no eran suficientes contra el frío; el viento la atravesaba. Además, tenía la boca seca y llena de arena, como un desierto. Escupía, carraspeaba y trataba de quitarse la arena con la mano, pero se le había metido bajo la lengua y en la garganta, como mínimo iba a necesitar un botellón de agua para enjuagarse. ¡El bolso!
Terese excavó a su alrededor con las manos. Era difícil ver nada a media luz, una penumbra plomiza que irritaba la vista a la sempiterna claridad parpadeante del faro. Sabía que el faro estaba en una isla, la isla de las Palomas. Cerrada al turismo: zona militar. Una carretera conducía hasta allí y así lo señalaban los letreros que había junto a la verja. Allí las olas batían los acantilados con grandes cascadas.
Entonces vio el bolso. El corazón le dio un vuelco. Estaba medio enterrado en la arena, a unos pasos del hueco que había amoldado su cabeza. Lo rescató de un tirón. Todo estaba en orden, la cartera y la llave del hotel, el móvil y el estuche de maquillaje, incluso la mascota, una ranita en un llavero, y una botella de agua, a Dios gracias. Casi siempre que salía llevaba una botella de agua mineral en el bolso, porque en España el agua del grifo le resultaba repugnante. Aún quedaban unas gotas. Primero se enjuagó la boca y escupió y luego bebió lo poco que quedaba. Después sacó el billetero y lo abrió con el corazón en un puño. El compartimento de los billetes estaba vacío. Llevaba casi cien euros cuando salió por la noche, ¡no había podido beber tanto! ¡Y el pasaporte! Rebuscó en el bolso pero no estaba allí. Terese estaba segura de haberlo llevado consigo, siempre lo hacía, por puro reflejo, aunque todos le dijeran que era innecesario.
Los zapatos también habían desaparecido. Se miró los pies. Estaban tostados de sol, blancos en los bordes. Llenos de arena entre los dedos. Buscó por todas partes los zapatos de bailarina que llevaba pero no aparecieron. ¿Cuándo se los había quitado? ¿Antes o después? Se frotó la frente con las palmas de las manos para poner fin al desconcierto que la embargaba.
Tenía que pensar con claridad y recordar.
¿Había corrido descalza por la arena cuando él la tomó de la mano y la arrastró al mar, riendo a carcajadas para sentir si sus risas se las llevaba el viento?
Recordó su pelo alborotado, descolorido por el sol, sus ojos que la alumbraban. Los brazos fuertes, correosos de músculos y entrenamiento, la camisa flameando para que ella pudiera ver su estómago bronceado, sin el menor asomo de grasa. No le entendió cuando la tomó de la mano al cierre del Blue Heaven Bar y le dijo al oído que debían seguir.
—Ahora no puedes irte a casa —le dijo—, acabo de descubrirte.
Terese acarició la arena a su lado. Estaba fría. ¿Habría allí alguna huella, algún rastro de él, alguna sensación de calor? También podía ser una ilusión, ya que en Tarifa hacía más aire que en ningún otro sitio de la tierra y el viento barría toda huella en un pestañeo.
Nadie necesita saber lo que ha pasado, pensó. En ese caso, no ha pasado nada. Si no se lo cuento a nadie.
Se ciñó la rebeca más al cuerpo. La arena le rascaba dentro de las bragas. Sentía pringosa la entrepierna.
—Imagina que hay alguien por aquí —le dijo cuando él la arrastraba al mar—. Alguien que nos esté vigilando.
—Qué mal pensada eres —dijo él y la besó con la lengua como ariete al mismo tiempo que le metía las manos por todo el cuerpo, por dentro de la camiseta y de las bragas. Cuando le bajó los ceñidos pantalones y se revolcaron en la arena, ella creyó enamorarse: era el chico más guapo con quien jamás había estado.
¡Tendrían que verme ahora!
No puedes haber estado en Tarifa sin haber echado un polvo en su playa. Es como ir a París y no ver la torre Eiffel.
Después, al hundir el culo, sintió la arena contra su piel. Granos de arena se comprimían entre sus nalgas cuando él dirigió su pene con la mano y no acertó a la primera, sino que hurgó y hurgó hasta abrirse paso. Y solo sintió escozor cuando él la llenó de arena.
No debió haberse quedado dormida al final. Pasó todo tan rápido…
Desde las cimas de los montes se oía el sempiterno estruendo de los molinos de energía eólica que volteaban contra el espacio. Pensó que parecían batidoras eléctricas que hacían nata con aire. Él le rio la ocurrencia. Terese se mordió las puntas de los dedos para no romper a llorar.
Debió de pensar que fui un desastre, conjeturó. Inservible. De lo contrario se habría quedado y habría querido follar conmigo una y otra vez.
La náusea se le subió a la garganta. Debió de beber dos o tres Cosmopolitan y después unos cuantos mojitos.
Trató de incorporarse, pero la playa entera se tambaleó. Se puso en cuclillas con las manos en las rodillas y permaneció en esa postura hasta que se le pasó el mareo, tragó saliva varias veces para no vomitar en tierra y verse obligada a sentir el hedor de todo lo que echara. No soportaba sentirse tan sucia. Por eso se dirigió al agua con pasos vacilantes. No estaba lejos, tal vez a unos veinte metros.
Anduvo muy despacio, poniendo los pies con cuidado de no pisar nada desagradable. Sintió la arena fría contra las plantas de los pies y se quedó aturdida cuando la alcanzó la primera ola. El agua estaba casi tibia, templada, y se adentró unos pasos para salir al encuentro de la siguiente ola. Cuando esta rompió, atrapó el agua espumosa en sus manos, dejó que la rociara, y sintió que le refrescaba la cara y le despejaba un poco la cabeza.
A su izquierda surgió del agua un promontorio oscuro y de escasa altura, un rompeolas de grandes rocas que se internaba unos diez metros mar adentro. Parecía una gigantesca bestia prehistórica que descansaba al borde de la playa, el espinazo de un brontosaurio durmiente. Fue vadeando hasta allí y le dio por treparlo y sentarse en su extremo. Poner un rato las muñecas en remojo era algo que solía aliviar la náusea. Si vomitaba, desaparecería y la olvidaría en un santiamén.
El agua le cubría los tobillos. La brisa marina arreciaba con fuerza. Pensó que las rocas del promontorio serían duras y punzantes, pero cuando fue a trepar y puso el pie en la primera piedra, resultó que era lisa y escurridiza, y resbaló.
Dio un grito, se impulsó hacia una roca y se golpeó el hombro. Se encaramó a un saliente y sacó los pies del agua a toda prisa. Luego se inclinó y miró hacia abajo: quería saber qué mierda de pez había pisado.
La ola se retiró y el mar tomó impulso para enviar la siguiente. Terese miraba y el desbarajuste arreciaba en su cabeza.
No era un pez. Una mano sobresalía por encima del agua y se alargaba bajo la superficie. Un brazo. Durante un rato clavó la mirada allí donde el brazo se hacía hombro y se convertía en cuerpo. Allí yacía un hombre, incrustado entre las rocas. Un hombre negro.
Se lamentó al descubrir que había puesto el pie en su cuerpo. Había pisado un cadáver. El pecho o el estómago, no quiso saberlo. Sollozó y se quedó paralizada; luego reculó con los pies a rastras hasta lo alto del promontorio y restregó el pie a conciencia contra una de las rocas para ahuyentar la sensación viscosa y escurridiza de la planta del pie.
Pero no pudo dejar de volver a mirar. Era un hombre quien yacía allí. Ahora lo veía con nitidez. Su piel era negra, reluciente por el agua. Como un pez, una anguila, algo viscoso que vivía en el mar. Estaba totalmente desnudo. Le pareció que un animal se arrastraba por su hombro y se agachó sin querer. La siguiente ola batió contra las rocas y la playa, le salpicó el rostro y volvió a retirarse, el agua bullía y burbujeaba en torno al cuerpo. Daba la impresión de que se movía. Por un instante imaginó que el hombre negro iba a salir del mar, tomarla de los pies y arrastrarla al agua. ¿Y si estaba vivo?
Entonces se encendieron las primeras luces del alba en algún lugar más allá de las montañas y el mar se tiñó de verde. Miró el rostro del muerto. Tenía los ojos cerrados pero la boca era un abismo abierto de par en par, como un grito ahogado que no se oía, y los dientes blancos brillaban y se mecían bajo el agua.
Dios de los cielos, padre mío, ayúdame, pensó Terese, aquí estoy sola.
Luego se le revolvió el estómago y se llevó la mano a la boca mientras trepaba por las rocas y caía al otro lado. Seguía vomitando cuando echó a correr dando tumbos.