Capítulo Once

LA grabación del programa siguió su curso durante el día. Cuando terminaron, Sonnet se sentía a la vez asombrada por la pura artificialidad de la situación y los momentos de drama genuino que se producían en los montajes. Al final del día, todos se habían hecho una idea sobre los críos. Como todos los niños del mundo, eran molestos, encantadores, chillones, inseguros e inquisitivos. Y, pese a que había dicho que se sentía incómoda con ellos, Jezebel tuvo el control de cada escena.

A cada pocos minutos, Sonnet comprobaba los mensajes de texto de su teléfono. Greg la mantuvo informada de la quimioterapia de su madre durante todo el día. Las cosas habían ido bien, según lo esperado. Llegarían a casa después de la cena. Todo parecía muy… cotidiano. Qué rápidamente se estaban acostumbrando a que su madre tuviera cáncer.

Cuando iba hacia su coche, Sonnet vio a Zach en el aparcamiento.

- No has salido en ninguna de las grabaciones de hoy, así que no necesitas gritarme -le dijo él al verla acercarse.

- No iba a gritarte. Quería… No hemos terminado nuestra conversación de esta mañana.

- Tal vez tú no.

- No entiendo por qué estás tan enfadado conmigo. Te he dicho que quiero que volvamos a ser amigos.

- Y piensas que es posible volver atrás después de una noche como aquella.

- ¿Por qué no?

- No puedes deshacer aquello, Sonnet. O por lo menos, yo no puedo.

- Entonces estoy en un lío.

- ¿Qué demonios significa eso?

- No quiero perder a mi mejor amigo.

Él soltó una carcajada.

- Pues te diré que ya lo has perdido. Lo tiraste por la borda al decidir que no tenía sitio en tus grandes planes.

- Yo no tengo grandes planes. Dios, si algo he aprendido de la enfermedad de mi madre, es que nunca sabes lo que hay detrás de la próxima esquina, así que no tiene sentido planear nada.

Él abrió la puerta de su furgoneta y arrojó su mochila al asiento.

- Mira, me encantaría quedarme a hablar contigo de esto durante todo el día, pero tengo que irme.

- Oh -murmuró Sonnet. Entonces, una idea horrible se le pasó por la cabeza-. Zach, ¿estás saliendo con alguien?

¿Por eso estás tan molesto conmigo?

- ¿Y qué si estoy saliendo con alguien?

- Yo… bueno, yo…

«Eso sería un asco para mí», pensó Sonnet.

- No, no estoy saliendo con nadie. Con una chica no, por lo menos.

- Entonces, ¿a quién vas a ir a ver? -le preguntó ella. No podía evitarlo; era terriblemente cotilla con relación a él.

- No es asunto tuyo, pero tengo una cita muy emocionante con un tipo que vive en Indian Wells.

Sonnet se derritió por dentro. El padre de Zach estaba encarcelado en el centro penitenciario de Indian Wells. Desde que lo habían condenado, Zach había visitado a su padre todas las semanas, y parecía que todavía seguía haciéndolo.

- Ah, Zach. Lo siento. Me he estado comportando como si fuera la única que tiene problemas. Lo siento, de verdad.

- No te preocupes -dijo él, y se sentó tras el volante-. No quería que me pidieras disculpas.

- No quiero que nos peleemos.

- Pero si es muy entretenido.

- Preferiría hablar tranquilamente.

Él miró la hora.

- Entonces, habla. ¿Cómo está tu madre?

- Bien. Greg me ha enviado unos cuantos mensajes. Todavía están en la clínica -le dijo Sonnet. Entonces, se dio cuenta de que él apretaba la mandíbula. Zach siempre hacía eso cuando estaba tenso. Y era lógico que sintiera tensión. Por muchas veces que hubiera ido a visitar a su padre a la cárcel, aquello tenía que ser estresante-. Si te sirve de consuelo -le dijo-, yo también tengo problemas con mi padre.

- ¿De verdad? Tu padre va a ser senador. ¿En qué sentido es un problema eso?

- Mi relación con él es muy confusa. Y no puedo creer que haya dicho esto. Dios, Zach, contigo siempre lo hago. Siempre hablo demasiado.

- Puede que haya un motivo para eso.

Tenía razón. Ella confiaba en él. Siempre había confiado en él. Zach conocía su pasado, y eso significaba que la entendía mucho mejor que los demás. Las cosas que le contaba a Zach permanecían a buen recaudo; entre ellos siempre había sido así.

Una vez había intentado explicarle a Orlando cómo era la relación con su padre, pero él había cambiado de tema. Era un alivio poder hablar con Zach.

- Mi padre y yo… creo que nos queremos y nos respetamos de verdad. Yo estoy orgullosa de quién es, y de lo que ha conseguido.

- ¿Pero?

- Pero al mismo tiempo, me gustaría que hubiera encontrado la manera de ser mi padre cuando yo estaba creciendo.

- Es un idiota -le dijo Zach-. Se perdió la oportunidad de conocer a una persona increíble.

Ella se echó a reír.

- ¿Por qué lo haría?

- Algunos tipos sufren daños cerebrales instantáneos en lo referente a sus hijos.

- Nuestros padres sí, está claro. Yo tardé mucho tiempo en saber cómo debía llamarlo. ¿Papá? ¿De verdad? «Papá» es alguien que te enseña a batear y a lanzar la pelota, que te lleva al cine y que entrena a tu equipo de fútbol. «Papi» es algo demasiado íntimo…

- Yo no sabía que lo echabas de menos de esa forma - dijo Zach-. No me lo habías contado nunca.

- No, es cierto. No quería ser desleal con mi madre, como si ella no fuera suficiente. Pero cuando era pequeña y veía a los otros niños con sus padres, me preguntaba dónde estaba el mío. Era afortunada por pertenecer a la familia Romano, con mis abuelos, y todos mis tíos y mis primos, pero siempre quise tener un padre. Así que, cuando empezamos a relacionarnos, estaba completamente preparada. Estaba hambrienta de él. Quería ser la mejor hija del mundo para él.

Él le pasó la mirada, suavemente, desde los pies a la cabeza. Y de algún modo, para Sonnet aquella mirada fue tan íntima como una caricia.

- Misión cumplida.

Ella sintió una punzada de atracción, pero la reprimió. Su objetivo era recuperar su amistad con Zach, menos el elemento de atracción. Todavía no lo había conseguido, pero esperaba que él no se diera cuenta.

Zach conocía el Centro Penitenciario de Indian Wells como la palma de su mano. Todavía recordaba la primera visita que había hecho a la cárcel, justo después de que su padre ingresara en ella. Zach estaba en el instituto; todavía era un niño, y estaba humillado, herido y asustado. Tanto, que algunos días creía que iba a explotar. De no haber sido por la compasión de su jefa, Jenny Majesky, de la pastelería Sky River, y por Nina Romano, tal vez no hubiera sobrevivido aquel año.

Siempre había entendido que lo que había pasado con su padre no era culpa suya. Su padre sufría ludopatía. Habría vendido a su abuela con tal de poder apostar una vez más, porque tenía la seguridad de que le esperaba un gran premio a la vuelta de la esquina. Sin embargo, Matthew Alger no tuvo que vender a su abuela. Era tesorero municipal de Avalon, y encontró la forma de defraudar sistemáticamente a los contribuyentes, aunque eso significara causar la ruina del pueblo.

Todo el mundo, incluido su propio padre, habría entendido que decidiera olvidarse de él, de un hombre que había permitido que su adicción lo consumiera, y que había dejado a su hijo solo y en la pobreza. Sin embargo, pese a la ira y la vergüenza que sentía, Zach no había podido hacer algo así.

Y el hábito estaba ya muy arraigado. Iba a ver a su padre todos los lunes, puesto que era el día libre para los que trabajaban en la industria nupcial. Nadie se casaba un lunes, al menos, si quería que se filmara la boda. Ahora que estaba trabajando en el programa, los lunes eran un día tan ajetreado como cualquier otro, pero sacó tiempo suficiente para la visita.

Mientras iba en coche a Indian Wells, observó las bonitas casas de madera de la zona de Oak Hill y Avalon Meadows, las zonas más antiguas de la ciudad. Los bulevares gozaban de la sombra de nogales, arces y robles enormes, y los jardines tenían todos los colores del verano. El director le había pedido algunas secuencias de aquella zona, para mostrar el contraste entre Avalon y la ciudad. Cuando Zach era más joven, miraba con melancolía aquellas preciosas casas, los columpios de los jardines y las barbacoas de los patios traseros. Se imaginaba a las familias que vivían allí, y lo seguras que debían sentirse. Se preguntaba cómo era tener un amor como aquel. A medida que creció, entendió que la casa de la valla de madera blanca era un mito. Sin embargo, una parte obcecada de él seguía creyendo lo que creía aquel niño. Había algunas ilusiones que no podían borrarse, por muchos golpes que se recibieran.

Indian Wells era un pueblo más pequeño, incluso, que Avalon. Tenía un pequeño supermercado, una gasolinera, una residencia de la tercera edad y edificios poco reseñables con patios rodeados de alambre. Cuando llegó al centro penitenciario, cumplió con el procedimiento habitual: pasar el detector de metales, registrarse en la zona de recepción, ponerse la tarjeta de identificación… Aunque la mayoría de los empleados de la prisión sabían su nombre, Zach todavía tenía que decir cuál era su relación con el interno. Ya no se encogía más al decir: «Soy su hijo».

Estaba acostumbrado a la sala de visitas. Era grande y fría, con corrientes de aire. Su padre estaba esperando sentado en un taburete, junto a una mesa. Saludó a Zach con una sonrisa cálida y le estrechó la mano. Paradójicamente, su relación había mejorado desde que Matthew estaba entre rejas. Cuando estaba en libertad, Zach solo era un estorbo y un gasto indeseado. Ahora, sin embargo, era lo más destacado de la semana de su padre.

- ¿Cómo va la grabación del programa? -le preguntó Matthew.

- Bien. Creía que iba a volverme loco trabajando en Avalon, pero el trabajo es el trabajo.

- Esa es la actitud. Seguro que estás haciendo un buen trabajo, y ganando un montón de pasta.

A su padre seguía encantándole el dinero.

- ¿Y tú? -le preguntó Zach-. ¿Te metes en líos?

Matthew Alger no había perdido nunca el gusto por el juego, ni siquiera en la cárcel, aunque ya no apostara dinero. Se lo jugaba todo, desde el desodorante hasta las galletitas saladas del economato.

- No, en absoluto -le aseguró a Zach-. Tengo otra vista para la libertad condicional en otoño, y esta vez voy a estar preparado.

Zach no dijo nada. Su padre no podía dejar de cometer infracciones que lo mantenían allí encerrado. Tenía la costumbre de sabotearse a sí mismo.

- Sé lo que estás pensando -dijo Matthew-. Esta vez no la voy a pifiar.

- Eso estaría bien -dijo Zach.

- ¿Te apetece jugar a las cartas?

Zach sacó el tablero, la baraja y las fichas que llevaba a cada visita. Lo suyo era el cribbage; Matthew había enseñado a Zach cuando era pequeño a jugar a aquel juego rápido cuya anotación se realizaba con pinchos de colores que se insertaban en un tablero. Se pasaban horas intentando no perder puntos; su padre no tenía ningún reparo en robarle los puntos a Zach si él contaba mal. Se tomaba muy en serio el cribbage, y Zach, por su parte, se había propuesto superar a su padre. No tenía problemas en robarle los puntos si su padre los dejaba atrás. Ambos gruñían si les tocaba una mano mala, y daban gritos de alegría si las cartas eran buenas.

La partida de aquel día fue muy rápida.

- Terminé -dijo Matthew, haciendo el movimiento final con una floritura.

- Bien jugado -dijo Zach-. Por lo menos no me has dado una paliza.

- Seguiré intentándolo.

- Nos vemos la semana que viene.

Zach guardó el tablero.

- Claro -dijo su padre-. Jugaremos otra partida de cribbage.