Capítulo Nueve
- ESTÁS comportándote de un modo irracional -dijo Orlando.
Era una ingenua por haber esperado un gesto romántico por su parte, pensó Sonnet. Orlando había bajado del tren tan guapo como un príncipe, y por un momento, ella había fantaseado con la idea de que él había ido a Avalon a abrazarla con fuerza y declararle su amor eterno y su apoyo. Pero no hubo suerte; después de un rápido abrazo, él la había mirado con el ceño fruncido, como si fuera una niña traviesa.
- Me conoces bien como para pensar eso -respondió Sonnet-. Nunca he sido irracional. Y, a propósito, bienvenido a Avalon, mi pueblo natal.
Él miró por la ventanilla.
- Es bonito -dijo.
- En otras palabras, no has venido a conocer el lugar donde nació tu novia.
- Sí, claro que sí. Quiero verlo, pero tenemos otras cosas de las que hablar.
- ¿Como por ejemplo?
- Estás poniendo fin a tu carrera por algo que se resolverá en cuestión de meses.
- Lo primero es que no estoy poniendo fin a mi carrera. Tan solo he hecho un paréntesis. Y lo segundo, no es «algo». Se trata de mi madre. Está enferma y me necesita. Eso va por delante de todo lo demás, y no puedo tomar otra decisión. Creía que ibas a entenderlo.
- Cariño, claro que lo entiendo. Estás asustada. El cáncer es algo que da miedo. Sin embargo, piénsalo bien. Tu madre necesita los mejores doctores en su campo, los tratamientos más modernos, y sé que tú la quieres y estás preocupada por ella, pero tú no puedes dárselos.
- Puedo darle mi apoyo y mi energía. Es difícil de explicar, pero estoy convencida de que eso es importante.
Sonnet recorrió el camino de entrada. Aquella no era la forma en que había soñado que llevaría a su guapísimo novio a su casa, para presentárselo a su madre. Se los había imaginado a los dos un poco nerviosos, deseosos de que el encuentro saliera bien, deseando que su madre viera que había conocido a alguien con quien podía ser feliz, y con quien tenía una vida por delante.
En vez de eso, allí estaba Orlando, distraído y fastidiado.
- Bienvenido al hotel -dijo ella, intentando contener la ironía de su tono de voz.
- Es un sitio maravilloso -respondió él-, pero tienes que saber qué es lo que estás perdiendo.
Ella aparcó frente a la casa anexa.
- Y qué es lo que estoy ganando. Esto lo es todo para mí, Orlando. De verdad, deseo que lo entiendas -dijo Sonnet, y para su sorpresa, notó que se le llenaban los ojos de lágrimas.
Entonces se sorprendió aún más, porque él se inclinó hacia ella y la abrazó.
- Lo entiendo. De verdad.
Sonnet cerró los ojos y agradeció, silenciosamente, que por fin Orlando demostrara un poco de compasión.
- Vamos dentro. A mi madre le vas a encantar.
- No me des esa porquería.
La voz de Nina atravesó la casa con un tono áspero justo cuando Sonnet entraba con Orlando.
- No quiero eso. No quiero ni verlo.
- Muy bien -respondió Greg exasperado-. Entonces, elige tú misma la lista de canciones que quieres para la quimioterapia.
Sonnet miró a Orlando, que arrastró un poco los pies por el suelo, como si prefiriera estar en cualquier otro lugar.
- Vamos -le dijo-. Solo están preparándose para la primera sesión del tratamiento, que es mañana.
Lo dejó esperando en el vestíbulo y fue al estudio. Allí
estaban Greg y su madre, frente a frente, sobre un ordenador portátil y un iPod.
- Ah, perfecto. Puedes salvarme del gusto musical de Greg -dijo Nina-. Ha llenado esa cosa de canciones new age.
- Se supone que tiene que ser algo tranquilo - refunfuñó él.
- Necesito a Muse. Necesito a Lady Gaga. A David Bowie, a los Clash, algo que me guste escuchar. Algo que me dé ganas de luchar.
- Muy bien por ti, mamá. Yo me encargaré de eso esta noche -le prometió Sonnet.
Greg se quedó aliviado.
- Y ahora, ¿podemos dejar ese tema? He traído a alguien a quien quiero presentaros -dijo, y los llevó hacia el vestíbulo-. Orlando ha venido a verme, y tiene muchas ganas de conoceros.
- Oh -murmuró Nina, y se pasó una mano por el pelo. Estaba un poco desaliñada; vestía unos pantalones vaqueros, una blusa y unas zapatillas de deporte. Llevaba el drenaje de la tumorectomía, aunque las vendas y las cicatrices resultaban invisibles bajo la blusa.
- Tienes buen aspecto -dijo Sonnet-. Eres la madre más estupenda del mundo.
Greg ya estaba con Orlando, estrechándole la mano y dándole la bienvenida.
- Y aquí está mi maravillosa mujer -dijo, y se hizo a un lado.
- Orlando Rivera -dijo él, y le dio la mano a Nina-. Siento haber aparecido sin avisar.
Sonnet contuvo la respiración. Si hacía un solo comentario sobre su renuncia a la beca, le daría una torta.
- No pasa nada. Por favor, pasa y siéntate. ¿Te apetece algo de beber?
- Una cerveza, si tienes.
Greg se fue a la cocina, y Orlando se giró hacia Nina.
- Me alegro mucho de conocerte. Sonnet me ha hablado mucho de ti.
Nina sonrió.
- Yo también quiero saber cosas de ti.
Lo que Nina no dijo fue que Sonnet no le había contado casi nada sobre Orlando. Le había dado una visión general, diciéndole que era guapo y encantador, y que tenía un trabajo interesante… pero Nina era del tipo de madre que hacía preguntas difíciles, imposibles de responder, como por ejemplo, «¿Te adora? ¿Te hacer reír? ¿Te besa sin motivo? Cuando no estáis juntos, ¿te sientes como si te faltara algo?».
La verdad era que Sonnet todavía no sabía esas cosas sobre Orlando y ella. Llevaban varios meses juntos, y él le
había dado la llave de su apartamento. Además, su padre tenía un gran concepto de él. Para Sonnet, todas aquellas cosas eran un buen comienzo, y esperaba que lo demás, el amor, la pasión y el anhelo, llegaran después. Así era como debía crecer el amor, poco a poco. No debía de ser una explosión repentina y caótica como…
- Sentí mucho enterarme de tu diagnóstico -le dijo Orlando a su madre.
Sonnet se encogió por dentro. Orlando siempre iba directo al grano. Sin embargo, la enfermedad de su madre era como un elefante en la habitación. De no ser por aquel diagnóstico, ella no estaría allí ni habría dejado su vida en suspenso. Así pues, tal vez lo mejor fuera que Orlando tomara al toro por los cuernos.
- Te lo agradezco -dijo Nina.
Él le entregó un sobre grande.
- Aun a riesgo de parecer presuntuoso, quería darte esta información sobre la Clínica de Oncología Krokower, de Manhattan. Mi tía es la directora médica del centro, y están especializados en casos delicados. Si quieres, puedo conseguir una cita con ellos.
A Nina se le alegró la expresión del rostro.
- Es muy considerado por tu parte. Muchas gracias. Ya tengo un tratamiento organizado, pero siempre estaré abierta a conseguir una segunda opinión.
- Quiero hacer todo lo posible por ayudar -le aseguró
Orlando.
Sonnet sintió una punzada de afecto por él.
- Nunca me habías contado nada de tu tía.
- Es la doctora Davida Rivera -dijo él-. Fue interna en el Hospital Universitario Johns Hopkins, hizo prácticas en la Clínica Mayo y fue una de las fundadoras de la Clínica Krokower.
A Sonnet no le sorprendió todo aquello. Ya sabía que
Orlando provenía de una familia de profesionales brillantes y parecía que su tía no era una excepción.
Greg le mostró el hotel a Orlando, incluido el jardín. Aquel lugar estaba abandonado cuando Nina se había hecho cargo de él, y Greg y ella se habían enamorado durante su restauración. Eso había sucedido después de que Sonnet se marchara a la universidad. Su familia había crecido al incluir a los Bellamy, a Greg y a sus dos hijos, Max y Daisy, y Sonnet había visto aumentar la felicidad de su madre.
Mientras Orlando y Greg estaban fuera, madre e hija prepararon pasta para comer, con la famosa salsa de tomate de Nina.
- Bueno -le preguntó Sonnet-, ¿qué te parece?
- Es muy agradable. Tiene muy buenos modales. Y es muy guapo -dijo Nina, abanicándose en broma con el trapo de la cocina-. ¿Os presentó tu padre?
- Sí, aunque no creo que estuviera haciendo de casamentero. De todos modos, Orlando y yo hicimos buenas migas desde el principio. En nuestra primera cita fuimos a un evento para recaudar fondos para la campaña, pero fue una cita estupenda. Tomamos cócteles en Smithson’s y después bailamos. A él se le da muy bien bailar.
- Lo más importante no es lo que yo piense de él -dijo su madre-, sino lo que piensas tú.
- Es increíble -dijo Sonnet-. Es muy inteligente y tiene un trabajo muy interesante. Y vive en un apartamento maravilloso; es de buena familia.
- La gente siempre dice eso: «Es de muy buena familia». ¿Qué significa? Me pregunto si también dicen eso de ti.
- Si no lo dicen, deberían decirlo -replicó Sonnet.
Recordó el día que había conocido a la familia de Orlando. La habían invitado a su casa de fin de semana de Long Island. Le habían hecho muchas preguntas sobre su vida y su educación, sobre su infancia en Avalon y sobre su famoso padre. La visita había sido muy parecida a una entrevista de trabajo.
- Hacemos buena pareja -le dijo Sonnet a su madre-. Aunque es demasiado pronto para decir si somos… Dios, mamá. No puedo hablarte de esto.
- Creía que podíamos hablar de todo.
- Sí, es cierto, pero… Orlando y yo… bueno, creo que vamos a enamorarnos, pero todavía no hemos llegado a ese punto.
- ¿Y qué impedimento hay?
- Oh, mamá…
- En serio, hija. Si quieres enamorarte de él, debes de tener un plan para que suceda, ¿no? Tú siempre lo has planeado todo…
- Los dos estamos muy ocupados con el trabajo -dijo ella.
Nina puso la pasta fresca en la olla.
- No deberías estar demasiado ocupada si eso te impide enamorarte -replicó.
- Ahora quiero concentrarme en ti, mamá, en que te recuperes y me des un hermanito. ¿Sabes lo estupendo que es saber que voy a tener un hermano?
- Es estupendo, sí. Y has sido muy hábil cambiando de tema -dijo Nina.
Después, bajó el fuego con mano experta, justo antes de que el agua se desbordara.
Durante la cena, charlaron sobre el trabajo de Orlando, lo cual fue un alivio para Sonnet. Ella no estaba muy segura sobre qué decir acerca de su trabajo temporal en el reality show.
- El general Jeffries lleva una clara ventaja en la carrera hacia el Senado -explicó él-. Pero no podemos dar nada por garantizado.
- Eso me sorprende -dijo Nina-. Su oponente… Vaya,
ahora no recuerdo el nombre…
- Johnny Delvecchio -dijo Greg.
- ¿No está en el negocio de la comercialización de la carne? No entiendo cómo puede tener más cualificación que Laurence.
- No la tiene -dijo Orlando-, ni de lejos. Pero la política puede ser un asunto muy desagradable. Últimamente, Delvecchio ha estado intentando sacar los trapos sucios del general.
- Por el amor de Dios, si Laurence es como un boy scout -dijo Nina. Entonces se quedó callada-. Ah -murmuró, al comprender la situación-. ¿Quieres decir que yo soy los trapos sucios?
- No, por Dios -respondió Orlando rápidamente-. ¿Se ha puesto en contacto contigo alguien de la campaña de Delvecchio?
- No, y si lo hiciera, no oiría ni una palabra negativa por mi parte. No oirían nada, porque yo no estoy dispuesta a involucrarme.
Orlando llenó su vaso de agua con una expresión de alivio.
- Brindo por eso. Todos vamos a tener que brindar, porque Avalon es el lugar donde se va a celebrar el próximo debate.
- ¿Cómo? -preguntó Sonnet-. ¿Van a celebrar un
debate de la campaña aquí?
- Eh, cuando yo era la alcaldesa, habría agradecido mucho que celebraran un debate electoral en este pueblo - dijo Nina-. La publicidad habría sido estupenda para la economía de Avalon.
- Pero ahora no eres la alcaldesa -replicó Sonnet-. Detesto esa idea. Orlando, ¿no puedes hacer nada al respecto?
- No, es una elección de Delvecchio. Sabe que es débil en el condado de Ulster, así que su equipo ha elegido este pueblo.
- Y claramente, lo han elegido porque quieren causarle problemas a mi padre. Dios mío, Orlando, ¿cómo lo has permitido?
- Yo no puedo decir nada. Si protestáramos o nos opusiéramos, alegarían que tenemos algo que esconder. Tenemos que hacer movimientos preventivos. Es evidente que Delvecchio quiere sacar algo a relucir, y eso solo puede ser la metedura de pata de tu padre cuando era un adolescente de diecisiete años que estudiaba en West Point.
- Su metedura de pata. Disculpa, pero a tenor del resultado de esa metedura de pata, me gustaría llamarla de otro modo.
- Buena observación -dijo él-. Incluso podemos incluirla en el discurso de tu padre si surge el tema. Haremos que se refiera a ella como a «una bendición».
- Ah, así que ahora he pasado de ser una metedura de pata a una bendición. Muchas gracias.
- También necesitamos un argumento para ti. No podemos decir que has dejado una dirección en la Unesco y te has puesto a trabajar de chica para todo en un programa de televisión…
- ¿Disculpa? ¿De «chica para todo»?
- De lo que sea. Diremos que es un trabajo temporal que has aceptado para ayudar a tu madre a superar una enfermedad grave.
- A ver si lo entiendo. Vas a usar el cáncer de mi madre para que mi padre gane más votantes.
- En absoluto. Tu padre tiene que decir la verdad, y no hay nada equívoco en esta historia.
- Pero es privada.
- Si tu padre quiere conseguir un puesto en el Senado, no hay privacidad. Tienes que entenderlo, Sonnet.
- Pero mantén la controversia alejada de mi esposa y de mi familia -dijo Greg. Habló en un tono sereno, pero con tal convicción, que Sonnet se sintió agradecida de que fuera el marido de su madre.
- Haré lo que pueda -dijo Orlando-. Y, por supuesto, el general Jeffries también.
Sonnet observó a Orlando con una mezcla de exasperación y confusión. Era una persona complicada. Por una parte, había llegado con una información muy valiosa que podía ser de ayuda para su madre. Por otra parte, también estaba utilizando la oportunidad para gestionar la campaña de su padre. Con Orlando, nada era sencillo. Por lo menos, pensó Sonnet, nunca se aburriría.
Cuando se estaban preparando para acostarse aquella noche, ella se lo dijo.
- ¿Qué quieres decir con eso de que las cosas nunca son sencillas conmigo? -preguntó él, mientras plegaba la chaqueta y la dejaba perfectamente colocada en el respaldo de una silla.
Ella lo miró pensativamente.
- Me pregunto por qué has venido. Me encantaría si fuera porque me echabas de menos, y porque quieres ayudar a mi madre.
- Claro que te echo de menos, y claro que quiero ayudar a tu madre. Dios Santo, ¿podría ser más simple?
- Pues yo no puedo evitar hacerme la pregunta de si has venido porque te preocupa cómo puede afectar a la campaña de mi padre que la oposición decida centrarse en mi madre y en mí.
- Mira, soy su director de campaña. Mi trabajo es preocuparme por todo.
Aquella no era la respuesta que ella quería oír. Tampoco estaba segura de qué respuesta quería oír.
- Dudo que tengamos ningún problema para proteger la privacidad de tu madre. Delvecchio no va a acosar a una mujer embarazada que tiene cáncer.
- Parece que lo dices con satisfacción.
- Eh, eh -protestó él, alzando una mano-. Vamos, Sonnet, ¿por quién me tomas? -preguntó. Parecía que estaba verdaderamente ofendido.
- Está bien. Lo siento. Tengo mucho estrés por mi madre.
Él abrió su ordenador portátil.
- ¿Cuál es el código de la Wi-Fi?
Ella se lo dio, y mientras él se concentraba en el mundo digital, aprovechó la oportunidad para leer otro libro sobre el cáncer del montón que había conseguido en la librería y en la biblioteca del pueblo. Desde que había averiguado que su madre tenía aquella enfermedad, Sonnet se había puesto a estudiar cómo ayudar a alguien que se estaba sometiendo a un tratamiento de quimioterapia, sobre la dieta más adecuada, el ejercicio, las técnicas de respiración, los efectos secundarios como náuseas, llagas bucales, molestias digestivas, dolores y la pérdida del cabello… Sabía que, cuantos más conocimientos tuviera, más podría ayudar a su madre, así que intentó no acobardarse mientras profundizaba más y más sobre el tema.
Al cabo de un rato, llamó la atención de Orlando.
- Aquí dice que la marihuana puede ayudar a mi madre
con las náuseas y aumentarle el apetito. ¿Sabes dónde puedo conseguir un poco?
- No seas boba.
- No lo soy.
- Ella puede hablar con sus médicos sobre eso -dijo él-. ¿O tal vez, pedírselo al repartidor de pizzas?
- Muy gracioso -respondió Sonnet.
Después volvió a leer, y se preguntó si todos aquellos libros la estaban fortaleciendo o la estaban asustando. Casi no se dio cuenta de que Orlando cerraba el ordenador y se acostaba. Con una lamparita, siguió leyendo hasta muy tarde, empapándose de tratamientos contra el cáncer del mismo modo que estudiaba para los exámenes cuando estaba en la universidad. A ella siempre se le habían dado muy bien los estudios. Y el trabajo. Y era la hija perfecta también. Sin embargo, no estaba segura de que la vida se le diera tan bien.
Sonnet se despertó y encontró la cama vacía. Bajo su almohada había una nota de Orlando: He tomado el primer tren para la ciudad. No quería despertarte. Que todo vaya muy bien hoy con tu madre.
Ella suspiró y miró por la ventana de la habitación. El sol acababa de salir. Ojalá Orlando la hubiera despertado, ojalála hubiera abrazado y le hubiera dicho algo reconfortante. Pero Orlando no era así. Él siempre se concentraba en resolver los problemas y hacer las cosas, y sabía tan bien como ella que un montón de frases hechas no iban a curar a su madre. Eso solo podían conseguirlo las medicinas y los mejores cuidados médicos. El hecho de que él le hubiera ofrecido una cita con su tía era el mejor modo de decir que le importaba, que quería ayudar.
Sonnet volvió a suspirar y se estiró. Después miró la hora en el despertador. Aquel era el primer día de quimioterapia de su madre. Al pensarlo, se estremeció y se abrazó a sí misma. Se levantó y se acercó a la ventana. El viento soplaba por el lago y agitaba las delgadas ramas de los sauces de la orilla. Sonnet observó aquellas vistas y, al mismo tiempo, se imaginó a su madre en aquel lugar, cada vez más fortalecida y sana, gracias a la pura belleza del mundo. «Mi madre se va a curar», pensó. Según lo que había leído, una de cada ocho mujeres tendrían cáncer de pecho, y las otras siete la conocerían.
Vio a dos personas caminando a orillas del lago. ¿Eran huéspedes del hotel? Entonces, se inclinó hacia la ventana para verlas mejor y frunció el ceño. No había manera de confundir el pelo rubio pálido de Zach Alger. ¿Qué hacía allí? Y estaba paseando con su madre, conversando intensamente con ella.
Sonnet se vistió rápidamente y bajó las escaleras de dos en dos. Encontró a Zach en el aparcamiento del hotel.
- Hola -le dijo, mientras se pasaba la mano por el pelo y lamentaba no haber tenido más tiempo para arreglarse.
- Eh, hola -respondió Zach. Estaba metiendo algo en el maletero de su furgoneta de trabajo.
- ¿Qué haces aquí?
- He venido a ver a tu madre.
- A ver a mi madre -repitió ella, y entornó los ojos-. No sabía que fuerais tan amigos.
- Quería desearle buena suerte para hoy -respondió Zach, y cerró la puerta del maletero-. ¿Te parece mal?
- No, claro que no. Solo me sorprende.
- Exacto, así soy yo. Sorprendente. Bueno, ¿y qué le ha parecido Avalon a tu novio?
Ah, claro. Zach había ido al hotel a curiosear sobre su novio. Durante un segundo, sintió una oleada de gratificación.
- Creo que le ha gustado. ¿Por qué? ¿Qué ha dicho mi madre?
- Vaya, Sonnet, ¿por qué no se lo preguntas a ella?
- Porque ella me va a decir que le cae bien, pero no sabré si es cierto, o si solo lo dice por decir.
Él se echó a reír.
- Vamos, vosotras dos habláis a todas horas. Dile lo que quieres saber. A propósito, ¿me vas a presentar al
afortunado?
A ella se le escapó un jadeo.
- ¿Y por qué iba a presentarte a mi novio?
- ¿Y por qué no?
- Porque sería raro, Zach, y por muchos motivos.
- No -la corrigió él-. Por un motivo, y por un solo motivo. Dime, ¿era tu novio cuando tú y yo nos acostamos?
- Por supuesto que no. No puedo creer que me preguntes algo así. Y de todos modos, no puedes conocerlo porque se ha marchado. Tenía que volver a la ciudad por el trabajo.
- Un viaje relámpago.
- Por lo menos ha venido -respondió ella. Respiró profundamente y percibió el olor del aire de la mañana. De repente, se le llenaron los ojos de lágrimas, y bajó la cabeza para que Zach no lo viera.
- Eh -dijo él-, no quería disgustarte.
- No me has disgustado.
- Entonces, ¿qué te pasa?
«¿Qué te pasa?» Una pregunta muy sencilla. Nadie se la formulaba nunca, porque ella siempre estaba vigilante y decidida a demostrarle al mundo que no le ocurría nada malo. Jamás. Aquella mañana, sin embargo, se sentía vulnerable y un poco perdida. Y Zach, demonios, Zach era capaz de verlo con total facilidad.
- Orlando está enfadado porque yo me haya venido aquí -soltó de repente, empujada por la necesidad de confesarse-. Le preocupa que haya tirado por la borda mi carrera profesional.
- Espera un momento… ¿Orlando? ¿Tu novio se llama Orlando? Tu madre no me lo había contado -dijo él, conteniendo la risa.
- No me tomes el pelo, Zach.
- De acuerdo, en este momento no, pero después me burlaré de su nombre.
- Escucha, por muchas bromas que hagas, no vas a conseguir que deje de preocuparme por mi madre.
- Pero si me has dicho que estabas preocupada por Orlando y por tu trabajo.
- Porque puede que tenga razón -respondió ella-. Tal vez, quedarme aquí no es lo mejor que puedo hacer por mi madre. ¿Y si se ve envuelta en la guerra de la campaña electoral? Algunas veces me da la sensación de que no la estoy ayudando nada, sino estorbando.
- No pienses que no la estás ayudando. El hecho de que estés aquí es lo más importante.
Ella lo miró boquiabierta, porque en cuanto él hubo pronunciado aquellas palabras, se sintió más calmada. ¿De dónde se sacaba Zach aquellas muestras de sabiduría? ¿Y por qué sabía que ella las necesitaba?
Porque eran amigos. Porque siempre lo habían sido. Y ella había sido una idiota al poner en peligro aquella amistad la noche de la boda de Daisy.
- Gracias, Zach. Sé que últimamente, las cosas han sido un poco raras entre nosotros, pero de verdad, muchas gracias por decir eso.
- De nada. Y, para que lo sepas, a mí no me resultan raras las cosas entre nosotros.
«Pero a mí sí», pensó Sonnet. Sin embargo, no lo dijo, porque claramente, era solo su problema.
- Bueno, será mejor que me prepare para ir al hospital con mi madre. Cuando esté preparada para el tratamiento, yo iré al set.
- No te preocupes por eso.
- Es mi trabajo. Mi nuevo trabajo. Tengo que preocuparme por él.
- Bueno, pues entonces preocúpate. Pero que no se te olvide el verdadero motivo por el que estás aquí.
Aquel era el Zach al que ella echaba de menos, y al que lamentaba haber perdido debido a su noche de locura. Tal vez, solo tal vez, pudieran volver a ser amigos. Lo necesitaba mucho. Era lo que más necesitaba en aquel momento.
- No se me olvidará. Y… eh… gracias por recordármelo.
- De verdad, no necesito que vengas -le dijo su madre más tarde, mientras se preparaba un té en la cocina-. Es muy amable por tu parte, pero Greg y yo nos las arreglaremos perfectamente.
Sonnet miró a Greg.
- Te has puesto la camisa al revés.
- ¿Eh? Ah… sí, es verdad.
Greg dejó sus cereales en la mesa y salió de la cocina mientras iba quitándose el jersey.
Sonnet miró significativamente a su madre, como diciéndole: «A las pruebas me remito».
Nina sonrió, pero su sonrisa se hizo temblorosa, y se alejó para mirar por la ventana.
- Detesto lo que está pasando -dijo-. Detesto lo que les está haciendo a las personas a la que quiero.
Sonnet la tomó de la mano y se la apretó con fuerza para consolarla.
- Supongo que es normal que lo detestes, mamá. Y eso nos servirá de motivación para superarlo todo, ¿a que sí?
Su madre asintió.
- Bien pensado. ¿Cuándo te has vuelto tan lista?
- Es que me parezco a mi madre.
Siguieron desayunando, y al cabo de unos instantes, Sonnet le hizo por fin una pregunta que había estado
inquietándola toda la mañana.
- Antes te he visto con Zach.
- Ah, sí. Ha venido a desearme suerte para hoy.
- ¿Hay algo que no me estás contando, mamá?
- No, nada -respondió Nina. Después, tal vez por décima vez, revisó el contenido de la bolsa que iba a llevarse al hospital-. Me pregunto si llevo suficientes libros para leer.
- ¿Alguna vez te has leído cuatro libros en un día? - dijo Sonnet, dejando aparte el tema de Zach por el momento.
- Llevo varios libros por si alguno no me gusta.
Sonnet detectó un brillo de pánico en los ojos de su madre.
- Vamos a practicar un poco las respiraciones.
- Sé respirar.
- Mamá.
Nina suspiró.
- Eres muy obcecada.
- Vamos, mamá.
Sonnet se llevó a su madre al salón y le entregó un libro.
- Aquí tienes.
- ¿The Secret Art of Dr. Seuss? ¿Para qué es?
- No es para leer. Anda, hazme caso. Tenemos que tumbarnos en el suelo.
- Pero…
- Vamos, hazme caso -repitió Sonnet, y las dos se tendieron en el suelo, una al lado de la otra-. Ponte el libro sobre el estómago, así -le dijo a su madre, y tomó otro libro de la mesa de centro para explicarse-. Ahora toma aire, y deja que el estómago levante el libro todo lo que puedas mientras cuentas hasta cinco.
- Es más difícil de lo que parece.
- Por eso vamos a practicar.
Nina lo intentó, y Sonnet respiró con ella. Después de cinco segundos, vaciaron los pulmones mientras contaban hasta cinco nuevamente. Sonnet no cedió hasta que hubieron repetido varias veces el ejercicio.
Greg entró en el salón con la camisa bien puesta.
- Estáis en el suelo con un libro en el estómago -dijo.
Nina lo miró y, al verle la cara, se echó a reír.
- Mi hija me está dando unas pautas de respiración -le explicó. Apartó el libro y se puso en pie.
- A mí me parece que tu madre siempre ha sabido respirar bien -le dijo Greg a Sonnet.
- ¿Sabías -le preguntó ella- que la mayoría de la gente no sabe respirar bien? Los únicos que respiran bien son los bebés. Se llenan los pulmones hasta que llegan al estómago. Sin embargo, la mayoría de los adultos han olvidado cómo se hace correctamente. Respiramos con la parte superior del pecho y no usamos toda la capacidad pulmonar.
- Está bien saberlo -dijo Greg-. Cuando nazca el bebé, me fijaré en eso.
«Cuando nazca el bebé». Sonnet sintió agradecimiento por el hecho de que Greg se centrara en el objetivo definitivo, porque en aquel momento, ella no podía pensar en otra cosa que en el hecho de que fueran a llenar de toxinas a su madre. Se ocupó llevándolo todo al coche, una almohada extra y una manta. Un saquito de lavanda, cuya fragancia era supuestamente relajante. Una nevera llena de bebidas, aperitivos y bolsas de gel para los dedos, que iban a resultar dañados por la quimioterapia. Le había metido música en el iPod, la música que le gustaba oír a su madre.
Fueron por separado al hospital, y se reunieron en el aparcamiento. Desde allí se dirigieron a la unidad oncológica.
A Nina le hicieron análisis de sangre, y después, prepararon los medicamentos. La habitación de la quimioterapia estaba dotada de sillones cómodos para los pacientes, televisión y montones de revistas. Nina estaba un poco nerviosa. Miraba alternativamente a Greg, a Sonnet y el montón de tubos y bolsas que la rodeaban. Las enfermeras llevaban guantes para protegerse de la elevada toxicidad de las medicinas. Los médicos les habían asegurado que la placenta filtraría los elementos tóxicos e impediría que el veneno llegara hasta el bebé. De todos modos, Sonnet tenía náuseas, aunque no iba a permitir que se le notara.
- Parece que tienes ganas de vomitar -le dijo Nina cuando se sentó en uno de los sillones.
Pillada. Nadie la conocía tan bien como su madre.
- Me imagino cómo debes de sentirte tú.
- Me estoy concentrando en la idea de que esto me va a curar.
- Buen consejo para todos nosotros -dijo Greg.
- Estoy impaciente por comenzar. Las náuseas llegarán después, seguro.
- Nosotros estaremos a tu lado para apoyarte -le aseguró Sonnet-. Te lo prometo.
Nina miró el reloj.
- Deberías marcharte. Luego te necesitaré más, ¿de acuerdo?
Greg asintió.
- Nos vemos en casa.
Había otros pacientes acomodándose en la sala. Algunos estaban leyendo, otros charlaban entre sí, y una mujer estaba tejiendo una bufanda roja. Sonnet no quería marcharse. Se detuvo en la puerta y paseó la mirada por la sala de quimioterapia. La luz matinal inundaba que entraba por la ventana inundaba el espacio, y lo envolvía todo en un brillo irreal. El sillón de su madre parecía un trono, y los tubos, bolsas, goteros y soportes formaban una estructura extraña a su alrededor. Su madre parecía una criatura frágil y mágica que podía romperse fácilmente.
- De acuerdo -dijo Sonnet, haciendo un esfuerzo para que no le temblara la voz-. Nos vemos esta noche.