Capítulo Siete

SONNET temía encontrarse con Zach ahora que estaba en Avalon, pero no esperaba encontrárselo tan pronto. A primera hora de la mañana, antes de haber podido ponerse las lentillas, lavarse los dientes o recogerse el pelo. Y antes, Dios Santo, de haberse podido quitar la mascarilla facial mentolada que había encontrado en el baño de invitados. Al oír a alguien en la cocina, había pensado que eran Greg o Max.

- Hola -dijo, mientras se colocaba bien la horquilla que mantenía el pelo alejado de la mascarilla-. Me gustaría que me enseñaras a utilizar la máquina de café. Lo he intentado, pero no lo he conseguido. Las capsulitas son… Oh, Dios.

Se quedó allí helada, en la cocina de su madre, mirando toda la gloriosa estatura de Zach Alger.

- Lo siento, pero no puedo ayudarte con la cafetera - respondió él como si nada, como si se hubieran visto la semana anterior. Como si no se hubieran liado tontamente la noche de la boda de Daisy.

Él se quedó mirándola también, durante un momento. Durante dos momentos. Después no pudo contenerse más, y estalló en carcajadas.

- Lo siento, pero das miedo.

Sonnet intentó mostrar dignidad y se agarró las solapas de la bata.

- Pero bueno, ¿por qué no has llamado a la puerta? Es lo que hay que hacer antes de entrar en casa de los demás.

- Yo siempre he tenido el privilegio de entrar como si fuera mi casa -dijo él, y sus carcajadas se convirtieron en risitas.

Ella tuvo ganas de darle una torta. ¿Acaso nunca iba a madurar?

- Ya lo sé, pero eso era… -antes, pensó Sonnet-. Deberías respetar la intimidad de la gente.

- Ah, así que ahora tú no eres más que «gente». Ya entiendo.

Ella suspiró.

- Siéntate, Zach. Permíteme que… Tengo que cambiarme. Ahora mismo vuelvo.

- No tardes todo el día.

- Tardaré lo que me apetezca.

- Sigues tan encantadora como siempre -comentó él, y consiguió que ella se sintiera ridícula.

Sonnet salió de la cocina. En cuanto estuvo fuera de la vista de Zach, echó a correr por las escaleras hacia su habitación. Zach había ido a verla. Zach, con quien se suponía que ella había terminado. Al final de aquella noche de locura que habían pasado juntos, ella le dijo que habían cometido un gran error. Y durante el largo silencio posterior, llegó a la conclusión de que la amistad había seguido su curso. Ya no eran niños, y los dos tenían que avanzar en la vida, pero en diferentes direcciones.

Mientras estaba delante del lavabo, frotándose la cara, se le pasaron por la mente varias escenas de su infancia. Zach nunca había tenido que llamar a la puerta. Era de la familia, tal y como decía a menudo su madre. De niña, Sonnet no se había dado cuenta de lo difícil que era la vida familiar de Zach. Casi no se acordaba de su madre, aunque sí recordaba lo que ocurrió cuando Zach supo que la señora Alger se había marchado y no iba a volver. Se construyó un fuerte en el bosque, al borde de Blanchard Park, y se quedó allí escondido hasta que alguien se dio cuenta de que había desaparecido.

Entonces fue cuando intervino la madre de Sonnet, y lo acogió en la familia. Zach podía venir a casa en cualquier momento; a las horas de las comidas, a dormir, antes del colegio, después del colegio. Sonnet y él se convirtieron en compañeros constantes, como si fueran hermanos.

El problema era que habían crecido y se habían separado, y para Sonnet, él ya no era como un hermano. La noche de la boda de Daisy solo había podido verlo como un adulto misterioso y demasiado… sexy.

- No, no es sexy -se dijo a sí misma, mirándose al espejo, donde su imagen se había convertido en algo que daba menos miedo. Se hizo una coleta y se puso unos pantalones vaqueros, una camiseta con el eslogan «Vota a Jeffries para el Senado» y unas sandalias, y bajó las escaleras.

Se le ocurrió pensar que nunca se hubiera vestido así para estar con Orlando. Él le daba mucha importancia al aspecto, incluso dentro de casa. Los vaqueros eran aceptables, pero solo si iban conjuntados con una blusa de seda y unos zapatos de tacón. Sonnet entendía que él considerara que la apariencia de una persona tenía importancia.

Sin embargo, aquel asunto no tenía importancia con Zach Alger. Si él tenía algún problema con el hecho de que se hubiera vestido como una dejada, era cosa suya.

En realidad, ella sabía que a él no le importaba cómo se vistiera ella, del mismo modo que a ella no le importaba como se hubiera vestido él. Tenía que admitir que, al verlo con esmoquin en la boda de Daisy, no había podido quitarle los ojos de encima, pero normalmente no se fijaba en la ropa que él llevaba. Él era solo… Zach. Siempre había sido Zach. Ojalá pudiera dejar atrás aquel encuentro sexual y recuperar su amistad, pero no sabía cómo podía hacerlo.

Él se había servido un refresco y estaba junto a la puerta de la cocina.

- Vamos a sacar un bote -le dijo a Sonnet.

La última vez que habían estado juntos en un barco… Se los imaginó remando, relajadamente, en aquella mañana de sábado, con el lago brillando bajo el sol. Era uno de aquellos días en que el agua estaba tan calma que hacía que las voces reverberaran, como si fueran las únicas personas del mundo.

- Se me ha ocurrido una idea mucho mejor. No vamos a sacar ningún bote.

- Esa idea no es mejor. Vamos.

Sin esperar a que ella respondiera, él salió por la puerta y comenzó a caminar por el césped, hacia la orilla. Había unos cuantos huéspedes del hotel que estaban paseando por el jardín, o sentados en hamacas, leyendo, disfrutando del sol o mirando jugar a sus hijos. La gente acudía allí de todas partes; para algunos, eran las vacaciones soñadas. Por su parte, Sonnet recordaba que, mientras crecía allí, solo podía pensar en marcharse.

Sin embargo, se sentía orgullosa de lo que su madre y Greg habían creado a orillas del lago. Era un oasis de tranquilidad y belleza, y la gente volvía año tras año. El hotel era un edificio del siglo XIX, con un mirador rodeado de jardines diseñados con maestría por Greg, que era paisajista. Al borde de la finca había un cobertizo para botes con un embarcadero. La parte superior de la construcción contaba con habitaciones privadas para los huéspedes, que se usaban como suite nupcial cuando se celebraba una boda en el hotel, cosa que sucedía la mayoría de los fines de semana del verano. Las barcas de remos, las canoas y los kayaks, que estaban a disposición de los huéspedes, estaban amarrados a lo largo del embarcadero, y dentro del cobertizo de los barcos había una lancha antigua restaurada, muy parecida a la que habían usado de manera tan ilícita Zach y ella, después de la boda de Daisy.

Sonnet se quitó de la cabeza aquellos recuerdos e intentó mantener el ritmo de las zancadas largas y desgarbadas de Zach.

- No puedo dejar de pensar en aquella noche -dijo él, de repente, como si le hubiera leído la mente.

- Yo nunca pienso en ella.

- Mentirosa. Estoy seguro de que piensas en ella tanto como yo.

- Mira, si me has traído aquí para hablar de eso, estás perdiendo el tiempo, y me lo estás haciendo perder a mí. ¿Por eso me enviaste ese mensaje?

- ¿El mensaje al que tú no respondiste? -preguntó él sin miramientos-. No. Eso fue solo… que me equivoqué de número.

- Sí, claro -dijo Sonnet. No podía evitarlo, pero se sentía bien con él. No tenía que actuar de una determinada manera, ni vestirse de cierto modo. Solo tenía que ser ella misma. Y eso era, precisamente, lo que habían destruido con su estupidez la noche de la boda-. Los dos estamos de acuerdo en que no deberíamos haber…

- ¿Que no deberíamos haber hecho qué? ¿Provocarnos orgasmo tras orgasmo? ¿Una y otra vez?

- Se acabó -dijo ella, girando sobre sí misma-. Me voy.

Él la tomó del brazo. Solo aquel roce, aquella presión inesperada, le produjo una sensación demasiado buena a Sonnet, y se apartó de él.

- Zach…

- Espera un segundo. Lo siento, Sonnet. No he venido a recordarte eso. Podemos hablar de ello en otro momento.

- No, no podemos. Yo no quiero hablar más de eso.

- Sube al bote -le dijo Zach. Le lanzó un chaleco salvavidas y le tendió la mano.

En su tono de voz había algo, o tal vez en su expresión, que la convenció. Lo conocía muy bien, y conocía la intensidad que le transmitían sus ojos azules. Sin decir una palabra más, subió al bote y se sentó. Entonces, él tomó los remos. Sin querer, Sonnet se quedó mirando los músculos de sus brazos, y el movimiento fluido de sus hombros mientras él remaba para alejarse de la orilla.

- ¿Adónde vas? -le preguntó.

- Lejos. Me resulta más fácil hablar cuando tengo algo que hacer con las manos.

- Hablar. Quieres hablar.

- No es lo que piensas. Quiero hablar sobre tu madre.

Aquello era lo último que se esperaba Sonnet.

- ¿Qué pasa con mi madre?

- Ella es el motivo por el que has vuelto.

- Claro que sí. De hecho, tenía pensado irme con ella después de que volviera del médico, así que espero que no tardes mucho.

- Y vas a quedarte durante el fin de semana.

- No es asunto tuyo, pero sí.

- Tu madre me ha contado que te han concedido una beca muy importante, y que te vas al extranjero.

- Tampoco es asunto tuyo -respondió Sonnet, y pensó: «Gracias, mamá»-. Pero sí, es cierto.

- Hay una cosa que tu madre no te ha dicho. Es una cosa que tienes que saber.

- Y tú vas a ser el que me lo diga.

- Ojalá no tuviera que ser yo, pero si yo estuviera en tu lugar, querría que tú fueras sincera conmigo. La verdad es la verdad. Tu madre está enferma, Sonnet.

- Está embarazada, Zach. Que yo sepa, eso no es estar enferma.

- No, no. Lo digo en serio -dijo él, que dejó de remar y soltó los remos. Después, sin dejar de mirarla, siguió hablando-: Nina tiene cáncer. Me lo ha dicho esta mañana.

Mientras Sonnet observaba atentamente la expresión de Zach, sintió un escalofrío, y notó una punzada de dolor en el estómago. Él nunca jamás le había mentido, ni sería capaz de hacer una broma de tan mal gusto.

- Oh, Dios mío -dijo.

El agua chapoteaba suavemente contra el casco del bote.

- ¿Zach?

- Mierda. Daría cualquier cosa por no estar teniendo esta conversación. Le dije a Nina que tenía que contártelo, pero ella se negó.

- ¿Cáncer? Oh, Dios mío, Zach. ¿Mi madre tiene cáncer?

Aquella era una de sus peores pesadillas.

- No quiero traicionar su confianza, pero sé unas cuantas cosas. Las sé por lo que le ocurrió a mi propia madre. A mí me ocultaron su enfermedad cuando era pequeño, y estuvo mal. Sé que lo hicieron para protegerme, pero lo único que consiguieron fue que me hundiera por completo cuando por fin me enteré. Tú eres su hija. Aunque ella piense lo contrario, tú tienes que saberlo. Y tienes que saberlo ahora, no cuando te hayas ido al extranjero.

- ¿En qué está pensando? -preguntó Sonnet desesperadamente-. ¿Qué es lo que está pensando?

- No quería decírtelo porque no quiere que cambies de planes por ella.

Sonnet comenzó a temblar.

- Mi madre tiene cáncer -susurró.

- Lo siento -dijo Zach en voz baja, sin dejar de mirarla-. Lo siento muchísimo. Ella dijo que no quería preocuparte…

- Mi madre está embarazada, y tiene cáncer, ¿y se supone que no debo preocuparme? ¿Y cómo se puede saber que va a curarse?

Él no respondió. Ella vio que su mirada se oscurecía, y que apartaba la vista, como si hubiera pasado una sombra por encima de él. Entonces, ella recordó algo que casi había olvidado por completo. Zach, que no era más que un niño, estaba solo en la calle de entrada a casa de su padre, haciendo botar una pelota contra la puerta del garaje, una y otra vez, rítmicamente.

Sonnet había ido a verlo en bicicleta. Era una tarde de otoño, y las hojas de los arces de la ciudad tenían los colores del fuego. Agitadas por el viento, producían un sonido seco, y en él se intercalaban los botes de la pelota de Zach.

- ¿Quieres que vayamos a pasear por las Meerskill Falls? -le había preguntado.

Era una de sus actividades favoritas, subir hasta las cataratas en bicicleta, hasta el puente desde el que, según una leyenda del pueblo, dos amantes habían saltado hacia su muerte casi un siglo antes.

- No -dijo él. El sol hacía brillar su pelo.

- Vamos. Mañana no hay colegio, y no tenemos que hacer deberes -dijo ella. Lo sabía porque estaban en la misma clase del sexto curso, la de la señorita Borden.

- No puedo.

- ¿Por qué no puedes?

- Porque tengo que ir a Seattle.

- ¿A Seattle? Allí es donde vive tu madre, ¿no?

- Allí es donde ha muerto mi madre -dijo él.

Sonnet dejó caer la bicicleta, y sus libros de la biblioteca se esparcieron por el suelo.

- Oh, Zach. Eso es muy triste. Es lo más triste del mundo.

Zach no dijo nada. Continuó botando la pelota.

- Es muy malo, sí -dijo.

Sonnet casi no recordaba a su madre. Era una mujer muy rubia, como Zach, callada, difícil de conocer. Zach la adoraba, y se quedó destrozado cuando ella se fue de casa. Y ahora…

- ¿Qué puedo hacer, Zach? -le preguntó con desesperación.

Él no respondió. El dolor se reflejó en sus ojos azules.

- Ojalá fuera maga -dijo ella-, y pudiera conseguir que esto no hubiera sucedido.

Sin embargo, nadie podía evitarlo. Algunas veces, no había forma de parar una enfermedad.

Sonnet se dio cuenta de que los recuerdos de aquel día se habían convertido en una nueva pesadilla, en la que la víctima era su propia madre.

- Zach, ¿qué voy a hacer?

- Los únicos que pueden curarla son los médicos -dijo él, con dureza-. Tú no puedes hacer nada. Solo estar ahí, a su lado.

- No estoy muy segura de si voy a saber hacer eso. ¿Cómo voy a apoyarla?

- Ya se te ocurrirá. Tú siempre sabes lo que hay que hacer.

- Nunca he tenido que pensar en lo que puedo hacer cuando mi madre está embarazada y tiene cáncer -dijo ella, y sus propias palabras la mataron-. Dios… Oh, Dios mío… Si la pierdo… Zach, no sé si voy a poder enfrentarme a esa tristeza. No sé si podría superar algo así… -se le quebró la voz, y se echó a llorar.

- Eh… -Zach dejó los remos, se levantó y se sentó junto a ella. Entonces la abrazó, y ella se desmoronó contra él, a causa del miedo y del dolor-. Eh, lo siento muchísimo. Muchísimo.

Zach le murmuró cosas, pero ella no lo oyó. Sonnet solo sabía que, en aquel momento, su pecho era como una pared fuerte en la que apoyarse, y que tenía un olor increíble a aire fresco del lago, y que su voz, mientras decía palabras que no podían consolarla, era tan triste y tan trágica como una canción de la radio.

- ¿Que te lo ha dicho Zach? -preguntó su madre.

A Nina se le cayó al suelo la cuchara de madera con la que había estado removiendo la salsa. Era la deliciosa salsa de tomate que se preparaba en la familia Romano desde el principio de los tiempos. El aroma de los tomates cocinados a fuego lento y de las especias trasladó a Sonnet a los días de la infancia, cuando iban los domingos a comer a casa de su abuela. Allí se reunían con tías, tíos y primos, y todo era caótico, lleno de risas y de charla. Llevaba años sin pensar en aquellos días. Siempre había tenido ganas de marcharse de Avalon, de encontrar su camino en un mundo que estuviera lejos de aquel pueblecito…

En aquel momento en que estaba con su madre en la cocina, lamentó no haberles dado más importancia a aquellas vivencias, no haberlas atesorado de una manera más consciente. Ojalá hubiera escuchado los cuentos de su abuelo con más atención, o hubiera observado cómo hacía su abuela aquella salsa de tomate. Ojalá hubiera acumulado todos aquellos recuerdos en una parte especial de su corazón, en vez de haberlos dejado fluir hacia el pasado sin preocuparse demasiado por ellos.

- Sí -le dijo a su madre, con un nudo de miedo en la garganta-. Me ha dicho que tienes cáncer.

Nina se agarró al borde de la encimera.

- No debería haberte dicho nada. No es su historia y no debería contarlo.

- Seguro que él está de acuerdo contigo. ¿Por qué lo has cargado con esto?

- No creía que fuera una carga…

- Debería ser mi carga -dijo Sonnet-. Él no quería ser el que tuviera que contármelo, pero sabía que tenía que hacerlo. Dios mío, mamá, ¿cómo has podido ocultarme algo así?

- No quería que te preocuparas por mí.

- ¿Que no me preocupara por ti? ¿Acaso creías que podías ocultarme un diagnóstico así?

- No es cuestión de ocultar nada. Solo estoy intentando controlar… el flujo de la información.

- ¿Y qué derecho tienes a hacer eso? -preguntó Sonnet. Se sentía de nuevo como una adolescente, gritándole a su madre-. Eres mi madre, y si ocurre algo así, tengo que enterarme.

- Está bien, está bien. ¿Quieres oír los detalles escabrosos? Me he convertido en una enciclopedia andante. Me encontré un bulto. Así que, cuando fui a la consulta de la ginecóloga para la revisión de las doce semanas, le pedí que lo examinara. Ah, su cara, Sonnet. Creo que se dio cuenta en cuanto lo palpó. Me hicieron una ecografía, y le pusieron nombre al bulto: es una masa lobulada de tres centímetros. Así que me hicieron una biopsia, algo que no le desearía ni a mi peor enemigo. Te enganchan a una máquina de mamografía y te ponen anestesia local con una aguja espantosa. Eso fue lo peor de todo. Después de la anestesia, te clavan una aguja de biopsia, que es todavía peor. Nunca olvidaré el sonido que hace… Es un clic muy fuerte.

Sonnet se estremeció.

- Mamá, es horrible. ¿Por qué no me llamaste?

- Ocurrió todo muy deprisa. Greg ha sido mi apoyo. Todavía lo es.

- Ya lo sé, pero yo soy tu hija. Bueno, ¿y después de la biopsia?

- Me hicieron un escáner, una resonancia magnética… Considérate informada. Y deja de preocuparte. Me voy a curar.

- Y yo voy a estar contigo.

Nina se agachó para recoger la cuchara de madera.

- Sonnet, en tu vida están ocurriendo cosas fantásticas. No quiero que te pierdas ni un momento.

- ¿Y esto? -preguntó ella, entre la ira y el terror-. ¿Qué te parece si me dejas ser tu hija y me cuentas las cosas que te pasan?

- No, porque te conozco. Sabía que ibas asustarte, y no quiero que dejes tu vida suspendida para ser una buena hija.

- Por si tenías alguna duda de ello, ya he tomado esa decisión.

Sonnet tuvo una sensación de angustia horrible al saber que sus planes de futuro estaban a punto de desvanecerse.

La beca era una oportunidad única en la vida. A nadie le daban una segunda oportunidad; las cosas no funcionaban así.

- No voy a aceptar la beca, ni me voy a ir al extranjero. Me voy a quedar contigo hasta que te cures. No me voy a apartar de ti, mamá.

- Te quiero mucho, hija, por todo esto, pero no es lo que necesito de ti. Necesito que hagas realidad tus sueños, no que te quedes aquí retorciéndote las manos de preocupación por mí.

- ¿Es que crees que mis sueños me importan más que tu vida, mamá?

- Ah, hija -dijo Nina, mientras se secaba las manos en un trapo-. No, no pienso eso. Pero tampoco creo que nos vaya a servir de nada a ninguna de las dos que alteres tu plan por esto.

- Es mi vida. Soy yo la que tiene que decidir eso.

- Te has dejado la piel para conseguir esta beca. No quiero que renuncies a ella por mí.

- Está bien. Entonces renunciaré a ella por mí misma. No voy a hacer nada bueno por el mundo si estoy en un país extranjero enferma de preocupación por mi madre.

- No tienes por qué preocuparte. Estoy en manos de un equipo médico muy bueno, y hay un tratamiento…

Sonnet tragó saliva. Un tratamiento.

- La quimioterapia… -no sabía cómo preguntarlo, pero tenía que hacerlo-. La quimio… ¿No afectará al bebé?

«¿Vas a perder el bebé?».

- No -respondió Nina rápidamente, con vehemencia-. Es lo primero que pregunté. Este hijo es mío y de Greg. Es tu hermano. No puedo pensar en otra cosa que en protegerlo y quererlo. El cáncer puede tratarse sin perjudicar al niño. Hay un tipo de quimioterapia que no traspasará la placenta. Lo único que sucede es que no podré recibir radioterapia hasta después del parto.

- Pero, ¿la radioterapia no sería lo más efectivo contra el cáncer?

- Eso no es una opción -dijo Nina con firmeza.

Durante un segundo, Sonnet sintió un fuerte rechazo por el bebé, aquel extraño que impedía que su madre se sometiera al mejor tratamiento disponible. «Tranquila», se dijo. «Cálmate. Los padres arriesgan la vida por sus hijos todo el tiempo. Forma parte de la paternidad».

- Entonces, ¿cuál es el plan?

Nina se giró hacia el fregadero y miró por la ventana, que enmarcaba una maravillosa vista del lago Willow.

- Voy a empezar la quimioterapia antes de la operación.

- La operación -dijo Sonnet, y tragó saliva-. ¿Te refieres a…

- Una mastectomía, sí. Al principio no podía decirlo en

voz alta, pero ahora me estoy acostumbrando. Después… ya veremos.

- Oh, mamá.

Una mastectomía. Aquello significaba que su cuerpo iba a cambiar para siempre. Sonnet se acercó a su madre y la abrazó.

- Lo siento muchísimo. Dime lo que puedo hacer.

- Puedes continuar con tu vida y dejarnos a Greg y a mí, y a los médicos, que nos encarguemos de esto.

- Ya te he dicho que me voy a quedar contigo hasta que haya pasado todo esto.

- ¿Y qué va a decir tu padre? Él sabe lo que cuesta llegar donde tú estás. ¿Qué pensará cuando lo eches todo a perder?

- Lo entenderá.

- ¿De veras? ¿Estás segura?

A Sonnet se le encogió el estómago. No. Su padre creía que el deber estaba por encima de los asuntos personales. Había construido su vida alrededor de su servicio a la nación, y a veces, su familia quedaba en segundo plano debido a ello. Se encogió por dentro, al imaginarse cómo iba a reaccionar al enterarse de que renunciaba a la beca porque su madre estaba enferma.

- No puedo preocuparme de lo que diga o haga mi padre -dijo con firmeza-. Me quedo contigo, mamá. Ya

pensaré en lo demás cuando estés mejor.

- Ay, Sonnet. Ya eres muy buena hija para mí. Hazme un favor, y no tomes esta decisión sin pensarlo un poco más.

- Ya es demasiado tarde. Mamá…

- No, escucha. Un diagnóstico de cáncer no significa lo mismo ahora que hace unos años…

Sonnet quería creerlo, pero no podía dejar de pensar en Zia Antonia, su tía favorita de Albany. Y tampoco dejaba de pensar en la madre de Zach. Se acercó a su madre y le preguntó:

- Entonces, ¿qué significa?

Nina respiró profundamente. Sonnet la observó con atención, aunque no quería fijarse en que tenía las mejillas demacradas, ni en sus ojeras de fatiga. Su madre bajó el fuego del tomate y le dijo:

- Hay que dejarlo a fuego lento una hora, más o menos. Ven conmigo a la galería. Allí he empezado un pequeño proyecto…

- Pero, mamá, si casi no hemos hablado de lo que va a pasar. Tengo muchas preguntas…

- Ya me preguntarás lo que necesites. Claro que sí. Pero cuando me dieron la noticia, me prometí a mí misma que no tengo por qué ser una enferma de cáncer todo el tiempo. Tengo que ser yo misma, poder disfrutar de la normalidad. ¿Me entiendes?

Sonnet asintió.

- Por supuesto. Vamos a echarle un vistazo a tu proyecto.

La galería estaba inundada de luz. Era una de aquellas estancias de la casa que se había convertido en almacén de cajas, paquetes y piezas de mobiliario que no tenían otro lugar al que ir.

- Déjame que lo adivine -dijo Sonnet-: La habitación del bebé.

- Eso era lo que estábamos pensando Greg y yo. Entre los Bellamy y los Romano, tenemos cosas más que suficientes para el niño, así que lo único que hay que hacer es organizarlo todo. Pero hay un problema, y es que no sé por dónde empezar -dijo.

Aquel montón de cajas resultaba un poco intimidante. Algunas tenían etiquetas, otras no. Había muebles colocados contra la pared, una cómoda, las piezas de una cuna, mesillas de noche y lámparas. Olía a sol, a polvo y a falta de uso.

- Una mujer muy sabia me dijo una vez que fuera paso a paso -le recordó Sonnet-. Ah, claro. Era mi madre.

- Dios, qué fastidiosa era, ¿no?

- Solo porque normalmente tenías razón.

- No seas tan agradable conmigo solo porque tengo cáncer.

Sonnet odiaba oír aquellas palabras. Las odiaba con todas sus fuerzas. Sin embargo, eso fortaleció su decisión de mantener una actitud positiva.

- ¿Y qué te parece si soy agradable contigo solo porque eres mi madre y eres increíble?

Abrió la primera caja, y bajo un papel encontró una colección de ropa y mantas de bebé. Había una camisita que tenía ballenas nadando en la pechera, un par de patucos tejidos a mano, mantas de punto, juguetitos y mordedores.

- Todo esto era tuyo -dijo su madre, con los ojos empañados-. Vaya, hacía siglos que no veía estas cosas - añadió, y le mostró un trajecito amarillo con un búho-. Mira qué pequeña eras.

- Y ahora vas a repetirlo todo -dijo Sonnet-. Es muy emocionante, mamá. Es fantástico.

- Es una bendición, Sonnet. Un regalo que no puedo describirte. Estoy muy emocionada.

Sonnet intentó imaginarse cómo era el hecho de estar embarazada y tener cáncer a la vez. Lo único que consiguió fue sentir una punzada de angustia en el estómago.

- Bueno, ¿y qué vas a hacer con todas estas cosas? -le preguntó a su madre-. ¿Lo vas a guardar, o lo vas a utilizar con el bebé?

- Bueno, como es un niño, algunas de estas cosas no sirven, pero sí me gustaría utilizar la mayoría. A menos que tú quieras guardarlo para tus bebés.

Sonnet puso los ojos en blanco.

- Yo ni siquiera pienso en eso.

- Pero algún día lo pensarás.

- Tal vez -dijo Sonnet. «Algún día» era algo que le sonaba tan distante como un sueño-. No guardes nada, mamá. Usa todo lo que quieras. Creo que es maravilloso que puedas hacerlo.

- Muy bien. Entonces voy a hacer dos montones. Después podemos… Oh, Sonnet, mira -dijo, y sacó un vestido blanco con bordados. La tela era muy fina, preciosa-. Es tu faldón del bautizo. Te lo pusimos para bautizarte en la Iglesia de Santa María. Qué día tan maravilloso.

Su mirada se enterneció al observar aquel delicado trajecito, y acarició los bordados con el dedo. Nina había sido madre soltera, pero tenía una familia muy grande que la había apoyado y que, seguramente, se había reunido para el bautizo de su hija.

- Eras muy joven -dijo Sonnet en voz baja-. ¿Entendías cómo iba a cambiar tu vida?

- No tenía ni idea. ¿Qué niña de esa edad sabe algo de eso? Yo me convertí en la chica a la que ponían de ejemplo sobre lo que no se debe hacer, la chica sobre la que siempre estaban cuchicheando, ¿sabes? Me convertí en una cualquiera para la gente de este pueblo.

- Ah, mamá, eso me hace sufrir.

- No sufras por mí. Tengo la bendición de pertenecer a una gran familia que me apoyó y me quiso, pese a todo. Y al final, tuve la mejor recompensa: tú.

- Sí, pero detesto que tuvieras que pasar por todo eso.

- Yo no me acuerdo de haber detestado nada. Tu padre era cadete de West Point cuando nos conocimos en el Club de Campo de Avalon. Los cadetes eran algo como una fruta prohibida, porque no podían casarse mientras estaban en West Point. No había nada que detestar, solo una noche preciosa, un chico muy guapo que… bueno, sin entrar en demasiados detalles…

- Gracias -dijo Sonnet con ironía.

- Quiero que sepas que tú no fuiste un error, sino una bendición. Seguro que tu padre te ve de la misma manera.

- No estoy muy segura de cómo me ve -confesó Sonnet.

- Es una persona muy responsable. El único motivo por el que no le dije que estaba embarazada fue que se habría empeñado en asumir sus responsabilidades con respecto a ti, y habría tenido que retirarse de su carrera militar.

- ¿Y nunca te ha reprochado que le privaras de la oportunidad de elegir?

- Sí, pero al final, creo que se sintió aliviado por no tener que hacer una elección tan difícil.

- Así que esperaste para decírselo hasta que él terminó

en West Point y recibió su destino.

- Sí, y a partir de aquel momento, me envió la mensualidad de tu manutención como un reloj. No creo que su oponente en la campaña electoral vaya a poder hacer sangre de nada de esto -dijo Nina-. Yo solo era una niña. Hoy día, estaría en un programa de la MTV.

- Gracias a Dios que no fue así -dijo Sonnet con un escalofrío.

Aunque le agradecía mucho a su madre que siempre fuera tan sincera con su concepción y su nacimiento, también se alegraba de que hubiera protegido su privacidad. Esperaba que la campaña de su padre no pusiera en peligro esa barrera.

- Tuviste que renunciar a muchas cosas por mí - añadió.

- El hecho de ser tu madre me ha dado muchas más cosas que las que tuve que sacrificar.

- Oh, mamá, muchas gracias -dijo Sonnet, y le dio otro abrazo-. Y gracias por no haber permitido nunca que me sintiera como si fuera un error.

Nina estrechó a Sonnet contra sí.

- Vamos a dejar eso bien claro, señorita. Tú jamás has sido un error.