CAPITULO VI
CUCO corrió por entre los árboles en dirección a Lavinio. Sus largas piernas se deslizaban con tanta ligereza por encima de las hojas de olmo y de las uvas caídas de las viñas, por encima de las raíces y de las piedras, que a penas sintió nada bajo sus sandalias. Se sentía... fuerte, ágil e importante. Importante por su misión. Llevaba un mensaje de su madre a Ascanio: «Las dríadas vendrán a jurarte vasallaje cuando el carro del sol cruce el cielo.» Hacía ya tres días que había salido de la prisión de su árbol como si viniera del Sueño Blanco, es decir, pálida y trémula. Hoy Cuco la había dejado tan radiante como cuando las cigüeñas regresaban de Libia y su árbol se encontraba adornado con brotes y nidos.
Ascanio no había esperado para saludarla; dejó apresuradamente la cámara del consejo para dirigirse a Lavinio y liberar a Pomona. Nadie había visto a Volumna desde que había sido depuesta como reina. No había regresado a su árbol ni siquiera para saludar a su hija.
Cuco comenzó a silbar cuando llegó a la orilla del Númico. De pronto se detuvo; quizá con la intención de llorar ante la tumba de su padre.
Padre», musitó, «¿estás bien en los Campos Elíseos?» Había oído que los muertos volvían en sueños para consolar a los seres que habían amado, y la verdad es que pudo escuchar su voz. ¿Fueron los árboles que sonaban con los golpes de los pájaros carpinteros y de las alas de las golondrinas? ¿Fue el espectro de su padre o fueron las imaginaciones de su propia mente? «No te preocupes por mí en esta época feliz en que troyanos y dríadas han aprendido a vivir en paz. Cuando Melonia y Ascanio pueden reunirse como amigos, y tú eres uno con ellos.
»El siguiente sonido que oyó no estaba en el interior de su mente. Las hojas eran apartadas, la tierra era pisada, ligera, cuidadosamente, y no obstante, eran las pisadas de alguien de cierto tamaño. Eran las pisadas de un león, ¿qué otra cosa podía ser? Empezó a cruzar el río y apresuró sus pasos. No era cuestión de correr el riesgo de encontrarse con un león desconocido que posiblemente andaba en busca de comida. Pero algo en aquellas pisadas le resultaba familiar, era el aroma a piel y tierra. Era el amigo de Saturno, el mismo animal que se había hecho amigo de Ascanio y de él cuando se habían encontrado con Melonia al lado de la tumba de su padre. Resultaría impensable que no intercambiaran un saludo.
Entre dos hayas, en medio de unos matorrales de bayas, se abría una estrecha senda que penetraba en la profunda oscuridad del bosque de Saturno.
Cuco.
»Volumna estaba en medio de su camino, aún más se lo estaba obstaculizando. Su desgarrado vestido estaba lleno de arrugas. Su pelo estaba caído, sin tocado, sobre las orejas, y los tonos plateados habían borrado casi los verdes, parecía la nieve envolviendo a la hierba. Tenía la apariencia de ser una mujer muy vieja; ahora sí que aparentaba los trescientos y muchos años que tenía.
Se había llevado una cerbatana casi a la altura de los labios, era un arma pequeña y delicada forjada en plata y de un aspecto tan inofensivo como el de una flauta. Al menor movimiento, su boca tocaría la boca del arma; con un ligero soplido, la muerte volaría hasta el rostro de Cuco, hasta su corazón, a cualquier lugar que ella decidiera apuntar. Su puntería era formidable; era famosa por su capacidad para dar en el ala a un pájaro carpintero a una distancia de cincuenta pasos. Podía embestirla; podía correr, pero no tenía la menor posibilidad de escapar de sus dardos.
He estado esperándote», dijo Volumna. «¿Vas a Lavinio?
»Sí.
»A reunirte con tu hermano. El otro hijo de Eneas.
»Sí, Volumna.
»Hay algo que quiero que sepas.» Tenía un aspecto tan pálido y tan envejecido que por un increíble instante Cuco pensó: Va, a pedirme que interceda en su favor ante mi hermano.
Tu padre murió en una escaramuza con los rútulos.
»Lo sé.
»Fui yo quien los vio en el bosque. Habían venido a cazar, nada más. Pero le dije a Desastre: «Han destrozado vuestras redes. Han atacado vuestro campamento. Han matado a algunos de vuestros amigos. Debes decírselo a Eneas. El los combatirá para ayudaros.» Desastre me creyó e hizo lo que le dije. Ni siquiera tuve que sobornarlo.
»Y mi padre vino y los rútulos lo mataron...
»Vino pero no fueron los rútulos los que lo mataron. ¿Crees realmente que aquellos patéticos y harapientos guerreros podrían haber hecho caer al héroe de Troya? Estuvo luchando con tres de ellos a la vez y hubiera podido hacerlo con más. Los escudos caían hechos pedazos ante su famosa espada. Un hombre cayó a sus pies. Otro tuvo que huir. Eneas dio la espalda a la maleza, los matorrales, los árboles. Fui yo quien lo alcanzó. No me vio nadie. Nadie puede ver a una dríada con su túnica de color verde hoja cuando ella no desea que la vean. Para los rútulos y los troyanos, yo era hojas y bruma y nada más. Fui yo quien mató a tu padre.
»Dejó de sentir miedo hacia los dardos de Volumna. Once años de cólera lo consumieron como si un rayo de Zeus hubiera caído sobre él. Era un árbol al que los cielos habían encendido con fuego sagrado. A diferencia de un árbol, sin embargo, podía moverse, abalanzarse, atacarla a pesar de su arma, a pesar de sus dardos y de su rápido veneno. Cuco podía saltar con más rapidez que una araña venenosa.
Pero siguió quieto. Algo se movió enfrente de él, apareció otro destello aún más mortal procedente del bosque de Saturno. Los agudos oídos de Volumna habían olvidado la primera regla del bosque: Nunca olvides escuchar.
Amigo», gritó Cuco. «No te la tragues entera. Te envenenarás con sus dardos.
»La advertencia resultó innecesaria. El amigo de Saturno era lo suficientemente cuidadoso como para arriesgarse a sufrir un dolor de estómago.
Con la destreza de un cocinero que estuviera preparando un manjar para el banquete de un rey, había despojado a Volumna de todos los impedimentos pequeños e indigestos como eran la ropa, las horquillas y los dardos. Ahora ya podía disfrutar tranquilamente del festín.
El bosque estaba empezando a encontrarse con la llanura. Guiadas por su nueva reina —ni siquiera Cuco sabía a quien habían elegido— las dríadas acudían a jurar obediencia a Ascanio, rey y conquistador. Habían tejido coronas de narcisos para su pelo; llevaban cestas abarrotadas de granadas que parecían oro rojo. Podía haber sido un festival, podía haber sido un funeral. Quizá era ambas cosas.
Ascanio y Cuco las esperaban en la cima de la rampa que ascendía desde el campo hasta la ciudad. El campo despedía un aire de fiesta debido a los faunos y a los centauros, que se habían reunido desde los confines más lejanos del Bosque Maravilloso para observar cómo las odiadas dríadas se humillaban ante los troyanos. Los centauros, agricultores siempre, a fin de cuentas, habían sembrado el campo con tenderetes —redondos kioscos de madera cubiertos por lonas azules— donde esperaban vender sus verduras, sus lentejas, sus calabazas y sus zumos. Los faunos no habían venido a trabajar, solamente acudían para contemplar la confrontación, y posiblemente para robar lo que no se vendiera o no se vigilara. Cuco olfateó el aire, que estaba repleto del olor a pescado echado a perder y a fruta fresca, y al sucio Desastre, notablemente activo, ataviado con un yelmo y un peto y llevando también una flauta, dando el aspecto tanto de estar a punto de atacar una ciudad como de disponerse a tocar una melodía.
En el interior de la ciudad, la mayor parte del populacho, unos trescientos hombres, mujeres y niños, se había colocado en las murallas para saludar a las dríadas; estaban todos, salvo los que protegían la rampa, así como el rey, su hermano y Lavinia, ya que de momento Ascanio seguía sin fiarse enteramente de las dríadas.
Por lo que sabemos, la nueva reina puede ser incluso peor que Volumna.
»Pomona es demasiado joven para ser reina», dijo Cuco intentado tranquilizarle.
La procesión salió ondulando del bosque como si fuera una gran serpiente verde, y Cuco tuvo que esforzar la vista para distinguir las distintas túnicas y recordar que las dríadas no siempre actuaban al unísono. Se había criado entre ellas pero todavía seguía teniendo la impresión de que la dríada era un ser que obedecía a su reina sin cuestionarla en absoluto, como si fuera una abeja obrera, llegando hasta el punto de sacrificar su propia identidad. A veces llegaba a olvidar que existían dríadas como su madre, que no se parecían en lo más mínimo a la última reina; y que la nueva reina exigiría una clase diferente de obediencia y proyectaría un ideal diferente. Las agudas ventanas de su nariz captaron el olor de la bergamota, aunque Ascanio protestaba porque el aire apestaba a pescado («Esos asquerosos faunos», murmuraba). Todos podían oír la canción de las dríadas, quejosa y suave («sólo la noche sana»), pero también gozosa («los pájaros harán sus nidos en las ramas»).
¿Están tristes o alegres?», preguntó Ascanio. «No sabría decirlo.
»Ni yo tampoco. Ni siquiera después de once años. Ni siquiera ellas parecen conocerse. ¿Será Segeta su nueva reina?
»Me imagino que sí», dijo Ascanio. «Sobre todo después del discurso que pronunció en la cámara del consejo. Fue la única que tuvo el valor de hablar contra Volumna. Pero cualquiera sabe. Todas llevan narcisos pero no veo a ninguna que lleve una corona.
»Fénix, deja que vaya a reunirme con ellas. No me importa si eres el rey. Mi madre está allí y nos sonríe.
»Muy bien, Cuco. Pero no corras. Tenemos que dar una apariencia de dignidad a causa de nuestros hombres.
»Los dos hermanos descendieron por la rampa. Cuco abría el paso e intentaba caminar de una manera llena de dignidad, pero su madre estaba tan deslumbrantemente hermosa —nunca la había visto con unas mejillas tan bonitas..., oh, brillaban como las granadas que llevaba en la cesta— que empezó a correr y Ascanio hizo lo mismo, y de pronto se encontró en los brazos de su madre. Qué frágil parecía, qué pequeña. Qué maravillosamente fuerte y protector se sentía él, que la había llevado hasta Ascanio y finalmente hasta Lavinio.
No se olvidó de su hermano. «Abrázala tú también, Fénix.
»Ascanio la abrazó hasta que Cuco le dio una palmada en el hombro y susurró: «Pregúntale quién es la nueva reina.
»Ascanio la soltó, parpadeó, la miró y dijo con una delicadeza rara en él: «Hemos preparado una fi... fiesta para ti, Melonia. ¿Pero dónde está vuestra reina? Debería saludarla.
»Ya lo has hecho», dijo Melonia riendo. «De una manera muy poco protocolaria.
»Pero si eres muy joven», gritó Ascanio. (¿Joven? pensó Cuco. Tiene veintinueve años). «Y ni siquiera llevas corona.
»Tenía la esperanza de que fueras tú el que me coronara. Tú eres ahora el señor del bosque.
»Ascanio se quitó la corona de crisolitas y la colocó tiernamente sobre la cabeza de Melonia. Le quedaba grande, pero las joyas no conseguían brillar más que el color verde malaquita de su cabello.
Melonia a su vez le entregó su cesta de granadas. «Es un regalo pequeño pero que se entrega con amor.
»Mientras Ascanio la miraba como si fuera la primera mujer, y desde luego la primera reina que hubiera visto nunca, Cuco miró a las dríadas e intentó adivinar sus pensamientos. Ya no le parecían frías, insensibles o impasibles
.Oh, era cierto que algunas de las más mayores tenían una cierta arrogancia.
¿Someterse a los hombres? Ni pensarlo. Miraban con un gesto pétreo y se hubiera podido pensar que Ascanio y él eran esclavos o faunos, y que Volumna y no su madre era quien las conducía. Pero Segeta, Rusina, y la mayoría de las dríadas más jóvenes tenían la apariencia de encontrarse simplemente divididas entre la esperanza y la duda (excepto Pomona, que había visto a Meleagro en el muro y le dirigía miradas cargadas de poca duda y de mucha esperanza). ¿Se permitiría a Melonia gobernar o Ascanio gobernaría en su lugar? ¿Iban a ser las dríadas súbditos o aliados? Durante toda su vida —y algunas de sus vidas habían durado siglos— se les había dicho que los hombres eran salvajes y brutales. Pero ahora un hombre acababa de coronar a su reina con su propia corona, y sus hombres las observaban desde los muros con cualquier cosa salvo miradas salvajes, en ellos se veía un anhelo amable que hubiera ablandado el corazón de un gorgona.
Ascanio se dirigió a las dríadas con una enorme compostura exterior, aunque Cuco sospechaba que hubiera preferido enfrentarse con una horda de helenos atacantes
:He preparado una fiesta para vosotras y vuestra reina en la ciudad. Os pedí que vinierais como mis honorables invitadas y así pudierais saludar a mis hombres que han navegado desde una tierra distante. Perdimos nuestra ciudad que fue incendiada y saqueada; perdimos la mayoría de nuestros barcos en un mar hostil. Nunca nos hemos sentido en casa en estos bosques extraños, encerrados en nuestra ciudad. Os corresponde a vosotras, junto con nosotros, la tarea de quitar los cerrojos a las puertas.
»Melonia respondió en representación de su pueblo. Cuco se sentía emocionado y orgulloso a la vez. Era difícil aceptar que su madre era una reina.
Pero en los ojos de Melonia había aparecido una luz. Como si hubiera visto —o estuviera recordando— a un dios. Aquello hizo que sintiera deseos de arrodillarse ante ella.
Nosotras también hemos sentido la carga de los cerrojos. Para nosotras eran mucho más crueles porque vivíamos sin muros y pensábamos que éramos libres.
Pero la verdadera libertad consiste en permitir que la gente pase, no en mantenerla fuera. Es hora de que quitemos los cerrojos a las puertas.
»Situada entre Cuco y Ascanio, Melonia subió hacia la ciudad... la reina, el príncipe y el rey. La otra reina, Lavinia, los observaba desde la puerta y Ascanio le hizo una reverencia mientras que Melonia sonreía como si dijera: «Tú también amaste a Eneas. No lo olvidaremos.
»Me gustaría que mi padre estuviera vivo», dijo Ascanio. «Se hubiera sentido muy orgulloso...
»Recuerdo algo que me dijo», dijo Melonia. «Sobre Dido. Como intentó que el verano se convirtiera en primavera e ignoró el gotear del reloj de agua, y el paso de la sombra sobre un reloj de sol. ¿Lo recuerdas, Ascanio?.
»Sí.
»Creo que es una equivocación mayor intentar convertir el verano en otoño y escuchar demasiado intensamente el reloj de agua, o fijar los ojos en la sombra.
»Hablas de manera enigmática», dijo Ascanio. «Como mi padre.
»Sabes de sobra lo que quiere decir», dijo Cuco.
No estoy seguro. Seguramente significaría esperar demasiado el que ella quisiera dar a entender lo que yo deseo.
»Fénix», dijo Melonia. «¿Oyes algo?
»Sí. Ruido de alas.
»¿Una golondrina quizá? ¿Un pájaro carpintero?
»No. Una libélula.
»