CAPITULO III

 

ENCONTRÓ los robles de las dríadas tan murmuradores y excitados como un panal gigante; de hecho, las colmenas que había bajo los árboles eran una reproducción en pequeño de la actividad del círculo. A diferencia de los faunos o los centauros, las dríadas rara vez perdían su gracia olímpica. Caminaban o corrían, pero en ambos casos casi parecía que se deslizaban, con los pies tocando apenas el suelo, y los brazos extendidos detrás de ellas como si fueran alas. Ahora sin embargo, no quedaba nada de esa gracia en ellas, estaban frenéticas, aunque al parecer no tenían miedo. Su madre le había dicho que tenían un aspecto muy similar cuando armaron a Camila y a sus amazonas para que combatieran a Eneas. («Estaban como si se encontraran hambrientas», había dicho, «y les estuviera esperando una fiesta con perdices estofadas».)

Volumna siempre miraba más allá de él o por encima; no se preocupaba nunca de un muchacho cuyo padre había sido un hombre. Ahora le importaba menos que nada. Las otras dríadas lo trataban a golpes como si fuera una tela de araña o un hormiguero. Excepto Segeta que le profesaba un cierto afecto oculto tras una sonrisa distante.

«

Vete con tu madre», le dijo con una voz metálica y profunda, pero antes de que Cuco pudiera pedirle una explicación se había desvanecido detrás de Volumna como si se tratara de una voluta de humo.

Había que dar gracias a Júpiter por Pomona que se negaba siempre a andar con prisas.

«

¿Han abandonado los leones el Bosque Maravilloso?», le gritó.

«

Oh, no. Es algo mucho mejor. Vamos a la cámara del consejo a celebrar una reunión.» Rara vez había dado la impresión de estar tan contenta; había una madurez ambarina en ella y quizá era tiempo, aunque era joven, de que visitara el Árbol.

Algo mejor. Su «mejor» tenía todos los visos de resultar algo peor. No veía a su madre por ninguna parte. ¿Iba a ser excluida del círculo?

«

¿Qué pasa?» Hizo la pregunta aunque se imaginaba la respuesta.

«

Eneas ha muerto. Desastre nos trajo las noticias», le dijo por encima del hombro como si se uniera al éxodo general que discurría ondulante empezando por las dríadas mayores y que continuaba con un zumbido de abejas que de alguna forma tenían en realidad aspecto de avispas.

Por un momento no asoció a Eneas con el guerrero que había enterrado a la orilla del Númico. Sintió una punzada de dolor, pero era un dolor remoto e impersonal producido por alguien al que había admirado pero con el que no se había encontrado nunca, un gran héroe que había luchado con Aquiles y que más tarde se había establecido en Italia para edificar Lavinio, una ciudad que no había visto nunca y que, construida por troyanos, parecía casi tan distante como Troya a un muchacho que nunca había abandonado el Bosque Maravilloso.

«

Le hirieron en la tripa», dijo Pomona, con el aspecto de que pensar en ello le encantaba. A Cuco le hubiera gustado lanzar una piedra contra la tripa de ella.

Se sorprendió de pensarlo pero no se sintió avergonzado por ello. Se esperaba que fuera insignificante o irrespetuoso y era mucho más divertido ser irrespetuoso.

Entonces sintió el golpe, se quedó helado, se notó envuelto por una lluvia de hielo caído desde un árbol invernal. El hombre que había enterrado había sido Eneas, el hijo de la diosa. ¿Acaso no había pensado que era un dios muerto?

Subió los estrechos y labrados peldaños que había en el tronco del árbol de su madre y entró en la casita en forma de colmena. Sus hermosas ventanas redondas estaban abiertas para dejar entrar el aire de la primavera y las abejas.

Había dejado a su madre sentada al telar.

Se la encontró sentada en su taburete de tres patas con un rollo de papiro a medio desenrollar en su seno. Por sus bordes amarillentos por los que habían pasado muchas veces los dedos pudo reconocer que se trataba de un relato sobre la guerra de Troya escrito por un testigo ocular. No obstante, no se encontraba leyendo el rollo; daba la impresión de estar esculpida en madera. Era presa de una palidez mortal. Su pelo verde, que le caía sobre los hombros, acentuaba aún más su palidez. No miró a Cuco. Este recordó que Eneas había sido el guerrero troyano favorito de su madre —incluso más que Héctor— y que le hubiera gustado que Troya ganara la guerra. («Héctor podía combatir y amar, pero Eneas también podía soñar. Era un bardo a la vez que guerrero y esposo».)

Se arrodilló al lado de su taburete. «¿No vas a la reunión del consejo, madre?

»

Volumna exigía la presencia de todas las dríadas salvo que el roble se encontrara aquejado de alguna enfermedad, que afectara tanto al árbol como a su moradora.

«

No, Halción.

»
«

Volumna se enfadará.

»
«

¿Y cuándo no está enfadada?

»
«

Madre, es muy triste que Eneas haya muerto.» Rodeó con su brazo el hombro de su madre y se preguntó si debía contarle lo del entierro, cómo había pronunciado su poema y le había entregado un óbolo para Caronte; quizá más tarde se lo podría decir.

«

El no hubiera deseado morir de esa manera», dijo Melonia.

«

Era un gran guerrero. Debería haber muerto en medio de una gran batalla.

»
«

No quiero decir eso, Halción. Nunca le preocupó la gloria. Me refiero a que le quedaba aún mucho trabajo por hacer.

»
«

Pero también ha sucedido algo bueno.

»

Melonia lo miró con una expresión de desamparo que parecía estar diciendo: «¿Qué puede suceder de bueno en un momento así?» Cuco tuvo miedo de compartir con ella sus noticias.

«

He encontrado un amigo...» Melonia se esforzaba por escuchar; apretaba la mano de su hijo con silenciosa ansiedad. Pero su voz era grave y fúnebre como si saliera de debajo de un montón de pardas hojas caídas.

«

No me dijo su nombre, pero creo que es el hijo de Eneas.

»

Rápidamente le habló sobre su encuentro en la orilla del río, y después Melonia le hizo repetir la historia, deteniéndose en cada detalle. ¿Cómo supo la identidad del hombre? ¿Cuál era el color de su pelo y de sus ojos? ¿Le había parecido cortés sin ser a la vez suave?

«

Y mañana volveré a reunirme con él. Deberías venir tu también.

»

Abandonaron el árbol cuando los búhos de ojos tristes habían dejado de emitir sus sonidos nocturnos y la aurora era ya una cinta rosada en el horizonte. No se oían sonidos en los árboles de las dríadas, ni voces, ni chasquidos de carbón en los braseros que se utilizaba para freír huevos de faisán, ni los dedos que se dedicaban a tejer y a coser. Las colmenas parecían tranquilas como abandonados troncos de árboles; los pájaros carpinteros no habían comenzado aún a perpetrar sus ruidosas depredaciones. Las dríadas dormían pesadamente después de haberse reunido en la cámara del consejo. Sin duda habían aprovechado la ocasión para hacer una fiesta. Se las había oído cantar desde el Ficus Ruminalis, que estaba a media milla del círculo. Las dríadas se jactaban de aborrecer las orgías de los faunos pero en sus propias fiestas vaciaban montones de odres de fuerte vino de bayas, que había adquirido solera en barriles almacenados entre las raíces, y más de una dríada que se había perdido al volver a su árbol, hizo locuras con algún fauno y tuvo un hijo. Melonia era la primera dríada del Bosque Maravilloso que tenía un hijo de un mortal en lugar de tenerlo del Dios, pero tales incidentes se habían hecho más frecuentes desde que recayó sobre ella tal vergüenza, como Volumna le recordaba incesantemente, y había incluso rumores de que varias dríadas se entregaban voluntariamente a amantes desagradables y malolientes.

Ahora se encontraban sentados y esperaban a la orilla del Númico, en silencio, ocultos por los matorrales de bayas, que tenían la altura de tres guerreros colocados uno encima de otro, y que eran blancos como consecuencia de las grandes flores ovales que, en el verano, se abrirían llevando hermosas bayas negras. Una libélula se posó en la corriente que al discurrir desprendía una dulce musiquilla de agua y rocas y raíces. Ni una sola vez apartó su madre los ojos de la orilla y de las pisadas dejadas en la hierba por las sandalias del extranjero. Apretaba con fuerza la mano de Cuco y éste se dio cuenta con tranquilo orgullo —no se sentía orgulloso a menudo y el sentimiento resultaba agradable— de que era mayor y más fuerte que su madre (ella que había sido la inconmovible fortaleza que lo había apoyado en una vida desprovista de amor) y que podía proporcionarle tanto afecto como compañía. Sabía algo que no se atrevía a preguntar. Había conocido a Eneas como uno más de los incontables héroes que aparecían en un rollo que hablaba de una guerra distante; lo había conocido como amigo. Quizá había estado en Lavinio. ¿Quizá...?

«

Alguien viene», dijo Melonia. Oyó la sonora corriente, y a una paloma que había en un ciprés, llorando a su pareja, y después (su corazón saltó por la emoción) las pisadas de unas sandalias en la hierba.

«

No usa armadura», dijo su madre. «Sus pasos son demasiado ligeros. Se olvida del peligro.

»

Entonces lo vieron. Sí, era su nuevo amigo, el hijo de Eneas. Se llamaba Ascanio. Cuco había aprendido su nombre por Pomona, que lo había aprendido a su vez de los faunos. («Eneas y ese repugnante hijo suyo», había dicho Pomona con fascinación. «Los dos son de la misma clase, asesinos y violadores.»)

Ayer Ascanio le había dado la impresión de caminar en medio de un sueño de pesar; hoy se le veía envuelto en una nube de alivio; el deseo de encontrarse con su nuevo amigo se mezclaba con la cautela. Vigilaba por si descubría enemigos, pero parecía estar a punto de esbozar una sonrisa. Soy yo, Cuco, el que ha hecho que se sienta bien, pensó el muchacho. Debo tener algo que nadie ha conseguido ver salvo mi madre. Algo que va más allá de la fealdad y de la falta de garbo, del pelo desarreglado y de las piernas excesivamente grandes. Algo que puede ser amado hasta por alguien tan grande como el hijo de un gran rey.

Se levantó de la hierba y el guerrero le sonrió como si se tratara de un compañero de armas.

«

Madre, este es mi amigo», comenzó a decir Cuco. Melonia también había salido del lugar en que se encontraba oculta; ahora estaba esperando; y Cuco la vio por primera vez como mujer igual que antes la había visto como madre, y supo que no era alguien superficial que se limitaba a amarlo, sino una persona que tenía un corazón secreto y laberíntico como lo era aquel bosque; en él había luz del sol y sombras, zonas ocultas y espacios cubiertos por la hierba. Era una mujer capaz de amar a otros además de a su hijo, y esto hacía que se convirtiera en un ser cuya comprensión se le escapaba en buena medida. ¿Cuándo la había mirado realmente? Hasta entonces había sido una presencia que se aceptaba pero que no era examinada. Resultaba protectora y consoladora. Ayer cuando le había dicho a Ascanio que parecía hecha de miel, fue sólo porque le pidió que la describiera y se preocupó por recordar y encontrar las palabras adecuadas.

Ahora la vio reflejada en los ojos del extranjero. Ascanio, el dorado y semejante a un dios, la miraba como si fuera una diosa.

La verdad es que resultaba adorable. Su túnica verde estaba bordada con jacintos color púrpura. Su collar estaba formado por gaviotas de malaquita. Sus sandalias estaban provistas de piezas de cobre viejo de color verde. Salvo por su elección de temas marinos en lugar de los tradicionales pájaros del bosque, su vestimenta se asemejaba mucho a la de las otras dríadas, pero había una diferencia en ella que residía en una especie de orgullo que no resultaba altivo, en una fuerza que no era dura, en una tristeza que no era autocompasión. Era un jacinto como los que había prendidos de su túnica. Iba protegida por las abejas. Ofrecía pétalos a sus amigos y aguijones a sus enemigos. No había nadie como ella en todo el Bosque Maravilloso.

Pero aquello que parecía nuevo también resultaba extraño, y aquella extrañeza amenazaba con convertirse en extrañamiento. Una tranquilidad elocuente parecía envolverla junto con Ascanio mientras que dejaba fuera a Cuco. ¿No se iban a mover ni a hablar ni a recordar que estaba con ellos? Me han olvidado, pensó, y fui yo el que los trajo aquí para que se reunieran a la orilla del río. Mi propia madre y mi nuevo amigo. Era como si hubiera encontrado un tesoro en la playa, una diadema con ámbar y coral procedente del atavío marino de una nereida, y se hubiera perdido al llegar una ola inesperada.

Parecían desearse sin llegar a tocarse, sin saber cómo debían hacerlo y si resultaba lícito hacerlo. Finalmente, Ascanio cayó de rodillas y apretó su cabeza, su pelo de color dorado como la cornucopia, contra las rodillas de Melonia. Esta le hizo ponerse en pie y lo besó en la mejilla, y Cuco supo entonces (y se quedó maravillado) cuánto tiempo había sabido sin saber, sin presentir que él, el patético y feo Cuco era el hijo de un gran rey y guerrero, y que Ascanio era su propio medio hermano.

Sabiendo aquello, le resultaba aún más difícil verse excluido del abrazo. ¿De qué servía un hermano que ayer lo había abrazado y hoy lo ignoraba? ¿De qué le servía una madre que le había amado únicamente a él y a su padre anónimo, al que no pudo ver durante once años para olvidarlo ahora por un extraño? Pensó: Si desaparezco entre los árboles quizá piensen que un león me ha devorado y se avergüencen de su descuido.

Pero era él el que se sentía avergonzado. Se había subestimado a sí mismo y a ellos. Casi a la vez se acercaron a él y lo introdujeron en la magia de, sus brazos, en su intimidad. Ningún círculo de robles de las dríadas podría jamás proporcionar un calor tan maravilloso incluso para las mismas dríadas, incluso para la orgullosa y cerrada Volumna. Así, en un tiempo de pérdida, de hallar a su padre sólo para encontrárselo muerto, había encontrado más de lo que había perdido. Su hermano le quería. Su madre le había brindado un amor aún mas profundo.

Se sentaron a la orilla del río, Ascanio se encontraba entre él y su madre, pero no los separaba; tenía un brazo colocado en torno a cada uno de ellos, y el silencio no era un muro, sino una puerta abierta, una forma de comunicación mucho más íntima que cualquier discurso.

Después las palabras cortas desplegaron inmensos significados.

«

El paso de los años se ha olvidado de ti, Melonia. Todavía eres una muchacha de pelo verde que observa al lado del río.

»
«

A ti sí te ha recordado. Ahora te pareces más a él.

»
«

Se hubiera sentido orgulloso de su hijo.

»
«

Como yo lo estoy. ¿Lo sabe Lavinia?

»
«

No.

»
«

¿Se portó bien con tu padre?

»
«

Sí, a su manera.

»
«

¿Cómo es?

»
«

Como un odre de vino vacío. Es un bolso sin monedas. Pero bastante inofensivo.

»
«

Ascanio, ¿nunca te gustaron mucho las mujeres, verdad?

»
«

Oh, he tenido una o dos mujeres en mi vida.

»
«

Las habrás deseado. Poseído. Pero yo dije que te gustaran.

»

Ascanio parecía perplejo y miraba a la corriente como si esperara encontrar la respuesta en el fluir de sus aguas, en sus piedras que hablaban.

«

Madre, no deberías preguntarle una cosa así», gritó Cuco. No tenía intención de hablar. Le había parecido que era tiempo de escuchar, y la verdad es que había aprendido cosas sorprendentes. Pero la pregunta de su madre sonaba como una acusación.

«

Está bien, Cuco. Tu madre puede preguntarme lo que guste. Quizá tiene razón. Con dos excepciones.

»

Melonia no le presionó para que diera los nombres. «¿Amaba tu padre a Lavinia?

»
«

¿Cómo podía hacerlo, después de amaros a ti y a mi madre? Le gustaba. La encontraba... acogedora.

»
«

Era lo que necesitaba, un resguardo contra la helada.

»
«

Pero tú eras un fuego.

»
«

Me temo que le calentaba poco. Y a ti también. Volumna te odia, Fénix.

Igual que siempre. Todavía no puedes venir a mi árbol, ni Halción y yo a Lavinio.

»
«

Entonces nos reuniremos aquí.

»
«

Todavía estamos en el Bosque Maravilloso. Los faunos tienen orejas largas.

La hierba cuenta secretos. No ha cambiado nada, salvo el hecho de que yo tengo un hijo y que tú has perdido a tu padre.

»
«

No», gritó. «No lo hemos perdido inútilmente. Ni siquiera en la muerte podría ser él tan cruel. Encontraremos una forma de reunimos los tres.

»

Tocó los labios de Ascanio con un dedo. «Calla, querido. Tengo que escuchar.

»
«

No oigo nada.

»
«

Confía en mis agudos oídos. Tú no puedes escuchar a la hierba quejarse ni a las margaritas lamentarse.» Se puso en pie. «Alguien viene. Ahora debes marcharte, Fénix.

»
«

¿Cuándo volveremos a vernos?

»
«

No lo sé. Nunca, a menos que te vayas ahora.

»
«

¿Qué estás oyendo?

»
«

La hierba grita... es una dríada. Varias. A ambos lados del río.

»
«

Cerca.

»
«

Demasiado cerca. Corre como si Aquiles te estuviera persiguiendo en su carro.

»
«

¿Y dejarte, Melonia?

»
«

No me harán daño. A ti sí que te matarán. Y quizá a mi hijo. Debes llevártelo contigo.

»
«

No voy a dejar a mi madre», dijo Cuco con firmeza. «La encerrarán en el árbol y le robarán sus abejas.

»

Ascanio le cogió por los hombros. «Cuco, hay muchas maneras de ser valiente. La valentía ahora es salir corriendo. Confía en tu madre y en mí. Yo te traeré de vuelta.

»

Cuco confió en él. Besó la mejilla de su madre y dijo: «Volveremos los dos.» Después se dirigió a su hermano

:
«

No podemos seguir el río. Es el camino más fácil y eso es lo que esperan exactamente. Nos adelantarían. Nadie puede correr más que una dríada.

»
«

¿Conoces un camino mejor?

»

Dejaron atrás el río, la libélula, las matas de bayas, y entraron en una parte del bosque tan oscura que el sol era una mortecina constelación que brillaba sobre la noche de follaje que se cernía encima de ellos.

«

Las dríadas no gustan de este lugar», dijo Cuco.

«

¿Porque es tan oscuro?

»
«

Sí y porque no hay hierba y huele a león por todas partes. Titubearán, dudarán y mirarán en torno suyo antes de dar cada paso.» Los árboles parecían nudosos y viejos bajo aquella luz escasa. Sobre todo, los robles; ocasionalmente los olmos y las hayas. Los llamaban árboles de Saturno. En otra época habían sido sanos, pero ahora estaban retorcidos, desgastados y llenos de amargura tanto por la acción de la tristeza como por la del tiempo. Cuando Saturno abandonó la tierra, cerraron sus ramas para impedir que pasara la luz del sol y mataron la hierba que crecía a sus pies. A las dríadas no les gustaban.

Un león apareció en medio de su camino. Estaba tan quieto que podía haber sido una de aquellas bestias esculpidas de la famosa puerta de Micenas (Cuco había oído hablar de ellas a su madre). Era un macho en la plenitud de su fuerza, y resultaba gigantesco y aún más gigantesco si pensamos que se enfrentaba con un muchacho. Cuco paladeó un regusto de miedo que tenía en la boca. Nunca se había cruzado con este león concreto.

Pero apretó la mano de Ascanio y dijo: «No te preocupes. Están acostumbrados a mí.

»
«

¿No te dan miedo los leones?» susurró Ascanio. «Se necesitaría la fuerza de Hércules para matar a uno de ellos.

»
«

Se trata de decidir. Las dríadas son más peligrosas en estos momentos.

Además los leones prefieren la carne femenina. Es menos correosa. Y ésta no es su hora de comer.

»

Pese a todo, Ascanio echó mano de su daga.

«

Deja eso. Sólo conseguirás que se ponga nervioso.» dijo Cuco. Después se dirigió a la bestia: «¿Podemos pasar, amigo de Saturno?

»

El amigo de Saturno los miró con el orgullo señorial de que se sabe dueño de su propia parte del bosque. En sus ojos parecía reflejarse perversamente Desastre. Los leones eran tan amantes de la individualidad como las dríadas o los guerreros cuando aparecían. Este, pensó Cuco, es juguetón, le gusta divertirse. También es curioso. Ha visto dríadas, faunos, centauros, pero nunca a un muchacho flaco como yo, cuyo pelo amarillo tiene reflejos plateados. Su apetito es prodigioso, y a pesar de lo que he dicho a mi hermano, dudo mucho que esté dispuesto a esperar a que llegue una hora es-pedal para ponerse a comer. Ahora está decidiendo si nos vapuleará, si nos comerá o si nos dará la bienvenida.

Cuco avanzó aparentando tener una confianza mayor de la que sentía en realidad —el latido de su corazón podía hacer que la bestia se lanzara sobre él— y acarició la espesa melena. (Imaginaré que es un centauro. Imaginaré que es Saltarín, el amigo de mi madre que murió antes de que yo naciera.)

Tuvo el mayor cuidado de no tocarle nada aparte de la melena. El pelo resultaba tan suave como el musgo bajo su tacto. La gran cabeza giró sobre sus poderosos hombros y se inclinó sobre la mano de Cuco.

De su garganta brotó un gruñido: «Podéis pasar.» Daba la impresión de que también les estaba diciendo: «Voy a escoltaros.

»

El amigo de Saturno trotó con docilidad al lado de ellos hasta que llegaron a los confines del bosque, después se detuvo para ser acariciado por última vez y los miró con benevolencia mientras subían una pequeña loma y desaparecían de su vista y de su territorio.

Ante ellos se extendía una pradera, llena de margaritas y de pasto, punteada por gigantescos hormigueros, y flanqueada por las tortugas de Lavinio. Era la primera ciudad real que Cuco veía en su vida.

«

Ya no tenemos que preocuparnos», dijo Cuco. «Las dríadas no nos seguirán fuera del bosque. Espero que pasen por delante de nuestro amigo justo cuando sea su hora de comer. De todas formas, aun en el supuesto de que pretendieran perseguirnos fuera del bosque, lo cierto es que temen Lavinio y no es de extrañar. Es una gran ciudad.

»
«

Quizá lo sea un día», dijo Ascanio. «Aún no lo es. Desde luego no es como Troya. Pero nos proporcionará refugio.

»

Miró a Cuco como si lo estuviera estudiando. «¿Has estado alguna vez separado de tu árbol durante mucho tiempo?

»
«

En una ocasión me perdí en el bosque durante dos días.

»
«

¿Y cómo te sentiste?

»
«

Cansado, hambriento y sediento, aunque encontré setas para comer y una corriente de la que beber. Nunca he estado alejado por un período más prolongado.

»
«

Pero ahora...

»
«

Hay una mitad en mí que es como tú, ¿no es cierto? Espero poder aprender a vivir sin mi árbol. Por lo menos hasta que demos con un medio de ayudar a mi madre.

»
«

Cuco, eres tan valiente como tu padre.

»
«

No me lo había dicho nadie aparte de mi madre.

»
«

Ahora tienes un hermano para decírtelo.

»
«

Los hermanos y las madres siempre tienen prejuicios.

»
«

Sí, pero no es ese el caso.

»
«

Creo que lo mejor que podríamos hacer es matar a Volumna. Pero eso plantea un problema. Es muy resistente. Se necesita algo más que un topo hambriento para acabar con ella.

»
«

¿Sabes una cosa, Cuco? Creo que en ti también hay un poco de mi forma de ser.

»
«

¿De verdad? Pues espero que crezca.

»

Codo con codo cruzaron la pradera y subieron la rampa que llevaba a la ciudad. Cada pocos pasos Cuco tenía que detenerse para tomar aliento. «Esta ciudad es realmente grande. Ningún enemigo podría derribar estas murallas.

»
«

Tendrías que haber visto a los helenos con sus catapultas.

»
«

¿Pero y la puerta? Cielos, está hecha de bronce. Como si fuera un escudo gigante.

»
«

Los helenos contaban con arietes. Troncos de cedro con cabezas de bronce.

»
«

Bueno, pero aquí no hay helenos.» Seguramente los dos podrían salvar a su madre. El y el rey de aquella ciudad tan fuerte y poderosa. El y su nuevo hermano. Ascanio pensaría en un plan que sería digno del astuto Odiseo. Después de todo, el padre de Ascanio —que había sido también su padre— y Odiseo habían combatido en la misma guerra.

Pero Cuco estaba muy cansado. Había demasiada piedra en aquella ciudad y demasiada poca madera.