CAPITULO V
ASCANIO y Cuco esperaban con impaciencia en el roble hueco de Rumino. El olor de las hojas impregnaba el aire; el brillante sol de la mañana pintaba de amarillo la puerta. Cuco estaba todavía un poco débil, pero demasiado fuerte como para quedarse en Lavinio mientras su madre era una prisionera dentro de su propio árbol, y él se hacía más fuerte con la emoción de su misión, con la sensación de su propia importancia y también de la necesidad que había de elaborar un plan para rescatar a su madre y humillar a Volumna. Los hombres de Ascanio esperaban en los linderos del Bosque Maravilloso. No debían ser vistos; no debían ser oídos por la hierba ni espiados por Desastre para luego ser descubiertos a las dríadas. Si era necesario serían avisados soplando en una caracola de tritón.
Cuco había llevado a Ascanio, sin que los vieran, hasta el árbol a través de aquellas encantadoras praderas donde a las dríadas les gustaba languidecer al sol. Eran como cobertores de hierba que gritaban de dolor si una sandalia las pisaba.
Ahora estaban esperando la llegada de Pomona, que había sido anunciada durante varias semanas, en voz alta y con frecuencia, a todas las dríadas del círculo, a los faunos y centauros transeúntes de fuera del círculo, a Desastre e incluso a Cuco, señalando el día y la hora en que iba a visitar el Árbol
.«¿No tienes miedo de Silvano?», le había preguntado Cuco antes de la muerte de Eneas y antes de encontrarse con Ascanio. «Mi madre es una reina», había contestado la muchacha. «Rumino no consentirá que ese repugnante enano viejo tome el lugar del Dios».
)¿Qué pasará si no viene?», preguntó Ascanio, agitándose entre las hojas presa de la inquietud que aqueja a los hombres de acción que se ven obligados a planear en lugar de luchar.
Vendrá», dijo Cuco con certeza. Hace tres días había estado al borde de la muerte; hoy rebosaba de confianza en su hermano, en sí mismo y en un plan que había trazado personalmente. Ascanio le había explicado cómo los faunos asaltaban a las dríadas en el Árbol y cómo ninguna de las dríadas, salvo Volumna y Melonia, conocían el secreto.
Cuco no se había sorprendido. «Nunca me gustó el Dios. Me alegro de que no exista. Y puesto que no utiliza el Árbol lo podríamos hacer nosotros... para raptar a Pomona.
»Si viene.
»Pomona está lista para que le suceda "algo". Si no existiera el Árbol, creo que se las arreglaría para que un fauno le echara mano. Después diría que había saltado sobre ella desde un matorral y que había obtenido su placer a costa de ella.» (Ascanio le había explicado cuidadosamente los hechos del sexo, y Cuco, lejos de sorprenderse, había comentado con deleite: «Nuestra abuela fue muy hábil al pensar en una cosa así. No me extraña que los hombres la adoren. ¿Cuánto tengo que esperar todavía?»)
Resultó fácil sobornar a Desastre para que mantuviera a los otros faunos apartados del Árbol. «Te daremos una armadura completa. Si el plan tiene éxito recibirás además una lira, una flauta y un tambor. Tú sólo podrás ser tu propio ejército.
»Pomona no los decepcionó. La escucharon cuando se despedía de Volumna, que la había escoltado hasta los confines del campo. No pudieron oír, pese a las orejas puntiagudas de Cuco, lo que decía a su madre mientras se bebía el narcótico, pero escucharon su timbre de voz, su confianza, su certeza, mientras dejaba a su madre para reunirse con el Dios. Daba la impresión de que iba a un festival de la cosecha, de esos que terminan en orgía. Oyeron cómo cruzaba el campo y entonaba una cancioncilla, bastante parecida a la que se deriva del zumbido de las abejas cuando se reúnen en torno a una higuera (¿o se parecía más al ruido de las avispas?)
Se ocultaron entre las sombras pegándose contra los muros de corteza que había entre las protuberancias de madera mientras ella abría la puerta, la cerraba después cuidadosamente a su espalda, se tumbaba entre las hojas, formaba luego con ellas una especie de lecho, se despojaba de sus joyas —collar, brazaletes, horquillas en forma de abeja— y se despojaba de su túnica como una serpiente que mudara de piel, para complacerse en su desnudez. El sol que brillaba en el exterior del árbol le había deslumbrado los ojos; de no haber sido así los hubiera visto. Podría haber gritado antes de que Volumna saliera del radio de alcance de sus gritos. Finalmente, terminó por verlos, al menos a Ascanio.
¿Eres el Dios?», preguntó anhelante. «Todo lo que puedo ver es una silueta alta y espléndida.» Ascanio dio un paso en dirección a ella. Pomona intentó levantarse de entre las hojas y cayó lánguidamente en sus brazos. La droga había comenzado a actuar. Pomona resultaba agradable al tacto, suave, redondeada y madura. No le agradaban las jovencitas, pero el cuerpo de Pomona, por muy limitada que fuera psíquicamente, era el de una mujer joven.
Sus intenciones se opusieron a su deseo, pero no podía dejar de pensar: Vaya desperdicio, qué desperdicio más estúpido es que las dríadas se nieguen a entregarse a los hombres. Quizá las cosas acabarán cambiando...
Bueno, ¿lo eres?», repitió Pomona. A las princesas de las dríadas, al parecer, no les asustaban los dioses.
No. No hay ningún dios aquí. Soy el hijo de Eneas, Ascanio, y acabo de hacerte prisionera. No grites o te golpearé.
»¿Ascanio?», susurró Pomona embargada más por una emoción complacida que por el miedo. «El violador. ¿Vas a apoderarte de mí?
»Sí, para llevarte a Lavinio.
»¿Qué harás allí conmigo?
»Tendremos una larga conversación.
»¿Así es cómo lo llamas? Ya te darás cuenta de que soy muy ignorante en esas cosas. La verdad es que no me sorprende lo del Dios. Las viejas se toman las cosas con fe pero mis amigas y yo nos hemos preguntado desde hace tiempo que sucedía exactamente en el Árbol. Hasta tenemos envidia de nuestras desvergonzadas hermanas del norte que hacen el amor en los campos. A fin de cuentas, ¿quién puede querer quedar embarazada mientras duerme? ¿Quién está contigo, Ascanio? Veo a alguien más entre las sombras.
»Cuco», respondió Cuco.
Eres demasiado joven para este tipo de cosas. ¿O no? Da la impresión de que has crecido mucho últimamente. Bueno, no importa. Siempre me he burlado de ti, Cuco, aunque mi madre me castigaba cuando le decía que no pensaba que fueras feo. Sólo desgarbado. Mi madre te llamaba el cachorro de Eneas.
»Su habla había comenzado a hacerse más lenta y menos inteligible. «Esos niños de orejas puntiagudas que dejamos abandonados. ¿Quién sino un... fauno podría ser su padre? Yo personalmente prefiero un ser humano, diga mi madre lo que quiera. Ahora que me lo has dicho, Ascanio... me gustaría que me hicieras lo que quisieras antes de dormirme. Está muy bien esto de tener un hijo... pero no me gusta nada la idea de perderme el cómo se hace. ¿Tenemos que esperar hasta llegar a Lavinio?
»Sí.
»Quizá sea mejor. Así tendré tiempo de despertarme... y hacer las cosas como es debido en una cama en lugar de tumbada entre estas hojas que pinchan.
»No comprendes. Vas a ser mi huésped, no mi concubina.» Con un gesto que tenía algo de desesperado intentó envolverla en su túnica. Pomona no le ayudó en absoluto. En su debilidad parecía estar retirando la ropa que Ascanio intentaba ponerle. Zeus misericordioso, ¿es que la poción nunca iba a hacer que se callara?
¿No me lo vas a hacer ni siquiera una vez?
»No.
»Se desvaneció desnuda en sus brazos, por fin inconsciente, aunque resultaba difícil saber si se debía a la droga o a la decepción.
Voy a seguir a Volumna», dijo Cuco. Aquello formaba también parte de su plan. Ascanio hubiera deseado llevar consigo a Meleagro para perseguir a la peligrosa dríada. «Pero soy yo el que conoce el bosque», había argumentado Cuco. «Y las dríadas no me harán daño. Ni siquiera cuando les diga que tengo a la hija de Volumna.
»Ascanio levantó a la muchacha que yacía en sus brazos. La túnica apenas le tapaba las caderas (no llevaba ropa interior, decididamente carecía del sentido de la decencia) y la sacó del Árbol. Hizo una pausa para ver cómo el muchacho de piernas largas cruzaba la pradera, evitando las margaritas; lo siguió mentalmente mientras atravesaba el bosque y por fin llegaba al círculo de los robles, al árbol de Volumna, y finalmente al árbol donde Melonia esperaba con tristeza desde hacía una eternidad noticias referentes a su hijo.
Volumna entró en la sala con un aspecto que hacía pensar más en una reina conquistadora que en una madre preocupada. Su pelo levantado brillaba de malaquitas y amatistas (¿cuál de ellas tenía una punta mortal?). Sus sandalias de piel de antílope caminaron sobre los baldosines azules con pisadas precisas. Una abeja de esmeralda brillaba entre sus pechos sin ningún apoyo visible. Aunque era más baja que cualquiera de las mujeres humanas que había en la sala —que las sirvientas de Lavinia, que la miraban con indignación y envidia—daba la impresión de ser alta; brillaba al andar, igual que las joyas. Sólo su pelo plateado hacía sospechar cuál era su edad increíble... ¿trescientos cuántos años? Verdaderamente era una reina.
Pero Ascanio no estaba impresionado. Se acordaba de Hécuba, se acordaba de Helena. Estaba sentado en el asiento de yeso de su trono flanqueado por grifos; un manto púrpura le caía sobre los hombros; su corona de crisolitas resultaba menos brillante que su extravagante cabello rubio. No le gustaban ni el trono ni la pompa ni la corona; tampoco le gustaba sentarse en el lugar en que había estado sentado su padre. Pero le gustaba ver cómo cruzaba Volumna la habitación frente a sus guerreros, dispuestos en los muros, y enfrente de Cuco y de Lavinia que, sentados en tronos más pequeños, estaban a su izquierda y a su derecha.
Pomona estaba sentada en un taburete de tres patas a sus pies. Meleagro había recibido la misión de vigilarla. Había dejado de hablarle sólo cuando entró su madre en la habitación, había estado hablando con más animación de la que cabría esperar en una muchacha cuyas mejillas habían perdido su brillo acostumbrado. Era el segundo día que pasaba separada de su árbol.
Volumna saludó a su hija con una sonrisa rápida y alentadora, pero la sonrisa se convirtió en una mueca cuando tuvo que enfrentarse con Ascanio.
Arrodíllate», dijo Ascanio.
Volumna se limitó a inclinar su cabeza ligeramente.
Arrodíllate, puta, antes de que te haga subir esas escaleras y te trate como lo haría un fauno. ¿Acaso Medusa te ha convertido en piedra?
»Volumna se arrodilló con dignidad forzada.
Saluda a mi hermano y a la viuda de mi padre.
»Cuco no esperó a que lo saludara. «¿Está mi madre bien? ¿Le has llevado comida y bebida?
»Vino y perdices, bellotas y faisán», dijo Volumna. «Ha comido mejor que cuando eras tú el que le proporcionaba alimento.
»Lo dudo», dijo Cuco. «Y todavía no te has arrodillado ante mi madrastra.
»Volumna repitió su reverencia. «Lavinia, como mujer y como reina, apelo a ti, que eres también mujer y reina. ¿Es correcto que me vea humillada ante el hijo de tu esposo con otra mujer? La reina de los volscos, Camila, fue amiga mía. Ella y tú podríais haber sido amigas.
»Lavinia, que se sentía incómoda en el estrecho ropaje de color lavanda y que daba la impresión de encontrarse mejor en la cocina que en el salón del trono, repentinamente se convirtió en la reina a la que Volumna había apelado.
Tu amiga Camila combatió contra mi esposo y tú le enviaste lanzas. Antes preferiría ser amiga de una araña venenosa.
»Ya está bien de cumplidos», dijo Ascanio. «Ocupémonos de los negocios. Tú tienes algo que yo deseo, Volumna. La libertad de Melonia para dejar su árbol.
Para dejar el Bosque Maravilloso, si decide hacerlo, y visitar Lavinio con su hijo, al que he nombrado mi heredero. A cambio, yo tengo algo que tú deseas. A tu hija. Me parece un intercambio ideal.
»El discurso de Volumna no fue precipitado pero resultó menos imperativo que el que, doce años antes en el bosque, había dirigido a Ascanio y a su padre cuando dejaron el Árbol. Cuando se encontró con la mirada de Ascanio, parpadeó como si mirara al sol, aunque la única luz que había en la sala era la del hogar grande, donde giraban los corderos ensañados en estacas, y la que entraba por las ventanas.
Melonia no se encuentra en peligro. Es verdad que está prisionera dentro de su árbol, pero sus pecados han sido indescriptibles. La perdoné hace mucho tiempo cuando se acostó con tu padre, pero cuando se reunió contigo a orillas del Númico, perdió para siempre la posibilidad de que yo tuviera una buena opinión de ella.
»Sólo hablamos.
»No importa. Sabía lo que estaba haciendo. Rompió la promesa que me había hecho.
»Vuelve a perdonarla.
»No puedo creer que vayas a hacer daño a mi hija, sientas lo que sientas por mí. Eres el hijo de Eneas. ¿No presumía él de ser compasivo?
»Soy el hijo de Eneas», dijo Ascanio, «pero tengo entendido que le llamaste carnicero. Cualquiera te podrá decir que yo tengo menos corazón que mi padre.
Si él fue un carnicero, yo soy un cíclope. No, no voy a hacer daño a tu hija.
Simplemente dejaré que se muera al carecer de la cercanía de su árbol.
Después de que mis hombres y yo nos hayamos divertido con ella.
»Una vez, estando con su padre, había notado la semejanza que tenía con una araña venenosa. Todavía tenía el aspecto de poder escupirle veneno.
Me gusta estar aquí, madre», se apresuró a decir Pomona. «Han sido muy agradables conmigo, especialmente ese joven encantador que se llama Meleagro.
Pero estoy un poco cansada. Echo de menos nuestro árbol.» La salud había desaparecido de sus mejillas. Era como un higo asediado por las abejas.
Volumna habló con esfuerzo. «Muy bien, Melonia obtendrá la libertad.
»Ascanio no se molestó en ocultar su escepticismo; la verdad es que lo puso de manifiesto de la misma forma que hubiera blandido la cabeza de un enemigo en lo alto de una pica. «¿Pero la conservará una vez que devolvamos a Pomona?
Nunca he tenido razones para creerte salvo cuando has expresado tu irrazonable odio por los hombres.
»Tienes mi palabra. Te juro por Rumina, la madre nutricia, que...
»Tu palabra y tu diosa valen tanto para mí como el lodo de las orillas del Tíber. Sólo tu hija tiene algún valor para mí. Tengo la intención de conservarla hasta que tenga alguna prueba de tus promesas. Es cierto que está perdiendo el color, pero no creo que muera antes del tercer o cuarto día. Esas son mis intenciones. La mantendré en el palacio. Será alimentada, atendida, tratada como una invitada y no como una prisionera, tal y como la ves ahora. Mientras tanto, conduciré a mis mejores hombres —aproximadamente unos cincuenta de mis guerreros más curtidos— en vuestra cámara del consejo. Allí reunirás a tus dríadas —no tendrás la posibilidad de ordenar a tus abejas que caigan sobre nosotros— y hablarás a tus amigas sobre el Árbol... sobre tus mentiras... sobre los faunos. Quizá cuando escuchen la verdad encuentren que lo más adecuado es elegir una nueva reina. Una que trate a Melonia y a su hijo como se merecen. De lo contrario, seré yo el que tome la decisión por ellas y me ocupe de cierto árbol antiguo que hay en vuestro círculo de robles. En cuanto al hecho de hacer promesas que más tarde tengas intención de romper, debo decirte que carezco de la compasión de mi padre con referencia a la posibilidad de destruir a tu tribu. Eneas la perdonó porque Melonia creía que eran sus amigas. Pero sólo Segeta ha demostrado serlo. Puede que hayan ignorado a Melonia sólo porque te temen. Sea por lo que sea, lo cierto es que la vida de Melonia ha sido solitaria y sin amigos durante doce años, y lo mismo ha sucedido con la de su hijo que es mi hermano.
»Como quieras», dijo Volumna. «Convocaré al consejo para la hora antes de que se haga de noche.
»Ascanio se volvió a Cuco y a Lavinia. «¿Tiene la reina de las dríadas vuestro permiso para abandonar esta sala?
»Eres una mujer perversa», dijo Cuco. «¿Recuerdas el topo que mordió tus raíces cuando yo era pequeño? Fui yo quien le mandó. Ahora puedes marcharte, pero si haces daño a mi madre, te enviaré algo peor.
»Cuando dejó la sala, Lavinia susurró a Ascanio. «No me fío de ella. Sus ojos parecen cerrados hasta cuando están abiertos como platos.
»Ya lo sé», dijo Ascanio, «pero no tengo la menor intención de que me muerda.
»Ascanio era considerablemente menos confiado de lo que nadie hubiera podido imaginar por su manera de andar y por su aspecto externo... nadie salvo Cuco, que parecía saber siempre lo que sentía. Pero Cuco estaba a salvo en Lavinio, sin dejar de insistir en su deseo de acompañar a su hermano. «Guarda a Pomona», le había dicho Ascanio. «Haz que Lavinia le dé esa bebida hecha de bellotas. No servirá para salvarla porque no ha tenido un padre humano como tú, pero sí para prolongarle la vida, y la verdad es que no queremos que se nos muera estando en nuestras manos.
»Había colocado hombres a la entrada de la cámara del consejo para examinar a las dríadas que entraban y quitarles las horquillas venenosas y las otras armas que pudieran llevar. El se encontraba protegido en la cámara por hombres armados —unos veinticinco elegidos de entre los mejores— con espadas y escudos, grebas y corazas. Pero Volumna era tan traicionera como un fauno, y los fríos e impasibles rostros de sus amigas no inspiraban ninguna confianza.
Hizo su confesión sin evasiones, con los tonos secos y lacónicos de un centinela del ejército: la destrucción de su tribu por los leones; la muerte de su madre al año siguiente; su confianza en el fauno que se había convertido en su amigo sólo para violarla; la verdad acerca del Árbol.
No deseaba que conocierais una verdad tan dolorosa», concluyó Volumna.
Quise evitaros mi propio conocimiento y la consciencia de vuestra humillación. No pido que lo aprobéis, sólo os ruego que no me juzguéis.» El único movimiento que se produjo fue el de las temblorosas sombras arrojadas por las lámparas llenas de aceite de oliva y por el brasero abierto que proporcionaba los carbones para encenderlas. El único sonido era la respiración trabajosa de las dríadas, cuyos pensamientos resultaban tan imposibles de leer como sus rostros, y la respiración más ruidosa de hombres bravos pero temerosos que no deseaban parecer cobardes frente a aquellas mujeres que los odiaban.
Ascanio no podía leer los rostros de las dríadas que parecían un conjunto de pétalos blancos contrastados con la noche terrenal. Pero la verdad es que nunca había sido muy bueno a la hora de leer el rostro de una mujer, ni siquiera a la luz del sol. Un hombre podía aparentar rudeza o valor o tristeza. Le resultaba muy difícil parecer inescrutable. Una mujer, sin embargo, adoptaba la apariencia que deseaba, y entre sus posibilidades estaba la de adoptar la inescrutabilidad de una sibila.
Ni un solo niño había acudido al consejo, sólo estaban presentes las muchachas jóvenes y las mujeres maduras, es decir las personas que habían visitado el Árbol o estaban a punto de hacerlo. ¿Es duro para ellas, pensó Ascanio intentando imitar las sabias y cuidadosas deliberaciones de su padre.
Es duro para ellas aprender en tan poco tiempo que sus enemigos han sido sus amantes, que su dios es un mito, y que su reina, por las razones que sea, es una embustera.
Miraba cara tras cara e intentaba sentir piedad por ellas y se sorprendió al ver que, después de todo, no eran iguales en su impasibilidad, sino que actuaban de manera individual, que cada una de manera distinta experimentaba y ocultaba lo que les había sido revelado. Segeta no era Volumna; estaba helada pero no era fría, era escarcha pero no nieve. Rusina —¿se llamaba así la dríada que tenía las orejas parecidas a una polilla?— miraba alternativamente a Ascanio y a Volumna como si fuera presa de un espectro de dolor. Quizá quedaba esperanza para ellas. Quizá estarían dispuestas a elegir a una reina distinta de Volumna y el Bosque Maravilloso dejaría de ser una amenaza para los hombres, y las dríadas y los guerreros podrían charlar y quizá —¿quién podría saberlo?— hacer el amor. (Afrodita sabía que la mayoría de las mujeres eran seres sencillos y patéticos; troyanas ancianas, resecadas por mares hostiles; sus hijas, que no habían florecido en esta tierra ajena; y las sirvientas de Lavinia que, como ella, empezaban a decaer y a marchitarse tras pasar la flor de la juventud).
Era Segeta la que hablaba y dio la impresión de que confirmaba la esperanza de Ascanio. «Pero, Volumna, ¿no deberíamos haberles permitido que eligieran?
Hemos sido utilizadas por los faunos. Hemos abandonado a nuestros hijos varones para que los devoraran los leones. Nos hemos comportado cruelmente con Melonia y con su hijo.
»Os evité el dolor que implica tener que elegir. Esa es una prerrogativa de las reinas y también en ocasiones es su angustia.
»Pero ahora no tenemos elección. Ni siquiera tú la tienes mientras tu hija esté retenida en Lavinio.
»A la luz de aquellas lámparas centelleantes, Ascanio tuvo la impresión de que una resolución trágica se había reflejado en el rostro de Volumna. Había en ella una especie de grandeza. Hasta ahora siempre la había utilizado para el mal.
¿Lo seguiría haciendo ahora?
La reina alzó los brazos como si fuera a exhortar a su pueblo para que orara a la Madre nutricia.
Siempre hay posibilidad de escoger alternativas, aunque sea solamente la de elegir la manera en que vamos a morir.» La vida parecía desaparecer de su rostro, como si hubiera estado apartada de su árbol durante mucho tiempo.
Aplastada por el silencio y el cansancio cayó de rodillas. Ascanio estuvo a punto de sentir compasión por ella. Parecía que la reina estaba a punto de desvanecerse.
Había, sin embargo, otra entrada en la habitación, oculta en el sucio suelo —un círculo de madera con rebordes de cuero que Volumna estaba levantando como si se tratara de la tapa de un barril de vino—. Ascanio alzó su espada inmediatamente.
Volumna, mis hombres te matarán si intentas abandonar esta cámara.
»Esta cámara es mía», dijo la reina sonriendo. «Sois vosotros los que vais a abandonarla para dejar sitio a quienes son amigos míos.
»El horror entró en el lugar. Se trataba más bien de un centenar de horrores, de arañas venenosas. Como una insidiosa marea negra, fluyeron desde el pozo, desde las catacumbas de la tierra, desde el laberinto que llevaba al Hades. Era una marea negra que fluía como si estuviera exhortando a la luna, de una manera lenta, rítmica e inexorable. Ascanio había previsto un ataque de las abejas; había desarmado también a las dríadas quitándoles sus horquillas venenosas. Pero que utilizarían a las auténticas suministradoras de veneno, amadas por las dríadas, obedientes a ellas, mascotas de ellas como los gatos lo eran de los troyanos que no habían sido derrotados —era algo que sólo su padre podía haber previsto, evitando a la vez que tal amenaza tuviera resultados.
No cabía duda de que había una cantidad considerable de veneno en sus mandíbulas que brillaban con un destello ambarino a la luz de las lámparas... asemejándose a ramitas secas que hubieran sido arrastradas por el viento.
Había incluso una belleza letal en ellas, una fuerza tan natural como lo es la lava, que obedecía unas leyes que sobrepasaban el conocimiento de Ascanio, puesto que resultaban mortales para aquellos que intentaban detenerlas pero no eran conscientemente malas.
La habitación pareció morir. Era la luz que moría, las lámparas que se iban extinguiendo en rápida sucesión, debido también a rápidos soplidos de las dríadas que estaban más cerca de las mismas. Con aquella luz mortecina tuvo sólo tiempo de leer la sorpresa en la mayoría de los rostros de la gente que estaba allí reunida. Por una vez, no tuvieron tiempo para componer sus facciones de manera que se asemejaran a máscaras impasibles. No tenía la menor duda de que Volumna había planeado el ataque cuidadosamente, de que había conducido a las arañas venenosas desde el nido que tenían bajo su propio árbol, pero, por lo visto, no se había atrevido a aliarse en sus propósitos con todas las demás dríadas. Sólo había compartido su plan con aquellas cuya lealtad ella sabía que resultaría incuestionable incluso tras la revelación del asunto de los faunos. Pero era un pobre consuelo pensar que la mayoría de las dríadas no estaban preparadas para la traición de Volumna. En cualquier caso seguían siendo sus súbditos. Seguían siendo las dueñas de la marea que avanzaba aplastando las hojas secas con un sonido que era tan increíblemente inofensivo como el de las gotas de lluvia.
Ahora sólo podía ver los ojos verdes que brillaban con su propio fuego. La marea negra se había convertido en una noche estrellada. Hermosa, hermosa pero mortal. Dispuesta a extenderse con rapidez por sus pies produciendo innumerables muertes individuales. El era el rey, él era el hijo de Eneas. Tenía que hablar o que actuar para salvar a sus hombres.
Hablar primero, actuar después... resultaba difícil para este hombre de acción. «Volumna, ¿permitirás que muera tu hija?
»Sí, Ascanio. Y los hombres que dejaste en Lavinio pueden venir y destruir nuestros árboles. Pero vosotros moriréis. Tú y los hombres de esta habitación, y muchos de aquellos que vengan a vengaros.
»Algunas de las dríadas habían comenzado a dar silbidos de notas dulces como las de una flauta similares a los que emiten las señoras para llamar a sus mascotas. La ola había comenzado a dividirse, a separarse; las arañas se estaban moviendo entre los hombres.
Se salvó del primer ataque por los ojos. Se detuvieron y se fijaron en él. Pudo escuchar sus mandíbulas chasqueantes. Aun sin ver, visualizó en la oscuridad las ocho piernas contraídas, oscuras y peludas, que se estaban concentrando para dar el salto fatal. Tenía lanzas en sus costados, llevaba jabalinas mortales. Acabó con ella utilizando un arma aún más mortal; aplastó su cuerpo con la gracia de un guerrero que en la infancia había podido observar a Aquiles; cuando era más joven había combatido al lado de su padre. Sintió el crujido de aquellas patas; escuchó cómo el ruido de un cuerpo que se arrastraba por las hojas que había a su otro lado, se volvió y pisó salvajemente con su sandalia el lugar de donde procedía el ruido, y sintió a través de la suela de cuero cómo el cuerpo muscular se desvanecía en la muerte.
Su voz sonó como un escudo contra el que se hubiera golpeado. «Dríadas, vuestra reina ha dicho que siempre hay alternativas. Ahora podéis optar por la vida. Podéis elegir los padres de vuestros hijos. Sabéis que los faunos son unos salvajes malolientes. Pensáis que los hombres son unos salvajes. ¿Pero han tratado a vuestra reina con crueldad o traición?
»El silencio invadió la habitación. Un silencio que era tan resonante como el negro cuando se le compara con el color. No quedaba nada que decir; sólo había que actuar.
No podía golpear con su espada en la oscuridad; habría herido a sus amigos a la vez que a las dríadas. Sólo podía pisar a aquellos seres mortales de ocho patas, con su objetivo pintado en los ojos, en unos ojos fríos y que no parpadeaban, unos ojos que no podían ocultar. Quizá moriría; la mayoría de los hombres morirían también. Cuco se convertirá en un rey sabio. Pero, ¿qué sería de Melonia? Se vería bajo la maldición de una semiinmortalidad. Encerrada perpetuamente en su árbol, con el Sueño Blanco cediendo ante la verde primavera (aunque no para que Melonia pudiera disfrutar de ello); con los años convirtiéndose en generaciones (aunque no para que Melonia pudiera disfrutar de ello). Mi padre tenía razón. Su amor era muerte.
Aquí y allí, en respuesta a los dulces bisbisees pronunciados en voz baja, siguieron moviéndose aquellos seres horribles, rodeando a sus hombres, envolviéndole a él en un círculo... Levantó su escudo para enfrentarse con un segundo asalto y sintió un choque contra el agudo bronce.
Ya hemos padecido bastantes mentiras.» Habló la fría Segeta con fuego.
¿Porqué deberíamos morir para satisfacer el loco orgullo de una mujer dura y vieja? ¿Por qué deberíamos hacerlo por ella que está dispuesta a sacrificarnos a nosotras y a su hija a la vez? Ayudadme a encender las lámparas.
»Los carbones semiextinguidos del brasero, al recibir el soplo del aire, tomaron una tonalidad naranja. Segeta levantó un carbón con un brillante morillo de cobre. «Ayudadme a encender las lámparas.
»Los muros temblaron sobre la parda tierra y las amistosas raíces, y cada lámpara brilló como una luna separada. La noche comenzó a perder sus estrellas mortales.
Chus, chus», empezó a decir Segeta, devolviendo a las arañas a su nido, y otras se le unieron en la ejecución de aquel dulce y penetrante silbido exorcizante. Era como si la tierra reafirmara su supremacía sobre el Mundo Inferior, como si la vida proclamara su superioridad sobre la muerte.
Elegiremos una nueva reina, Ascanio.
»