CAPITULO IV
HABÍA poco tiempo para pensar en Melonia y en la manera en que parecía haber salido del ayer sin perder al mismo tiempo su juventud. Seguía siendo una muchacha de pelo verde acostumbrada a realizar infinitas y agudas preguntas, seguía siendo una niña muy vieja, una mujer muy joven, salvo por el hecho de que ya no esperaba encontrarse con otro Saltarín, ni con otro Bonus Eventus, ni con otro Eneas. Lo que había perdido no era ni la capacidad de asombrar ni la belleza, sino la esperanza.
Ahora sólo había tiempo para pensar en Cuco.
Detrás del hogar que había en el centro de la habitación, una escalera de madera llevaba hasta el segundo piso donde Ascanio dormía en una habitacioncita con una puerta dotada de pivotes, un astillero antiguo para las lanzas y una cama pequeña. Había perdido la cuenta de las veces que había subido por esas escaleras, duras como la piedra, fragante como el cedro, porque Cuco yacía en cama terriblemente enfermo, y Ascanio le había servido como sacerdote y médico, enfermera y hermano. Le había llevado una morcilla cocinada en la tripa de una oveja, procedente del hogar que había en el centro de la habitación. Pero Cuco no había podido tragar ni un pedazo. Le había llevado vino endulzado con miel y también leche de cabra, pero Cuco o lo había vomitado o había perdido el conocimiento tras unos cuantos sorbos
.Le había llevado vellones de lana para calentarlo cuando era presa del frío, y esponjas para refrescarlo de la fiebre, y se había sentado en la cama a su lado escuchándole cuando hablaba sobre su madre o preguntaba sobre su padre. Daba la impresión de que todas las enfermedades convergían sobre él como una hueste de demonios malignos que tuvieran como objetivo su destrucción, sin que hubiera nadie que conociera el remedio, incluyendo al médico sacerdote Alceo, un hombrecillo castaño de paso ligero que hacía pensar en los grillos y al que Ascanio detestaba por dar la apariencia de sentirse indiferente en una época tan desdichada.
Era ya el quinto día, y el peor, que Cuco había pasado separado de su roble en el Bosque Maravilloso. Quizá fuera el último. La enfermedad había comenzado el segundo día. Al tercero, Ascanio había manifestado su deseo de invadir el círculo de las dríadas con sus guerreros y devolver al muchacho a su árbol. Cuco le había disuadido con rapidez.
Te oirán llegar y quemarán el árbol. También se apoderarán de mi madre.» Su voz sonaba gruesa y cansada, pero gozaba de una silenciosa autoridad. Ni una sola vez había lanzado un gemido o una queja.
¿Cómo puedo ayudarte, Cuco?
»En el rollo que tenía mi madre acerca de la guerra de Troya se habla de un dios llamado Peón que sanaba a los olímpicos cuando eran heridos.
»Ya le he ofrecido seis ovejas y doce gallos blancos. ¿Qué dioses locales hay?
»Siempre se puede contar con Rumina, aunque hay que partir de la base de que es la diosa de Volumna, de modo que por ese lado no contamos con muchas esperanzas. Tendremos que esperar.
»La abuela de Ascanio y de Cuco, Afrodita, era la diosa del amor, no de la salud, pero por si acaso conocía al dios apropiado para tal enfermedad y podía interceder a favor de sus dos nietos —el enfermo y el preocupado—, le ofreció una sencilla oración
:Abuela, no voy a menudo a tu templo y sólo me he enamorado una vez, pero no castigues mis omisiones en Cuco. Es un buen muchacho —como su padre—.
Ayúdalo y yo haré cualquier cosa que me pidas. Hasta casarme.
»Nadie, salvo Alceo que había adquirido sus conocimientos en Troya, recibió permiso para entrar en la habitación. Alceo, y el joven Meleagro, el que le había hablado sobre la muerte de Eneas en la escaramuza con los rútulos. Meleagro era un muchacho delgado y pequeño que tocaba la lira como si fuera un fauno y que, demasiado poca cosa como para llevar una espada, manejaba una daga con la agilidad de un ladrón troyano. En una de sus terribles vigilias Cuco había dicho
:Mi madre me canta cuando estoy enfermo. ¿Ascanio, por qué no cantas para mí? Canta algo que sea triste pero no demasiado triste.
»Mi voz suena como un estanque de ranas. Pero conozco a alguien que puede cantar como un ruiseñor y también tocar la lira.
»Meleagro había adorado a Eneas. Llevó su lira y acudió al lado de la cama de Cuco y miró al muchacho con ternura y dolor y con el aspecto de aquel que había perdido a su propio hermano, Eurialo, y que comprendía por ello lo que Ascanio podía estar a punto de perder.
¿Querrás cantar para él?», preguntó Ascanio.
Meleagro cantó
:Atrapa al delfín azul
de la mañana en tu red.
Por la noche suéltalo
;Deja su sedoso ardor
a los pescadores que no tienen suerte.
»Todavía es por la mañana para nosotros», se apresuró a añadir Meleagro, «y hay un montón de delfines que atrapar. Quizá juntos podamos atrapar algunos.
»Cuco le sonrió agradecido. «Gracias, Meleagro. Cuando esté bien, ¿me enseñarás a utilizar la daga? Quiero acertar en el nudo de un árbol que esté a cincuenta pasos. El árbol de Volumna.
»Pero tú también tienes que enseñarme a vivir en el bosque, a encontrar comida, a capturar peces y animales.
»Con los peces se usa red. Con los animales hay que saber cuáles son enemigos y cuáles amigos. Las víboras y las comadrejas dan un estofado estupendo. Nunca atrapes un topo. Hazte amigo de los leones o apártate de su camino.
»¿Qué se debe hacer en relación con los osos?
»Cuco cerró los ojos.
Vuelve más tarde, Meleagro», dijo Ascanio. «Creo que tu canción le hizo bien.
»Le había animado pero no le había devuelto las fuerzas. Continuó debilitándose, perdiendo color y peso, como un árbol que pierde sus hojas y que tiembla ante la llegada del invierno.
Ascanio no servía para esperar. Hacía viajes innecesarios escalera arriba y escalera abajo, llevando desde comida a tazones con agua pasando por mantas, sacrificando ovejas y gallos entre subida y subida (mientras mantenía apartado a Alceo con expresiones lacónicas: «Ya lo haré yo sólo. Sé más de dioses de lo que sabes tú».)
Pero al quinto día no quedaba nada por hacer salvo esperar, y se sintió tan agotado como Cuco, que yacía pálido y exhausto en la cama, entre períodos de sueño y períodos de vigilia, con la manta arrojada a los pies y los huesos trasluciéndose a través de su carne azulada. El mismo Ascanio apenas había dormido en cinco días. Estaba sentado al lado de la cama sosteniendo la mano de Cuco y sin darse cuenta acababa tumbando todo lo largo que era a su lado, cayendo a continuación en un desasosegado duermevela, hasta el punto de que oía el rebuzno ocasional de los asnos en el recinto exterior, el taconeo de las botas y el trasiego de los criados que se entregaban a sus tareas de traer leña para el hogar grande que había en el salón, el murmullo nervioso de los hombres que habían perdido a su rey y que se reunían bajo la ventana esperando que el hijo del rey pronunciara una palabra.
Daba la impresión de que trepaba por un pozo lleno de secas hojas otoñales. Estiraba las manos para tocar las raíces y encontrar un lugar del que asirse pero sólo eran hojas crujientes que se rompían al contacto con él y que no le permitían acercarse más a la copa, donde una voz confusa hablaba palabras que no podía entender. Por fin, excavando con las manos de manera angustiosa se abrió camino saliendo de los muros que formaba la tierra y también de su sueño. Entonces vio que alguien estaba hablando.
Lavinia estaba sentada en el lado contrario de la cama. Tenía una copa con forma de cabeza de carnero y estaba alzando la cabeza de Cuco con la mano libre y ayudándole para que bebiera.
Esto te hará bien, Cuco.
»No puedo tragarlo.
»Inténtalo. Es algo nuevo que te dará fuerzas.
»¿Quién eres?
»Alguien que desea con todas sus fuerzas que te pongas bien.
»Cuco empezó a beber.
La cólera se apoderó de Ascanio como si fuera una tormenta de chispas que procedieran de un fuego atizado por el viento. Que Lavinia o cualquier otra mujer viniera sin ser llamada a las habitaciones de los hombres —que ella se atreviera a venir ahora, cuando Cuco estaba a las puertas de la muerte— era algo peor que desvergonzado, era imperdonable. ¿Y qué era aquel líquido verde y burbujeante que había en la copa?
Lo está envenenando, pensó. Desea, que el hijo póstumo de Eneas se convierta en el rey de Lavinio después de mí. No Cuco. No el hijo de Melonia.
Luchó para ponerse en pie, todavía drogado por el poco sueño roto tan rápidamente, y rodeó la cama para dar un golpe a la copa que Lavinia llevaba en la mano. Esta le miró sin que en sus ojos grandes y bovinos apareciera ni la sorpresa ni el miedo.
Ella no tenía derecho a estar en la habitación y a dar a su hermano una medicina primitiva que sin lugar a dudas no serviría para nada. ¿Hierbas recogidas a la luz de la luna llena? ¿Sangre de una oveja sacrificada a Furrina, la diosa de los infiernos?
Lavinia no interrumpió lo que estaba haciendo cuando vio a Ascanio dirigirse hacia ella ni tampoco bajó la copa de los labios de Cuco. Parecía que esperaba un golpe o, como poco, una orden de que abandonara la habitación, pero tenía la intención de volver a la primera oportunidad y renovar sus dosis. Parecía dotada de una obcecación estúpida pero inflexible.
Cuco había vaciado la copa
,¿Qué es eso, Lavinia? ¿Qué le has dado? Ya sabes que lo vomitará.
»Bellotas verdes», dijo. «Trituradas en vino de bayas. Te olvidas de que yo también soy una mujer del bosque.» La última capital de su padre, ahora gobernada por su hermano, era poco más que un villorrio al otro lado del Bosque Maravilloso; su «país» era una área de ciudad y de campos, granjas y bosques apenas mayor que el territorio que una vez estuvo rodeado por las murallas de Troya. «Cuando era niña jugaba con una muchacha dríada. Su madre le dio una bebida así una vez que tuvo fiebre y se curó rápidamente.
»La fiebre le viene de estar separado de su árbol. Escalofríos, hambre y también sed... ¿crees que las bellotas trituradas van a salvarlo?
»Las bellotas... y su padre», dijo Lavinia.
¿El espíritu de mi padre?», gritó Ascanio. Los espíritus que habían sido admitidos en el Hades no podían, aunque quisieran, volver para hacer daño o para ayudar a los vivos excepto por medio de visiones en estado de vigilia o de sueños cuando estaban dormidos.
Su sangre», dijo Lavinia. «La mitad de este muchacho es humana. Y su valor. Cualquier otro muchacho hubiera muerto al tercer o cuarto día.
»Era verdad. La mayoría de los hombres adultos hubiera muerto de estar tan enfermos como Cuco. Este no sólo no se había quejado, sino que incluso había intentado evitar que Ascanio se preocupara por él.
Ascanio se sentó en la cama al lado de Lavinia. Pasó un buen rato antes de que pronunciara una sola palabra. «No creo que nada pueda ayudarlo. Ni siquiera creo que pueda conservarlo en el estómago. Pero has querido ayudarle y eso es un buen gesto de tu parte. Sabes quién es, ¿verdad?
»Claro que lo sé. ¿Crees que deseo que muera simplemente porque es un hijo que mi marido tuvo con otra mujer? Siempre he sabido de Melonia. Los faunos me cuentan cosas igual que a ti. Ese que se llama Desastre sabe un montón de chismes. He envidiado a Melonia durante todos estos años. Es la última mujer a la que amó tu padre. Pero nunca la he odiado. Eneas era un dios. Cualquier mujer que pudiera escoger seguro que lo merecía. Yo no lo merecí ni siquiera cuando era una muchacha. Carecía de esa delicadeza que buscaba en las mujeres. Pero no voy a hacer daño a este hijo suyo. Voy a ayudarle si puedo.
»Ascanio la miró sorprendido. Era verdad que sus ojos eran grandes y redondos y carentes de brillo —¿eran grises o castaños? Era difícil reconocerlo— pero no eran opacos ni tampoco, estaba seguro, estúpidos
.La piel pálida y marchita, el cuerpo sin formas, los pechos caídos, las caderas demasiado anchas. ¿No había nada consolador en aquella vulgaridad? Aunque era una reina no exigía ni admiración ni obediencia. Lo que él había considerado estupidez era una falta de educación formal. No sabía leer; hablaba latín y ninguna otra lengua. Pero la educación formal no era lo mismo que la sabiduría. Nunca se había preocupado de amarla o de odiarla. Solamente sabía que le producía una sensación de profundo disgusto. («¿No te gustan mucho las mujeres, verdad?», le había preguntado Melonia). Tomó la mano de Lavinia y apretó sus dedos huesudos y callosos. Siempre estaba ocupada en el gineceo, más como una sirvienta que como una reina, aunque Eneas le había suplicado que dejara el trabajo a las criadas. Tejer, cocinar, cocer el pan de trigo, colocar la ropa sobre las rocas que había al lado del río Númico antes de que éste se internara en el Bosque Maravilloso, limpiar una mesa con tierra de batán... siempre ocupada, siempre siendo ella misma, una sencilla mujer del bosque que había conseguido al hombre que amaba pero no el amor de éste. Había sido una joven agradable que había perdido su juventud, pero que no había desperdiciado el tiempo con el maquillaje o el carmín, con las joyas o las ropas teñidas de púrpura; había realizado su tarea como esposa y mujer y, cuando se le pidió —cuando la gente acudió a ella para que curara a sus hijos o los consolara por la mala cosecha o el hijo perdido— como reina. «Tú y tus altivas maneras troyanas», le había dicho acusándolo. Las maneras de Lavinia eran humildes pero no bajas.
Cuco dormía un sueño profundo y tranquilo. No había vomitado la poción.
Ascanio y Lavinia lo vigilaban, en silencio y sentados a los dos lados de su cama; él sostenía la mano de ella y pensaba: Hace siete días perdió a su marido.
Yo perdí a mi padre pero encontré a mi hermano y a Melonia. Hasta que Cuco cayó enfermo, mi pena fue mitigada y la pude compartir y eso la convirtió en algo soportable. ¿Quién ha consolado a Lavinia salvo unas pocas mujeres ignorantes (aunque quizá igual que ella sean menos ignorantes de lo que yo he supuesto)?
Cuco abrió los ojos cuando el sol poniente empezó a asomarse como un ave Fénix por la ventana cuadrada.
Me gustaría tomar más vino de ese», dijo.
Ascanio miró a Lavinia.
¿Tienes más?», preguntó. Lavinia señaló una vasija de cuello largo que había a los pies de la cama.
¿Querrías llenarle una copa?», pidió Ascanio.
Esta vez Cuco pudo sostener la copa entre las manos y vaciarla de unos cuantos tragos.
Es muy bueno», dijo. «Ahora tenemos que empezar a pensar en mi madre.
»Ascanio abrazó a su pequeño hermano y pensó que se podían sentir sus escalofríos, de modo que lo abrazó aún con más fuerza para darle calor.
No llores», le dijo Cuco. «No me voy a morir», y Ascanio se dio cuenta entonces de que era él el que temblaba y no Cuco, pero no se sintió avergonzado, ni siquiera delante de Lavinia. Se volvió para sonreírle, para darle las gracias.
Pero Lavinia había abandonado la habitación. Su corpachón, sus sandalias ásperas y burdas, no habían hecho ningún ruido al pasar sobre los ladrillos rojos y azules del suelo.
¿Quién era la señora que me trajo el vino?
»Era Lavinia.
»¿La viuda de mi padre? Pero si estaba vestida como una sirvienta y no como una reina. Llevaba ese ropón liso y marrón sin ningún bordado con flores. Tenía la impresión de que las reinas usaban ropa púrpura. Teñida con la concha del murex.
»Siempre va vestida de esa manera.
»No importa. No necesita la púrpura. Es muy hermosa, ¿verdad?
»