CAPITULO V
LOS robles de las dríadas formaban un semicírculo mal trazado entre los robledales y hayedos. Un extraño podía caminar entre ellos y confundir el suave zumbido de sus movimientos con el producido por insectos industriosos y confundir sus puertas con grietas del tronco. Las pequeñas casas en forma de colmena se ocultaban entre las ramas, invisibles desde el suelo salvo por un ocasional brillo pardo que parecía formar parte del árbol.
Sólo un extraño entraría en aquel círculo, o un centauro, o Desastre o cualquier otro fauno que, a pesar de su bestialidad, pudiera ser útil; o una mujer volsca; y el extraño, si era varón y humano, escucharía un zumbido que no era de insectos y se sentiría traspasado por dardos agudos que no resultarían más dolorosos que los aguijones de una abeja, pero que lo matarían en unos segundos con el veneno de una araña; o quizá se vería asaltado por abejas reales que lo picarían hasta matarlo, aunque las abejas también morirían en el acto de clavarle el aguijón y las dríadas acostumbraban a utilizarlas sólo contra una amenaza terrible.
A Melonia le parecía que Volumna nunca había parecido más serena y confiada mientras salía de su árbol. Resultaba difícil creer, que no hubiera vivido en alguno de aquellos palacios historiados de la isla de Creta, que ahora se encontraban en ruinas, donde las reinas se sentaban en tronos flanqueados por grifos y se bañaban en bañeras de mármol con grifos de plata. El peinado hacia arriba de su pelo plateado, que todavía conservaba zonas de color verde, podía haber sido un conjunto de hojas cubiertas por un manto de hielo. El cuerpo que había debajo de la túnica verde era cautivador y despedía la fragancia de muchos perfumes. Había gobernado a su pueblo durante cerca de trescientos años, y había conseguido que lo temieran y respetaran en el Bosque Maravilloso. Había cumplido el destino que ella misma se había trazado.
Caminaba con la tranquilidad que le proporcionaba su poder y su éxito.
Eneas y Volumna, aunque enemigos, tenían mucho en común. Ambos eran dirigentes. Ambos habían madurado con los años, e incluso, aunque sus cabellos eran plateados, seguían siendo jóvenes en cierto sentido. Pero existía también una diferencia entre ellos tan grande como la que existía entre el mar y el bosque. Eneas no estaba tranquilo. Eneas todavía se sentía atormentado por las dudas y en su angustia, tal y como lo veía Melonia, descansaba su grandeza.
Ningún jefe había conseguido tener tranquilidad mientras los que estaban a su alrededor sufrían. Saltarín había muerto; Eneas, y no Volumna, le había llorado, y no sólo porque su hijo hubiera disparado la flecha fatal. («Todas las cosas mueren», le había dicho Volumna. «Y después de todo, sólo era un centauro... y además macho».)
Hija mía, me siento complacida porque has decidido visitar el Árbol. Te has vestido como corresponde a una hija digna de tu madre. El Dios se sentirá complacido.» La vestidura habitual de Melonia era una sencilla túnica y quizá un par de sandalias, pero ahora se había vestido para recibir al Dios: aretes de malaquita, aquella piedra de un ahumado color verde que parecía proceder de un profundo bosque cuya sombras se vieran tocadas pero no disipadas por la luz del sol; pulseras de esmeralda y crisopacio; una redecilla de plata con ruiseñores de pórfido para atarse el pelo; un alción labrado en calcedonia colgando de una cadena que llevaba alrededor del cuello.
Sí, pensó Melonia, pero no te sentirías tan complacida si supieras que prefiero tener un varón a una hembra; y que además no te voy a permitir que lo dejes abandonado; y que visitaría a Eneas en sus barcos y le contaría mis planes si no temiera que me siguiera después y pudiera ser capturado aumentando así el peligro que corre ya. Y lo que es más: voy a llamar a mi hijo Halción.
«¿Estabas enamorada de Saltarín?») («No lo sé... Me hizo pensar al principio.») ¿Estoy enamorada de Eneas? No lo sé. Me hace pensar en los principios y en la eternidad. Deseo tocar su pelo y besar su mejilla, y, sí, quiero besar su boca. Resulta extraño que el contacto de las bocas —hasta el pensamiento de ese contacto— pueda excitarme de esta manera. Siento como si unas abejas amistosas me estuvieran rozando la piel. Soy como el jacinto.
Cuando la libélula desciende de su jardín celestial, tiembla ante el peligro del asalto (He oído como gime). Y sin embargo, al final la baña alegremente en sus néctares e intenta evitar que vuelva al cielo (He oído cómo llora).
Vamos, iremos al Árbol Sagrado. Levana, Segeta.» Su voz sonó como una caracola entre los árboles. Las puertas se abrieron. Dos dríadas avanzaron a su encuentro. Otras miraron desde sus cabañas situadas entre los árboles.
Volumna aparentaba tranquilidad pero estaba espléndida. Sus ligeras sandalias apenas dejaban ninguna huella en la hierba; casi parecía flotar como si fuera la bruma de la mañana. (Se está imaginando que tendré una niña, que habrá un nuevo miembro en la tribu, pensó Melonia.)
Levana y Segeta, que habían dado a luz a una buena cantidad de hijas, empezaron a discutir sobre las alegrías de la maternidad.
Mi primer hijo fue un varón.» Dijo Segeta. Su pelo tenía el color verde oscuro del musgo y sus palabras sonaban arrastradas y ásperas como si procedieran de una cámara que se hallara entre las raíces de un árbol. Había dado a luz a siete hijas y a tres hijos y se consideraba que su edad debía superar los doscientos años.
Era un varón horrible. Cuernos, cascos, pelo y poco más. No me resultó difícil dejarlo abandonado. Pero cuando nació mi primera hija, sacrifiqué un panal de miel a Rumina.
»Pero el Árbol», preguntó Melonia. «¿Qué soñaste en el Árbol?
»Te he dicho una docena de veces que no me acuerdo.
»¿De nada en absoluto?
»De nada en absoluto. Pareció moverse una silueta en la sombra. Tuve miedo.
La primera vez, por lo menos, sentí una punzada de dolor en el vientre. Pero cuando me desperté y salí a la luz, sentí una gran paz. Y en menos de un mes supe que estaba embarazada del Dios.
»¿Y tú, Levana?
»La primera vez no fue Rumino el que me visitó. Fue Silvano, el perverso dios enano. Me torturó durante el sueño. Desperté con magulladuras en medio de un charco de sangre.
»¿Cómo era en tu sueño?
»Tenía cuernos, pero eran más crueles que los de un fauno. Eran nudosos y mohosos como si fueran ramas viejas. Y era enorme, enorme en sus partes masculinas, y el mirarlo me llenó de desagrado.
»Puaf, Segeta. Raramente viene y solamente lo hace con aquellas que han perdido el favor del Dios. Recuerdo que antes de tu primera vista al Árbol te mostrabas demasiado amistosa con un muchacho volsco.
»Jugueteamos en el Tíber, eso fue todo.
»Pues ya fue suficiente. Confío en que Melonia no haya encolerizado al Dios de ninguna manera. ¿Verdad, querida? Con referencia al Árbol sólo puedo decirte que es un misterio. ¿Quién podría decir cómo realiza su milagro el Dios salvo Rumina? Si he de hablar por mí misma, me pareció ver su rostro, suave como el ladrido tierno de un galgo joven, y no sentí ni miedo ni dolor. Como sabes, he visitado el Árbol más de veinte veces y he dado once niñas a la tribu.
»Y abandonado diez varones. ¿Por qué no me dices que los hombres —todos los hombres— son malos... y que Eneas tiene que morir?
)Vete ya, Melonia. Debemos dejarte en el confín de la pradera. Y cuando despiertes, no tendrás que hacerte preguntas sobre los misterios. Tu madre fue mi amiga más querida. Su hija será como mi propia nieta.» («¿Y mi hijo?») «Necesitamos mujeres valerosas que defiendan estos bosques contra los bárbaros como Eneas.
»Quizá», dijo Melonia, «se marchará con sus barcos.
»Quizá. Pero dedica tus pensamientos al Dios. Déjame los demonios a mí.
»Un frasco de ámbar barnizado colgaba de una cadena que llevaba alrededor del cuello. Quitó el tapón.
Vacía el frasco, Melonia.
»El líquido era oscuro y dulce... se parecía bastante al zumo de uva espesado con miel, pero también tenía el regusto amargo que le proporcionaba el jugo de amapolas. Las tres dríadas la miraron mientras cruzaba el último espacio que había entre la pradera y el Árbol. Quiso llamarlas, «Esperad», pero se dieron la vuelta y desaparecieron internándose en el bosque. Pero al entrar en el Árbol, tras hacer girar la puerta de madera sobre sus viejos goznes, sintió una pesadez que descendía por sus miembros, similar al letargo de aquel que ha caído en la nieve. Se acurrucó entre las suaves hojas secas y miró el tenue filo de luz que rodeaba la puerta. No podía distinguir los objetos que compartían el Árbol con ella. Cerró los ojos cuando empezaron a arderle y se entregó a la compañía de las hojas y al aroma agradable y suave del aire, y quizá a la de algún roedor, que compartía el mismo lugar caliente, y, por último, también se entregó al espíritu del Dios. Se sentía como si fuera el fuego que arde en el hogar. Ahora sabía porque sus amigas hablaban de sentirse como en una cuna caliente. Era como si la estuviera envolviendo en sus brazos y por vez primera pudo ver su rostro. Rumino. Padre. Dios. Palabras sin significado, en el pasado, para ella cuya tribu no pintaba retratos ni esculpía esculturas. Pero ahora se imaginó su rostro y también su cuerpo, y no se sorprendió de que se pareciera a Eneas, el hijo de un dios; el más divino de todos los hombres.
¿Estoy dormida o despierta? El quedarme dormida no podría proporcionarme un sueño tan dulce...
Estoy dormida y espero la venida del Dios.
Pero ahora tengo miedo... suena un ruido lejano como si pisaran hojas secas, pero ahora el ruido ha crecido, ha aumentado, se ha hecho ensordecedor bajo este mismo Árbol. Gritos. Golpes. Un temblor de tierra. El Dios y Silvano están combatiendo por mí.
«Silvano tiene cuernos, pero más crueles que los de un fauno...»
)No estaba sola en la habitación. Alguien había acudido a su lado desde la oscura catacumba de la tierra. Sintió el calor de su cuerpo, oyó como respiraba, y después, en su sueño, materializó encima de ella, luminoso en medio de la oscuridad y con todas las facciones del Dios, a Eneas. La alegría abrió su pecho.
El Dios ha ganado. Tendré un varón, tendré un varón...
En su sueño, lo llamó: «Rumino, dame un varón con tus facciones, con las facciones de Eneas. Lo alimentaré hasta que se haga un hombre y lo convertiré en el señor del bosque.
»El se puso de rodillas; ella sintió el contacto de su calor, su cuerpo deseaba el contacto de sus manos pero las manos de él la eludían.
Pareció que un vació frío se cernía entre ambos. No es suficiente. Me ha visitado pero no ha inspirado su espíritu en mi seno. Me ha encontrado indigna de su amor. No tendré ningún hijo, ni varón ni hembra. Esto es lo peor que podría sucederme. No era el asalto de Silvano sino el rechazo del Dios.
Por favor, por favor», gritó Melonia. «¿En qué te he ofendido?» El grito la arrancó de su sueño. Despierta y esperando, se encontraba tumbada en las cálidas hojas, pero sentía un frío tal que ningún fuego hubiera podido calentarla.
Una figura se movió entre ella y el filo de luz que rodeaba la puerta. No pudo distinguir su figura ni tampoco escuchó su respiración hasta que se aproximó a ella. ¿Era Rumino o Silvano?
¿Quién eres?» volvió a repetirlo, presa de una cólera repentina. «¿Quién eres? ¿Me has rechazado?
»El silencio la envolvió como si fuera un montón de hojas que descendieran sobre ella. «¿Silvano?
»Agarró la horquilla que llevaba en el pelo. ¿Sentían los dioses malos dolor?
Melonia.
»La voz tenía la profundidad de la espuma y la dulzura de una gaviota que llamara a su compañero a través de las agitadas aguas de un mar lleno de alciones.
Halción», gritó la dríada. «Por un momento te confundí con Silva no.» Se movió hacia él, tomó su mano, la atrajo hacia sí y apoyó su cabeza en su hombro. Sus brazos la rodearon tan suavemente como suave es el moho calentado por el sol, pero estaba impregnado por el aroma del mar, olía a sal y a espuma, no hacía falta que hablara de viajes que llegaban tan lejos como a las Islas Afortunadas y de batallas donde los hombres eran héroes en lugar de demonios. En las ventosas llanuras de Troya... La pérdida del Dios le parecía de escasa importancia al compararla con la alegría que le producía la llegada de Eneas. Pero el hijo... el hijo...
Halción, creo que el Dios me visitó pero no me dejó embarazada. Lo sé... sí, lo sé. Me dejó con el dolor de la vaciedad.
»Melonia, no existe el Dios. No hay nadie que viniera a verte al Árbol. Los dioses viven en el Olimpo o bajo la tierra o en el mar, y a veces vienen a nuestro encuentro —eso es cierto— y somos objeto de bendiciones o de maldiciones, según decidan. Pero creo que Rumino nunca acude a visitar a tu gente. Por lo menos no últimamente.
»Pero si no es el Dios... Halción, ¿qué estás diciendo? Alguien es el padre de nuestros hijos. ¿O acaso sólo Rumina; inspira la vida en nuestros vientres?
»No, Melonia.
»Entonces, ¿quién...?
»Los faunos.
»La verdad mordió sus entrañas como uno de aquellos cangrejos llenos de barro que había a la orilla del mar. Las dríadas del norte, las que gustaban de los faunos, las despreciables y caídas: ¿eran igual que su propio pueblo? Por supuesto que eran igual. ¿Por qué tenía miedo a plantearse la cuestión? Su miedo por el Árbol había reflejado una duda secreta.
Como Desastre.
»Sí.
»Y uno de ellos intentó llegar hasta mí mientras dormía. Y tú me protegiste.
Ese fue el ruido que escuché mientras estaba dormida.
»Fueron tres. Pero Ascanio me ayudó a romper unos cuantos cuernos. Ahora está protegiendo la entrada hasta que nos marchemos.
»Me hubieran tomado mientras dormía, uno tras otro. Como animales.
»Sí. Como animales. Pero los animales también pueden amar. Cuando yo era niño, vi a una loba morir de dolor después de que los cazadores mataran a su pareja. Los faunos te hubieran tomado con lujuria, no con amor. Pero Saltarín... ¿acaso no era él también medio animal? Y sin embargo te amaba. ¿Hubiera sido tan terrible de ser él el que te hubiera hecho el amor?
»Cuando me besó, sentí miedo y temor, pero sólo al principio. Después quise que tú me besaras.
»Yo quería más que un beso. El contacto de los labios es un acto de amor, pero los labios son sólo una pequeña parte de un cuerpo que ama. Incluso en el Mundo Inferior, nuestras almas siguen estando vestidas de cuerpos, y las almas no pueden tocar sin ir con sus ropas. Cuando me casé con Creusa aún no tenía veinte años y ella acababa de cumplir quince. Los dos éramos vírgenes. Yo había estado muy encerrado en mí mismo salvo en lo referente a las artes de la guerra.
Nunca había conocido las caricias de un amigo o de una muchacha. Nos sentíamos raros y asustados, y durante todo el tiempo nuestros parientes se estuvieron riendo y lanzando gritos desde fuera de la cámara nupcial. Pero yo le hice el amor a mi manera desmañada, y la vergüenza nos abandonó, y fuimos uno en todos los aspectos. Ascanio nos nació de esa unión. ¿Puede un niño nacer de un acto malo?
»Yo sé cómo te ama», dijo la dríada suavemente, «y cómo echáis de menos los dos a Creusa. Tienes un hijo magnífico.
»¿Y piensas que Creusa y yo éramos animales carentes de amor?
»No, Halción.
»Y Dido. La amé con un hambre oscura. Con poca dulzura y mucho miedo. Pero no con maldad.
»Ella se vio honrada por tu amor. Tú le ofreciste la vida y ella eligió la muerte. Fue una mujer de la que cualquiera se avergonzaría.
»Una mujer infeliz que confundió el verano con la primavera y quiso detener el paso del reloj de agua, las sombras que había en el espacio que marca las horas. Ahora debo dejarte, Melonia. Espera un poco antes de marcharte del Árbol y después puedes decir a tus amigas que has olvidado lo que soñaste. No serás la primera que no tiene un niño después de ser visitada por el Dios.
»Pero nunca regresaré aquí para ser tomada en la oscuridad por alguien como Desastre.
»Entonces entrégate a la luz a alguien que tome tu corazón antes de pedirte tu cuerpo. Habrá otros Saltarines.
»Era un hermano para mí. Lo sé ahora.
»Habrá hombres, no hermanos. Quizá... ¿mi hijo?
»No.
»Melonia, cometes una injusticia con él. Le gustas mucho.
»Oh, a mí él me gusta bastante. Se trata sólo de que yo siempre he estado pensando en alguien más.
»Eneas lanzó una mirada de perplejidad. La dríada no podía verlo en la oscuridad pero podía imaginarse sus suaves cejas contraídas por la duda.
Después de todo, era un niño sin mujeres. Sus diecisiete años le resultaban ahora a la dríada una carga pesada. En el tiempo que necesita una flor para abrir sus pétalos, había aprendido la verdad sobre el Árbol y la verdad sobre su propio corazón, y, no obstante, era Eneas y no ella quien se hallaba perdido a la hora de comprender. El sabio Eneas, que conocía los corazones de los hombres y los guiaba a través de los años y los peligros, era tan ignorante como un fauno lo es en relación con lo que sucede en el corazón de una muchacha.
Estúpido, estúpido Halción. A ti es a quien amo.
»Ah», dijo él, toda angustia en aquella expresión. «Creusa me amó. Dido me amó. Ahora son cenizas. Soy la muerte para las mujeres a las que amo. Quizá es una maldición lanzada sobre mí por Afrodita porque mi padre reveló la cita que habían tenido en el bosque.
»Creo que abandonaste tu maldición en Cartago, o que cayó al mar en algún sitio en el curso de una tormenta. En cualquier caso, la has perdido en algún sitio y no me siento en absoluto amenazada por la idea de verme reducida a cenizas. Es cierto que mi madre fue abatida por el rayo, pero tenía noventa y siete años, y yo sólo tengo diecisiete.
»Tengo que edificar una ciudad. Tú tienes que vivir en un árbol.
»Edifícala en la desembocadura del Tíber —por supuesto, con un alto muro para ahuyentar a los leones— y vendré a verte siempre que lo desees.
»¿Y arriesgarte a la cólera de Volumna?
»Silvano toma a Volumna. Debe gustarle. Halción, ¿me estás rechazando? Si es así, no me enfadaré. Nunca me pediste que te amara. He vivido en el Mundo Inferior toda mi vida. Qué puedo ofrecer al héroe de Troya, al fabuloso viajero, salvo tejerle un tapiz o una túnica. Reparar las velas de sus barcos. Pintar sus cascos. Puedo tocar la flauta mejor que Desastre y cantar tan dulcemente como el ruiseñor e incluso más melodiosamente. Hasta puedo leer rollos, egipcios y helenos, por no mencionar nuestro propio latín. ¿Sabías eso, Eneas? Y debo darme prisa por aprender la habilidad más importante de una esposa.» (Eneas parecía perplejo; podía verlo por la forma en que la miraba.) «Me refiero, por supuesto, a la cama. Todos esos truquitos que hacen que un hombre la prefiera a cualquier otro mueble.» (Había leído sobre aquello en sus rollos pero se había saltado los pasajes, ahora tendría que volver a ellos con finalidades de estudio.) «Soy poca cosa, supongo, en comparación con las reinas que has conocido. Creusa que te dio un hijo. Dido cuyos ojos ardían como el fuego. Pero Saltarín dijo que yo era bonita. ¿Soy bonita, Halción?
»Bonita es una palabra para describir a las margaritas. Tú eres como un jacinto surgido por un milagro de la tierra gracias a las hábiles manos de Perséfone.
»Me gustan mucho las margaritas. Son mucho más agradables y sensibles de lo que se supone. Pero sé que intentas hacerme un cumplido. ¿Me besarás, Halción? Quiero empezar a practicar. De lo contrario, nos chocaremos las narices.
»Si te beso, olvidaré mis años y mi maldición. Te haré el amor como un animal y como un hombre. Ya nos viste a Ascanio y a mí cuando nadábamos en el Tíber. Dijiste que no te asustaban nuestros cuerpos desnudos. ¿Era verdad?
»Pensé que eras apuesto, como dije. Me gustó la diferencia. Incluso ese apéndice del que a los machos os gusta jactaros.
»En Dardania tenemos un dicho que mi padre me enseñó. Me dijo que lo aprendió de Afrodita. El amor es una libélula. ¿Sabes lo que eso significa, Melonia?
»¿Por qué aquel adorable y atrayente hombre continuaba pronunciando su hermoso discurso cuando se podían utilizar mejor los labios para besar? Bueno, le devolvería imagen por imagen hasta que se cansara de poesía y recordara que los poemas no crean el amor, sino que es el amor el que crea los poemas.
Que viene suavemente y por sorpresa.
»Y se puede marchar de la misma manera.
»Todo pasa», dijo la dríada. «Pero regresa de nuevo. Cuando me echo para pasar el Sueño Blanco, tengo la absoluta seguridad de que me despertaré al mismo tiempo que se abran las primeras flores. Cuando me eche para el último sueño, espero que me despertaré en ese lugar llamado Campos Elíseos y que encontraré a mi madre y a Saltarín que me esperan. Y a ti. ¿Quieres que te diga lo que eres para mí?» Y entonces se puso a cantar
:Pájaro de la luna
,alción
surgido de los mares de mica
más allá de los abismos marfileños de la noche
,desciende
,desciende
y cúbreme de plata, aterrizando oscuramente
,con tu espuma lunar.
»Es mío, por supuesto. Mi madre me lo enseñó, pero yo cambié "gaviota" por "alción". Pero creo que ya hemos tenido suficiente poesía, mi querido Halción. ¿Nos damos un baño en el Tíber?» Se levantó la túnica por encima de la cabeza y la tiró sobre las hojas. Las horquillas, los brazaletes y los aretes siguieron al collar hasta que no quedó nada por quitar salvo la redecilla de pórfido que llevaba en el pelo, y ésta también la arrojó al otro lado de la habitación igual que si estuviera tirando una guirnalda que se hubiera marchitado.
¿Estás ya listo para nadar, Halción?
»Sí», susurró.
Abrió la puerta de una forma tan repentina que ésta se desprendió de sus goznes y el sol entró en el Árbol e iluminó la desnudez de Eneas como si se tratara de una maravilla labrada en bronce.
Melonia, alguien podría vernos.
»Mi pueblo podría aprender mucho si nos mirara. Igual que los faunos.
»Pero mi hijo...
»¿Cómo se piensa que llegó hasta aquí? Seguramente no sigue creyendo en los Árboles Sagrados.
»El jacinto, cansado por su larga subida de la parda ciudadela de la tierra, de su lucha por abrir sus pétalos, duerme entre la hierba, sueña al sol. Dormir y soñar... dormir y soñar. ¿No es suficiente?. Pero escuchad. Zumbido de alas...