Aunque tanto Alberti como Trithemius y Porta aportaron una contribución vital, la cifra se conoce como la cifra Vigenère en honor al hombre que la desarrolló en su forma definitiva. La fuerza de la cifra Vigenère radica en que no utiliza uno, sino 26 alfabetos cifrados distintos para cifrar un mensaje. El primer paso de la codificación es trazar lo que se denomina un cuadro Vigenère, tal como se muestra en la Tabla 3. Se trata de un alfabeto llano seguido de 26 alfabetos cifrados, consiguiéndose cada uno de ellos comenzando en la siguiente letra que el anterior. De esta forma, la línea 1 representa un alfabeto cifrado con un cambio del César de una posición, lo que significa que se podría usar para poner en práctica una cifra de cambio del César en la que cada letra del texto llano es reemplazada por la letra siguiente del alfabeto. De manera similar, la línea 2 representa un alfabeto cifrado con un cambio del César de dos posiciones, y así sucesivamente. La línea superior del cuadro, en minúsculas, representa las letras del texto llano. Se podría codificar cada letra del texto llano según uno de los 26 alfabetos cifrados. Por ejemplo, si se utiliza el alfabeto cifrado número 2, entonces la letra a se codifica como C, pero si se usa el alfabeto cifrado número 12, entonces la a se codifica como M.
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Si el emisor sólo utilizara uno de los alfabetos cifrados para codificar todo un mensaje, se trataría realmente de una simple cifra del César, lo que sería una forma muy débil de codificación, fácilmente descifrable por un interceptor enemigo. Sin embargo, en la cifra Vigenère se usa una línea diferente del cuadro Vigenère (un alfabeto cifrado diferente) para cifrar las diferentes letras del mensaje. En otras palabras, el emisor podría cifrar la primera letra según la línea 5, la segunda según la línea 14, la tercera según la línea 21, y así sucesivamente.
Para descifrar el mensaje, el receptor a quien va dirigido necesita saber qué línea del cuadro Vigenère ha sido utilizada para codificar cada letra, de manera que tiene que haber un sistema acordado para cambiar de línea. Esto se logra utilizando una palabra clave. Para ilustrar cómo se utiliza una clave con el cuadro Vigenère para cifrar un mensaje corto vamos a descifrar la frase desvíe tropas a la loma este, utilizando la clave HIELO. Para empezar, se deletrea la clave sobre el mensaje, repitiéndola las veces que sea necesario hasta que cada letra del mensaje quede asociada con una letra de la clave. El texto cifrado se genera de la manera siguiente. Para cifrar la primera letra, d, hay que comenzar por identificar la letra clave que hay sobre ella, H, que a su vez define una línea particular en el cuadro Vigenère. La línea que comienza con H, la línea 7, es el alfabeto cifrado que se utilizará para encontrar la letra que sustituirá a la d del texto llano. Observamos dónde se cruza la columna que comienza por d con la línea que comienza por H y resulta ser en la letra K. Por consiguiente, a esa letra d del texto llano la representa la K en el texto cifrado.
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Para codificar la segunda letra del mensaje, e, repetimos el proceso. La letra clave que hay sobre la e es la I, así que la codificamos mediante una línea diferente del cuadro Vigenère: la línea I (línea 8), que es un nuevo alfabeto cifrado. Para codificar la e observamos dónde se cruza la columna que empieza por e con la línea que comienza por I, y resulta ser en la letra M. Por consiguiente, a esa letra e del texto llano la representa la M en el texto cifrado. Cada letra de la clave indica un alfabeto cifrado determinado en el cuadro de Vigenère. La quinta letra del mensaje se codifica según la quinta letra de la clave, O, pero para codificar la sexta letra del mensaje tenemos que volver a la primera letra de la clave, H. Una palabra clave más larga, o quizá una frase clave, introduciría más líneas en el proceso de codificación e incrementaría la complejidad de la cifra. La Tabla 4 muestra un cuadro Vigenère, marcando las cinco líneas (esto es, los cinco alfabetos cifrados) definidos por la clave HIELO.
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La gran ventaja de la cifra Vigenère es que resulta inexpugnable para el análisis de frecuencia descrito en el Capítulo 1. Por ejemplo, un criptoanalista que aplica el análisis de frecuencia a un texto cifrado, generalmente comienza identificando la letra más corriente en el texto cifrado, que en este caso es la W, y entonces asume que representa a la letra más frecuente en castellano, la a. Pero, en realidad, la W representa tres letras diferentes, la s, la i y la o, pero no la a. Esto presenta un claro problema para el criptoanalista. El hecho de que una letra que aparece varias veces en el texto cifrado pueda representar en cada ocasión una letra diferente del texto llano genera una ambigüedad tremenda para el criptoanalista. Igualmente confuso es el hecho de que una letra que aparece varias veces en el texto llano pueda estar representada por diferentes letras en el texto cifrado. Por ejemplo, la letra e aparece dos veces en este, pero es sustituida por dos letras diferentes: la primera, por S, y la segunda, por I.
Además de ser invulnerable al análisis de frecuencia, la cifra Vigenère tiene un número enorme de claves. El emisor y el receptor pueden acordar usar cualquier palabra del diccionario, cualquier combinación de palabras, o incluso crear palabras. Un criptoanalista sería incapaz de descifrar el mensaje buscando todas las claves posibles porque el número de opciones es simplemente demasiado grande.
La obra de Vigenère culminó con su Traicté des Chiffres, publicado en 1586. Irónicamente, se trataba del mismo año en que Thomas Phelippes estaba descifrando la cifra de la reina María Estuardo. Si el secretario de María hubiera leído este tratado habría aprendido la cifra Vigenère, los mensajes de María a Babington habrían desconcertado a Phelippes y puede que la vida de María se hubiera salvado.
A causa de su solidez y su garantía de seguridad parecería natural que la cifra de Vigenère hubiera sido adoptada rápidamente por los secretarios de cifras de toda Europa. ¿No les hubiera supuesto un gran alivio tener acceso, de nuevo, a una forma segura de codificación? Por el contrario, los secretarios de cifras parecen haber desdeñado la cifra de Vigenère. Este sistema, a todas luces perfecto, permanecería prácticamente ignorado durante los dos siglos siguientes.
Del ignorado Vigenère al Hombre de la Máscara de Hierro
Las formas tradicionales de cifra de sustitución, las que ya existían antes de la cifra Vigenère, se llamaban cifras de sustitución monoalfabética porque utilizaban sólo un alfabeto cifra en cada mensaje. En cambio, la cifra Vigenère pertenece a una clase conocida como polialfabética, porque emplea varios alfabetos cifra en cada mensaje. La naturaleza polialfabética de la cifra Vigenère es lo que le da su fuerza, pero también hace que sea mucho más complicada de usar. El esfuerzo adicional requerido para poner en práctica la cifra Vigenère disuadió a mucha gente de utilizarla.
Para muchas de las finalidades del siglo XVII, la cifra de sustitución monoalfabética resultaba perfectamente adecuada. Si querías asegurarte de que tu criado no pudiera leer tu correspondencia privada, o si querías proteger tu diario de los ojos entrometidos de tu cónyuge, entonces el tipo de cifra tradicional era ideal. La sustitución monoalfabética era rápida, fácil de usar y segura contra gente sin conocimientos de criptoanálisis. De hecho, la cifra de sustitución monoalfabética simple perduró en diversas formas durante muchos siglos (véase el Apéndice B). Para aplicaciones más serias, tales como las comunicaciones militares y gubernamentales, en las que la seguridad era de suma importancia, la cifra monoalfabética directa resultaba claramente inadecuada. Los criptógrafos profesionales en guerra con los criptoanalistas profesionales necesitaban algo mejor y, sin embargo, se mostraban reticentes a adoptar la cifra polialfabética a causa de su complejidad. Las comunicaciones militares, en particular, requerían velocidad y simplicidad, ya que, como una oficina diplomática podía enviar y recibir cientos de mensajes cada día, el tiempo era esencial. Por consiguiente, los criptógrafos buscaron una cifra intermedia, que fuera más difícil de descifrar que una cifra monoalfabética directa, pero más sencilla de utilizar que una cifra polialfabética.
Entre las candidatas estaba la extraordinariamente efectiva cifra de sustitución homofónica. En ella, cada letra es reemplazada por una variedad de sustitutos, y el número de sustitutos potenciales es proporcional a la frecuencia de la letra. Por ejemplo, la letra a supone aproximadamente el 8 por ciento de todas las letras del inglés escrito, de manera que asignaríamos ocho símbolos para representarla. Cada vez que aparece una a en el texto llano sería reemplazada en el texto cifrado por uno de los ocho símbolos elegidos al azar, de forma que para el final de la codificación cada símbolo constituiría aproximadamente el 1 por ciento del texto codificado. En cambio, la letra b supone solamente el 2 por ciento de todas las letras, de manera que sólo asignaríamos dos símbolos para representarla. Cada vez que aparece la b en el texto llano se puede elegir uno de esos dos símbolos, y para el final de la codificación cada símbolo constituiría aproximadamente el 1 por ciento del texto codificado. Este proceso de asignar varios números o símbolos para que actúen como sustitutos de cada letra continúa con todas las demás letras, hasta llegar a la z, que es tan infrecuente que sólo tiene un símbolo que la sustituya. En el ejemplo ofrecido en la Tabla 5, los sustitutos en el alfabeto cifra son cifras de dos números, y hay entre uno y doce sustitutos para cada letra del alfabeto llano, dependiendo de la relativa abundancia de cada letra en el uso ordinario.
Podemos considerar que todos los números de dos cifras que corresponden a la letra a del texto llano representan el mismo sonido en el texto cifrado, concretamente el sonido de la letra a. De ahí el origen del término «sustitución homofónica»: homos significa «mismo» y phone significa «sonido» en griego. El propósito de ofrecer varias opciones de sustitución para las letras frecuentes es mantener el equilibrio de los símbolos en el texto cifrado. Si codificamos un mensaje utilizando el alfabeto cifrado de la Tabla 5, cada uno de los números constituiría aproximadamente el 1 por ciento del texto entero. Si ningún símbolo aparece con más frecuencia que ningún otro, un intento de desciframiento usando el análisis de frecuencia se ve seriamente amenazado. ¿Ofrece, por tanto, una seguridad perfecta? No del todo.
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El texto cifrado todavía contiene muchas pistas sutiles para el criptoanalista hábil. Como ya vimos en el Capítulo 1, cada letra de un idioma tiene su propia personalidad, determinada por su relación con todas las demás letras, y estos rasgos aún se pueden discernir, incluso si la codificación se realiza mediante la sustitución homofónica. En inglés, el ejemplo más extremo de una letra con personalidad distintiva es la letra q, que sólo aparece seguida por una letra, concretamente la u. Si estuviésemos tratando de descifrar un texto cifrado, podríamos comenzar por notar que la q es una letra infrecuente y, por tanto, es probable que esté representada sólo por un símbolo, y sabemos que la u, que supone aproximadamente el 3 por ciento de todas las letras, probablemente esté representada por tres símbolos. Así que, si encontramos un símbolo en el texto cifrado que sólo esté seguido por tres símbolos particulares, entonces sería razonable asumir que el primer símbolo representa la letra q y los otros tres símbolos representan a la u. Otras letras son más difíciles de localizar, pero también las delata su relación con las demás letras. Aunque la cifra homofónica es descifrable, es mucho más segura que una cifra monoalfabética simple.
Una cifra homofónica puede parecer similar a una cifra polialfabética en la medida en que cada letra de texto llano se puede codificar de muchas maneras, pero existe una diferencia crucial, y la cifra homofónica es en realidad un tipo de cifra monoalfabética. En la tabla homofónica anterior (Tabla 5), la letra a puede ser representada por ocho números. Característicamente, estos ochos números representan sólo a la letra a. En otras palabras, una letra del texto llano puede ser representada por varios símbolos, pero cada símbolo sólo puede representar a una letra. En una cifra polialfabética, una letra del texto llano también será representada por diferentes símbolos, pero —y esto es lo que la hace más confusa— estos símbolos representarán a letras diferentes a lo largo del proceso de una codificación.
Posiblemente, la razón fundamental por la que la cifra homofónica es considerada monoalfabética es que, una vez ha sido establecido el alfabeto cifrado, permanece constante durante todo el proceso de codificación. El hecho de que el alfabeto cifrado contenga varias opciones para codificar cada letra es irrelevante. Sin embargo, un criptógrafo que utilice una cifra polialfabética debe cambiar continuamente entre alfabetos cifrados claramente diferentes durante el proceso de codificación.
La alteración de la cifra monoalfabética básica de diversas maneras, tales como añadir homófonos, hizo posible cifrar mensajes de forma segura, sin tener que recurrir a las complejidades de la cifra polialfabética. Uno de los ejemplos más notables de una cifra monoalfabética mejorada lo constituyó la Gran Cifra de Luis XIV, la cual fue utilizada para cifrar los mensajes más secretos del rey, protegiendo los detalles de sus planes, conspiraciones y maquinaciones políticas. Uno de estos mensajes mencionaba a uno de los personajes más enigmáticos de la Historia de Francia, el Hombre de la Máscara de Hierro, pero la solidez de la Gran Cifra significó que el mensaje y su extraordinario contenido permanecerían sin ser descifrados y, por tanto, leídos, durante dos siglos.
La Gran Cifra fue inventada por el equipo formado por un padre y su hijo, Antoine y Bonaventure Rossignol. Antoine había alcanzado prominencia por vez primera en 1626, cuando le entregaron una carta codificada capturada a un mensajero que abandonaba la sitiada ciudad de Réalmont. Antes de que acabara el día ya había descifrado la carta, revelando que el ejército hugonote que había mantenido la ciudad estaba a punto de caer. Los franceses, que hasta entonces no habían sido conscientes de la desesperada situación de los hugonotes, devolvieron la carta acompañada de su desciframiento. Los hugonotes, al saber ahora que su enemigo no cedería, no tardaron en rendirse. El desciframiento había tenido como resultado una cómoda victoria francesa.
El poder del desciframiento de cifras se hizo obvio, y los Rossignol obtuvieron puestos elevados en la corte. Después de servir a Luis XIII trabajaron como criptoanalistas para Luis XIV, que estaba tan impresionado que trasladó las oficinas de los Rossignol junto a sus propios aposentos para que Rossignol père et fils tuvieran un papel central en el desarrollo de la política diplomática francesa. Uno de los mayores tributos a sus habilidades lo constituye el hecho que la palabra rossignol se convirtió en argot francés para designar un artificio que abre cerraduras, un reflejo de su destreza para abrir cifras.
El talento de los Rossignol para descifrar cifras les proporcionó la comprensión para crear una forma más sólida de codificación y fueron ellos los que inventaron la denominada Gran Cifra, tan segura que desafió los esfuerzos de todos los criptoanalistas enemigos que trataron de robar secretos franceses. Por desgracia, después de la muerte del padre y del hijo la Gran Cifra cayó en desuso y sus detalles exactos se perdieron rápidamente, lo que significó que los documentos cifrados de los archivos franceses ya no podían ser leídos. La Gran Cifra era tan sólida que incluso desafió los esfuerzos de las siguientes generaciones de descifradores.
Los historiadores sabían que los documentos cifrados por la Gran Cifra ofrecerían una idea única de las intrigas de la Francia del siglo XVII, pero ni siquiera para finales del siglo XIX habían conseguido descifrarlos. Entonces, en 1890, Victor Gendron, un historiador militar que investigaba las campañas de Luis XIV, sacó a la luz una nueva serie de cartas codificadas con la Gran Cifra. Incapaz de encontrarles algún sentido, se las pasó al comandante Étienne Bazeries, un distinguido experto del Departamento Criptográfico del Ejercito francés. Bazeries vio en las cartas el desafío supremo y se pasó los tres años siguientes de su vida tratando de descifrarlas.
Las páginas cifradas contenían miles de números, pero sólo 587 diferentes. Era obvio que la Gran Cifra era más complicada que una cifra de sustitución simple, porque ésta sólo requeriría 26 números diferentes, uno por cada letra. Inicialmente, Bazeries pensó que los números sobrantes representaban homófonos, y que varios números representaban a la misma letra. Explorar esta posibilidad le llevó meses de esfuerzo concienzudo, pero todo fue en vano. La Gran Cifra no era una cifra homofónica.
A continuación, se le ocurrió que cada número podía representar un par de letras, o dígrafo. Sólo hay 26 letras individuales, pero hay 676 posibles pares de letras, y esa cifra corresponde aproximadamente a la variedad de números que aparecen en esos textos cifrados. Bazeries intentó un desciframiento buscando los números más frecuentes en los textos cifrados (22, 42, 124, 125 y 341), asumiendo que posiblemente representaban los dígrafos más frecuentes en francés (es, en, ou, de, nt). En realidad, estaba aplicando el análisis de frecuencia al nivel de los pares de letras. Por desgracia, y de nuevo tras meses de trabajo, esta teoría tampoco produjo ningún desciframiento significativo.
Bazeries debía estar a punto de abandonar su obsesión cuando se le ocurrió una nueva línea de ataque. Quizá, la idea del dígrafo no estaba tan desencaminada. Comenzó a considerar la posibilidad de que cada número representara, no un par de letras, sino una sílaba entera. Trató de emparejar cada número con una sílaba, suponiendo que los números que aparecían con más frecuencia representaban las sílabas francesas más corrientes. Probó varias permutaciones tentativas, pero todas ellas dieron como resultado un galimatías, hasta que logró identificar una palabra particular. Un grupo de números (124-22-125-46-345) aparecía varias veces en cada página, y Bazeries postuló que representaban «les-en-ne-mi-s», es decir, «les enemis» (los enemigos). Esto resultó ser un avance crucial.
Bazeries pudo entonces continuar examinado otras partes de los textos cifrados donde aparecían estos números dentro de palabras diferentes. A continuación, insertó los valores silábicos derivados de «les enemis», lo que reveló partes de otras palabras. Como cualquier adicto a los crucigramas sabe, cuando una palabra está parcialmente rellenada, a menudo es posible adivinar el significado de esa palabra. Según Bazeries iba completando nuevas palabras, identificaba también nuevas sílabas, que a su vez llevaban a otras palabras, y así sucesivamente. Con frecuencia, se quedaba perplejo, en parte porque los valores silábicos nunca eran obvios, en parte porque algunos de los números representaban letras sueltas en vez de sílabas, y en parte porque los Rossignol habían puesto trampas dentro de la cifra. Por ejemplo, había un número que no representaba ni una sílaba ni una letra, sino que taimadamente suprimía el número previo.
Cuando el desciframiento se completó finalmente, Bazeries se convirtió en la primera persona que veía los secretos de Luis XIV en doscientos años. El recién descifrado material fascinó a los historiadores, que se centraron en una carta particularmente tentadora. Parecía resolver unos de los grandes misterios del siglo XVII: la verdadera identidad del Hombre de la Máscara de Hierro.
El Hombre de la Máscara de Hierro había sido objeto de mucha especulación desde que fue encarcelado en la fortaleza francesa de Pignerole, en Savoy. Cuando fue trasladado a la Bastilla en 1698, los campesinos trataron de verlo, aunque fuera fugazmente, y dieron muchas versiones contradictorias, afirmando algunos que era bajo y otros alto, rubio unos y moreno otros, joven algunos y viejo algunos otros… Hubo quienes llegaron a afirmar que no era un hombre, sino una mujer. Con tan pocos hechos, todo el mundo, de Voltaire a Benjamin Franklin, creó su propia teoría para explicar el caso del Hombre de la Máscara de Hierro. La teoría conspiratoria más popular con relación a la Máscara (como a veces se le denominaba) sugería que se trataba del gemelo de Luis XIV, condenado al encarcelamiento para evitar cualquier controversia sobre quién era el legítimo heredero al trono. Una versión de esta historia alega que existieron descendientes de la Máscara y, por tanto, una dinastía real oculta. Un librillo publicado en 1801 decía que Napoleón mismo era un descendiente de la Máscara, un rumor que, como realzaba su posición, el emperador no negó.
El mito de la Máscara inspiró incluso poesía, prosa y teatro. En 1848 Víctor Hugo había comenzado a escribir una obra teatral titulada Gemelos, pero cuando descubrió que Alejandro Dumas ya había optado por el mismo argumento, abandonó los dos actos que había escrito. Desde entonces, ha sido el nombre de Dumas el que ha quedado asociado con la historia del Hombre de la Máscara de Hierro. El éxito de su novela reforzó la idea de que la Máscara estaba emparentado al rey, y esta teoría ha persistido a pesar de la evidencia revelada en uno de los desciframientos de Bazeries.
Bazeries había descifrado una carta escrita por François de Louvois, el ministro de la Guerra de Luis XIV. La carta comenzaba enumerando los delitos de Vivien de Bulonde, el comandante responsable de conducir un ataque a la ciudad de Cuneo, en la frontera francoitaliana. Aunque le habían ordenado quedarse y resistir, Bulonde se sintió preocupado por la posible llegada de tropas enemigas desde Austria y huyó, dejando atrás sus municiones y abandonando a muchos de sus soldados heridos. Según el ministro de la Guerra, estas acciones pusieron en peligro toda la campaña de Piedmont, y la carta dejaba muy claro que el rey consideraba las acciones de Bulonde como un acto de extrema cobardía:
Su Majestad conoce mejor que nadie las consecuencias de este acto, y también es consciente de lo profundamente que nuestra fallida tentativa de tomar la plaza perjudicará nuestra causa, un fracaso que hay que reparar durante el invierno. Su Majestad desea que arrestéis inmediatamente al general Bulonde y hagáis que sea conducido a la fortaleza de Pignerole, donde lo encerrarán en una celda guardada por la noche, permitiéndosele caminar por las almenas durante el día cubierto con una máscara.
Ésta era una referencia explícita a un prisionero enmascarado en Pignerole, y a un delito suficientemente serio, con fechas que parecen encajar con el mito del Hombre de la Máscara de Hierro. ¿Esclarece esto el misterio? Como no era de extrañar, los que están a favor de soluciones más conspiratorias han encontrado fallos en Bulonde como candidato. Por ejemplo, existe el argumento de que si Luis XIV estaba realmente tratando de encarcelar secretamente a su gemelo no reconocido habría dejado una serie de pistas falsas. Quizá, la carta codificada se había escrito con la intención de que fuera descifrada. Quizá, el descifrador del siglo XIX había caído en una trampa del siglo XVII.
Las Cámaras Negras
Reforzar la cifra monoalfabética aplicándola a las sílabas o añadiendo homófonos puede que fuera suficiente durante el siglo XVII, pero para el XVIII el criptoanálisis empezaba a industrializarse, con equipos de criptoanalistas gubernamentales que trabajaban juntos para descifrar muchas de las cifras monoalfabéticas más complejas. Cada poder europeo tenía su propia Cámara Negra, como se denominaba a los centros neurálgicos para descifrar mensajes y acumular inteligencia. La Cámara Negra más célebre, disciplinada y eficiente era el Geheime Kabinets-Kanzlei de Viena.
Operaba según un horario riguroso, porque era vital que sus infames actividades no interrumpiesen el fluido funcionamiento del servicio postal. Las cartas que debían ser entregadas en las embajadas que había en Viena primero se mandaban a la Cámara Negra, a la que llegaban a las siete de la mañana. Los secretarios fundían los sellos de lacre, y un equipo de esteganógrafos trabajaba paralelamente para hacer copias de las cartas. Si era necesario, un especialista en idiomas se responsabilizaría de duplicar escrituras inusuales. En menos de tres horas las cartas habían vuelto a ser selladas en sus sobres y devueltas a la oficina de correos central, para poder ser entregadas en su destino previsto. El correo que estaba meramente en tránsito por Austria llegaba a la Cámara Negra a las 10 de la mañana y el correo que salía de las embajadas de Viena con destino al extranjero llegaba a la Cámara a las cuatro de la tarde. Todas estas cartas también eran copiadas antes de poder continuar su viaje. Cada día se filtraban unas cien cartas por la Cámara Negra de Viena.
Las copias pasaban a los criptoanalistas, que se sentaban en pequeñas cabinas, listos para extraer el significado de los mensajes. Además de suministrar inteligencia valiosísima a los emperadores de Austria, la Cámara Negra de Viena vendía la información que acumulaba a otros poderes europeos. En 1774 se llegó a un acuerdo con Abbot Georgel, el secretario de la embajada francesa, que le proporcionó acceso a un paquete de información dos veces por semana a cambio de 1000 ducados. Él enviaba entonces estas cartas, que contenían los planes supuestamente secretos de varios monarcas, directamente a Luis XV en París.
Las Cámaras Negras estaban logrando volver inseguras todas las formas de cifra monoalfabética. Enfrentados a semejante oposición criptoanalítica profesional, los criptógrafos se vieron forzados por fin a adoptar la cifra Vigenère, más compleja pero más segura. Gradualmente, los secretarios de cifras comenzaron a pasarse a las cifras polialfabéticas. Además de un criptoanálisis más eficaz, había otra presión que favorecía el paso hacia formas más seguras de codificación: el desarrollo del telégrafo, y la necesidad de proteger los telegramas de poder ser interceptados y descifrados.
Aunque el telégrafo, junto a la subsiguiente revolución de las telecomunicaciones, apareció en el siglo XIX, sus orígenes se remontan a 1753. Una carta anónima en una revista escocesa describió cómo se podía enviar un mensaje a través de grandes distancias conectando al emisor y al receptor con 26 cables, uno por cada letra del alfabeto. El emisor podía entonces deletrear el mensaje enviando pulsaciones de electricidad por cada cable. Por ejemplo, para deletrear hola, el emisor comenzaría enviando una señal por el cable h, luego por el cable o, y así sucesivamente. El receptor sentiría de alguna forma la corriente eléctrica que surgía de cada cable y leería el mensaje. Sin embargo, este «expeditivo método de transmitir inteligencia», como lo llamó su inventor, nunca llegó a construirse, porque existían varios obstáculos técnicos que debían ser superados.
Por ejemplo, los ingenieros necesitaban un sistema suficientemente sensible para detectar señales eléctricas. En Inglaterra, sir Charles Wheatstone y William Fothergill Cooke construyeron detectores a partir de agujas magnetizadas, que podían hacerse girar en presencia de una corriente eléctrica entrante. En 1839, el sistema Wheatstone-Cooke se utilizaba para enviar mensajes entre las estaciones de ferrocarril de West Drayton y Paddington, a una distancia de 29 km. La reputación del telégrafo y su extraordinaria velocidad de comunicación no tardó en extenderse, y lo que más contribuyó a popularizar su poder fue el nacimiento del segundo hijo de la reina Victoria, el príncipe Alfred, el 6 de agosto de 1844 en Windsor. La noticia del nacimiento se telegrafió a Londres, y en menos de una hora The Times estaba en las calles anunciando la nueva. El periódico daba crédito a la tecnología que le había permitido esta hazaña, mencionando que estaba «en deuda con el extraordinario poder del Telégrafo Electro-Magnético». Al año siguiente, el telégrafo ganó aún más fama cuando ayudó a capturar a John Tawell, que había asesinado a su amante en Slough, tratando de escapar saltando a un tren que se dirigía a Londres. La policía local telegrafió la descripción de Tawell a Londres, y éste fue arrestado en cuanto llegó a la estación de Paddington.
Mientras tanto, en Norteamérica, Samuel Morse acababa de construir su primera línea de telégrafo, un sistema que abarcaba los 60 km que separan a Baltimore de Washington. Morse utilizó un electroimán para mejorar la señal, de manera que al llegar al receptor fuera lo suficientemente fuerte para hacer una serie de marcas cortas y largas —puntos y rayas— sobre una hoja de papel. También desarrolló el código Morse, que ahora nos es tan familiar, para traducir cada letra del alfabeto a una serie de puntos y rayas, tal como aparece en la Tabla 6. Para completar su sistema diseñó una caja sonora, para que el receptor oyera cada letra como una serie de puntos y rayas audibles.
En Europa, el sistema Morse ganó gradualmente en popularidad al Wheatstone-Cooke, y en 1851 una versión europea del código Morse, que incluía letras acentuadas, fue adoptada por todo el continente. Según pasaban los años, el código Morse y el telégrafo tenían cada vez más influencia en el mundo, permitiendo a la policía capturar más criminales, ayudando a los periódicos a traer las noticias más recientes, proveyendo de valiosa información a las empresas y posibilitando que compañías muy distantes hicieran tratos instantáneos.
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Sin embargo, proteger estas comunicaciones, a menudo tan delicadas, era una gran preocupación. El código Morse mismo no es una forma de criptografía, porque no hay una ocultación del mensaje. Los puntos y las rayas son simplemente una forma conveniente de representar las letras para el medio telegráfico; en realidad, el código Morse no es otra cosa que un alfabeto alternativo. El problema de la seguridad surgió primordialmente porque cualquiera que quisiera enviar un mensaje había de entregarlo a un operador del código Morse, un telegrafista, que tenía que leerlo para transmitirlo. Los telegrafistas tenían acceso a todos los mensajes y, por tanto, existía el riesgo de que una empresa sobornase a un telegrafista para tener acceso a las comunicaciones de su rival. Este problema fue esbozado en un artículo sobre la telegrafía publicado en 1853 en la revista inglesa Quarterly Review:
También deberían tomarse medidas para evitar una gran objeción que se presenta en estos momentos con respecto a enviar comunicaciones privadas por telégrafo —la violación del secreto— porque en cualquier caso media docena de personas deben tener conocimiento de cada una de las palabras dirigidas por una persona a otra. Los empleados de la Compañía Inglesa de Telégrafo están bajo juramento de guardar secreto, pero a menudo escribimos cosas que resulta intolerable ver cómo personas extrañas leen ante nuestros ojos. Ésta es una penosa falta del telégrafo, y debe ser remediada de un modo u otro.
La solución consistía en codificar el mensaje antes de entregárselo al telegrafista. Entonces, éste traduciría el texto cifrado al código Morse antes de transmitirlo. Además de evitar que los telegrafistas viesen material delicado, la codificación también entorpecía los esfuerzos de cualquier espía que tratara de intervenir el cable telegráfico. Obviamente, la polialfabética cifra Vigenère era la mejor forma de asegurar el secreto para las comunicaciones de negocios importantes. Era considerablemente indescifrable, y se la conoció como le chiffre indéchiffrable. Al menos por ahora, los criptógrafos tenían una clara ventaja sobre los criptoanalistas.
Babbage contra la cifra Vigenère
La figura más fascinante del criptoanálisis del siglo XIX es Charles Babbage, el excéntrico genio británico más conocido por desarrollar el precursor del ordenador moderno. Nació en 1791, hijo de Benjamin Babbage, un rico banquero de Londres. Cuando Charles se casó sin el permiso de su padre perdió el acceso a la fortuna Babbage, pero todavía tenía suficiente dinero para gozar de seguridad económica y vivió como un erudito errante, aplicando su talento a cualquier problema que excitaba su imaginación. Sus inventos incluyen el velocímetro y el avisador de vacas, un aparato que se podía sujetar a la parte delantera de las locomotoras de vapor para apartar a las vacas de las vías del ferrocarril. Desde el punto de vista de los avances científicos, fue el primero en darse cuenta de que la anchura del anillo de un árbol dependía del tiempo que había hecho ese año, y dedujo que era posible determinar los climas pasados estudiando árboles muy antiguos. También se sentía fascinado por la estadística, y para divertirse trazó una serie de tablas de mortalidad, una herramienta básica para las compañías de seguros actuales.
Babbage no se limitó a abordar problemas científicos y de ingeniería. El coste de enviar una carta dependía de la distancia que tenía que viajar dicha carta, pero Babbage señaló que el coste del trabajo requerido para calcular el precio de cada carta era superior al coste del franqueo. Por eso, propuso el sistema que todavía utilizamos hoy día: un precio único para todas las cartas, independientemente de en qué parte del país viva el destinatario. También le interesaban la política y los temas sociales, y hacia el final de su vida comenzó una campaña para deshacerse de los organilleros y de los músicos callejeros que deambulaban por Londres. Se quejó de que la música «a menudo da lugar a un baile de golfillos harapientos, y a veces de hombres medio embriagados, que en ocasiones acompañaban el ruido con sus propias voces disonantes. Otro grupo muy partidario de la música callejera es el de las mujeres de virtud elástica y tendencias cosmopolitas, a las que ofrece una excusa decente para exhibir sus fascinaciones en sus ventanas abiertas». Por desgracia para Babbage, los músicos se defendieron reuniéndose en grandes grupos en torno a su casa y tocando lo más fuerte que podían.
El momento decisivo de la vida científica de Babbage llegó en 1821, cuando él y el astrónomo John Herschel examinaron una serie de tablas matemáticas, de las que se usan como base para los cálculos de astronomía, ingeniería y navegación. Los dos hombres se sentían indignados por la cantidad de errores que había en las tablas, que a su vez generarían fallos en cálculos importantes. Una serie de tablas, las Efemérides náuticas para encontrar la latitud y la longitud en el mar, contenía más de mil errores. De hecho, se culpaba a las tablas defectuosas de causar muchos naufragios y desastres de ingeniería.
Estas tablas matemáticas se calculaban a mano, y los errores eran simplemente el resultado de errores humanos. Esto hizo que Babbage exclamara: «¡Por Dios, ojalá hubiera realizado estos cálculos una máquina a vapor!». Esto marcó el principio de un esfuerzo extraordinario por construir una máquina capaz de calcular correctamente las tablas con un alto grado de exactitud. En 1823 Babbage diseñó el «Motor de Diferencias N.° 1», una excelente máquina calculadora que constaba de 25.000 piezas de precisión y que se debía construir con financiación del gobierno. Aunque Babbage era un brillante innovador, no se le daba tan bien poner en práctica sus ideas. Tras diez años de trabajo agotador, abandonó el «Motor de Diferencias N.° 1», inventó un diseño totalmente nuevo y se puso a construir el «Motor de Diferencias N.° 2».