16
En una calle de la que nunca había oído hablar, estaba esposado delante de un edificio que nunca había visto, una estructura de tal tamaño que todo mi campo de visión quedaba ocupado por una sola pared sin características especiales, en la que, un poco hacia mi derecha, vi una puerta de hierro diminuta… o, más bien, una puerta que parecía pequeña, pequeña como una ratonera metálica, por estar situada en aquella inmensidad de piedra gris y horrible. El bastón del policía que me había arrestado me pinchó para que me moviera, y salí obedientemente del vehículo sin ventanas en el que me habían transportado desde la macabra escena del fallecimiento de mi amante. Atravesé asombrado la calzada vacía y silenciosa, porque las calles de Bombay no son nunca silenciosas, ni están nunca, nunca, vacías… no hay un «silencio de la noche» o, hasta entonces, así lo había supuesto. Cuando me acerqué a la puerta vi que, en realidad, era sumamente grande, y se alzaba ante mí como la entrada de una catedral. ¡Qué enorme debía de ser la pared! De cerca, se extendía sobre y alrededor de nosotros, escondiendo la sucia luna. Sentí que se me caía el alma a los pies. Me di cuenta de que podía recordar muy poco del viaje. Atado en la oscuridad, había perdido evidentemente todo sentido de la dirección y del paso del tiempo. ¿Qué lugar era aquél? ¿Quién era aquella gente? ¿Eran realmente policías; estaba acusado realmente de tráfico de drogas y era ahora, también, sospechoso de asesinato; o me había pasado de página accidentalmente, de un libro de la vida a otro…? En mi estado de desdicha y desorientación, ¿se me había deslizado quizá el dedo de leer desde una frase de mi propia historia hasta este otro texto, descabellado e incomprensible, que había estado, por casualidad, inmediatamente debajo? Sí: evidentemente, se había producido algún deslizamiento.
—No soy un criminal —grité—. Y tampoco debo estar aquí, en este Inframundo. Ha habido algún error.
—Renuncia a esa esperanza engañosa, sinvergüenza —replicó el inspector—. Aquí, muchos bhoots del Inframundo, muchos tipos temibles, se convierten en sombras perdidas. ¡No hay error que valga, bally chump! ¡Entra! Dentro, la podredumbre es espléndida. —La gran puerta se abrió con muchos ruidos y quejidos. De pronto el aire se llenó de lamentos infernales. «¡Oooh! ¡Hei-hei! ¡Gruuh! ¡Oi-yoi-yoi! ¡Yarooh!» El inspector Shingh me dio un empujón poco ceremonioso.
—¡Izquierdo-derecho izquierdo-derecho un-dos un-dos! —gritó—. ¡Muévete, Belcebobo! La Otra Vida te espera.
Me condujeron, por pasillos oscuros que olían a excrementos y tormentos, a desolaciones y violaciones, unos hombres que restallaban látigos y, según me pareció, tenían cabeza de animal y serpientes venenosas por lengua. O el inspector se había ido o se había metamorfoseado en alguno de aquellos monstruos híbridos. Traté de hacer preguntas a los monstruos, pero su comunicación no llegaba más allá de lo físico. Golpes, empujones… hasta la punta de un látigo que me quemó ferozmente el tobillo: ésa era la suma de lo que tenían que decir. Dejé de hablar y me adentré en la cárcel.
Después de un largo rato, encontré mi camino bloqueado por un hombre con —entorné los ojos y lo miré atentamente— cabeza de elefante barbudo, que tenía en la mano una media luna de hierro que chorreaba llaves. Las ratas corrían respetuosamente entre sus pies.
—A este lugar traemos a los hombres impíos como tú —dijo el hombre elefante—. Aquí sufrirás por tus pecados. Te humillaremos de formas que ni siquiera has podido soñar.
Me ordenaron que me quitara la ropa. Desnudo, temblando en aquella noche cálida, fui obligado a entrar en una celda. Una puerta —toda una vida, toda una forma de entender la vida— se cerró a mis espaldas. Me quedé de pie en la oscuridad, perdido.
Prisión celular. El calor intensificaba el hedor de la basura. Mosquitos, paja, charcos de líquido y, por todas partes, en la oscuridad, cucarachas. Mis pies descalzos las aplastaban al andar. Cuando me quedaba quieto, me subían por las piernas. Al inclinarme despavorido para quitármelas, noté que mi pelo rozaba las paredes de mi cárcel negra. Las cucarachas pululaban sobre mi cabeza y me bajaban por la espalda. Las sentí por el estómago, cayéndome sobre el pubis. Comencé a sacudirme como una marioneta, golpeándome a mí mismo y gritando. Algo —un envilecimiento— había comenzado.
Por la mañana, algo de luz se abrió camino hasta la celda, y las cucarachas se recogieron para aguardar el retorno de la oscuridad. No había dormido; mi batalla contra aquellas criaturas inmundas había agotado todas mis fuerzas. Caí sobre el montón de paja que era mi única cama, y las ratas entraron aturrulladamente en agujeros de la pared. Una ventanita se abrió en la puerta de la celda.
—Muy pronto estarás cazando esas cucas crujientes para comértelas —se rió el guardián—. Hasta los presos vegetarianos las buscan al final; y tú, pienso ahora, eras antes, decididamente, no vegetariano.
La ilusión de la cabeza de elefante, lo vi entonces, había sido creada por la capucha de una capa (las batientes orejas) y un hookah (por nariz). Aquel tipo no era un Ganesha mitológico sino un bruto tosco y sádico.
—¿Qué lugar es éste? —le pregunté—. No lo he visto en mi vida.
—Vosotros los laad-sahibs —dijo desdeñosamente, enviando un largo chorro de esputo de vivo bermellón hacia mis pies—, vivís en la ciudad y no sabéis nada de su secreto, de su corazón. Para vosotros es invisible, pero ahora te lo han hecho ver. Estás en los calabozos de Bombay Central. Son el estómago, los intestinos de la ciudad. De manera que, naturalmente, hay mucha mierda.
—Conozco la zona de Bombay Central —protesté—. Estaciones de ferrocarril, dhabas, bazares. No he visto ningún lugar que se pareciera a éste.
—Una ciudad no se muestra a cualquier hijo de puta, follahermanas o follamadres —gritó el hombre elefante, cerrando de golpe la ventana—. Has estado ciego, pero ahora verás.
Cubo de la mierda, cubo de las gachas, el rápido deslizamiento hacia la absoluta degradación: os evitaré los detalles. Mis antepasados Aires y Camoens da Gama, y también mi madre, habían pasado temporadas en las cárceles británico-indias; pero esta institución made-in-India, posterior a la Independencia, iba más allá de lo peor que se pueda imaginar. No era sólo una cárcel; era una educación. Hambre, agotamiento, crueldad y desesperación son buenos maestros. Yo aprendí rápidamente sus lecciones: mi culpa, mi insignificancia, mi abandono por todos los que hubiera podido llamar míos. No merecía más que lo que me daban. Todos tenemos lo que nos merecemos. Me acurruqué contra una pared, con la frente sobre las rodillas y los brazos rodeando los tobillos, y dejé que las cucas fueran y vinieran.
—Esto no es nada —me consoló el guardián—. Espera a que empiecen las enfermedades.
Cuánta verdad, pensé. Pronto tendría tracoma, infecciones del oído interno, raquitismo, disentería, enfermedades de las vías urinarias. Paludismo, cólera, tuberculosis, tifoideas. Y había oído hablar de una nueva asesina, de una cosa sin nombre. Las putas se estaban muriendo de eso —convirtiéndose en esqueletos vivientes y pasando luego a mejor vida, según el rumor— y los chulos de Kamathipura lo estaban silenciando. No es que hubiera muchas posibilidades de que yo entrara en contacto ahora con ninguna puta.
Mientras las cucarachas se arrastraban y los mosquitos picaban, sentí que la piel se me caía realmente del cuerpo, como había soñado hacía tiempo que ocurriría. Pero, en esta versión del sueño, mi piel, al pelarse, se llevaba con ella todos los elementos de mi personalidad. Me estaba convirtiendo en nadie, en nada; o, mejor, me estaba convirtiendo en lo que habían hecho de mí. Era lo que el guardián veía, lo que mi nariz olía en mi cuerpo; aquello a lo que las ratas empezaban a aproximarse, con entusiasmo creciente. Era una basura.
Traté de aferrarme al pasado. En mi amarga confusión, traté de distribuir culpas; y, más que nada, culpaba a mi madre, a quien mi padre no sabía decir que no… Porque, ¿qué clase de madre caería en una provocación tan endeble para destruir a su hijo, a su único hijo…? ¡Bueno, un monstruo…! Ay, ha venido una era de monstruos. Jalyug, cuando la Kali bizca y de lengua roja, nuestra madre loca, se mueve entre nosotros causando estragos… Y recuerda, oh Beowulfo, que la madre de Grendel era más aterradora que el propio Grendel… Ay, Aurora, qué fácilmente te convertiste en infanticida… ¡Con qué fervor frío decidiste estrangular el último aliento de tu propia carne y sangre, expulsarlo de la atmósfera de tu amor a las profundidades sin aire del espacio, para que jadeara y pereciera horriblemente, con los ojos saltones y la lengua hinchada…! Hubiera querido que me hubieras pulverizado de bebé, madre, antes de volverme tan joven-viejo con mi cachiporra. Tenías valor para ello… para puñetazos y patadas, pellizcos y bofetadas. Mira, bajo tus golpes, la oscura piel del niño adquiere la iridiscencia típica de las magulladuras y superficies aceitadas. ¡Ay, cómo aúlla! La luna misma se oscurece con sus gritos. Pero tú eres implacable, inagotable. Y, cuando está despellejado, cuando es una forma sin fronteras, una personalidad sin muros, tus manos se cierran en torno a su cuello y aprietan, y aplastan; el aire brota de su cuerpo por todos los orificios disponibles, está echando la vida como un pedo, lo mismo que en otro tiempo tú, su madre, lo lanzaste a ella con otro… Y ahora sólo le queda un aliento, una última burbuja de esperanza estremecida…
—Wah, wah! —gritó el guardián, sacándome sobresaltado de mi ensueño autocompasivo y haciéndome saber que había hablado demasiado alto.
—¡Guárdate esas orejas grandes, hombre elefante! —chillé.
—Llámame lo que quieras —replicó él, afablemente—. Tu destino está ya escrito.
Yo me hundí, agachándome, y enterré la cabeza entre mis manos.
—Has hecho tu acusación —dijo el guardián—. Muy sólida, bhai. Condenadamente firme. Pero ¿y la defensa? Una madre debe ser defendida, ¿no? ¿Quién hablará a favor de ella?
—Esto no es un tribunal —respondí, presa del malsano vacío que queda cuando la cólera se va—. Si ella tiene otra versión, que la cuente cuando quiera.
—Está bien, está bien —dijo el guardián, con burlón apaciguamiento—. Mantén tu nivel. Para mí, como diversión no tienes rival. De primera. Felicitaciones, míster. Te felicito.
Y yo pensé en el loco amor, en todos los amours fous de las generaciones Da Gama-Zogoiby. Recordé a Camoens y a Belle, y a Aurora y a Abraham, y a la pobre Ina fugándose con el galán Cashondelivery «Country and Eastern». Hasta incluí a Minnie-Inamorata-Floreas con sus éxtasis en Jesucristo. Y, naturalmente, pensé —interminablemente, como un chico rascándose una herida— en Uma y yo mismo. Traté de aferrarme a nuestro amor, al hecho de su existencia, aunque había voces dentro de mí que se burlaban de la magnitud de mi equivocación con ella. Déjalo estar, me asesoraban las voces. Al menos ahora, después de todo eso, corta por lo sano. Pero yo seguía queriendo creer lo que los amantes creen: que la cosa en sí es mejor que cualquier alternativa, aunque sea no correspondido, o derrotado, o demente. Quería aferrarme a la imagen del amor como mezcla de espíritus, como mélange, como el triunfo de lo impuro, mestizo, conjuntando lo mejor de nosotros sobre lo que hay en nosotros de solitario, aislado, austero, dogmático, puro; del amor como democracia, como la victoria del ningún-hombre-es-una-isla, de los muchos Dos es compañía sobre los Unos del apartheid ralo y malo. Traté de ver la falta de amor como una arrogancia, porque ¿quién si no es el que no ama puede creerse completo, clarividente, sabelotodo? Amar es perder omnipotencia y omnisciencia. Todos caemos en el amor como ignorantes; porque es una especie de caída. Cerrando los ojos, saltamos de ese acantilado, con la esperanza de aterrizar suavemente. Y no es que sea siempre suave; pero, sin embargo, me dije, sin ese salto nadie viene a la vida. El salto mismo es un nacimiento, aunque termine en la muerte, en una rebatiña de comprimidos blancos y en el olor de almendras amargas de la boca sin aliento de tu amada.
No, dijeron mis voces. El amor, lo mismo que tu madre, te ha despreciado.
Mi propio aliento se hacía difícil; el asma me desgarraba y raspaba. Cuando conseguí dormitar, soñé curiosamente con el mar. Nunca hasta entonces había dormido fuera del alcance del sonido de las olas, de la colisión de las esferas del aire y del agua, y mis sueños suspiraban por ese sonido salpicante. A veces, en mis sueños, la mar estaba seca, o hecha de agua. A veces era un océano de lienzo, apretadamente cosido a la tierra a lo largo del borde de la playa. A veces la tierra era como una página desgarrada y el mar un vislumbre de la página oculta de debajo. Aquellos sueños me mostraron lo que no me gustaba que me mostraran: que era el hijo de mi madre. Y un día desperté de uno de esos sueños de mar en el que, mientras trataba de escapar de perseguidores desconocidos, llegaba a una corriente subterránea no iluminada, y una mujer envuelta en un sudario me dijo que nadase hasta más allá del límite de mi aliento, porque sólo entonces descubriría la playa única y singular en que podría estar seguro para siempre, la playa de la Fantasía misma; y la obedecí con determinación, nadé con todas mis fuerzas hasta el colapso de mis pulmones; y cuando finalmente cedieron y el océano se precipitó dentro de mí, me desperté jadeando, para encontrarme con la imposible figura de un hombre cojo con un loro en el hombro y un mapa del tesoro en la mano. «Ven, baba —me dijo Lambajan Chandiwala—. Es hora de que busques tu fortuna, dondequiera que se encuentre».
No era un mapa del tesoro, sino el dorado tesoro mismo: es decir, un documento que autorizaba mi inmediata puesta en libertad. No un pasaporte de cazador de fortunas, pero sí un golpe de fortuna inesperada. Me trajo agua limpia y ropa limpia. Se oyó girar las llaves en las cerraduras y el envidioso desvarío de los otros presos. El guardián, amo elefantino de aquel nido de ratas, de aquel superpoblado hotel de cucarachas, no apareció por ninguna parte; unos esbirros atemorizados y deferentes atendieron a mis necesidades. Al salir, no hubo demonios de cabeza de animal que me pincharan con sus tenedores o ulularan con lenguas de serpiente. La puerta estaba abierta, y era de tamaño corriente; la pared en que encajaba era sólo una pared. Ningún artefacto mágico nos aguardaba fuera —¡no, ni siquiera nuestro viejo chófer Hanum con su Buick de alas!— sino un taxi amarillo-y-negro corriente, que llevaba pintado con letritas blancas, en su negro salpicadero, Hipotecado al Khazana Bank International Limited. Entramos en calles conocidas, sobre las que planeaban anuncios conocidos de fabricantes de zapatos Metro y de compresas Stayfree; sobre vallas y en neón, cigarrillos Rothmans y Chaminar, jabones Breeze y Rexona, cera para muebles Time y papel higiénico Hope y palillos de margosa Life y alheña Love me dieron la bienvenida a casa. Porque en mi mente no había duda de que estaba en ruta hacia Malabar Hill y, si en mi horizonte por lo demás soleado había alguna sombra, era porque me sentía obligado a ensayar los viejos argumentos sobre el arrepentimiento y el perdón. El perdón de mis padres, evidentemente, era mío ahora; ¿debía ser mi arrepentimiento mi regalo de vuelta a casa? Pero al hijo pródigo le dieron la ternera gorda —lo amaron— sin tener que decir nunca que lo sentía. Y las amargas píldoras del arrepentimiento se me atravesaban en la garganta; como en el caso de toda mi parentela, había un exceso de tozudez en mi sangre. Maldita sea, fruncí el ceño, ¿de qué tenía que arrepentirme?… Estaba aproximadamente en este punto en mis cavilaciones, cuando registré el hecho de que nos dirigíamos al norte… no hacia el seno paterno sino lejos de él; de modo que aquello no era un retorno al paraíso sino otra etapa en mi caída.
Presa del pánico, comencé a farfullar. Lamba, Lamba, dile a este tipo. Lamba fue tranquilizador. Tómate algún tiempo de descanso, baba. Pero, para compensar a Lambajan, estaba el desprecio psitacoideo. Totah el loro, en el borde de la ventanilla trasera, chillaba su penoso desdén. Me hundí en mi asiento y cerré los ojos, recordando. El inspector examinaba el cuerpo de Uma y a mí me registraban también. Del bolsillo me sobresalía un rectángulo blanco.
—¿Es qué? —preguntó el inspector, acercándose (era casi una cabeza más pequeño que yo), empujando su bigote contra mi barbilla—. ¿Menta para el buen aliento?
Yo empecé a lloriquear enseguida, desvalidamente, sobre pactos de suicidio.
—¡Cállese la boca! —me ordenó el inspector, partiendo la pastilla en dos—. Chupe esto y veremos.
Aquello me despejó. Apenas me atrevía a abrir los labios; el inspector empujaba la media pastilla hacia mi boca. Pero si me matará, buen señor, me dejará frío junto a mi difunto amor. «En cuyo caso habremos encontrado dos personas muertas —dijo el inspector, como si fuera algo evidente—. Una triste historia de amor desgraciado».
Lector: me resistí a su petición. Unas manos me agarraron de los brazos las piernas el cabello. En un momento, estaba echado en el suelo, no lejos de la muerta Uma, cuyo cadáver estaba siendo un tanto zarandeado por aquella multitud, un tanto excesivamente impaciente, de pantalón corto. Había oído hablar de personas que habían muerto en lo que eufemísticamente se llamaba «encuentros con la policía». La mano del inspector me agarró la nariz y apretó… La falta de aire exigió toda mi atención. Y, cuando cedí a lo inevitable, ¡pop! Allá fue el comprimido fatal.
Sin embargo —como habréis adivinado— no me morí. La media tableta no sabía a almendras amargas sino a azúcar dulce. Oí al inspector decir: «El desalmado dio a la mujer la dosis letal, mientras él se regalaba con un caramelito. ¡Así que es un asesinato! La claridad del caso es extraordinaria». Y, mientras el inspector se metamorfoseaba en Hurree Jamset Ram Sing, el moreno nabab de Bhanipur de Bunter, los hombres de pantalón corto se convirtieron en una chusma de colegiales, en el terror de El Paso. La verdad es que se me llevaron a buen paso, trasladándome en volandas al ascensor. Y cuando el contenido de la potente pastilla me hizo efecto —a gran velocidad, dado mi sistema acelerado— todo comenzó a cambiar. «Yarooh, muchachos —grité, moviéndome convulsivamente en las garras cada vez más apretadas del alucinógeno—. Uh, os digo… dejadme».
Persiguiendo a un conejo blanco, dando tumbos hacia el País de las Maravillas, pasando junto a tábanos que se mecían, una muchacha tuvo que hacer su elección de cómeme y bébeme; preguntádselo a Alicia, como dice la vieja canción. Pero mi Alicia, mi Uma, hizo su elección, que no fue sólo cuestión de tamaño; y estaba muerta, y no podía responder. No me preguntes y no te diré mentiras. Ponedlo en su lápida. ¿Qué pensar de esas dos pastillas, la letal y la astral? ¿Había sido intención de mi amada morir y dejarme que, tras una sesión de visiones, sobreviviera; o contemplar mi muerte con unos ojos trascendentes de droga? ¿Era una heroína trágica; o una asesina; o, de alguna forma todavía insondable, ambas cosas a la vez? Había un misterio en Uma Sarasvati que se había llevado a la tumba. Pensé, en aquel taxi hipotecado, que nunca la había conocido y nunca la conocería. Pero ella estaba muerta, muerta con una expresión de espanto en el rostro, y yo me estaba abriendo camino, estaba renaciendo a una nueva vida. Ella merecía mi cariñoso recuerdo, el beneficio de la duda, y todos los sentimientos buenos y generosos que pudiera encontrar. Abrí los ojos. Bandra. Estábamos en Bandra.
—¿Quién ha hecho esto? —le dije a Lambajan—. ¿Quién ha hecho el truco de magia?
—Shh, baba —me apaciguó—. Dentro de muy poco lo verás.
Raman Fielding, en el jardín sombreado por gulmoohr de su chalet de Lalgaum, llevaba sombrero de paja, gafas de sol y ropa blanca de críquet.
—De primera —dijo con su voz de rana gutural—. Borkar, buen trabajo.
¿Quién era aquel Borkar?, me pregunté, y entonces vi saludar a Lambajan y comprendí que hacía mucho que había olvidado el verdadero nombre del marinero lesionado. De manera que Lamba era un hombre oculto del MA. Me había dicho que era religioso, y recordaba a medias que venía de una aldea situada en algún lado de Maharashtra, pero era vergonzoso que yo no supiera nada importante de él, ni me hubiera interesado saberlo. Mainduck vino hacia nosotros y dio palmaditas a Lambajan en el hombro.
—Un auténtico guerrero mahratta —dijo, echándome en la cara vapores de betel—. Bella Mumbai, Marathi Mumbai, ¿no es eso, Borkar? —Sonrió, y Lambajan, manteniéndose tan firmes como podía con una muleta, asintió:
—Sir Entrenador sir.
A Fielding le divertía la incredulidad de mi cara.
—¿Qué ciudad te crees que es ésta? —me preguntó—. En Malabar Hill bebéis whisky con soda y habláis de democracia. Pero nuestra gente guarda vuestras puertas. Creéis que los conocéis, pero ellos tienen también sus vidas y no os dicen nada. ¿A quién le importan los impíos tipos de Malabar Hill? Sukha lakad ola zelata. No hablas marathi. «Cuando arde el palo seco, todo se incendia». Un día la ciudad —mi bella Mumbai de nombre de diosa, no esta sucia Bombay de estilo inglés— se incendiará con nuestras ideas. Malabar Hill arderá y vendrá el Ram Rajya.
Se volvió hacia Lambajan.
—Por recomendación tuya he hecho muchas cosas. La acusación de homicidio ha sido retirada y se ha dictado un veredicto de suicidio. En cuanto al asunto de los estupefacientes, se ha orientado a las autoridades hacia los grandes badmashes, en lugar de hacia este pobre diablo. Y ahora dime por qué lo he hecho.
—Sí entrenador sí. —Y el viejo chowkidar se volvió hacia mí—. Pégame, baba —me animó.
Me cogió por sorpresa.
—¿Cómo dices?
Fielding dio una palmada, impaciente.
—¿Estás sordo o qué?
La expresión de Lambajan era casi suplicante. Comprendí que se había expuesto, que se había vuelto vulnerable, para salvarme de la prisión; que se lo había jugado todo para persuadir a Mainduck a fin de que moviera una montaña por mí. Ahora, al parecer, yo tenía que devolverle el favor y salvarlo, estando a la altura de sus elogios.
—Baba, como en los viejos tiempos —trató de convencerme—. Pégame aquí, aquí. —Es decir, en la punta de la barbilla.
Yo cogí aire y asentí.
—Muy bien.
—Sir permiso para dejar el loro sir.
Fielding movió una mano impaciente y se acomodó como si fuera de masilla en una silla de caña naranja gigantesca —pero sin embargo gimiente—, junto al estanque de los lirios. Las estatuas mumbadevi se agruparon a su alrededor para ver la demostración.
—Cuidado con la lengua, Lamba —dije, y lancé el golpe. Él cayó como un fardo, quedando inconsciente a mis pies.
—Muy bien —croó Mainduck, impresionado—. Dijo que ese puño torcido tuyo era un martillo que valía la pena tener. ¿Qué te parece? Parece ser verdad.
Lambajan volvió en sí, lentamente, masajeándose la barbilla.
—Nada para preocuparse, baba —fueron sus primeras palabras.
De pronto Mainduck inició una de sus famosas peroratas.
—¿Sabes por qué está bien que le hayas pegado? —gritó—. Porque yo lo he dicho. ¿Y por qué está eso bien? Porque soy dueño de su cuerpo y de su alma también. ¿Y cómo lo compré? Porque cuidé de su familia. Vosotros no sabéis siquiera cuántos familiares tiene en su aldea. Pero yo vengo haciendo que sus chicos estudien, resolviendo problemas de salud y de higiene desde hace años. Abraham Zogoiby, el viejo Tata, C. P. Bhabha, Cocodrilo Nandy, Kéké Kolatkar, Birlas, Sassoons, hasta la propia Madre India… creen que son los que mandan, pero el Hombre de la Calle no les importa nada. Pronto ese tipejo les demostrará que se equivocan. —Yo estaba perdiendo rápidamente el interés por la arenga, cuando él adoptó un tono más íntimo—. Y a ti, amigo Martillo —dijo—, te he resucitado de entre los muertos. Ahora eres mi zombi.
—¿Qué quieres de mí? —Pero, incluso mientras decía esas palabras, conocía no sólo la pregunta sino mi respuesta. Algo que había estado cautivo toda mi vida se había liberado cuando noqueé a Lambajan, algo cuya cautividad había hecho que toda mi existencia hasta entonces pareciera de pronto frustrada, pura reacción, caracterizada por varias clases de deriva; y cuya liberación estallaba sobre mí como mi propia libertad. En aquel instante supe que no necesitaba ya llevar una vida provisional, una vida de espera; no necesitaba ya ser lo que ascendencia, educación y desgracia habían decidido, sino que, por fin, podía entrar en mí mismo… en mi propia personalidad, cuyo secreto estaba contenido en aquel miembro deforme que durante demasiado tiempo había hundido en las profundidades de mi ropa. ¡Nunca más! ¡Ahora lo blandiría con orgullo! En adelante yo sería mi puño; sería un Martillo, no un Moro.
Fielding estaba hablando, sus palabras me llegaban rápidas y duras. ¿Sabes quién es tu papaji, allí arriba en su Siodi Tower? Ese hombre que ha arrojado de su seno a su único hijo varón, ¿puedes imaginarte lo profundo de su maldad, lo amplio de su falta de corazón? ¿Qué sabes del jefe de la banda musulmana al que llaman Scar?
Confesé mi ignorancia. Mainduck hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—Ya lo sabrás. Drogas, terrorismo, musulmanes-moghuls, ordenadores para-lanzar-sistemas-de-armas, escándalos del Khazana Bank, bombas nucleares. Hai Ram, cómo os mantenéis juntas las minorías. Cómo os unís contra los hindúes, qué buenos somos que no vemos qué peligrosa es vuestra amenaza. Pero ahora tu padre te ha enviado a mí y sabrás todo eso. Te hablaré hasta de los robots, de la fabricación de cybermen de derechos-de-las-minorías, de alta tecnología, para atacar y asesinar a los hindúes. Y en cuanto a los bebés, la marcha de los bebés de las minorías, que echarán a nuestros benditos bebés de sus cunas y les quitarán su sagrado alimento. Ésos son sus planes. Pero no prevalecerán. Hindu-stan: ¡el país de los hindúes! Derrotaremos al eje Scar-Zogoiby, a toda costa. Humillaremos sus rodillas poderosas. Mi zombi, mi Martillo: ¿estás con nosotros o contra nosotros, vas a ser recto o siniestro? Di: ¿estás con nosotros o sin?
Sin dudarlo, acepté mi destino. Sin detenerme a preguntar qué relación podía haber entre la diatriba antiabrahámica de Fielding y su supuesta intimidad con Mrs. Zogoiby; sin impedimento ni obstáculo; de buen grado, hasta alegremente, di el salto. A donde tú me has enviado, madre —a la oscuridad, fuera de tu vista—, ahí quiero ir. Los nombres que me has dado —marginado, fuera de la ley, intocable, repugnante, vil— los aprieto contra mi pecho y los hago míos. La maldición que me has lanzado será mi bendición y el odio con que me has salpicado el rostro lo beberé como un filtro amoroso. Desventurado, llevaré con orgullo mi vergüenza y mi nombre… lo llevaré, gran Aurora, como una letra escarlata bordada sobre mi pecho. Ahora me estoy zambullendo desde tu colina, pero yo no soy un ángel. Mi caída no es la de Lucifer sino la de Adán. Caigo hacia mi hombría. Y estoy contento de caer así.
—Sir derecho Entrenador sir.
Mainduck soltó un ruido poderoso de alegría y luchó por levantarse de la silla. Lambajan —Borkar— se acercó y le prestó ayuda.
—Vaya, vaya —dijo Fielding—. Bueno, ese martillo tuyo puede ser muy útil. Por cierto, ¿alguna otra habilidad?
—Sir cocinar sir —dije recordando tiempos felices en la cocina con Ezekiel y sus cuadernos—. Mulligatawny angloindio, carne con leche de coco del sur, kormas mughlai, shirmal cachemiro, murghi kababs; pescado de Goa, brinjal de Hyderabad, arroz dum, «club-style» Bombay, todo. Incluso, si te gusta, numkeen chai rosa y salado. —La alegría de Fielding no tuvo límites. Era evidente que era un hombre a quien le gustaba comer.
—Entonces eres un auténtico jugador completo —dijo, dándome golpes en la espalda—. Vamos a ver si tienes verdadera categoría, si puedes ocupar la importantísima posición número seis y hacerla tuya. R. J. Hadlee, K. D. Walters, Ravi Shastri, Kapil De. —(El equipo de críquet británico estaba en aquellos momentos de gira por Australia y Nueva Zelanda)—. En mi equipo siempre habrá sitio para un tipo así.
Mi época al servicio de Raman Fielding comenzó con lo que él llamaba un puesto de invitado «para conocerte» en la cocina de su casa, con gran disgusto de su cocinero habitual, Chhaggan Cinco-de-un-Golpe, un gigante de dientes afilados que parecía llevar un cementerio abarrotado dentro de su enorme boca.
—Chhaggan-baba es un hombre salvaje —dijo Fielding admirativamente, explicando el nombre del cocinero al hacer las presentaciones—. Una vez, en una lucha, le quitó de un mordisco a su adversario los dedos de los pies, todos de una vez.
Chhaggan me dirigió una mirada fulminante —con su figura incongruentemente desmelenada y de espantapájaros de medallón de cantina, en aquella, por lo demás, impecable cocina— y comenzó a afilar largos cuchillos y a rezongar alarmantemente.
—Pero es un encanto —rugió Fielding—. ¿Verdad, Chhaggo? No te enfurruñes ahora. El chef invitado debe ser acogido como un hermano. O quizá no —añadió, volviéndose hacía mí con sus pesados párpados—. Fue su hermano quien perdió aquella pelea. ¡Aquellos dedos, te lo juro! Parecían albóndigas de kofta, salvo por las uñas sucias.
Recordé la antigua historia de Lambajan de la pierna arrancada por un mordisco de un fabuloso elefante, y me pregunté cuánto de aquellos relatos de pérdidas-de-miembros vagaban por la ciudad, adhiriéndose al amputador o al amputado. Felicité a Chhaggan por el brillo de su cocina, y dije al personal que esperaba estar a la altura. El amor a la limpieza era algo que tenía en común con aquel viejo gato cariado, afirmé, sin hacer referencia al estilo personal, quizá un tanto irregular, de Cinco-de-un-Golpe; y además, añadí en silencio para mí mismo, un instrumento de guerra. Sus colmillos y mi puño; estábamos en paz, o eso pensaba. Le dediqué mi sonrisa más amable.
—Sir no hay problema sir —dije inteligentemente a mi nuevo jefe—. Los dos nos vamos a llevar muy bien.
En aquellos días de cocinar para Mainduck aprendí algunas de las complejidades del hombre. Sí, sé que actualmente están de moda las memorias del tipo ayuda-de-cámara-de-Hitler, y mucha gente está en contra y dice que no se debería humanizar lo inhumano. Pero lo que importa es que no son inhumanos, esos pequeños Hitler de estilo Mainduck, y es en su humanidad en donde tenemos que situar nuestra culpa colectiva, la culpa de la humanidad por las fechorías de los seres humanos; porque, si fueran sólo monstruos… si fuera sólo una cuestión de King Kong y Godzilla haciendo estragos hasta que los aeroplanos los derriban, entonces el resto de nosotros quedaríamos excusados.
Personalmente, no quiero que me excusen. Hice mi elección y viví mi vida. ¡Nunca más! ¡Se acabó! Quiero continuar con mi historia.
Entre sus muchos gustos no hindúes, a Fielding le gustaba la carne. Cordero (que era oveja), oveja (que era cabra), keema, pollo, kebabs: nunca le bastaba. Aplaudía a menudo a los parsis, cristianos y musulmanes carnívoros de Bombay —para los cuales, de tantas otras formas, no tenía más que desprecio—, por su cocina no vegetariana. No era ésa la única contradicción en el carácter de aquel hombre ilógico y feroz. Mantenía, y cultivaba cuidadosamente, una fachada de ignorancia, pero por toda su casa había Ganeshas antiguos, Shivas Natarajas, bronces Chandela, y miniaturas rajput y cachemiras que revelaban un interés auténtico por la gran cultura india. El excaricaturista había ido en otro tiempo a una escuela artística y, aunque nunca lo hubiera dicho en público, le quedaba una influencia. (Nunca le pregunté a Mainduck por mi madre pero, si realmente se sintió atraída hacia él, el testimonio de aquellas paredes me daba una nueva razón para ello. Aunque era también un testimonio de otra índole, una refutación del supuesto poder del arte para hacer mejores a las personas. Mainduck tenía las estatuas y los cuadros, pero su fibra moral seguía siendo de baja calidad, algo que, si se hubiera llamado a su atención, sospecho que habría sido motivo de orgullo para él).
En cuanto a los encopetados de Malabar Hill, le importaban también; más profundamente de lo que le gustaba admitir. Los antecedentes de mi propia familia lo halagaban; convertir a Moraes Zogoiby, único nieto del gran Abraham, en su hombre-Martillo personal era toda una excitación, con herencia o sin herencia. Se me asignó un alojamiento en la casa Bandra y me trató, siempre, con una insinuación de mimo que no hacía extensiva a ningún otro empleado; dejando deslizarse, a veces, el «usted» formal hindi, el aap de respeto, en lugar del tu del amo. Hay que decir en favor de mis colegas que no daban signos de resentimiento por ese trato especial, y en mi descrédito, supongo, que aceptaba todo lo que había: utilización regular del cuarto de baño de agua-corriente-fría-y-caliente, regalos de lungis y pijamas kurta, ofrecimientos de cerveza. Una educación blanda deja un residuo de blandura en la sangre.
Lo que era interesante era ver cuánto les importaba Fielding a los sangreazules de la ciudad. Había una corriente continua de visitantes que venían de Everest Vilas y Kanchejunga Bhavan, de Dhaulagiri Nivas, Nanga Parbat House y Manaslu Mansion y todas las superdeseables supertorres Himalaya de Malabar Hill. Los gatitos más jóvenes, elegantes y de moda, de la jungla urbana venían a merodear en sus terrenos de Lalgaum, y todos ellos tenían hambre, pero no de mis banquetes; estaban pendientes de las palabras de Mainduck y lamían todas sus sílabas. Él estaba en contra de los sindicatos, a favor de romper huelgas, contra las mujeres trabajadoras, a favor del sati, contra la propiedad y a favor de la riqueza. Estaba contra los «inmigrantes» de la ciudad, con lo que quería decir todos los que no hablaban marathi, incluidos los que habían nacido allí, y a favor de sus «residentes naturales», que incluían a los tipos de un medio marathi que acababan de bajarse del autobús. Estaba en contra de la corrupción del Congreso (I) y a favor de la «acción directa», con lo que quería decir actividades paramilitares en apoyo de sus objetivos políticos y el establecimiento de un sistema de sobornos propio. Se burlaba del análisis marxista de la sociedad como lucha de clases y alababa la preferencia hindú por la eterna estabilidad de la casta. En la bandera nacional, estaba a favor del color azafrán y en contra del color verde. Hablaba de una edad dorada «antes de las invasiones», en que los hombres y mujeres hindúes buenos podrían deambular libremente.
—Ahora nuestra libertad, nuestro amado país, está enterrado bajo las cosas que han construido los invasores. Ese auténtico país es el que debemos recuperar de debajo de las capas de imperios extranjeros.
Fue mientras servía mi propia cocina en la mesa de Mainduck cuando oí hablar por primera vez de la existencia de una lista de lugares sagrados en los que los conquistadores musulmanes del país habían construido deliberadamente mezquitas sobre los lugares natales de diversas deidades hindúes… y no sólo sus mezquitas, sino también sus residencias de campo y niditos de amor, por no hablar de sus tiendas favoritas y sus restaurantes preferidos. ¿Adónde podía ir una deidad para pasar una velada decente? Los mejores lugares habían sido acaparados por alminares y cúpulas en forma de cebolla. ¡No podía ser! Los dioses tenían también derechos y había que devolverles su antigua forma de vida. Los invasores tenían que ser rechazados.
Los ansiosos jovenzuelos de Malabar Hill asentían con entusiasmo. Sí señor, ¡una campaña en favor de los derechos humanos! ¿Qué podía ser más elegante, más de vanguardia?… Pero cuando empezaban, a su estilo carcajeante, a denigrar la cultura del Islam indio que yacía, como un palimpsesto, sobre el rostro de la Madre India, Mainduck se ponía de pie y tronaba contra ellos hasta que volvían a hundirse en sus asientos. Entonces les cantaba ghazals y les recitaba de memoria poesía urdu (Faiz, Josh, Iqbal)… hablándoles de los fastos de Fatehpur Sikri y del esplendor del Taj iluminado por la luna. Realmente, un tipo complicado.
Había mujeres, pero eran periféricas. Se las importaba de noche y él baboseaba sobre ellas, pero nunca parecía muy interesado. Tenía un instinto de poder en lugar de un instinto sexual, y las mujeres le aburrían, por muy asiduamente que trataran de retener su interés. Debo dejar constancia aquí de que nunca vi el menor signo de mi madre, y lo que veía me indicaba que cualquier relación entre ella y mi nuevo patrono hubiera sido asunto de muy poca duración.
Él prefería la compañía masculina. Había veladas en que, en compañía de un grupo de Jóvenes Aleros del MA, de azafranada cinta en la cabeza, organizaba una especie de miniolimpiada machista e improvisada. Había pulsos y luchas sobre el tapiz, competiciones de flexiones y combates de boxeo de salón. Lubricada con cerveza y ron, la asistencia llegaba a un punto de sudorosa, pendenciera, estentórea y, finalmente, agotada desnudez. En esos momentos, Fielding parecía auténticamente feliz. Despojándose de sus lungi de dibujo floreado, se tumbaba entre sus muchachos, picando, rascando, eructando, tirándose pedos, dando palmadas en las nalgas y palmaditas en los muslos.
—¡Nadie podrá con nosotros! —bramaba mientras perdía el conocimiento, en un estado de felicidad dionisíaca—. ¡Maldita sea! Ahora somos uno.
Yo me reunía con ellos cuando me lo pedían y, en aquellos combates de boxeo nocturnos, la reputación del Martillo creció cada vez más. Los cuerpos sudorosos y aceitados de los desnudos Jóvenes Aleros quedaban tumbados mientras les contaban hasta diez. (Aquellos olímpicos, amontonándose a nuestro alrededor en un cuadrilátero aproximado, cantaban los números al unísono: «¡Nueve…! ¡Diez…! ¡Kaó!»). Y Cinco-de-un-Golpe, igualmente, era el campeón de lucha entre todos nosotros.
Oíd: no niego que había muchas cosas en Mainduck que provocaban en mí fuertes reacciones de náusea y repugnancia, pero me enseñé a mí mismo a superarlas. Yo había enganchado mis fortunas a su estrella. Había rechazado lo viejo, porque lo viejo me había rechazado a mí, y no tenía sentido trasladar sus actitudes a mi nueva vida. Yo también sería así, resolví. Me convertiría en aquel hombre. Estudié a Fielding atentamente. Tenía que decir lo que él decía, hacer lo que hacía él. Era el nuevo camino, el futuro. Me lo aprendería como se aprende una carretera.
Pasaron semanas, luego meses. Por fin, mi período de prueba llegó a su fin; había superado alguna prueba invisible. Mainduck me llamó a su oficina, la del teléfono de la rana verde. Al entrar en ella, vi ante mí una figura tan aterradora, tan estrambótica, que, en un momento de espantosa iluminación comprendí que nunca había dejado realmente la ciudad fantasmal, la otra Bombay Central o Central Bombay en la que había sido precipitado tras mi detención en Cuffe Parade y de la cual, en mi ingenuidad, creí que Lambajan me había salvado en el taxi hipotecado de mi bendita carrera hacia la libertad.
Era la figura de un hombre, pero de un hombre con piezas metálicas. Una plancha de acero considerable había sido atornillada de algún modo al lado izquierdo de su rostro, y también una de sus manos era brillante y suave. Su peto de hierro, comprendí poco a poco, no era parte de su cuerpo sino una afectación, un adorno desafiante de la espeluznante figura de cyborg creada por la mejilla y la mano de metal. Era una moda.
—Di namaskar a Sammy Hazé, nuestro famoso Hombre-de-Hojalata —dijo Mainduck desde su asiento tras de la mesa—. Es el capitán del XI que se te ha designado. Ha llegado el momento de que te quites el gorro de cocinero, te pongas la ropas de críquet y saltes al campo.
La serie del «Moro en el exilio» —los controvertidos «Moros negros», nacidos de una ironía apasionada avasallada por el dolor y luego injustamente acusados de «negativismo», «cinismo» e, incluso «nihilismo»— constituía la obra más importante de Aurora Zogoiby en sus últimos años. En ellos, no sólo abandonó el palacio de la colina y los motivos mar-playa de sus pinturas anteriores, sino también el concepto de pintura «pura» mismo. Casi todas las obras contenían elementos de collage y, con el paso del tiempo, esos elementos se convirtieron en la característica dominante de la serie. La figura unificadora del narrador/narrado seguía estando normalmente presente, pero caracterizada cada vez más como un resto de naufragio, y situada en un ambiente de objetos rotos y desechados, muchos de los cuales eran cosas «encontradas», pedazos de embalajes o latas de vanaspati, fijadas a la superficie del cuadro y pintadas encima. Inusitadamente, sin embargo, el reimaginado Sultán Boabdil de Aurora estaba ausente de la que ha llegado a ser conocida como la pintura «transicional» de la larga serie del Moro, un díptico titulado La muerte de Chimène, cuya figura central —un cadáver de mujer atado a una escoba de madera— era mantenida en el aire, en el panel de la izquierda, por una multitud feliz y poderosa, como una estatua de un Ganesha sobre ratas, abriéndose camino hacia el agua el día del festival de Ganpati. En el segundo panel de la derecha, la muchedumbre se había dispersado y la composición se ocupaba sólo de una parte de la playa y del agua, en la que, entre efigies rotas y botellas vacías y periódicos empapados, estaba la mujer muerta, amarrada a su escoba, azul e hinchada, privada de belleza y de dignidad, reducida a la condición de trasto.
Cuando el Moro reaparecía, era en un medio sumamente fabulado, una especie de patio de trapero humano que se inspiraba en las casuchas y cobertizos jopadpatti de los moradores del pavimento y en los edificios a trozos de los grandes barrios pobres y los chawls de Bombay. Aquí todo era un collage, las chozas hechas con los desechos indeseados de la ciudad, chapa de hierro ondulada, pedazos de cajas de cartón, trozos nudosos de madera flotante, las puertas de coches aplastados, el parabrisas de un ritmo olvidado; y los edificios construidos con humo venenoso, con grifos de agua que habían iniciado peleas letales entre las mujeres que hacían cola (por ejemplo, hindúes v. judíos Bene-Issack), con suicidios de queroseno y los impagables alquileres cobrados con suma violencia por bhaiyyas y pathans; y la vida de la gente, bajo la presión que sólo se siente en la parte de abajo de la pirámide, se había vuelto también una amalgama, tan a trozos como sus hogares, hecha de pequeños hurtos, cascotes de prostitución y fragmentos de mendicidad, o, en el caso de las personas que se respetaban más a sí mismas, de un limpiar zapatos y de guirnaldas de papel y pendientes y cestos de caña y camisas de un-paisa-por-costura y leche de coco y de cuidar coches y de pastillas de jabón carbólico. Pero Aurora, para quien el reportaje nunca había bastado, había empujado su visión varias etapas más allá; en sus cuadros era la gente misma la que estaba hecha de residuos, la que era collages compuestos por lo que la ciudad no valoraba: botones perdidos, limpiaparabrisas rotos, trapos, libros quemados, películas veladas. Personas que iban incluso a escarbar buscando sus propios miembros: descubriendo grandes montones de partes del cuerpo cortadas, y que no eran demasiado exigentes, no podían permitirse ser caprichosas, de forma que muchas de ellas terminaban con dos pies izquierdos o renunciaban a buscar nalgas y se colocaban un par de pechos amputados regordetes en donde hubiera debido estar el trasero que les faltaba. El Moro había entrado en el mundo invisible, el mundo de los fantasmas, de la gente que no existía, y Aurora lo había seguido en él, obligándolo a la visibilidad, por la fuerza de su voluntad artística.
Y la figura del Moro: solo ahora, sin madre, se hundía en la inmoralidad, y era mostrado como una criatura de sombras, degradado en escenas de libertinaje y de crimen. Parecía perder, en esas últimas pinturas, su antiguo papel metafórico de unificador de contrarios y portaestandarte del pluralismo, dejando de ser un símbolo —por aproximado que fuera— del nuevo país, y siendo transformado en cambio en una figura semialegórica de decadencia. Aparentemente, Aurora había decidido que las ideas de impureza, adición y mezcla, que habían sido, durante la mayor parte de su vida creativa, lo más próximo que había encontrado a una idea de Dios, eran de hecho susceptibles de distorsión y contenían posibilidades de oscuridad lo mismo que de luz. Aquel «Moro negro» era una nueva imaginación de la idea de lo híbrido… una baudelairiana flor —no sería demasiado exagerado sugerir— del mal:
… Aux objets répugnants nous trouvons de appas;
Chaque jour vers l’Enfer nous descendons d’un pas,
Sans horreurs, à travers des ténèbres qui puent[1].
Y de debilidad; porque se convirtió en una figura obsesionada, sacudido por los fantasmas de un pasado que lo atormentaban aunque él se acobardaba y les pedía que se fueran. Luego, lentamente, se volvió fantasmal, se convirtió en un Fantasma que Anda, y se hundió en la abstracción, le robaron joyas y rombos, y los últimos vestigios de su gloria; obligado a ser soldado en el ejército de algún pequeño caudillo (en esto Aurora —de forma muy interesante— se mantuvo próxima, por una vez, a los hechos históricamente establecidos sobre el sultán Boabdil), reducido a una condición de mercenario donde en otro tiempo había sido rey, se convirtió rápidamente en un ser amalgamado, tan lastimoso y anónimo como aquellos entre los que se movía. La basura se acumuló, enterrándolo.
Se utilizaba repetidas veces el formato de díptico y, en los segundos paneles de esas obras, Aurora nos dio esa serie angustiada, magistral y terriblemente desprotegida de sus últimos autorretratos, en los que hay algo de Goya y algo de Rembrandt, pero mucho más de una salvaje desesperación erótica de la que existen pocos ejemplos en toda la Historia del Arte. Aurora/Ayxa estaba sentada sola en esos paneles, junto a la infernal crónica de la degradación de su hijo, y nunca derramaba una lágrima. Su rostro se volvía duro, casi de piedra, pero en sus ojos brillaba un horror nunca nombrado… como si estuviera viendo algo que la hubiera golpeado en las profundidades mismas del alma, algo que estaba ante ella, en donde cualquiera que mirase los cuadros estaría naturalmente… como si la raza humana misma le hubiera mostrado su rostro más secreto y terrorífico y, al hacerlo, la hubiera petrificado, convirtiendo en piedra su vieja carne.
También en los paneles de Ayxa, reaparecían los temas gemelos de los dobles y de los fantasmas. Un fantasma-Ayxa obsesionaba al abasurado Moro; y, detrás de Ayxa/Aurora, a veces, se cernían las débiles imágenes traslúcidas de una mujer y un hombre. Sus rostros se habían dejado en blanco. ¿Era la mujer Uma (Chimène) o era la propia Aurora? ¿Y era yo —o, más bien, el Moro— aquel fantasma macho? ¿Y si no era yo, quién? En aquellos retratos de «fantasmas» o «dobles», la figura de Ayxa/Aurora parece —¿o me lo imagino?— acosada, como parecía Uma cuando fui a verla después de la noticia del accidente de Jimmy Cale. No me lo imagino. Yo conozco ese aspecto. Parece como si se estuviera desmoronando. Parece perseguida.
Lo mismo que en esos cuadros, me persigue. Como si fuera una bruja sobre un peñasco, mirándome en su bola de cristal, con un mono alado a su lado. Porque era cierto: yo avanzaba por esos lugares oscuros, por la luna, detrás del sol, que ella creaba en su obra. Yo habitaba sus ficciones y los ojos de su imaginación me veían claramente. O casi: porque había cosas que ella no podía imaginar, cosas que ni siquiera sus ojos penetrantes podían ver.
De lo que no se daba cuenta en sí misma era del esnobismo que revelaba su rabia desdeñosa, su miedo a la ciudad invisible, a su propia malabaridad. ¡Qué radicalmente Aurora, la reina de los nacionalistas, hubiera odiado aquello! Que le señalaran que, en sus últimos días, era sólo otra grande dame de Malabar Hill, bebiendo té a sorbitos y mirando con desagrado al pobre que había a su puerta… Y de lo que no se daba cuenta en mí era de que, en aquel estrato surreal, con un hombre de lata, un espantapájaros dentudo y una rana cobarde por compañía (porque Mainduck era sin duda un cobarde… no hacía nada de su propio trabajo sucio), descubrí, por primera vez en mi vida corta-larga, un sentimiento de normalidad, de no ser nada especial, una sensación de estar entre espíritus afines, entre gente-como-yo, que es la cualidad que define al hogar.
Había algo que Raman Fielding sabía y que era la fuente secreta de su poder: no la norma civil social que los hombres añoran, sino la exorbitante, la descomunal, la prohibida… que puede desatar nuestra potencia salvaje. Imploramos permiso abiertamente para convertirnos en nuestros yos secretos.
Así, madre: en aquella espantosa compañía, cometiendo aquellos hechos espantosos, sin necesidad de zapatillas mágicas, encontré el camino del hogar.
Lo admito: soy un hombre que ha dado muchas palizas. He llevado la violencia a muchas puertas, de la forma en que un cartero lleva el correo. He hecho el trabajo sucio cuando se me ha pedido… y lo he hecho y me ha gustado hacerlo. ¿No os conté con qué dificultad aprendí a servirme de la mano izquierda, lo antinatural que me resultó? Muy bien: pues ahora podía utilizar la derecha por fin, en mi nueva vida de acción podía sacarme el aguerrido martillo del bolsillo y dejarlo en libertad para que escribiera la historia de mi vida. Me servía bien aquella porra. Muy rápidamente me convertí en uno de los ejecutores de elite del MA, junto con El Hombre-de-Hojalata Hazaré y Chhaggan Cinco-de-un-Golpe (el cual, no os resultará sorprendente saber, era también una especie de todoterreno, con unos talentos que ninguna cocina podía contener). El XI de Hazaré —cuyos ocho matones restantes eran en todo tan mortíferos como nosotros tres— reinó indiscutido durante un decenio como el Equipo de los Equipos del MA. De forma que, además de la simple mangnificencia de nuestra fuerza desatada, estaban las recompensas de alto rendimiento y los viriles placeres de la camaradería y del todos-para-uno.
¿Podéis comprender con qué placer me envolvía en la sencillez de mi nueva vida? Porque lo hice; me deleitaba con ella. Por fin, me decía, un poco de franqueza; por fin estás donde naciste para estar. ¡Con qué alivio abandoné mi búsqueda, durante toda mi vida, de una normalidad inalcanzable, con qué alegría revelé al mundo mi supernaturaleza! ¿Podéis imaginaros cuánta rabia se había depositado en mí por las restricciones y las complejidades emocionales de mi existencia anterior… cuánto resentimiento ante los rechazos del mundo, las risitas oídas por casualidad a las mujeres, las burlas de los maestros, cuánta ira no expresada ante las exigencias de una vida necesariamente retirada, sin amigos y, finalmente, asesinada por mi madre? Era toda aquella vida de furia la que había empezado a explotar en mi puño. Dhhaamm! Dhhoomm! Oh, desde luego, místers y begums: sabía cómo dar qué-a-cambio-de-qué y tenía también una idea clara de por qué. ¡Guardaos vuestra desaprobación! ¡Ponedla donde no brille el sol! Id a un cine y observad que el tipo que se lleva las mayores ovaciones no es ya el galán ni el héééroe… ¡es el sujeto de sombrero negro que apuñala dispara da patadas de kárate y, en general, pulveriza su camino a lo largo de toda la película! Ay, baby. La violencia es hoy lo que se lleva. Es lo que el público quiere.
Mis primeros años los pasé rompiendo la gran huelga de los telares. La tarea que se me asignó fue formar parte de la cuña volante extraoficial de vengadores enmascarados. Después de haber intervenido las autoridades para disolver una manifestación con porras y gases —y en aquellos años había agitaciones en todos los barrios de la ciudad, organizadas por el doctor Datta Samant, su partido político el Kamgar Aghadi y su sindicato Girni Kamgar de Maharashtra de trabajadores textiles—, los equipos de primera del MA elegían y perseguían a manifestantes individuales, seleccionados al azar, sin cejar hasta que los habían acorralado y dado la paliza de su vida. Habíamos pensado mucho en la cuestión de las máscaras, rechazando finalmente la idea de utilizar los rostros de estrellas de Bollywood de la época, en favor de las más históricas de la tradición popular india de los actores ambulantes, en imitación a los cuales nos pusimos cabeza de león y de tigre y de oso. Resultó ser una decisión acertada, que nos permitió entrar en la conciencia de los huelguistas como vengadores mitológicos. Sólo teníamos que aparecer en escena para que los trabajadores huyeran chillando hacia oscuros callejones, en los que los machacábamos para que se enfrentaran con las consecuencias de sus actos. Como importante efecto secundario de ese trabajo, conocí grandes partes nuevas de la ciudad: en el ochenta y dos y el ochenta y tres debí de recorrer todas las callejas de Worli, Parel y Bhiwandi, persiguiendo a aquella basura de wallahs de los sindicatos, sucios activistas y escoria comunista. No utilizo esos términos peyorativa sino, si puedo decirlo así, técnicamente. Porque todos los procesos industriales producen desechos que hay que raspar, descartar y purgar para que la excelencia pueda surgir. Los huelguistas eran ejemplos de esos desechos. Nosotros los eliminábamos. Al terminar la huelga, había sesenta mil puestos de trabajo menos en los telares de los que había al principio, y los industriales pudieron modernizar por fin su fábrica. Nosotros espumamos la porquería y dejamos una industria textil mecanizada, flamante y moderna. Así fue como Mainduck me lo explicó personalmente.
Yo utilizaba los puños, mientras que otros preferían los pies. Con la mano desnuda aporreaba a mis víctimas brutal, metronómicamente… como a alfombras, como a mulos. Como el tiempo. No hablaba. La paliza era su propio lenguaje y expresaba claramente su significado. Golpeaba a la gente de día y de noche, a veces brevemente, dejándolos sin conocimiento de un solo martillazo, y en ocasiones de forma más demorada, utilizando mi mano derecha contra sus zonas más blandas y haciendo muecas interiormente ante sus alaridos. Era cuestión de orgullo mantener una expresión exterior neutral, impasible, vacía. Aquellos a los que golpeábamos no nos miraban a los ojos. Después de haberles sacado la mugre durante un rato, sus ruidos cesaban. También ellos se volvían impasibles, con la mirada perdida.
Un hombre al que dan una gran paliza (como había intuido hacía tiempo el soñador Oliver D’Aeth) cambia irreversiblemente. Su relación con su propio cuerpo, con su mente, con el mundo de más allá de sí mismo, se altera de forma tan sutil como evidente. Cierta confianza, cierta idea de libertad, desaparecen para siempre con la paliza; si quien le sacude conoce su oficio. A menudo, lo que produce la paliza es distanciamiento. La víctima —¡cuántas veces lo he visto!— se distancia de lo que le ocurre, y deja que su conciencia flote sobre él en el aire. Parece mirarse a sí mismo desde arriba, mirar su propio cuerpo mientras se convulsiona y quizá se rompe. Luego no volverá a entrar por completo en sí mismo, y las invitaciones para unirse a cualquier entidad mayor, colectiva —por ejemplo, un sindicato— serán inmediatamente rechazadas.
Los golpes en diferentes zonas del cuerpo afectan a diferentes partes del alma. Ser golpeado largo tiempo en las plantas de los pies, por ejemplo, afecta a la risa. Los así golpeados no vuelven a reírse.
Sólo los que asumen su destino, los que aceptan su paliza encajándola como hombres —sólo los que levantan las manos, reconociendo su pecado, entonando el mea culpa— pueden encontrar algo útil en la experiencia, algo positivo. Sólo ellos pueden decir: «Al menos hemos aprendido la lección».
En cuanto al que golpea, también cambia. Golpear a un hombre es una especie de exaltación, un acto revelador, que abre extrañas puertas en el universo. El tiempo y el espacio se sueltan de sus amarras, de sus goznes. Se abren abismos. Se vislumbran cosas asombrosas. A veces, vi también el pasado y el futuro. Era duro aferrarse a esos recuerdos. Al terminar el trabajo, se desvanecen. Pero recordaba que algo había ocurrido. Que había habido visiones. Era una noticia enriquecedora.
Al final desarticulamos la huelga. Tengo que reconocer que me sorprendió cuánto tiempo hizo falta, la lealtad de los trabajadores a la escoria y la basura y los sucios. Pero —como nos dijo Raman Fielding— la huelga de los telares fue el terreno de prueba del MA, nos templó, nos preparó. En las siguientes elecciones municipales, el partido del doctor Samant obtuvo un puñadito de escaños y el MA más de setenta. El tren se había puesto en marcha.
¿Y debo contaros cómo —a invitación del propietario feudal local— visitamos una aldea próxima a la frontera de Gujarat, en donde las guindillas recientemente cosechadas rodeaban las casas en pequeñas colinas de color y especias, y aplastamos una revuelta de las trabajadoras? Pero no, quizá no; vuestro estómago delicado podría trastornarse con algo tan picante. ¿Debo hablar de nuestra campaña contra los desventurados sin casta, intocables o harijans o dalits, llamadlos como queráis, que, en su vanidad, creyeron poder escapar al sistema de castas convirtiéndose al Islam? ¿Debo describir las medidas con que los devolvimos a su lugar situado más allá de lo socialmente aceptable…? ¿O debo hablar de aquella ocasión en que se recurrió al XI de Hazaré para que hiciera cumplir la antigua costumbre del sati y explicar cómo, en cierta aldea, persuadimos a una joven viuda para que subiera a la pira funeraria de su esposo?
No, no. Ya habéis oído suficiente. Tras seis años de trabajo duro en el campo, habíamos recogido una buena cosecha. El MA tenía el control político de la ciudad; ahora se trataba del alcalde Mainduck. Hasta en las zonas rurales más remotas, en donde ideas como las de Fielding nunca habían arraigado, la gente había empezado a hablar del próximo reino de lord Ram, y a decir que había que enseñar a los mughals del país la misma lección que los trabajadores de los telares habían aprendido tan dolorosamente. Y los acontecimientos de un escenario más amplio desempeñaron también su papel en el sangriento juego de consecuencias en que se estaba convirtiendo nuestra historia. Un templo dorado albergaba hombres armados y fue atacado, y mataron a los hombres armados; y la consecuencia fue que hombres armados asesinaron a la primera ministra; y la consecuencia fue que turbas, armadas y desarmadas, recorrieron la capital y asesinaron a personas inocentes que no tenían nada en común con ninguno de los hombres armados, salvo el turbante; y la consecuencia fue que hombres como Fielding, que hablaban de la necesidad de domar a las minorías del país, de someter a todos y cada uno al gobierno duro-amante de Ram, consiguieron cierto impulso, cierta fuerza adicional.
… Y me dicen que, el día de la muerte de Mrs. Gandhi —la misma Mrs. Gandhi a la que había odiado y que le había devuelto con entusiasmo el cumplido— mi madre, Aurora Zogoiby, rompió a llorar torrencialmente…
Una victoria es una victoria: en las elecciones que llevaron a Fielding al poder, las organizaciones de trabajadores de los telares apoyaron a los candidatos del MA. No hay cómo enseñar a la gente quién manda…
… Y si, a veces, me encontraba vomitando sin causa aparente, si todos mis sueños eran infiernos, ¿qué? Si tenía una sensación constante y creciente de ser seguido, sí, quizá por venganza, apartaba de mí esos pensamientos. Pertenecían a mi vida anterior, ese miembro amputado; ahora no quería tener nada que ver con esos escrúpulos, con esas flaquezas. Me despertaba sudando de terror de una pesadilla, me secaba la frente y volvía a dormirme.
Era Uma quien me perseguía en sueños, la difunta Uma, hecha aterradora por la muerte, Uma con el cabello revuelto, los ojos en blanco, la lengua bífida, Uma metamorfoseada en un ángel de venganza, una bruja del infierno que interpretaba el papel de Des-démonia de mi Moro. Huyendo de ella, corría hacia una imponente fortaleza, cerraba de golpe sus puertas, me daba la vuelta… y volvía a encontrarme fuera otra vez y a ella flotando en el aire, por encima y por detrás de mí, Uma con unos colmillos de vampiro del tamaño de colmillos de elefante. Y otra vez tenía delante de mí una fortaleza, con sus puertas abiertas, ofreciéndome refugio; y otra vez corría, y cerraba de golpe la puerta, y me encontraba todavía al aire libre, indefenso, a su merced. «Sabes cómo construían los moros —me susurraba—. Su arquitectura era una arquitectura mosaica de interiores y exteriores entrelazados: jardines enmarcados por palacios enmarcados por jardines y así sucesivamente. Pero a ti… a ti te condeno desde ahora a los exteriores. Para ti no habrá ya palacios seguros, y te aguardaré en estos jardines. Te daré caza por estos exteriores infinitos». Entonces descendía hacia mí y abría su boca horrible.
¡Al diablo con esos miedos-a-la-oscuridad infantiles…! O al menos, al despertar de aquellos horrores, así me lo reprochaba. Yo era un hombre; actuaría como un hombre, siguiendo mi camino y soportando la carga de cualquier consecuencia… Y si, a veces en aquellos años, tanto Aurora Zogoiby como yo teníamos la sensación de ser perseguidos, era porque —¡oh explicación prosaica entre todas!— era cierto. Como sabría después de la muerte de mi madre, Abraham Zogoiby había hecho que nos siguieran a los dos durante años. Era un hombre a quien gustaba poseer información. Y aunque había estado dispuesto a decirle a Aurora la mayor parte de lo que sabía sobre mis actividades —convirtiéndose así en la fuente con la que ella creó las pinturas del «exilio»; ¡nada de bolas de cristal!—, no consideró necesario mencionar que la había estado vigilando también a ella. En su vejez, se habían separado tanto que casi estaban fuera del alcance de la voz, e intercambiaban pocas palabras innecesarias. En cualquier caso, Dom Minto, de casi noventa años pero, una vez más, jefe de la principal agencia de investigaciones de la ciudad, nos había mantenido vigilados a instancias de Abraham. Pero Minto tiene que sentarse al fondo por un rato. Miss Nadia Wadia aguarda entre bastidores.
Sí, hubo mujeres, no trataré de negarlo. Migajas de la mesa de Fielding. Recuerdo una Smita, una Shobha, una Rekha, una Urvashi, una Anju y una Manju, entre otras. También un número sorprendente de damas no hindúes; ligeramente manchadas Dollies, Marias y Grinders, ninguna de las cuales duró mucho. A veces también, a solicitud del Entrenador, «realizaba comisiones»: es decir, era enviado, como si fuera una party-girl, para agradar a alguna matrona aburrida de una torre, brindándole mis favores personales a cambio de donaciones para los cofres del partido. También aceptaba un pago si se me ofrecía. Me daba igual. Fui felicitado por Fielding por «mostrar verdaderas aptitudes» para esa clase de trabajo.
Pero nunca toqué a Nadia Wadia. Nadia Wadia era diferente. Era una reina de la belleza… Miss Bombay y Miss India en 1987 y, más tarde en ese mismo año, Miss Mundo. En más de una revista se hicieron comparaciones entre la recién llegada sólo-de-diecisiete-años y la perdida y lamentada Ina Zogoiby, mi hermana, con la que se decía que tenía gran parecido. (Yo no podía verlo; pero bueno, en cuestión de parecidos siempre he sido algo lento. Cuando Abraham Zogoiby sugirió que Uma Sarasvati tenía algo de la joven Aurora, aquella quinceañera impresionante de la que se enamoró tan fatalmente, fue una novedad para mí). Fielding quería a Nadia —a la alta, walkírica Nadia, que caminaba como un guerrero y tenía voz de llamada telefónica obscena, la seria Nadia que daba un porcentaje del dinero de sus premios a los hospitales infantiles y quería ser médica cuando se hubiera cansado de poner a los machos del planeta enfermos de deseo—, la quería más que nada en el mundo. Ella tenía lo que a él le faltaba y lo que, en Bombay, sabía que necesitaba para que su imagen fuera completa. Tenía glamour. Y ella le había llamado sapo a la cara en una recepción municipal; de manera que tenía agallas, y había que domarla.
Mainduck quería poseer a Nadia, colgarla de su brazo como un trofeo; pero Sammy Hazaré, su lugarteniente más leal —horroroso Sammy, medio hombre, medio lata— cometió un grave error, y se enamoró.
En cuanto a mí, no me interesaba ya el amor de las mujeres. De veras. Después de Uma, algo se había apagado en mí, había saltado algún fusible. Las sobras, no pocas veces magistrales, de mi patrono y las «comisiones» bastaban para satisfacerme, y como-venían-se-iban. Luego estaba la cuestión de la edad. Cuando cumplí los treinta, mi cuerpo cumplió los sesenta, y no de una forma especialmente juvenil, por cierto. La edad inundaba mis torreones desmoronados y se apoderaba de las tierras bajas de mi ser. Mis dificultades respiratorias habían aumentado ahora hasta tal punto, que tuve que retirarme de las actividades de cuña volante. Para mí se acabaron las persecuciones por los callejones de los barrios bajos y las escaleras de las feas casas de vecindad. Las largas noches sensuales no entraban tampoco en consideración; en aquellos tiempos, en el mejor de los casos, yo era estrictamente un caballito de una-sola-gracia. Fielding, amablemente, me ofreció trabajar en su secretaría personal y su cortesana de inclinaciones menos atléticas… Pero Sammy, diez años mayor que yo en años pero veinte más joven de cuerpo, Sammy el Hombre-de-Hojalata seguía soñando. No había en su caso problemas respiratorios; en las olimpiadas nocturnas de Mainduck, él o Chhaggan Cinco-de-un-Golpe ganaban siempre las improvisadas competiciones pulmonares (aguantar la respiración, soplar un dardo diminuto con una larga cerbatana de metal, apagar velas).
Hazaré era cristiano maharashtra, y se había unido al grupo de Fielding más por razones regionalistas que religiosas. Oh, todos teníamos razones, personales o ideológicas. Siempre hay razones. Puedes conseguir razones en cualquier chor bazaar, cualquier mercado de ladrones, razones en manojo, a diez chapas la docena. Las razones son baratas, baratas como respuestas de políticos, se caen de la boca: lo hice por el dinero, el uniforme, la solidaridad, la familia, la raza, la nación, dios. Pero lo que realmente nos empuja —lo que nos hace golpear, y dar patadas, y matar, lo que hace que venzamos a nuestros enemigos y a nuestros miedos— no se puede encontrar en palabras compradas en ninguno de esos bazares. Nuestros motores son más extraños y utilizan un combustible más oscuro. A Sammy Hazaré, por ejemplo, lo movían las bombas. Los explosivos, que le habían cobrado ya una mano y la mitad de la mandíbula, fueron su primer amor, y pronunciaba los discursos en que trataba —hasta entonces, sin éxito— de persuadir a Fielding de la utilidad política de una campaña de bombas al estilo irlandés, con toda la pasión de Cyrano cortejando a Roxana. Pero si las bombas fueron el primer amor del Hombre-de-Hojalata, Nadia Wadia fue el segundo.
El ayuntamiento de Bombay había organizado una gran despedida a la chica, que se iba a las finales del concurso de belleza en Granada (España). En la fiesta, Nadia, encantadora parsi de ideas libres como era, desdeñó al Mainduck reaccionario y de línea dura delante mismo de cámaras («Shri Raman, en mi opinión, no eres tanto una rana como un sapo, y no creo que, si te besara, te convertirías en príncipe», replicó en voz alta a la invitación de él, torpemente murmurada, para sostener un tête-à-tête en privado) y —para subrayar su argumento— dirigió deliberadamente sus encantos al guardaespaldas personal, un tanto metálico, de Mainduck. (Yo era el otro; pero prescindió de mí).
—Dime —le ronroneó al paralizado y sudoroso Sammy—, ¿entonces crees que puedo ganar?
Sammy no pudo responder. Se puso morado e hizo un ruido distante y gorgoteante. Nadia Wadia asintió gravemente, como si le hubiera comunicado algo realmente sensato.
—Cuando entré en el concurso de Miss Bombay —masculló mientras Sammy temblaba—, mi novio me dijo: «Ay, Nadia Wadia, mira todas esas señoras tan-tan hermosas, no creo que puedas ganar». Pero, de cualquier modo, ya ves, ¡gané!
Sammy se tambaleó bajo la violencia de su sonrisa.
—Entonces entré en el concurso de Miss India —suspiró Nadia—, y mi novio me dijo: «Ay, Nadia Wadia, mira todas esas señoras tan-tan hermosas, no creo que puedas ganar». Pero otra vez, ya ves, ¡gané!
La mayoría de los que estábamos en la sala nos maravillamos de la lèse-majesté de aquel novio no visto, y no encontramos sorprendente que no se le hubiera pedido que acompañase a Nadia Wadia en aquella recepción. Mainduck trataba de mantener el tipo después de haber sido llamado sapo recientemente; y Sammy… bueno, Sammy trataba simplemente de no desmayarse.
—Pero éste es el concurso de Miss Mundo —dijo Nadia con un mohín—. Y miro en las revistas las fotos en color de todas esas señoras tan-tan hermosas, y me digo: «Nadia Wadia, no creo que puedas ganar».
Miró anhelante a Sammy, implorando ser tranquilizada por el Hombre-de-Hojalata, mientras que Raman Fielding permanecía a su lado, olvidado y desesperado.
Sammy rompió a hablar.
—Pero, Madam, ¡no importa! —barbotó—. Tendrá un viaje de ida y vuelta a Europa en clase ejecutivo, y verá cosas tan grandes, y conocerá a las personas más grandes del mundo. Hará un papel excelente y llevará con honor nuestra bandera nacional. ¡Sí! Estoy seguro-convencido. De forma que, Madam, olvídese de ganar. ¿Quiénes son esos jueces-soeces? Para nosotros —para el pueblo de la India— usted es ya y será siempre la ganadora.
Fue el discurso más elocuente de su vida.
Nadia Wadia fingió estar consternada.
—Oh —gimió, rompiendo el inexperto corazón de él mientras se alejaba—. Entonces tampoco tú crees que puedo ganar.
Había una canción sobre Nadia Wadia que luego conquistó el mundo:
Nadia Wadia, cómo fardia
Toda la India va a admiradia
Anda el mundo de cabezia:
por la Hembra de la Especia
Te daré una credit-cardia
Y seré tu guardaespaldia
Yo te amo más que a nadia
Más que a nadie, Nadia Wadia.
Nadie podía dejar de cantarla, desde luego no el Hombre-de-Hojalata. Y seré tu guardaespaldia… el verso le parecía un mensaje de los dioses, un aviso del destino. También escuché una versión poco melodiosa de la canción, tarareada tras las puertas de la oficina de Mainduck; porque Nadia Wadia, después de su victoria, se convirtió en el emblema de la nación, como la Estatua de la Libertad o la Marianne, en el depósito de nuestro orgullo y nuestra fe en nosotros mismos. Yo podía ver cómo eso afectaba a Fielding, cuyas aspiraciones estaban empezando a reventar los límites de la ciudad de Bombay y del estado de Maharashtra; renunció al puesto de alcalde en favor de un politicastro amigo del MA y comenzó a soñar en subir al escenario nacional, preferiblemente con Nadia Wadia a su lado. Más que a nadie, Nadia Wadia… Roman Fielding, aquel hombre de espantosos impulsos, se había fijado un nuevo objetivo.
Llegó el festival de Ganpati. Era el cuadragésimo aniversario de la Independencia, y el ayuntamiento, controlado por el MA, trató de hacer el más impresionante Ganesha Chaturthi de la Historia. Trajeron a adoradores y sus efigies, a millares, desde zonas apartadas. Las consignas del MA, sobre sus banderas azafranadas, se veían por toda la ciudad. Se construyó un estrado para VIP, inmediatamente al lado de Chowpatty, en las proximidades del puente peatonal; y Roman Fielding invitó a la nueva Miss Mundo como huésped de honor y, por respeto a la festividad, ella aceptó. De forma que la primera parte de su fantasía se realizó, y él estaba de pie junto a ella cuando los vándalos pasaron por delante en camiones del MA, agitando el puño cerrado y lanzando al aire colores y pétalos de flor. Fielding respondía con un saludo de brazo rígido y palma abierta; y Nadia Wadia, viendo el saludo nazi, desvió el rostro. Pero Fielding estaba ese día en una especie de éxtasis y, cuando el ruido de Ganpati aumentó hasta alturas casi insuperables, se volvió hacia mí —yo estaba de pie a su lado con Sammy, el Hombre-de-Hojalata, apretujado contra la parte de atrás del pequeño estrado abarrotado— y bramó con toda su fuerza:
—Ha llegado el momento de enfrentarnos con tu padre. Ahora somos suficientemente fuertes para Zogoiby, Scar, cualquiera. Ganpati Bappa morya! ¿Quién se opondrá a nosotros? —Y, en su voluptuoso placer, se apoderó de la mano larga y esbelta de la horrorizada Nadia Wadia, y le besó la palma—. He aquí que beso a Mumbai, ¡beso a la India! —aulló—. ¡Mirad: beso al mundo!
La respuesta de Nadia Wadia fue inaudible, ahogada por los vítores de la multitud.
Aquella noche, en las noticias, oí que mi madre se había caído, matándose, mientras danzaba su danza anual contra los dioses. Era como una convalidación de la confianza de Fielding; porque su muerte hizo a Abraham más débil y Mainduck se había vuelto fuerte. En los informes de la radio y la televisión, creí detectar un tono arrepentidamente contrito, como si los periodistas y necrólogos y críticos tuvieran conciencia de lo gravemente injustos que habían sido con aquella mujer grande y orgullosa… de su responsabilidad por su adusto retiro en los últimos años. Y, efectivamente, en los días y meses que siguieron, su estrella se alzó más alta de lo que había estado nunca, y la gente se apresuró a reconsiderar y elogiar su obra, con una prisa de persecución de ambulancia que me hizo enfurecer. Si ella merecía ahora esas palabras, se las había merecido antes. Nunca conocí una mujer más fuerte, ninguna con una idea más clara de quién era y de lo que era, pero había sido herida, y aquellas palabras —que hubieran podido curarla si se hubieran pronunciado cuando todavía podía oírlas— llegaban demasiado tarde. Aurora da Gama Zogoiby, 1924-1987. Las cifras se habían cerrado sobre ella como el mar.
Y el cuadro que encontraron en su caballete era sobre mí. En aquella última obra, El último suspiro del Moro, devolvía al Moro su humanidad. No era ya un arlequín abstracto, ni un collage de depósito de chatarra. Era el retrato de su hijo, perdido en el limbo como una sombra errante: un retrato de un alma en el Infierno. Y, detrás de él, su madre, no ya en un panel separado, sino nuevamente unida al atormentado sultán. No reprendiéndolo —llora como una mujer— sino con aspecto asustado y tendiéndole la mano. Aquello era también una disculpa que llegaba demasiado tarde, un acto de perdón del que no podía beneficiarme ya. Yo la había perdido, y aquel cuadro sólo intensificaba el dolor de la pérdida.
Ay madre, madre. Ahora sé por qué me desterraste. Ay mi gran madre muerta, mi engañada progenitora, mi tontita.