13

Las llamadas «pinturas del Moro» de Aurora Zogoiby pueden dividirse en dos períodos distintos: las «primitivas», hechas entre 1957 y 1977, es decir, entre el año de mi nacimiento y el de las elecciones que barrieron a Mrs. G. del poder, y la muerte de Ina; los años «grandes» o «mejores», 1977-1981, durante los cuales creó las obras brillantes y profundas con las que se solía asociar casi siempre su nombre; y los llamados «Moros negros», los cuadros de exilio y terror que pintó después de mi marcha, y que incluyen su última obra maestra, sin terminar ni firmar, El último suspiro del Moro (170 × 124 cm, óleo sobre lienzo, 1987), en la que trató, por fin, el único tema que nunca había abordado directamente… enfrentándose, en aquella cruda representación del momento de la expulsión de Boabdil de Granada, con el trato que ella misma había dado a su hijo. Era un cuadro que, a pesar de su gran tamaño, había sido despojado hasta quedar reducido a lo más rigurosamente esencial y en el que todos los elementos convergían hacia el rostro del centro, el rostro del Sultán, del que manaban horror, debilidad, pérdida y dolor como la oscuridad misma, un rostro en un estado de tormento existencial que recordaba a Edward Munch. Era una pintura tan distinta del tratamiento sentimental dado por Vasco Miranda al mismo tema como cabría imaginar. Pero esa «pintura perdida» era también una pintura misteriosa… y qué sorprendente es que tanto el tratamiento de ese tema por Vasco como por Aurora desaparecieran a los pocos años de la muerte de mi madre, ¡el uno robado de la colección privada de C. J. Bhabha, el otro del legado mismo de Zogoiby! Caballeros, caballeras: permitidme despertar vuestro interés revelando que era un cuadro en el que Aurora Zogoiby, en sus inquietos últimos días, había ocultado una profecía de su muerte. (Y también el destino de Vasco estaba ligado a la historia de esos lienzos).

Mientras anoto los recuerdos de mi papel en esas pinturas, tengo conciencia, naturalmente, de que los que se someten como modelos para que con ellos se haga una obra de arte sólo pueden ofrecer, en el mejor de los casos, una versión subjetiva, a menudo herida, en ocasiones rencorosa, del-otro-lado-del-lienzo de la obra acabada. ¿Qué puede decir de interesante la humilde arcilla de las manos que la modelaron? Quizá sólo eso: Yo estaba allí. Y que, durante los años en que posé, hice también una especie de retrato de ella. Ella me miraba, y yo le devolvía la mirada.

Esto es lo que veía: una mujer alta con una kurta hasta media pierna, hilada en casa y manchada de pintura, sobre unos pantalones de lona azul oscuro, descalza, con el cabello blanco recogido en alto y pinceles que salían de él, lo que le daba un aspecto excéntrico de Madama Butterfly, una Butterfly interpretada por Katharine Hepburn o —¡sí!— por Nargis en alguna versión estrafalaria para portada de revista, Titli Begum podría haberla interpretado; no joven ya, no ya acicalada y pintada y, desde luego, no preocupada ya por ningún patético regreso de Pinkerton. Estaba ante mí en el menos lujoso de los estudios, una habitación que carecía hasta de una silla cómoda, y «sin aire acondicionado», de forma que era tan calurosa y húmeda como un taxi barato, con un lento ventilador de techo que se movía encima perezosamente. Aurora nunca dio señales de que le importaran un pito las condiciones climáticas; y yo tampoco, naturalmente. Me sentaba donde y como ella me ponía, y tenía a gala no quejarme nunca de los dolores de mis miembros, diversamente dispuestos, hasta que ella se acordaba de preguntarme si me gustaría hacer una pausa. De esa forma, un poco de su legendaria obstinación, de su determinación, se me filtraba a través del lienzo.

Yo fui el único hijo al que dio de mamar. Eso suponía una diferencia: porque, aunque recibía mi ración de su afilada lengua, había algo en la actitud de ella hacia mí menos destructivo que la forma de tratar a mis hermanas. Quizá era mi «condición», que ella no permitía que nadie llamase enfermedad, la que ablandaba su corazón. Los médicos dieron a mi desgracia primero un nombre, luego otro, pero, cuando estábamos en su estudio como artista y modelo, Aurora me decía constantemente que no debía pensar en mí como víctima de ningún trastorno de envejecimiento prematuro, sino como en un niño mágico, un viajero en el tiempo.

—Sólo cuatro meses y medio en mi vientre —me recordaba—. Niño mío, comencificaste demasiado aprisa. Quizá despegues simplemente y salgas en zoom de esta vida, hacia otro espacio y otro tiempo. Quizá (¿quién sabe?) mejores.

Fue lo más cerca que estuvo nunca de expresar una creencia en la otra vida. Parecía como si hubiera decidido combatir el miedo —el suyo y el mío— adoptando esas estrategias coyunturales, haciendo de mi suerte una suerte privilegiada, y presentándome a mí mismo y al mundo como alguien especial, alguien con un sentido, una Entidad sobrenatural que no pertenecía realmente a aquel lugar, a aquel momento, pero cuya presencia allí definía las vidas de los que los rodeaban y la época en que vivían.

Bueno, yo la creía. Necesitaba consuelo y aceptaba contento lo que se me ofrecía. La creía, y eso ayudaba. (Cuando supe lo de la noche que faltaba después del Loto de Delhi, cuatro meses y medio antes de mi concepción, me pregunté si Aurora no estaría ocultando un problema diferente; pero no creo que lo hiciera. Creo que estaba tratando de hacer que mi semivida fuera completa, por el poder de su amor de madre).

Me dio de mamar, y las primeras pinturas del Moro fueron hechas mientras yo me acurrucaba contra su pecho; dibujos al carbón, acuarelas, pasteles y, finalmente, una gran obra al óleo. Aurora y yo posamos, un tanto blasfemamente, como una Virgen-con-niño impíos. Mi mano atrofiada se había convertido en una luz resplandeciente, la única fuente de luz del cuadro. La tela de su vestido amorfo caía en pliegues fuertemente sombreados. El cielo era de un azul cobalto eléctrico. Era lo que Abraham Zogoiby quizá esperaba cuando encargó a Vasco que pintara su retrato, casi diez años antes; no, era más de lo que Abraham podía haber imaginado nunca. Mostraba la verdad sobre Aurora, su capacidad para una pasión profunda y desinteresada y su costumbre de autoagrandarse; revelaba la magnificencia, la grandeza de su pelea con el mundo, y su determinación de trascender y redimir sus imperfecciones mediante el arte. La tragedia disfrazada de fantasía y traducida en los colores y la luz más bellos, más intensos, que era capaz de crear: una gema mitomaníaca. Lo llamó Una luz para iluminar la oscuridad.

—¿Por qué no? —se encogía de hombros cuando le preguntaban, Vasco Miranda entre otros—. Me interesa hacer cuadros religiosos para personas sin dios.

—Entonces guarda un billete para Londres en tu bolso —le aconsejó él—. Porque en este agujero maldito-de-Dios, nunca sabes cuándo puedes tener que huir.

(Pero Aurora se rió del consejo; y, al final, fue Vasco el que se marchó).

Mientras yo crecía, siguió utilizándome como tema, y también esa continuidad era un signo de su amor. Incapaz de encontrar la forma de impedir que «fuera demasiado deprisa», me pintó para la inmortalidad, haciéndome el regalo de ser parte de lo que de ella misma quedaría. Por eso, como al autor del himno, dejadme que la cante con mente alegre, porque era buena. Porque su bendición aún perdura… Y en verdad, si se pidiera que pusiera el dedo —con mi mano entera lisiada de nacimiento— en la fuente de mi creencia de que, a pesar de la velocidad y del miembro tullido y de la falta de amigos, tuve una infancia feliz en el Paraíso, lo pondría en definitiva aquí, diría que la alegría de mi vida nació de nuestra colaboración, de la intimidad de aquellas horas privadas, en que ella me hablaba de todo lo que había bajo el sol, distraídamente, como si yo fuera su confesor, y en que yo supe los secretos de su corazón y de su mente.

Supe, por ejemplo, cómo se enamoró de mi padre: de la gran sensualidad que estalló entre mis padres, en un almacén de Ernakulam, un día, obligándolos a reunirse, haciendo posible lo imposible, pidiendo que se le permitiera llegar-a-ser. Lo que más me gustaba en mis padres era esa pasión recíproca, el simple hecho de haber estado una vez allí (aunque, a medida que pasaba el tiempo, se hacía cada vez más difícil ver a los jóvenes amantes que habían sido en aquel matrimonio, cada vez más distante, en que se estaban convirtiendo). Como ellos se habían amado tanto, yo quería un amor así para mí, tenía sed de él, y aunque me perdiera en las ternezas y atletismos sorprendentes de Dilly Hormuz, sabía que ella no era lo que buscaba; oh, lo quería, quería aquel asli mirch masala, aquello que te hacía sudar dulces gotas de jugo de cilantro y echar llamas de guindilla por tus labios escocidos. Quería su amor picante.

Y, cuando lo encontré, creí que mi madre lo comprendería. Cuando necesitaba mover una montaña por amor, pensé que mi madre me ayudaría.

Ay de todos nosotros: me equivocaba.

Ella sabía lo de Abraham y las chicas del templo, desde luego, lo había sabido desde el principio.

—El hombre que quiere guardar secretos no debe balbucear en sueños —musitó vagamente un día—. Me aburría tanto la jerigonza nocturna de tu papá que me fui de su dormitorio. Una señora necesita descansar.

Y, mientras miro ahora a aquella mujer orgullosa y ocupada, la oigo decirme algo distinto por debajo de aquellas despreocupadas frases… la oigo admitir que ella, que rehusaba todas las transacciones y que no hacía concesiones, se había conformado con Abraham, a pesar de que las debilidades de la carne lo hacían incapaz de resistir la tentación de probar las mercancías que importaba de muy al Sur.

—A los viejos —gruñó ella otro día—, se les cae siempre la baba con las bachchis. Y los que tienen muchas hijas son los peores.

Durante cierto tiempo, fui lo suficientemente joven e inocente como para pensar que aquellas reflexiones eran parte del proceso por el que ella se metía en las vidas de las figuras de sus cuadros; pero, para cuando mi propia sensualidad fue despertada por Dilly Hormuz, había empezado a comprender de qué se trataba.

Siempre me había sorprendido el lapso de ocho años entre Mynah y yo, y por ello, cuando la comprensión descendió sobre mi personalidad de niño joven-viejo como una lengua de fuego, yo —a quien se había privado de la compañía de niños y, por eso, me encontré a una edad temprana utilizando un vocabulario de adulto sin la delicadeza ni el control de los adultos— no pude resistirme a soltar lo que había descubierto:

—Dejasteis de hacer niños —grité—, porque él andaba tonteando con chicas.

—Te voy a dar un chapat —me prometió ella—, que te va a saltificar los dientes de esa cara descarada.

La bofetada que siguió, sin embargo, no me causó problemas dentales duraderos. Su suavidad era toda la confirmación que yo necesitaba.

¿Por qué no se enfrentó nunca con Abraham por sus infidelidades? Os pido que consideréis que, a pesar de todas sus costumbres bohemias y librepensadoras, Aurora Zogoiby seguía siendo, en algún profundo recoveco de su corazón, una mujer de su generación, una generación que encontraba ese comportamiento tolerable, incluso normal, en un hombre; cuyas mujeres se sobreponían al dolor, enterrándolo con trivialidades sobre la naturaleza masculina y su necesidad periódica de echar una cana al aire. En aras de la familia, aquel gran absoluto en cuyo nombre todo era posible, las mujeres apartaban los ojos y se guardaban sus penas, anudadas en un repliegue de tela del borde de un dupatta, o bien cerradas en una bolsita de seda, como la calderilla y las llaves de la casa. Y puede haber sido también porque Aurora sabía que necesitaba a Abraham, lo necesitaba para que se ocupara del negocio y la dejara libre para el arte. Puede haber sido así de sencillo, complaciente y cacoso.

(Un paréntesis sobre la complacencia: en mis reflexiones sobre la decisión de Abraham de ir al Sur cuando Aurora se dirigió al Norte para su último encuentro con Mr. Nehru y el escándalo del Loto, sospeché que mi padre estaba haciendo de esposo complaciente. ¿Era la reciprocidad lo que había tras su decisión, un matrimonio vacío y abierto, un sepulcro blanqueado, una farsa?… Ay, Moro, calma, calma. Los dos están más allá de tus reproches; tu cólera no puede hacer nada, aunque estremezca a la misma tierra).

¡Cómo debió de odiarse ella por hacer esa elección suave, cobarde y financieramente motivada, de un trato diabólico con el destino! Porque —fuera de la generación que fuera—, la madre que yo conocí, la madre que llegué a conocer durante aquellos días en su espartano estudio, no era alguien que aceptase nada en la vida sin luchar. Era alguien que se enfrentaba, que ajustaba cuentas, que hablaba claro. Sin embargo, cuando se enfrentó con la ruina del gran amor de su vida y se le ofreció la elección entre una guerra honrada y una paz interesada y falsa, cerró la boca, y nunca dirigió a su esposo una palabra airada. Por eso el silencio creció entre ellos como una acusación; él hablaba en sueños, ella musitaba en su estudio, y los dos dormían en habitaciones distintas. Por un momento, cuando el corazón de él casi se rompió en los escalones de las cuevas de Lonavla, fueron capaces de recordar lo que en otro tiempo había sido. Pero, después de aquello, la realidad volvió pronto. A veces estoy convencido de que los dos veían mi mano tullida, mi envejecimiento, como una condena: un niño deformado nacido de un amor atrofiado, media vida nacida de un matrimonio que ya no estaba entero. Si había habido la sombra de una posibilidad de que se reconciliaran, mi nacimiento hizo que esa sombra huyera.

Primero adoré a mi madre, luego la odié. Ahora, al final de todas nuestras historias, miro hacia atrás y puedo sentir —al menos a ramalazos— cierta compasión. Lo que es una especie de cicatrización, para su hijo y para la propia sombra sin descanso de mi madre.

Un fuerte deseo acercó a Abraham y a Aurora; una débil lujuria los separó. En estos últimos días, mientras escribía mis relatos de las desmesuras de Aurora, de sus inconveniencias y estridencias, he escuchado por debajo el ronco drama de esas notas de una pérdida. Ella perdonó a Abraham por decepcionarla una vez, en Cochin, en el asunto del intento de Rúmpeles-Tíjeles de Flory Zogoiby de quitarle un hijo todavía-por-nacer. En Matheran, ella intentó —y, al intentarlo, me creó a mí— perdonarlo por segunda vez. Pero él no se enmendó y no hubo un tercer perdón… Sin embargo, ella se quedó. Ella, que había sacudido a su mundo por amor, sofocó ahora su rebelión, encadenándose a un matrimonio cada vez más sin amor. No es de extrañar que su lengua se hiciera afilada.

Y Abraham: si hubiera vuelto a ella, renunciando a todas las demás, ¿podría haberlo salvado ella de hundirse en los mogambianos bajos fondos de Kéké y Scar y de delincuentes peores que aún vendrán? ¿Podría, con el bendito lastre de su amor, no haberse hundido en esa fosa…? No tiene sentido tratar de reescribir la vida de tus padres. Ya es bastante difícil tratar de reflejarla; por no hablar de la mía propia.

En los «Moros tempranos», mi mano se transformaba en una serie de milagros; con frecuencia, también mi cuerpo cambiaba milagrosamente. En uno de los cuadros —Galanteo—, yo era el Moro-de-pavo-real, desplegando mi cola de muchos ojos. En otro (pintado cuando yo tenía doce años y parecía de veinticuatro), Aurora invirtió nuestra relación, pintándose a sí misma como joven Eleanor Marx y a mí como su padre Karl. Moro y Tussy era otra idea bastante chocante: mi madre, de niña, mirándome con adoración, y yo en una pose patriarcal, agarrándome las solapas, vestido con túnica y con patillas, como una profecía del demasiado-próximo-futuro.

—Si fueras dos veces más viejo de lo que pareces y yo la mitad de vieja de lo que soy, podría ser tu hija —me explicó mi madre cuarentona, y en aquella época yo era demasiado joven para entender nada, salvo la ligereza que ella utilizaba para disimular los aspectos más extraños de su voz.

Y no fue ése nuestro único retrato doble, o ambiguo; porque hubo también un Morir después de un beso, en el que se pintó a sí misma como Desdémona asesinada, atravesada en el lecho, mientras que yo era un Otelo apuñalado, cayendo hacia ella con remordimiento suicida, mientras exhalaba mi último suspiro. Mi madre describía esos cuadros, con autodesprecio, como «panto-pinturas», destinadas al entretenimiento privado de la familia: el frívolo equivalente para el artista de los bailes de disfraces. Sin embargo —como en el episodio de su malafamado cuadro de críquet, que será narrado ahora—, nunca era Aurora, con frecuencia, más iconoclasta y más épatante que cuando era más desenfadada; y el erotismo de alto voltaje de todas aquellas obras, que no expuso en vida, creó una ola de escándalo póstumo que sólo dejó de convertirse en un tsunami a escala natural porque ella, la descarada erotizante, no estaba ya allí para provocar a las personas decentes negándose a presentar disculpas, o incluso a manifestar el más mínimo arrepentimiento.

Después del cuadro de Otelo, sin embargo, la serie cambió de dirección, y comenzó a explorar la idea de situar una re-imaginación de la vieja historia de Boabdil —«no la versión autorizada sino la aurorizada», me dijo— en un escenario local, interpretando yo una especie de refrito hecho en Bombay del último de los nazaríes. En enero de 1970, por primera vez, Aurora Zogoiby situó la Alhambra en Malabar Hill.

Yo tenía trece años y estaba en la primera euforia de mis embriagueces con Dilly Hormuz. Aurora, mientras pintaba el primero de los auténticos Moros, me contó un sueño. Estaba en la «veranda trasera» de un traqueteante tren, en una noche española, sosteniendo mi cuerpo dormido entre sus brazos. De pronto supo —supo como se sabe en los sueños, sin que nadie lo diga, pero con absoluta certeza— que, si me arrojaba fuera, si me sacrificaba a la noche, estaría segura, sería invulnerable, durante el resto de su vida. «Te lo aseguro, chico, me lo pensé mucho». Luego rehusó la oferta del sueño, y me llevó otra vez a la cama. No hay que ser un experto bíblico para comprender que ella se había atribuido el papel de Abraham e, incluso a los trece años, en aquella casa de artistas, yo había visto reproducciones de la Pietà de Miguel Ángel, de manera que entendí de qué se trataba, o la mayor parte.

—Muchísimas gracias, mamá —le dije.

—De nada —me dijo ella—. Que lo hagan lo peor que puedan.

Este sueño, como tantos sueños, se hizo verdad; pero Aurora, cuando llegó realmente el momento abrahamánico, no eligió como en su sueño.

Una vez que el fuerte rojo de Granada llegó a Bombay, las cosas comenzaron a moverse deprisa en el caballete de Aurora. La Alhambra se convirtió rápidamente en el algo no-totalmente-la-Alhambra; elementos de fuertes rojos de la India, los palacios-fortalezas mogoles de Delhi y Agra, esplendores mogoles mezclados con la gracia mora de la arquitectura española. La colina era una no-Malabar que miraba sobre un no-totalmente-Chowpatty, y las criaturas de la imaginación de Aurora comenzaron a poblarla: monstruos, deidades-elefantes, fantasmas. El borde del agua, la línea divisoria entre dos mundos, se convirtió en muchos de aquellos cuadros en el centro principal de interés. Ella llenaba el mar de peces, barcos hundidos, sirenas, tesoros, reyes; y, en la tierra, un desfile de gentuza —rateros, chulos, putas gordas recogiéndose los saris contra las olas— y otras figuras de la Historia o la fantasía o la actualidad o de ninguna parte, arracimándose hacia el agua como los verdaderos bombayitas en la playa, cuando dan sus paseos vespertinos. A la orilla del mar, extrañas criaturas combinadas se deslizaban de un lado a otro de la frontera entre los elementos. A menudo, Aurora pintaba la línea del agua de tal forma que sugería que estabas viendo un cuadro inacabado que ella hubiera abandonado, semicubriendo otro. Sin embargo, ¿era el mundo acuático el pintado sobre el del aire, o a la inversa? Imposible estar seguro.

—Llámalo Moristán —me dijo Aurora—. Esta orilla del mar, esta colina, con el fuerte arriba. Jardines acuáticos y jardines colgantes, atalayas y también torres del silencio. Un lugar donde los mundos chocan, fluyen y refluyen mutuamente, y son arrastrificados. Un lugar en donde un hombre-aéreo puede ahogarse en el agua o, por el contrario, echar agallas; en donde una criatura-acuática puede emborracharse, pero también asfixificarse en el aire. Un universo, una dimensión, un país, un sueño, golpeando el uno contra el otro, o por debajo o por encima de todo. Llámalo la Palimpsixtina. Y por encima de todo, en el palacio, tú.

(Durante el resto de su vida, Vasco Miranda seguiría convencido de que ella le había copiado la idea; de que su-pintura-sobre-otra pintura era la fuente del arte-palimpsesto de ella, y de que su lacrimoso Moro había inspirado sus retratos, de ojos secos, de mí. Aurora ni lo confirmaba ni lo negaba. «No hay nada nuevo bajo el sol», decía. Y en su visión de la oposición y mezcla de la tierra y el agua había algo del Cochin de su juventud, en el que la tierra pretendía ser parte de Inglaterra, pero era bañada por el mar de la India).

No había nada que la detuviera. En torno y sobre la figura del Moro, en su híbrida fortaleza, iba tejiendo su visión, que era realmente una visión de tejido o, más exactamente, de entretejido. En cierto modo, se trataba de cuadros polémicos; en cierto modo, eran un intento de crear un mito romántico de la nación plural e híbrida; estaba utilizando la España árabe para volver a imaginarse la India, y aquel paisaje-de-tierra-y-mar, en el que la tierra podía ser fluida y el mar seco como una piedra, era su metáfora —¿idealizada?, ¿sentimental?, probablemente— del presente y del futuro, que confiaba en poder desarrollar. De forma que, sí, había allí un didactismo, pero, con el vívido surrealismo de sus imágenes y la brillantez de martín pescador de sus colores y la dinámica aceleración de su pincel, era fácil no notar que se trataba de un sermón, disfrutar del carnaval sin escuchar al animador, bailar al son de la música sin preocuparse del mensaje de la canción.

Los personajes —tan abundantes fuera del palacio— comenzaban a aparecer ahora dentro de sus muros. La madre de Boabdil, la vieja sargenta Ayxa, aparecía, naturalmente, con el rostro de Aurora; pero, en aquellas pinturas tempranas, la oscuridad del futuro, los ejércitos reconquistadores de Fernando e Isabel, apenas se vislumbraban. En uno o dos lienzos se veía, en el horizonte, una lanza que sobresalía, agitando una bandera; pero la mayoría de las veces, durante mi infancia, Aurora Zogoiby estuvo tratando de pintar una edad de oro. Judíos, cristianos, musulmanes, parsis, sijs, budistas, jains, se arremolinaban en sus bailes de gala del pintado Boabdil, y el propio sultán era representado de una forma cada vez menos realista, apareciendo cada vez con más frecuencia como un arlequín enmascarado y multicolor, como un hombre-colcha de retales; o bien, a medida que se le caía la vieja piel como a una crisálida, de pie, en forma de gloriosa mariposa, cuyas alas eran un compuesto maravilloso de todos los colores del mundo.

Cuando las pinturas de Moro avanzaron más por aquella ruta fabuladora, me resultó evidente que apenas era necesario que posara ya para mi madre; pero ella me quería allí, decía que me necesitaba, me llamaba su talis-moro de la suerte. Y yo me sentía contento de estar allí, porque la historia que se desplegaba en sus lienzos se parecía más a mi autobiografía que la historia real de mi vida.

Durante los días de la Emergencia, cuando su hija Philomina fue al combate contra la tiranía, Aurora se quedó en su tienda de campaña y trabajó: y quizá eso fuera también un acicate para las pinturas del Moro de ese período, quizá Aurora consideraba su obra como su propia respuesta a las brutalidades de la época. Irónicamente, sin embargo, un antiguo cuadro de mi madre, inocentemente incluido por Kekoo Mody en una exposición, por lo demás trivial, de cuadros de tema deportivo, provocó un escándalo mayor que cualquier cosa que pudiera hacer Mynah. El cuadro, que databa de 1960, se llamaba El beso de Abbas Ali Baig, y se basaba en un incidente real ocurrido durante el tercer partido de críquet contra Australia en el estadio Brabourne de Bombay. La serie iba igualada a 1 y el tercer juego no favorecía a la India. En la segunda entrada, los cincuenta tantos de Baig —por segunda vez en el partido— permitieron a la base obligar a un empate. Cuando llegó a los 50, una mujer joven y bonita salió corriendo de la tribuna del norte, normalmente seria y de clase alta, y besó al bateador en la boca. Ocho carreras más tarde, tal vez un poco abrumado, Baig fue echado del campo (c Mackay b Lindwall), pero para entonces el partido se había salvado.

A Aurora le gustaba el críquet —en aquella época, cada vez había más mujeres atraídas por ese deporte, y jóvenes figuras como A. A. Baig estaban empezando a ser tan populares como los semidioses de las peliculillas de Bombay— y, por casualidad, estaba en el campo el día de aquel beso escandaloso y provocador de exclamaciones, un beso entre hermosos extraños, perpetrado en pleno día y en un estadio abarrotado, en unos tiempos en que no se permitía a ningún cine de la ciudad ofrecer al público una imagen tan obscenamente provocativa. ¡Bien! Mi madre se sintió inspirada. Se apresuró a ir a casa y, de un solo arrebato sostenido, terminó el cuadro, en el que el tímido besito «real», dado por una apuesta, se transformó en un besazo en toda regla de película occidental. Fue la versión de Aurora —rápidamente exhibida por Kekoo Mody y muy reproducida en la prensa nacional— la que recordaba todo el mundo; incluso los que habían estado en el campo aquel día comenzaron a hablar —meneando mucho la cabeza con desaprobación— del húmedo libertinaje y las contorsiones desinhibidas de aquel beso interminable, que, juraban, había durado horas, hasta que los árbitros lograron separar a la pareja y recordaron al bateador sus deberes hacia el equipo. «Sólo en Bombay —decía la gente, con ese cóctel de excitación sexual y aprobación que sólo un escándalo puede mezclar-y-agitar debidamente—. Qué ciudad más disoluta, yaar, te lo juro».

En el cuadro de Aurora, el estadio de Brabourne, en su alboroto, rodeaba a los dos besucones, las mironas tribunas se curvaban hacia arriba y sobre ellos, borrando casi el cielo y, entre el público, había actores de cine —algunos de los cuales habían estado realmente presentes— con los ojos desorbitados, y babeantes políticos y fríamente observantes científicos e industriales dándose palmadas en los muslos y haciendo chistes groseros. Hasta el celebrado Hombre de la calle, del dibujante R. K. Laxman, estaba en las partes abiertas de la tribuna oriental, con aspecto de estar escandalizado a su estilo bobalicón y despistado. De esa forma, el cuadro llegó a convertirse en la última-pintura-de-la-India, una instantánea de la llegada del críquet al corazón de la conciencia nacional y, de forma más controvertida, un grito generacional de rebelión sexual. La hipérbole explícita del beso —un revoltijo de miembros femeninos y de almohadillas y ropa blanca del jugador de críquet, que recordaba el erotismo de las tallas tántricas de los templos Chandela de Khajurao— fue descrita por un crítico de arte liberal como «el grito de Libertad de la Juventud, un acto de desafío ante las narices del statu quo», y por un comentarista editorial más conservador como «una obscenidad que debiera ser quemada en la plaza pública». Abbas Ali Baig se vio obligado a negar que hubiera besado a la chica a su vez; el popular columnista de críquet «A. F. S. T.» escribió un ingenioso artículo en su defensa, sugiriendo que los simples artistas harían bien en abstenerse en lo sucesivo de meter sus pinceles en las cosas serias de la vida, como el críquet; y, al cabo de cierto tiempo, el pequeño escándalo pareció haberse apagado. Pero, en la serie siguiente, contra Pakistán, el pobre Baig sólo marcó 1, 13, 19 y 1, fue echado del equipo, y casi no volvió a jugar nunca más por la India. Se convirtió en blanco de un joven y despiadado caricaturista político, Raman Fielding, quien —parodiando las antiguas pinturas Chipkali— firmaba sus caricaturas con una ranita, que normalmente aparecía haciendo un comentario malévolo en los bordes de la viñeta. Fielding —más conocido ya, por la rana, como Mainduck— acusó falsa y vilmente a honorable y muy dotado Baig de haberse eliminado voluntariamente frente a Pakistán, porque era musulmán. «Y ése es el tipo que tiene la frescura de besar a nuestras patrióticas chicas hindúes», murmuraba la rana moteada del ángulo.

Aurora, horrorizada por el ataque a Baig, envolvió el cuadro y lo guardó. Si permitió que se exhibiera de nuevo quince años más tarde, fue porque había llegado a pensar en él como una obra curiosa de interés puramente histórico. El bateador en cuestión se había retirado hacía tiempo, y besarse no era ya una actividad tan atroz como había sido en aquellos viejos y malos tiempos. Lo que no había previsto era que Mainduck —ahora político comunal a jornada completa y uno de los fundadores del «Eje de Mumbai», el partido de los nacionalistas hindúes que llevaba el nombre de la diosa—, madre de Bombay, cuya popularidad estaba aumentando rápidamente entre los pobres, volvería al ataque.

No dibujaba ya chistes, aunque, en el extraño baile de atracción y repulsión que bailaría luego con mi madre —la cual, recordémoslo, utilizaba invariablemente la palabra «caricaturista» como un insulto— se podía discernir siempre su gran resentimiento. Parecía indeciso sobre si quería hincarse de rodillas ante la gran artista y gran señora de Malabar Hill, o arrastrarla a la porquería en que él vivía; y sin duda era también esa ambigüedad la que atraía a la gran Aurora hacia él… hacia aquel motu-kalu, aquel tipo gordo y renegrido que representaba la mayoría de las cosas que ella más profundamente aborrecía. Muchos de los miembros de mi familia han sentido predilección por lo sórdido.

El nombre de Raman Fielding derivaba, según la leyenda, de su padre, loco por el críquet, un espabilado golfillo de Bombay que rondaba por la Bombay Gymkhana suplicando que le dieran una oportunidad. «Por favor, babujis, ¿no vais a dar a este pobre chokra un bateo? ¿Sólo un lanzamiento? Está bien, está bien… Entonces, ¿sólo un fielding?». Resultó ser un jugador pésimo, pero, cuando se inauguró el estadio de Brabourne en 1937, obtuvo un empleo como guarda y, con el paso de los años, su habilidad para agarrar y expulsar a los que se colaban llamó la atención del inmortal C. K. Nayudu, quien lo reconoció de los viejos tiempos de la Gymkhana y bromeó: «Bueno, mi pequeño sólo un fielding… no hay duda de que has llegado a hacer algunas atrapadas expertas». Desde entonces, el tipo fue conocido siempre por J. O. Fielding, y aceptó con orgullo el nombre como propio.

Su hijo aprendió una lección distinta del críquet (para disgusto, se dijo, de su padre). No se había hecho para él el humilde placer democrático de ser simplemente una parte, aunque fuera ínfima, aunque fuera marginal, de aquel mundo querido. No: de joven, en los tascucios de ron de Bombay Central, arengaba a sus amigos sobre los orígenes del juego indio, fomentando la rivalidad entre comunidades.

—Desde el principio, los parsis y musulmanes trataron de robarnos el juego —proclamaba—. Pero cuando los hindúes formamos nuestros equipos, resultamos naturalmente demasiado fuertes. De igual modo, tenemos que hacer cambios más allá de la frontera. Durante demasiado tiempo hemos estado tumbados, dejando que tipos antiindios nos ganaran por la mano. Si unimos nuestras fuerzas, ¿qué podrá resistírsenos? En su estrafalaria concepción del críquet como juego fundamentalmente comunal, esencialmente hindú, pero con su hinduidad constantemente amenazada por las otras, traicioneras, comunidades del país, están los orígenes de sus ideas políticas y del propio «Eje de Mumbai». Incluso hubo un momento en que Raman Fielding pensó en la posibilidad de dar a su nuevo movimiento político el nombre de algún gran equipo de críquet hindú —el Ejército de Ranji, los Tiranos de Mankad— pero finalmente se decidió por la diosa —alias Mumba-Ai, Mumbadevi, Mumbabai—, uniendo así el nacionalismo regional y religioso en su nuevo grupo, potente y explosivo.

El críquet, el más individualista de todos los juegos de equipo, se convirtió, irónicamente, en la base de las estructuras internas, neoestalinistas y rígidamente jerárquicas, del «Eje de Mumbai» (Mumbai Axis: MA), como fue conocido rápidamente: porque —como descubrí luego de primera mano— Raman Fielding insistió en agrupar a sus dedicados dirigentes en «onces», y cada uno de aquellos pequeños pelotones tenía un «capitán de equipo» al que había que jurar absoluta lealtad. El consejo rector del MA se conoce hasta hoy por «Primer XI». Y Fielding insistió desde el principio en ser llamado «Entrenador».

Su antiguo apodo de sus días de caricaturista nunca se utilizaba en su presencia, pero, por toda la ciudad, se podía ver su famoso símbolo de la rana —Votad a Mainduck— pintado en las paredes y pegado en los costados de los coches. Por extraño que parezca en un dirigente populista de tanto éxito, era un hombre que detestaba la familiaridad. De modo que se le decía siempre Entrenador a la cara y Mainduck a la espalda. Y, en los quince años que mediaron entre sus dos ataques a El beso de Abbas Ali Baig, como un hombre que llega a parecerse a su animal favorito, se había convertido realmente en una versión gigante de aquella rana de historieta, mucho tiempo antes abandonada. Recibía a su corte debajo de un gulmoohr, en el jardín de su chalet de dos pisos en el barrio residencial de Largaum, de Bandra East, rodeados de ayudantes y postulantes, junto a un estanque acolchado de lirios y en medio de, literalmente, docenas de estatuas de Mumbadevi, grandes y pequeñas; flores doradas descendían flotando para ungir las cabezas de las estatuas, así como la de Fielding. La mayor parte del tiempo estaba sumido en un silencio cavilador; pero, de vez en cuando, aguijoneado por alguna observación poco juiciosa de un visitante, la palabra brotaba de él, que era malhablado y aterradoramente letal. Y, en su silla de caña baja, con su gran vientre arrojado sobre las rodillas como un saco de ladrón, con su voz como el croar de una rana saliéndole por sus gruesos labios de rana y el pequeño dardo de su lengua lamiendo las comisuras de su boca, con sus encapuchados ojos de rana mirando codiciosamente los rollitos-beedi de dinero con los que sus temblorosos solicitantes trataban de aplacarlo, y que él hacía rodar exquisitamente entre sus deditos regordetes hasta que, finalmente, iniciaba con lentitud una enorme sonrisa de rojas encías, era realmente un Rey Rana, un Mainduck Raja cuyas órdenes no podían desobedecerse.

Para entonces, había decidido reescribir la historia de la vida de su padre, borrando de su repertorio la anécdota del sólo-un-fielding. Comenzó diciendo a los periodistas extranjeros que lo visitaban que su padre había sido un literato educado y cultivado, un internacionalista, que había adoptado el nombre de Fielding como genuflexión ante el autor de Tom Jones.

—Me llamáis limitado y provinciano —reprochaba a los periodistas—. Intolerante y mojigato, me habéis llamado también. Pero, desde la época de mi infancia, mis horizontes intelectuales fueron amplios y libres. Fueron —dejadme decirlo así— picarescos.

Aurora se enteró de que su obra había vuelto a encender la ira del poderoso anfibio, cuando Kekoo Mody la telefoneó, con cierta agitación, desde su galería de Cuffe Parade. El MA había anunciado su intención de marchar contra la pequeña sala de exposiciones de Kekoo, alegando que estaba exhibiendo, de forma flagrante, una representación pornográfica de la agresión sexual de un «deportista» musulmán a una inocente doncella hindú. Se esperaba que el propio Raman Fielding encabezara la marcha y dirigiera la palabra a la multitud. Había policías, pero en número insuficiente; el peligro de violencias, incluso de un ataque armado a la galería, era muy real.

—Espera un poco —le dijo mi madre—. Ese pequeño cara de rana. Sé cómo ajustificarle las cuentas. Dame treinta segunditos.

Al cabo de media hora, la marcha había sido desconvocada. En un discurso preparado, un representante del Primer XI del MA dijo, en la conferencia de prensa apresuradamente convocada, que, debido a la inminencia de Gudhi Padwa, el Año Nuevo maharahstri, la protesta contra la pornografía se había suspendido, para que ningún brote de violencia —¡Dios no lo quisiera!— estropeara aquel día feliz. Además, en atención a la indignación de la gente, la Mody Gallery había accedido a retirar el cuadro ofensivo. Sin salir de Elephanta, mi madre había evitado la crisis.

Sin embargo, madre: no fue una victoria. Fue una derrota.

La primera conversación entre Aurora Zogoiby y Raman Fielding había sido breve y concisa. Por una vez, ella no había pedido a Abraham que le hiciera el trabajo sucio. Hizo su propia llamada telefónica. Lo sé: yo estaba allí. Años más tarde supe que el teléfono de la mesa de Raman Fielding era un instrumento especial, importado de los Estados Unidos; el auricular parecía una brillante rana de plástico verde, y croaba en lugar de hacer sonar un timbre. Fielding debió de ponerse la rana contra la cara y oyó la voz de mi madre saliendo por los labios del batracio.

—¿Cuánto? —preguntó mi madre.

Y Mainduck le dijo el precio.

He preferido escribir toda la historia de El beso de Abbas Ali Baig, porque la entrada de Fielding en nuestras vidas fue un momento de cierta importancia; y porque, durante cierto tiempo, esa escena de críquet fue el cuadro por el que Aurora Zogoiby se convirtió, digamos, en demasiado bien conocida. La amenaza de violencias cedió un tanto, pero la obra tuvo que seguir oculta… sólo se pudo salvar uniéndose a las muchas cosas invisibles de la ciudad. Un principio había quedado erosionado: un guijarro bajaba rebotando por una colina: plink, plonk, plank. Habría muchas más de esas erosiones en los años que siguieron, y el guijarro saltarín sería acompañado por muchas piedras mayores. Pero Aurora misma no hizo grandes afirmaciones —ni de principio ni de calidad— sobre El beso; para ella era un jeu d’esprit, rápidamente concebido y ligeramente ejecutado. Sin embargo, el cuadro se convirtió en un albatros, y yo fui testigo tanto de su ennui al tener que defenderlo interminablemente, como de su furia, por la facilidad con que aquel «monzón en una tetera» había apartado la atención de su verdadera obra. Fue requerida por la prensa oficial para que hablase ponderadamente de los «motivos subyacentes», cuando sólo había tenido caprichos; para que hiciera declaraciones morales cuando sólo («sólo») había habido un juego, y sentimiento, y la lógica desplegada e inexorable del pincel y de la luz. Se vio obligada a responder a acusaciones de irresponsabilidad social por diversos «expertos», y se aficionó a refunfuñar, de mal humor, que, a lo largo de la Historia, los intentos de hacer a los artistas responsables ante la sociedad se habían traducido en nulidades: arte de tractores, arte cortesano, basura de caja de chocolates.

—Lo que más me molesta, sin embargo, de esos «-ólogos» que surgifican como dientes de dragón —me dijo, pintando furiosamente—, es que me obligan a convertirme en gran parte en una «-óloga» también.

De pronto se encontró con que la describían —voces del MA, pero no sólo ellas— como «artista cristiana», e incluso, en una ocasión, como «esa cristiana casada con un judío». Al principio, esas expresiones la hacían reír, pero pronto comprendió que no eran muy divertidas. ¡Qué fácilmente una personalidad, una vida de trabajo y acción y afinidad y oposición, podían verse arrastrados por un ataque así! «Es como si —me dijo, utilizando accidentalmente una imagen de críquet— no tuviera ninguna carrera en la maldita pizarra». O, en otra ocasión: «Es como si no tuviera nada de dinero en el maldito banco». Recordando las advertencias de Vasco, respondió de una forma característicamente imprevisible. Un día de aquellos años oscuros del decenio de 1970 —años que, por alguna razón, parecen más oscuros en el recuerdo porque podía verse muy poco de su tiranía, porque, en Malabar Hill, la Emergencia era tan invisible como los rascacielos ilegales y los pobres sin voto— me dio, al final de un largo día en el estudio, un sobre con un billete de ida a España, y mi pasaporte con un visado español.

—Ocúpate de que siempre sean válidos —me dijo—. El billete puedes renovarlo todos los años, y el visado también. Yo no me iré a ninguna parte. Si esa Indira que siempre me ha odiado con ganas quiere venir y llevárseme, ya sabe dónde me puede encontrar. Pero quizá llegue el día en que tengas que aceptificar el consejo de Vasco. Aunque no te vayas con los ingleses. Ya los hemos visto bastante. Vete a buscar la Palimpsixtina; vete a ver el Moristán.

Y, para Lambajan, a sus puertas, tuvo también un regalo: una canana negra de cuero y, colgando de ella, una funda de policía con la solapa abotonada y, dentro de la funda, cargada, una pistola. Se encargó de que tomara lecciones de tiro. En cuanto a mí, escondí su regalo; y después, supersticiosamente, nunca dejé de hacer lo que me había sugerido. Mantuve abierta la puerta de atrás y me cercioré de que había un avión en la pista. Ya había empezado a despegar. Todos habíamos empezado. Después de la Emergencia, la gente empezó a mirarnos con otros ojos. Antes de la Emergencia, éramos indios. Después, fuimos judíos cristianos.

Plank, plonk, plink.

No ocurrió nada. Ninguna turba vino a nuestra puerta, no llegaron oficiales para capturarnos y desempeñar el papel de ángeles vengadores de Indira. La pistola de Lamba permaneció en su funda. Fue a Mynah a quien detuvieron, pero sólo por unas semanas, y la trataron con mucha cortesía y le permitieron recibir en su celda visitas, libros y comida. Terminó la Emergencia. La vida continuó.

No ocurrió nada, pero ocurrió todo. Hubo un tumulto en el Paraíso. Murió Ina y, después del funeral, Aurora volvió a casa y pintó un cuadro del Moro, en el que la línea entre la tierra y el mar había dejado de ser una frontera permeable. Ahora la pintó como una grieta en zig-zag, de dibujo duro, hacia la que fluía la tierra al mismo tiempo que el océano. Los masticadores de mangos y singhani, los bebedores de jarabes azul eléctrico, tan azucarados que tus dientes peligraban sólo con mirarlos, los empleados de oficina con sus pantalones remangados y sus zapatos baratos en la mano, y todos los enamorados descalzos que paseaban por la versión de Chowpatty Beach que había bajo el palacio del Moro, gritaban cuando la arena que tenían bajo sus pies los chupaba hacia la fisura, lo mismo que a los rajabolsos, los puestos iluminados con neón de los vendedores de tentempiés y los monos adiestrados, con uniforme de soldado, que habían estado muriendo-por-la-Patria para divertir a las multitudes paseantes. Todos fluían hacia aquella oscuridad dentellada, junto con las palometas y medusas y cangrejos. El arco vespertino de la propia Marine Drive, Marine Drive con su trivial collar de luces, de perlas cultivadas, se había deformado; hasta el paseo marítimo estaba siendo empujado hacia el vacío. Y, en su puesto de la colina, el Moro arlequín contemplaba desde arriba la tragedia, impotente, suspirante, y viejo antes de tiempo. La difunta Ina estaba a su lado traslúcida, la Ina de antes de Nashville, en la cumbre de su voluptuosa belleza. Este cuadro, Moro y el fantasma de Ina miran hacia el abismo, se consideró luego el primero del «gran período» de la serie del Moro, los lienzos apocalípticos y llenos de energía en que Aurora vertió todo su dolor por la muerte de una hija, todo el amor materno inexpresado durante tanto tiempo; pero también sus temores mayores, proféticos, de Casandra incluso, por aquel país, su atroz sufrimiento por la amargura de lo que, al menos en la India de sus sueños, había sido en otro tiempo dulce-como-jugo-de-caña. Todo aquello estaba en los cuadros, sí, y también estaban sus celos.

—¿Celos? —¿De qué, de quién, de cuándo?

Todo ocurrió. Y cambió el mundo. Llegó Uma Sarasvati.