14

La mujer que transformó, exaltó y arruinó mi vida entró en el hipódromo de Mahalaxmi cuarenta y un días después de la muerte de Ina. Era domingo por la mañana, al comienzo de la estación fría de final de año y, según la antigua costumbre —«Cómo de antigua», me preguntaréis, y yo responderé al estilo Bombay: «Antigua, hombre. De tiempos antiguos»— los habitantes más elegantes de la ciudad se habían levantado temprano y ocupado el puesto de los purasangres locales, nerviosos y con pedigrí, tanto en el paddock como en la pista. No había carreras programadas; sólo podían distinguirse las sombras de los jockeys desaparecidos con sus camisas brillantemente abultadas, los ecos fantasmales de antiguos y futuros cascos y las notas desvanecientes de los relinchos humeantes de los corceles, sólo el susurro del rodar del oro, los ejemplares desechados de los boletines de carreras «Cole» —¡Oh guías de etiqueta inestimables!—, con los ojos de la imaginación, reluciendo como las débiles huellas de un cuadro pintado encima, por debajo de aquella escena semanal de rus in urbe, de aquella procesión parasoleada de los grandes ociosos. Venían rápidamente con zapatillas de correr y pantalón corto, con sus bebés atados a la espalda, o deambulando amablemente, con bastones y jipijapas, los nobles del pescado y del acero, los condes de la tela y del transporte marítimo, los lores de las finanzas y las inmobiliarias, los príncipes de la tierra y el mar y los poderosos del aire, y también sus señoras, vestidas de tiros largos en seda y oro, o con chándal y cola de caballo, con bandas rosas tendidas sobre frentes atléticas, como diademas reales. Había algunos que pasaban corriendo por delante de los marcadores de estadios, con el cronómetro dispuesto; otros que navegaban lentamente por delante de la antigua tribuna, como trasatlánticos que arribaran al muelle. Era una ocasión para encuentros, tanto lícitos como i-; para hacer tratos y estrechar manos al hacerlos; para que el matriarcado de la ciudad echase una ojeada a sus jóvenes y tramase futuras nupcias, y para que los jóvenes de ambos sexos intercambiasen miradas e hicieran sus propias elecciones. Una ocasión para que los miembros de las familias se reunieran, y una congregación de los clanes más poderosos de la metrópolis. Poder, dinero, parentesco y deseo: ésas, ocultas bajo las ventajas más sencillas de un saludable paseo de una hora en torno al viejo hipódromo, eran las fuerzas impulsoras del Mahalaxmi Weekend Constitutional, unas carreras sin caballos con un prado de primera, un Derby sin pistola de salida ni foto de llegada, pero uno en el que se podían ganar muchos premios.

Aquel domingo, seis semanas después de la muerte de Ina, estábamos haciendo un esfuerzo por cerrar las filas, tristemente diezmadas, de la familia. Aurora, con elegantes pantalones y camisa de lino blanco de cuello abierto, se había preocupado de mostrar la solidaridad familiar, entrando del brazo de Abraham, blanco de cabellera y magníficamente recto de espalda a los setenta y cuatro, hasta la última pulgada el mismo patriarca que viste y calza, no ya un primo de provincias entre los grandes, sino el más grande de todos ellos. Sin embargo, la mañana no había empezado muy prometedoramente. De camino a Mahalaxmi, habíamos recogido a Minnie —la hermana Floreas— a la que habían excusado, por motivos familiares, de los oficios de la mañana en el convento de María Gratiaplena. Iba sentada a mi lado en el asiento de atrás, con su decoración de monja con cofia, enredando con el rosario y musitando avemarías para sus adentros, con aspecto —pensé— de ser una versión de la Duquesa de Alicia en el país de las maravillas; mucho más bonita, desde luego, pero igualmente absolutista; o como una chica de la baraja de la Corte: Cara de ángel-encuentra-a-la-Reina de Picas.

—He visto a Ina esta noche —declaró sin preámbulos—. Me ha dicho que os dijera que es feliz en el cielo y que la música es muy bonita.

Aurora se puso púrpura, apretó los labios y sacó la mandíbula. Minnie había empezado últimamente a ver visiones, aunque Aurora no estaba convencida. El punto de vista del rorro de la Duquesa podía aplicarse también, parafraseándolo, a la santa duquesa de mi hermana: Sólo lo hace para fastidiar, porque sabe que molesta.

Abraham dijo: «No disgustes a tu madre, Inamorata», y entonces fue Minnie la que frunció el ceño, porque ese nombre pertenecía a su pasado, y no guardaba relación con la persona en que se estaba convirtiendo, la maravilla de las monjas de Gratiaplena, la más ascética de todas las incondicionales, la menos quejosa de las trabajadoras, la más frotadora de las frotadoras de suelos, la más amable y entregada de las monjas y —como si tratase de expiar una vida de privilegios— la que llevaba la ropa interior más picante de la orden, que se había cosido ella misma con sacos de yute que apestaban a cardamomo y té, y que hacía que su tierna piel se hinchase en grandes verdugones, hasta que la madre superiora la advirtió de que una mortificación excesiva era, en sí misma, una forma de vanidad. Después de aquella reprimenda, la hermana Floreas dejó de llevar tela de saco contra la piel, y sus visiones comenzaron.

Sola en su celda sobre su tabla de madera (había prescindido rápidamente de la cama), la visitó un ángel de cabeza de elefante, sin sexo, que formuló una dura crítica de las licenciosas costumbres de los habitantes de Bombay, a los que comparó con los sodomitas y gomorrahis, amenazando con inundaciones, sequías, explosiones e incendios, castigos que se extenderían por un período de unos dieciséis años; y también fue visitada por una rata negra y parlante, que profetizó que la Peste misma retornaría, como última peste de todas. La visión de Ina era algo mucho más personal y, aunque las primeras manifestaciones habían hecho temer a Aurora sobre todo por el equilibrio mental de su hija, esta nueva aparición la sacó de sus casillas, quizá, en medida no pequeña, por la reciente aparición del fantasma de Ina en su propia obra, pero también por la sensación general que tenía, desde la muerte de su hija —una sensación compartida por muchas personas en esa clase de estados inestables y paranoides— de que la estaban siguiendo. Las apariciones estaban entrando en nuestra vida familiar, atravesando la frontera entre el arte y los hechos observables de la vida diaria, y Aurora, nerviosa, se refugió en su rabia. Pero ese día había sido designado como día de la unidad familiar, y por eso, cosa rara en ella, mi madre se mordió los labios.

—Dice que la comida es también buena —añadió Minnie, informativamente—. Toda la ambrosía, el néctar y el maná que puedas comer, y nunca engordas.

Afortunadamente, el hipódromo de Mahalaxmi estaba sólo a unos minutos en coche de Altamount Road.

Y ahora Abraham y Aurora iban del brazo como no habían ido en muchos y largos años, y Minnie, nuestro querubín particular, trotaba a sus talones, mientras yo me quedaba un poco atrás, bajando la cabeza para evitar las miradas de la gente, hundiendo profundamente la mano en mis pantalones y dando patadas al césped, por vergüenza; porque naturalmente podía oír los susurros y risitas de las matriarcas y las jóvenes bellezas de Bombay, y sabía que, si caminaba demasiado cerca de Aurora —que, a pesar de su cabello blanco, no parecía tener, a los cincuenta y tres, más de cuarenta y cinco años— para el transeúnte ocasional, vuestro seguro servidor, con veinte-que-parecían-cuarenta, tendría aspecto de ser demasiado mayor para ser su hijo. Ay míralo… desgracia… anormal… alguna enfermedad extraña… me han dicho que lo tienen encerrado… una vergüenza así para la familia… dicen que es casi idiota… e hijo único de su pobre padre. De esa forma, la lengua aceitosa de la murmuración lubricaba la rueda del escándalo. Nuestro pueblo no reacciona con gentileza ante los infortunios del cuerpo. Ni, por cierto, de la mente.

Tal vez, en cierto modo, aquellos susurrantes del hipódromo tenían razón. En cierto modo, yo era una especie de idiota social, separado de lo cotidiano por mi naturaleza, convertido en extraño por el destino. Ciertamente, nunca me había considerado un estudioso de ningún tipo. Gracias a mi educación insólita y (para criterios convencionales) desesperadamente insuficiente, me había convertido en una especie de urraca de la información, reuniendo a mi alrededor toda clase de trocitos relucientes de datos reales y paparruchas y libros e historia del arte y política y música y películas, y desarrollando también cierta habilidad para manipular y arreglar aquellos fragmentos lamentables, de forma que centellearan y reflejaran la luz. ¿Simples piritas, o pepitas de oro inestimables extraídas del rico filón bohemio de mi infancia singular? Que sean otros los que decidan.

Es cierto que había conseguido aferrarme a Dilly, por motivos no incluidos en el programa, mucho más tiempo del que hubiera debido. Y tampoco se planteaba ir a la universidad. Hice de modelo algún tiempo para mi madre, mientras mi padre me acusaba de desperdiciar la vida y comenzaba a insistir en iniciarme en el negocio familiar. Había pasado mucho tiempo desde que nadie —salvo Aurora— se atreviera a enfrentarse con Abraham Zogoiby. A los setenta y tantos, él era fuerte como un buey, estaba en forma como un luchador y, prescindiendo de su asma, que empeoraba, tan sano como cualquiera de los que hacían jogging por el hipódromo. Sus orígenes relativamente humildes habían quedado olvidados, y la antigua empresa C-50 de los Camoens había quedado integrada en el enorme consorcio conocido acronímicamente, en el lenguaje comercial como «Siodi Corp». «Siodi» correspondía a las iniciales inglesas C. O. D., que correspondían a Cashondeliveri, y la utilización del apodo era enérgicamente fomentada por Abraham. Hacía desaparecer lo viejo —el recuerdo del arruinado e integrado imperio de los importantes Cashondeliveri— y traía lo nuevo. Un retrato de las páginas financieras lo llamó «Mr. Siodi», el brillante y nuevo empresario que hay detrás de la Casa de Cashondeliveri y, después de aquello, algunos de sus asociados comerciales comenzaron a llamarlo, equivocadamente, «Siodi Sahib». Abraham no siempre se tomaba la molestia de corregirlos. De forma que estaba empezando a dar una nueva capa de pintura sobre su propio pasado… y también como padre la edad había pintado una imagen de palimpsesto sobre el recuerdo del hombre que había abrazado a su hijo recién nacido y llorado palabras de consuelo. Ahora se había vuelto formidable, distante, peligroso, frío e imposible de desobedecer. Yo bajé la cabeza, y acepté su oferta de un puesto de principiante en el departamento de comercialización, ventas y publicidad de la Baby Softo Talcum Powder Company (Private) Limited. Después de ello, tuve que programar mi trabajo con Aurora fuera de mis obligaciones en la oficina. Pero sobre modelos y bebés se hablará enseguida.

En cuanto a la cuestión de una novia, mi brazo estropeado —un impedimento en el terreno de los libres de impedimentos— era realmente una especie de espectro en un banquete de bodas, y hacía que las señoras jóvenes se estremecieran melindrosamente, porque les recordaba la fealdad de la vida cuando, como correspondía a su alta cuna, ellas trataban de concentrarse en su belleza. ¡Puah! Era un puño aterrador. (Por lo que se refiere a mi futuro a largo plazo: sólo diré que, aunque Lambajan me había mostrado algo del verdadero potencial de mi mano derecha, dura como una cachiporra, todavía no había descubierto mi auténtica vocación. Mi espada dormía aún en mi mano).

No, yo no formaba parte de aquellos purasangres. A pesar de mis interrumpidas peregrinaciones con nuestra ratera ama de llaves Jaya Hé, era un extraño en su ciudad: un Kaspar Hauser, un Mowgli. Sabía poco de su vida y (lo que era peor) no quería saber más. Porque, aunque quizá fuera un extraño entre aquella raza de carreras, ya a mis veinte años había acumulado experiencia a un ritmo tal que había llegado a sentir que el tiempo, en mis proximidades, comenzaba a moverse a mi propia y duplicada velocidad. No me sentía ya como un joven atrapado dentro de una piel vieja… o, mejor, para utilizar la jerga de la industria textil de la ciudad, una piel «anticuada», o incluso «envejecida». Mi edad exterior y aparente se había convertido sencillamente en mi edad.

O eso creía: hasta que Uma me enseñó la verdad.

Jamshed Cashondeliveri, que, inesperadamente, había caído en una profunda depresión por la muerte de su exmujer y abandonado la facultad de derecho, se reunió con nosotros en Mahalaxmi, como había dispuesto Aurora. No lejos del hipódromo está Great Beach, o Breach Candy (es decir, «Caramelo Roto») por la cual, en ciertas temporadas, solía entrar el océano, inundando los apartamentos bajos de atrás; lo mismo que Hornby Vellard (es decir, el Muro de Hornby) se construyó para cerrar Breach Candy (según fuentes fiables, se terminó hacia 1805), la ruptura entre Jimmy e Ina se cerraría póstumamente, o así lo había decidido Aurora, por el muro de su indomable voluntad.

—Hola, tío, tía —dijo Jimmy Cash, que esperaba torpemente en la meta, ensayando una sonrisa torcida. Luego su rostro cambió. Sus ojos se abrieron más, el color desapareció de sus mejillas de-todas-formas-muy-pálidas y se le cayó la mandíbula.

—¿Qué mosca te ha piquificado? —le preguntó Aurora, sorprendida—. Parece como si hubieras visto un fantasma.

Pero el hipnotizado Jimmy no respondió; y, sin decir palabra, siguió con la boca abierta.

—Saludos, familia —dijo a nuestras espaldas la voz sardónica de Mynah—. Espero que no os importe, chicos, pero he traído a una amiga.

Todos los que paseamos aquella mañana con Uma Sarasvati en torno a las pistas de Mahalaxmi sacamos una opinión distinta de ella. Averiguamos algunos datos objetivos: que tenía veinte años, y era una destacada estudiante de bellas artes de la Universidad de Baroda (estado de Madrás), en donde había recibido ya muchos elogios por el llamado «grupo Baroda» de artistas, y en donde el renombrado crítico Geeta Kapur se había sentido inducido a escribir en términos elogiosos de su gigante talla en piedra de Nandi, el gran toro de la mitología hindú, que había encargado a Uma el corredor de bolsa y multimillonario V. V. Nandy… el mismísimo Cocodrilo Nandy. Kapur había comparado esa obra a la de los anónimos maestros de la maravilla monolítica del siglo XVIII (y del tamaño del Partenón), el templo de Kaiash, la mayor de todas las cuevas de Ellora; pero Abraham Zogoiby, al oír hablar de la estatua mientras paseábamos, soltó una carcajada que era un bramido notablemente parecido al de un toro.

—Ese joven atracador de V. V. nunca tuvo vergüenza —rugió—. Un toro Nandi, ¿no? Hubiera debido ser uno de esos cocodrilillos ciegos de los ríos del norte.

Uma se había presentado a sí misma, con una carta de un amigo de la delegación de Gujarati del Frente Unido de Mujeres Contra el Alza de los Precios, en la diminuta y abarrotada oficina, en un edificio de tres pisos deteriorado, cerca de la estación de Bombay Central, desde el que el grupo de Mynah, de mujeres activistas contra la corrupción y en pro de los derechos civiles y de la mujer —conocido por Comité del WWSTP por su eslogan más conocido, We Will Smash This Prison (Is Jailko Todkar Rehengé, Destruiremos Esta Prisión, llamado también con sorna, por sus detractores, Women Who Sleep Together Probably: Mujeres que Probablemente Duermen Juntas)— estaba combatiendo a media docena de Goliats. Uma había hablado de lo mucho que estimaba la pintura de Aurora, pero también de la importancia de la labor realizada por grupos muy motivados, como el de Mynah, al poner al descubierto las lacras de la quema de esposas, crear patrullas de mujeres contra la violación, y en docenas de otras esferas. Su pasión y sus conocimientos encantaron a mi hermana, notablemente terca; de ahí su presencia en nuestra pequeña reunión de familia en el turf de Mahalaxmi.

Eso, por lo que se refiere a lo que no podía discutirse. Lo que fue realmente notable fue que, durante aquel paseo matutino en Mahalaxmi, la recién llegada encontró la forma de pasar unos minutos en privado con cada uno de nosotros sucesivamente y, cuando se fue, diciendo modestamente que ya había importunado demasiado tiempo en aquella reunión de familia, cada uno de nosotros tenía una firme opinión de ella, y muchas de esas opiniones se contradecían por completo y resultaban imposibles de reconciliar. Para la hermana Floreas, Uma era una mujer de la que la espiritualidad parecía fluir como un río; era abstinente y disciplinada, un alma grande capaz de calar hasta la unidad final de todas las religiones, cuyas diferencias estaba convencida de que se disolverían bajo el resplandor bendito de la luz divina; mientras que, en opinión de Mynah, era dura como una piedra —lo que, viniendo de Philomina, era un gran cumplido— y una feminista marxista y laicista, cuyo compromiso inagotable con la lucha había renovado los propios deseos de pelear de Mynah. Abraham Zogoiby desechó ambas opiniones como «otras tantas bobadas» y elogió la agudísima mentalidad financiera de Uma y su dominio de las últimas teorías sobre negociación y absorción de compañías. Y Jamshed Cashondeliveri, el de los ojos saltones y mandíbula caída, confesó en murmullos que ella era la viva reencarnación de la maravillosa y difunta Ina, de Ina como había sido antes de que las hamburguesas de Nashville la echaran a perder, «ella —nos espetó, como el imbécil que siempre había sido— es como una Ina con voz de cantante, y también con un cerebro». Empezó a explicar que Uma y él se habían escabullido unos momentos detrás de la tribuna, y allí la joven le había cantado con la voz country más dulce que había escuchado nunca, pero para Aurora Zogoiby fue demasiado.

—Todo el mundo ha perdido la cabeza —tronó—. Pero tú, Jimmy, muchacho, has rebasificado el punto en que podías dar marcha atrás. ¡Lárgate! Vete ek-dum y no vuelvas a arrojar tu sombra sobre nuestra puerta.

Dejamos a Jimmy en el paddock, con una mirada de pez aturdido en los ojos.

Aurora se resistió a Uma desde el principio; fue la única que salió del hipódromo con la boca escépticamente torcida. Permitidme que subraye este punto: nunca dio una oportunidad a la joven, aunque Uma era indefectiblemente modesta sobre sus propias aptitudes artísticas, locuazmente adoradora del genio de mi madre, y no solicitaba favores. De hecho, después de su triunfo en los Documenta 1978 de Kassel, cuando los más ilustres marchantes de Londres y Nueva York no querían dejarla escapar, puso una conferencia a Aurora desde Alemania, gritándole a través del chisporroteo internacional: «He hecho que Kasmin y Mary Boone me prometieran exhibir también tu obra. De otro modo, les he dicho, no permitiré que expongan la mía».

Ella descendió entre nosotros, como una dea-ex-machina, y habló a nuestro ser más recóndito. Sólo la impía Aurora no la escuchó. Una vino tímidamente a Elephanta dos días más tarde y Aurora cerró la puerta de su estudio. Lo que —para decirlo suavemente— no fue adulto ni educado. Para compensar la brusquedad de mi madre, me ofrecí a enseñar a Uma la vieja casa, y le dije con calor:

—Serás bienvenida en esta casa siempre que quieras.

Lo que me dijo Uma en Mahalaxmi no se lo repetí a nadie. Para el consumo público, lo que ella dijo riéndose fue: «Bueno, si esto es una pista de carreras, quiero correr», se había sacudido las chappals, cogiéndolas con la mano izquierda, y había salido disparada por la pista, con su largo pelo zumbando detrás como las líneas de velocidad de las historietas, marcando el aire que atravesaba como las estelas de los reactores marcan el cielo. Yo había corrido detrás, claro; no se le había ocurrido que no lo hiciera. Ella era una corredora veloz, más rápida que yo, y finalmente tuve que renunciar, porque mi pecho empezaba a agitarse y a silbar. Me apoyé jadeante contra las barreras blancas, apretándome con ambas manos los pulmones y tratando de calmar el ataque. Ella volvió hasta donde estaba y puso sus manos sobre las mías. Mientras mi respiración se calmaba, me acarició suavemente la derecha estropeada y dijo, con voz casi demasiado baja para ser audible:

—Esta mano podría aplastar todo lo que se le pusiera en su camino. Yo me sentiría muy segura cerca de una mano así. —Luego me miró a los ojos y añadió—: Hay un chico muy joven ahí dentro. Puedo ver cómo me mira. Qué combinación, yaar. Un espíritu juvenil y ese aspecto de hombre mayor que, tengo que confesarte, me ha gustado toda la vida. Demasiado, te lo juro.

De manera que es esto, me dije a mí mismo maravillado. Este escozor de lágrimas, este nudo en la garganta, este calor en la sangre. Mi sudor había cobrado un olor picante. Me sentí yo mismo; mi yo auténtico, la identidad secreta que había escondido tanto tiempo que temía que no existiera ya, se levantó de los confines de mi ser y llenó mi centro. Ahora no era el hombre de nadie, pero también, por completo, inmutablemente y para siempre, era suyo.

Ella me quitó las manos de encima; dejando detrás un Moro enamorado.

La mañana de la primera visita de Uma, mi madre había decidido que quería pintarme desnudo. La desnudez no era nada especial en nuestro círculo; a lo largo de los años, muchos de los pintores y sus amigos habían posado unos para otros en cueros. No hacía tanto tiempo, el baño de huéspedes de Elephanta había sido decorado con un mural de Vasco Miranda, en el que estaban él mismo y Kekoo Mody con bombín y nada más. Kekoo aparecía tan delgado y alargado como siempre, pero el éxito y los años de disipación y de juerga habían redondeado a Vasco, que era también, con gran diferencia, el más pequeño. El interés de la pintura estaba en el hecho evidente de que los dos hombres parecían haber intercambiado sus penes. La polla de Vasco era asombrosamente larga y delgada, como un pálido salchichón, mientras que el alto Kekoo lucía un órgano oscuro y rechoncho, de diámetro y circunferencia impresionantes. Sin embargo, ambos hombres juraban que no había habido trueque. «Yo tengo el pincel y él tiene el rollo de billetes —explicaba Vasco—. ¿Qué podría ser más apropiado?». Fue Uma Sarasvati la que dio al cuadro el nombre con el que luego fue conocido: La Gorda y la Flaca, dijo con una risita, y el nombre quedó.

Después de visitar La Gorda y la Flaca, me encontré hablando a Uma de la historia de las pinturas del Moro, y del nuevo proyecto de un Moro desnudo. Me escuchó seriamente mientras yo describía con orgullo mi colaboración artística con mi madre, y luego me atacó con aquella sonrisa enorme, con los rayos de aquella pistola extraterrestre que podía disparar desde sus ojos gris pálido.

—No está bien que, a tu edad, te exhibas desnudo delante de tu mamaji —me amonestó—. Vamos a conocernos mejor y yo seré quien esculpa tu belleza en mármol de Carrara importado. Lo mismo que el David, con su mano demasiado grande, yo haré de la gran maza de tu mano el miembro más encantador del mundo. Hasta entonces, Mr. Moro, guárdese, por favor, para mí.

Se marchó poco después, porque no quería disturbar a la gran pintora mientras trabajaba. A pesar de esta prueba de delicadeza de su sensibilidad, mi egoísta madre fue incapaz de decir nada bueno de nuestra nueva amiga. Cuando le dije que no podría posar para su nuevo cuadro, por las muchas horas que tenía que pasar en mi nuevo puesto en las oficinas de Bebé Blandito en Worli, estalló.

—No me vengas con blanduras —chilló—. La pescadorcita te ha echado el anzuelo y tú, como un pez estúpido, crees que sólo quiere jugar. Pronto estarás fuera del agua y ella te fritificará en ghee, con jengibre-ajo, mirch-masala, comino y, quizá, algunas patatas fritas como guarnición.

Cerró de un portazo la puerta de su estudio, dejándome fuera para siempre; nunca me pidió que volviera a posar para ella.

El cuadro, El Moro, desnudo de madre, contempla la llegada de Chimène, era tan formal como Las Meninas de Velázquez, pintura con la que, en su juego de puntos de vista, está un tanto en deuda. En una recámara de la imaginaria Alhambra malabar de Aurora, contra una pared decorada con intrincados dibujos geométricos, el Moro estaba de pie, desnudo, con el technicolor de rombos de su piel. Detrás de él, en el alféizar de la festoneada ventana, había un buitre de la Torre del Silencio y, apoyada contra la pared, cerca de ese marco macabro, una sitar, con un ratón que mordisqueaba su caja laqueada en forma de melón. A la izquierda del Moro estaba su aterradora madre, la reina Ayxa-Aurora, con oscuras vestiduras largas y sueltas. La imagen del espejo era bellamente naturalista… No había arlequín, ni fingimientos de Boabdil; sólo yo. Pero aquel Moro a rombos no se miraba en el espejo, porque, en el umbral de la puerta, a su derecha, había una bella joven… Uma, naturalmente. Uma hecha ficción, hispanizada, como aquella «Chimène», Uma con aspectos de Sofía Loren en El Cid, birlada de la historia de Rodrigo Díaz de Vivar e introducida, sin más explicaciones, en el universo híbrido del Moro… y entre sus manos extendidas e invitadoras había muchas maravillas —orbes de oro, pájaros enjoyados, diminutos homúnculos—, flotando mágicamente en el aire luciente.

Aurora, en sus celos maternales del primer amor verdadero de su hijo, había creado aquel grito de dolor, en el que los intentos de una madre por mostrar a su hijo la sencilla verdad sobre sí mismo resultaban condenados al fracaso por las artimañas enloquecedoras de una hechicera; en la que los ratones roían toda posibilidad de música y los buitres aguardaban pacientemente su almuerzo. Desde que Isabella Ximena da Gama, en su lecho de muerte, había reunido en su persona las figuras del Cid Campeador y Ximena, su hija Aurora, que había recogido la antorcha caída de Belle, se había visto también a sí misma como héroe y heroína combinados. El que ahora tuviera que hacer aquella separación —que al Moro pintado se le diera el papel de Charlton Heston y una mujer con el rostro de Uma fuera bautizada con la versión afrancesada del segundo nombre de mi abuela— era casi una admisión de derrota, un presentimiento de inmortalidad. Ahora Aurora, como la anciana Ayxa viuda, no era la que se miraba en el espejo-espejo; ahora era Boabdil-Moro el que se reflejaba en él. Pero el auténtico espejo mágico era el que tenía en sus (mis) ojos; y, en aquel espejo oculto, no había duda de que la hechicera del umbral era la más bella de todas.

El cuadro, pintado, como muchos de los Moros de madurez, con las sucesivas capas de pintura de los antiguos maestros europeos, es importante en la historia del arte por la aparición, en la serie del Moro, del personaje de «Chimène»; me parecía demostrar que el arte, en definitiva, no era la vida; que lo que podía parecer verdadero al artista —por ejemplo, aquel relato de usurpación maligna, de una hermosa bruja que venía a separar a la madre de su hijo— no tenía necesariamente la más mínima relación con los acontecimientos y sentimientos y personas del mundo real.

Uma era una persona libre; entraba y salía como quería. Sus ausencias en Baroda me desgarraban el corazón, pero me negó su permiso para visitarla. «No debes ver mi trabajo hasta que yo esté lista para ti —me dijo—. Quiero que te enamores de mí, no de lo que hago». Porque, contra toda probabilidad y con la real arbitrariedad de la belleza, ella, que podía haber elegido a quien quisiera, había dado su corazón a este lastimado imbécil joven-viejo y, susurrando en mi oído, me había prometido que entraría en el jardín de los placeres terrenales. «Espera —me dijo—. Espera, querido inocente, porque yo soy la diosa que conoce tu corazón secreto, y te he de dar todo lo que quieras, y más». Espera sólo un poco, me rogaba, sin decir por qué, pero mi desconcierto era barrido por la excitación lírica de sus promesas. Y entonces, hasta la muerte, seré tu espejo, el otro yo de tu yo, tu igual, tu emperatriz y tu esclava.

Tengo que confesar que me sorprendió saber que ella hacía una serie de visitas a Bombay sin ponerse en contacto conmigo. Minnie me telefoneó desde el Gratiaplena para decirme, con voz temblorosa, que Uma la había visitado para preguntarle cómo una no-cristiana podía iniciar una vida en Cristo. «Realmente creo que vendrá a Jesús —dijo la hermana Floreas— y también a su Santa Madre». Es posible que yo diera un resoplido, porque entonces la voz de Minnie adoptó un tono extraño. «Sí —me dijo—. Uma, bendita sea, me dijo cuánto le preocupa que el Diablo te tenga en su poder».

También Mynah —¡Mynah, que no llamaba nunca!— telefoneó para informar sobre los excitantes encuentros con mi amada en la primera línea de una manifestación política que había impedido temporalmente la demolición de las casuchas de los invisibles pobres que ocupaban un espacio valioso muy cerca de las altas construcciones de Cuffe Parade. Aparentemente, Uma había dirigido a los manifestantes y habitantes de las casuchas en el clamoroso coro de Hemos iniciado un movimiento, ¿qué podemos temer? Súbitamente, Mynah me confió —¡Mynah, que nunca me confiaba nada!— que había llegado a la conclusión de que Uma era, decididamente, lesbiana. (Philomina Zogoiby no había revelado a nadie los secretos de su propia sexualidad, pero era bien sabido que nunca se había interesado por ningún hombre; al acercarse a los treinta, admitió alegremente que se había quedado «para vestir santos… me espera una vida de solterona». Pero ahora, quizá, Uma Sarasvati había descubierto algo más).

—Nos hemos hecho muy amigas, ¿sabes? —me confesó Mynah sorprendentemente, con una extraña combinación de ingenuidad y desafío—. Por fin alguien con quien puedo estar cómoda y chismorrear noches enteras con una botella de ron y unos paquetes de pitillos. Mis puñeteras hermanas nunca me sirvieron de nada.

¿Qué noches? ¿Cuándo? Y en las habitaciones alquiladas de Mynah no había suficiente espacio para otra silla, por no hablar de otro colchón: de forma que, ¿dónde había tenido lugar ese «estar cómoda»?

—Por cierto, he oído que has estado relamiéndote —me dijo la voz de mi hermana al oído, y ¿era sólo la hipersensibilidad del amor, o me estaba advirtiendo realmente?—. Hermanito, deja que te dé un consejo: no tienes nada que hacer. Búscate a otra gallinita. Ésa prefiere a las gallinas.

No sabía qué pensar de aquellas llamadas telefónicas, especialmente porque el teléfono de Uma en Baroda nunca respondía. Durante el rodaje de un anuncio para la televisión de Bebé Blandito, en medio de los gorgoteos de siete bebés bien empolvados, mis luchas interiores me distrajeron tanto, que me olvidé de la sencilla tarea que se me había confiado —la de cerciorarme, con ayuda de un cronómetro, de que los poderosos focos klieg no estuvieran sobre los bebés más de un minuto cada cinco— y sólo fui sacudido de mi ensimismamiento por la ira de los cámaras, los chillidos de las madres y los llantos de los bebés que, con burbujas y ampollas, comenzaban a freírse. Huí lleno de vergüenza y confusión del estudio y me encontré a Uma sentada a la entrada, esperándome.

—Vamos a tomar algo, yaar —dijo—. Estoy muerta de hambre.

Y, naturalmente, durante el almuerzo me demostró que todo tenía una explicación perfectamente razonable.

—Quería conocerte —me dijo, saltándosele las lágrimas—, quería asombrarte con lo mucho que me había esforzado por saber todo lo que hay que saber. También quiero estar cerca de los de tu sangre, tan cerca como la sangre o más cerca aún. Pero tienes que saber que nuestra pobre Minnie está un poco preocupada por Dios; por amistad, le hice preguntas, y ella, pobre santa querida, las entendió al revés. ¡Yo monja! Está usted de broma, míster. Y eso del Diablo era sólo un chiste. Quiero decir que, si Minnie está en el pelotón de Dios, entonces tú y yo y cualquier persona normal estamos en el equipo del Diablo, ¿no? —Y durante todo el tiempo mi rostro se mecía entre sus manos, y sus manos acariciaban las mías como habían hecho en nuestro primer encuentro, y su cara estaba bañada de tanto amor, de tanto dolor por haber dudado de ella… ¿Y Mynah…? insistí, aunque parecía una horrible crueldad seguir interrogando a una criatura tan amante y abnegada.

—Claro que fui a verla. Por ella me uní a la lucha. Y como sé cantar, canté. ¿Y qué? ¿En cuanto a estar cómoda? Dios santo. Si quieres saber quién es la señora a quien le gustan las señoras, absoluto ignorante, mira a tu hermanita marimacho y no a mí. Compartir una cama no significa nada, en la universidad las chicas lo hacemos constantemente. Pero estar cómoda es el sueño húmedo de tu Philomina, y perdona que sea tan franca. Sí, francamente, estoy bastante furiosa. Trato de llevarme bien y tú me acusas de ser una santurrona y una mentirosa, y hasta de follarme a tu hermana. ¿Qué clase de gente sois para portaros tan asquerosamente? ¿Por qué no comprendes que lo he hecho todo por amor?

Grandes lágrimas salpicantes rebotaron en su plato vacío. El sufrimiento no había afectado a su saludable apetito.

—Basta, por favor, basta —le rogué yo, disculpándome—. Nunca… nunca más…

Su sonrisa reventó entre las lágrimas, tan luminosa que casi esperé un arco iris.

—Quizá haya llegado el momento —musitó— de que te demuestre que soy más hétero que nadie.

Y se la vio con el propio Abraham Zogoiby, engullendo bocadillos de dos pisos al borde de la piscina del Willingdon Club, antes de perder graciosamente al golf ante el anciano.

—Es una maravilla esa Uma tuya —me dijo años más tarde, allá arriba, en su Edén de I. M. Pei—. Tan bien informada, tan original, y te mira tan atentamente con esos ojos de piscina… Nunca he visto nada parecido desde que por primera vez miré el rostro de tu madre. ¡Dios sabe cuánto parloteaba yo! Mis propios hijos no se interesaban —¡tú, por ejemplo, mi único chico!— y un anciano tiene que hablar con alguien. Le hubiera dado un empleo al instante, pero ella me dijo que tenía que dar prioridad a su arte. Y, Cristo, qué tetas tiene. Unas tetas del tamaño de tu cabeza. —Cacareó repulsivamente y se disculpó someramente, sin molestarse en dar el menor indicio de sinceridad a su voz—. Qué te voy a decir, muchacho, las mujeres han sido la debilidad de mi vida. —Luego, de repente, una gran nube le pasó por el rostro—. Los dos perdimos a nuestra querida madre por mirar a otras chicas —farfulló.

Sistemas bancarios de corrupción a escala mundial, manipulación del mercado de valores a un superépico nivel mogambo, negocios de armas de muchos-miles-de-millones de dólares, conspiraciones sobre tecnología nuclear, con ordenadores robados y Mata Haris de las Maldivas, exportación de antigüedades, incluido el símbolo del país mismo: el León de cuatro cabezas de Sarnath… ¿cuántas cosas de ese mundo «negro», cuántos de sus grandes planes reveló Abraham a Uma Sarasvati? ¿Cuánto, por ejemplo, sobre ciertos envíos especiales de exportación de polvos Bebé Blandito? Cuando le pregunté, se limitó a mover la cabeza negando.

—No mucho, supongo. No lo sé. Todo. Me dicen que hablo en sueños.

Pero me estoy adelantando a mí mismo. Uma me habló de la partida que jugó con mi padre, elogiando su swing de golf —«sin un temblor… ¡y a su edad!»— y su generosidad con una chica joven como ella, nueva en la ciudad. Habíamos empezado a encontrarnos en una serie de habitaciones de precio moderado de Colaba o Juhu (los antros de cinco estrellas de la ciudad eran demasiado arriesgados; demasiados ojos con telefoto y lenguas de larga distancia). Pero nuestros favoritos eran los Railway Retiring Rooms en Victoria Terminus y Bombay Central: en aquellas habitaciones de alto techo, con postigos, frescas, limpias y anónimas comencé mi viaje al Cielo y el Infierno.

—Trenes —decía Uma Sarasvati—. Todos esos pistones y chistones. ¿No te hacen sentirte excitado?

Es difícil para mí hablar de nuestra forma de amarnos. Incluso ahora, a pesar de todo, el recuerdo me hace estremecer de nostalgia de lo perdido. Recuerdo su facilidad y ternura, su calidad de revelación; como si se abriera una puerta en la carne y, por ella, fluyera un universo insospechado de la quinta dimensión: sus planetas con anillos y sus colas de cometas. Sus galaxias dando vueltas. Sus soles que estallaban. Pero, más allá de la expresión, más allá del lenguaje, estaba la simple corporeidad de todo, el movimiento de las manos, la tensión de las nalgas, el arqueamiento de las espaldas, la ascensión y caída de aquello, la cosa sin más sentido que ella misma, lo que quería decir todo; aquella breve actividad animal, por la que se podía hacer cualquier cosa… cualquier cosa. No puedo imaginarme —no, ni siquiera ahora, mi imaginación no da para tanto— que aquella pasión, aquella esencialidad, pudiera haber sido fingida. No creo que ella me mintiera allí, de aquella forma, por encima de las idas y venidas de los trenes. No lo creo; lo creo; no lo creo; lo creo; no; no; sí.

Hay un detalle embarazoso. Uma, mi Uma, me murmuró al oído, cerca del Everest de nuestro éxtasis, en el Col Sur del deseo, que había algo que la entristecía.

—Yo venero a tu mamaji; pero a ella no le gusto.

Y yo, respirando entrecortadamente y ocupado de otras muchas formas, la consolé. Sí que le gustas. Pero Uma —sudando, jadeando, arrojando su cuerpo sobre el mío— repitió su profunda pena.

—No, querido muchacho. No le gusto. Bilkul que no.

Confieso que, en aquel instante supremo, no me apetecía aquella charla. Sin quererlo, me saltó una obscenidad a los labios. Pues que la follen.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que la follen. A mi madre, que la follen. Ay.

Ante lo cual, ella abandonó el tema y se concentró en los asuntos que tenía entre manos. Sus labios me hablaron al oído de otras cosas. Quieres esto, amor, y esto, hacer esto, puedes hacerlo, si quieres hacerlo, si quieres. Ay Dios sí quiero déjame sí sí Ay

Esa clase de palique es mejor para participar en él que para escucharlo subrepticiamente, de manera que no transcribiré más. Sin embargo, tengo que admitir —y me ruborizo al hacerlo— que ella, Uma, volvió una y otra vez al tema de la hostilidad de mi madre, hasta que pareció convertirse en parte de lo que la excitaba. —Ella me odia me odia dime qué puedo hacer—. Y yo tenía que responder y, perdonadme, presa de la lujuria respondía tal como se me pedía. Que se joda decía. Que se joda esa estúpida estúpida furcia. Y Uma: ¿Cómo? Amor, amor mío, ¿cómo?

—Que la follen cabeza abajo y de costado también.

—Ay, puedes, mi encanto, si quieres, sólo con que digas que quieres.

—Dios sí. Quiero. Sí. Ay Dios.

Así fue como, en el momento de mi mayor júbilo derramé las semillas de la ruina: mi ruina, y la de mi madre, y la ruina de nuestra gran casa.

Todos, menos uno, estábamos enamorados de Uma en aquellos tiempos, y hasta Aurora, que no lo estaba, aflojó; porque la presencia de Uma en nuestra casa hizo volver a casa a mi hermana, y mi madre, además, podía ver el contento en mi rostro. Por despreocupada que hubiera sido como madre, seguía siendo una madre y, en consecuencia, se le ablandó el corazón. Aurora se tomaba en serio su trabajo y, cuando Kekoo Mody visitó Baroda y volvió entusiasmado con las obras de la joven, la gran Aurora se derritió más. Uma fue presentada como huésped de honor en una de las soirées, ahora poco frecuentes, de Elephanta.

—Al genio —declaró Aurora—, se le perdona todo. —Uma pareció amablemente halagada y tímida—. Y al mediocre —añadió Aurora— no se le debe nada: ni un paisa, ni un cauri, ni un dam. Eh, Vasco, ¿qué dices a eso?

Vasco Miranda, a los cincuenta, no pasaba ya mucho tiempo en Bombay; cuando aparecía, Aurora no perdía tiempo en cumplidos y arremetía contra su «arte de aeropuerto» con una malevolencia inusitada incluso en aquella mujer, abrasiva entre todas. La obra de Aurora nunca había «viajado». Algunas galerías europeas importantes —la Stedelijk, la Tate— le habían comprado cuadros, pero América seguía impenetrable, salvo la familia Goblee de Fort Lauderdale (Fla.), sin cuyo celo coleccionista tantos artistas indios no habrían tenido un céntimo; de forma que era posible que la envidia afilase la lengua de mi madre.

—¿Cómo van tus Especiales de Sala de Tránsito, eh, Vasco? —quería saber—. ¿Te has dado cuenta de cuántos pasajeros de los «Travolators» nunca se detienen a echar una ojeada a tus cosas? ¡Y el jet-lag! ¿Agudiza las facultades críticas?

Ante aquellas agresiones, Vasco sonreía débilmente y bajaba la cabeza. Había amasado una enorme fortuna en divisas y, recientemente, había renunciado a sus residencias y estudios en Lisboa y Nueva York para construirse una locura en lo alto de una montaña de Andalucía, en la que, según un rumor, gastaba más que los ingresos sumados de una vida de toda la comunidad de artistas indios. Esa historia, que él no hacía nada por negar, sólo servía para aumentar su impopularidad en Bombay y la intensidad de los ataques de Aurora Zogoiby.

Su cintura se había hinchado, su bigote era un doble signo de exclamación daliniano, y llevaba el cabello grasiento partido sobre la oreja izquierda y transversalmente pegado sobre su calva reluciente de Brylcreem.

—No es de extrañar que sigas siendo un solterón —se burlaba Aurora—. Las señoras pueden tolerar algún michelín, pero, chico, tú has adquirido la Goodyear entera.

Por una vez, las pullas de Aurora coincidían con la opinión de la mayoría. El tiempo, que había sido amable con la cuenta bancaria de Vasco, había tratado duramente a su reputación india y su cuerpo. A pesar de miríadas de encargos, la cotización de su obra estaba ahora en caída libre, al ser considerada pobre y ampulosa y, aunque la colección nacional había adquirido algunas de sus obras de los primeros tiempos, no lo había hecho más desde hacía años. Ni una sola de sus compras se exhibía actualmente. Entre los mejores críticos y la generación más joven de artistas, V. Miranda era una escalera de póquer malograda. Cuando la estrella de Uma Sarasvati se alzaba, la de Vasco se hundía; pero cuando Aurora le dio la patada, él se guardó sus respuestas.

La colaboración Braque-Picasso entre Vasco y Aurora nunca se había materializado; reconociendo la insuficiencia del talento de Vasco, ella había seguido su propio camino, permitiéndole a él mantener su estudio de Elephanta sólo en recuerdo de los viejos tiempos, y quizá porque disfrutaba teniéndolo por allí para burlarse de él. Abraham, que siempre había detestado a Vasco, mostró a Aurora recortes de periódicos del extranjero, que probaban que V. Miranda había sido acusado más de una vez de conducta violenta, y sólo por los pelos había evitado ser deportado tanto de Estados Unidos como de Portugal; y que se había visto obligado a recibir amplio tratamiento en hospitales psiquiátricos, centros de desintoxicación para alcohólicos y clínicas de rehabilitación para drogadictos de Europa y Norteamérica.

—Líbrate de ese viejo farsante afectado.

En cuanto a mí, recordaba las muchas amabilidades de Vasco cuando yo era un chico pequeño y asustado, y le quería aún por ellas, aunque me daba cuenta de que sus demonios habían ganado la batalla contra su lado luminoso. El Vasco que nos visitó en la velada de Uma, aquel abotagado payaso de ópera bufa, era realmente un triste espectáculo.

Hacia el final de la noche, cuando el alcohol había disminuido sus defensas, se derrumbó.

—Al diablo con todos vosotros —gritó—. Pronto me iré a mi Benengeli y, si tengo algún sentido común, nunca volveré. —Luego prorrumpió en una canción sin melodía—: Adiós, fuente de Flora —comenzó—. Vete con Dios, Hutatma Chowk. —Se detuvo, parpadeando, y sacudió la cabeza—. No. No está bien. ¡Adiós, Marine Dri-ive. Vete con Dios Netaji Subhas Chandra Bose Road! (Muchos años más tarde, cuando también yo fui a España, recordaría la cancioncilla incompleta de Vasco, y hasta cantaría para mis adentros una versión silenciosa de ella).

Uma Sarasvati se dirigió hacia aquella figura triste y penosa, le puso las manos en los hombros y le besó en la boca.

Lo que tuvo un efecto inesperado. En lugar de sentirse agradecido —y había muchos en el salón, yo incluido, que hubieran recibido muy felices un beso así—, Vasco se revolvió contra Uma.

—Judas —le dijo—. Te conozco. Devota de Nuestro Señor Judascristo, el Traidor. Te conozco, nena. Te he visto en esa iglesia.

Uma se sonrojó fuertemente y retrocedió. Yo salté en su defensa.

—Te estás poniendo en ridículo —le dije, y Vasco se fue ofendido, con la cabeza muy alta; y, un momento después, se cayó ruidosamente en la piscina.

—Bueno, se acabó —dijo Aurora con energía—. Vamos a jugar a Tres personajes, siete pecados.

Era su juego de sociedad favorito. Una selección al azar tirando una moneda al aire determinaba el sexo y la edad de tres «personajes» imaginarios, y se utilizaban papeles sacados de un sombrero para concretar el pecado mortal del que cada uno de ellos era «culpable». Entonces se pedía a los asistentes a la reunión que improvisaran una historia en que participasen los tres pecadores. En aquella ocasión los personajes resultaron ser Mujer Vieja, Mujer Joven y Hombre Joven; y sus pecados capitales eran, respectivamente, Ira, Soberbia y Lujuria. Apenas se habían hecho las elecciones, Aurora, aguda como siempre y, posiblemente, más afectada de lo que parecía por el último y pequeño huracán de Vasco, gritó:

—Tengo uno.

Uma aplaudió, admirativa:

—Dínoslo, na.

—Está bien, ahí va —dijo Aurora, mirando de frente a su joven huésped de honor—. Una vieja reina iracunda descubre que su estúpido y lujurioso hijo ha sido seducido por una joven y soberbia rival.

—Una gran historia —dijo Uma, sonriendo radiante y serena—. Wah-wah! Ahí hay mucho que roer. Sí señor.

—Te toca a ti —dijo Aurora, con una sonrisa tan ancha como la de Uma—. ¿Qué ocurre entonces? ¿Qué debería hacer la Vieja Reina Iracunda? ¿Desterrar a los amantes para siempre…? ¿O debería limitarse a desahogarse y apartarlos de su vista?

Uma reflexionó.

—No basta —dijo—. Creo que haría falta alguna solución más permanente. Porque una contrincante así —por ejemplo, esa Soberbia y Joven Pretendiente— si no se acabara con ella, quiero decir que se la dejara completamente funtooshed, querría sin duda aplastar a la Vieja Reina Iracunda. ¡Seguro! Querría al Lujurioso Príncipe Joven para ella sola, y el reino también; y sería demasiado soberbia para compartir el trono con la mamá.

—Entonces, ¿qué sugieres? —preguntó Aurora, glacialmente amable en un salón de pronto en silencio.

—Un asesinato —dijo Uma, encogiéndose de hombros—. Evidentemente, es una historia de asesinatos. De una forma o de otra, alguien tiene que morir. O la Reina Blanca se come al Peón Negro, o el Peón Negro, al llegar a la casilla de la reina, se convierte en Reina Negra y se come a la Reina Blanca. Al menos, no hay otro final que yo pueda ver.

Aurora pareció impresionada.

—Uma, hija, eres muy reservada. ¿Por qué no me dijiste que habías jugado ya antes a este juego?

Eres muy reservada… Mi madre no podía desprenderse de la idea de que Uma tenía algo que ocultar.

—Viene de no-se-sabe-dónde y se chipkoa a nuestra familia —se preocupaba continuamente Aurora… como, hay que decirlo, no se había preocupado nunca, en los viejos tiempos, por el pasado, igualmente discutible, de Vasco Miranda—. Pero ¿quién es su familia? ¿Dónde están sus amigos? ¿Cuál es su vida pasada?

Transmití esas dudas a Uma, mientras las sombras del ventilador de techo de una habitación de reposo acariciaban su cuerpo desnudo y la brisa del ventilador lo secaba como una toalla.

—Tu familia no puede hablar de secretos —me dijo—. Perdóname. Aborrezco hablar mal de tus personas queridas, pero no soy yo la que tiene una hermana loca ya muerta, otra que ve ratas parlantes en un convento y una tercera que trata de desatar el cordón del pijama de sus amigas. Y, por favor, ¿de quién es ese padre que está metido hasta aquí en negocios sucios y putillas menores de edad? ¿Y esa madre que —perdóname, amor mío, pero tienes que saberlo— tiene ahora no uno, ni dos, sino tres líos amorosos?

Yo me incorporé en la cama.

—¿Con quién has estado hablando? —grité—. ¿Quién te ha estado vertiendo ese veneno de serpiente para que te lo tragues y lo vomites luego?

—Es la comidilla de toda la ciudad —dijo Uma, abrazándome—, pobre blandito. Tú crees que ella es una especie de diosa o algo así. Pero lo sabe todo el mundo. Uno, ese tarado parsi, Kekoo Mody; dos, Vasco Miranda, el farsante gordo; y el peor es el tres: Mainduck, ese hijoputa del MA. ¡Raman Fielding! ¡Ese bhaenchod! Lo siento, pero esa señora no tiene clase. La gente cuchichea incluso que ha seducido a su propio hijo —¡sí!, mi pobre chico inocente, ¡no sabes cómo es la gente!— pero yo les digo que hay límites, ¿no? Puedo responder de él personalmente. De manera que ya ves que tu buen nombre está en mis manos.

Fue el motivo de nuestra primera pelea verdadera, pero aunque yo defendí a Aurora, me daba cuenta, en el fondo de mi corazón, de la verdad de las acusaciones de Uma. La devoción canina de Kekoo había tenido su recompensa, y la prolongada tolerancia y simultáneo maltrato de Vasco por Aurora cobraban sentido por fin, vistos en el contexto de una «relación», aunque podrida. Ahora que ella y Abraham no compartían el lecho, ¿dónde podía buscar consuelo Aurora? Su genio y su grandeza la habían aislado; las mujeres poderosas asustan a los hombres, y había pocos en Bombay que se hubieran atrevido a cortejarla. Eso explicaba a Mainduck. Tosco, físicamente fuerte, despiadado, era uno de los pocos hombres de la ciudad al que no podía aterrorizar Aurora. Su encuentro cuando el asunto de El beso de Abbas Ali Baig lo habría excitado; habría aceptado el soborno de ella, y habría querido —o eso al menos conjeturaba yo— conquistarla a su vez. Y con los ojos de la mente la veía a ella repelida y embelesada a un tiempo por aquella criatura de cloaca con auténtica potencia, aquel salvaje, aquel barrio bajo andante. Si su marido prefería a las chicas de las jaulas de Falkland Road, ella, Aurora la grande, conseguiría vengarse entregando su cuerpo a los manoseos y arremetidas de Fielding; sí, podía ver cómo aquello la excitaría, cómo desencadenaría su propio salvajismo. Quizá Uma tenía razón: quizá mi madre fuera la puta de Mainduck.

No era extraño que hubiera empezado a estar un poco paranoica, a pensar que la seguían; ¡una vida secreta tan complicada y tanto que perder si salía a la luz! Kekoo, el amante del arte; la figura más occidentalizada aún de V. Miranda, y el sapo comunalista; añadid a ellos el mundo invisible de dinero y mercados negros de Abraham Zogoiby, y tendréis un retrato de las cosas que amaba realmente mi madre, los puntos cardinales de su brújula interior, revelados por su elección de hombres. Vista a través de esa lente, su obra parecía una distracción de las duras realidades de su carácter; como un noble manto echado sobre el sucio charco de barro de su alma.

En mi confusión, me encontré al mismo tiempo llorando y teniendo una erección. Uma me echó de nuevo en la cama y se puso sobre mí a horcajadas, secándome las lágrimas con sus besos.

—¿Lo sabe todo el mundo menos yo? —le pregunté—. ¿Mynah? ¿Minnie? ¿Quién?

—No pienses en tus hermanas —dijo ella, moviéndose lenta, tranquilizadoramente—. Pobre: amas a todo el mundo, no quieres más que amor. Si les importaras lo que te importan a ti… Pero tendrías que oír lo que me dicen. ¡Qué cosas! No sabes las peleas que he tenido con ellas por ti.

La hice callar.

—¿Qué dices? ¿Qué me estás diciendo?

—Pobre niño —dijo adaptándose a mí como una cuchara. Cómo la adoré; qué agradecido estaba, en aquel mundo traidor, de contar con su madurez, su serenidad, su sabiduría mundana, su fortaleza, su amor.

—Pobre Moro desventurado. Yo seré tu familia ahora.