5
Unas semanas después de la muerte de su esposa, comenzaron a aparecer misteriosos arañazos en el cuerpo de Camoens mientras dormía. Primero fue uno en el cuello, en la parte de atrás, en donde tuvo que señalárselo, quién lo hubiera dicho, su hija; luego tres largas líneas de rastrillo sobre su nalga derecha y, después de eso, uno en la mejilla hasta el borde de la barbita. Al mismo tiempo, Belle comenzó a aparecérsele en sueños, desnuda y exigente, de forma que él se despertaba llorando, porque, aunque yaciera con su imagen soñada, sabía que no era real. Sin embargo, los arañazos eran muy reales y, aunque no se lo dijo a Aurora, su impresión de que Belle había vuelto tenía tanto que ver con aquellas marcas amorosas como con las ventanas abiertas y los objetos elefantinos que faltaban.
Su hermano Aires adoptó una actitud sencilla hacia el enigma de los colmillos de marfil y Ganeshas perdidos. Reunió a la servidumbre en el patio principal, bajo el peepul que tenía la parte inferior del tronco pintada de blanco y, en el calor de la tarde, se paseó arriba y abajo con un sombrero de paja, una camisa sin cuello y unos pantalones blancos de yute sujetos por tirantes rojos, rugiendo heladamente su cierta-segura convicción de que uno de ellos era un ladrón. Los criados de la casa, jardineros, barqueros, barrenderos, limpiadores de letrinas, todos lo miraban formando una línea sudorosa y aterrorizada y poniendo la sonrisa congraciadora de su miedo, mientras Jawaharlal, el buldog, emitía gruñidos amenazadores y su amo Aires los apostrofaba con apodos.
—¿Quién va a hablar? —preguntó—. ¿Jergagokhale, tú? ¿Nallappabuendía? ¿Karampalzancos? ¡Hablad, pronto! Y los chicos de recados fueron era Tarará y Tararí, mientras los abofeteaba a ambos, y los jardineros eran frutos secos y especias, mientras les pinchaba en el pecho con un dedo, Anacardo, Pistacho, Cardamomo Grande y Cardamomo Pequeño, y los limpiadores de letrinas, a los que, desde luego, no tocaba, eran Aguas Menores y Aguas Mayores.
Aurora vino corriendo cuando supo lo que ocurría y, por primera vez en su vida, la presencia de los criados la llenó de vergüenza, no pudo mirarlos a los ojos, se volvió hacia la familia congregada (porque la impasible Epifania, Carmen, la de la esquirla de hielo en el corazón y hasta Camoens —retorciéndose inquieto pero, hay que decirlo, sin interrumpir— habían salido a estudiar la técnica de interrogatorio de Aires) y, con un grito muy fuerte, confesó: Nno-han-sido-ellos-he-sido-YO.
—¿Qué? —le gritó Aires a su vez, burlonamente, irritado; un atormentador privado de su placer—. Habla, no oigo nada.
—Deja de intimidarlos —aulló Aurora—. No han hecho nada; no han tocado tus malditos-malditos elefantes ni sus puñeteros-puñeteros colmillos. Yo lo hice.
Su padre palideció.
—¿Por qué, nena?
El buldog, gruñendo, enseñó los dientes.
—No me llames nena —respondió ella, desafiándolo incluso a él—. Es lo que siempre quiso hacer mi madre. Vas a ver: a partir de ahora ocuparé su lugar. Y, tío Aires, deberías encerrar a ese perro loco; por cierto, tengo un nombre para él que realmente se merece: llama Ñam-ñam a ese chucho ladrador-pero-poco-mordedor.
Y se volvió, con la cabeza muy alta, y se fue, dejando a su familia boquiabierta de asombro; como si realmente hubieran visto un avatar, una reencarnación, el fantasma viviente de su madre.
Pero fue Aurora la encerrada; como castigo, fue desterrada a su cuarto, a dieta de arroz-y-agua, durante una semana. Sin embargo, Josy, que la adoraba, le llevaba a escondidas comida y bebida: idli y sambar, pero también «chuletas» de carne-picada-y-patata, japuta empanada, picantes platos de gambas, gelatina de plátano, flan y refrescos; y la vieja ayah le llevaba también encubiertamente los instrumentos —carboncillo, pinceles, pinturas— que había escogido Aurora, en aquel momento verdadero de su mayoría de edad, para expresar su yo interior. Toda aquella semana, ella trabajó, interrumpiéndose apenas para dormir. Cuando Camoens fue a su puerta, ella le dijo que se fuera, se guardó su silencio y no sintió necesidad de un padre expresidiario que no era capaz de luchar para librar a su propia hija del calabozo, y él bajó la cabeza y obedeció.
Sin embargo, al terminar su período de arresto domiciliario, Aurora invitó a Camoens a entrar, haciendo de él la segunda persona en el mundo que vio su obra. Cada pulgada de las paredes e incluso el techo pululaba de figuras, humanas y animales, reales o imaginarias, dibujadas con una amplia línea negra que se transformaba continuamente y se ensanchaba aquí y allá, convirtiéndose en enormes bloques de color, el rojo de la tierra, la púrpura y el bermellón del cielo, los cuarenta matices del verde; una línea tan musculosa y libre, tan repleta, tan violenta, que Camoens, con rebosante corazón de padre orgulloso, se descubrió diciendo: «¡Es el gran hervidero del Ser!». Cuando se fue acostumbrando al universo recién desvelado de su hija, comenzó a ver sus visiones: ella había llevado la Historia a las paredes, el rey Gondofares invitando a Tomás, apóstol de la India; y, procedente del norte, el emperador Asoka con sus Columnas de la Ley, y las colas de gente esperando para poder apoyar la espalda en esas columnas y ver si eran capaces de juntar sus manos detrás, lo que traía buena suerte; y las versiones de Aurora de las esculturas eróticas de los templos, cuyos explícitos detalles hicieron palidecer a Camoens, y de la construcción del Taj Mahal, después de la cual, como ella mostraba resueltamente, sus grandes albañiles fueron mutilados y sus manos amputadas, de forma que nunca pudieran construir nada más hermoso; y de su propio Sur ella había elegido la batalla de Srirangapatnam y la espada de Tipu Sultán, y la fortaleza mágica de Golconda, en donde un hombre que hablara normalmente en la torre de entrada podía ser oído claramente en la ciudadela, y la llegada, hacía mucho tiempo, de los judíos. También la Historia moderna estaba allí, había cárceles llenas de hombres apasionados, Congreso y Liga Musulmana. Nehru Gandhi Jinnah Patel Bose Azad, y los soldados británicos esparciendo rumores de una próxima guerra; y, más allá de la Historia, estaban las criaturas de la fantasía de Aurora, los híbridos, semimujer, semitigre, semihombre, semiserpiente, había monstruos marinos y ghouls de la montaña. En un lugar de honor estaba el propio Vasco da Gama, poniendo el pie por primera vez en suelo indio, olfateando el aire y buscando todo lo que tuviera especias, fuera picante y diera dinero.
Camoens comenzó a encontrar retratos de familia, retratos no sólo de muertos y vivos sino incluso de los no nacidos… por ejemplo, de los hermanos nonatos agrupados gravemente en torno a su madre muerta junto a un gran piano. Le sobresaltó encontrar una imagen de Aires da Gama completamente desnudo en un muelle, irradiando luz mientras sombras oscuras lo cercaban por todas partes, y le estremeció la parodia de la Última Cena, en la que los criados de la familia se corrían la gran juerga sentados a la mesa mientras los harapientos antepasados de Camoens los miraban fijamente desde los retratos de la pared y los Da Gama hacían de criados, trayendo alimentos y escanciando vino, y siendo maltratados; a Carmen le pellizcaban el trasero y a Epifania un jardinero borracho le daba una patada en el culo; pero luego el rápido movimiento de la composición lo empujó hacia adelante, alejándolo de las personas y llevándolo hacia la multitud, porque más allá y alrededor y encima y debajo y en medio de la familia estaba la muchedumbre misma, la densa muchedumbre, la muchedumbre sin fronteras; Aurora había compuesto su obra gigantesca de tal forma que las imágenes de su propia familia tenían que abrirse paso a través de aquella superabundancia de imágenes, sugiriendo así que la intimidad de la isla de Cabral era una ilusión y aquella montaña, aquella colmena, aquella línea interminablemente metamórfica, eran la verdad; y adondequiera que mirase Camoens veía la rabia de las mujeres, la debilidad y la transacción atormentadas en los rostros de los hombres, la ambivalencia sexual de los niños, los rostros pasivos y resignados de los muertos. Quiso saber cómo conocía ella aquellas cosas, con el gusto amargo en la lengua de su propio fracaso como padre, se asombró de que, a su tierna edad, ella hubiera podido oír tanto de la cólera y el dolor y la decepción del mundo y probado tan poco de sus placeres, cuando hayas aprendido la dicha, quiso decir, sólo entonces será completo tu don, pero ella sabía ya tanto que eso ahuyentó sus palabras, y no se atrevió a hablar.
Sólo Dios estaba ausente, porque, por mucho que Camoens escudriñase las paredes, e incluso después de subirse a una escalera de mano, no pudo encontrar la figura de Cristo, en la cruz o fuera de ella, ni, de hecho, ninguna otra representación de cualquier otra divinidad, espíritu arbóreo, espíritu acuático, ángel, diablo o santo.
Y todo ello estaba situado en un paisaje que hizo temblar a Camoens al verlo, porque era la Madre India misma, la Madre India con su estridencia y su movimiento inagotable, la Madre India que amaba y traicionaba y se comía y destruía y volvía a amar a sus hijos, y con la que la apasionada unión y eterna disputa de sus hijos se prolongaba mucho más allá de la tumba; que se extendía en grandes montañas como exclamaciones del alma y a lo largo de vastos ríos llenos de compasión y enfermedades, y a través de mesetas asoladas por la sequía, en las que los hombres golpeaban con piquetas el suelo seco y estéril; la Madre India con sus océanos y cocoteros y arrozales y bueyes en los pozos de agua, sus grullas en las copas de los árboles, de cuellos como perchas, y milanos dando vueltas en lo alto y las imitaciones de los mainatos y la brutalidad de pico amarillo de los cuervos, una proteica Madre India que podía volverse monstruosa, que podía ser un gusano surgiendo del mar con el rostro de Epifania al extremo de un cuello largo y escamoso; que podía volverse asesina, bailando con ojos bizcos y lengua de Kali mientras miles de personas morían; pero, sobre todo, en el centro mismo del techo, en el punto en que convergían todas las líneas de las cornucopias, una Madre India con el rostro de Belle. La Reina Isabel era allí la única diosa madre, y estaba muerta; en el corazón de aquella primera efusión inmensa del arte de Aurora estaba la sencilla tragedia de la pérdida de ella, el dolor no mitigado de convertirse en una niña sin madre. Aquella habitación era su duelo.
Camoens, comprendiéndolo, la abrazó, y los dos lloraron.
Sí, madre; también tú fuiste un día hija. Te dieron la vida y tú te la quitaste… Mi relato es un relato de gran caos y abundantes muertes repentinas, hechos malos de malhechores y actos refinados de finados. El fuego, el agua y la enfermedad desempeñarán su papel al lado —no, dentro y alrededor— de los seres humanos.
En la Nochebuena de 1938, diecisiete Navidades después de haber traído el joven Camoens a casa a una Isabella Souza de diecisiete años para que conociera a su familia, su hija, mi madre Aurora da Gama, se despertó con dolores menstruales y no pudo volver a dormirse. Fue al cuarto de baño y se prestó atención como la vieja Josy le había enseñado a hacer, con algodón y gasa y un largo cordón de pijama para mantenerlo todo en su sitio… y así sujeta, se hizo un ovillo sobre el suelo de blanca baldosa y luchó contra el dolor. Al cabo de un rato el dolor pasó. Ella decidió salir a los jardines y bañar su cuerpo dolorido en el luminoso y despreocupado milagro de la Vía Láctea. Estrella brillante, estrella radiante… miramos hacia arriba y esperamos que las estrellas miren hacia abajo, rezamos para que haya estrellas que podamos seguir, estrellas que atraviesen los cielos y nos guíen a nuestro destino, pero es sólo nuestra vanidad. Miramos a la galaxia y nos enamoramos, pero al universo le importamos mucho menos que él a nosotros, y las estrellas siguen su curso por mucho que deseemos que hagan otra cosa. Es cierto que si miras girar por un rato la rueda del cielo, verás cómo cae un meteoro, se incendia y muere. Ésa no es una estrella que valga la pena seguir; no es más que una roca desgraciada. Nuestros destinos están aquí en la Tierra. No hay estrellas que nos guíen.
Había pasado más de un año desde el incidente de las ventanas abiertas, y la casa de la isla de Cabral dormitaba aquella noche en una especie de tregua. Aurora, demasiado mayor para el Papá Noel, se echó un chal ligero sobre el camisón, rodeó la figura durmiente del ayah Josy en su estera junto a la puerta, y recorrió descalza el vestíbulo.
(La Navidad, ese invento septentrional, ese cuento de nieve y medias para los regalos, de alegres fogatas y renos, canciones en latín y O Tannenbaum, de árboles de hoja perenne y Santa Claus con sus «ayudantes» negritos, es devuelta por el calor tropical a algo parecido a sus orígenes, porque, cualquiera que el Niño Jesús pueda haber sido o no sido, era un crío de clima cálido; por pobre que fuera su pesebre, no era frío; y si los Reyes Magos llegaron, siguiendo [imprudentemente, como ya he indicado] a una estrella lejana, llegaron, no lo olvidemos, de Oriente. Al otro lado en Fort Cochin, familias inglesas han puesto árboles de Navidad con algodón en las ramas; en la iglesia de San Francisco —anglicana en aquellos tiempos, aunque hoy no—, el joven reverendo Oliver D’Aeth ha celebrado ya el servicio navideño anual; y hay pasteles de carne picada y vasos de leche que esperan a Santa Claus, y de algún modo mañana en la mesa habrá pavo, sí, con dos clases de relleno y hasta coles de Bruselas. Pero aquí en Cochin hay muchos cristianismos, católico y ortodoxo siríaco y nestoriano, hay misas de gallo en donde el incienso asfixia los pulmones, hay sacerdotes con trece cruces en el bonete que simbolizan a Jesús y los trece apóstoles, hay guerras entre las distintas confesiones, católicos romanos v. siríacos, y todo el mundo está de acuerdo en que los nestorianos no son cristianos, y también todas esas Navidades en disputa se están preparando. En la casa de la isla de Cabral es el Papa quien gobierna. No hay árboles aquí; en lugar de ello, un Nacimiento. José podría ser un carpintero de Ernakulam, y María una mujer de los campos de té, los animales son búfalos, y el color de la Sagrada Familia es [¡oh!] bastante moreno. No hay regalos. Para Epifania da Gama, Navidad es un día de Jesús. Los regalos —y hasta esta familia no-muy-cariñosa intercambia regalos— son para la Noche de Reyes, la noche del oro incienso mirra. Nadie baja deslizándose por una chimenea en esta casa…).
Aurora llegó a lo alto de la gran escalera y vio que las puertas de la capilla estaban abiertas; la capilla misma estaba iluminada, y la luz que venía de la entrada formaba un pequeño sol dorado en la oscuridad del hueco de la escalera. Aurora avanzó sigilosamente y miró dentro. Había una pequeña figura, con la cabeza cubierta con una mantilla de encaje negro, arrodillada ante el altar. Aurora pudo oír el diminuto clic de las cuentas del rosario de rubíes de Epifania. La muchacha, que no quería que la matriarca se diera cuenta de su presencia, comenzó a retroceder para salir de la estancia. Precisamente entonces, en completo silencio, Epifania Menezes da Gama cayó de lado y se quedó inmóvil.
«Un día me matificaréis el corazón».
«La paciencia es una virtud. Aguardaré mi momento».
¿Cómo se acercó Aurora a su abuela caída en el suelo? ¿Corrió hacia adelante como una niña cariñosa, llevándose a los labios una mano afligida?
Se acercó lentamente, dando la vuelta a lo largo de los muros de la capilla y avanzando hacia aquella forma inmóvil con paso paulatino y deliberado.
¿Gritó, hizo sonar un gong (había un gong en la capilla) o hizo de otro modo cuanto estaba en su mano para dar la alarma?
No lo hizo.
¿Quizá no tenía sentido hacerlo; quizá era evidente que a Epifania no se la podía ayudar ya: que la muerte había sido rápida y misericordiosa?
Cuando Aurora llegó hasta Epifania, vio que la mano que sostenía el rosario temblaba aún sobre las cuentas; que los ojos de la anciana estaban abiertos y dieron muestras de reconocerla al encontrarse con los suyos; y que los labios de la anciana se movían débilmente, aunque de ellos no salía ninguna palabra audible.
Y, al ver a su abuela todavía viva, ¿hizo algo para salvarle la vida?
Se detuvo.
¿Y después de detenerse? De acuerdo, era joven; cierta parálisis puede atribuirse al pánico juvenil, y perdonarse pero, después de detenerse, ¿alertó rápidamente a la casa, para que vinieran a prestar ayuda… no?
Después de detenerse, dio dos pasos atrás; y se sentó, con las piernas cruzadas, en el suelo; y miró.
¿No sintió lástima, vergüenza, miedo?
Estaba preocupada, es verdad. Si el ataque de Epifania no resultaba fatal, su comportamiento le causaría problemas; hasta su padre se pondría furioso. Lo sabía.
¿Nada más que eso?
Le preocupaba que la descubrieran; y por eso salió, cerrando las puertas de la capilla.
En ese caso, ¿por qué no puso toda la carne en el asador; por qué no sopló las velas y apagó las luces eléctricas?
Todo debía quedar como lo había dejado Epifania.
Entonces, aquello fue un asesinato a sangre fría. Con cálculo.
Si puede cometerse un asesinato por omisión, sí. Si Epifania había sufrido un ataque tan fuerte que no podía sobrevivir, no. La cuestión es discutible.
¿Murió Epifania?
Al cabo de una hora, su boca se movió por última vez; sus ojos se volvieron de nuevo hacia su nieta. Cuyo oído, pegado a aquellos labios agonizantes, oyó la maldición de su abuela.
¿Y la asesina? O, para ser imparciales: ¿la posible asesina?
Dejó las puertas de la capilla abiertas de par en par, tal como las había encontrado; y se fue a dormir…
… ¿Sin duda no podría…?
… y se durmió, tan profundamente como una niña. Y se despertó al alba del día de Navidad.
Hay que decir una dura verdad: después de muerta Epifania, la vida aumentó. Algún duendecillo largo tiempo secuestrado, el de la alegría quizá, volvió a la isla de Cabral. Para todo el mundo era evidente que había cambiado la calidad de la luz, como si se hubiera quitado al aire algún filtro; la luminosidad surgió de repente, como en un parto. En el nuevo año, los jardineros notificaron niveles de crecimiento sin precedentes junto con una marcada disminución de las plagas, y hasta los ojos menos hortícolas podían ver las grandes cascadas de buganvillas, hasta las narices menos sensibles podían oler los nuevos desarrollos resplandecientes del jazmín, los lirios de los valles, las orquídeas y las reinas de la noche. Hasta la vieja casa misma parecía bullir con una excitación nueva, con una nueva sensación de posibilidad; cierta morbosidad había abandonado sus patios. Incluso Jawaharlal, el buldog, pareció suavizarse en aquella era nueva.
Los visitantes se hicieron tan frecuentes como lo habían sido en los días de gloria de Francisco. Embarcaciones cargadas de jóvenes venían para maravillarse de la habitación de Aurora y pasar la velada en la superviviente casa de Le Corbusier, que, con el celo de la juventud, arreglaron rápidamente; otra vez había música en la isla y se bailaban los últimos bailes de moda. Hasta la tía abuela Sáhara, Carmen da Gama, se adaptó al ambiente y, con el pretexto de hacer de carabina, asistía a esas reuniones, hasta que, finalmente, fue tentada por un guapo chico para hacer una figura, provocadora de algunos ¡bahs! y ¡vayas! pero sorprendentemente ágil, en la pista de baile. Resultó que Carmen tenía ritmo y, en las veladas que siguieron, mientras los jóvenes amigos de Aurora hacían cola para bailar con ella, se pudo ver cómo el disfraz de la antigüedad se desprendía de Mrs. Aires da Gama, desaparecía su encorvamiento, sus ojos dejaban de entrecerrarse y su expresión avergonzada era sustituida por una tímida sugerencia de agrado. No tenía treinta y cinco años y, por primera vez en una eternidad, parecía más joven de lo que era.
Cuando Carmen comenzó a bailar el shimmy, Aires comenzó a mirarla con algo parecido al interés y dijo: «Ya es hora de que los adultos recibamos también a gente, para que puedas lucirte un poquitín». Era la cosa más amable que le había dicho nunca, y Carmen se pasó las semanas que siguieron en un frenesí de invitaciones y farolillos de papel para los jardines, y menús y mesas de caballete, y la dulce, dulcísima agonía de decidir qué ponerse. La noche de la fiesta había una orquesta en el prado principal y discos de fonógrafo en el cenador de Le Corbusier, y llegaron mujeres enjoyadas y hombres de etiqueta, en lanchas cargadas, y si algunos de ellos miraron demasiado intensamente a su marido a los ojos, Carmen, en aquella noche de todas las noches, no estaba dispuesta a notarlo.
Un miembro de la familia había permanecido inmune al mejoramiento de talante general; en pleno baile de la isla de Cabral, Camoens sólo podía pensar en Belle, cuya belleza en una noche tan espléndida hubiera oscurecido las estrellas. No se despertaba ya con arañazos de amor en el cuerpo y, ahora que no podía aferrarse más a la vana esperanza de que ella volviera a él desde más allá de la tumba, algo que lo sujetaba a la vida se había desprendido; había días y noches en que no podía mirar a su hija, porque la presencia de su madre en ella era muy fuerte. Incluso sentía a veces una especie de rabia hacia ella, por tener más de Belle de lo que él volvería a tener nunca.
Estaba solo en el embarcadero, con un vaso de jugo de granada en la mano. Una mujer joven, algo más que ligeramente borracha, con un cabello de rizos negros y demasiado lápiz de labios escarlata en la boca, vino hacia él, inclinada, con un vestido ondulante de abombadas mangas.
—¡Blanca Nieves! —declaró achispada.
Camoens, con el pensamiento muy lejos, no le respondió.
—¿No has visto la película? —dijo la joven arrastrando furiosa las palabras—. Por fin vino a esta ciudad y la vi once o doce veces. —Y luego, señalando su vestido—: ¡Igual que en el filmmm! Hice que mi modisto me lo hiciera, exactamente el mismo de ella. Sé los nombres de los siete enanitos —continuó sin esperar la respuesta—. Mocosodormilónbonachónmuditocascarrabiasrománticosabio. ¿Cuál eres tú?
El abatido Camoens no supo qué contestar; se limitó a negar con la cabeza.
La Blanca Nieves borrachina no se dejó desanimar por su silencio.
—No el Mocoso, no el Bonachón, no el Sabio —dijo—. De modo que Dormilónmuditocascarrabiasromántico, ¿cuál?… ¿No me lo quieres decir? Pues lo adivinaré. El Dormilón no, el Mudito no creo, el Cascarrabias quizá, pero el Romántico sí. ¡La-lo, Romántico! ¡Cantando al trabajar!
—Señorita —intentó decir Camoens—, quizá sea mejor que vuelva a la fiesta. Siento decirlo, pero no estoy de humor.
Blanca Nieves se puso tensa, decepcionada.
—El señor Pez Gordo Presidiario Camoens da Gama —dijo bruscamente—. No sabe hablar educadamente con ninguna mujer, porque suspira aún por su difunta esposa, no importa que ella lo engañara con media ciudad, rico pobre mendigo o ladrón. Ay Dios qué he dicho no hubiera debido decirlo. —Se volvió para irse; Camoens la cogió del brazo—. ¡Dios, hombre, suélteme, me va a hacer un moretón! —exclamó Blanca Nieves. Pero la pregunta que había en el rostro de Camoens no podía desconocerse—. Me das miedo —dijo Blanca Nieves, liberando su brazo—. Pareces loco de atar o no sé qué. ¿Estás borracho? Quizá estés demasiado borracho. Bueno. Siento haberlo dicho, pero todo el mundo lo sabe, y alguna vez tenía que salir, ¿no? Y ahora basta, tata-bata, no eres el Romántico sino el Gruñón, y creo que debe de haber algún otro enano para mí.
A la mañana siguiente, Blanca Nieves, con un dolor de cabeza criminal, fue visitada por dos agentes de policía que le pidieron que reconstruyera la escena anterior.
—Pero qué dicen, oigan, yo lo dejé en el embarcadero y eso fue todo, se acabó, no tengo más que decir.
Fue la última persona que vio vivo a mi abuelo.
El agua nos reclama. Reclamó a Francisco y a Camoens, padre e hijo. Se dirigieron al negro puerto nocturno y nadaron hacia la madre-mar. Su resaca se los llevó.