15

Los cuadros fueron perdiendo continuamente color, hasta que Aurora estuvo trabajando únicamente en blanco, negro y, a veces, matices de gris. El Moro era ahora una figura abstracta, y un dibujo de diamantes blancos y negros lo cubría de la cabeza a los pies. Su madre, Ayxa, era negra; y su amante, Chimène, de un blanco brillante. Muchos de los cuadros eran escenas de amor. El Moro y su señora hacían el amor en muchos escenarios. Salían de su palacio para recorrer las calles de la ciudad. Buscaban hoteles baratos y yacían desnudos en habitaciones de postigos cerrados, sobre el ir y venir de trenes. Ayxa, la madre, estaba siempre en algún lado en esos cuadros, detrás de una cortina, agachada ante un agujero de cerradura, volando hasta la ventana de los fantásticos amantes. El Moro blanco-y-negro vuelto hacia su amor blanco y apartado de su madre negra; pero las dos eran parte de él. Y ahora, en los horizontes lejanos de las pinturas, se concentraban ejércitos. Los caballos piafaban, las lanzas centelleaban. Los ejércitos se iban acercando con el paso de los años.

Pero la Alhambra es invencible, dijo el Moro a su amada. Nuestro bastión —como nuestro amor— jamás caerá.

Él era blanco y negro. Era la prueba viviente de la posibilidad de unir los contrarios. Pero Ayxa la Negra tiraba hacia un lado y Chimène la Blanca hacia el otro. Comenzaron a desgarrarlo en dos. Diamantes negros, diamantes blancos cayeron de la desgarradura, como lágrimas. Él se arrancó a su madre y se aferró a Chimène. Y, cuando los ejércitos llegaron al pie de la colina, cuando la gran fuerza blanca se reunió en la playa de Chowpatty, una figura de capa negra encapuchada salió de la fortaleza y descendió por la colina. En su mano traidora estaba la llave de las puertas. El vigilante cojo la vio y saludó. Era la capa de su señora. Pero, al pie de la colina, la traidora dejó caer su capa. Se quedó de pie, de un blanco brillante, con la llave de la derrota de Boabdil en su mano infiel.

Se la entregó a los ejércitos sitiadores, y la blancura de ella se desvaneció en la de ellos.

Cayó el palacio. Su imagen se desvaneció también; fundida en blanco.

A los cincuenta y cinco años, Aurora Zogoiby permitió a Kekoo Mody preparar una gran retrospectiva de su obra en el Museo del Príncipe de Gales… Era la primera vez que esa institución honraba a un artista vivo. Jade, porcelana, esculturas, miniaturas y tejidos antiguos se apartaron respetuosamente cuando los cuadros de Aurora ocuparon sus lugares. Fue un acontecimiento importante en la vida de la ciudad. Por todas partes había banderas que anunciaban la exposición. (Apollo Bunder, Colaba Causeway, Flora Fountain, Churchgate, Marina Point, Civil Lines, Malabar Hill, Kemp’s Corner, Warden Road, Mahalaxmi, Horby Vellard, Juhu, Sahar, Santa Cruz. ¡Oh mantra bendito de mi ciudad perdida! Los lugares se han ido de mí para siempre; todo lo que tengo de ellos es recuerdo. Perdonadme, por favor, si cedo a la tentación de evocarlos, por el poder de nombrarlos, ante mis ojos ausentes. Librería Thacker’s, pasteles de Bombelli, cine Eros, Pedder Road. Om mani padmé hum…). Las letras «A. Z.», especialmente diseñadas, eran inevitables; estaban en los carteles pegados por todas partes, y en todos los periódicos y revistas. La inauguración, a la que no faltó ningún personaje importante de la ciudad, parecía más una coronación que una exposición de pintura. Aurora fue enguirnaldada, panegirizada y rociada de pétalos de flores, halagos y regalos. La ciudad se inclinó ante ella y le tocó los pies.

Hasta Raman Fielding, el poderoso jefe del MA, apareció, parpadeando con sus ojos de sapo, e hizo una pranam respetuosa.

—Que todo el mundo vea hoy lo que hacemos por las minorías —dijo en voz muy alta—. ¿Es a una hindú a la que se rinden estos honores? ¿Es a alguna de nuestras grandes artistas hindúes? No importa. En la India, todas las comunidades deben tener su sitio, su actividad de tiempo libre —arte, etcétera—, todas. Cristianos, parsis, jains, sijs, budistas, judíos, moghuls. Nosotros lo aceptamos. Es también parte de la ideología de la Ram Rajya, de la ley de lord Ram. Sólo cuando otras comunidades usurpan nuestros lugares hindúes, cuando la minoría trata de dictar su voluntad a la mayoría, decimos que los pequeños tienen que aceptar también inclinarse y apartarse ante los grandes. En el caso del arte, esto se aplica igualmente. Yo también fui artista en mis comienzos. Por ello, digo con cierta autoridad que el arte y la belleza deben servir también a los intereses nacionales. Madame Aurora, la felicito por su privilegiada exposición. En cuanto a qué arte sobrevivirá, intelectual-elitista-enrarecido o amado-por-las-masas, noble o degenerado, autoengrandecido o recatado, de alma grande o tirado en la cloaca, espiritual o pornográfico, estaréis de acuerdo, estoy seguro —y aquí se rió para indicar que era un chiste— que únicamente el tiempo (el Times), nos lo dirá.

A la mañana siguiente, el Times of India (edición de Bombay) y todos los demás periódicos de la ciudad publicarían noticias destacadas de la solemne inauguración, y críticas gigantes de la obra. En aquellas críticas, la larga y distinguida carrera de Aurora da Gama-Zogoiby estuvo a punto de quedar completamente destruida. Acostumbrada como estaba ella, a lo largo de los años, a grandes elogios, pero también a ataques estéticos, políticos y morales, con acusaciones que iban desde arrogancia, inmodestia y obscenidad hasta falta de autenticidad e incluso —en Uper the gur gur the annexe the bay dhayana the mung the dal of the laltain, inspirado en el relato de Manto— simpatías encubiertas por Pakistán, mi madre era una persona experimentada de piel curtida; nada, sin embargo, la había preparado para la insinuación de que, sencillamente, se había convertido en algo intrascendente. Sin embargo, en uno de esos virajes desorientadores pero también radicales por los que una sociedad cambiante revela de pronto que piensa de otro modo, los tigres de la fraternidad crítica, violentamente brillantes y con aterradora simetría, atacaron a Aurora Zogoiby, ensañándose con ella, como «artista de sociedad» no sintonizada con el talante de la época, e incluso «nociva» para él. Ese mismo día, la noticia principal en las primeras páginas era la disolución del Parlamento tras la desintegración del gobierno de coalición anti-Indira posterior a la Emergencia; y varios editoriales aprovecharon el contraste entre las fortunas de las dos antiguas rivales. Aurora Sumida en la Oscuridad, decía el titular de la página op del Times, Pero, para Indira, Otro Nuevo Amanecer.

En otra parte de la ciudad, en la Gandhys’ Chemould Gallery, la obra de la joven escultora Uma Sarasvati era expuesta por primera vez en Bombay. La escultura central de la exposición era un grupo de siete trozos de piedra aproximadamente esféricos, de un metro de alto, con un pequeño hueco en la parte superior, lleno de polvos de intensos colores: escarlata, ultramarino, azafrán, esmeralda, púrpura, naranja, oro. Esa obra, titulada Alteraciones/Reclamaciones de la Esencia de la Maternidad en la Época Post-Laica, había sido la sensación de los Dokumenta en Alemania, el año anterior, y sólo ahora había vuelto, después de ser exhibida en Milán, París, Londres y Nueva York. En su país, los críticos que habían vapuleado a Aurora Zogoiby, saludaron a Uma como la nueva estrella del arte indio: joven, bella y movida por una firme fe religiosa.

Fueron acontecimientos sensacionales; pero, para mí, el choque de las dos exposiciones fue de carácter más personal. Mi primer contacto con la obra de Uma —porque, hasta aquel momento, ella había mantenido su prohibición de que la visitara en su estudio de Baroda— fue también mi primera noticia de que ella fuera religiosa en algún sentido. El que ahora empezara a conceder entrevistas en las que se declaraba devota de lord Ram me resultaba, por no decir otra cosa, desconcertante. Durante algunos días, después de la inauguración, manifestó estar «ocupada», pero por fin accedió a encontrarse conmigo en las habitaciones de reposo que había sobre la estación Victoria Terminus, y yo le pregunté por qué me había ocultado una parte tan importante de su mente.

—Hasta llamaste hijoputa a Mainduck —le recordé—. Y ahora los periódicos están llenos de ti soltando cosas que serían música para sus oídos.

—No te lo he dicho antes, porque la religión es un asunto privado —dijo ella—. Y, como sabes, quizá yo sea una persona demasiado privada. Además, realmente creo que Fielding es un goondah y un salah y una serpiente, porque está tratando de convertir mi amor a Ram en arma suya para herir a los «mogoles», es decir, ¿a-quién-si-no?, a los musulmanes. Pero, mi querido muchacho —insistía en utilizar esos epítetos juveniles aunque, en 1979, yo había vivido veintidós años y mi cuerpo se había vuelto de cuarenta y cuatro—, tienes que comprender que, lo mismo que eres sólo de una minoría diminuta, yo soy hija de la gigantesca nación hindú y, como artista, tengo que contar con ella. Tengo que encontrarme con mis orígenes, adaptarme a las eternas verdades. Y, sencillamente, no es asunto suyo, mister, en absoluto. Y además, si soy tan fanática, entonces, por favor, señor, ¿qué demonios estoy haciendo aquí con usted?

Lo que era un argumento razonable.

Aurora, en su profundo retiro de Elephanta, era de otra opinión.

—Esa chica tuya es la persona más ambiciosa que he conocido nunca, perdóname —me dijo—. Ve cómo está cambificando la brisa, y sus actitudes públicas se mueven a favor del viento. Ya verás; en un par de minutos estará en los tablados del MA, chillificando de odio. —Luego su rostro se oscureció—. ¿Te crees que no sé cómo ha conseguido hundificar mi exposición? —dijo suavemente—. ¿Crees que no he averiguado sus relaciones con las personas que escribieron esos insultos?

Aquello era demasiado; era indigno. Aurora en su estudio vaciado —porque todos los Moros estaban en el Museo Príncipe de Gales— me miraba con los ojos hundidos por encima de un lienzo intacto, con pinceles cayéndole del pelo recogido en alto, como flechas que hubieran fallado su blanco. Yo estaba en el umbral, echando chispas. Había venido para pelearme… porque para mí su exposición había sido también un gran choque; hasta que se inauguró, no me había mostrado aquellos lienzos monocromos en los que el Moro a rombos y su Chimène blancanieves hacían el amor mientras la negra madre los miraba. Las pullas de Aurora contra Uma —¡que resultaban bastante graciosas, rabié interiormente, viniendo de la amante secreta de Mainduck!— me permitieron comenzar el ataque.

—Siento que te pusieran por los suelos —chillé—. Pero, aunque Uma hubiera querido manipular las noticias, ¿cómo habría podido hacerlo? ¿No comprendes que se sentía avergonzada de que la elogiaran a tu costa? ¡La pobre chica está tan colorada que no se atreve a venir! Desde el principio te adoró, y tú se lo pagaste arrojándole porquería encima. ¡Has perdido el control de tu manía persecutoria! Y, en cuanto a averiguar relaciones, ¿cómo te crees que me siento yo al verte de mirona en nuestra habitación? ¿Cuánto tiempo has estado husmeando y espiando?

—Sálvate de esa mujer —dijo Aurora, tranquilamente—. Está loca y es una mentirosa además. Es un lagarto chupasangre al que le gusta tu sangre, no tú. Te chupará como a un mango y luego escupirá el hueso.

Yo estaba horrorizado.

—Estás enferma —le grité—. Enferma, enferma mental.

—Yo no, hijo mío —respondió ella, todavía más suavemente—. Sin embargo, sí que hay una mujer enferma… o perversa. Demente o malevolente, o ambas cosas. No puedo decidirlo. En cuanto a ser una metomentodo, me declaro culpable de los cargos. Desde hace algún tiempo, he contratado a Dom Minto para averiguar la verdad sobre tu misteriosa amiga. ¿Puedo decirte lo que ha descubierto?

—¿Dom Minto? —El nombre hizo que me detuviera en seco. Ella podía haber dicho lo mismo Hércules Poirot o Maigret o Sam Spade. Lo mismo hubiera podido decir el Inspector Ghote o el Inspector Dhar. Todo el mundo conocía ese nombre, todo el mundo había leído las noveluchas de estación de ferrocarril que describían la carrera del gran detective privado de Bombay. En los cincuenta había habido una serie de películas sobre él, la última a raíz de su participación en el famoso asesinato (porque, sí, había habido una vez un Minto «real», que había sido «realmente» detective privado), en el que el héroe de brillante futuro de la Marina, el comandante Sabarmati, había disparado contra su mujer y el amante de ella, matando al hombre e hiriendo gravemente a su señora. Había sido Minto quien había seguido a la engañadora pareja hasta su nido de amor y dado la dirección al airado comandante. Profundamente afligido por el tiroteo y por el retrato poco agradable de él que se hacía en el filme basado en el caso, el anciano —porque era anciano y lisiado incluso entonces— se había retirado de la profesión, entrando en escena los fantasiosos, creando el supersabueso heroico de los libros de bolsillo baratos y los seriales radiofónicos (y, recientemente, de las nuevas versiones cinematográficas de gran presupuesto, para lucimiento de grandes estrellas de las viejas películas de serie B de los cincuenta), transformándolo, de un nombre-ya-pasado en un mito. ¿Qué hacía aquella novela masala de aquel hombre en la historia de mi vida?

—Sí, el auténtico —dijo Aurora, no sin cierta amabilidad—. Ahora tiene ochenta y tantos. Kekoo lo encontró. Oh, Kekoo. Otro de tus amiguitos. Oh, el encantador Kekoo lo encontró, y es tan encantador, ese encantador vejete, hice que se pusiera a trabajar enseguida.

—Estaba en Canadá —dijo Aurora—. Retirado, viviendo con sus nietos, aburrido, amargándoles la vida a los chicos cuanto podía. Entonces resultó que el comandante Sabarmati había salido de la cárcel y arreglificado las cosas con su mujer. ¿Qué sabe una? Allí mismo, en Toronto, vivieron felices y comieron perdices. Después de aquello, según Kekoo, Minto se sintió liberado de su vieja fechoría, volvió a Bombay y, a pesar de su edad avanzada, empezó enseguida a trabajar, fut-a-fut. Kekoo lo admira mucho; y yo también. ¡Dom Minto! En aquellos tiempos, sabes, realmente era el mejor.

—¡Maravilloso! —dije, tan sarcásticamente como pude. Pero mi corazón, tengo que confesar, mi corazonzucho de estación de ferrocarril, palpitaba fuertemente—. ¿Y qué puede decirme ese Sherlock Holmes de Bollywood acerca de la mujer que amo?

—Está casada —dijo Aurora de plano—. Y actualmente tiene enredos, no con uno, ni con dos, sino con tres amantes. ¿Quieres fotos? El estúpido Jimmy Cash de tu pobre hermana Ina, tu estúpido padre; y, mi estúpido pavo real, tú.

—Escúchame, porque sólo te lo diré una vez —me había dicho Uma en respuesta a mi persistente curiosidad por su pasado. Venía de una familia respetable —aunque en modo alguno acaudalada— de brahmanes de Gujarat. Su madre, depresiva, se había ahorcado cuando Uma tenía doce años, y su padre, maestro de escuela, loco por la tragedia, se había prendido fuego. Uma había sido salvada de la penuria por un amable «tío» —en realidad no era tío suyo, sino un enseñante colega de su padre— que costeó su educación a cambio de favores sexuales (de forma que tampoco era tan «amable»).

—Desde los doce —dijo—, hasta hace poco. Si hubiera seguido mis impulsos, le hubiera clavado un cuchillo en un ojo. En lugar de ello, pedí a Dios que lo maldijera y, sencillamente, le volví la espalda. Así quizá comprendas por qué prefiero no hablar de mi pasado. No vuelvas a hablarme tú.

La versión de Dom Minto, comunicada por mi madre, era un tanto distinta. Según él, Uma no era de Gujarat sino de Maharashtra —la otra mitad de la dividida personalidad del antiguo estado de Bombay— y se había criado en Poona, en donde su padre era un oficial de alto rango de la policía. Siendo muy joven, había mostrado prodigiosas dotes artísticas, que habían sido alentadas por sus padres, sin cuyo apoyo era improbable que hubiese alcanzado el nivel necesario para obtener una beca en la Universidad del estado de Madrás, en donde fue elogiada por todos como joven excepcionalmente prometedora. Pronto, sin embargo, había empezado a dar señales de un espíritu excepcionalmente trastornado. Ahora que se estaba convirtiendo en personaje famoso, la gente se mostraba reacia o tenía miedo a hablar de ella, pero, tras pacientes investigaciones, Dom Minto descubrió que, en tres ocasiones, había accedido a tomar una medicación fuerte para combatir sus reiteradas aberraciones mentales, pero en las tres había abandonado el tratamiento casi enseguida. Su capacidad para adoptar personalidades en compañía de diferentes personas —para convertirse en lo que adivinaba que un hombre o una mujer determinados (aunque normalmente un hombre) encontrarían más atractivo— era excepcional; pero se trataba de un talento de actriz que ella había llevado al límite de la demencia, y más lejos. Además, se inventaba historias personales largas y complicadas de gran viveza, y se aferraba a ellas obstinadamente, aunque se la enfrentara con las contradicciones internas de sus fantasías, o con la simple verdad. Era posible que no tuviera ya un sentido claro de una identidad «auténtica», independiente de aquellas actuaciones, y esa confusión existencial había comenzado a extenderse más allá de las fronteras de su propia persona y a contagiar, como una enfermedad, a todas las personas con que se relacionaba. Era conocida en Baroda porque decía mentiras malévolas y manipuladoras, por ejemplo sobre algunos miembros de la facultad, con los que se imaginaba amoríos absurdamente tórridos, y llegaba a escribir a sus esposas dando detalles explícitos de sus relaciones sexuales, lo que, en más de una ocasión, había llevado a separaciones o divorcios.

—La razón de que no te dejara ir a su universidad —dijo mi madre— es que allí todo el mundo la detestifica a muerte.

Sus padres habían reaccionado a la noticia de su enfermedad mental abandonándola; una respuesta no infrecuente, como yo sabía muy bien. Ni se habían ahorcado ni se habían inmolado… Aquellas ficciones habían nacido de la rabia (muy legítima) de su hija repudiada. En cuanto al «tío» libidinoso, según Aurora y Minto, Uma, después de haber sido rechazada —¡no a los doce años, como me había dicho!— se había agarrado rápidamente a un viejo conocido de su padre, un anciano y retirado subinspector de policía llamado Suresh Sarasvati, un melancólico viudo viejo al que la joven belleza sedujo sin esfuerzo para que contrajera rápidamente matrimonio, en unos momentos en que, como mujer repudiada, tenía una desesperada necesidad de la respetabilidad del estado marital. Poco después del matrimonio, el viejo había quedado imposibilitado como consecuencia de un ataque («¿Y qué fue lo que lo provocó?» —me preguntó Aurora—. «¿Tendré que deletrificártelo? ¿Quieres que te haga un dibujo?») y ahora vivía una horrible semivida, mudo y paralizado, cuidado sólo por una vecina solícita. Su joven esposa se había largado con todo lo que él poseía y nunca había vuelto a ocuparse de él. Y ahora, en Bombay, había empezado a tantear el terreno. Sus poderes de atracción, y la persuasión de sus actuaciones, estaban en pleno apogeo.

—Tendrás que romper su hechizo —dijo mi madre—. O estarás listo. Es como una rakshasa del Ramayana, y puedes tener la seguridad de que te cocinificará, pobre ganso.

Minto había sido minucioso. Aurora me mostró la documentación —certificados de nacimiento y matrimonio, informes médicos confidenciales— adquirida mediante el habitual untado de manos ya resbaladizas, etc., lo que dejaba pocas dudas de que su relato fuera exacto en todos los detalles importantes. Sin embargo, mi corazón se negaba a creerlo.

—Tú no la comprendes —protesté a mi madre—. Está bien, ha mentido sobre sus padres. Yo también mentiría sobre unos padres así. Y quizá ese expolicía Sarasvati no sea tan angelical como tú lo presentas. ¿Pero perversa? ¿Loca? ¿Un demonio en forma humana? Mamaji, creo que ahí se mezclan factores personales.

Aquella noche me senté solo en mi habitación, incapaz de comer. Era evidente que tenía que hacer una elección. Si elegía a Uma, tendría que romper con mi madre, probablemente para siempre. Pero, si aceptaba las pruebas de Aurora —y, en la intimidad de mis cuatro paredes, tenía que reconocer su fuerza abrumadora—, me condenaría a mí mismo, con toda probabilidad, a una vida sin pareja. ¿Cuánto me quedaba aún? ¿Diez años? ¿Quince? ¿Veinte? ¿Podría enfrentarme solo con mi destino extraño y oscuro, sin una amante a mi lado? ¿Qué era más importante: el amor o la verdad?

Pero si había que creer a Aurora y a Minto, ella no me quería, no era más que una gran actriz, una depredadora de pasiones, una farsante. De pronto comprendí que muchos de los juicios que había formulado recientemente sobre mi familia se basaban en cosas que Uma había dicho. Sentí que la cabeza me daba vueltas. Me faltó el suelo bajo los pies. ¿Era cierto lo de Aurora y Kekoo, lo de Aurora y Vasco, lo de Aurora y Raman Fielding? ¿Era cierto que mis hermanas hablaban mal de mí a mis espaldas? Y si no lo era, tenía que ser cierto que Uma —¡mi amadísima!— había tratado deliberadamente de perjudicar la opinión que tenía de aquellos que me estaban más próximos, a fin de poder insertarse entre los míos y yo. Renunciar a tu imagen del mundo y convertirte en alguien totalmente dependiente de otro… ¿No era una descripción tan buena como la mejor del proceso de, literalmente, perder el juicio? En cuyo caso —para utilizar la comparación de Aurora— el loco era yo. Y la encantadora Uma, la mala.

Enfrentado con la posibilidad de que el Mal existiera, de que la malevolencia pura hubiera entrado en mi vida, convenciéndome de que era amor; enfrentado con la pérdida de todo lo que había querido en la vida, me desmayé. Y soñé oscuros sueños de sangre.

A la mañana siguiente, estaba sentado en la terraza de Elephanta, mirando la bahía centelleante. Mynah vino a verme. A petición de Aurora, también ella había ayudado a Dom Minto en sus investigaciones. Resultó que nadie de la delegación de la UWAPRF en Baroda había visto nunca a Uma Sarasvati ni sabía de su participación en ninguna campaña activista.

—De manera que hasta su presentación fue falsa —dijo—. Te lo aseguro, hermanito, esta vez Mamáji ha dado en el clavo.

—Pero yo la quiero —dije desvalidamente—. No puedo evitarlo. Sencillamente no puedo.

Mynah se sentó a mi lado y me cogió la mano izquierda. Me habló con una voz tan amable, tan poco-Mynah, que me llamó la atención.

—A mí también me gustaba mucho —dijo—. Pero luego las cosas se torcieron. No quise decírtelo. No me correspondía. De todas formas, tú no me hubieras escuchado.

—¿Escuchado qué?

—Una vez vino a verme después de estar contigo —dijo Mynah, mirando a lo lejos con los ojos entrecerrados—. Me contó algunas cosas sobre cómo era. Sobre lo que tú. En cualquier caso. No importa. Me dijo que no le gustaba. Dijo más, pero al diablo. No importa ahora. Luego me dijo algo sobre mí. Es decir: queriendo. Yo la mandé a freír espárragos. Desde entonces no nos hablamos.

—Me dijo que habías sido tú —le dije débilmente—. Quiero decir. La que andaba tras ella.

—Y tú la creíste —dijo Mynah con brusquedad, besándome luego con rapidez en la frente—. Claro que la creíste. ¿Qué sabes de mí? ¿De quién me gusta, de lo que yo necesito? Y tú estabas loco por amar. Pobre infeliz. Ahora, sin embargo, será mejor que te espabiles deprisa.

—¿Tendría que deshacerme de ella? ¿Simplemente así?

Mynah se puso en pie, encendió un cigarrillo, tosió: un sonido profundo, malsano, asfixiante. Había recuperado su voz dura, de primera línea, su voz interrogadora de abogado contra la corrupción municipal, su voz de megáfono contra-el-asesinato-de-las-recién-nacidas, de basta-de-sati basta-de-violaciones. Tenía razón. Yo no sabía nada de cómo era ser como ella, de las elecciones que habría tenido que hacer, de a qué brazos tendría que acudir para buscar consuelo, o de por qué los brazos de los hombres podían no ser lugares de placer sino de miedo. Ella podía ser mi hermana, ¿y qué? Ni siquiera la llamaba por su verdadero nombre.

—¿Dónde está el problema? —Se encogió de hombros, agitando un cigarrillo con ceniza mientras se iba—. Dejar esto es más difícil. Créeme. Corta radicalmente con esa zorra y da gracias por no fumar además.

—Sabía que tratarían de separarnos. Lo sabía desde el principio.

Uma se había trasladado a un apartamento del piso décimo octavo con vistas sobre el mar de Cuffe Parade, en una torre al lado del President Hotel y no lejos de la Mody Gallery. Estaba de pie, teatralmente devastada por el sufrimiento, en el pequeño balcón, contra un telón de fondo apropiadamente operístico de cocoteros agitados por el viento y, de pronto, intensísima lluvia; y entonces, efectivamente, vino el temblor de su labio inferior sensualmente abultado, vinieron sus propios juegos de agua.

—Que tu propia madre te dijera… ¡eso de tu padre!… Bueno, perdóname, pero estoy asqueada. Chhi! ¡Y Jimmy Cashondeliveri! ¡Ese tonto guitar-wallah al que le falta una cuerda! Sabes perfectamente bien que, desde el primer día en el hipódromo, pensó que yo era una especie de avatar de tu hermana. Desde entonces me sigue como un perro con la lengua fuera. ¿Y se supone que estoy durmiendo con él? Dios, ¿y con quién más? ¿Con V. Miranda quizá? ¿Con el chowkidar cojo? ¿Es que no tenéis la menor puñetera vergüenza?

—Pero lo que dijiste de tu familia. Y de tu «tío»…

—¿Qué derecho tienes a saberlo todo de mí? Me estabas avasallando y yo no quise contártelo. Bas. Eso es todo.

—Pero no era cierto, Uma. Tus padres están vivos y el «tío» es tu marido.

—Era una metáfora. ¡Sí! Una metáfora de lo desdichada que era mi vida, de mi dolor. Si me quisieras lo habrías entendido. Si me quisieras no me someterías a un interrogatorio. Si me quisieras dejarías de agitar ese pobre puño, y lo pondrías aquí, y te callarías esa bonita boca, y la acercarías aquí, y harías lo que hacen los amantes.

—No era una metáfora, Uma —dije yo, apartándome—. Era una mentira. Lo que da miedo es que no sabes cuál es la diferencia.

Salí por la puerta y la cerré, sintiéndome como si hubiera saltado por su balcón hacia las palmeras salvajes. Eso era lo que parecía: una caída. Como una muerte.

Pero aquello era también una ilusión. Para la de verdad faltaban aún dos años.

Aguanté meses. Vivía en casa, iba a trabajar, me hice experto en el arte de comercializar y promover los polvos de talco Bebé Blandito, y hasta fui nombrado director de márketing por un padre orgulloso. Atravesé el vacío calendario de los días. Hubo cambios en Elephanta. A raíz de la débâcle de la retrospectiva, Aurora había decidido finalmente echar a Vasco. Lo que hizo con mucha frialdad. Aurora habló de su creciente necesidad de soledad, y Vasco, con una inclinación, accedió a dejar su estudio. Si aquello era el fin de una relación, pensé, era encomiablemente digno y discreto: aunque su frialdad ártica me dio escalofríos, lo confieso. Vasco vino a despedirse de mí, y fuimos juntos a la habitación de niños de los dibujos, hacía tiempo desocupada, en la que todo empezó.

Eso es todo, amigos —dijo—. Ha llegado el momento de que V. Miranda se vaya al oeste. Tengo un castillo que hacer en el aire.

Estaba perdido en la inundación de su propia carne, parecía un sapo, un reflejo, en un espejo de feria, de Raman Fielding, y la boca se le torcía de dolor. Su voz era contenida, pero no dejé de observar el fuego del sentimiento que había en sus ojos.

—Ella era mi obsesión, debes de haberlo adivinado —dijo, acariciando las exclamativas paredes (Pow! Zap! Splat!)—. Tal como era y es y será la tuya. Tal vez un día te sientas dispuesto a enfrentarlo. Entonces ven conmigo. Ven antes de que la aguja me penetre en el corazón.

Yo no había pensado en años en la punta perdida de Vasco, en su esquirla de hielo de la Reina de las Nieves; y reflexioné, entonces, en que el corazón de aquel Vasco alterado e hinchado tenía que preocuparse más por los infartos corrientes que por las agujas. Poco después se fue de la India a España, para nunca más volver.

Aurora había despedido también a su marchante. Informó a Kekoo de que lo consideraba personalmente responsable del «fiasco de relaciones públicas» de su exposición. Kekoo se fue con mucho ruido, viniendo a nuestras puertas todos los días, durante un mes, para suplicar a Lambajan que lo dejara entrar (lo que se le negó), mandando flores y regalos (que le fueron devueltos) y escribiendo cartas interminables (que se tiraron sin ser leídas). Aurora le había dicho que, como tenía la intención de no volver a exponer ningún cuadro, no necesitaba ya su galería. Sin embargo, Kekoo, patéticamente, estaba seguro de que ella lo estaba abandonando por sus grandes rivales en el Chemould. Le rogó y suplicó por teléfono (que Aurora no cogía cuando él llamaba), por telegramas (que ella quemaba despreciativamente), incluso por conducto de Dom Minto (que resultó ser un anciano caballero cegato, de gafas azules, con los dientes de caballo del actor francés Fernandel, al que Aurora dio órdenes de dejar de llevarle mensajes). Yo no pude evitar preguntarme por las acusaciones de Uma. Si esos dos supuestos amantes habían sido eliminados, ¿qué pasaba con Mainduck? ¿Se había deshecho ella también de Fielding, o era ahora el único inquilino de su corazón?

Uma, Uma. La echaba tanto de menos. Notaba el síndrome de abstinencia: de noche, sentía su cuerpo fantasmal moverse bajo mi mano rota. Cuando me estaba durmiendo (¡el sufrimiento no me impedía dormir profundamente!), veía con los ojos de la mente una escena de una vieja película de Fernandel en la que, al no saber la palabra inglesa para «mujer», él se vale de las manos para trazar el contorno de una curvilínea forma femenina.

Yo era el otro hombre del sueño.

—Ah —decía asintiendo—. ¿Una botella de Coca-Cola?

Uma pasó por delante de nosotros, contoneando las caderas. Fernandel le lanzó una mirada lasciva y señaló con el pulgar en dirección del trasero desaparecido.

—Mi botella de Coca-Cola —dijo con orgullo comprensible.

Vida ordinaria. Aurora pintaba todos los días, pero yo no tenía acceso ya a su estudio. Abraham trabajaba muchas horas y, cuando le preguntaba por qué se me permitía languidecer en el mundo de los culitos de niño —¡a mí, con mi escasez de tiempo!— me respondió:

—Hay demasiadas cosas en tu vida que han ido demasiado deprisa. Te hará bien echar el freno por algún tiempo.

En un acto de silenciosa solidaridad, él había dejado de jugar al golf con Uma Sarasvati. Tal vez echaba de menos también sus versátiles encantos.

Silencio en el Paraíso: silencio, y un dolor. Mrs. Gandhi volvió al poder, con Sanjay a su derecha, de forma que resultó que, en los asuntos de estado, no había moraleja final, sólo relatividad. Recordé la «variación india» de Vasco Miranda sobre el tema de la teoría general de Einstein: Todo es para las relaciones. No sólo se curva la luz, sino todo. Por una relación podemos curvar un punto, curvar la verdad, curvar los criterios de empleo, curvar la Ley. D es igual a mc al cuadrado, en donde D es la Dinastía, m la masa de relaciones, parientes, y c es, naturalmente la corrupción, que es la única constante del universo… Porque, en la India, hasta la velocidad de la luz depende de la carga perdida en el camino y de los caprichos del suministro de energía. La partida de Vasco hizo también de la casa un lugar tranquilo. La vieja mansión laberíntica era como un escenario despojado a través del cual, como fantasmas susurrantes, vagaba un elenco reducido de actores que se habían quedado sin frase. O que quizá estaban actuando ahora en otros escenarios, y sólo aquella casa había quedado oscura.

No dejó de ocurrírseme —de hecho, durante cierto tiempo ocupó todos mis pensamientos al despertarme— que lo que había ocurrido era, en cierto modo, una derrota de la filosofía pluralista en la que todos habíamos sido educados. Porque, en el asunto de Uma Sarasvati, había sido la pluralista Uma, con sus múltiples personalidades, su compromiso, sumamente inventivo, con la infinita maleabilidad de lo real y su sentido de la verdad modernistamente provisorio, la que había resultado ser la manzana de la discordia; y Aurora había hecho la compota… Aurora, durante toda su vida defensora de los muchos contra el uno, había descubierto, con ayuda de Minto, algunas verdades fundamentales y, por consiguiente, había tenido razón. La historia de mi vida amorosa se convertía así en una parábola amarga, una parábola con la que Raman Fielding habría disfrutado, porque la polaridad del bien y el mal estaba invertida.

En aquella hora cero de comienzos de los ochenta, me sostuvo Ezekiel, nuestro cocinero sin edad. Como si notase la necesidad del establishment de animarse, inició un programa gastronómico que combinaba la nostalgia con la invención, y que había que revolver salpicándolo generosamente de esperanza. Antes de salir hacia Bebé Blanditolandia, y después de llegar a casa, me descubría gravitando cada vez más hacia la cocina, en donde él estaba agachado, con los mechones entrecanos y sonriendo a base de encías, lanzando al aire parathas con optimismo.

—¡Alegría! —cacareaba sabiamente—. Baba sahib, no tienes más que sentarte y te cocinaré un futuro feliz. Machacaremos sus especias y pelaremos sus cabezas de ajo, cortaremos sus cardamomos y picaremos su jengibre, calentaremos el ghee del futuro y freiremos su masala para que suelte su sabor. ¡Alegría! Éxito en las empresas para el Sahib, genio en sus pinturas para Madame, ¡y una bella novia para ti! Cocinaremos también el pasado y el presente, y de ello vendrá el mañana.

Así aprendí a cocinar meat cutlass (cordero picado y especiado dentro de una empanadilla de patata) y chicken country captain; se me revelaron los secretos del camarón padda, el ticklegummy, el dhope y el ding-ding. Me convertí en maestro del balchow y aprendí a hacer una albóndiga kaju media. Aprendí el arte del Cochin special de Ezekiel, una jalea picante de cambur morado que hacía la boca agua. Y, mientras viajaba por los cuadernos del cocinero, cada vez más metido en aquel cosmos privado de papayas y canela y especias, mi ánimo se levantó realmente. Y en medida no pequeña porque me parecía que Ezekiel había conseguido reunirme, después de una larga interrupción, con la historia de mi pasado. En su cocina yo era transportado otra vez al Cochin hacía tiempo desaparecido, en el que el patriarca Francisco soñaba con los rayos Gama y Solomon Castile se iba al mar y reaparecía en los azules azulejos de la sinagoga. Entre los renglones de sus cuadernos de tapas esmeralda vi la lucha de Belle con los libros del negocio familiar y, en los aromas de su magia culinaria, olí un almacén de Ernakulam en donde una muchacha se había enamorado. Y la profecía de Ezekiel comenzó a hacerse verdad. Con el ayer en la tripita, mis perspectivas me parecieron mucho mejores.

—Buena comida —sonreía Ezekiel, sorbiendo con la lengua—. Comida engordante. Ya es hora de tener un poco de panza por delante. Un hombre sin barriga no siente apetito por la vida.

El 23 de junio de 1980, Sanjay Gandhi trató de rizar el rizo sobre Nueva Delhi y cayó en picado hacia la muerte. Enseguida, en el período de inestabilidad que siguió, también yo me zambullí hacia la catástrofe. A los pocos días de la muerte de Sanjay, supe que Jamshed Cashondeliveri había muerto en un accidente de coche en la carretera del lago de Powai. Su pasajera, que milagrosamente había salido despedida y escapado con cortes y contusiones sin importancia, era la brillante y joven escultora Uma Sarasvati, a la cual, se dijo, el muerto había tenido intención de proponer matrimonio en aquel conocido lugar pintoresco. Cuarenta y ocho horas más tarde, se informó de que Miss Sarasvati había sido dada de alta en el hospital y llevada a su residencia por unos amigos. Comprensiblemente, seguía sufriendo mucho por el dolor y por el shock.

La noticia de las lesiones de Uma desencadenaron todos los sentimientos que yo había tratado tanto tiempo de encadenar. Me pasé dos días luchando contra mí mismo, pero, cuando supe que había vuelto a Cuffe Parade, salí de casa, diciendo a Lambajan que iba a los Jardines Colgantes a dar un paseo, y agarré un taxi en el momento en que estuve fuera de su vista. Uma me abrió la puerta con leotardos negros y una blusa estilo quimono japonés muy suelta. Tenía aspecto de estar muy nerviosa, acorralada. Era como si su fuerza de gravedad interna hubiera disminuido; parecía un tembloroso conjunto de partículas que podía disgregarse en cualquier momento.

—¿Te has hecho mucho? —le pregunté.

—Cierra la puerta —replicó. Cuando me volví hacia ella, se había soltado la blusa y la había dejado caer—. Míralo por ti mismo —dijo.

Después de aquello, no pudimos mantenernos separados. Lo que había entre nosotros parecía haberse hecho más potente durante nuestra separación.

—Ay dios —murmuraba ella mientras la acariciaba con mi mano derecha retorcida—. Ay sí, así. Ay diosdios. —Y más tarde—: Sabía que no habías dejado de quererme. Yo no dejé. Me dije: que Dios confunda a nuestros enemigos. Cualquiera que se interponga en nuestro camino, caerá.

Su marido, me confesó, había muerto.

—Si soy una mujer tan mala —dijo—, entonces dime: ¿por qué me lo ha dejado todo? Después de su enfermedad, no sabía quién era nadie, creía que yo era la criada. Por eso me ocupé de que lo atendieran y me fui. Si eso es malo, entonces soy mala.

Yo la absolví con facilidad. No, no eres mala, mi encanto, mi vida, tú no.

No tenía un rasguño en el cuerpo.

—Malditos periódicos —dijo—. Ni siquiera estaba en ese maldito coche. Cogí mi propio automóvil porque tenía planes para luego. Por eso él estaba en su estúpido Mercedes —¡qué encantadoramente mal pronunciaba el nombre: «Mars’diz»!— y yo en mi nuevo Suzuki. Y, en aquella carretera de segundo orden, ese loco playboy quiso echar una carrera. Una carretera en que había camiones y autobuses con conductores dopados y carros de burro y carros de camello y dios-sabe-qué. —Se puso a llorar; yo le enjugué las lágrimas—. ¿Qué podía hacer? Conduje como una mujer sensata y le grité que no, que volviera, que no. Pero a Jimmy siempre le faltó un tornillo. ¿Qué te voy a decir? No miraba, se puso en el lado indebido de la carretera para adelantarme, vino una curva, había una vaca echada, intentó evitarla, no pudo echarse al otro lado porque mi coche estaba allí, se salió por la carretera por el lado derecho, y allí había un álamo. Khalaas.

Traté de sentir lástima de Jimmy pero no pude.

—Los periódicos dicen que os ibais a casar.

Me echó una mirada furiosa.

—Nunca me has entendido —dijo—. Jimmy no era nada. Para mí sólo has sido siempre tú.

Nos veíamos tanto como podíamos. Yo mantuve nuestras citas secretas para mi familia y, al parecer, Aurora había prescindido de los servicios de Dom Minto, porque no descubrió nada. Pasó un año; más de un año. Los quince meses más felices de mi vida. «¡Que Dios confunda a nuestros enemigos!». La frase desafiante de Uma se convirtió en nuestro saludo y despedida.

Luego Mynah murió.

Mi hermana falleció de —¿de qué si no?— insuficiencia respiratoria. Había estado visitando una fábrica de productos químicos del norte de la ciudad para investigar los malos tratos a su importante mano de obra femenina —en su mayor parte mujeres de los barrios pobres de Dharavi y Parel—, cuando se produjo una pequeña explosión en las proximidades. Y la «integridad» del tanque hermético de productos químicos peligrosos resultó, para usar el anestesiado lenguaje del informe oficial, «comprometida». La consecuencia práctica de esa pérdida de integridad química fue la liberación en la atmósfera de una cantidad considerable de metilisocianato. Mynah, que había quedado inconsciente por la explosión, inhaló una dosis letal del gas. El informe oficial no recogió la demora en recabar asistencia médica, aunque enumeró, en cuarenta y siete puntos distintos, lo que la fábrica no había observado de las normas de seguridad prescritas. Se habló también del personal titulado de primeros auxilios, a causa de la lentitud con que llegó hasta Mynah y su grupo. A pesar de darle una inyección de tiosulfato sódico en la ambulancia, Mynah murió antes de llegar al hospital. Murió en una agonía de ojos desorbitados, con náuseas y dando boqueadas, mientras el veneno le devoraba los pulmones. Dos de sus colegas del WWSTP murieron también; tres más sobrevivieron con graves incapacidades. Nunca se pagó ninguna indemnización. La investigación llegó a la conclusión de que el incidente había sido un ataque deliberado a la organización de Mynah por «agentes exteriores no identificados» y, por consiguiente, no se podía considerar culpable a la fábrica. Sólo unos meses antes, Mynah había logrado por fin meter a Kéké Kolarkar en la cárcel por sus estafas inmobiliarias, pero nunca se encontró ningún rastro que conectara al politicastro con la matanza. Y Abraham, como ya se ha dicho, se libró con una multa… Bueno, Mynah era su hija. Su hija. ¿De acuerdo?

De acuerdo.

—Que Dios confunda… —Uma se detuvo en mitad de la frase, al ver la expresión de mi cara, cuando fui a verla después del funeral de Philomina Zogoiby.

—Basta de eso —dije, sollozando—. Basta de confusión. Por favor.

Estaba echado en la cama, con la cabeza en su regazo. Ella me acarició el blanco cabello.

—Tienes razón —dijo—, ha llegado el momento de simplificar las cosas. Tu mamá y tu papá tienen que aceptarnos, tienen que doblegarse ante nuestro amor. Entonces podremos casarnos y voilà! Seremos felices y comeremos perdices y, además, habrá otra artista en la familia.

—Ella no… —comencé, pero Uma me puso un dedo en los labios.

—Tendrá que hacerlo.

Cuando Uma estaba de aquel talante, era una fuerza irresistible. Nuestro amor, insistió, era simplemente un imperativo; exigía, y tenía derecho a ello, que lo dejaran ser.

—Cuando se lo explique a tu madre y tu padre, se dejarán convencer. ¿Es que dudan de mi buena fe? Muy bien. Por nuestro amor, iré a verlos —¡esta noche!— y les demostraré que se equivocan.

Protesté, pero débilmente. Era demasiado pronto. Tenían el corazón lleno de Mynah, objeté, y en él no había sitio para nosotros. Ella rebatió todos mis argumentos. No había corazón que no tuviera sitio para una declaración de amor, dijo; lo mismo que no había vergüenza que un verdadero amor no borrase… Y, ahora que el señor Sarasvati no existía, ¿qué mancha tenía nuestro amor, salvo que ella había estado casada y no era una novia virgen? Las objeciones de mis padres no eran razonables. ¿Cómo podían cruzarse en el camino de la oportunidad de ser feliz de su hijo? ¿De un hijo que había tenido que soportar tantas cosas desde el día de su nacimiento?

—Esta noche —repitió decidida—. Tú espera aquí. Iré y los convenceré. —Se puso en pie de un salto y empezó a vestirse. Al salir, se sujetó un walkman al cinturón y se puso los auriculares—. Silbando al trabajar —dijo sonriendo, y metió una casete. Yo estaba aterrorizado.

—Buena suerte —dije fuerte.

—No oigo nada —dijo ella, y se fue.

Después de haberse ido, me pregunté despreocupadamente por qué se había molestado en coger el walkman, cuando tenía un equipo de sonido estupendo en el coche. Probablemente estropeado, pensé. Nada funciona mucho tiempo en este maldito país.

Volvió después de media noche, muy amorosa.

—Creo realmente que saldrá bien —susurró. Yo había estado echado en la cama, despierto; la tensión había convertido mi cuerpo en acero anudado.

—¿Estás segura? —dije, pidiendo más.

—No son mala gente —me dijo ella con suavidad, deslizándose a mi lado—. Lo escucharon todo, y estoy seguro de que me entendieron.

En aquel momento, sentí que mi vida empezaba a ir bien, como nunca había ido, sentí como si el embrollado desastre de mi mano derecha se estuviera desenredando, reorganizándose en palma y nudillos y dedos articulados y pulgar. Es posible incluso que me pusiera a bailar. Maldita sea, bailé: y grité, y me emborraché, y forniqué salvajemente de alegría. En verdad, ella era mi milagrera, y había logrado lo imposible de lograr. Nos deslizamos hacia el sueño, envuelto cada uno en el cuerpo del otro. Próximo ya al olvido, dije entre dientes, vagamente:

—¿Dónde está el walkman?

—Maldito trasto —susurró ella—. Siempre me estaba destrozando las cintas. Me detuve en el camino y lo tiré a la basura.

Cuando llegué a casa la mañana siguiente, Abraham y Aurora me esperaban en el jardín, hombro con hombro, con el rostro sombrío.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—A partir de este momento —dijo Aurora Zogoiby—, no eres nuestro hijo. Hemos adoptado todas las medidas para desheredarte. Tienes un día para recogificar tus cosas y marcharte. Tu padre y yo no queremos volver a verte.

—Estoy totalmente de acuerdo con tu madre —dijo Abraham Zogoiby—. Nos das asco. Y ahora apártate de nuestra vista.

(Hubo más palabras duras; más fuertes, muchas de ellas mías. No las reflejaré aquí).

—¿Jaya? ¿Ezekiel? ¿Lambajan? ¿No me dirá nadie qué ha pasado? ¿De qué se trata?

Nadie habló. La puerta de Aurora estaba cerrada, Abraham había salido de la casa, y sus secretarias tenían instrucciones de no pasarle mis llamadas. Finalmente, Miss Jaya Hé se permitió proferir cinco palabras.

—Mejor que hagas el equipaje.

No se me explicó nada… ni el hecho de mi expulsión, ni la brutalidad de la forma. ¡Una pena tan grave por un «delito» tan pequeño!… ¡El delito de enamorarme delirantemente de una mujer que no agradaba a mi madre! Ser talado del árbol genealógico, como una rama muerta, por un motivo tan trivial —no, tan maravilloso— …aquello no bastaba. No tenía sentido. Yo sabía que otras personas —la mayoría de las personas— vivían en aquel país de absolutismo paterno; y, en el mundo de las peliculillas masala, esas escenas de nunca-ensuciarás-el-umbral-de-mi-casa estaban a la orden del día. Pero nosotros éramos distintos; y, desde luego, aquel lugar de feroces jerarquías y antiguas certidumbres morales no había sido mi país; desde luego, aquel tipo de cosas no había formado parte del guión de nuestras vidas… Sin embargo, era evidente que me equivocaba; porque no se habló más. Llamé a Uma para darle la noticia y luego, al no tener opción, me enfrenté con mi destino. Las puertas del Paraíso estaban abiertas, y Lambajan apartó la vista. Las atravesé dando traspiés, aturdido, desorientado, perdido. Yo no era nadie, nada. Nada de lo que había sabido nunca servía de nada, ni tampoco podía decir ya que lo sabía. Había quedado vaciado, invalidado; estaba, para utilizar un epíteto vetusto pero, súbitamente, adecuado, acabado. Había caído en desgracia, y el horror de ello hacía añicos el universo, como un espejo. Sentí como si yo también me hubiera hecho añicos; como si estuviera cayendo a la Tierra, no como yo mismo, sino como mil y un fragmentos de mí mismo, atrapado en pedazos de cristal.

Después de la caída: llegué a donde estaba Uma Sarasvati con una maleta en la mano. Cuando abrió la puerta, tenía los ojos rojos, el pelo alborotado y parecía trastornada. El melodrama indio al viejo estilo explotaba sobre la superficie de nuestros modales fingidamente sofisticados, como si la verdad explotara a través de una delgada capa pintada de suaves mentiras. Uma prorrumpió en disculpas chillonas. Su gravedad interior había disminuido de forma espectacular; ahora se estaba realmente desmoronando.

—Ay, Dios… si hubiera podido pensar… pero cómo han podido, es algo que pertenece a la prehistoria… a una época antigua… yo creía que eran gente tan civilizada… creía que éramos los religiosos chiflados los que actuábamos así, no vosotros, los tipos modernos y laicos… Ay, Dios, iré a verlos otra vez, iré ahora mismo, les juraré no verte más…

—No —dije yo, todavía sin reponerme del choque—. Por favor, no vayas. No hagas nada más.

—Entonces haré lo único que no puedes prohibirme —aulló—. Me mataré. Lo haré ahora, esta noche. Lo haré por mi amor a ti, para dejarte libre. Entonces tendrán que aceptarte otra vez.

Debía de haberse estado calentando la cabeza desde mi llamada telefónica. Ahora era operística, inmensa.

—Uma, no seas loca —dije.

No estoy loca —me gritó, como una loca—. No me llames loca. Toda tu familia me llama loca. No estoy loca. Estoy enamorada. Una mujer puede hacer cosas grandes por amor. Un hombre enamorado no haría menos por mí, pero eso no lo pido. No espero grandes cosas de ti, de ningún hombre. No estoy loca, a menos que esté loca por ti. Llámame loca de amor. Y —¡por el amor del cielo!— cierra esa maldita puerta.

Férvida, con los ojos inyectados en sangre, comenzó a rezar. En el pequeño santuario de lord Ram, en la esquina de su salón, encendió una dia-lámpara y la movió en círculos tensos por el aire. Yo estaba allí, en la oscuridad creciente, con una maleta a mis pies. Lo hace en serio, pensé. No es un juego. Esto está ocurriendo. Es mi vida, nuestra vida, y ésta su forma. Ésta es su verdadera forma, la forma de detrás de todas las formas, la forma que se revela en el momento de la verdad. En aquel momento me invadió una absoluta desesperación, aplastándome bajo su peso. Comprendía que no tenía vida. Me la habían quitado. La ilusión del futuro, que Ezekiel, el cocinero, me había devuelto en su cocina, revelaba ser una quimera. ¿Qué podía hacer yo? ¿Iría a parar a las cloacas o tendría un momento final, supremo, de dignidad? ¿Tendría coraje para morir por amor y, al hacerlo, hacer nuestro amor inmortal? ¿Podría hacer eso por Uma? ¿Podría hacerlo por mí mismo?

—Lo haré —dije en voz alta. Ella dejó la lámpara y se volvió hacia mí.

—Lo sabía —dijo—. El dios me dijo que lo harías. Dijo que eras un hombre valiente y que me amabas, y que, naturalmente, me acompañarías en mi viaje. No serías un cobarde que me dejase partir sola.

Ella había sabido siempre que su apego a la vida no era firme, que llegaría el momento en que estaría dispuesta a renunciar a ella. De manera que, desde su infancia, como un guerrero que va al combate, había llevado la muerte consigo. Por si era capturada. Antes la muerte que el deshonor. Salió de su tocador con los puños apretados. En cada puño tenía un comprimido.

—No me preguntes —dijo—. Las casas de los policías contienen muchos secretos.

Me pidió que me arrodillara a su lado al lado del retrato del dios.

—Sé que no crees —dijo—. Pero, por mí, no te negarás.

Nos arrodillamos.

—Para mostrarte lo sinceramente que te he amado —dijo—, para probarte, por fin, que no te he mentido, me la tragaré yo primero. Si tú también eres sincero, me seguirás enseguida, enseguida, porque te estaré esperando. Oh, mi único amor.

En aquel momento, algo dentro de mí cambió. Hubo un rechazo.

—No —grité, y le arrebaté el comprimido de la mano, que cayó al suelo. Con un grito, ella se lanzó hacia él, lo mismo que yo. Nuestras cabezas chocaron.

—Ay —dijimos juntos—. Ojojó, ey-eyii. Ay.

Cuando se me despejó un poco la cabeza, nuestros dos comprimidos estaban en el suelo. Traté de cogerlos; pero, en mi mareo dolorido, sólo logré apoderarme de uno. Uma se apoderó del otro y lo miró abriendo más los ojos, presa de un nuevo y particular horror, como si le hubieran hecho inesperadamente una pregunta atroz y no supiera qué responder.

Yo dije:

—No lo hagas, Uma. Está mal. Es una locura.

La palabra le escoció de nuevo.

—No digas locura —gritó—. Si quieres vivir, vive. Pero eso demostrará que nunca me has querido. Demuestra que tú has sido el mentiroso, el charlatán, el transformista, el manipulador, el conspirador, el farsante. No yo: tú. Tú eres el huevo podrido, el malo, el demonio. ¡Mira! Mi huevo es bueno.

Se tragó la pastilla.

Hubo un momento en que le atravesó la cara una expresión de sorpresa inmensa y auténtica, seguida por otra de resignación. Luego cayó al suelo. Yo me arrodillé a su lado aterrorizado, y el olor a almendras amargas me llenó las narices. Su rostro, en la muerte, pareció sufrir mil cambios, como si estuviera volviendo las páginas de un libro, como si estuviera renunciando, una a una, a sus innumerables personalidades. Y luego, una página en blanco, y ella no fue ya absolutamente nadie.

No, yo no moriría. Lo había decidido ya. Me metí la tableta restante en el bolsillo del pantalón. Quienquiera o lo que quiera que hubiera sido, buena o mala o ninguna de las dos cosas o ambas, era innegable que yo la había amado. Morir no inmortalizaría aquel amor, sino que lo devaluaría. De forma que viviría, para ser el portaestandarte de nuestra pasión; demostraría, con mi vida, que el amor valía más que la sangre, que la vergüenza… más, incluso, que la muerte. No moriré por ti, mi Uma, sino que viviré por ti. Por dura que esa vida pueda ser.

Sonó el timbre de la puerta. Yo estaba sentado en la oscuridad, con el cuerpo muerto de Uma. Aporrearon la puerta. Yo seguí sin responder. Una voz fuerte gritó. Abran. Polís.

Me levanté y abrí la puerta. El descansillo estaba lleno de uniformes azules de pantalón corto, morenas piernas flacas de rodillas nudosas y manos apretadas en torno a lathis que se agitaban. Un inspector de sombrero plano me apuntó con una pistola a la cara.

—Es usted Zogoiby, ¿no? —me preguntó a voz en grito.

Dije que lo era.

—O sea, ¿Shri Moraes Zogoiby, director de márketing de Baby Softo Talcum Powder Private Limited?

—El mismo.

—Entonces, sobre la base de la información de que dispongo, lo detengo por contrabando de estupefacientes y, en nombre de la Ley, le ordeno que me acompañe sin resistencia al vehículo que nos espera abajo.

—¿Estupefacientes? —repetí indefenso.

—Está prohibido intercambiar palabras —bramó el inspector, acercando más la pistola a mi cara—. El detenido debe obedecer las instrucciones del responsable. En marcha.

Yo avancé dócilmente hacia aquella multitud huesuda. En aquel momento, el inspector vio por primera vez el cuerpo de la mujer muerta que había en el suelo del apartamento.