El viernes, o sea al día siguiente del funeral de Jasper Pine, celebramos otra larga sesión con los tres vicepresidentes de Naylor-Kerr, uno de ellos en funciones de presidente. La entrevista fue estrictamente personal, al margen del expediente. Cecily habíales hablado, en calidad de accionista, y supongo que su padre, el viejo Naylor, hizo lo propio. La Junta Directiva nunca vio una copia de las notas que figuraban en mi libreta. La única que sacamos pasó al interior de nuestra caja fuerte y sigue encerrada allí.
El sábado, a las once de la mañana, al bajar Wolfe del invernadero, yo me hallaba en mi escritorio, ocupado en mecanografiar un par de asuntos relacionados con el caso Naylor-Kerr, uno de ellos la factura de los servicios prestados. Dicha cuenta incluía una minuciosa y cabal especificación de los gastos efectuados (Wolfe ponía siempre singular empeño en este particular), pero los citados gastos eran ridículos comparados con el asiento principal, esto es, los honorarios. Yo no habría tenido inconveniente en defender la posición de que, en realidad, mi jefe había ganado la décima parte de aquella cantidad, con lo cual resultaba que, al fin y al cabo, sobraba sólo una cifra.
Mientras mecanografiaba, pues, la minuciosa relación de los gastos adicionales, sonó el teléfono. No bien atendí a la llamada, una voz femenina profirió:
–¿Archie? ¡Adivine usted quién soy!
–Vamos, Gwynne, no sea tontita, ¿Cómo quiere que no reconozca esa hermosa voz?
–Según eso, ¿no me ha olvidado usted del todo? Estaba seguro de que ya no se acordaba de mí. ¿Tendremos el gusto de volver a verle por la oficina?
–Pues creo que no. No puedo soportar la propincuidad. P-R-O…
–No sea usted mordaz. Siento que no piense usted ir por allí porque tengo una porción de cosas que contarle, ¡Jamás, habían sucedido tantas cosas en una semana! El señor Rosenbaum es el nuevo jefe del departamento, y el señor Appleton ha sido nombrado… ¡Oh, tengo que verle sin falta! Por mi parte tengo la noche libre. ¿Y usted?
En realidad, a mí me ocurría otro tanto. Habíame citado con Lily Rowan, pero ésta estaba en cama con un resfriado. En vista de ello, declaré:
–Estoy ardiendo en deseos de que me cuente usted lo del señor Appleton. Nos encontraremos en el bar del Rusterman a las siete.
–¡Pero allí no hay baile! Creo que sería mejor…
–Perdone que la interrumpa, pero tengo mucho que hacer. Podemos ir a otro sitio después de cenar y bailar toda la noche. Hasta las siete en punto, preciosa.
Y haciendo caso omiso del resoplido procedente del escritorio de Wolfe, reanudé mi tarea mecanográfica. Una vez completada la factura, la repasé y comprobé las sumas. Luego, doblándola cuidadosamente., la metí en un sobre y archivé la copia en el archivo instalado junto al diván. Acto seguido, volví a sentarme ante la máquina e, insertando en el rodillo una hoja de mi papel de cartas personal, escribí la fecha y empecé:
Querida Sra. Pine:
Anoche fui…
Pero tuve que interrumpirme para atender a una nueva llamada telefónica.
–¿Archie? Aquí, Rosa:
–¡Bien, bien! No hace falta que me lo diga. Basta con oír esa melodiosa voz. ¿Sigue usted tan guapa?
–Vamos, no sea usted guasón -exclamó la chica con una risita-. Verá usted, anoche me acosté a las nueve y esta mañana no me he levantado hasta las diez. ¡Estoy en plena forma! Mientras tomaba el café, me he acordado de usted y, como hoy es sábado, me he preguntado si tendría usted algún plan para esta noche.
–Pues no, ningún plan especial. ¿Y usted?
–Tampoco. Por eso le telefoneo. He pensado…
–¡Estupendo! Reúnase usted conmigo en el bar del Rusterman a las siete en punto.
–;Oh, qué bien! ¿Se acuerda usted de aquel exquisito vino? ¿Pediremos un bistec?
–Sí, o dos o tres, los que convengan. ¿A las siete entonces?
–¡SÍ!
Wolfe, lanzó otro resoplido y, una vez más, me hice el desentendido. De hecho, debía concentrarme en mi tarea. No era ya mera cuestión de copiar notas, sino que se trataba de una redacción original. Por fin, escribí lo siguiente:
Querida Sra. Pine:
Anoche fui a una adivina, cosa que no suelo hacer con frecuencia. Me preocupaba la observación que hizo usted el otro día sobre el hecho de que todo el mundo llega a cansar tarde o temprano, y quise averiguar mis posibilidades personales. La adivina me dijo que lo máximo que podía tirar eran dos meses. Al parecer, resulto maravilloso mientras duro, vero de pronto me vuelvo fastidioso, sin previo aviso.
Siento decirle que, dadas las circunstancias, no vale la pena que se moleste usted y, por consiguiente, aquí le devuelvo las entradas de béisbol. Corno faltan aún dos semanas para la inauguración de la temporada, tiene usted tiempo de sobra de preparar otro plan.
Sinceramente…
Al tiempo que dudaba entre firmar simplemente Archie o con el nombre y apellido, y me decidía al fin en favor de esto último, interrumpiome de nuevo el timbre del teléfono.
–Aquí, el despacho de Nero Wolfe. Archie Goodwin al habla.
–Soy Hester Livsey, señor Goodwin.
–Buenos días -saludé, aclarándome la garganta-. ¿Qué desea usted?
–Sé que merezco esa acogida -murmuró la joven-. El motivo de mi llamada es disculparme por haber sido tan brusca con usted cuando me telefoneó el jueves por la noche. Confío en que… podrá usted perdonarme. Sentíame muy decaída… y estuve muy descortés. Por eso quería darle una explicación…
–No se preocupe. ¿Se encuentra ya un poco mejor?
–Desde luego, mucho mejor. De hecho, quisiera explicarle a usted varias cosas. ¿Podría usted venir aquí esta noche? Creo que ya sabe usted mis señas, ¿verdad? Vivo en un pisito con mi madre.
–En Brooklyn.
–Sí, dos mil trescientos noventa y cuatro…
–Sí, ya sé. Creo que lo encontraré sin dificultad. ¿Qué le parece si mañana fuésemos a dar un paseo por el campo en el viejo sedán «carraca» del señor Wolfe para ver si ha llegado ya la primavera?
–Lo siento. Mañana no podrá ser porque tengo que ir con mi madre a visitar a unos amigos. No se moleste usted; en realidad…
–No es ninguna molestia -repuse.
De pronto, se me ocurrió una idea.
–Lo malo es que soy tan tosco que temo causar una mala impresión a su madre. Estimo que debería usted conocerme mejor antes de invitarme a su casa. ¿Sabe usted dónde está el restaurante Rusterman?
–¿El Rusterman? Pues, sí. Ya sé a cuál se refiere usted.
–Es un sitio muy agradable y tranquilo donde se come muy bien. ¿Qué le parece si nos encontráramos en el bar del establecimiento a las siete de la tarde?
–Pues… la verdad es… que no intentaba obligarle a usted a invitarme a cenar…
–No, ya sé. Usted nunca obliga a nadie. Pero opino que sería muy agradable, al menos para mí. ¿Quiere usted?
–Bien…
–¿Sí., verdad?
–De acuerdo, sí.
Colgué el receptor, tomé mi pluma y firmé la carta dirigida a Cecily.
–¿Qué demonios piensas hacer con todas esas mujeres? – refunfuñó Wolfe.
–Dios dirá -respondí, sonriéndole-. De momento, no tengo idea. Pero, ¡soy tan sociable! No puedo soportar desilusionar a la gente.