–¿Dónde diablos estás? – espetó-. Son las once y ocho minutos.
No me ofendí, porque no lo decía con mala intención. Wolfe considera que desplazarse de un sitio a otro en Nueva York constituye una de las empresas más peligrosas que puede emprender un hombre, y estaba preocupado por mí.
–Acabo de salir de una junta de directores -declaré solemnemente-. Hemos sido contratados para investigar la muerte de Naylor por once votos contra cuatro, y personalmente le agradecería en el alma que me hiciera el favor de sentar las costuras a un caradura llamado Emmet Ferguson. Cuando le vea, me dará usted la razón. Estaré ahí con la señorita Livsey dentro de quince minutos.
A pesar de lo tarde que era, no abrigaba el menor temor de que Hester se hubiera cansado de esperarme. La muchacha sentíase intrigada. No me equivocaba. Allí estaba, inquieta, paciente y hermosa, aguardándome junio al buzón del vestíbulo, en el punto en que éste daba acceso a la William Street. Pero, mientras me dirigía hacia ella, la joven volvió la cabeza para decir algo a un hombre. Por un momento, mi paso vaciló al reconocerle. Era Sumner Hoff, provisto de abrigo y sombrero.
–Siento haberme retrasado -me disculpé, deteniéndome ante ellos, si bien dirigiéndome exclusivamente a Hester-. Me entretuvieron arriba. Por este lado es más fácil encontrar un taxi…
–Creo que ya conoce usted al señor Hoff -murmuró Hester-. Piensa acompañarnos.
La cosa no me pilló de sorpresa después de observar el detalle del abrigo y del sombrero.
–Vamos -apremié, mirando al hombre con desprecio-. Si el señor Wolfe decide que está usted de más, pondré en práctica la lección que me dio usted la semana pasada.
–Veremos -espetó-. Soy yo el que decidiré.
–No sea usted insolente -insté, afectando un tono lastimero.
Cuando encontramos un taxi, cosa relativamente fácil a aquella hora del día. Hoff ayudó a subir a Hester y luego subió él, a su vez, colocándose en medio del asiento para que yo no pudiera sentarme al lado de Hester, lo cual me indujo a pensar que el hombre manteníase también fiel al viejo lema del departamento de proteger a la mujer. Daba gusto ver que aunque era ingeniero civil y, por ende, un aristócrata, no se consideraba superior a los demás y cumplía el código como uno de tantos. Francamente; considerando su inminente papada, pareciome que Hester andaba bastante mal de pretendientes, si bien cabía la posibilidad de que el hombre poseyera algunas buenas cualidades imperceptibles a simple vista.
Al llegar a nuestro destino, Hoff cumplió su promesa de llevar la batuta desde que bajó del taxi hasta que entró en el despacho. En la confianza de que no tuviera inconveniente en que yo tomase la iniciativa de proceder a las consabidas presentaciones, dije a Wolfe:
–Como usted recordará, el pasado jueves, un sujeto llamado Sumner Hoff, al verme entrar en su despacho con la mejor de las intenciones, me ordenó que saliera, llamándome entrometido. Este señor es él. Cabría suponer que su presencia aquí obedece al deseo de presentar excusas. Pero no hay nada de eso. Según él, ha venido para llevar la voz cantante.
–¿De veras? – murmuró Wolfe, tomando una botella de cerveza-. Siéntese usted, señorita Livsey. Y usted también, señor Hoff. ¿Tomarán un vaso de cerveza?
Ambos aceptaron los asientos, pero no la cerveza. Aprovechando que Wolfe, fiel a la creencia de que la espuma es buena para el labio superior, bebía a más y mejor; aventuré un nuevo comentario al tiempo que tomaba asiento en mi escritorio:
–Me permito añadir que, si prefiere usted hablar a solas con la señorita Livsey, no tengo inconveniente en llevar a cabo un alarde de ingeniería con Hoff, consistente en echarle de la estancia.
–No, gracias -replicó Wolfe, depositando en la mesa el vaso vacío-. Tal vez más tarde.
Luego, enjugándose los labios con el pañuelo, recostose en el sillón con la mirada fija en Hoff.
–Vamos -le dijo-. Tome usted la batuta,
–Lo haré con sumo gusto cuando sepa de qué se trata -gruñó Hoff, agresivamente.
–¡Caramba! Sin.duda, posee usted grandes recursos. De otro modo, no se explica que esté dispuesto a afrontar todos los fenómenos imaginables. He sido contratado por la firma en que presta usted sus servicios para investigar la muerte del señor Naylor. Se lo digo para que sepa a qué atenerse.
Y dirigiéndose a Hester, agregó:
–Señorita Livsey, tengo entendido que dijo usted a un policía de Westport que no sabía nada del señor Naylor y que sus relaciones con él reducíanse a las de una oscura empleada con un jefe de departamento. ¿No es eso?
–No le contestes -soltó Hoff, procediendo a tomar las riendas del asunto.
–Pues claro que contestaré -repuso Hester, sentada en el sillón rojo, frente a la ventana-. Cuando menos, a esto. Esas no fueron exactamente mis palabras, pero, de hecho, vine a decir esto. El señor Goodwin me ha dicho que usted habíase enterado de cierto hecho relativo al señor Naylor y a mí, sobre el cual me pondría usted en antecedentes si acudía a este despacho. ¿De qué se…?
–No hay tal hecho -intervino Hoff-, y nosotros deseamos saber a qué se refiere usted.
–Esa puerta -suspiró Wolfe, señalándola con el índice-, conduce a la habitación anterior. La pared y la puerta están a prueba de ruidos. Creo, señor Hoff, que lo mejor será que vaya usted a ella.
–Ni hablar. Pienso quedarme aquí.
Seguía triunfando el lema: protege a la mujer.
–¡Bah, tonterías! Aunque fuera usted más fuerte de lo que es, el señor Goodwin podría meterle donde yo le dijera… Archie, si el señor Hoff vuelve a interrumpirnos, llévatelo a donde sea, lo mismo me da.
–Sí, señor.
–Sin cumplidos.
–Sí, señor.
–Tú calla, Sumner -respondiole Hester-. Todo cuanto deseo saber es el motivo por el cual el señor Goodwin me rogó que viniera -añadió, dirigiéndose a Wolfe-. Es imposible que exista ese hecho relacionado con el señor Naylor y yo. ¿De qué se trata?
–¿Cuándo vio usted al señor Naylor por última vez, señorita Livsey?
–No con… -empezó Hoff.
Pero se interrumpió al punto al ver que yo me levantaba. De su actitud deduje con pesar que nunca podría darme el gusto de cascarle. Hoff no se prestaría a pelear. Todo lo más daría ocasión a un empujón o a un zarandeo, pero jamás se enzarzaría en una verdadera pelea. En vista de ello, volví a sentarme.
Sin embargo, Hester no obedeció la orden de su amigo. En lugar de ello, respondió:
–Pues, no sé. Supongo que le vi en la oficina el viernes, pero no me fijé y no recuerdo.
–No -replicó Wolfe-, no fue en la oficina. El viernes, a las seis treinta y ocho de la tarde, reuniose usted con él en la esquina de la Primera Avenida y la Calle 52, y tras pasear en su compañía por espacio de más de una hora, despidiose usted de él a las siete cuarenta y un minutos en la Segunda Avenida, esquina Calle 57. ¿De qué estuvieron ustedes hablando?
–Eso no es cierto -afirmó Hester con voz innecesariamente alta y mirada desencajada.
–¿No? ¿Qué es lo que no es cierto?
–Todo lo que ha dicho.
–Según eso, ¿no vio usted al señor Naylor el viernes, al salir de la oficina?
–No, no le vi para nada.
Mis sospechas se confirmaban. Saltaba a la vista que su conversación con Naylor había versado sobre algo que no le interesaba divulgar, y naturalmente la chica negaría haberla sostenido mientras pudiera. Yo no había informado aún a Wolfe de la nerviosa reacción de la muchacha aquella mañana, en la oficina, ni se me artejo necesario hacerlo al presente, consciente de que mi jefe tenía ya la sartén por el mango.
–Es inútil, señorita Livsey -masculló Wolfe-. Renuncie a esa actitud. Tengo un testigo.
–Es imposible que lo tenga -protestó la joven-. No puede usted tener un testigo de ello porque, por entonces, yo no estaba en aquel sector de la ciudad. El viernes por la tarde a las cinco, al salir de la oficina, me dirigí a la Gran Estación Central y tomé un helado en el bar de abajo. Mi intención era tomar un tren con destino a Westport, pero aquel día, en la oficina, el señor Hoff mostró deseos de hablar conmigo y nos citamos en la estación. Nos encontramos en el bar a las seis en punto. Charlamos allí un rato y luego subimos a la sala de espera y proseguimos nuestra conversación. El señor Hoff me persuadió a ir al teatro con él y a tomar otro tren más tarde. Como era ya demasiado tarde para ir a un restaurante, cenamos en una gran cafetería situada cerca de la estación, en la Calle 42. Después, en vista de que no encontramos entradas para la función que queríamos ver, fuimos al cine a ver Los mejores años de nuestra vida. Al salir, tomé el tren de las once cincuenta y seis a Westport. Al día siguiente, sábado, el señor Hoff, sabedor de mi paradero, acudió a Westport a decirme que mi deber era cooperar con las autoridades. Así, pues, me vire a Nueva York y fui al despacho del fiscal del distrito, donde conté lo mismo que acabo de contarle y respondí a todas las preguntas. De modo que lo de ese testigo que usted dice… bien, me gustaría saber quién es.
Para mis adentros, me dije gozosamente que aquella bella mentirosuela no tardaría en saber lo que quería. Pero me guardé mucho de exteriorizar mi regocijo. Mi rostro permaneció impasible.
En cambio, Wolfe adoptó un aire de disculpa.
–Parece ser -suspiró-, que la que tiene cosas que contarme es usted, no yo. Pues, sí, señorita Livsey, tengo un testigo, pero sin duda éste se equivocó. En cuanto a usted, señor Hoff, supongo que atestigua usted todo esto, ¿verdad?
–En efecto -asintió Hoff, enfáticamente.
–Bien, esto pone fin a la cuestión. Le debo una explicación, señorita Livsey, y conste que rara vez incurro en semejante deuda. En cuanto a mi testigo… ¿podría usted hacerme un favor? ¿Tendría inconveniente en mandarme una buena fotografía suya, lo más reciente posible?
–¿Para qué…? – inquirió Hester, vacilando.
–No faltaba más -respondió Hoff en su lugar-. Ignoro para qué la quiere usted, pero la señorita se la enviará.
–Magnífico. Y yo se lo agradeceré mucho. A ser posible, hoy mismo, por medio de algún repartidor a domicilio. A lo mejor al testigo se le ocurre ir a la policía, y no vale la pena aturullarles más de lo que están. Buenos días, señorita Livsey -saludó Wolfe, levantándose-. Buenos días, señor Hoff. Gracias por haber venido.
Yo les acompañé al vestíbulo. En la puerta, Hester me dijo, tendiéndome la mano:
–Siento haber sido tan descortés esta mañana, señor Goodwin. Creo que estaba trastornada.
–No se preocupe -disculpé-, estaba usted nerviosa. A todo el mundo le ocurre lo mismo cuando se trata de un crimen, a veces, incluso al asesino.
Volví al despacho y, reintegrándome a mi silla, miré a Wolfe con mirada incendiaria mientras éste abría otra botella de cerveza, llenaba un vaso y se lo bebía tras aguardar a que la espuma descendiese un centímetro por debajo del borde del vaso. Luego, depósito el vaso vacío sobre la mesa y se pasó la lengua por el labio superior hasta decidirse al fin a utilizar el pañuelo. Cuando había visitas, omitía el detalle de la lengua.
–Aparentemente, se han salido con la suya -murmuró al fin-, pero son un par de imbéciles.
–La palabra atracción no expresa plenamente mis sentimientos -declaré-. En realidad, estoy loco por ella… ¿Ha reparado usted en que incluso ha dicho el título de la película que vieron? En cambio, se ha olvidado de decirnos la clase de helado que tomó. Un descuido lo tiene cualquiera. Aún no ha podido contarle a usted mi entrevista con ella esta mañana, pero dudo que el saberlo le hubiera servido de nada. Cuando le dije que usted deseaba interrogarla acerca de un hecho relacionado con ella, mostró tal ansiedad por saber de qué se trataba que por poco pierde el tino. De todo ello se desprende que el hecho en nuestro conocimiento no es ni mucho menos el único que la atañe. Eso lo garantizo. ¿Qué haremos ahora, echarla a las fieras?
–No -repuso Wolfe, enfurruñado-. Dudo que el señor Cramer pudiera sonsacarles. Pero, aun cuando pudiera, comprende que yo no lo toleraría después de aguantar que esa chica me dijera esa absurda mentira en mi propio despacho. ¿Qué hay de Saúl? ¿Le costó reconocerla?
–No, en absoluto. Él mismo la identificó, y ya sabe usted que Saúl es infalible en este aspecto. Aunque la chica tuviese una hermana gemela, no cabría duda: era ella. Además, como ya le he dicho antes, reconoció a Sumner Hoff… Protege a la mujer.
–¿Cómo dices?
–Nada. Es un lema. La farsa que acabamos de presenciar me inclina de nuevo por el departamento del almacén. Al salir de la reunión de directores, me sentí inclinado por el piso treinta y seis, esto es, por un criminal del más alto nivel administrativo. Pero ahora he cambiado de opinión. No obstante, mi ideal sería combinar los dos campos. Me resisto a descartar a Emmet Ferguson.
–Cuéntame lo de esa junta.
Yo accedí a su deseo, en espera de que me escuchase.
No obstante, faltaba saber si lo hacía, porque mantenía los ojos abiertos. En general, cuando no los cierra mientras hablo, parte de su mente, ignoro en qué proporción, está pensando en otra cosa. En esta ocasión, sospeché que prevalecía el otro pensamiento, consistente en desollar mentalmente a Hester Livsey y rociarle de sal la carne viva, para vengarse de su mentira. De hecho, había contado con arrancarle, como mínimo, una insinuación susceptible de proporcionarle una buena pista en todo aquel embrollo. Pero todo cuanto había conseguido era una insolente patraña, abonada por Sumner Hoff.
Cuando terminé mi informe, en lugar de formular preguntas o hacer comentarios, Wolfe murmuró que deseaba hablar con el señor Cramer, y una vez éste al habla, rogole que en la tarea de comprobar las coartadas y los movimientos de las personas interesadas, en la tarde del viernes, pusieran particular empeño en lo tocante a Sumner Hoff, sobre todo en las dos horas comprendidas entre seis y ocho. Naturalmente, Cramer quiso saber el motivo, ya que las horas que más le interesaban eran las de diez a doce. Excuso decir que la negativa de Wolfe a dar explicaciones motivó algunos gruñidos de protesta. Por fin, Wolfe colgó y, exhalando un profundo suspiro, recostose en su sillón. Apenas transcurridos unos segundos, tuvo que enderezarse de nuevo, requerido por una llamada de Saúl Panzer.
Saúl transmitiole un breve informe, del cual yo no pude enterarme por no estar a la escucha. Wolfe lo escuchó sin comentarios, entre algún que otro gruñido, y, tras ordenar a Saúl que acudiera al despacho a las seis de la tarde, añadió:
–Esa mujer es una simplona. ¿Ha dado contigo el señor Cramer? ¿No? Pues ahora dale facilidades para encontrarte. Cuéntale lo del señor Naylor, pero no aludas a la señorita Livsey ni al señor Hoff. Exclúyelos a los dos. Han urdido una historia, que sólo tu palabra puede refutar. Serían dos contra uno y el señor Cramer te retendría horas o acaso días, inútilmente, lo mejor que puedes hacer es ir a verle y acabar con él a buena hora para estar aquí a las seis en punto.
Luego de colgar el teléfono, Wolfe me miró sin desarrugar el ceño.
–Archie -dijo-. En vista de que hemos sido contratados para efectuar una faena y cuando menos sabemos de qué faena se trata, esta tarde, después de comer, vuelve a Naylor-Kerr y utiliza los ojos, orejas y lengua cuando la ocasión lo requiera y tus facultades te lo permitan.
Y echando una ojeada al reloj de pared, concluyó:
–Ponte en contacto con Durkin, Gore, Cather y Keems. Diles que vengan aquí todos a las seis. Si están trabajando y necesitan una explicación, dásela. Esa mujer se arrepentirá de su estupidez.