–Todo esto no habría sucedido si hubiese usted atendido a mis deseos. Mi hermano no habría muerto asesinado y se hubiera dejado de tonterías. Todo se habría arreglado.
–No -repuso Wolfe-. Se equivoca usted. Sin duda su hermano no hubiera renunciado nunca a convertirse en presidente de la firma y, por otra parte, la muerte del señor Moore habría quedado por aclarar. Pero esto a usted no le interesaba. Le ruego que empiece por aquel viernes por la tarde. ¿Por qué me dijo usted que su marido estaba acostado en casa siendo así que eso no era cierto?
–Porque no me pareció… ¿qué está usted haciendo ahí, Archie?
–Tomando notas taquigráficas -respondí-. Soy muy buen taquígrafo.
–Entonces, pare. No quiero que registren ustedes mis palabras.
–En cambio a mí me interesa -dijo Wolfe sucintamente, apuntándola con el índice-. Mi intención, señora, es demostrar a la Junta Directiva que he llevado a cabo satisfactoriamente la tarea que me encomendó. Por lo que a mí se refiere, ése será el único informe presentado, y naturalmente deseo registrarlo. Por otra parte, no necesito andar con tapujos. Lo cierto es que en este momento sé únicamente lo estrictamente necesario. Por ejemplo, lo de que su marido no estaba durmiendo en cama como usted dijo era una simple suposición mía hasta que reaccionó usted como lo hizo ante mi ruego de hablar con sus sirvientes. Eso convirtió la conjetura en certidumbre. ¿Por qué mintió usted acerca de ello?
–Yo no mentí.
–¡Bah! ¿Que no mintió?
–No intentaba hacerlo -murmuró Cecily sin perder de vista mi libreta de notas-. Cuando ustedes telefonearon, estaba en mi sala de estar. La habitación de mi marido está algo alejada de allí, y pensé que por entonces ya estaba acostado. Cuando fui a comprobarlo, no estaba allí. Yo no sabía que hubiese salido. Pero, considerando que no tenía por qué darles a ustedes tantas explicaciones ya que, en realidad, por entonces la cosa carecía de importancia, les dije que estaba dormido. Regresó poco después de su llamada telefónica…
–¿Cuánto tiempo después, exactamente?
–No recuerdo… unos veinte minutos o media hora. Más tarde, cuando llegó la noticia de que mi hermano había sido asesinado, comprendí que el autor de su muerte era mi marido.
–¿Cómo se entero? ¿Se lo dijo él mismo?
–Aquella noche, no. Pero lo presentí y, al día siguiente, hablé con él y me lo confesó. Tarde o temprano mi marido me lo cuenta todo porque sabe por experiencia que es lo más sensato.
–¿Cuándo le dijo que había matado al señor Moore?
–No pienso hablar de eso -dijo, cesando de prestar atención a mi libreta para clavar la mirada en Wolfe-. He decidido pasar por alto ese asunto. Sé a qué se debe todo esto y estoy dispuesta a decir lo suficiente para contentarle a usted. Comprendo que hay ciertas cosas que debo decírselas para evitar que transfiera usted la cosa a la policía, pero no tengo por qué extralimitarme. Es cierto que mi marido mató a Waldo, pero eso no tuvo nada que ver conmigo. Le mató porque la señorita Livsey habíase enamorado de él y proyectaba casarse con él.
Yo no era tan ducho como Wolfe en el arte del disimulo. Al oír esto di un respingo y levanté la cabeza para mirar a Cecily. En cambio, Wolfe limitose a murmurar:
–Celos.
–En efecto -asintió la mujer-. Mi marido había perdido completamente la cabeza por ella… Pero supongo que la señorita Livsey ya le ha contado todo esto…
–Todo, no. Necesito su versión. Prosiga usted.
–La conoció en la cena baile anual ofrecida por la Compañía a todos los empleados, hace cosa de un año, y mi marido es un hombre muy apasionado. Me habló de ello y dijo que quería pedir el divorcio. A medida que pasaba el tiempo, la cosa empeoraba. Ella no se dejaba ver mucho por él, y menos públicamente. Mostró mucha habilidad en el asunto, hasta el extremo de no aceptar el ventajoso cargo que él le ofrecía en la oficina. Y cuando insistí en que la única solución era convertirla en su amante, mi marido repuso que ella se negaba. Cecily volviose a mirar a Hester.
–Demostró usted ser muy lista, señorita Livsey -dijo sin resentimiento-, pero me creó usted muchas dificultades.
Hester permaneció inmóvil, sin despegar los labios.
–Decía usted que su marido deseaba solicitar el divorcio -instó Wolfe.
–Sí, pero yo no accedí a sus deseos. La cosa hubiera trastornado todo mi plan de vida. Entre otros pormenores, figuraba el de que yo había convertido a mi marido en presidente de la firma. Y al ver que incluso estaba dispuesto a renunciar a su carrera por ella, persuadí a Waldo Moore a que aceptase un empleo en la Compañía.
Tras corroborar sus palabras con un ademán de asentimiento, prosiguió:
–Ustedes no conocían a Waldo. Era la persona más encantadora que he conocido… hasta que con el tiempo, resultó fastidioso, como le ocurre a todo el mundo. Dudo que existiera una mujer capaz de resistirle. Así, pues, conseguí que aceptase un empleo en el departamento del almacén, donde trabajaba la señorita Livsey para… en fin, para apartarla de mi marido. Tal como me figuraba, la cosa dio un magnífico resultado. Waldo la conquistó por completo en… lo he olvidado, pero no creo que llegase a…
–¡Miente usted! – profirió Hester.
–¡Por favor, señorita Livsey, no tiene usted nada de que avergonzarse! – exclamó Cecily volviéndose de nuevo hacia ella-. ¡Al fin y al cabo es usted la única mujer a quien Waldo propuso matrimonio!
Y posando una vez más la mirada en Wolfe, continuó:
–Por consiguiente, ya no había razón de que mi marido deseara el divorcio. O al menos eso me figuraba. Parecía olvidar que, cuando se le metía una cosa en la cabeza, no aceptaba la derrota tan fácilmente. Lo que sucedió en realidad fue que Waldo Moore murió asesinado. No pienso extenderme en ese punto por considerarlo innecesario. Sea como fuere, lo cierto es que la culpa no fue mía. No incurrí en ningún error susceptible de provocar el hecho.
–Simple mala suerte -murmuró Wolfe.
–En efecto -asintió Cecily-. No obstante, cometí un error, un grave error, el de confiárselo a mi hermano. Corno él era mayor que yo, adquirí ese hábito en la infancia y seguí practicándolo de mayor a pesar de haberme dado cuenta de que Kerr era un hombre muy particular que no podía tomarse en serio. En esto último también me equivoqué de medio a medio. No supe comprender hasta qué punto mi hermano deseaba ser el presidente del negocio fundado por nuestro padre. Excuso decir la sorpresa que me llevé cuando supe que se valía de mis confidencias de hermana a hermano para acuciar a mi marido a que le cediese la presidencia. Yo tenía en mi poder varias cartas que mi marido había recibido de la señorita Livsey, y mi hermano me las robó.
–¿Le dijo usted que su marido había matado al señor Moore?
–Ya le advertí a usted antes que no pensaba hablar de este asunto -replicó Cecily, enojada-. De hecho, mi hermano se lo imaginó y amenazó a mi marido y también a mí. Una vez más incurrí en el error de no tomarle en serio. Le dije que no tenía capacidad para ponerse al frente del negocio y que debía renunciar a la idea para siempre. Entonces él… ya sabe usted lo que hizo: mandar un informe con la declaración de que Waldo había sido asesinado.
Wolfe asintió en silencio.
–No cabía la alternativa de pasar por alto la cosa -prosiguió Cecily-, ya que mi hermano habíase encargado de divulgarla entre los empleados dando pábulo a toda clase de chismes y suposiciones. Mi marido no se atrevió a ocultarlo a los jefes administrativos, y cuando la mayoría de éstos se inclinaron por confiar el caso a un investigador, no tuvo valor de oponerse. Reconozco que mi hermano demostró ser muy hábil; nunca creí que fuese tan inteligente. ¿No opina usted que fue listo?
–Muy listo -convino Wolfe-. Su talento le costó la vida.
–Pero él ignoraba que iba a ser asesinado -protestó Cecily-. Lo sucedido después no quita que Kerr ideara un ingenioso medio de hostigar a mi marido. Corno es natural, tomé la determinación de poner fin a aquel estado de cosas, y sigo opinando que habría logrado mi empeño si usted hubiese accedido a mis ruegos, esto es, si usted hubiese renunciado a la investigación. En realidad, ésta estimulaba aún más a mi hermano. Si usted se hubiese retirado, no me cabe duda de que habría podido persuadir a Kerr a hacer lo propio. Lo malo es que a éste no se le ocurrió otra cosa que decir a Archie que conocía la identidad del asesino de Waldo. Naturalmente, luego se arrepintió, consciente de haber ido demasiado lejos, ya que lo que quería no era que mi marido fuese detenido. Si Archie no hubiese estado en la oficina, mi hermano no habría caído en la tentación de revelar el secreto a nadie. Aquel mismo día le vi y, al reconvenirle por lo que había hecho, negó haber hablado. Pero quizás era ya demasiado tarde. Al menos, tal fue lo que pensó mi marido. Sabedor de que mi hermano tenía en su poder las cartas ce la señorita Livsey a él dirigidas, se dijo que las cosas habían ido demasiado lejos y que, por tanto, Kerr ya no podría volver atrás aunque quisiera. Por otra parte, no confiaba en absoluto en él y dudaba de que quisiera retractarse. Así, pues, aquella noche…
La mujer se interrumpió con un ademán de impotencia.
–Sí -murmuró Wolfe-, aquella noche, cuando comprobó usted que su marido no estaba acostado en casa y supo que su hermano había sido asesinado, figurose al punto lo ocurrido. ¿Cómo le mató? ¿Dónde y con qué arma le quitó la vida?
–Lo ignoro.
–Tonterías. Lo sabe usted perfectamente. Su marido se lo contó todo. Vamos, señora. Ya sabe usted cuál es el fin de este interrogatorio.
–¿Cree usted que importa ese punto?
–A usted, no. Para usted, todo carece de importancia. Pero yo debo justificar mis honorarios, y ya conoce usted la alternativa.
–Mi hermano y mi marido tenían un grave defecto en común -suspiró Cecily-. Los dos pecaban de ser excesivamente presuntuosos. Cuando mi hermano reuniose con él aquella noche para discutir el asunto y subió a su coche, dudo que experimentase la menor sensación de alarma al ver que mi marido paraba el auto en una calle solitaria. Era demasiado vanidoso. Tenía confianza en sí mismo. Probablemente no se le ocurrió ni por un momento desconfiar. Pero el caso fue que cuando mi marido volviose a coger su cartera de mano del asiento posterior del coche, lo que realmente cogió fue un tarugo de madera petrificada previamente colocado allí, y mi hermano perdió el conocimiento o tal vez la vida al primer golpe. Mi marido no estaba seguro… pero procuró no quedarse con la duda.
Y encogiéndose de hombros, Cecily concedió:
–Naturalmente, algo había que hacer, porque, al fin y al cabo, era el coche de mi marido, pero sólo a un hombre supremamente engreído y confiado pudo ocurrírsele semejante solución. En primer lugar, escondió el tarugo de madera y más tarde lo trajo a casa, lo limpió y lo guardó de nuevo en el escritorio de su estudio. Justamente delante de su auto había otro coche aparcado, previamente robado por mi marido y estacionado allí, y a él trasladó el cadáver. El motivo de dirigirse a la calle Treinta y Nueve y repetir exactamente, hasta el último detalle, lo efectuado con Waldo era dar a entender que ambas muertes eran obra de la misma persona, cosa que le ponía a él a cubierto de sospechas porque nadie suponíale autor de la muerte de Waldo. Esta fue la explicación que me dio él, porque algo tenía que decir. Pero, en realidad, lo hizo porque debía deshacerse del cuerpo y su vanidad y seguridad en sí mismo, le inducían a llevar a cabo una acción difícil y complicada que nos dejase pasmados a usted, a mí y a todos los demás… A todos, excepto a usted, señorita Livsey -agregó Cecily volviéndose a la muchacha-. Que yo sepa es usted la única persona para con quien mi marido era incapaz de sentirse presuntuoso. Eso despertó mi curiosidad por usted.
Hester siguió encerrada en su mutismo.
–A propósito de la señorita Livsey -gruñó Wolfe-, queda un detalle por dilucidar. A última hora de la tarde del viernes, su hermano estuvo paseando con ella por la calle durante más de una hora, sin cesar de discutir. ¿De qué hablaban?
–No tengo idea -respondió Cecily, sorprendida-. ¿Qué dice usted a esto, señorita Livsey?
Hester no se dignó contestar. En vista de ello, Wolfe hizo una tentativa.
–Supongo -dijo a la joven- que no piensa usted seguir manteniendo esa mentira. Si lo hace, le advierto que me daré por ofendido porque seguirá en pie la duda de quién es el embustero, si usted o mi testigo,, y no entra en mis planes cargarle a él con el sambenito. ¿Qué discutía usted con el señor Naylor?
Sin mirar siquiera a Cecily, Hester respondió a Wolfe, enfáticamente:
–El señor Naylor deseaba verme y me rogó que me reuniera con él.
–¿Qué quería?
–Se figuraba que yo tenía cartas del señor Pine dirigidas a mí, y quería que se las diera.
–¿Accedió usted a su deseo?
–Aquellas cartas no obraban en mi poder porque las había roto ya -confesó Hester, tragando saliva con dificultad-. Pero él no me creyó. No era la primera vez que me las pedía, y amenazó con despedirme de la oficina si no se las entregaba.
–¡Dios mío: -exclamé sin poderlo remediar-. ¿Por qué no me dijo usted eso?
Al parecer, la chica no tenía inconveniente en dirigirme la palabra, porque posando los ojos en mí, murmuró:
–¿Cómo quiere usted que lo hiciera? Decirlo equivalía a que saliera a relucir todo lo… del señor Pine.
–¿Sabe Hoff todo esto?
–No. Sólo sabe que necesito ayuda.
–¿Sabía usted que Pine había matado a Moore y a Naylor?
–No… en… en realidad no sabía nada. ¿Cómo iba a saberlo? Además, ¿qué importa lo que pensaba yo?
Por lo visto a Wolfe no le interesaba nuestra conversación, porque tomando de nuevo las riendas del interrogatorio, preguntó a Cecily:
–¿Y las cartas que su marido recibió de la señorita Livsey? Si su hermano las tenía, ¿por qué no fueron halladas entre sus papeles? ¿Dónde están ahora?
–Ya no existen -declaró la mujer-. Mi marido fue a por ellas aquel viernes por la noche y las destruyó.
Luego, añadió, enfurruñada:
–¿Pero no basta ya con lo dicho? Le he confiado a usted más cosas de las que esperaba. No obstante, reconozco que me he visto obligada a hacerlo? ¿Quién me asegura que la cosa no trascenderá a la policía?
No pude menos de mirarla, asombrado. ¿Era posible que, además, aquella mujer fuese una necia?
–Nadie -respondió Wolfe-. Usted ha hecho lo que ha podido para justificar los hechos, pero su marido tendrá que arrostrar las consecuencias. Supongo que no se figura usted…
Sonó el teléfono. Pasándome la libreta a la mano derecha, tomé el receptor.
–Aquí, el despacho de Nero Wolfe. Archie Goodwin al aparato.
–¡Oye, Archie! – dijo la voz de Bill Gore-. ¡Ahí va una noticia!
–De acuerdo. Dámela.
Bill no se hizo rogar. Era un escueto informe sobre un suceso. Tras escucharle y formularle una o dos presuntas, colgué y volvime a decir a Wolfe:
–Noticias de Bill Gore. El señor Jasper Pine se ha caído desde una ventana de su despacho del piso treinta y seis. Bill le ha visto y, a juzgar por su descripción, parece ser que ha quedado en peor estado que si le hubiese atropellado un coche. Muerte instantánea.
Procedente del rincón de Hester llegó una exclamación ahogada. Cecily, por el contrario, permaneció inmóvil e impasible.
Wolfe lanzó un suspiro. Luego, dirigiéndose a Cecily, masculló:
–Al parecer, no pasó usted todo el tiempo vistiéndose antes de venir acá, ¿verdad, señora Pine? Bastaba con una llamada telefónica, ¿eh? Naturalmente, la cosa no me sorprende. Estoy convencido de que, de otro modo, hubiérase mostrado usted mucho más discreta conmigo.
No, no era ninguna necia. El lema de proteger a la mujer no rezaba con ella. Cecily no necesitaba protección.