CAPÍTULO XXVII

Transcurrió una semana. Siete días y siete noches infructuosos que desembocaron en otro lunes, el último día de marzo.

Era el lapso de tiempo más largo sin resultados positivos, experimentado en nuestra carrera en un caso de asesinato. Si aquel segundo lunes por la mañana, cuando terminé de desayunar y me puse el abrigo y el sombrero para ir a la ciudad a iniciar otra semana de trabajo en la oficina de la Compañía Naylor-Kerr, Wolfe me hubiera detenido para pedirme que le mecanografiase un resumen de los progresos efectuados durante la semana, el encargo no habría diferido mi marcha ni siquiera diez segundos. Habríame bastado por entrar en el despacho a por una hoja de papel blanco y entregársela sin más, o bien tres hojas, si exigía un triplicado. Semejante fracaso profesional no sólo me alcanzaba a mí, sino al propio Wolfe, a Saúl Panzer, Bill Gore, Orne Cather, Fred Durkin, Johnny Keems y al inspector Cramer con todo un ejército.

La policía había hecho todo cuanto estaba a su alcance, dentro de sus posibilidades. Sus peritos, con microscopios y productos químicos, demostraron que el cuerpo había sido depositado en el suelo de la parte posterior del automóvil después de muerto o herido en otra parte, y transportado a la Calle 39 para someterlo al fingido atropello. Privada la teoría de que al asesino no le convenía que el cadáver fuese hallado en el lugar del hecho y, por tanto, decidió llevarlo a otro sitio. ¿Qué le impedía elegir de nuevo la Calle 39 si ésta estaba debidamente desierta como la vez anterior? Podía aprovechar un momento en que no hubiese nadie a la vista para sacar el cadáver del coche y, caso que apareciese alguien antes de darse tiempo a realizar el atropello, siempre cabía la posibilidad ce omitir ese detalle y pisar el acelerador.

Naturalmente, el hecho de que el asesino hubiera juzgado poco deseable que se supiera el lugar y la forma en que había muerto Naylor, despertó la curiosidad de la policía, induciéndola a destacar varios pelotones de investigadores. En su empeño por averiguar dónde había estado el coche, los peritos examinaron al microscopio todas las partículas de polvo y barro de los neumáticos e incluso de la parte inferior del chasis. Purley me dijo que una de ellas inclinábale a creer que el auto había estado en Passaic, Nueva Jersey, pero nadie compartía su opinión. Total, que la cosa no dio resultado.

Fueron interpelados, un mínimum de una a cinco veces, unos doscientos miembros del personal del departamento del almacén. Rosa Bendini y su marido, Gwynne Ferris, Sumner Hoff, Hester Livsey y Ben Frenkel figuraban entre los favoritos, pero no eran en modo alguno los únicos. Suponíase que el asesino de Naylor y el de Waldo Moore eran una misma persona, sin excluir por ello otras posibilidades, y como por lo menos la mitad de los empleados del piso treinta y cuatro tenían algún que otro motivo para sentir deseos homicidas respecto a uno de los dos, resulta que el radio de acción era ilimitado. Purley comentó que el caso presentaba múltiples posibilidades para un novato deseoso de aprender a descubrir pistas y comprobar coartadas, pues las había de todas clases.

Dicha actividad no se restringía al piso treinta y cuatro. Arriba, en el treinta y seis, entre los miembros del personal administrativo y de la gerencia, la táctica empleada era, naturalmente, algo distinta, ya que los vicepresidentes y directores son más sensibles y susceptibles que los oficinistas o jefes de sección; pero la tarea llevábase a cabo con idéntica minuciosidad, tanto más cuanto sucedíanse los días y las noches sin dar la más pequeña pista. Los distinguidos miembros de la policía que trabajaban en el caso descubrieron la consabida maraña de celos y rivalidades, amén de las inevitables tendencias a empujar y a echar la zancadilla, pero todo ello no contribuyó a arrojar luz sobre el asunto, ni siquiera por las apariencias, el ángulo más prometedor era la tentativa de Kerr Naylor de echar a Jasper Pine para ocupar él la presidencia, pero esto tampoco condujo a nada positivo, ya que, en primer lugar, Naylor llevaba años aspirando inútilmente al cargo de presidente, y en segundo, Pine estaba durmiendo en su domicilio la noche en que Naylor fue asesinado, según Wolfe, Cramer y yo sabíamos a través de Cecily.

No satisfechos con toda la materia prima existente en Naylor-Kerr, los polizontes intentaron investigar también por otros sitios, ampliando su radio de acción a todas las personas relacionadas con Moore o con Naylor. Sin embargo, el resultado fue nulo, al igual que en William Street. Ante la insinuación de Wolfe de que en el relato de Sumner Hoff, respecto a sus idas y venidas entre seis y ocho, pudiera darse alguna inexactitud, la policía interrogó varias veces a Hoff y a Hester, procediendo, asimismo, a otras indagaciones, sin resultado positivo. El sábado por la tarde, a los ocho días, de la muerte de Naylor, estaban tan desesperados que el propio teniente Rowcliff me invitó a acompañarles en su tercer examen de los papeles y efectos de Naylor, pero personalmente éstos se me antojaron tan carentes de interés como a la policía, exceptuando un documento de cuarenta y seis páginas escritas a mano en el cual Naylor había consignado su programa para la firma Naylor-Kerr, caso que llegase a ocupar la presidencia. La lista de los administradores y directores que pensaba despachar podría haber resultado de alguna utilidad de no haber sido tan larga.

Entretanto, Wolfe tampoco hacía nada de provecho, como no fuera ponerse nervioso. Claro está que estaba pagando a cinco agentes, aparte de mí -Panzer, Gore, Durkin. Keems y Cather-, pero, en realidad, eso no le costaba nada por ir todo incluido en la cuenta del cliente. ¿Y a qué creen ustedes que se dedicaban los cuatro últimos? Cabe suponer, naturalmente, que estaban poniendo en práctica algún sutil e intrincado plan tramado por Wolfe con su proverbial habilidad e imaginación. Pero, quiá. Limitábanse a seguir los pasos de Hester y Sumner, lo mismo que si Naylor-Kerr hubiese elegido una agencia al azar entre las que figuraban en el anuario, tal era todo lo conseguido por el genio de Wolfe en el presente caso. En cuanto a Saúl Panzer, no tuve ocasión de enterarme en qué consistía su cometido, pero como me constaba que tenía en su poder la fotografía enviada por Hester Livsey a petición de Wolfe, sospeché que andaba dando vueltas por la ciudad preguntando a la gente si conocían aquella cara.

Los informes de Gore, Durkin, Keems y Cather sobre los movimientos de Hester y Sumner no eran siquiera dignos de ser archivados. Pero nuestros cuatro hombres lo estaban pasando estupendamente, porque los mencionados sujetos eran también objeto de la vigilancia de la policía, circunstancia que facilitaba en grado sumo la vida de sociedad.

No pretendo ser irónico. De hecho, no puedo permitirme ese lujo, puesto que, durante aquel largo período infructuoso, mi intervención fue tan inútil como la de los demás. Efectué diversas diligencias que no vale la pena citar, pero casi todo el tiempo estuve en la William Street, en el departamento del almacén, tratando de pasarlo bien. La única comida que comía en casa era el desayuno, porque trabajaba horas extraordinarias. El lunes por la noche, llevé a Rosa a cenar y a bailar. El martes, a Gwynne Ferris. El miércoles hice una tentativa con Hester. Primero, me dijo que aceptaba, pero un par de horas más tarde volviose atrás con la excusa de que había intentado inútilmente cancelar otra cita. Todo inducía a suponer que Sumner Hoff seguía llevando la batuta y que sí un servidor intentaba volver a la carga el jueves o el viernes, no conseguiría más que humillaciones o acaso un principio de complejo de inferioridad, de modo que desistí y opté por probar fortuna con otra posible fuente de información que pertenecía a la categoría de pesos fuertes femeninos y se llamaba Elisa Grimes. Ésta resultó ser infructífera en todos los aspectos, en vista de lo cual el jueves repetí la salida con Rosa, y el viernes con Gwynne.

No llegaré al extremo de decir que todo ello resultó una pérdida inútil de tiempo y energías, pero lo cierto es que tuve que hacer un esfuerzo para persuadirme a mí mismo de que era perfectamente justo y natural -de hecho, simple cuestión de rutina- incluir la cosa en la lista de gastos del cliente.

En el curso de aquella semana, Wolfe y yo sostuvimos tres acaloradas discusiones sobre Hester Livsey y Sumner Hoff. En la primera de ellas, llevé las de perder al proponer que lo mejor sería dejar que la policía hiciera una tentativa con ellos. Wolfe negose rotundamente, objetando que, en primer lugar Cramer mostraríase receloso y resentido de que lo hubiésemos ocultado tanto tiempo; en segundo, Cramer tampoco llevaría a cabo una buena faena con ellos por no estar seguro de nuestras intenciones y de la veracidad de Saúl; y en tercer lugar, aun suponiendo que el inspector diese absoluto crédito a la afirmación ce Saúl, serían dos contra uno y probablemente Hester y Hoff no darían su brazo a torcer.

Yo me resistía a darle la razón, pero, al fin, tuve que acceder.

Las otras dos discusiones terminaron en un empate. Insistí en que Hester y Hoff fueran requeridos en nuestro despacho, por separado, para ser sometidos a interrogatorio, de grado o por fuerza. Wolfe sostuvo que era inútil. No tenía nada en qué fundarse excepto un hecho insignificante respecto al cual ambos habían acordado mentir a pesar de comprender que nosotros sabíamos que mentían. Era un círculo vicioso y carecíamos de un buen punto de partida. Objeté que era el único resquicio con que contábamos y que, por tanto, estaba obligado a intentar probar fortuna por aquel lado. Una vez más, Wolfe negose rotundamente. Por entonces, pensé que mi jefe se limitaba a adoptar aquella posición para llevarme la contraria, pero es posible que su actitud obedeciese a que, a la sazón, acariciase ya la idea de llevar a cabo el experimento que puso en práctica el domingo por la tarde, y no quisiera exponerse a echarlo todo a perder.

Cuando menos, su resistencia no se debía a pereza, porque, de hecho, Wolfe estaba trabajando de verdad. Con un mínimum de insistencia por mi parte, convino en que los administradores y directores de la Compañía requerían un poco de atención, e incluso siguió mi consejo respecto al que, en mi opinión, debía abrir la marcha, por lo que el jueves por la mañana tuve la satisfacción de hacer pasar un mal rato a Emmet Ferguson. Al principio, el hombre intentó mofarse de mí por teléfono, pero unas pocas insinuaciones bien escogidas le obligaron a atender a razones, y a las dos en punto irrumpió en el despacho de Wolfe con su lujosa corbata de a diez dólares descentrada y el ánimo locuaz y presto a la lucha, Wolfe pasó dos horas con él y cuando al fin le despidió, quedaron perfectamente sentadas dos cosas: que Ferguson votaría siempre contra la decisión de contratarnos a Wolfe y a mí en cualquier circunstancia que se terciase, y que, si Wolfe y yo nos desanimábamos y decidíamos lanzar una falsa acusación contra un posible autor de los asesinatos, convendríamos a maravilla en la elección precisa de la víctima.

Casi aseguraría que ninguno de los entregados a investigar la muerte de Naylor sacaron ningún provecho de la semana, excepto yo. No sólo tuve las mencionadas oportunidades de estudiar a las mujeres, siempre apetecibles para cualquier detective menor de ochenta años, máxime corriendo a cargo del cliente, sino que, además, obtuve un pase para los partidos de béisbol de Yanquis y Gigantes, no ya por correo o por medio de un mensajero sino de manos de la propia Cecily que se molestó en traérmelo personalmente. El jueves por la noche a mi llegada a casa después de medianoche encontré a Wolfe aún levantado, leyendo, al parecer, un solo libro en la mesa de su despacho.

–¿Dónde has estado? – gruñó al verme.

–Ya se lo dije a usted antes. Con Rosa. Tiempo atrás (parecen meses y no días), tuve la impresión de que la chica sospechaba que su marido era el asesino de Moore, pero ahora empiezo a creer que hizo la faena ella misma. Tiene mucha vitalidad.

Sin dignarse hacer ningún comentario sobre e: particular, Wolfe refunfuñó:

–Las fichas de las plantas se están atrasando mucho y Theodore las necesita.

–Reconozco que así es -convine-, pero yo no tengo la culpa de que este caso sea tan complicado y me obligue a trabajar día y noche.

Y, dando un enorme bostezo, agregué:

–Al fin y al cabo, me limito a cumplir sus órdenes. Usted me proporcionó ese empleo en Naylor-Kerr con la recomendación de que utilizase mis órganos cuando la ocasión lo requiriese y mis facultades me lo permitiesen… creo que voy a subir a acostarme -decidí, lanzando otro bostezo.

–No. La señora Pine está al llegar. Telefoneó diciendo que quiere darte las entradas para el béisbol y le dije que no tardarías en regresar.

–¡Cáspita! ¿No cree usted que debiera… dejarnos solos?

–No. Deseo verla. En realidad, lo de las entradas es un pretexto para venir a verme.

A mi entender, esa opinión exigía una controversia, y en vista de ello me senté para reflexionar sobre el caso. Pero antes de darme tiempo a pronunciar una palabra, tuve que volver a levantarme porque sonó el timbre de la puerta. Tras dirigir mis pasos al vestíbulo, eché una ojeada a través del cristal y, abriendo la puerta, invité a pasar a nuestra visitante.

Cecily me tendió la mano y estrechó la mía firme y cordialmente, al tiempo que me dirigía una afectuosa sonrisa y escrutaba mi cara. Luego de observarme atentamente, comentó con un ademán de asentimiento:

–Ya me figuraba que sería usted así a pesar de haberle visto sólo con la cara amoratada y congestionada. ¿Está en casa ese gordinflón? Me gustaría verle.

Y sin aguardar respuesta, echó a andar hacia el despacho. Una vez allí, limitose a saludar a Wolfe con una cortés inclinación de cabeza, sin ofrecerle la mano, y aceptó la silla con respaldo utilizada en el curso de su primera visita, no bien se la acerqué.

–Ya me figuraba, señora -granó Wolfe con aire displicente-, que deseaba usted verme a mí, además de al señor Goodwin.

–Lo cierto es que no tenía particular empeño en ello -repuso Cecily-, a no ser porque siempre constituye un motivo de satisfacción recordar a un hombre, especialmente a uno presuntuoso como usted, que yo tenía razón. Si hubiera hecho usted lo que le pedí, mi hermano no habría sido asesinado.

–¡Bah! ¿Está usted segura?

–Completamente.

Luego, mirándome a mí, la señora Pine prosiguió:

–Sabe usted perfectamente. Archie, que es responsable de esa muerte por haber divulgado la noticia de que Kerr habíale asegurado conocer la identidad del asesino de Waldo Moore. Si hubiese permanecido usted al margen del asunto, conforme mis deseos, el hecho no habría sucedido. Claro está que no puedo reprocharle nada, pues al fin y al cabo trabaja usted para el señor Wolfe y tiene que hacer lo que le manda. ¡Ah, por cierto! – agregó, sonriéndome-. ¡Aquí tiene sus entradas!

Al propio tiempo, abrió un bolso de tamaño medio confeccionado a base de un género bordado y un armazón dorado, de cuyo interior sacó un sobre que me apresuré a tomar, dándole las más expresivas gracias. Entonces, ella aprovechó la ocasión para confiarme su abrigo -esta vez de chinchilla- y yo la complací, llevándome la prenda para depositarla sobre el diván. Al parecer, Cecily iba de luto, porque su vestido gris y negro cubría buena parte de la rosada piel visible la otra vez.

–Dudo de la exactitud de esa conclusión -masculló Wolfe-. Su hermano había adoptado una actitud de franca indiscreción mucho antes de la aparición del señor Goodwin en Naylor-Kerr. Además, nos dijo usted la semana pasada que la muerte del señor Moore fue accidental. En cambio, ahora da por sentado que fue asesinado y que el asesino mató a su hermano para impedir que hablara. Tiene usted que decidirse por una de las dos versiones, señora.

De nuevo, Wolfe perdía el tiempo tratando de presentarle los hechos desde el punto de vista lógico.

–¿Mi hermano, indiscreto? – exclamó, ignorando por completo la observación de Wolfe-. ¡Cielos! Y tras una pausa, añadió: -Ayer se efectuó el funeral.

Sin duda, con esta declaración proponíase aludir a un hecho lamentable, porque dirigiéndome una severa mirada, prosiguió:

–¿Ve usted, Archie? Esto no habría sucedido si hubiese atendido a mi indicación de cesar de trabajar para él y establecerse por su cuenta. ¿Cuánto necesitaría?

–Once mil, cuatrocientos sesenta y cinco dólares -contesté.

–¿ Tanto?

–Ajá, inflación.

–Me parece una suma muy elevada, pero veremos. Y encarándose de nuevo con Wolfe, interrogó:

–¿Qué piensa usted hacer ahora?

–He sido contratado para capturar al asesino de su hermano -respondió mi jefe.

–Eso ya lo sé, pero, ¿qué piensa usted hacer?

–Atraparlo o atraparla -murmuró Wolfe, apuntándola con el índice-. Vamos a ver, señora, ¿le gustaría colaborar?

–No -repuso la mujer, categóricamente-. No soy vengativa… Oiga, Archie, ¿quiere usted cerrar esa puerta o prefiere traerme el abrigo?

Optando por lo de la puerta, me levanté a cerrarla. Entretanto, Cecily prosiguió:

–La policía me ha interpelado sobre las relaciones existentes entre mi hermano y yo, cosa, en verdad, impertinente y ridícula. Uno de los agentes, un hombrecillo vulgar y calvo, mostrose abiertamente agraviado porque no estoy transida de dolor. De hecho, sentía profundo afecto por mi hermano, pero mis sentimientos hacia él y respecto a su muerte son de mi exclusiva incumbencia personal y a nadie le importan nada. Su más caro deseo, esto es, convertirse en el presidente de la firma fundada por nuestro padre, era totalmente irrealizable porque no estaba capacitado para el cargo. Debiera haber sido policía o bombero, como ansiaba en su infancia. ¡En fin! Ya no podrá serlo nunca, aunque descubran ustedes quién lo mató. Por mi parte, no creo que fuera asesinado, al menos deliberadamente. Más bien creo que fue un accidente. ¿Usted qué opina, Archie?

–Lo mismo que usted, señora Pine -respondí con una afable sonrisa-. Es decir, lo mismo que usted piensa, no lo que dice pensar. Si se propone usted hacer una oferta en efectivo como prueba de que fue un accidente, desista de su empeño, porque nadie podría aceptarla, ni siquiera nosotros. ¿Es ése el motivo de su visita?

–No -replicó nuestra visitante, correspondiendo a mi sonrisa-. Hoy he recibido esas entradas y me ha hecho ilusión traérselas y enterarme, de paso, del estado de su cara -agregó, inclinándose hacia delante para verme mejor-. El hecho de que se haya usted curado con tanta rapidez indica que tiene muy buena sangre. ¿Qué edad tiene usted?

–Treinta y tres.

–¡Magnífico! Los hombres de veinte y tantos, ¡son tan sosos! ¿Tiene usted una lista de esos once mil, cuatrocientos sesenta y cinco dólares?

Wolfe emitió un enfático gruñido ininteligible y, levantándose, dio las buenas noches a nuestra visitante y salió de la estancia. A poco, percibimos el rumor de la puerta de su ascensor.

–No hay lista que valga -repuse, en tono ofendido-. Siento que tenga usted tan poca confianza en mí como para exigirme listas… En cuanto a mi sangre, convengo en que debe de ser excelente, porque soy medio gitano… Por eso comprendo cosas, sin saber exactamente cómo, que ni siquiera el señor Wolfe acierta a comprender. Por ejemplo, sobre esas dos muertes, la de Waldo Moore y la de su hermano…

Cecily echose a reír a carcajadas.

–¡Salta a la vista que no me comprende! – exclamó, al fin, entre risas-. Su padre se llama James Arner Goodwin y nació usted en Cantón, Ohio, en 1914. El nombre de soltera de su madre era Leslie. Tiene usted dos hermanos y dos hermanas. No, nada de gitano. Soy una mujer muy precavida, Archie, precavida y digna de confianza.

Y poniéndose en pie bruscamente, agregó:

–Si quiero ver esa lista es para cerciorarme de que no olvida usted ningún detalle. Sentémonos en el sofá y charlemos sobre la cuestión.

Estábamos solos, con toda la planta baja a nuestra disposición, pues Fritz habíase ido a acostar a su habitación del sótano. No obstante suspiré:

–No, eso sería peligroso. El señor Wolfe sospecha ya de mí. Tendrá usted que marcharse por mi bien. Si me quedó aquí a solas con usted, creerá que le estoy engañando en este caso y mandará retirar mi licencia. Entonces, no podría establecerme por mi cuenta por mucho que usted lo desease. Cuando termine este caso, hablaremos… todo lo que usted quiera… pero, ahora, tendrá usted que marcharse, señora Pine.

Y para confirmar, mi aserto, juzgué oportuno añadir:

–Mejor dicho, Cecily.