6
El círculo de luz en el suelo era un agujero a través del cual podía ver una mancha informe que se prolongaba en todas direcciones hacia el horizonte, sin rasgos, sin color, las nubes arriba y la niebla debajo. Solo, en aquel firmamento vacío, volaba un gran pájaro, un águila, con las alas desplegadas, buscando con ojos penetrantes un lugar para descansar. Pero allí no había ni árboles, ni montes, ni riscos.
El águila volaba sin cesar, buscando pero sin encontrar nada; por encima de la tierra yerma y del desierto, el pájaro surcaba los aires. Oía el silbido áspero del viento a través de las plumas extendidas que acariciaban el cielo vacío, y sentía el cansancio que calaba los huesos de aquellas alas solitarias. Y sin embargo, aquel maravilloso pájaro seguía volando, rodeado de vacío, sin encontrar jamás un lugar donde posarse.
Poco después titubeaba, miraba a lo lejos, hacia el este, donde el leve resplandor del sol se alzaba sobre el manto de niebla que cubría el mundo. El sol ascendía, se hacía gradualmente más brillante, lucía como el oro rojo en el crisol del orfebre.
Deslumbrado por el resplandor, no pude soportar la visión y dejé de mirar. Cuando me recuperé, ¡oh, maravilla!, ya no era el sol lo que veía, sino una ciudad grande y deslumbrante, construida sobre siete colinas, cada cumbre iluminada por un resplandor y una riqueza que sobrepasaban cualquier delirio de la imaginación. Radiante a la luz de su propia belleza, iluminada por el fuego de la riqueza y la magnificencia, aquella ciudad dorada brillaba como una joya de inestimable valor.
El águila cansada veía la ciudad ante sí, recuperaba fuerzas y extendía las alas con redoblada energía. Al final, pensaba yo, el valioso pájaro se salvaría, seguramente en alguna parte de la ciudad encontraría un lugar de descanso. El águila seguía volando y cada ráfaga la acercaba rápidamente, cada sacudida de sus alas revelaba refulgentes maravillas: torres, cúpulas, basílicas, puentes, arcos triunfales y palacios, todos de cristal y oro centelleantes.
Irrumpiendo con energía en el refugio de la ciudad dorada, la soberbia ave, con el corazón agitado ante la vista de tan extraordinaria recompensa por su larga perseverancia, descendía, extendiendo ampliamente sus alas para posarse sobre la torre más alta. Pero mientras el águila bajaba, la ciudad cambiaba. Repentinamente dejaba de ser una ciudad para convertirse en una bestia inmensa y devoradora, con cabeza de león, cola de dragón, piel de escamas de oro, garras de cristal, y gigantescas y voraces fauces con espadas por dientes.
El águila se agitaba aterrorizada en el aire, batía las alas intentando huir. Pero ya era demasiado tarde, porque el animal dorado estiraba su largo cuello de serpiente y arrancaba del cielo al agotado pájaro. Las fauces se cerraban y el águila desaparecía.
Me despertó el restallido de las fauces de la gran bestia dorada. La habitación estaba oscura; el olor del sebo de las velas asaltaba con más fuerza las aletas de mi nariz. El candelabro que estaba ante mí seguía en el suelo, donde había caído, con los cabos de vela extinguidos o parpadeando en charcos de cera. Diarmot estaba postrado en el suelo, junto al altar, con los brazos en cruz, roncando suavemente; se había dormido con el sonido de sus oraciones.
Me levanté lentamente, fui hasta el candelabro caído y lo levanté. El ruido de su caída me había despertado del sueño, pero ¿cómo se había volcado?
La puerta se abrió, empujada por el viento. Sin duda había olvidado echar el pestillo y una ráfaga lo había tirado. Fui hasta la puerta, la cerré y eché el pestillo. Volví a mi lugar y comencé a murmurar el kirieleisón de nuevo. Pero el sueño permanecía ante mí, asaltaba mi mente con su terrible advertencia; en fin, no podía rezar. Pronto dejé de intentarlo y me quedé sentado, pensando en lo que había visto. Mis sueños nunca se equivocan, pero a veces requieren un considerable análisis para interpretar su significado exacto. Así que traté de averiguarlo, pero no captaba su sentido.
Cuando las primeras luces del día iluminaron la alta ventana, me levanté, me desperecé y después me detuve a considerar si debía llamar a Diarmot. En cuanto me puse frente a él, la campana llamó a maitines, y se despertó de un salto. Fui hasta la puerta y salí al exterior, donde me saludaron varios hermanos que iban subiendo la colina hacia la capilla, con las capas aleteando entre las piernas a causa del crudo viento del norte. Les devolví el saludo y dejé que el aire frío penetrara en mis pulmones: una, dos, tres veces.
Cuando volví a la capilla para las oraciones de maitines, el sol se levantaba sobre el valle brumoso, a lo lejos, en el este. El corazón se me heló en el pecho ante esa imagen, porque en ese mismo instante el significado de mi sueño se me reveló. La idea hizo que se me helara la sangre: el águila era yo mismo y la ciudad era Bizancio. La bestia, entonces, era la muerte.
Me apoyé contra la pared, sintiendo la piedra rugosa contra mi espalda y mis hombros. «¡Señor, ten piedad! ¡Cristo, ten piedad! ¡Señor, ten piedad!»
Lo que había visto ocurriría. La certeza, brillante y plena como la aurora que ahora bañaba mi cara de luz, disipó aun la más pequeña sombra de duda. Todas mis visiones acudieron para hacerme sentir completamente seguro de la verdad: lo que había visto iba a suceder. El tiempo demostraría la verdad. La muerte que me acechaba era tan ineludible como el sol que se elevaba; iría a Bizancio y allí moriría.
Persistí en mis oraciones con una mezcla de miedo e incredulidad. No cesaba de pensar: «¿Por qué? ¿Por qué ahora? ¿Por qué yo?». Pero no tenía sentido; sabía por propia experiencia que no obtendría ninguna respuesta. Nunca antes la había obtenido.
Me reuní con los demás en el refectorio después de las oraciones y me abalancé sobre el pan de cebada y la carne hervida, un desayuno fuerte para empezar el viaje.
—Ah, Aidan, tu última comida antes de unirte a los vagabundos, ¿eh? —dijo el hermano Enerch, el jefe de los pastores.
—Cuidado, hermano —advirtió Adamnan, sentado junto a mí—. Cuando volvamos a sentarnos juntos a la mesa, uno de nosotros habrá cenado con el emperador. Piensa en eso.
—¿Tú crees que el emperador cena con cada vagabundo harapiento que se presenta en la Puerta Dorada? —preguntó el hermano Rhodri, que estaba cerca.
Querían bromear, pero sus palabras me llenaban de temores. Aunque trataron de hacerme entablar una conversación agradable, no pude tomar parte en el juego y abandoné la mesa después de unos pocos bocados, aduciendo que debía reunir mis pertenencias.
Tras dejar el refectorio, caminé velozmente por el patio camino del scriptorium. El cielo se había vuelto de un gris opaco; caía una luz fría y densa y un molesto viento barría las paredes de piedra, soplando hacia el oeste. Un día desolador que se correspondía con mi propio estado de ánimo, pensé.
Varios gansos moteados de la abadía cruzaron por mi sendero, y para descargar mi malestar, le di a uno de los más cercanos con el pie. Los gansos se dispersaron, lanzando unos graznidos ensordecedores mientras huían. Eché una mirada culpable alrededor, y me arrepentí de mi arranque cuando vi al muchacho que los cuidaba correr con su cayado, dando silbidos para hacerlos volver con los demás. Me miró con cara de reprobación al pasar.
—¡Vigílalos bien! Mantenlos fuera del sendero, Lonny —le grité mientras se alejaba.
Solo en mi celda, caí de rodillas, desesperado.
—¡Cristo, ten piedad! —supliqué en voz alta—. Señor, si te place, aparta de mí este cáliz. Devuélveme la felicidad. Oh, Dios. Salva a tu siervo, Señor.
Dejé salir la angustia, me golpeé las rodillas con los puños. Después de un rato oí voces en el patio y, levantándome, recorrí mi habitación con la mirada por última vez. «¿Quién ocupará esta celda después?», me preguntaba. Pensando en esto, recé por el hombre que vendría a habitar mi pequeña y desnuda habitación. Quienquiera que fuese, le pedí a Dios que lo bendijera en abundancia y que le concediera todo tipo de satisfacciones.
Luego, cogiendo mi bulga, me eché la correa al hombro, salí de la celda y me uní al grupo de viajeros que estaba en el patio.
Toda la abadía se había reunido para despedirnos y vernos iniciar la marcha. El abad y el maestro Cellach, que irían con nosotros hasta la costa, estaban conversando con Ruadh y con Tuam. El obispo y los monjes visitantes estaban reunidos y listos para partir. Vi a Brocmal y a Libir allí cerca, así que me puse junto a ellos. Brocmal me miró con una expresión agria cuando fui a situarme a su lado; luego se volvió a Libir y dijo:
—Se podría pensar que cualquier monje lo suficientemente afortunado como para que lo hayan elegido para semejante viaje, contra todo lo esperable, claro, al menos trataría de no hacer esperar a los demás.
Ese oscuro reproche pretendía avergonzarme, supongo. Pero como ya había comprendido que no debía esperar ninguna palabra amable de esos dos orgullosos copistas, dejé que la frase pasara de largo, sin ofenderme. Haciendo caso omiso de su resentimiento, busqué entre el gentío la cara que más deseaba ver. Pero Dugal no estaba allí. Me sobrevino una especie de espanto al darme cuenta de que ahora, en el momento de la partida, me iría sin haberle dicho adiós a mi más querido amigo; y una vez lejos, nunca volvería a verlo. Esa certeza me llenó de una tristeza inexpresable. Habría llorado, de no ser por todos los que estaban allí mirando.
—¡Así comienza el viaje! —exclamó Fraoch y, levantando el báculo, dio media vuelta y señaló el portón.
Los hermanos gritaron adiós y elevaron sus voces en un canto. Nos acompañaron cantando hasta la entrada.
Atravesé el portón y rebasé los muros, y fuera… fuera, mis pies ya en el sendero, dejaron atrás la abadía. Caminé, diciéndome que no volvería la mirada. Después de dar no más de doce pasos, no pude soportar irme sin dedicar una última mirada a Cenannus na Ríg. Miré por encima del hombro y vi la curva del río, y más allá, el alto campanario, el tejado del refectorio, el vestíbulo, la capilla y el alojamiento del abad. Los monjes se amontonaban en la entrada y agitaban el brazo diciendo adiós. Alcé la mano a modo de respuesta, y vi, a punto de atravesar la puerta, el buey y el carro que traían las provisiones para nuestro viaje. ¿Y quién conducía ese buey sino el mismísimo Dugal? Al verlo, me quedé inmóvil.
—Vamos, muévete, Aidan —dijo Libir, irritado—. Nunca llegaremos a Constantinopla si te detienes cada dos pasos.
—Tal vez ya está cansado y desea reposar —asestó Brocmal—. Quédate aquí y descansa, Aidan. Me atrevería a decir que encontraremos el camino sin ti.
Dejé que se adelantaran y esperé que se acercara el carro. Dios le bendiga, Dugal había conseguido un puesto en la escolta, así que podríamos caminar juntos. De hecho, tendríamos otros dos días, al menos, el tiempo que tardaríamos en llegar hasta la costa, antes de partir para siempre. Esta simple idea me dio ánimos.
Dugal me vio. Sonriendo cómplice y satisfecho, me dio la bienvenida cuando me puse a su lado.
—¿No habrás pensado que te iba a dejar partir sin decirte adiós, hermano?
—Nunca se me cruzó por la mente semejante idea, Dugal —le mentí—. ¿Por qué no me lo habías dicho?
—Pensé que de este modo sería mejor —replicó, y reapareció la sonrisa cómplice—. Cellach estaba más que contento de dejarme venir. Alguien tenía que traer el carro, después de todo.
Hablamos del viaje mientras descendíamos hacia el valle y cruzábamos el Blackwater por el vado, siguiendo el sendero este a través de las colinas. Ese sendero era un viejo camino marcado con piedras en toda su longitud y santuarios en todos los cruces. El camino de la colina dominaba el valle, y finalmente permitía divisar el ancho río Boann, una vez pasada la colina de Slaine, donde ha tenido lugar la coronación de reyes desde que Tuatha DeDanaan llegó a Eire.
Había también otras colinas, y cada una a lo largo de este viejo trecho era sagrada, con su piedra o su túmulo. Los dioses allí honrados en tiempos pasados habían sido olvidados. Los Célé Dé se habían alejado de las colinas y de sus dioses fantasmales.
Nuestra pequeña procesión cubría el camino; los hermanos caminaban en grupos de dos o tres, conducidos por el obispo y el abad. Yo iba alegremente junto a Dugal, que caminaba delante del buey. Los misteriosos británicos, Brynach, Gwilym y Ddewi, iban justo detrás del obispo y del abad. Anduvimos sin pausa hasta el mediodía y nos detuvimos junto a un arroyo para beber. Dugal arrastró el buey hasta el agua, un poco alejado de los demás. Pensé en hablarle de mi sueño de muerte. Ya me había decidido a decírselo cuando el abad hizo la señal de continuar y tuvimos que seguir.
Aunque nublado, el día era seco; todos, salvo yo, estaban deseosos de seguir avanzando. Miraba las colinas verdes y los valles neblinosos, y lamentaba mi partida. Por desgracia, no era sólo Eire lo que dejaba, sino también la vida. Así, la alegría de estar con Dugal se me volvía amarga, envenenada por la terrible certeza de mi sueño. Sufría porque quería compartir con él mi carga, pero no podía hacerlo. Así que marché con el corazón acongojado: me sentía solo en mi sufrimiento, y cada paso me llevaba más cerca de mi perdición.
Después de una comida y un descanso, llegamos a la colina de Slaine, que se elevaba alta y soberbia sobre el valle del Boann, un terreno amplio y bajo, suavemente inclinado. Las nubes se abrieron dejando que el sol se asomara una y otra vez. Algunas veces los otros monjes cantaban, pero yo no tenía ánimos para eso. Dugal debió de notar mi semblante sombrío, porque dijo:
—Y aquí está Aidan, solo y sin amigos. ¿Por qué te comportas de este modo?
—Bueno —dije, forzando una sonrisa triste—, ahora que ha llegado el momento, lamento dejar este lugar.
Aceptó mi respuesta con una señal de comprensión y no dijo nada más. Caminamos hasta que oscureció y acampamos en el sendero. Mientras desaparecían las últimas luces del día, vimos a lo lejos el borde oscuro y brillante del mar, en el este. Después de una comida de carne hervida y pan de cebada, el obispo dirigió las oraciones; al terminarlas nos envolvimos en nuestras capas y nos dormimos junto al fuego. Me pareció extraño terminar el día sin que sonara en mis oídos la campana de la abadía.
Nos levantamos antes del alba y continuamos nuestro camino por el valle del Boann hasta Inbhir Pátraic, situado por detrás de las dunas de la costa. Aquí se decía que el santo Pátraic había vuelto a Eire con la buena nueva cristiana. Aunque muchos dudaban de la veracidad de esta historia, ya que muchos otros lugares reclamaban idéntico privilegio, no hacía ningún daño creer que así había sido. El bravo santo tuvo que llegar a la orilla por alguna parte, y el cauce del río era ancho y profundo en su desembocadura, proporcionando un buen puerto para las embarcaciones. Mejor, en cualquier caso, que Atha Cliath, ahora que los daneses estaban allí.
Llegamos a una piedra vertical que señalaba un antiguo cruce de caminos; hicimos una pausa para desayunar y rezar. Después de las oraciones, descendimos de las colinas a las tierras bajas de la costa. El viento había cambiado de dirección durante la noche y pude oler la sal del mar en el aire, algo que sólo dos o tres veces antes había experimentado.
Así llegamos cerca de Inbhir Pátraic: veintiocho monjes, cada uno con sus esperanzas y temores. Aunque ningunos, creo, tan desgarradores como los míos.