31
De pie frente a la puerta, Tito tocó con su vara de bronce. Un instante después se abrió una pequeña puerta dentro de la más grande y un portero se asomó.
—Soldado Tito, jefe de guardias de la puerta Bucoleón —dijo—. Traigo emisarios para el emperador.
El portero miró a los bárbaros, se encogió de hombros y abrió la puerta; Tito nos invitó a seguirlo y entramos en un patio pavimentado y rodeado de muros. Gruesas vides los cubrían, pero sus hojas iban perdiendo verdor y habían comenzado a caer. La brisa circulaba por el patio, esparciendo las hojas sueltas por el suelo de piedra. El sonido hacía que el lugar pareciera aún más desolado y vacío.
El portero trabó la puerta una vez que pasamos y nos condujo hacia otra, situada en uno de los muros. Ésta también era de madera, pero reforzada con gruesas bandas de hierro tan anchas como la mano de un hombre y remachadas con grandes clavos de bronce. A cada lado de la puerta había guardias de capa azul con largas y afiladas lanzas, que nos miraban extrañados y con curiosidad. El portero giró una anilla de hierro y tiró de ella; uno de los grandes paneles se abrió. El hombre se echó a un lado y nos indicó que debíamos seguir.
Tal como había prometido, Tito nos condujo hasta nuestro destino.
—Volveré a la puerta y enviaré la prenda de garantía cuando llegue —le dijo a Justino y se fue.
La estancia era inmensa. La luz entraba a través de cuatro aberturas redondas situadas en la parte superior, que iluminaban cuatro grandes pinturas: una de san Pedro, otra de san Pablo, y las otras dos de personajes de la realeza, a juzgar por sus túnicas moradas, uno masculino y otro femenino: emperador y emperatriz, supuse, aunque no supe decir quiénes eran. Las paredes eran de un color rojo pálido y el suelo de mármol.
Exceptuando los bancos bajos que se alineaban contra las paredes sur y norte, la habitación carecía de muebles, pero no estaba vacía, porque había muchos hombres, con ropas muy variadas, unos hablando en voz baja, otros mirando. Nos observaron cuando entramos, más bien con cara de enfado y molestia. Unos tenían el aspecto enfermizo y desesperado de quien ha pasado muchos años en cautiverio, otros parecían avaros y calculadores, como si estuvieran sopesando nuestro valor potencial. Pero ver a tres bárbaros y a un monje cansado, conducidos por un guardia, no les entusiasmó y pronto volvieron a sus propios asuntos.
La estancia, pese a su tamaño, estaba completamente cerrada; el aire era pesado e impuro, un poco viciado. «Si la ambición tuviera algún olor —pensé entonces—, sería el que percibo ahora.»
En el centro de aquella antesala había un par de puertas grandes de bronce, de una altura superior a dos hombres, cubiertas con imágenes de jinetes en una cacería. Un gran anillo de hierro colgaba en el centro de cada puerta, bajo el cual se hallaba un hombre con un hacha de dos hojas. De los mangos de las hachas pendían colas de caballo rojizas. Los guardias llevaban unos pequeños protectores redondos sobre los hombros y vestían túnicas rojas sin mangas con anchos cinturones negros. Iban completamente afeitados, exceptuando un mechón que les caía sobre las sienes. Sus rostros eran realmente feroces, y todo aquel que hablaba en esa habitación estaba a merced de su inmisericorde escrutinio.
Viendo que yo los observaba, Justino dijo:
—Son los farghanese, parte de la guardia personal del emperador.
Acababa de decir esto cuando se nos aproximó un hombre con una tablilla de cera y un punzón. Nos miró con desdén, tanto a mí como a los bárbaros, y preguntó al jefe de la guardia:
—¿Quiénes son estos hombres y qué es lo que están haciendo aquí?
—Ese hombre es un rey y desea tener una audiencia con el emperador.
—El emperador no garantiza dar audiencias hoy —replicó el pomposo funcionario.
—Con todo respeto, prefecto, ha habido un problema en el puerto.
—Ese problema —dijo el prefecto con desprecio—, ¿requiere la atención del emperador? Me inclino a creer que esas cosas son de incumbencia de la guardia imperial.
—Tienen prisionero al cuestor del puerto de Hormisdas y a sus hombres —replicó Justino—. Cualquier intervención de la guardia provocaría la muerte de todos los implicados. Como yo sólo soy un soldado, no tengo autoridad para decidir sobre la vida del cuestor. Pero si tú te haces cargo, prefecto, me inclinaré ante tu superioridad.
El funcionario, que estaba a punto de escribir algo en su tablilla, levantó la vista y miró a Justino; luego volvió a observar a los bárbaros. Sopesando la situación, tomó enseguida una decisión:
—¡Guardias! —gritó.
Los dos farghanese acudieron al momento a la llamada del prefecto. Harald bramó una orden y los vikingos sacaron sus cuchillos y se prepararon para la lucha. Los cortesanos presentes alzaban los brazos y corrían muy nerviosos de un lado para otro.
—¡Alto! —gritó Justino. Cogiéndome del hombro me gritó—: ¡Diles que se detengan! ¡Que es un error! —Al prefecto también le gritó—: ¿Quieres que nos maten a todos? ¡Ordena que se replieguen!
Arrojándome ante Harald le dije:
—¡Espera! ¡Espera! ¡Es un error! Guarda tu arma, jarl Harald.
—¡Te dije que esto era serio! —gritaba Justino desesperado—. Por el amor de Dios, hombre, deja que el emperador los reciba.
El prefecto se detuvo a reconsiderar su impulsiva acción. Dijo algo y los farghanese se tranquilizaron; levantaron sus armas como antes y pasó el peligro.
Sacudiéndose la vestimenta, con gran sofoco, el prefecto miró a Justino de arriba abajo, como un amo que sorprende a sus sirvientes peleando.
—Te lo advierto, soldado, tú sabes la forma adecuada de comportarse —le informó a Justino agriamente—. No necesito recordarte que los protocolos oficiales existen precisamente para impedir estas circunstancias. Te sugiero que te vayas de aquí enseguida y te lleves a los bárbaros contigo.
—Sí, prefecto. ¿Y qué pasa con el cuestor?
Bajando la vista hacia la tablilla, el hombre hundió el punzón en la blanda cera.
—Como ya te he dicho, el emperador no verá a nadie hoy. Está preparando una embajada para Trebisonda, y pasará los próximos días en compañía de sus consejeros. Todos los asuntos de la corte están suspendidos. Por lo tanto, te sugiero que lleves el caso ante el magistrado oficial.
—Creo que el magistrado se encuentra en Tracia —señaló Justino—. Supongo que no vendrá a la ciudad antes de Navidad.
—Eso no es responsabilidad mía —contestó el prefecto, dando golpecitos con el punzón en la cera—. De cualquier modo, es lo mejor que te puedo recomendar. —Me miró, luego observó a los daneses y añadió—: Eso les dará tiempo para bañarse y vestirse adecuadamente.
Le traduje las palabras del prefecto a Harald, que se limitó a decir:
—Yo no espero.
Diciendo esto, dio un paso al frente y sacó una moneda de oro de su cinturón. Cogió la tablilla de cera e incrustó la moneda en la cera blanda. El prefecto miró el dinero y miró a Harald, luego pasó sus largos dedos por la moneda. Cuando los dedos del funcionario asieron el oro, el rey le cogió la muñeca y apretó con fuerza. El prefecto dio un grito y dejó caer el punzón. Harald señaló la puerta de entrada.
—Creo que intenta decirte que quiere ver al emperador ahora mismo —señaló Justino.
La guardia de los farghanese acudió enseguida en defensa del prefecto, pero éste agitó la mano libre para indicar que se detuvieran.
—¡En nombre de Cristo, abrid las puertas!
Los dos guardias se echaron a un lado y tiraron de las anillas de bronce. La puerta se abrió y Harald soltó la mano del funcionario. El prefecto nos condujo a una pequeña sala de seguridad, donde nos recibió enseguida un hombre con una larga túnica blanca que empuñaba una vara delgada de plata. Era el magistrado sagrado. Alto, canoso y enjuto, con una expresión entre compasiva y asustada, nos observó severamente. Dirigiéndose al prefecto, dijo:
—¿Qué significa esta extraña intromisión?
—Ha habido problemas en el puerto de Hormisdas —contestó el prefecto—. Estos hombres son los responsables. Es necesario que el emperador intervenga.
El magistrado puso cara de estar oliéndose algo desagradable.
—No hablaréis hasta que os hablen —dijo con afectación mirando a los vulgares visitantes— y luego haréis vuestra reclamación de manera tan sucinta como sea posible. Cuando os dirijáis al emperador, debéis llamarlo por su título real, es decir basileus, o señor soberano, que también es aceptable. Se acostumbra tener la vista baja cuando el emperador habla a alguien. ¿Entendido?
Harald me miró pidiendo una explicación, y yo le repetí las reglas. Para mi sorpresa, el rey hizo una mueca de risa cuando entendió el protocolo bizantino. Con un alegre «¡Sí!», le dio una palmada en la espalda al desprevenido magistrado.
Aun así, el cortesano mantuvo su rigurosa dignidad, y sin decir más nos llevó a la cámara real. Pasamos del vestíbulo a una estancia sin igual: el espacio bajo la cúpula era enorme y estaba iluminado por la luz de miles de velas. Las paredes, suelos y columnas eran de mármol tallado, tan pulido que sus superficies nos reflejaban como espejos. El brillo del oro me sorprendía a cada paso; había oro en los tapices de tela, en los mosaicos que cubrían las paredes, en todos los objetos y muebles de la habitación: candelabros, baúles, sillas, mesas, frascos, urnas, el trono mismo era de oro. El resplandor color miel del precioso metal bañaba toda la estancia.
¿Qué puedo decir de aquel maravilloso salón y de su célebre ocupante? En el centro de la habitación se alzaba un trono de oro elevado sobre una tarima con un dosel de tela dorada. Tres escalones, tallados en pórfido, según me dijeron, y con un lustre similar al del cristal, conducían a la tarima, y en el escalón más alto estaba el escabel del emperador. El asiento real (más una cama que un trono, con doble respaldo y lo suficientemente grande como para que dos hombres corpulentos se sentaran cómodamente en él) estaba justo debajo de la gran cúpula central. En la pared interior de la cúpula se hallaba la imagen más grande de Cristo que había visto en mi vida, un mosaico del Cristo Resucitado en el esplendor de su gloria, y bajo sus pies las palabras «Rey de Reyes» en griego.
En grupos, rodeando el trono, había multitud de gente; se trataba de cortesanos de varias dignidades, casi todos vestidos de verde, blanco o negro, menos los que estaban más cerca del trono, que eran farghanese y que, como los soldados de la puerta, llevaban hachas y escudos.
Al dar los primeros pasos, se oyó el susurro del viento, y un instante después la más exquisita música llenó el aire. Era como si estuviese escuchando las gaitas, flautas y zampoñas más ligeras que hubiera oído en toda mi vida. Y también el trueno, y todo lo que suena bajo el cielo. Nunca había oído nada igual ni volví a oír nada semejante. Era, creo, el sonido de la majestad celestial que se dejaba oír entre los hombres y parecía venir de un gran cofre dorado que estaba detrás, a un lado del trono.
Podría haber descubierto algo más acerca de la fuente de esta gloriosa música, pero sólo tenía ojos para el trono y el hombre sentado en él. Porque, en el amplio trono y observándonos de frente, estaba el emperador Basilio, vestido de un púrpura intenso, que destellaba y brillaba bajo la luz.
El esplendor del salón y la opulencia de todo lo que me rodeaba contribuyeron a hacerme repentinamente consciente de mi propia apariencia. Al mirarme, descubrí con vergüenza que la que había sido mi fina capa estaba ahora manchada y rasgada, y que mi túnica se veía raída y deshilachada por los bordes. Me puse la mano en la cabeza y me di cuenta de que el pelo me había crecido y mi tonsura necesitaba renovarse, de que mi barba estaba desigual y enredada, y de que tenía un dogal de hierro en el cuello. En resumen, parecía más cualquiera de los mendigos que merodeaban tras los muros de palacio que un emisario de la Iglesia irlandesa. Pero no era un emisario. En realidad era lo que mi apariencia mostraba: un esclavo.
Así fue como llegué hasta el emperador, no ataviado con la blanca vestidura y la capa de los peregrinos, sino con harapos de viajero fatigado y el dogal de los esclavos; no junto con mis hermanos monjes, sino en compañía de salvajes bárbaros; no conducido por el bendito obispo Cadoc, sino junto a un rey danés y pagano; no para entregar un presente inestimable, sino para regatear por un rescate.
¡Ah, vanidad! Dios, que no tolera el orgullo, dispuso que me humillara ante su corregente en la Tierra.
Levantando los ojos una vez más, me encontré observando la cara del hombre más poderoso de todo el mundo, y era la cara de un mono inteligente. Antes de que pudiera observarlo mejor, el magistrado sagrado levantó su vara y la golpeó con fuerza contra el suelo.
En ese instante el trono de oro comenzó a levantarse en el aire. ¡Por san Miguel el Valiente, que es verdad! El trono, que parecía una silla de campamento romano, salvo por el tamaño y el material, sencillamente se elevó en el aire hasta situarse ante nosotros, como si subiera por obra de la soberbia melodía que salía del dorado «órgano», como lo llamaban ellos.
Antes de que pudiera proferir sonido alguno ante tamaña maravilla, el magistrado del atuendo blanco golpeó de nuevo el suelo e hizo un movimiento con la palma de la mano. Justino se arrodilló y bajó la cabeza hasta el suelo. Yo seguí el ejemplo del guardia, pero los bárbaros que estaban a mi lado se quedaron de pie, sin percatarse de lo insultante de su actitud. La música fue apagándose, y luego se detuvo. Contuve el aliento, no sé muy bien por qué.
La voz que oí a continuación era la del mismo emperador.
—¿Quién perturba la serenidad de estos actos con tan molesto disturbio? —inquirió; la voz era firme y profunda y venía desde lo alto.
Ante mi alarma, Justino me dijo en voz baja:
—Ésta es tu oportunidad, Aidan. Dile quiénes sois.
Levantándome rápidamente, enderecé los hombros, tragué saliva y repliqué:
—Señor y emperador, estáis ante el jarl Harald Bramido de Toro, rey de los daneses de Escania, junto con su esclavo y dos de sus numerosos guerreros.
Mi saludo provocó un ligero murmullo de risas, que murió enseguida cuando el emperador ordenó:
—¡Silencio!
—Basileus, parecen haber llegado hasta aquí de forma indebida —dijo el magistrado, deseoso de guardarse las espaldas sin parecer irresponsable.
—Así parece.
Contemplando a los bárbaros, el emperador dijo:
—El rey puede acercarse. Vamos a hablarle cara a cara.
El funcionario dio un golpe con la vara e hizo un gesto al rey para que obedeciera la orden. Me puse al lado de Harald.
—Él va a hablarte —le dije, y ambos dimos un paso adelante.
El trono flotante descendió lentamente hasta su base, y ante nosotros quedó el emperador Basilio, un hombre pequeño, calvo, de tez cetrina como sus compatriotas macedonios, y de miembros cortos y complexión compacta como un soldado de caballería. Tenía los ojos oscuros y vivaces; sus manos descansaban sobre los brazos del trono y sus pequeños dedos colgaban hacia abajo, seguramente por el peso de los anillos patriarcales.
—En nombre de Cristo Rey de los Cielos, te saludamos, señor de los daneses —dijo, ofreciendo su mano enjoyada a Harald, que lo observaba con real dignidad.
Justino me tocó el hombro, indicándome que debía traducir las palabras del emperador, cosa que hice y añadí:
—Tienes que besarle la mano, es una señal de amistad.
—¡No! —replicó Harald—. No lo haré.
Entonces me dijo que le preguntara al emperador si iba a salvarle la vida a su siervo ladrón o quería ver el cuerpo sin cabeza en el puerto.
—¿Qué dice? —me preguntó el emperador—. Puedes hablar por él.
—Soberano señor y emperador —repliqué con rapidez—, Harald Bramido de Toro, rey de Dinamarca y Escania, dice que lamenta no poder observar las reglas de cortesía hasta haber explicado el propósito de su misión.
—Que así sea —contestó Basilio, yendo al punto que nos interesaba. Hablaba amablemente, pero de un modo que me daba a entender que no les haría muchas más concesiones a los rudos bárbaros—. ¿Cuál es la naturaleza de su demanda?
—Quiere saber qué has venido a hacer aquí —dije a Harald.
—Entonces díselo —me ordenó el rey enojado—. Dile que le damos la oportunidad de salvar la vida del ladrón que tiene como jefe del puerto.
—Emperador y señor —comencé—, el rey dice que le gustaría que supierais que él ha capturado al cuestor Antonio y a sus hombres, y que ahora espera una recompensa vuestra para salvar sus vidas.
Dije esto y conté de qué modo, al llegar a Constantinopla, fuimos engañados por el cuestor.
—Mi señor Harald capturó al jefe del puerto y le habría cortado la cabeza, como también a todos sus hombres —expliqué—, pero el cuestor nos dijo que el emperador pagaría una gran recompensa por salvar su vida. Así pues, mi señor Harald, rey de los daneses de Escania, viene a cobrar el rescate de manos del emperador.
Basilio no respondió. Su cara no dejaba traslucir nada de lo que había en su mente, de modo que le hice un gesto a Gunnar para que acercara el paquete una vez más. Lo puse sobre el suelo, lo desaté y extendí la capa roja. Allí, a la vista de todos, estaban el yelmo del cuestor, la vara de mando y el anillo oficial. El emperador se inclinó levemente para mirar, entornó los ojos y se echó hacia atrás con evidente agitación.
—¿Dónde está el cuestor Antonio?
—Espera a bordo del barco principal del jarl Harald, majestad, con sus hombres.
Con un ligero movimiento de cabeza, Basilio requirió que el prefecto se sumara a la negociación. El magistrado se apresuró a convocar al prefecto, que se aproximó al trono. Dirigiéndose a mí, el emperador dijo:
—Dile al rey que enviaremos a este hombre a buscar al cuestor. Debe entregarlo al prefecto para que podamos resolver el asunto.
Luego ordenó a Justino que acompañara al prefecto.
Después de que le tradujera las palabras del emperador, Harald protestó:
—¡No! —exclamó—. El emperador debe pagar el rescate si desea que libere a ese hombre. Esto se da por descontado.
De modo que le tuve que explicar al basileus que los hombres de Harald no soltarían a sus prisioneros si su jarl no les decía antes que el rescate se había pagado. Hablé con más valor del que sentía y di un paso atrás para ver qué sucedía a continuación.
Pero lejos de manifestar contrariedad, el basileus asintió con la cabeza e indicó al prefecto que le llevara un plato de una de las mesas. El funcionario cogió un hermoso plato dorado y lo puso ante el trono.
—Dáselo al rey —dijo Basilio, y el prefecto lo puso en las manos del rey bárbaro.
Complacido por el peso y la forma del plato, Harald dio su consentimiento. Llamó a Hnefi y le encargó que se fuera con el prefecto y que trajera al cuestor.
—Dile a los hombres que el rescate ha sido pagado —dijo Harald, pero añadió también, en voz muy baja—: pero no soltéis a los hombres del ladrón; este plato no compra sus vidas.
Los tres partieron enseguida y el magistrado nos llevó otra vez a la antesala para esperar con los demás hasta que el emperador quisiera.
Mientras esperábamos, Tito apareció con los cuatro bárbaros que Harald había enviado para buscar la prenda de garantía. Los recién llegados estaban admiradísimos por todas las riquezas que habían visto por el camino y deseaban saber cuánto había dado el emperador al rey por la vida del cuestor.
—Es difícil decirlo —contestó Harald con aire de misterio y con el tesoro dorado escondido bajo la capa—. En este lugar nada es sencillo.
El magistrado volvió a buscarnos. Entramos en la cámara real y encontramos a Justino y al cuestor de pie ante el emperador.
—Cuestor Antonio —pronunció el emperador gravemente mientras ocupábamos nuestros lugares—, hemos oído algo de tus recientes actividades. ¿Tienes algo que decir al respecto?
—Soberano señor —replicó enseguida Antonio; su voz y su expresión eran un puro desafío—, estos hombres han cometido una falta grave. Sin conocer el valor de la moneda de Constantinopla, han calculado mal el valor de su cambio y han creído que los había engañado.
—Una explicación razonable —dijo el emperador secamente. Apretó los labios como si reflexionara, juntó los dedos de ambas manos y las puso bajo el mentón. Al instante volvió a hablar, dirigiendo la pregunta a Harald—: El impuesto del puerto se paga en plata. ¿Tienes otras monedas como las que diste al cuestor Antonio?
—Las tengo —respondió Harald, a través de mí.
Extrajo la bolsa del cinto, la abrió y sacó unos denarios de plata.
Luego los pasó al emperador, que los examinó brevemente y cogió uno, estudiándolo.
—No fueron acuñadas en Constantinopla, pero creemos que estas monedas tienen mucho valor, aquí y en todas partes. —Mostrando la moneda a Harald, le dijo—: ¿Cuál es su valor?
—Cien de tus nomismos —respondió el rey danés una vez se lo hube traducido.
—¿Quién te lo dijo? —preguntó el emperador secamente.
—Ese hombre. —Traduje las palabras del rey y Harald señaló a Justino—. Por cierto, de no haber sido por la ayuda de ese soldado, no me cabe duda de que habría habido derramamiento de sangre y pérdida de vidas.
Esto último lo añadí yo, pensando que Justino merecía ser recompensado por su acción.
El emperador asintió y siguió con su examen. Enseñándole la moneda, Basilio preguntó al cuestor:
—¿Tú qué dices, cuestor Antonio? Dime el valor de esta moneda.
—Cien nomismos, basileus —contestó gravemente el cuestor.
—De modo —Basilio sonrió— que hemos establecido su valor.
Dirigiéndose al guardia del puerto, dijo:
—El rey Harald de Escania ha hecho una reclamación contra ti, Antonio. Dice que has valorado los denarios en diez nomismos. ¿Es así?
—Gran señor —replicó el cuestor—, no es así. No pude haber cometido semejante error. El bárbaro está de veras equivocado.
Basilio frunció los labios.
—Entonces el rey tiene la culpa.
—Señor y emperador —intervino el cuestor, adoptando un tono más razonable—, yo no dije que fuera culpa de nadie. En realidad, creo que nadie debe ser culpado. Sólo digo que las costumbres de Bizancio pueden ser difíciles de entender para un recién llegado. Eso ya se lo expliqué a él, pero insiste en decir otra cosa.
—Eso es —dijo el emperador, separando las manos como si estuviera satisfecho por haber dado finalmente con la clave del enigma—. Un simple error de cálculo. Como no se ha producido daño alguno, estamos contentos de que el asunto haya concluido y te permitimos que sigas con tus negocios con nuestros mejores deseos.
Hizo una pausa para ver qué efecto causaban sus palabras.
—Comprendemos vuestra ignorancia, como también os perdonamos por turbar la paz del imperio. Devuelve el plato y no se hable más del asunto. ¿Qué te parece?
El rostro de Harald se fue contrayendo a medida que yo le traducía lo que había dicho el jefe del puerto y la decisión del emperador.
—Con todo respeto, jarl Harald —dije—, te está dando la oportunidad de retirar tu queja sin despertar la ira del imperio. Parece que ahora el juicio es contra ti.
—Háblale de la prenda de seguridad —me ordenó Harald.
—Señor y soberano —dije, mientras la aprehensión recorría mi cuerpo entero—, el rey ha traído un símbolo como prenda de garantía y le gustaría que fuera considerado junto con su reclamación.
Esto reavivó el interés del emperador.
—Hay bárbaros esperando en la antesala, basileus —dijo el prefecto—. ¿Queréis que los haga venir?
—La verdad, prefecto —dijo el emperador—, parece que vamos a tener bárbaros por todas partes hasta que este caso se resuelva.
Algunos cortesanos festejaron la ocurrencia y el prefecto fue rápidamente a buscar a los daneses que faltaban. Unos instantes después, las puertas de bronce se abrieron y los cuatro vikingos entraron en el salón, dos de ellos portando el cofre del tesoro. Al verlo, mi corazón comenzó a latir a toda velocidad. Los daneses fueron hasta donde estaba Harald y colocaron el tesoro a sus pies.
—¿Y bien? —preguntó el emperador con impaciencia.
—Basileus —dije, apenas logrando apartar los ojos del cofre—, el rey Harald pone ante vos la garantía de su honor en este asunto.
—¿De verdad?
Con un levísimo movimiento de muñeca, Basilio llamó al magistrado, que abrió la tapa del cofre del tesoro para revelar, Jesús me ayude, la cubierta de plata, el cumtach. Claro, Harald presentaba aquello como garantía de fe y honestidad. El libro ya no estaba, pero la sagrada cubierta había encontrado el modo de llegar a manos del emperador, pese a todo. Pero no era ésta la forma que yo habría elegido para entregarla.
El funcionario se arrodilló, sacó la preciada cubierta de donde estaba, y aún con la rodilla doblada, la depositó a los pies del emperador. Basilio se inclinó y dejó que sus imperiales ojos se posaran sobre el exquisito tallado en plata y las joyas de la cubierta. Entonces Harald dio un paso adelante y puso el plato dorado del emperador junto al cumtach de plata.
—Vemos por esto que tienes tu palabra en la más alta estima, señor de los daneses.
El cuestor contemplaba incrédulo el tesoro, y supuse que estaba pensando el modo de cambiar su versión de los hechos. Pero el momento pasó y el jefe del puerto mantuvo la boca firmemente cerrada.
—Magistrado —dijo el emperador, llamando al funcionario a su lado. Le dijo algo al oído, tras lo cual el hombre se inclinó una vez más y salió de la sala de espaldas—. Ahora sabremos la verdad —dijo Basilio y, a modo de conclusión, añadió—: Como Dios quiere.