12
—Tranquilos, hermanos —dijo Brynach, viendo las antorchas correr por el campo—. No digáis nada hasta ver cómo nos reciben.
Hizo una señal a Dugal para que se acercara.
Cuando la primera fila de habitantes del valle estuvo cerca, Brynach levantó las manos y avanzó hacia ellos.
—Pax, frater —dijo.
El latín, así como su ropa y su tonsura, les dio a entender que estaban delante de un religioso.
El que dirigía el grupo miró detenidamente a Bryn y dijo a sus compañeros:
—Quietos, hombres. Son solamente unos monjes.
Lo dijo en una lengua que, aunque se parecía mucho a la del sur de Eire, tenía muchas palabras británicas y otras que yo no conocía, pero los británicos que estaban entre nosotros le entendieron sin ningún problema.
—Son cernovios —explicó más tarde Ciáran—. Al menos lo fueron alguna vez.
—Somos clérigos en dificultades —les dijo Brynach, dirigiéndose al que parecía el jefe—. Somos peregrinos y hemos naufragado en la bahía. ¿Tenéis comida y un sitio para descansar?
—Sí, sí tenemos —dijo el hombre con una inclinación de cabeza—. Sed bienvenidos. ¿Venís de Dyfed?
—Sí…, es decir, algunos venimos de Dyfed. El resto —señaló al grupo que se apiñaba detrás de él— son sacerdotes de Lindisfarne y de Cenannus en Eire.
El hombre del poblado se acercó para observar mejor.
Brynach hizo entonces un gesto al obispo para que fuera junto a él; mientras Cadoc se aproximaba, dijo:
—Os presentaré a nuestro superior, amigos míos —el locuaz británico anunció, en voz alta para que todos oyeran—: Os presento a Cadocius Pecatur Episcopus, Santo Obispo de Hy.
Aquello produjo una reacción inmediata y gratificante. Muchos habitantes del valle quedaron boquiabiertos, otros se amontonaron alrededor del obispo para coger su mano y posar sobre ella sus labios en señal de reverencia.
—Paz, hermanos —dijo el obispo—. En el nombre del santísimo y bendito Jesús, os doy un afectuoso saludo. Levantaos y quedaos de pie. No somos tan grandes hombres como para ser venerados de este modo.
—Sed bienvenidos a nuestra «villa» —dijo el jefe, usando una palabra que yo no había oído nunca antes—. Venid, os instalaremos enseguida.
Levantando su antorcha, nos condujo a través del campo hasta el poblado. Era más grande de lo que me había imaginado al principio: cincuenta o más cabañas, almacenes de grano, un salón grande y un establo para el ganado. No había muros ni zanjas; el bosque les servía de protección, supongo. Y no parecían ser hombres que vigilaran mucho.
Nos condujeron a un edificio común donde el fuego ardía con fuerza en un hogar ancho y generoso. Cruzamos el umbral y nos apresuramos a calentarnos junto a las llamas. Como nadie me dio instrucciones, llevé al bárbaro conmigo y me quedé a su lado. Me miraba con curiosidad, y parecía estar siempre a punto de hablar; podía sentir las palabras a punto de estallar en su boca, pero mantenía los labios pegados y no decía nada.
Todos nos quitamos las capas y las estiramos sobre las piedras que rodeaban el hogar; luego nos quedamos allí, de pie, lo más cerca posible del fuego, un rato de frente, otro rato de espaldas. Coloqué mi túnica frente a las llamas y muy pronto mis ropas húmedas estaban soltando vapor. El fuego me reconfortó extraordinariamente.
A un lado de la chimenea había una mesa grande de madera. Los restos de la comida todavía estaban desparramados sobre la superficie, pero ante una orden del jefe fueron retirados rápidamente de allí. Las mujeres se apresuraban para volver a servir comida.
—¡Ale! —gritó el jefe—. ¡Ale! Tylu… Nominoé, Adso. Traed jarras para nuestros amigos, que tienen sed.
Mientras los muchachos corrían por las jarras de cerveza, nuestro anfitrión se volvió hacia nosotros y dijo:
—Amigos, sentaos y descansad. Habéis tenido un día muy difícil, creo. Descansad ahora. Compartid nuestro alimento. —Poniéndose la mano en el corazón añadió—: Mi nombre es Dinoot, y soy el jefe de este tuath, como diríais vosotros. Mi gente y yo estamos contentos de que nos hayáis encontrado. No temáis nada, amigos míos. Ningún mal caerá sobre vosotros aquí.
Con tales palabras, condujo al obispo a la mesa y lo hizo sentar en el sitio principal. El resto ocupamos los bancos y, como nadie me lo prohibió, me llevé al bárbaro conmigo a la mesa.
Mientras nos movíamos para ocupar nuestros sitios al final de la mesa, Dinoot observó que el hombre que estaba conmigo no era sacerdote.
—Obispo Cadoc —le dijo, levantando la mano para señalar al bárbaro—, perdona mi curiosidad, pero me parece que hay un extraño entre nosotros.
—Ah, sí —dijo el obispo recordando súbitamente al guerrero y no sin cierta incomodidad—. Tienes la vista aguda, jefe Dinoot.
—No tanto como otros —admitió el líder, aguzando la mirada—. Sin embargo, soy capaz de distinguir a un vikingo en cuanto lo veo.
—Perdimos nuestro timón en la tormenta —explicó Brynach— y estábamos llegando a tierra…
—Habríamos llegado muy bien a tierra —dijo Fintán, levantando la voz— de no haber sido cobardemente atacados.
El piloto contó el incidente de los vikingos mientras sacudía la cabeza con aflicción.
—El pequeño Bán Gwydd está amarrado a la orilla.
Dinoot se estremeció.
—Sabíamos lo de la tormenta. Pero no estaba al tanto de que los bárbaros estuvieran maniobrando por nuestras costas. —Se frotó la barba—. El señor Mario querrá saber esto.
—Tu señor —preguntó Brynach—, ¿no está aquí?
—Su caer está a medio día de camino solamente —explicó Dinoot—. Hay cinco villas bajo su protección.
Volviéndose al bárbaro, que permanecía mudo y resignado junto a mí, el jefe preguntó:
—¿Y qué vais a hacer con ése?
—Pensábamos dejar el asunto en tus manos —sugirió el obispo Cadoc—. Nosotros somos extranjeros aquí y confiamos en que tu señor sabrá mejor que nosotros lo que se debe hacer.
—Entonces voy a enviar a alguien para que le informe enseguida.
Con estas palabras, el jefe llamó a uno de los jóvenes, y tras unas breves instrucciones, el joven salió y se llevó a otros dos consigo.
—El machtiern se enterará de todo este lamentable incidente mañana por la mañana. —Hizo una mueca cruel mientras observaba al prisionero—. Sabed que este maldito danés no va a causaros más problemas.
Levantándose, Dinoot dio unas palmadas para solicitar algo. Cuatro hombres se le aproximaron enseguida y les dijo:
—Arrojad esta basura al pozo y vigiladlo hasta que llegue el señor Mario.
Dos de ellos agarraron con fuerza al bárbaro y comenzaron a arrastrarlo lejos.
El vikingo no emitió sonido alguno ni ofreció la menor resistencia, limitándose a mirar con ansia la mesa donde estaban dispuestas las canastas de pan y las jarras de cerveza. Al verlo me sentí muy conmovido.
—¡Esperad! —grité. Las palabras se me escaparon de la boca antes de que pudiera impedirlo.
Los hombres dudaron. Todos los ojos se clavaron en mi persona y, repentinamente, me convertí en objeto de miradas escrutadoras. Enseguida me aproximé a la mesa, cogí una hogaza de la canasta más cercana y se la di al vikingo. Su entusiasmo infantil ante ese simple acto fue digno de verse. Sonrió y estrechó el pan contra sí. Uno de los hombres que lo agarraban intentó quitárselo.
—Por favor —le dije, deteniendo su mano.
El hombre miró a su jefe. Dinoot asintió. El hombre se encogió de hombros y le dejó el pan. Sacaron fuera al bárbaro y yo ocupé mi lugar a la mesa, rogando volverme invisible.
Una vez se lo hubieron llevado, el lugar cobró vida nuevamente. El obispo y el jefe se sentaron juntos a un extremo de la mesa. Dugal, como Cadoc le había pedido, se sentó a la derecha del obispo, Brynach se puso a su lado y todos comenzaron a hablar cordialmente entre sí. Era satisfactorio ver que Dugal había logrado una pequeña distinción. Yo siempre había tenido constancia de su gran capacidad y talento; pero, desafortunadamente para Dugal, ni una ni otro eran lo que se requería habitualmente en la vida de un monasterio. Así que nunca tenía la oportunidad de distinguirse en nada. Hasta entonces.
—Bien hecho —murmuró Ciáran, que estaba sentado junto a mí—. No me había dado cuenta. Te felicito.
Brocmal, que estaba un poco más allá, oyó sus palabras y frunció desdeñosamente los labios. Faolan, a su lado, lo vio y dijo:
—Pan, hermano. ¿Le negarías a un hambriento un poco de pan?
El arrogante monje miró fríamente a Faolan, lo contempló con dureza y apartó la cara sin decir palabra. Se incorporó y cogió un pedazo de pan de la canasta que tenía delante, lo partió y le dio un mordisco.
—Cojámonos las manos —indicó Cadoc, levantándose.
Dijo una sencilla oración de gracias por la comida y bendijo a nuestros anfitriones.
Circulaban los panes y las jarras vertían su contenido en copas y tazones de madera. Había un guisado de buey salado y cebada. Al parecer no conocían las cucharas, así que tuvimos que llevarnos el tazón a la boca y engullir el guisado a sorbos, rebañando las sobras con el tierno pan negro. No tardamos en regarlo con largos tragos de cerveza espumosa.
¿Alguna vez había tenido frente a mí una comida mejor? No, nunca, nada podía compararse con ese alimento simple y nutritivo. Comí como un muerto de hambre, como lo estaba en realidad.
Y mientras comíamos, Ciáran nos dijo lo que había averiguado camino de la villa.
—Sus padres llegaron aquí desde Cerniu. Pero eso fue hace muchos años. Esta tierra se llama ahora An Bhriotáini —nos hablaba entre bocado y bocado.
Yo dije en voz baja:
—Bretaña.
—Estamos al norte de Nantes —continuó Ciáran—, no sabemos exactamente a qué distancia. Fin piensa que la tormenta nos arrastró más hacia el este que hacia el sur. Dinoot dice que el señor Mario podrá decirnos cuánto tendremos que andar hasta encontrar el río.
Empezamos a hablar entonces de los sucesos del día, y la comida transcurrió entre agradables y vagas conversaciones. Recuerdo haber reído, comido y cantado… y después Ciáran estaba inclinado sobre mí, sacudiéndome gentilmente por los hombros.
—Aidan, despierta, hermano. Levántate, vamos a dormir.
Levanté la cabeza de la mesa y miré alrededor. Algunos estaban cubriéndose con las capas ya secas junto a la chimenea; otros se dirigían a la puerta. Cogí mi capa y fui detrás de Ciáran. Se nos condujo a un establo techado donde habían puesto paja limpia para nosotros. Sin importarme dónde dormir, me desplomé en un rincón, bostecé y caí rendido. Me eché encima de la capa húmeda y apoyé la cabeza en la paja, de dulce fragancia; me dormí en cuanto cerré los ojos.
Debió de ser el grito, que se repitió, o el olor acre del humo, lo que me sacó de un sueño tan profundo como desmedido. Recuerdo que desperté tosiendo. El establo estaba lleno de humo. Con los ojos abiertos en la oscuridad, me levanté sin saber dónde estaba.
Los perros ladraban. Oí un rumor de pies que corrían. Un grito agudo resonó en el patio y otro le respondió. No entendí qué decían.
Me despabilé y fui hacia la puerta para ver qué pasaba fuera. Formas ligeras se movían a la luz de la luna. El humo se esparcía en el aire de la noche. Al mirar el edificio común, vi largas llamaradas que subían del tejado de paja. Una figura apareció en la puerta, miró a ambos lados y desapareció rápidamente. De nuevo oí rumor de pasos y miré hacia el lugar de donde procedían. Vi el destello de la luz de la luna en una espada desenvainada y me escondí tras la puerta mientras una figura pasaba a toda velocidad.
El grito de una mujer resquebrajó el silencio como fragmentos de una jarra rota:
—¡Despertad! —grité—. ¡Levantaos! ¡Nos atacan!
Corrí de un hombre dormido a otro, zarandeando a mis hermanos monjes que estaban descansando. Fuera, los perros estaban furiosos. Los ladridos atravesaban el aire compacto de la noche; los gritos aumentaban. Los primeros monjes a los que conseguí despertar fueron a tientas hasta la entrada y salieron. Desperté a dos más y escapé del establo.
Una cabaña que estaba al otro lado del patio estalló en llamas. Oí gritos dentro y niños que lloraban. Corrí hacia allí y aparté la cortina. El humo salía por la puerta.
—¡Rápido! —grité—. ¡Voy a ayudaros! ¡Rápido!
Una joven con la cara iluminada por el veloz centelleo de las llamas estaba en el centro de la choza con un niño muy pequeño; otro se agarraba a sus piernas, con la boca abierta y unas lágrimas que le corrían como torrentes por la cara aterrorizada. Cogí al niño menor y salí corriendo, arrastrando a la mujer conmigo. Una vez fuera de la choza incendiada, la madre recuperó la lucidez, reunió a sus hijos y, abrazando con fuerza a ambos, corrió a esconderse en el bosque, desapareciendo en las sombras.
Volví una vez más al patio, ahora lleno de hombres irritados y vociferantes, muchos combatiendo cuerpo a cuerpo en una pelea infernal entre las llamas de las casas y los techos incendiados. Alguien había soltado a los perros y las bestias enloquecidas estaban atacando tanto a conocidos como a extraños. La gente salía en desbandada del edificio común. Vi a Dinoot correr hacia el claro, gritando órdenes. Dugal apareció justo detrás de él blandiendo una lanza.
El obispo Cadoc, que Dios lo bendiga, iba delante con las manos en alto, gritando:
—¡Paz! ¡Paz!
Bryn y Gwilym iban detrás de él, tratando desesperadamente de interponerse entre el obispo y los atacantes. Pero sin preocuparse por su propia seguridad, Cadoc se dirigió al centro de la pelea y enseguida fue atacado.
La hoja de un hacha, rápida y cruel, destelló en la luz confusa. Oí el sordo golpe del metal contra el hueso y el obispo cayó como un pelele. Fui al lugar donde había visto caer al buen obispo, pero quedé rodeado por los que peleaban y no pude llegar hasta allí. Lo último que vi fui a Gwilym junto al cuerpo inerte. Entonces él también fue golpeado con la misma hacha.
—¡Gwilym! —corrí gritando con todas mis fuerzas.
No había dado más que tres pasos cuando de repente un gigante con los hombros al aire y brazos tan grandes como jamones se alzó gritando ante mí. Atacó y derribó a un oponente con un sencillo golpe de maza, luego se puso a horcajadas sobre el cadáver y levantó el arma para darle el golpe de gracia. Yo corría ya cuando la maza volvía a elevarse por encima de su cabeza.
Adelanté ambas manos y golpeé al bárbaro en la espalda, empujándolo en el momento en que abatía la maza. Desviado el objetivo, el arma dio en el suelo, junto al pie del gigante. Lanzando un tremendo grito de rabia contenida, el adversario se volvió para enfrentarse conmigo. Entonces me di cuenta de que había visto a aquel gigante anteriormente, colgado de la proa del barco de los vikingos.
Este pensamiento me ocupó más tiempo de lo que la prudencia habría aconsejado. Me quedé perplejo, mirando al bárbaro de trenzas mientras avanzaba, maza en alto, dispuesto a partirme el cráneo y desparramar mi cerebro sobre el suelo sanguinolento. Vi las venas hinchadas de su cuello y sus brazos, mientras describía con la maza un círculo cerrado sobre su cabeza, avanzando con pasos lentos, de matarife.
Alguien gritó mi nombre:
—¡Aidan!
Era Dugal, que corría en mi ayuda.
—¡Corre, Aidan, huye!
Pero cuando Dugal se acercaba ya para defenderme, otro adversario le atacó. Dugal trató de evitarle; bajó el hombro y arrojó la lanza a la cara del hombre. El bárbaro cayó a tierra y se defendió con las piernas, atrapando a Dugal cuando éste trataba de adelantarse. Vi caer a mi amigo. Otro bárbaro le saltó por la espalda y apuntó a su cabeza con el hacha.
—¡Dugal! —grité y quise ir hacia él.
El gigante del hacha dio un paso rápido, cortándome el camino. La luz se reflejaba en la humedad pegajosa de la punta del arma; vi su rojo reflejo mientras la maza daba vueltas, preparándose para caer.
Sonó un grito salvaje detrás de mí, pero yo no podía apartar los ojos del movimiento terrorífico del arma. La maza cayó a una velocidad que me paralizó el corazón. En ese mismo instante, sentí unas manos que me apretaban el brazo izquierdo y me arrastraban a un lado. El arma pasó silbando junto a mi oreja y tuve la visión fugaz de una horrible cara tiznada antes de que me envolvieran la cabeza en mi propia capucha.
El gigante gruñó y una voz detrás de mí gritó. Yo traté de liberarme de mi atacante, pero tenía los brazos enredados en mis propias vestimentas. Mi capa, enrollada alrededor de mi cuerpo, me inmovilizaba la cabeza y los hombros. Me tambaleé tratando de correr, y me golpeé la cabeza contra algo duro.
Una luz azul brilló ante mis ojos y oí un zumbido extraño en los oídos mientras caía.