25

Sorteamos las tres primeras cataratas con los remos. Como había predicho Njord, el agua era poco profunda en las gargantas por las que el río seguía su rumbo hacia el Ponto Euxino. Con la punta de los remos hicimos fuerza para mover las embarcaciones lentamente, rodeando las rocas y maniobrando hasta alcanzar un nuevo remanso. Cuando pasamos la tercera catarata, el rey Harald lamentó haber traído tantos barcos; después de la cuarta, consideró la posibilidad de dejar dos embarcaciones atrás y recogerlas después.

La avaricia acudió a tiempo para persuadirlo de que necesitaría todos sus barcos para transportar la riqueza robada en Miklagard, y en ese caso sería una tontería no haber llevado más barcos y de mayor tamaño.

La quinta y la sexta catarata pusieron a prueba la fuerza y aguante de todos los tripulantes, salvo el rey y los diez guerreros que se quedaron en la orilla para vigilar las provisiones por temor a una emboscada. A la tribu nómada de los pechenegos le gustaba, según Njord, apostarse en los lugares donde los barcos eran más vulnerables.

Cargando bulto tras bulto, ayudé en el complicado proceso de vaciar los barcos: bajamos todos los costales de grano, los barriles de agua, los enseres de cocina, todas las lanzas y espadas, todos los cabos, velas y bancos de remar. Cuando de cada barco no quedó más que un armazón vacío, los hombres se quitaron la ropa y, ya desnudos, avanzaron con el agua hasta la cintura y tiraron de los cabos, unos por delante y otros entre los barcos; a base de tirar arrastraron las pesadas naves. Algunos tripulantes emplearon remos para que los barcos no tocaran las rocas más cercanas, y todo el grupo siguió avanzando lentamente, manteniéndose tan cerca de la costa como era posible para evitar ser arrastrados por la corriente y arrojados contra las afiladas rocas. Una vez que los barcos pasaron la zona de peligro, todas las provisiones y armas fueron trasladadas río abajo y cargadas nuevamente en las naves.

Esta tarea duró dos días completos en cada catarata. Y si bien las primeras seis no fueron tan terribles, la séptima fue con mucho la peor. No sólo había rocas y remolinos, sino que además había que atravesar dos caídas de agua. Njord, que hasta entonces había sido de menos ayuda de lo que el rey estimaba adecuado, no parecía dar con la solución.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó el rey, con creciente impaciencia frente a la imposible tarea que teníamos ante nosotros.

—Un hombre puede viajar por muchos caminos —observó Njord sentenciosamente—, pero sólo uno le conduce a su destino.

—Sí, sí —gruñó Harald—. Por eso te traje conmigo. Enséñanos el camino a seguir.

Njord asintió, entornó sus pequeños ojos y se mordió el labio inferior como si tratara de resolver un cálculo complicado.

—Es difícil —dijo finalmente el canoso piloto—. Tus barcos son demasiado largos.

—¿Qué significa esto? —bramó el rey, haciendo temblar la tierra con la fuerza de su voz—. ¿Te he traído aquí sólo para que me digas que mis barcos son demasiado largos?

—No es culpa mía que tus barcos sean demasiado grandes —le contestó Njord con insolencia.

Si alguien estaba en arenas movedizas, ese alguien era Njord; sin embargo, parecía no darse cuenta del peligro que corría en ese momento.

—Si me hubieras preguntado —añadió el piloto—, te lo habría dicho.

—¿Hay algo más que quieras decirme? —preguntó el rey, en voz baja y amenazadora.

Yo casi podía oír el cuchillo deslizándose fuera de su funda.

Njord apretó los labios y contempló el agua con una expresión impenetrable.

—Si la montaña es demasiado alta para escalarla —sentenció repentinamente—, hay que dar un rodeo. —Volviéndose hacia el rey, le dijo—: Ya que me pides consejo, te diré que tus barcos han de ser remolcados.

El rey lo miró con la boca abierta de incredulidad.

—¡Imposible! —gritó Thorkel, incapaz de contenerse por más tiempo. Se adelantó para apelar al rey—. Separa esa cabeza inútil de sus hombros y deshazte de él. Yo haré el trabajo con gusto.

El desprecio de Njord se hizo más profundo.

—Si así piensas agradecer el mejor consejo que oirás a lo largo de esta travesía, entonces dame mi parte de la recompensa y me alejaré de tu vista.

—No —dijo el rey con firmeza—, te quedarás. Los barcos están aquí, en parte gracias a ti. Ahora te toca ganarte tu plata y conducirlos sin riesgo a través de las cataratas, porque eso es lo que acordaste hacer. Si fallas, tendrás la recompensa que mereces.

Desafiado por estas palabras, el despreocupado piloto depuso su actitud indolente y comenzó a organizar la preparación de los barcos.

—Poneos a un lado —dijo— y observad lo que hago.

Como antes, vaciamos los barcos. Entonces Njord comenzó a mostrar la agudeza por la cual era elogiado pero que hasta entonces no había lucido. Ordenó que se quitasen los remos y los mástiles. Ordenó que se talaran árboles altos del bosque y que se les cortaran todas las ramas; otros árboles se cortaron para emplearlos como palancas. Luego sacamos los barcos vacíos del río y los arrastramos con cabos hacia la orilla, sobre los troncos redondos.

Njord se concentró en su misión y la desempeñó bien. Siempre parecía saber el lugar exacto donde se necesitaba una palanca, y podía prever las dificultades antes de que se presentaran y dar los pasos necesarios para evitarlas o, al menos, para mitigar su dureza. Al final del día, teníamos un barco más allá de los rápidos y otro a medio camino.

Aquella noche acampamos en la orilla y continuamos el trabajo a la mañana siguiente bajo una llovizna fría que comenzó al amanecer. La lluvia hacía la tarea más difícil porque los senderos se llenaban de barro, de modo que los hombres resbalaban y los palos mojados eran difíciles de agarrar. Sin embargo, los barcos que faltaban eran más pequeños que el barco del rey, así que pudimos moverlos con más rapidez y, en cierta medida, con menos esfuerzo. La noche llegó y los dos barcos restantes estaban a medio camino. De madrugada, nos atacaron los pechenegos.

El rey Harald fue el primero en percibir el peligro, y su bramido de toro sacó a los daneses, exhaustos por el trabajo, de su pesado sueño. De no haber sido por eso, estoy seguro de que nos habrían degollado allí mismo. Nos levantamos todos a una, con las lanzas en las manos, porque los vikingos siempre duermen junto a su arma, especialmente cuando están en tierra.

Los pechenegos eran pequeños, morenos y astutos, y atacaban con golpes rápidos y furiosos de lanzas y hachas, retirándose inmediatamente. Sus movimientos y amagos hacían difícil golpearlos. Esto frustraba a los vikingos, que preferían a un adversario que se mantuviera firme en tierra y soportara golpe tras golpe. Los pechenegos habían combatido anteriormente con los daneses y habían aprendido cómo luchar contra un oponente más poderoso.

Harald veía cómo trataban de cansar a sus hombres, o tal vez causarles una herida fatal entre un movimiento y otro, así que ordenó a los hombres retroceder hasta los barcos y situarse en la orilla del río. Allí, de espaldas a los sólidos armazones de cedro, formaron para hacer frente a los inquietos pechenegos.

Cuando los adversarios vieron que los vikingos no permanecían en el claro, perdieron interés por continuar la pelea. No obstante, lejos de desanimarse, cambiaron de estrategia y, retrocediendo un poco, deliberaron y eligieron una comisión para parlamentar.

Mientras el grupo se iba aproximando, el rey me llamó a su lado.

—Vamos a hablar con ellos, tú y yo —me dijo—. Aunque creo que no nos va a gustar lo que nos digan.

Cuando el grupo de pechenegos estaba a unos cincuenta pasos, se detuvo y esperó a que nos acercáramos. El rey, diez de sus asistentes y yo fuimos a su encuentro. El rey, altivo y poderoso, escrutó a los adversarios; su ceño fruncido y su boca torcida manifestaban claramente su profundo desdén.

Habló el jefe de los enviados, profiriendo una ininteligible retahíla de balbuceos. Cuando vio que esto no producía efecto alguno, lo intentó en otro idioma, que era, de hecho, tan incomprensible como el primero. Viendo que ninguno de nosotros le entendíamos, abandonó ese discurso e intentó un tercero:

—Os saludo, hombres —dijo en un lamentable latín.

Esto lo comprendí enseguida y respondí en forma acorde, explicándole a Harald lo que había dicho.

—Vemos que no os da miedo pelear —continuó el enviado con suavidad—. Así pues, a nuestro señor le complace permitiros atravesar nuestros territorios sin ser molestados.

Le repetí sus palabras al rey Harald, que enseguida respondió:

—Tu señor tiene un modo muy particular de expresar su complacencia —se quejó el rey—. Sin embargo, me han tratado peor otras veces. Es una suerte para tu señor y para todos los que lo siguen que yo no haya perdido ningún hombre, porque, si no, la discusión sería otra en este momento.

—Eso es muy cierto, majestad. Por eso, puedes darle las gracias a mi señor, que siempre tiende su mano fraternal a aquellos que desean su amistad.

El enviado, un hombre moreno y menudo al que le faltaba casi toda la oreja derecha, hizo una pausa, sonrió afable y añadió:

—Por supuesto, esa amistad se establece mejor con la debida y apropiada consideración. —Se frotó la palma de la mano derecha con la punta de los dedos de la izquierda.

—Me parece —replicó Harald, una vez que le traduje las palabras del enviado— que tu señor extiende sus manos para recibir una recompensa más concreta que la simple amistad.

El enviado sonrió y se encogió de hombros.

—Las demandas de la amistad son muchas, y tienen sus propias obligaciones. Un hombre de tu indudable majestad debe estar de acuerdo con que las cosas sean así.

El rey Harald movió la cabeza al oír aquello.

—Son ladrones amables —me dijo—. Pregúntales cuánta plata costará establecer la amistad con ellos.

Se lo pregunté y el enviado contestó:

—No soy yo quien lo debe decir, graciosa majestad. Más bien mira a tus hombres y barcos y considera cuánto valen. Como eres un hombre de alto rango, estoy seguro de que actuarás en consecuencia.

Harald consideró la propuesta y llamó a uno de sus ayudantes, que fue corriendo al dakkar y volvió con un pequeño estuche de cuero, del que el rey sacó un brazalete de plata.

—Esto es por mi amistad —dijo, colocando la pieza de plata en la mano extendida del enviado pechenego—. Y esto —continuó Harald, buscando de nuevo— por la amistad de todos mis hombres.

Colocó una gema pulida en la mano del enviado.

—Y esto —dijo, hurgando por tercera vez en el estuche— es por la futura buena voluntad y entendimiento entre nuestros pueblos cada vez que pasemos por este lugar.

Junto con la gema amarilla colocó otra verde, después cerró el estuche y se lo dio al asistente.

—Pensaba —dijo el enviado, contemplando con cierta decepción los objetos que tenía en la mano— que un hombre de tu valor estimaría más la amistad entre nuestros pueblos.

—Yo deseo sólo una cierta amistad —fue la réplica de Harald—. No quiero casarme con tu señor ni con nadie de tu pueblo, por más agradables que puedan ser.

El enviado pechenego estaba disgustado. Suspiró y se acarició el mentón, mirando el botín que tenía en la mano y sacudiendo la cabeza tristemente, como si estuviera contemplando un trágico error.

—Me resisto a creer —dijo por fin, dejando caer el tesoro en un saco que estaba a su lado— que tus nuevos amigos sean tan poco valorados. Me temo que esto es muy desagradable. No dudo que cuando mi señor sepa lo poco que nos has valorado, exigirá mayores honores.

—Perdón —dijo Harald después de que le repetí sus palabras—, he olvidado mencionar que además de la plata y las gemas que has guardado tan rápidamente, también os voy a dar a ti y a tu ávido señor el regalo de conservar vuestras vidas.

El rey de los vikingos hizo una pausa para apreciar el efecto de sus palabras; cuando el enviado inició su protesta contra tal razonamiento, Harald dijo:

—¿Qué? ¿Valoras tan poco vuestras propias cabezas?

Con esto, cogió su hacha y se preparó para dar la señal a sus hombres de recomenzar la pelea. El enviado pechenego, atónito, le dijo:

—Ahora te entiendo mejor y estoy completamente convencido de tu honrado deseo de amistad. Por lo tanto, iré a presentar tu generosa oferta a nuestro señor. Sin embargo, me gustaría recordarte que tienes que pasar nuevamente por aquí en el viaje de vuelta a tu tierra. Y te pido que pienses bien de qué modo te gustaría que te diéramos la bienvenida al volver.

—El que gustéis —gruñó Harald, cansado del juego.

—Entonces, seguid vuestro camino —dijo el enviado pechenego—. Le diré a mi señor que prepare la bienvenida que merecéis.

—Es mi más profundo anhelo —replicó Harald, pasando el dedo por el borde de su hacha.

—Así será.

Con esto, el enviado hizo una señal a sus hombres y se fueron de inmediato.

—Eso estuvo bien, jarl —dijo uno de los hombres de Harald—. ¿Crees que nos atacarán otra vez?

—Creo que no —contestó Harald—. Hemos comprado un salvoconducto. Pero ya nos han advertido: la próxima vez será más caro.

Volvimos a los barcos y nos preparamos para seguir nuestro camino. Al final del día, los cuatro barcos estaban de nuevo en el agua y se deslizaban tranquilamente río abajo. Mientras la luna brilló lo suficiente para poder ver los alrededores, no descansamos. De madrugada estábamos muy lejos de las tierras de los pechenegos y bastante más allá del último obstáculo que se interponía entre el rey Harald Bramido de Toro y la Ciudad de Oro.