49
Volvimos al jardín de la azotea al día siguiente y permanecimos allí un rato más prolongado antes de regresar lentamente a mi habitación. Quedé completamente agotado, tanto que Faruk me ayudó a desvestirme mientras yo me recostaba entre grandes quejidos, como si hubiera estado todo el día acarreando bultos pesados. Me instalé en los cojines y Faruk me arropó. Antes de que se fuera del cuarto, ya me había quedado dormido.
Volvió a la mañana siguiente, justo cuando me despertaba. Había una bandeja con frutas, pan y un líquido caliente en una caja de madera colocada junto a mi cama. Cuando vio que me había despabilado, se sentó y cogió mi mano para realizar su peculiar examen de la muñeca, como otras veces. Me contempló reflexivamente durante un buen rato, luego dejó mi mano y dijo:
—Estás teniendo una buena recuperación, amigo mío. Y además el emir Sadiq quiere verte hoy. ¿Puedo decirle que te sientes lo suficientemente bien para entrevistarte con él?
—Sí, claro, Faruk. Me encantaría hablar con él, cuando quiera.
El médico sonrió.
—Entonces voy a sugerir que habléis esta misma mañana mientras te sientes más fuerte. Luego podrás descansar, y después daremos un corto paseo. ¿De acuerdo?
—Por supuesto —repliqué—. Lo que digas estará bien. Sé que te debo la vida, pues de no haber sido por ti estaría muerto.
El médico de la túnica blanca levantó las manos en señal de protesta y movió la cabeza, negando:
—No, no, no. Es Alá, sabio y misericordioso, el que te ha devuelto la vida. Yo sólo te cuidé para que él pudiera obrar sobre ti.
Me miró un rato con sus ojos amables y oscuros.
—En cuanto a mí —dijo—, estoy contento de ver que te sientes mejor.
—Gracias, Faruk —le dije.
Se levantó y me anunció:
—Ahora te dejo; volveré después de haber hablado con el emir. Estaría muy bien que comieras algo de lo que te traje. Debemos comenzar a fortalecerte.
Después de recibir mi promesa de comer, me dejó solo. Más tarde apareció Kazimain cuando estaba terminando un racimo de uvas de color azul negruzco intenso, la única fruta de la bandeja que me era conocida. Ella sonrió al verme y vino hasta el borde de mi cama. Se arrodilló y eligió una fruta redonda de piel roja; parecía una manzana, pero tenía una protuberancia en un extremo y la piel era muy áspera. Ella me enseñó cómo debía abrirla, diciendo algo mientras lo hacía, no pude comprender qué era. Faruk llegó en aquel momento con un fardo de ropas y dijo:
—Te está diciendo que el nombre de esa fruta es narra. Los griegos la llaman de otro modo, pero no conozco la palabra.
Kazimain apretó los pulgares contra la piel roja con aspecto de cuero, sacudió las muñecas y la fruta se abrió en dos, mostrando en su interior cientos de semillas que brillaban como rubíes. Cortó un pedacito, esparció algunas de esas pequeñas joyas rojas en la palma de su mano y me las ofreció.
Cogí una de esas semillas que parecían gemas y me la puse en la boca, donde estalló con un dulzor ácido.
—Debes ponerte el puñado entero en la boca —me aconsejó Faruk con una sonrisa—. Si no, tardarás todo el día.
Pero a puñados la narra me resultaba un tanto amarga, así que volví a las uvas y las comí acompañadas con un poco de pan. Cuando terminé, Kazimain se fue para permitir que Faruk me vistiera con las ropas que había traído: una túnica y una capa de seda rayada verde y azul, más finas que las que me habían dado anteriormente, y de nuevo un cinturón de seda rojo.
—Debes vestirte adecuadamente para la audiencia —explicó, y me enseñó cómo debía arreglarme la túnica y ajustar convenientemente el cinturón.
—Pareces un hombre elegante y decidido —dijo Faruk elogiando los resultados—. Ahora vamos, el emir está esperando. Voy a llevarte a su presencia. Y si me lo permites, te daré instrucciones acerca de cómo debes comportarte en su presencia.
—Te estaré muy agradecido —repliqué, aunque ya tenía alguna idea gracias a las observaciones hechas en las pocas reuniones a las que asistí cuando el eparco se entrevistó con los árabes en Trebisonda.
—Es bastante sencillo —opinó Faruk mientras me sacaba de mi cuarto—. Te lo explicaré por el camino.
Avanzamos por el largo pasillo, pasando por delante de las escaleras que llevaban al jardín de la azotea. En vez de subir, esta vez dimos media vuelta, descendimos a la planta inferior y llegamos a un gran vestíbulo.
—Ésta es la sala de recepción —me explicó Faruk—, pero como la tuya no es una audiencia formal, el emir te verá en sus aposentos privados. Es costumbre en estas circunstancias que hagas una reverencia al saludarle. Haz lo mismo que me veas hacer —me dijo—. Puedes invocar la bendición de Alá para él o decir al emir que eres su siervo que espera complacerlo.
Atravesamos la sala de recepción y Faruk me explicó algunas cosas más que supuso que me gustaría conocer acerca de la distribución de la residencia. Al final de la sala había una puerta alta y estrecha, y Faruk me indicó que debíamos atravesarla; la abrió y entramos en un vestíbulo donde no había más que una puerta baja al fondo; la puerta era de palo de rosa y tenía la superficie adornada con remaches de oro formando un dibujo floral. Ante esa puerta había un guardia que sostenía un hacha curva de palo largo. Faruk le dijo unas palabras y el guardia se dio media vuelta, tiró de una banda de cuero y la puerta se abrió; el guerrero se echó a un lado y se puso la mano sobre el corazón mientras Faruk pasaba.
Inclinando las cabezas atravesamos el bajo dintel.
—Recuérdalo —me susurró Faruk—. Ahora tu vida está en sus manos.
Entonces entramos en la cámara, que era más parecida a las tiendas del emir que a un palacio: columnillas delgadas y altas, como los palos de una tienda, sostenían el techo elevado por el centro; tanto el techo como las paredes estaban cubiertos de tela roja que se agitaba levemente con la brisa que entraba por las cuatro amplias ventanas de la gran alcoba, donde el emir Sadiq y tres mujeres estaban sentados en cojines, ante una gran bandeja de bronce llena de comida. Las ventanas estaban protegidas por rejillas de madera que permitían que la luz y el aire entraran en la habitación. A través del intrincado dibujo de las rejillas pude ver el chorro de agua que surgía de una pequeña fuente y oír el rugido de una cascada.
Al llegar nosotros, las mujeres se levantaron y salieron sin decir una palabra. Faruk hizo una reverencia hasta la cintura y saludó al emir. Yo imité el gesto, pero sin poder inclinarme tanto.
—¡Pasad! ¡Pasad! —exclamó Sadiq—. En nombre de Alá y de su santo profeta, os doy la bienvenida, amigos míos. Que la paz y la serenidad no os abandonen mientras seáis mis huéspedes. Sentaos y desayunad conmigo. Insisto.
Yo no dije que ya había comido, pero Faruk, por si acaso, me dirigió una mirada de advertencia y respondió en nombre de los dos:
—Compartir el pan contigo, mi señor Sadiq, será un gran placer.
El emir no se levantó, pero abrió los brazos en señal de bienvenida.
—Por favor, siéntate a mi lado, Aidan —dijo, indicando el cojín que estaba a su derecha—. Faruk —añadió, inclinándose a su izquierda—, por favor, permíteme estar entre tú y tu estimable paciente.
—Muy pronto dejará de estar a mi cuidado —replicó el médico, de buen humor—. En poco tiempo volveré a mi hogar en Bagdad.
—No hay prisa, amigo mío —dijo Sadiq—. Eres bienvenido aquí todo el tiempo que quieras quedarte.
—Gracias, mi señor —contestó Faruk, inclinando levemente la cabeza—. Mis asuntos no son tan apremiantes como para salir corriendo enseguida. Con tu permiso, me quedaré mientras sean requeridos mis servicios.
Volviéndose a mí, Sadiq dijo:
—Me alegra ver que puedes mantenerte en pie. Supongo que te sientes mucho mejor.
—Te estoy sumamente agradecido —dije—. Sin tu intervención habría muerto. Mi vida es tuya, señor Sadiq.
—Alá hace a unos hombres de hierro y a otros de hierba —replicó el emir con rapidez—. Tú, creo, eres de los primeros. Ahora, si me disculpas, se me han agotado mis pocas provisiones de griego. Faruk traducirá tus palabras para mí, si estás de acuerdo.
Me apresuré a indicar que sí, y recordé que Sadiq había dejado de hablar en griego poco después de haberse encontrado con el eparco. Lo observé detenidamente mientras apilaba alimentos en los pequeños recipientes de bronce y pensé que quizás el sutil emir hablaba griego con mucha mayor fluidez y capacidad de la que dejaba ver.
Ciertamente, entendía más de lo que parecía. Me pregunté qué sentido tenía esa simulación.
Colocó su mano sobre mi brazo y me dirigió un largo discurso en su lengua natal. Faruk, hundiendo un trozo de pan en un recipiente que contenía una pasta cremosa, escuchó un rato y luego dijo:
—El emir dice que está realmente contento de que hayas sobrevivido a la tortura. Sabe que te inquieta conocer cuál es tu posición en su casa, pero desea tranquilizarte a ese respecto. Más tarde, cuando te sientas más fuerte, habrá tiempo para darle a este importante asunto la consideración que merece. Hasta entonces, eres invitado de la casa.
—Te lo agradezco —repliqué, hablando a través de Faruk—. Tu consideración es loable. Pero te lo repito, estoy en deuda contigo, señor Sadiq.
El emir pareció complacido por estas palabras, o con las que Faruk le tradujo; supongo que dirían lo mismo. Sadiq me miraba directamente, con evidente interés, mientras comía aceitunas y escupía discretamente los huesos en la mano ahuecada, inclinándose de vez en cuando. Yo comí del plato que tenía frente a mí, consciente de que me estaría observando para ver qué era lo que más comía.
—La última vez que nos vimos fue en compañía del eparco —dijo a través de Faruk—. Me han dicho que está muerto. Si es así, lo lamento mucho.
—Así es —respondí, con voz temblorosa; sentí dentro de mí el calor de un remolino de odio—. Tuvimos una emboscada en el camino. El eparco Nicéforo murió durante el ataque y unos doscientos más fueron asesinados con él.
—Es terrible lo que pasó —replicó el emir seriamente; Faruk me tradujo sus palabras—: Como creo que eres de fiar, te pido que me creas si te digo que no tuve nada que ver con esa desgraciada emboscada. Tampoco, por lo que yo sé, tuvo nada que ver ninguna otra tribu sarracena. Esto lo digo porque me ocupé de descubrir la verdad del incidente desde el mismo momento en que me enteré de que había ocurrido. Sin embargo, la verdad es siempre esquiva y todavía no la conozco toda.
Me observaba mientras Faruk traducía, evaluando mi posible respuesta. Como no dije nada, me preguntó:
—¿Qué nos puedes decir acerca de la emboscada?
—Íbamos de camino a Sebastea cuando fuimos atacados por sarracenos —le dije sin ambages—. Nosotros éramos más de doscientos, incluidos los mercaderes y la guardia del eparco. El enemigo cayó sobre nosotros mientras dormíamos. Sólo unos cuantos sobrevivimos.
Sadiq inclinó, la cabeza muy seriamente y Faruk me tradujo su pregunta siguiente:
—¿Por qué crees que eran sarracenos?
—Iban vestidos con ropas árabes —repliqué, recordando aquel día fatídico—. Es verdad que hablaban una lengua que no había oído nunca, pero no veo razón alguna para creer que fueran otra cosa que lo que parecían.
—Ahora, si puedo saberlo, ¿por qué ibais hacia Sebastea?
—El eparco había recibido una carta del gobernador Honorio en la cual decía que el califa estaba traicionando lo pactado y que no respetaba la paz que habían acordado el emir y el eparco.
Sadiq respondió muy despacio, y Faruk tradujo:
—Esa carta era, sin duda, falsa. Por razones que ahora no puedes conocer, el califa desea respetar los tratados de paz. Aun ahora espera con gran ansiedad el día en que el emperador y él se encuentren cara a cara para intercambiar saludos de buena fe. —Me miró con intención, como si quisiera pedirme que le creyera—. Pero ése no es el asunto que tenemos que tratar ahora.
—El eparco Nicéforo no creía en esa carta —le dije mientras iba recordando los hechos—. Consideraba que era una trampa.
—Pero aun así se dirigió a Sebastea. ¿Por qué crees que lo hizo si pensaba que la carta era mentira?
—No sabría decirlo —repliqué—. Tal vez pensara que no corría gran peligro por probar. O tal vez pensara que ir a Sebastea era lo mejor para probar que la carta era falsa y, así, capturar al verdadero traidor. Fuera cual fuera la razón, sé que sospechaba una traición, no del califa, pero sí de algún otro. El gobernador de Sebastea había sido amigo suyo, y lo que él podía decir de esa carta era que, si bien la letra era de Honorio, la información que contenía era falsa.
Después de que Faruk tradujo mis palabras, el emir y él deliberaron un rato; luego me preguntó:
—¿Y te dijo el eparco de quién sospechaba?
—No, señor, nunca lo hizo —respondí—. Pero tengo razones para creer que era el komes Nikos. Tú lo recordarás: era el que estaba siempre al lado del eparco.
Los ojos de Sadiq se entornaron al oír aquel nombre.
—Lo recuerdo bien. Sería un asunto muy serio sospechar de la credibilidad de ese hombre —me advirtió a través de Faruk—, y una acusación muy grave de un hombre a otro.
—No lo he dicho sin pensar, o sin tener una razón —contesté—. Fueron asesinados más de doscientos hombres en la emboscada y los pocos que sobrevivieron ahora son esclavos; sólo Nikos escapó, abandonando el campo a caballo antes de que comenzara el ataque. Y, por si esto fuera poco, la expedición del eparco no fue la primera organizada por Nikos que terminaba en una catástrofe.
El emir preguntó sobre esto y le expliqué brevemente la historia de la peregrinación de los monjes y de cómo mis hermanos habían encontrado la desgracia actuando según los consejos de Nikos y siguiendo sus directrices. Cuando terminé, Sadiq asintió:
—Esto da una nueva perspectiva al asunto. Pero, por favor, dime —continuó—, ¿tus hermanos monjes viven todavía?
—Sólo quedan vivos tres —contesté—. Son esclavos en la misma mina de plata donde todos fuimos comprados.
—Eso también es altamente interesante —señaló el emir a través de su intérprete—. Puedo discernir la acción de una misma mano en toda esta desastrosa serie de sucesos. Y creo que has identificado correctamente al dueño de esa mano.
Su sonrisa fue rápida y algo tímida.
—Nosotros también tenemos nuestros espías, amigo mío —me explicó—. Y lo que has dicho confirma mucho de lo que he descubierto desde que supe de la emboscada y de la muerte del eparco.
Entonces el emir se puso de pie y dio un par de enérgicas palmadas. Al instante apareció un joven que hizo una reverencia y se acercó. El emir le dijo algo con gran celeridad, y después el joven hizo otra reverencia y partió, con el rostro impasible.
—El emir va a enviar un mensajero al califa —me dijo Faruk.
El emir Sadiq se sentó de nuevo y cogió un cántaro de bronce que estaba sobre una llama; llenó tres copitas de líquido humeante y nos pasó una a Faruk y otra a mí. Levantando la suya, echó la cabeza para atrás y se tragó el contenido de una vez. Yo hice lo mismo y experimenté un sabor dulce y al mismo tiempo refrescante. Luego seleccionó un pan con pequeñas semillas que rompió en tres partes y nos dio una porción a cada uno. Comimos y durante un rato oímos el agua que corría en el exterior. Cuando el emir volvió a dirigirse a mí, Faruk tradujo sus palabras del siguiente modo:
—Sé muy bien que has sufrido mucho por culpa de asuntos que no te concernían ni provocaste —dijo—. Sin embargo, la paz es asunto de todos los hombres, así como la guerra es la maldición de todos los hombres. Has soportado con admirable coraje todo el daño que ha caído sobre ti. Por esto, te tengo en alta estima. Cuando fui informado de la emboscada, comencé a buscar a los supervivientes, esperando encontrar al menos a uno que pudiera decirme qué había pasado. Debes perdonarme por no haberte encontrado antes; los esclavos del califa son muchos y no se sabía a qué amo habían sido vendidos los supervivientes, en caso de haber alguno. Te puedo asegurar que tuve tanta misericordia en mi búsqueda como el sol ardiente del mediodía. ¡Por donde pasaba no quedaban ni las sombras! La traición de la que hablaba la carta del gobernador existe de verdad. Pero el traidor no es el califa. Esto lo puedo demostrar del modo más convincente, pero por ahora te pido que aceptes mi palabra de que es así. Según lo que me has dicho, además de lo que ya hemos averiguado, es probable que el komes Nikos esté en connivencia con una facción armenia que se halla en la frontera árabe. En cuanto al ataque, estoy convencido de que no fueron sarracenos. Los que atacaron la caravana eran armenios.
Supongo que mi perplejidad era evidente; Sadiq, al ver mi reacción, asintió levemente con la cabeza y luego dijo algo con rapidez a Faruk, el cual me dijo a su vez:
—El emir te pide que aceptes esta suposición, al menos por ahora.
—Como gustes, señor Sadiq —dije—, pero ¿por qué querrían hacerlo esos armenios? No veo el beneficio de semejante traición.
—La respuesta sigue estando poco clara —dijo el emir—. Pero no me cabe duda de que pronto descubriremos sus propósitos: los actos que se perpetran en la oscuridad no pueden permanecer escondidos en la luz. Mientras tanto, quiero que sepas que estoy dando los pasos necesarios para alertar tanto al califa como al emperador de esta traición. Es de esperar que mi advertencia no llegue demasiado tarde. Y ahora, amigo mío —concluyó amablemente—, tu estimable médico me ha advertido de que no te cansara demasiado. Hablaremos de nuevo muy pronto.
Faruk me hizo levantar, pero yo permanecí sentado.
—Si no te importa, señor Sadiq —dije con firmeza—, yo no fui el único superviviente de la emboscada. Hay otros buenos amigos todavía esclavizados en las minas.
—Su destino, como el de todos los hombres, está en las manos de Alá —contestó el emir cuando Faruk le tradujo mi preocupación—. Pero por lo que me ha dicho Faysal, creo que puedo asegurarte que no habrá más muertes ni torturas en la mina. El capataz era un necio y un cobarde; sin duda merecía su destino. El nuevo capataz no olvidará fácilmente el ejemplo de su predecesor.
—¿Cuándo podrán ser liberados? —pregunté, disculpándome por la rudeza de mi pregunta.
Faruk frunció el ceño, pero aun así tradujo mi pregunta.
—En cuanto a su liberación —dijo Sadiq—, quisiera pedirte que consideres que es un asunto de lo más complicado. Puede tardar un tiempo, pero haré que se logre. Ten paciencia, amigo mío. Todo sucede como Alá quiere que sea.
Así terminó mi audiencia con Sadiq. Deseaba hacerle más preguntas al emir, pero Faruk me hizo una advertencia con los ojos; a continuación se levantó rápidamente, pronunció las bendiciones del día en favor del señor Sadiq y partimos. Una vez en el exterior, el médico me alejó de los aposentos del emir. Cuando habíamos atravesado las puertas, me dijo:
—Caminemos un rato. El sol todavía no es muy fuerte, y te hará bien llenar los pulmones de aire fresco.
—Gracias, Faruk —respondí un poco irritado—, pero preferiría regresar a mi cuarto, si no te importa. Estoy cansado.
En verdad, lo que deseaba era reflexionar acerca de todo lo que había oído.
—Por favor —insistió el médico—. Tal vez tenga algo interesante que decirte. —Asintió lentamente mientras yo accedía; luego, cogiéndome del brazo, me llevó más lejos, diciéndome—: Vamos, te voy a enseñar la joya del palacio, ¡una delicia tanto para el oído como para la vista!