12

Lo que hacen los hombres con los espejos

Enfrentado a la espada de Gart en el corredor de paredes de piedra, Artagel se dio cuenta de que estaba contemplando la garganta de la muerte.

El Monomach del Gran Rey se había recuperado del fuego de la lámpara y del violento empuje del primer ataque de Artagel; ahora estaba de nuevo equilibrado, y su dominio del acero era perfecto. Parecía hacerse más fuerte momento a momento.

Las linternas que iluminaban el pasadizo hacían que sus ojos brillaran amarillos; relucían como los de un animal. Su nariz en forma de hachuela se enfrentaba a su oponente, como ansiosa de sangre. Las cicatrices en sus mejillas, las marcas de iniciación de su arte, eran pálidas estrías contra la tonalidad broncínea de su piel. Aunque estaba siendo atacado por el mejor espadachín de Mordant, ni siquiera sudaba. Su hoja se movía como algo vivo: tan protectora como un amante, atrapaba y devolvía cualquier golpe dirigido a él, como si quisiera ahorrarle el esfuerzo de defenderse.

Sus dientes brillaban, blancos y malignos, entre sus labios; el odio tensaba toda piedad fuera de sus rasgos. Sin embargo, Artagel estaba seguro de que el aborrecimiento de Gart no tenía nada de personal contra él. No implicaba ningún resentimiento hacia la reputación de Artagel, ninguna envidia de su posición, ningún deseo particular de verlo muerto. En Gart, el anhelo de matar era una característica profesional no teñida por las emociones individuales.

Artagel había oído rumores acerca del entrenamiento al que se sometían los Aprs del Monomach del Gran Rey, las privaciones y peligros impuestos sobre muchachos muy jóvenes para hacer que se sintieran seguros de lo que estaban haciendo, seguros de sí mismos; para endurecer su odio. Eso era lo que daba fuerzas a Gart: su imperturbabilidad; la impersonalidad de su pasión. Su corazón no contenía nada que pudiera confundirle.

Artagel, por su parte, estaba sudando.

Sus manos eran resbaladizas por la humedad; bajo su cota de malla, su chaquetilla se pegaba a su piel. Su espada parecía muerta en su mano, y su pecho le dolía con el esfuerzo de manejar la hoja. El envaramiento en su costado se había convertido en una banda de hierro al rojo, agónicamente dolorosa, y ese dolor parecía minar toda la resistencia de sus piernas, la rápida tensión de sus muñecas, la vida de su arma.

Una lluvia de golpes, tan fuertes como de un martillo sobre un yunque, hicieron saltar chispas. Una pausa evaluadora. Otra lluvia.

No había duda al respecto: Gart iba a matarle.

Artagel no se enfrentó a la perspectiva con la misma aprobación con que lo había hecho Lebbick.

No podía permitirse ser vencido, no podía absolutamente permitirse fracasar. Si caía, Gart iría tras Terisa y Geraden. Iría tras Nyle. Todos morirían, y el propio Rey Joyse no tendría ninguna oportunidad…

Pero, cuando pensó en Nyle, cuando recordó lo que le habían hecho a su hermano, su corazón se llenó de oscuridad, y se lanzó contra Gart alocadamente, inexpertamente. Sólo la absoluta furia de su ataque le salvó de una muerte inmediata. La furia era todo lo que aún le mantenía en pie; nada excepto la furia daba fuerzas a sus miembros, aire a sus pulmones, vida a su acero.

Un rápido y cortante dolor lo devolvió a la realidad…, un corte a lo largo del tenso músculo de su hombro izquierdo. Retrocedió del suicidio mientras la sangre brotaba de la herida. Una herida menor; supo eso instintivamente. Sin embargo, dolía… Dolía lo suficiente como para restablecer su razón.

No de esta forma. Jamás iba a vencer a Gart de esta forma. La verdad era obvia en la acción sin ningún esfuerzo de la hoja de Gart, la fiera mueca en su rostro; era inconfundible en el destello de sus amarillos ojos.

De hecho, Artagel apenas fue capaz de mantener la punta de la espada de Gart fuera de su pecho mientras se retiraba por el corredor, jadeando en busca de aliento, luchando por recobrar su equilibrio. La hoja del Monomach tejía resplandores y destellos a la luz de las linternas, como si su acero fuera de algún modo milagroso, como un espejo.

De acuerdo. Artagel no podía vencer a Gart de esta forma. En realidad, no podía vencer a Gart de ninguna forma. Pero tenía que prolongar la lucha tanto como le fuera posible, tenía que ganar tiempo. El tiempo era vital. Así que necesitaba alguna otra forma de luchar. Tenía que empezar pensando como Geraden o Terisa, pero no acerca de Nyle, no, no pienses en Nyle, no cedas a la oscuridad. Tenía que hacer algo inesperado.

Algo que alterara la impasibilidad de Gart.

En lo más profundo de las entrañas de Artagel, un nudo se soltó, y empezó a sonreír.

Geraden no estaba sonriendo.

Cuando el Maestro Gilbur no le siguió, no se sorprendió. Sólo se sintió decepcionado. No tenía la menor idea de lo que hubiera hecho si el Maestro le hubiera perseguido. Gilbur conocía la fortaleza, después de todo, y Geraden jamás podría esperar vencerle en una prueba de violencia. Pero al menos el jorobado Imagero hubiera estado lejos de los espejos, incapaz por el momento de causarle al Rey Joyse mayor daño.

Esa esperanza había fallado, por supuesto. En vez de atraer al Maestro Gilbur lejos, Geraden lo que había hecho había sido abandonar a Terisa, dejarla para que se enfrentara sola con el Maestro Gilbur y el Maestro Eremis y el archi-Imagero.

Maravilloso. El perfecto clímax para una vida perfecta. Ahora todo lo que tenía que hacer era tropezar con un pelotón de guardias en alguna parte y dejarse matar inútilmente, y la historia de su vida quedaría completa.

Ahora es tu turno, había dicho el Domne. Haz que nos sintamos orgullosos de ti. Consigue que lo que hemos hecho haya valido la pena.

Geraden había tenido brillantemente éxito.

No podía impedir pensar de aquel modo. Había sufrido demasiados accidentes; la lógica de los accidentes parecía irrefutable. Sin embargo, era demasiado testarudo para aceptar la derrota. Amaba demasiado a Terisa, y a sus hermanos, y al Rey…

En nombre de la cordura, recuerda llamarme «papá».

Tan pronto como estuvo seguro de que el Maestro Gilbur había renunciado a la persecución, dio la vuelta hacia un pasadizo lateral y empezó a retroceder hacia la sala de las Imágenes.

No familiarizado con la fortaleza, pasó varios enloquecedores momentos buscando su camino. ¿Dónde estaban los guardias? Seguro que el Maestro Eremis tenía guardias, sirvientes del Gran Rey si no del propio Eremis. ¿Por qué no se había tropezado ya con ellos? Al final, sin embargo, alcanzó otra de las entradas a la sala de las Imágenes.

Desde aquella entrada, vio que el Maestro Gilbur era el único que quedaba allí.

Sólo por un momento, mientras el corazón le daba un vuelco en el pecho y un grito pugnaba por brotar de su garganta, pensó: Terisa. ¡Terisa! El Maestro Eremis y Vagel se la han llevado para violarla y torturarla, del mismo modo que han hecho con Nyle, del mismo modo que han hecho con Nyle. Tenía que ir tras ella, tenía que encontrarla, ayudarla, no podía permitir absoluta y completamente que la destruyeran.

Al mismo tiempo, desgraciadamente, se dio cuenta de lo que estaba haciendo el Maestro Gilbur.

El Imagero estaba de espaldas a Geraden. Esto era fortuito. Evidentemente, no sabía o no le importaba lo que Geraden pudiera estar haciendo. Estaba arrastrando un espejo desde el centro del anillo de espejos.

El espejo plano que mostraba el valle de Esmerel.

Lo llevaba hacia un espejo que se erguía bajo la directa y clara luz de una de las ventanas. La luz del sol iluminaba vívidamente la Imagen.

La escena que reflejaba el espejo pululaba de cucarachas.

Geraden recordó aquellas criaturas. Casi lo habían matado a él, y a Terisa, y a Artagel. Sin embargo, el horror de aquel recuerdo dio paso a un nuevo desánimo cuando el Maestro Gilbur colocó el cristal plano debajo y delante del otro espejo y retrocedió un paso para considerar sus intenciones.

En el espejo plano, Geraden vio al Rey Joyse y al Príncipe Kragen directamente bajo las amenazadoras mandíbulas de la bestia-babosa.

Estaban enzarzados en una desesperada lucha contra un enorme número de criaturas de pelaje rojizo con demasiados brazos que sujetaban demasiadas cimitarras.

El Rey y el Príncipe Kragen no estaban solos: el Termigan estaba con ellos, y sus hombres. Estaban cubiertos de sangre, y luchaban furiosamente. Sin embargo, no podían esperar sobrevivir contra tantos guerreros alienígenas. Y, si las criaturas de pelaje rojo no terminaban con ellos, la bestia-babosa lo haría.

Y el Maestro Gilbur planeaba trasladar una nueva amenaza al tumulto. Estaba considerando el foco de los espejos de modo que pudiera mover su cristal plano al interior del otro entre las cucarachas y trasladarlas directamente sobre la cabeza del Rey Joyse.

Señor del Demesne. Soberano de Mordant. Y amigo del padre de Geraden.

Recuerda llamarme «papá».

Terisa le necesitaba. Pero tendría que dejarla. Una sola vez, duramente, con ambos puños, se golpeó la frente.

Luego avanzó.

Tragando pánico y amor y pesar, abandonó la entrada y se arrastró hacia el anillo de espejos.

Si Terisa lo hubiera visto entonces, hubiera reconocido el hierro en su rostro, la mirada de desesperación…, y de brutal determinación.

No hizo ruido; pero avanzó rápidamente. Hacia los espejos que él y Terisa habían roto, hacia la pata de la cama que él había dejado caer. Recogiendo la improvisada maza de en medio de un charco de astillas, la arrojó con todas sus fuerzas contra el espejo plano.

Desgraciadamente, sus botas crujieron una advertencia entre las astillas de vidrio; y el Maestro Gilbur la oyó. Con una sorprendente rapidez, el Imagero giró en redondo, alzó su brazo…

…desvió la pata de la cama.

Pasó por encima del marco del espejo y golpeó contra las piedras al otro lado, fuera de su alcance.

—¡Por las pelotas de un perro! —escupió Gilbur. Ya tenía la daga en su puño; su rostro era una crispación de oscuridad—. ¿No abandonas nunca?

Geraden oyó la pata de la cama golpear contra la pared como si aquel sonido fuera el último latido de su corazón. Otro fracaso: su última oportunidad desperdiciada. Ahora no sería capaz de ayudar ni al Rey Joyse ni a Terisa, y ambos estarían perdidos. Y, si no escapaba ahora, su propia muerte sería inevitable. No importaba lo que ocurriera, jamás sería capaz de enfrentarse con éxito al Maestro Gilbur.

Sin embargo, se sentía atraído por el augurio. Éste era su destino, su condenación. En vez de huir, avanzó, al interior del anillo de espejos, hasta que se halló enteramente rodeado de espejos, todos ellos reflejando escenas de violencia y destrucción contra él.

Allí se detuvo.

—¿Por qué debería abandonar? —preguntó, como si simplemente estuviera dando al otro conversación—. ¿Por qué debería desear hacerte las cosas fáciles?

El Maestro Gilbur gruñó una obscenidad. Con la daga firmemente sujeta, se preparó para cargar.

Inmediatamente, Geraden ladró:

—Si yo fuera tú, no haría eso.

Sorprendido, el Maestro hizo una pausa.

—No tengo ningún otro lugar donde ir —explicó Geraden—. No tengo nada más que esperar. Oh, supongo que podría echar a correr. Podría intentar ocultarme en alguna parte. No parece que tengáis guardias aquí. Podría conseguir permanecer un tiempo con vida. Pero nunca escaparé. Nunca encontraré a Terisa.

»Si avanzas contra mí, simplemente romperé tantos espejos como pueda antes de morir. Ya habéis perdido cuatro. ¿Cuántos más estás dispuesto a arriesgar? ¿No crees que hay posibilidades de que pueda hacerlos pedazos todos?

Evidentemente, el primer impulso de Gilbur fue atacar: eso quedó claro en la forma en que exhibió sus dientes por entre su barba, la forma en que sus nudillos se volvieron blancos sobre la daga. Casi inmediatamente, sin embargo, pareció captar el otro lado de la situación. Alguien iba a venir pronto, y entonces Geraden estaría perdido. Mientras tanto, ¿por qué correr el riesgo de dañar años de intenso trabajo?

En vez de cargar, bajó su hoja.

—Estás equivocado, cachorro —gruñó—. Tenemos guardias. Estarán aquí en un momento.

—Oh, no lo creo así. —Geraden luchó por mantener cualquier asomo de alivio fuera de su voz. Tiempo: eso era todo lo que necesitaba. Un respiro para el Rey Joyse. Una posibilidad para que ocurriera algo—. Estoy seguro de que sí los tenéis, muchos. Pero apostaría a que están todos fuera, protegiendo este lugar por si acaso alguien intenta un ataque por sorpresa. Vigilando el desfiladero. Tú y Eremis y Vagel estáis tan estúpidamente seguros de vosotros mismos que nunca esperasteis ser atacados desde dentro.

Luego, porque deseaba ver hasta qué punto podía aguijonear al Imagero, preguntó:

—¿Dónde está Gart?

Las cejas del Maestro Gilbur se anudaron involuntariamente.

—No mires detrás de ti, muchacho mierda de cerdo. Puede que ya esté aquí. Ha ido a buscar a tu querido hermano Nyle…, el cual, permíteme decírtelo, me ha proporcionado considerable placer durante su visita aquí.

La Imagen del espejo plano mostraba al gran monstruo estremecido en un paroxismo de furia y hambre.

—No lo creo así —repitió Geraden. Nyle. Sintió deseos de reír a fin de no hacer nada estúpido, de no volverse loco e intentar atacar al Imagero; pero apenas pudo impedir un gruñido—. Terisa y yo rescatamos ya a Nyle. Llegamos antes que él. Si Gart no está ya aquí, eso quiere decir que los hombres que trajimos con nosotros se han ocupado de él. —Si Gart no está aquí, Artagel aún debe seguir con vida, aún debe estar luchando—. O de otro modo el Gran Rey Festten tiene planes de los que no os ha hablado. Supongo que habréis observado ya que su reputación hacia la traición es más vieja que tú.

Desgraciadamente, el Maestro Gilbur era capaz de reír.

—Puro humo —dijo con una carcajada gutural—. Niebla y luz de luna. —Dio un par de pasos no amenazadores, no hacia Geraden sino hacia un lado, apartándose del espejo plano y las cucarachas—. No habéis rescatado a Nyle…, no sabéis dónde está. La habitación donde he gozado de él es mantenida a oscuras. Nunca la habéis visto. En consecuencia, no podéis encontrarla ni trasladaros a ella.

»Gar se reunirá muy pronto con nosotros.

—Créelo si puedes —respondió Geraden. Él lo creía; y el pensamiento hizo que sintiera todos sus músculos tan débiles como agua. Sin embargo, mantuvo su mirada y su voz firmes—. Simplemente dime una cosa. Esas criaturas de pelaje rojo. —Seguían hormigueando en torno al Rey Joyse y al Príncipe, agitando salvajemente sus cimitarras. Los hombres del Termigan y de Norge parecían enormemente abrumados por el número. Y la bestia-babosa—. No las trasladasteis simplemente esta mañana, ¿verdad? ¿Dónde las conseguisteis montadas? ¿Cómo conseguisteis que os sirvieran?

La bestia-babosa había retrocedido, como si quisiera erguirse sobre su cola.

—No, no lo hicimos —concedió maliciosamente el Maestro Gilbur—. En eso, al menos, has acertado. Esas cosas… se llaman a sí mismas callat. Eremis ha trabajado en ellas con una cierta profundidad. Se han convertido en lo que tú considerarías su guardia personal. Se requirió una compleja y difícil negociación antes de que aceptara someter a sus callat a que apoyaran a Festten.

Demasiado tarde, Geraden se dio cuenta de lo que estaba haciendo el Imagero.

En el espejo plano, el monstruo que había parecido retroceder y alzarse sobre su cola se derrumbó como una torre, se estrelló fláccido contra el suelo. Sus fauces parecieron fallar por poco al Rey Joyse y al Príncipe Kragen; algunos de los callat fueron atrapados por su peso y aplastados. Pero, a través del cristal, la reverberación del impacto no produjo ningún sonido. Y la bestia no hizo ningún esfuerzo por seguir avanzando, por devorar más presas. Permaneció tendida, inmóvil, con una extraña voluta de humo brotando por entre sus dientes.

El Maestro Gilbur llegó junto a uno de los otros espejos del círculo.

Sujetó su marco con su mano libre, empezó a gruñir cosas sin sentido.

Del espejo, como lanzada por una catapulta, brotó una forma negra y flecosa, no más grande que un perro pequeño, con garras como garfios al extremo de sus cuatro miembros y terribles mandíbulas que llenaban la mitad de su cuerpo.

Al Maestro Eremis le gustaban las sorpresas. En cierto sentido, incluso le gustaban las sorpresas desagradables. Alzaban las apuestas, incrementaban el desafío: le permitían mostrar lo que podía hacer. Pero no había nada desagradable en la inesperada llegada de Terisa…, o de Geraden tampoco. El Maestro Gilbur podía ocuparse de Geraden. Y Terisa estaba derrotada.

Había visto la derrota en sus ojos, había visto la luz de la inteligencia y la determinación empezar a palidecer. Finalmente era suya, suya, y cada chispa de resistencia que quedara en ella no haría más que incrementar el placer de poseerla.

Mientras la conducía hacia sus aposentos privados, observando desde atrás la forma en que se movían sus caderas dentro de sus poco agraciadas ropas, recordando la dulce forma y curva de sus pechos y la particular sensación sedosa entre sus piernas, pensó que iba a ser más satisfactoria que ninguna otra mujer a la que hubiera destruido nunca.

La muerte de Saddith había sido satisfactoria, por supuesto: hábil, inevitable, y casi infinitamente astuta. Sin embargo, le había faltado el toque personal. No la había destruido él personalmente; sólo había arreglado los acontecimientos de modo que sufriera y muriese. En las desgraciadamente frecuentes ocasiones en las que había considerado necesario hacer el amor con ella, las exigencias de sus planes habían requerido que la tratase con gentileza, casi amablemente, a fin de que ella creyera que podía ayudarla en sus ambiciones sociales. Era lo suficientemente hombre, sin embargo, como para cumplir incluso con sus aburridos gustos en fornicación. Con Terisa no habría límites… Nada inhibiría los extravagantes aromas de dolor y degradación que pensaba extraer de ella.

Se sintió tan satisfecho de sí mismo que apenas pudo refrenar el deseo de danzar mientras la seguía hacia sus aposentos.

Obediente a su voluntad, Terisa entró en sus aposentos y se detuvo en el centro de la enorme estancia donde él tenía su cama, sus instrumentos de diversión y su copia del espejo plano que mostraba cómo progresaban las cosas en el valle de Esmerel.

Allí, el Rey Joyse y el Príncipe Kragen estaban a punto de caer bajo una marea de callat. O se situarían en cualquier momento al alcance del monstruo que se alzaba impresionantemente sobre ellos.

Bien. De hecho, perfecto. Eremis disfrutaría contemplando morir a sus enemigos mientras Terisa gemía y lloraba.

—Quítate la ropa —dijo, gozando con la dureza de su tono—. Me has eludido demasiado tiempo, y la recompensa que exijo ha crecido de modo correspondiente. —Si se quitaba sus propias ropas, ella misma podría ver hasta qué punto había crecido—. Tu desnudez es la más pequeña de las cosas que me ofrecerá hoy tu espléndido cuerpo.

La luz del sol penetraba por una serie de ventanas a lo largo de la pared, donde ocasionalmente dejaba que permanecieran los hombres para que observaran sus ejercicios. Hoy, por supuesto, todos estaban atareados con la batalla o montando guardia; pero le alegró tener su victoria sólo para sí mismo. Fuera sólo había la áspera ladera de una colina, una libertad que Terisa nunca alcanzaría. Toda la fortaleza era austera, y no había tenido tiempo de procurarse alfombras. Pero el sol calentaba las piedras del suelo, arrojando su resplandor sobre su víctima y el espejo.

Ella no obedeció. Y no prestó ninguna atención a las ventanas; por todo lo que él podía decir, ni siquiera las había observado. En vez de ello, se volvió hacia el cristal, como si éste tuviera más poder sobre ella que ninguna otra cosa.

Por primera vez desde que abandonaron la sala de las Imágenes, vio su rostro.

Quizá no estuviera derrotada después de todo. Algo en ella reflejaba una definida sensación de evaporación, como si se hallara al borde de desaparecer. Su expresión era fláccida; sus ojos, vagamente enfocados. Y, sin embargo, también parecía ver algo más en él, algo secreto y maravillosamente tentador. Podía ser una esperanza encubierta; la esperanza, quizá, de que pudiera cambiar la imagen en el espejo (pero por supuesto eso no haría nada para ayudar ni a ella ni al Rey Joyse); o la esperanza de que Eremis le proporcionara estúpidamente la posibilidad de trasladarle lejos de allí (pero para eso tendría que empujarle físicamente hacia el espejo, y él era más fuerte que ella, mucho más fuerte); o la esperanza de que pudiera usar el espejo para escapar ella misma (pero él no tenía intención de darle esa oportunidad).

O quizás estaba alimentando un oculto y desesperado deseo de causarle a él algún daño.

Fuera lo que fuese lo que ocultaba, era exactamente la especia que él anhelaba. Por un momento, la dejó que le desobedeciera simplemente porque no podía decidir si besarla gentilmente o arrancarle las ropas con brutalidad.

Estudiando el espejo, ella preguntó, con un tono bajo y desinteresado:

—¿Dónde conseguiste a esas criaturas? Las que nos atacaron a Geraden y a mí. ¿Cómo conseguiste que te sirvieran?

El Maestro Eremis se sintió feliz de responder.

—Los callat. Fueron un descubrimiento fortuito…, como son fortuitas todas las cosas para los hombres que pueden dominar la vida. Primero fueron descubiertos entre los Imageros de Vagel en Cadwal, pero no se halló ninguna utilidad para ellos. Al parecer, cada facción en Carmag temía que pudieran demostrar ser una fuerza decisiva…, para algún otro. Sin embargo, después de que yo redimiera a Vagel de su tenue exilio entre los Feudos de Alend, él recordó la fórmula y modeló un nuevo espejo.

»Los callat son realmente una fuerza poderosa, como puedes ver —Eremis gozó echando él mismo una mirada al espejo, aunque la mayor parte de su mente estaba clavada en Terisa—, pero no tan poderosa como temían los de Cadwal. Su número no es lo bastante grande como para formar un ejército.

»Son renegados en su propio mundo. En realidad, se hallan en peligro de exterminación por parte de lo que sólo puedo describir como una raza de marmotas. Marmotas gigantescas. Y los callat son demasiado sedientos de sangre para firmar la paz. Sólo saben luchar o morir.

»Viendo su peligro, trasladé a uno o dos de ellos y empezamos a negociar. A cambio de escapar de sus enemigos —Eremis echó a un lado con un encogimiento de hombros el hecho de que nunca había tenido intención de dejar a los callat con vida, su propósito desde un principio había sido usarlos de una forma que terminara destruyéndolos—, aceptaron servirme.

Lentamente, Terisa asintió. Él se preguntó si comprendía realmente; parecía estar pensando en algo completamente distinto.

—Proceden de un mundo muy diferente al nuestro —dijo ella—. Poseen una historia propia, motivaciones propias. Sin embargo, ¿sigues afirmando que no existían hasta que Vagel modeló su espejo?

Su pregunta arrancó una risita del Maestro. No hizo ningún esfuerzo por ocultar que estaba inexpresablemente complacido consigo mismo.

—Mi dama, ¿diste crédito alguna vez a esa pieza de sofisma?

Ella le miró gravemente, como si deseara oír lo que él tenía que decir…, y no le importara lo que fuera.

Aún riendo, continuó:

—Ningún hombre de una cierta inteligencia, de los cuales hay pocos, debo admitirlo, ha pensado nunca que las Imágenes que vemos en los espejos no existen. Esa postura, con todos los argumentos que la apoyan, nos rué impuesta por el Rey Joyse, por su exigencia de que la Cofradía definiera un uso «correcto» de la Imagería. Puesto que él dio por sentado que si se demostraba que las Imágenes eran reales en sí mismas, entonces debían ser tratadas con respeto, consideración…, en pocas palabras, debían ser dejadas tranquilas, no dejó a aquellos que no estaban de acuerdo con él ningún margen excepto afirmar que esas Imágenes no tenían existencia independiente.

»Pero, por supuesto, este dogma central es tan estúpido que ni siquiera puede responderse a él. Del mismo modo podría afirmar que no debemos respirar porque no debemos interferir con el aire, o que no debemos comer porque no debemos interferir con las plantas y el ganado. La verdad es que tenemos el derecho a interferir con las Imágenes porque tenemos el poder de interferir. Es necesario interferir. De otro modo, el poder no tiene ninguna utilidad, y muere, y la Imagería está perdida.

ȃsa es la ley de la vida. Como cualquier otra cosa que respira y desea y elige, debemos hacer lo que podemos.

Eremis se lamió los labios.

—Terisa, he probado tus pechos, y son deliciosos. Debes tener una mente excepcionalmente vacía, si alguna vez has creído que no existes. Te dije que eras irreal solamente para hacer que te resultara tan difícil como fuera posible descubrir tu talento.

Mientras hablaba, la estudió, buscando su secreta reacción, la verdad que ella deseaba ocultar. Sus ojos eran demasiado oscuros, estaban demasiado perdidos; no traicionaban nada. En lo que a ellos se refería, ya se había ido.

Pero su hermosa mandíbula hendida se tensó como si estuviera rechinando los dientes.

Encantado ante esta evidencia de furia, tendió las manos y cerró los puños sobre la poco agraciada blusa de piel. Lamentaba realmente que no hubiera tenido la oportunidad de lavarse el pelo; pero todo lo demás en ella era perfecto. Iba a desgarrarle la blusa y quitársela. Luego, antes de empezar a hacerle daño, le haría cosas a sus pechos que conseguirían que ella suspirara por él pese a sus secretos. Y después la sorprendería con el dolor, como ella lo había sorprendido a él.

Por alguna razón, sin embargo, ella había vuelto el rostro. Ni siquiera estaba lo suficientemente asustada de él como para observar lo que estaba haciendo. En vez de ello, miraba sombríamente hacia el espejo.

Inintencionadamente, él miró también, a tiempo para ver a la bestia-babosa caer desde toda su altura, derrumbarse como un trueno insonoro en el valle y quedar inmóvil. Involuntariamente, contuvo la respiración, aguardando a ver al monstruo moverse de nuevo, aguardando a verlo saltar hacia delante y devorar al Rey Joyse y al arrogante Pretendiente de Alend. Un extraño humo trazó breves volutas por entre sus dientes antes de ser arrastrado por la brisa.

—¡Excrementos de cerdo! —jadeó Eremis. Olvidando a Te-risa, se acercó al espejo, aferró el marco con ambas manos, estudió intensamente la Imagen—. Eso es imposible. Viejo chocho estúpido, eso es imposible.

—Interesante —observó Terisa, como si nunca hubiera estado menos interesada en su vida—. Quizá «todas las cosas» no sean tan «fortuitas» como piensas.

Eremis creyó ver que la Imagen del valle empezaba a oscilar en los bordes, creyó ver las paredes laterales y la última catapulta empezar a fundirse…

Aquello también era imposible. No estaba seguro de lo que estaba viendo.

No se entretuvo a asegurarse. Se dio bruscamente la vuelta y golpeó a Terisa con el dorso de su mano, tan fuerte que ella se derrumbó como un muñeco roto. Quedó tendida de costado a la cálida luz del sol, acurrucada sobre sí misma, con el pelo extendido sobre las piedras del suelo y una mano apretada contra el lugar donde había recibido el golpe; tal vez estuviera llorando.

—Si intentas esto de nuevo —escupió—, si tocas ese cristal con un asomo más de tu talento, te juro que llamaré a Gilbur aquí y dejaré que te viole con esa daga suya.

Quizá no estaba llorando: no emitía ningún sonido. Al cabo de un momento, sin embargo, asintió con la cabeza…, un pequeño y frágil gesto, como una crispación de derrota.

Pese a la inesperada defunción de su monstruo, el Maestro Eremis recuperó su sonrisa.

Artagel también estaba sonriendo, pero por una razón completamente distinta.

Pese a la sangre que resbalaba de su hombro herido, hizo retroceder el ardiente acero y la fuerza del siguiente ataque de Gart. Esa defensa le costó un esfuerzo que pareció desgarrar su herido costado. Dos veces se salvó solamente porque el corredor era demasiado estrecho para una perfecta esgrima, y fue capaz de bloquear la hoja de Gart contra la piedra. Pero al final consiguió desprenderse de su oponente.

Antes de que el Monomach del Gran Rey consiguiera caer de nuevo sobre él, se retiró varios rápidos pasos, luego relajó su postura y dejó caer la punta de su espada.

Gart hizo una pausa para escrutarlo curiosamente.

Intentando no respirar con ansiosos jadeos que traicionaran su debilidad, Artagel preguntó:

—¿Por qué lo haces?

Gart enarcó una ceja; avanzó un paso.

Artagel alzó una mano para detener al Monomach.

—Vas a matarme de todos modos. Tú lo sabes. Puedes permitirte enviarme a la tumba con mi ignorancia satisfecha. ¿Por qué lo haces?

Desconcertado, quizá, por la admisión de su derrota, Gart se detuvo de nuevo.

—¿Por qué hago qué?

Con un esfuerzo que pareció desesperadamente heroico, Artagel intentó reír. Fracasó, por supuesto. De todos modos, consiguió emitir un sonido alegre cuando dijo:

—Servir.

La punta de la hoja de Gart estudió cautelosamente a Artagel mientras el Monomach aguardaba.

—Tú eres el mejor —jadeó Artagel—. El mejor. Diriges y entrenas un cuadro de Aprs que desean ser tan buenos como tú, y algunos de ellos puede que incluso tengan casi tanto talento. Puedes ser una potencia en el mundo. Apostaría a que podrías destronar a Festten en cualquier momento que quisieras. Podrías ser el que decide, en vez de ser el que sirve. ¿Por qué lo haces?

Gart consideró unos instantes la cuestión.

—Así es como soy —pronunció al fin.

—Pero ¿por qué? —insistió Artagel, luchando por una oportunidad de recuperar su aliento, sus fuerzas—. ¿Qué te da Festten que no puedas obtener en cualquier otro lugar? ¿Qué te proporciona el ser el Monomach del Gran Rey que ya no sea tuyo por derecho? Podrías elegir a quien matar. Si yo fuera tú, me sentiría avergonzado por la cantidad de tiempo que has pasado últimamente intentando matar a una mujer. ¿Qué decisión fue ésa? ¿Por qué tuviste que rebajarte de ese modo?

Un gruñido brotó por entre los apretados dientes de Gart.

—Te lo digo, podrías ser un poder. ¿Acaso no tienes auto respeto?

El Monomach se lanzó como un tornado contra él en el angosto pasadizo; bruscamente, sin advertencia previa; y lo único que salvó a Artagel fue que no lo pilló por sorpresa. Alzó su espada, paró duramente, intentó responder. Gart deslizó el golpe hacia un lado y atacó de nuevo. Artagel sintió el acero rozar su pelo cuando se agachó; la hoja de Gart resonó contra la pared. Artagel lanzó un tajo a las piernas del Monomach, tan rápidamente que le hizo saltar.

Consiguiendo de alguna forma no tambalearse, no aferrar su desgarrado costado, Artagel se desprendió de nuevo de su enemigo, se retiró por el corredor.

—Eso —dijo Gart, como si nunca hubiera perdido el aliento en su vida— es lo que soy.

—Pero lo importante es que sirves —protestó Artagel—. No eres más que un sirviente, un arma.

—Escúchame —articuló peligrosamente Gart—. No lo diré de nuevo. Eso es lo que soy.

—¿Con tus habilidades? —La voz de Artagel ascendió hasta casi un grito—. No lo creo. ¿Te contentas con ser un sirviente? ¿Te contentas con ser usado como una cosa sin mente, sin orgullo? ¿Acaso no eres un hombre? ¿No sueñas? ¿No tienes ambiciones?

Probablemente era una locura excitar de aquel modo al Monomach; pero a Artagel no le importaba. Por primera vez desde que se había iniciado su confrontación, se estaba divirtiendo.

—No me extraña que seas tan difícil de matar. Dentro de ti, ahí donde cuenta, ya estás muerto.

Como respuesta, Gart hizo girar su hoja con tanta rapidez que el acero se convirtió en algo borroso a la luz de las linternas.

—Oh, tengo sueños, estúpido —raspó—. Tengo sueños.

»Sueño con sangre.

Tan ferozmente que nada podía detenerle, se lanzó contra Artagel.

Ahora era Gart el loco, el frenético atacante, manejando su espada como si hubiera perdido el control. Artagel era el que no podía hacer nada excepto parar y bloquear…, e intentar mantener el equilibrio.

Desgraciadamente, la furia del Monomach sólo hacía que su lucha fuera más desigual. Él no estaba herido; él no había sido debilitado por una larga convalecencia. Y, en el peor de los casos, nunca había olvidado sus habilidades.

Como por traslación, aparecieron cortes en la cota de malla de Artagel, en sus pantalones. Un roce a lo largo de su frente envió sangre goteando sobre sus ojos. Retrocediendo, casi cayendo, golpeó con la esquina donde el corredor giraba, golpeó tan fuerte que los últimos restos de aire fueron expulsados de sus pulmones.

Apenas se salvó, apenas, saliendo de la esquina, girando bruscamente y echando a correr, sus pulmones en fuego, sus ojos llenos de sudor y sangre, ninguna vida en sus piernas, corriendo hasta que ganó el terreno suficiente como para darse de nuevo la vuelta y plantar sus pies y aguardar allí, tambaleante, para enfrentarse a Gart por última vez.

La parte divertida de la lucha había terminado.

Movido por instintos que no sabía que tuviera, Geraden se dejó caer como si hubiera sido golpeado por una maza.

La primera y maligna forma negra falló su blanco; su propio impulso la llevó más allá de él, momentáneamente fuera de alcance. Y la segunda…

Pero el Maestro Gilbur estaba trayendo todo un enjambre de las horribles bestias a la sala de las Imágenes, trasladándolas hacia Geraden con tanta rapidez como podían saltar. Los dientes del Maestro parecían morder el aire, y su rostro ardía, como si estuviera camino del éxtasis.

Todo un mundo de criaturas como aquéllas. Por supuesto. Rabiosas como si ya hubieran devorado todas sus presas naturales. Terisa había hecho pedazos un espejo para terminar un ataque como éste; pero aquel espejo no era el que ahora tenía delante. No, ella había roto el espejo plano que mostraba la intersección fuera de Orison. El espejo original, la fuente de las criaturas, seguía intacto.

Evidentemente.

Saltando hacia un lado, agitando los pies bajo él, tropezando como si nunca fuera capaz de volver a recuperar el equilibrio, Geraden consiguió situarse fuera del flujo directo de las criaturas.

Tres, cinco, nueve de ellas, perdió la cuenta. Deslizándose sobre sus botas como si la luz del sol sobre las piedras fuera hielo, rodeó el borde del espejo que tenía más cerca, se situó detrás de él.

Estaba demasiado frenético para pensar. Y no tenía ninguna posibilidad contra el Maestro Gilbur, de todos modos. Todo lo que sabía era que tenía que hacer tanto daño como pudiera a los enemigos del Rey antes de morir. Gilbur creía claramente que las formas flecosas acabarían con él antes de que pudiera hacer demasiado daño. Sin duda el Maestro tenía razón. Pero cada daño, por pequeño que fuera, podía ayudar. Cualquier espejo que Geraden pudiera romper podía ser el crucial, el que había dado sentido al augurio de la Cofradía…, el que diera al Rey Joyse una posibilidad contra su funesto destino.

La bestia-babosa había sido muerta. Seguro que cualquier cosa era posible…

Desde detrás, sin saber ni importarle cuál era su Imagen, Geraden sujetó el espejo y lo volcó de espaldas.

Y lo sujetó antes de que golpeara el suelo.

Una inspiración: una revelación inesperada. Como si el mero contacto del marco del espejo hubiera hecho estremecer su cuerpo, todo dentro de su cabeza pareció prender y se convirtió en algo nuevo.

Nada de daños. Si lo único que intentaba hacer era causar daños, Gilbur no tendría ninguna razón para temerle. Estaría muerto dentro de unos pocos momentos.

La Imagería, por otra parte…

Las primeras formas negras estaban ya revolviéndose sobre las piedras para lanzarse de nuevo contra él. Y llegaban más, furiosas, ávidas de carne. El Maestro Gilbur hizo girar el espejo a fin de trasladar las criaturas directamente contra Geraden.

Ardiendo con la inspiración, Geraden alzó de nuevo el espejo, y lo abrió justo en el momento en que la criatura más cercana golpeaba el cristal.

Desapareció. Como si la forma no hubiera existido nunca. Trasladada a alguna otra parte, no tenía idea de dónde, ni siquiera había tenido oportunidad de mirar la escena que reflejaba el cristal.

Otra y otra, en rápida sucesión: desaparecieron. Las criaturas flecosas no parecían tener mente…, o al menos ningún sentido del peligro. Su hambre abrumaba todos sus demás instintos; quizás estaban muñéndose de hambre en su propio mundo. Se arrojaron por voluntad propia contra el cristal como si fuera la carne de Geraden.

El fuego que ardía en su interior era lo más parecido a la alegría del triunfo.

Cuatro cinco seis…

El Maestro Gilbur aulló algo salvaje y saltó a otro espejo distinto.

Las últimas formas acudieron alocadamente a Geraden, las mandíbulas abiertas como inmensos pozos, y el Maestro Gilbur trajo a toda carrera lobos a la sala de las Imágenes, lobos con espinas a lo largo de sus curvados lomos y una maligna decisión en sus ojos, lobos que eran demasiado grandes para el escudo de Geraden y se verían obligados por su propio tamaño a atacarle por encima o alrededor del espejo; y en aquel momento Geraden cometió el error de darse cuenta de lo que estaba haciendo.

Estaba haciendo algo peor que la traslación de demonios alienígenas a su propio mundo: los estaba trasladando a algún lugar distinto, a algún lugar completamente no preparado contra ellos, completamente inocente. Fuera lo que fuese lo que vivía y se movía en la Imagen que sostenía, estaba siendo atacado ahora por malignas y enteramente inesperadas criaturas por ninguna razón válida excepto salvar su vida.

No, esto era un error, era un error, no tenía derecho a hacerlo. Esas criaturas, y los lobos, y cualquier otra cosa que Gilbur pudiera producir, eran malignas sólo porque habían sido trasladadas, sólo porque se hallaban fuera de lugar. En sus propios mundos, no merecían ser masacradas. Y nadie merecía ser masacrado simplemente porque Geraden estaba desesperado.

Dejando el espejo, se lanzó de costado.

Las últimas formas negras golpearon duramente el cristal y volcaron el espejo hacia atrás. Mientras rebotaban y volvían a alzarse entre los fragmentos para continuar su ataque, dejaron tras una destrozada Imagen de sus compañeras muriendo horriblemente en el ácido de los devoracadáveres.

Un gruñido de caza hizo retemblar el aire; hubo babear de mandíbulas. Geraden echó a correr por el anillo de espejos, intentando mantenerse a la cabeza de las formas flecosas y los lobos.

Extrañas cosas estaban ocurriendo en la Imagen del valle de Esmerel. La bestia-babosa estaba definitivamente muerta, no había ningún error al respecto. Y su muerte alteraba los términos del conflicto. El Gran Rey Festten estaba reuniendo todas sus fuerzas para una carga asesina. En dos oleadas, siete u ocho mil hombres a cada lado del supino monstruo, envió su ejército a atrapar al Rey Joyse mientras éste no tenía escapatoria, mientras las confundidas y menores fuerzas de Alend y Mordant estaban atrapadas entre el desfiladero y un extremo del valle y el tremendo cadáver que bloqueaba el otro.

El Rey Joyse debería haber sido aplastado ya bajo el peso de los callat. Sin embargo, todavía estaba en pie y luchando. El Príncipe Kragen estaba con él, y el Termigan, y el Castellano Norge; pero no eran suficientes para mantenerlo con vida. No, resistía porque la muerte del monstruo había galvanizado su ejército: aquel imposible rescate de una destrucción cierta había transformado el pánico en esperanza y furia. Tan rápido como se lo permitían sus caballos o podían moverlos sus piernas, sus hombres acudieron en apoyo de su Rey; los primeros cientos habían cargado ya entre los callat.

Los hombres de Cadwal aún no habían tenido tiempo de llegar junto a las criaturas de pelaje rojo. Los callat tuvieron que enfrentarse solas a las recuperadas fuerzas del ejército del Rey Joyse.

Geraden se lanzó más allá del cristal plano con las formas negras a sus talones. El Maestro Gilbur parecía tener problemas en encontrar lobos. Había trasladado tres, no, cuatro, a la sala de las Imágenes; pero ahora estaba estudiando la Imagen, moviendo rápidamente su foco, en busca de más predadores. El uso anterior que él y Eremis habían hecho de los lobos debía haber mermado enormemente su población.

Cuatro eran suficientes, por supuesto. Las formas flecosas eran también suficientes. Geraden no podía mantenerse por delante de ellas, no podía luchar…

No de este modo.

El primer lobo pareció saltar directamente frente a él, en busca de su cabeza. Urgentemente, se arrojó hacia un lado. Sus botas resbalaron bajo su cuerpo; cayó de espaldas, deslizándose debajo del ataque.

El lobo aterrizó entre las criaturas negras.

A éstas no les importaba lo que devoraban; sólo querían comida. Rápidamente, se lanzaron todas sobre el lobo.

De inmediato, su lucha se convirtió en un loco girar como de gruñentes derviches, una loca confusión de garras y colmillos. El lobo era grande, poderoso; las formas clavaban sus garras y sus dientes y se aferraban.

Sin aire en sus pulmones, Geraden permaneció inmóvil.

Como si reconocieran a un mortal enemigo, los otros lobos se apresuraron a ayudar a su compañero.

El Maestro Gilbur escupió maldiciones, luego croó obscenamente cuando localizó más lobos.

Geraden no podía respirar. Apenas podía mover sus miembros. Sin embargo, tenía que actuar ahora, tenía que aferrarse a aquella breve oportunidad. Quizá no tuviera ninguna otra.

El talento era una cosa notable: estaba aprendiendo más y más sobre él, a cada momento. Era un Adepto de algún tipo; podía utilizar los espejos de otra gente. Y se había rescatado a sí mismo y a Terisa de su antiguo apartamento, fuera de un mundo que no poseía Imagería. Todo lo que tenía que hacer era concentrarse, tomar al Maestro Gilbur por sorpresa.

En cierto modo, ayudó el que no pudiera respirar. Casi ayudó el que la lucha entre los lobos y las criaturas flecosas estuviera tan sólo a tres metros de distancia, y que los lobos estuvieran ganando, triturando los huesos de las más pequeñas bestias. Lo extremo de su apuro no dejaba sitio para la duda o la vacilación.

Volvió la cabeza hacia el espejo y estudió la Imagen, la fijó en su mente: un bosque lleno de duras sombras, acuchillado por rayos de luz aquí y aquí; matorrales que se tendían hacia arriba; sotobosque de un tipo que nunca antes había visto. Entre latido y latido de su corazón, memorizó la escena.

El Maestro Gilbur estaba encorvado al lado del espejo, aferrando el marco con un puño, canturreándole al cristal. Un fiero éxtasis iluminaba sus rasgos, tan brillantes como fuego, tan ardientes como lava.

Cuando el primero de los nuevos lobos empezó a cruzar el espejo, Geraden cerró los ojos y cambió la Imagen en su mente.

Y la Imagen del espejo cambió.

No supo a qué cambió, y no le importó averiguarlo. Instintivamente, debió haber seleccionado algún lugar para llenar el espejo: no podía imaginar un espejo vacío. Pero ese detalle carecía de importancia. Lo que importaba era que podía tender su talento, que por sorpresa, si no por fuerza, podía romper el dominio del Maestro Gilbur sobre su cristal.

Funcionó. La Imagen se fundió en el momento en que el lobo estaba aún presa en el prolongado instante de la traslación.

El lobo fue partido por la mitad.

El espejo se hizo añicos.

Gilbur giró para enfrentarse a Geraden. Por un momento, el brutal Imagero jadeó realmente. Luego la rabia contorsionó su rostro, y dejó escapar un rugido que pareció golpear el aire, dejando la batalla de los lobos sin sonido.

Se volvió hacia el siguiente espejo del anillo.

De sus oscuras profundidades extrajo un estallido de luz tan ardiente que abrasó el suelo de piedra; el retumbar de un trueno tan fuerte que estremeció los apretados pulmones de Geraden; un viento tan intenso que pareció martillearle contra el suelo cuando ni siquiera había intentado levantarse, no había intentado moverse.

El Imagero estaba trasladando una tormenta al interior de la estancia.

Utilizándola para azotar y confundir y abrumar a Geraden hasta que el Maestro Gilbur pudiera echarle la mano encima y clavar su daga en su corazón.

Ahora que tenía a Terisa en el suelo, el Maestro Eremis pensó que podía empezar a tomar ventaja de ella. Descubrió, sin embargo, que tenía problemas en apartar su atención del espejo.

Le gustaban las sorpresas: eran pruebas, oportunidades. Sin embargo, la muerte de la bestia-babosa mordisqueaba en su interior. Era un desarrollo no previsto. Por supuesto, la criatura podía haberse derrumbado por un número infinito de razones que no tenían nada que ver con la batalla. Sin embargo, su muerte sugería que había subestimado las capacidades de su enemigo.

Y las fuerzas del Rey Joyse se estaban reagrupando. Esto era perfectamente predecible…, pero frustrante de contemplar. Festten había tomado la decisión correcta: desencadenar un asalto a toda escala mientras los ejércitos de Mordant y Alend se hallaban aún desorganizados. Desgraciadamente, sus hombres estaban demasiado lejos para salvar a los callat. Y el Rey Joyse y el Príncipe Kragen estaban haciendo un trabajo demasiado bueno poniendo en orden sus fuerzas para enfrentarse a la carga de Cadwal.

Pronto la batalla degeneraría en una simple confrontación de acero y decisión.

El Rey Joyse podía perder, por supuesto. Festten lo superaba ampliamente en número. Y Gilbur tenía una impresionante colección de espejos a mano. Sin embargo, el Maestro Eremis no se sentía complacido. Ante la escala de los ejércitos, los recursos que le quedaban a Gilbur eran relativamente menores. Y si la victoria de Cadwal no era conseguida en último término gracias a la Imagería, el Gran Rey resultaría mucho más difícil de gobernar en el futuro. Confiaría más en sus propias fuerzas que en las de Eremis. Podía empezar a pensar que podía prescindir completamente del Maestro Eremis. Y Gart se hallaba en algún lugar en la fortaleza…

El Maestro estaba preparado para todas esas eventualidades. Sin embargo, no las hallaba especialmente atractivas.

Terisa se puso cuidadosamente en pie, a fin de poder mirar ella también al espejo. Tenía la huella de un creciente hematoma en su mejilla, pero eso sólo la hacía más encantadora. Cuando hubiera sido golpeada lo suficiente, sería intolerablemente hermosa.

El Maestro Eremis consideró golpearla de nuevo. Pero en realidad eso era demasiado burdo. Esperaba algo mejor de sí mismo: más imaginación, mayor sutileza. Y deseaba ver qué iban a hacer sus enemigos.

Deseaba ver qué iba a hacer Gilbur.

Sería algo violento, algo efectivo. Considerando la susceptibilidad de Gilbur a todo tipo de iras, sin embargo, también podía ser algo prematuro. El Maestro Eremis no deseaba ver a Joyse morir demasiado pronto, demasiado fácilmente.

Por el momento, no había peligro de ello. Los callat estaban derrotados: Joyse había podido desprenderse de ellos, con Kragen, Norge y el no anticipado Termigan. Cabalgaron una corta distancia valle arriba, conferenciaron brevemente entre sí, luego empezaron a gritar órdenes que no eran transmitidas por el espejo. Y su ejército pareció reordenarse casi mágicamente en torno a ellos.

No demasiado pronto, Kragen partió a toda velocidad a tomar el mando de la defensa a la derecha del cadáver del monstruo. Norge fue a la izquierda, con el Termigan a su lado. Bien, Joyse era un viejo. Sin duda necesitaba descanso. No parecía descansar, de todos modos. En vez de ello, iba de un lado para otro a lomos de su caballo, organizando a sus hombres.

Por alguna razón, los dividió en tres fuerzas: una para apoyar a Kragen; una para Norge y el Termigan; una para sí.

—No lo comprendo —dijo Terisa con un hilo de voz, en aquel tono impersonal y desinteresado.

El Maestro Eremis tuvo la impresión de que él sí empezaba a comprenderla a ella. Ese tono no indicaba derrota. Era un signo de retirada; no de huida, sino de ocultación, de intenciones encubiertas. Quizá pensara que, si podía ir lo suficientemente lejos en su mente, él no sería capaz de hacerle daño. O quizá se ocultaba de modo que pudiera tomarle por sorpresa.

Un pequeño estremecimiento de anticipación corrió por sus venas, y trasladó ligeramente su peso sobre las yemas de los dedos de los pies.

—¿Has comprendido alguna vez algo? —preguntó con amistoso sarcasmo.

Su burla no pareció alcanzarla. Quizás estaba demasiado distante como para oírla exactamente. En el mismo tono, ella dijo:

—Tienes todos esos espejos planos, pero no los usas muy bien.

Otra sorpresa: una con excitantes posibilidades. ¿Qué era lo que estaba pensando?

—¿No lo hacemos? —preguntó casualmente.

—Tienes ese espejo que muestra la Casa del Valle. —Pese a lo átono, su voz era extrañamente clara—. Hubieras podido secuestrar tú mismo a la Reina Madin. Hubieras podido traerla aquí como rehén. Te hubiera sido de más utilidad que Nyle.

Oh, eso. El Maestro Eremis se sintió levemente decepcionado; había esperado algo un poco más interesante.

—Una idea predecible —comentó ácidamente—, y no precisamente brillante. Si hubiera hecho eso, hubiera renunciado a la cuña que deseaba clavar entre Joyse y Margonal. Hubiera renunciado a los obstáculos que deseaba colocar en tu camino.

»Debo confesar que me siento aún un poco sorprendido de que Margonal te dejara entrar en Orison. Eso no fue una decisión razonable, en vista de las noticias que llevabas. —Hizo una pausa para dejar que Terisa ofreciera voluntariamente una explicación, pero ella no dijo nada. No importaba. Obtendría finalmente todas las respuestas que deseaba de ella—. Estoy seguro —siguió diciendo— que llegué muy cerca de conseguir realmente lo que deseaba con la Reina.

»Si, por otra parte, hubiera seguido tu consejo, y el de Festten, seguramente no hubiera ganado nada. La Reina hubiera estado en mis manos…, y la traslación la hubiera vuelto loca. Dañar a los rehenes es una espada de dos filos. Su locura hubiera podido dolerle a Joyse lo suficiente como para debilitarlo. O hubiera podido encenderle lo suficiente como para olvidarse de ella. Entonces el esfuerzo de atacarla hubiera sido malgastado.

Quedaba la cuestión de lo que le había ocurrido a la Reina. Y la cuestión de cómo Joyse había conseguido reunirse con su ejército, tras su desaparición de Orison. Pero esas respuestas podían esperar también. Pensar en sus propias tácticas trajo una nueva alegría a las ingles del Maestro. La satisfacción que deseaba de Terisa llevaba ya mucho tiempo esperando.

—Pero tienes este espejo ahora —dijo ella, como si no pudiera ver el peligro en sus ojos—. ¿Por qué no simplemente trasladas al Rey Joyse y al Príncipe Kragen? ¿Los vuelves locos? Entonces no podrás perder. Sin ellos, el ejército se derrumbará. Y podrás encerrarles de la misma forma que hiciste con Nyle. Podrás reírte de ellos hasta que mueran.

¡Oh, cómo le complacía! Le hacía reír.

—Haré esto, te lo aseguro —prometió—. En su momento, lo haré, y me dará más placer del que puedes llegar a imaginar.

En el espejo, a lo largo de los costados del monstruo, las fuerzas de Cadwal y Mordant y Alend se encontraron para su última batalla.

—Al principio, por supuesto —explicó Eremis— tuve que ser cauteloso. Tú me enseñaste a respetar tus talentos. Si te hubiera dado la oportunidad, hubieras podido romper mi espejo. Pero ese peligro terminó cuando viniste aquí. Cuando te pusiste tú misma en mi poder.

Inicialmente, la lucha estaba igualada. Las paredes del valle y la gran masa de la bestia-babosa hacían que el terreno fuera angosto, restringía el número de hombres de Cadwal capaces de avanzar juntos. Y los hombres de Joyse luchaban como si estuvieran inspirados. Incluso Kragen y aquel hosco hombre, el Termigan, parecían inspirados. Por un tiempo, al menos, Festten perdió una gran cantidad de hombres y no consiguió nada.

—Ahora sólo aguardo a dejar que esos ejércitos se hagan el uno al otro tanto daño como sea posible. Joyse no puede ganar, pero antes de que muera puede proporcionarle a Festten una victoria tan costosa como cualquier derrota. Eso humillará incluso la arrogancia del Gran Rey. Lo volveré demasiado débil como para que pueda pensar que tiene la posibilidad de ordenarme o rechazarme.

Entonces, inevitablemente, los defensores de la izquierda empezaron a ceder. Norge cayó; desapareció bajo una avalancha de cascos de Cadwal. Pese a su belicosidad natural, el Termigan se vio obligado a retroceder. Sus hombres intentaron retirarse con algo parecido a un orden, pero los de Cadwal se precipitaron tras ellos, los abrumaron, los dispersaron. Las fuerzas de Festten empezaron a extenderse por el valle.

—Así que dejaré que la batalla prosiga durante un tiempo. Desearé a Joyse todos los éxitos que pueda conseguir. Y luego —Eremis se sentía tan regocijado que deseaba aplaudirse—, en el momento crucial, lo trasladaré lejos de allí, a la locura y a la ruina que merece.

No se sintió particularmente sorprendido de ver que el propio Festten conducía la segunda ola de asalto. El Gran Rey sentía un viejo y abrumador deseo de ver morir a Joyse; hubiera alcanzado el éxtasis si hubiera podido matar a su némesis él personalmente. Eremis consideró, sin embargo, que Festten estaba corriendo un riesgo inútil. El Maestro no tenía intención de permitirle al Gran Rey la satisfacción que anhelaba.

Había algo extraño en la forma en que Terisa contemplaba al Maestro Eremis, algo parecido al hambre. Suavemente, preguntó:

—¿Lo has odiado toda tu vida? ¿Incluso cuando sólo eras un muchacho? ¿La primera vez que trasladaste a ese monstruo? ¿Lo odiabas ya incluso entonces?

—¿Odiarle? —Eremis rió de nuevo—. Terisa, me juzgas mal. Siempre me juzgas mal. —La presión dentro de él subía, subía—. No le odio. No odio a nadie. Sólo desprecio la debilidad y la estupidez. Cuando joven, cuando modelé el espejo que mostró lo que tú llamas «ese monstruo», lo trasladé simplemente como un experimento. Para averiguar lo que era capaz de hacer. Más tarde me vi obligado a abandonar mi espejo a fin de evitar ser capturado con él, y eso me irritó. Entonces prometí que me vengaría.

»Pero no malgasto mi tiempo —estaba sintiéndose deliciosamente preparado para ella—, te aseguro que no malgasto mi tiempo con el odio.

Ella siguió mirándole con aquella curiosa mezcla de ausencia y hambre. Estaba de espaldas a las ventanas y a la luz del sol; quizás era eso lo que hacía que sus ojos parecieran tan oscuros, su belleza tan fatal.

Roncamente, extrayendo las palabras de lo más profundo de su garganta, ella dijo:

—Muéstrame lo que eres capaz de hacer.

Adelantó una mano y acarició suavemente con la yema de sus dedos el inconfundible bulto en la parte delantera de su capa.

El se sintió exultar.

Frenéticamente, Artagel luchaba por prolongar su vida, por mantenerse en pie un momento más, sólo uno, luego otro si podía. Era el mejor espadachín en Mordant, ¿no? Seguro que podía mantenerse con vida un momento más, sólo un momento más.

Quizá no. El dolor en su costado se había convertido en un fuego que llenaba sus pulmones, de tal modo que parecía convertir cada afanosa inspiración en una batalla. Su espada seguía girando en sus manos; pero el sudor y la sangre dificultaban su presa sobre ella. Sus piernas habían perdido su flexibilidad; no tenía fuerzas para nada excepto para arrastrar sus botas sobre las piedras. A veces su pesado tambaleo de lado a lado apartaba el sudor y la sangre de sus cejas, aclaraba su visión; la mayor parte del tiempo, sin embargo, tenía problemas para ver.

¿Cómo se había convertido el corredor en algo tan estrecho? No importaba lo que intentara, las paredes coartaban todos sus movimientos.

Gart, por su parte, no parecía experimentar ninguna dificultad. Su breve y loca furia se había desvanecido. De hecho, el ritmo de sus ataques era más lento ahora, más deliberado; más malicioso. Estaba jugando con su oponente. Una alegría amarilla brillaba en sus ojos, y sonreía como si estuviera exultando por dentro.

Vaya forma de morir. No, peor que eso: vaya forma de ser vencido. Artagel era un luchador; había vivido la mayor parte de su vida en las inmediaciones de la muerte. Para él, era algo a la vez tan familiar y tan inimaginable que no podía sentir miedo de ella. Pero ser vencido de aquel modo; completamente, miserablemente…

Oh, Geraden, perdóname.

Si sólo, pensó torpemente, si sólo no hubiera resultado herido la última vez. Si sólo no hubiera pasado tanto tiempo en la cama.

Terisa, perdóname.

Pero era estúpido pensar en cosas como aquéllas. Era estúpido lamentarse: una pérdida de tiempo y energías y vida. Gart le había vencido la última vez también. Y la vez anterior a ésa.

No lamentaré nada.

Se retiró por el pasadizo, pasando por delante de más puertas de las que podía contar; tropezando, apenas manteniéndose en pie. Por pura fuerza de voluntad, mantuvo su espada alzada para que Gart pudiera jugar con ella.

Si alguien piensa que puede hacer algo mejor que esto, dejemos que lo intente.

Ya era suficiente. Tan inseguro sobre sus pies como un borracho, se detuvo; clavó ambas manos en torno a la empapada empuñadura de su arma.

No lamentaré nada.

Casi presa de náuseas en su intento de acumular aire, se lanzó hacia delante e hizo absolutamente todo lo que pudo para hendir con su arma la cabeza de Gart.

Negligentemente, Gart bloqueó el golpe.

Los ojos de Artagel estaban llenos de sangre: no podía ver lo que ocurría. Pero supo por el sonido, por el familiar clang resonante tras su golpe, y por el repentino cambio de equilibrio, que había roto su espada.

Una dentada mitad permanecía entre sus manos; la otra rebotó en el suelo, cantando mecánicamente su fracaso.

—Ahora —susurró Gart, como seda—. Ahora, estúpido.

Involuntariamente, Artagel se derrumbó sobre una rodilla, como si no pudiera seguir en pie sin un arma intacta.

El Monomach del Gran Rey alzó su espada. Entre las estrías de la sangre de Artagel, el acero brilló.

Por alguna razón, una puerta detrás de Gart se abrió.

Nyle salió al pasadizo.

Su aspecto era idéntico a como se sentía Artagel: abusado hasta los huesos; exhausto más allá de todo lo soportable. Pero sujetaba tensamente las cadenas de sus grilletes en sus crispados puños, y lanzó las pesadas anillas al extremo de las cadenas contra la cabeza de Gart.

Los instintos que habían hecho de Gart el Monomach del Gran Rey lo salvaron. Advertido por alguna intuición visceral, algún impalpable temblor en el aire, se echó hacia un lado y empezó a volverse.

Las anillas fallaron su cabeza, cayeron sobre su hombro izquierdo.

Golpearon con la fuerza suficiente como para arrancar aquel brazo de su espada. De todos modos, la mayor parte de la lucha lo había hecho sujetando su arma con una sola mano, pese a lo pesado de la espada. Mientras su brazo izquierdo caía fláccido —quizá roto—, su derecho estaba ya en acción, haciendo girar su hoja con la intención de cortar el cuello de Nyle.

¡Nyle!

En aquel momento, un fragmento de tiempo tan rápido y tan eterno como una traslación, Artagel extrajo las últimas fuerzas de lo más profundo de su corazón y se lanzó hacia delante.

Con todo el ímpetu de su cuerpo, enterró su rota espada en la abertura del sobaco de la armadura de Gart.

Luego, él y Nyle se derrumbaron sobre el cadáver de Gart, como si se hubieran convertido en espíritus familiares al fin.

Tuvo la peculiar convicción de que necesitaba impedir que Gart se levantara de entre los muertos para seguir derramando más sangre. Pareció pasar largo tiempo antes de que recobrara la cordura suficiente como para preguntarse si Nyle estaba aún con vida.

El estallido de la tormenta del Maestro Gilbur pareció bloquear todos los sentidos de Geraden, anular su voluntad. No podía recordar la última vez que había llenado de aire sus pulmones. Por otra parte, el aire no era especialmente importante para él en aquel momento. Un relámpago golpeó las piedras tan cerca de él que casi lo abrasó; pudo sentir el impacto como un hormigueo en todo el suelo. La oscuridad barrió la luz del sol; los truenos intentaron aplastarle.

Bien, la tormenta asustaba a los lobos, los mantenía a raya. Eso era algún consuelo. Y, si seguía ascendiendo en aquel espacio cerrado, empezaría a derribar los espejos.

Al Maestro Gilbur ya no parecía preocuparle lo que podía ocurrirles a sus espejos. Estaba rugiendo como la propia tormenta, y su encorvada espalda se enderezaba para alzar su cabeza tan alto como fuera posible, apuntando sus mandíbulas al techo.

Con un enorme estrépito, todas las ventanas estallaron. De inmediato la presión en torno a Geraden disminuyó, y empezó a respirar de nuevo.

Lástima: la rotura de las ventanas podía salvar los espejos. A menos que el techo se derrumbara.

Había que detener a Gilbur. Geraden tuvo la clara impresión de que el Imagero se había vuelto loco, transportado por el poder. Una tormenta como aquélla, constreñida de aquel modo, podía concebiblemente arrasar todo el edificio.

Geraden lo había hecho una vez. ¿Podía hacerlo de nuevo?

Olvida el trueno que te ensordece, atonta tu mente. Olvida los rayos, ese fuego tan ardiente que puede incinerar hasta tus huesos. Olvida el viento y los lobos y la violencia.

Piensa en los espejos.

Pese a la tormenta, la única arma auténtica de Gilbur era el espejo en sí, un trozo de cristal normal. Tenía un tono particular conseguido a base de mezclar arena y tinte; una forma particular creada por moldes y rodillos y calor. Su talento lo había hecho lo que era. Su talento lo abría como una ventana entre mundos. Pero Geraden también tenía talento. Podía sentir el espejo, ver su Imagen en su mente como si por la simple intensidad de su percepción, su imaginación, la hiciera real.

No sabía cómo detener la traslación. Pero podía cambiar la Imagen.

No. Gilbur se estaba resistiendo a él. Advertido por lo que le había ocurrido al espejo de los lobos, el Imagero se aferraba hoscamente a su cristal, forzaba la traslación.

No cedas. No te dejes confundir. No importaba cómo se sintiera, aquélla no era una confrontación entre relámpagos y carne, entre truenos y oído, viento y músculos. Esas cosas eran irrelevantes. La lucha era de voluntad y talento. Gilbur podía haber estado loco, exaltado por el odio, pero no tenía experiencia con este tipo de batalla; ninguno de los Maestros había sido entrenado a luchar de aquella forma por el control de sus traslaciones.

Y Geraden se había equivocado tan a menudo en su vida que se había vuelto intolerable. Amaba a demasiadas personas, y esas personas habían sido demasiado dañadas.

En un momento más breve que el latido de su corazón, la imagen cambió.

Cortada a medio paso, la tormenta hizo estallar el cristal y lo redujo a polvo.

Geraden no pudo oír nada: el brusco silencio pareció más pesado que los truenos. Vio al Maestro Gilbur maldecirle, escupir furia apoplética contra él, pero sus maldiciones no hicieron ningún ruido. La pulverización del espejo fue muda. Los lobos desnudaron sus colmillos y sus pechos se agitaron, pero sus gruñidos carecieron de voz.

Mientras Geraden luchaba por ponerse en pie, Gilbur se trasladó a otro espejo.

Por un asombrado instante, Geraden miró con la boca abierta la Imagen y no comprendió. ¿Qué poder veía Gilbur allí? El espejo mostraba un paisaje vacío, nada más: una desolada extensión de terreno llena de grietas, rocas, pero desprovista de nada que respirara o se moviera o pudiera atacar.

Entonces, mientras el Maestro Gilbur apoyaba sus manos en el marco y empezaba a gruñir su concentrado canto como si fuera algo fundamentalmente obsceno, Geraden vio oscilar el suelo en la Imagen.

Las rocas se agitaron y saltaron, alzadas del suelo; los bordes del paisaje vibraron.

Un terremoto.

El espejo de Gilbur mostraba un lugar en un estado de inminente cataclismo, de casi perpetua crisis orogénica…, el tipo de crisis que alzaba y desmoronaba montañas, apartaba a un lado océanos, despedazaba continentes.

Estaba trasladando un terremoto.

—¡No! —gritó Geraden a través del ascendente retumbar tectónico—. ¡No puedes hacer esto!

—¡Detenme! —respondió aullando el Imagero, prescindiendo de toda autoridad, razón o cordura ante la autodestrucción—. ¡Detenme, insignificante bastardo!

La fortaleza se vendría abajo en unos momentos: no había sido construida para resistir un terremoto. Eso terminaría la traslación. Tan pronto como cayera el techo, Gilbur sería aplastado; su espejo sería aplastado.

Pero, en ese lapso de tiempo, todos los demás que estaban dentro del edificio morirían. Terisa y Eremis. Artagel y Gart. Nyle. El propio Geraden. Y el temblor podía desencadenar el derrumbe de las colinas circundantes. La devastación podía extenderse kilómetros antes de desaparecer.

¡Sí! Geraden no tuvo ni idea de si gritó aquello en voz alta o no. ¡Te detendré! Ignoró el acelerado temblor bajo sus botas, el cada vez más profundo gruñir rocoso en el aire; aceptó el desafío de Gilbur. ¡No harás eso!

Con todas las fuerzas que poseía, tomó el control del cristal, detuvo la traslación.

Esta vez, el Maestro Gilbur estaba preparado para él; tenso y poderoso; completamente loco. La virulencia de la voluntad del Imagero para volver a abrir el espejo retembló a través de todo Geraden, lo hizo arder como fuego, lo llenó de náuseas como un veneno. El espejo en sí estaba simplemente bloqueado entre dos talentos opuestos; pero todo lo que Gilbur aportaba a la batalla parecía golpear directamente contra Geraden.

Furias que nunca había sentido, necesidades que nunca había comprendido, anhelos que nunca había imaginado; cosas aborrecibles, cosas destructivas; miedos tan inarticulados y devoradores que deformaban el ser esencial del Maestro.

Hacía muchos años, antes de que el Rey Joyse lo trajera a la Cofradía, Gilbur había sido un Imagero que vivía solo en las colinas de Armigite, interesado únicamente en sus propias investigaciones. Pero había sido atacado; y, en la lucha, el techo de su cueva había caído sobre él, atrapándolo bajo un bloque de piedra. Había permanecido tendido allí durante horas o días hasta que Eremis lo había rescatado.

Durante ese tiempo, había sufrido como un condenado.

Un dolor abrasador en la larga y solitaria oscuridad; un horror a la muerte elevado a agonía por cada terrible miedo que podía imaginar; gritos que nadie oiría nunca, pese a que prosiguieron durante todo el resto de su vida.

Había salido de aquella experiencia mutilado tanto en espíritu como en cuerpo. Lo había convertido en lo que era: un ser hambriento y violento; ansioso de poder; devoto de Eremis. Muchas veces, desde que se unió a la Cofradía, se hubiera vuelto loco si no hubiera sido refrenado por la presencia de Eremis…, o incapacitado por la sospecha de que era Eremis quien lo había atacado originalmente. Ahora arrojó todas aquellas retorcidas necesidades y deseos en su traslación, las arrojó todas contra Geraden.

Hubieran debido ser suficientes para hacer retroceder a Geraden. Pero no lo fueron. De una forma sorprendente e imprevista, estaba preparado para ellas.

Él también se había visto enterrado vivo en una ocasión, bajo los cascotes de la huida de Darsint de Orison. Había saboreado el dolor y el horror, el impotente ahogo. Y ahora, como entonces, las necesidades de otras personas eran más importantes para él que las suyas.

Si la traslación de Gilbur tenía éxito, Terisa y Artagel y Nyle morirían. Todo el mundo en y alrededor de la fortaleza moriría, con toda seguridad. Sin la ayuda que Geraden y Terisa pudieran proporcionar, el Rey Joyse podía morir también, llevándose a Mordant y eventualmente a Alend consigo.

Así que Geraden ignoró la dura angustia que Gilbur envió contra él. Cerró su mente a aquel miedo visceral de temblorosas piedras. Cerró los lobos fuera de su consciencia.

Voluntad contra voluntad, se enfrentó a la locura del Maestro Gilbur y retuvo el espejo, sellando el cristal a la salida de la traslación, manteniendo el terremoto al otro lado.

Ésa hubiera podido ser la oportunidad de Gilbur, Si hubiera soltado entonces el espejo y hubiera usado su daga, hubiera podido matar a Geraden casi sin ningún esfuerzo.

Pero no lo soltó. Quizá no pudiera. O tal vez, en alguna parte en el fondo de su corazón, deseara ser detenido. Fuera cual fuese la razón, se aferró al marco del cristal, se aferró a su traslación, e intentó que su odio fuera más fuerte que la determinación de Geraden.

Al final, no fue su odio lo que le falló: fue su cuerpo. Sin advertencia, mientras se tensaba y hervía, un dolor tan fuerte como la punta de una lanza atravesó el centro de su pecho.

Perdió el color; sus manos se deslizaron del espejo; involuntariamente, las llevó a su corazón. Su mandíbula colgó y sus ojos se abrieron mucho. Buscando un aire que no podía encontrar, cayó de rodillas, como si alguien hubiera retirado el suelo de debajo de sus pies.

Todo su rostro se retorció, como si deseara maldecir a Geraden antes de morir. Pero había perdido su oportunidad. Ya estaba muerto cuando se derrumbó sobre las piedras.

Los lobos hubieran podido matar a Geraden entonces. Estaba demasiado tembloroso para defenderse, demasiado profundamente impresionado. Artagel y Nyle llegaron a tiempo para salvarle, sin embargo. Artagel estaba agotado, por supuesto, apenas era capaz de alzar los brazos; pero tenía la espada de Gart, y esto parecía darle nuevas fuerzas. Y Nyle hacía girar locamente sus cadenas, lo cual hizo que uno o dos de los lobos vacilaran, dándole a Artagel la oportunidad de acabar con ellos.

Los tres hermanos se abrazaron larga y fuertemente antes de partir en busca de Terisa.

—No. —El Maestro Eremis la sujetó por la muñeca y apartó la mano de su cuerpo—. Todavía no. Aún no estoy preparado para confiar en ti. —Pero sí estaba preparado para nacerle cualquier otra cosa—. No he olvidado que una vez me pateaste ahí.

Ella siguió mirándole como si él no hubiera dicho nada. La combinación de hambre y ausencia en sus ojos no cambió.

Él se preguntó de nuevo si ella no se habría ocultado en los lugares secretos de su corazón. ¿Era allí donde guardaba su miedo? ¿O todavía quedaban sorpresas en ella?

Estaba dispuesto a cualquier cosa con ella, dispuesto a tomar de ella todo lo que tuviera. Antes de que hubiera terminado con ella, ella le confesaría sus secretos, todos, le entregaría todo de ella, con la esperanza de salvarse. Pero nada la salvaría ya. Iba a tomar de ella todo lo que tenía y dejarla vacía.

Ahora, sin embargo, ella ya no le miraba. Su atención había vuelto al espejo.

Kragen seguía manteniendo su terreno, bloqueando el lado derecho del valle con más éxito del que Eremis había esperado de él; pero la defensa del izquierdo seguía desmoronándose. Las fuerzas de Alend y Mordant parecían disolverse bajo la carga de Cadwal. Apresurándose para aprovechar esta oportunidad, los hombres de Cadwal acumulaban velocidad.

El Gran Rey Festten les seguía, trayendo todos sus refuerzos hacia aquel lado. Dentro de un momento, el propio Festten pasaría más allá de la muerta masa de la bestia-babosa y entraría en el valle a paso de carga.

Tan pronto como el Gran Rey estuvo al alcance, Joyse atacó. Con la tercera porción de su ejército, descendió por el valle como un martillo y golpeó el frente de la carga.

Al mismo tiempo, Kragen abandonó su posición. Dejando tras él sólo a los hombres suficientes para mantener su costado del valle cerrado por un corto tiempo, llevó el resto de sus fuerzas contra la incursión de Cadwal.

Y el Termigan hizo lo mismo desde el otro lado.

Estaba retirándose, sus hombres luchaban por conservar la vida, estaban ya vencidos…, y de pronto se volvieron, y se convirtieron de nuevo en una fuerza coherente, y atacaron. Respaldados por la pared del valle, cargaron contra los hombres de Cadwal cerca del punto de acceso más angosto al valle…

…con tanta violencia, tan inesperadamente, que dejaron a Festten completamente aislado.

Con cuatro o cinco mil de sus hombres aún fuera del valle, fuera de su alcance, el Gran Rey se halló de pronto enfrentado a su viejo enemigo en la batalla.

Por un corto tiempo al menos, las condiciones del combate estuvieron casi igualadas: el número de componentes de los ejércitos era casi el mismo. Sin embargo, no había nada de igual en la forma en que luchaban los hombres.

Los de Cadwal habían sido tomados por sorpresa, estaban desorganizados; su principal arma, la bestia-babosa, estaba muerta; no podían retirarse. Su consternación resultaba obvia a través del espejo, tan vivida como un grito. Y las fuerzas de Mordant y Alend golpeaban como si supieran que, mientras el Rey Joyse las mandara, nunca podrían ser derrotadas.

No sabían que Joyse estaba ya sentenciado, que Eremis podía trasladarlo a la locura en cualquier momento. Sólo sabían que estaba de nuevo al frente de ellos, y luchaba poderosamente, y que nunca antes lo habían visto perder. Su espíritu parecía arrastrarlos con él, llevarlos a la victoria.

Casi inmediatamente, lo que hubiera debido ser una lucha igualada empezó a parecer una victoria del Rey.

Terisa carraspeó. Suavemente, pero con toda claridad, de modo que cada palabra fuera inconfundible, preguntó:

—¿No oyes el sonido de cuernos?

¿Cuernos?

Eremis la estudió con ojos entrecerrados. No le preocupaba la batalla, ya no; el fuego en él necesitaba otra salida. No importaba lo que ocurriera en el valle, la condenación de Joyse estaba aquí; este espejo lo arruinaría. Y si Festten era derrotado primero, tanto mejor. Eremis había terminado con aquella alianza. Ya había servido a sus propósitos.

Pero ella no le estaba mirando a él.

Él deseaba que le mirara. Deseaba ver el miedo en sus ojos.

Apoyó las manos sobre sus hombros y le hizo dar la vuelta.

Ella seguía sin tener miedo. El hambre que había revelado antes había desaparecido. La inexpresividad llenaba su mirada.

No, Terisa, prometió él, no tienes escapatoria de esta forma. No hay ninguna parte de ti tan secreta que yo no pueda encontrarla y hacerle daño.

Para llamar su atención, se soltó la capa y la dejó caer, luego se desabrochó y se bajó los pantalones para que ella pudiera ver el tamaño de su pasión por ella.

Pero los ojos de Terisa siguieron sin mostrar miedo. Miró más allá de él, o a través de él, como si se hubiera vuelto ciega.

La sujetó ferozmente, cerró sus brazos en torno a ella, selló su boca sobre la de ella. Tenía intención de besarla hasta que ella se resistiera…, o se fundiera…

Pero estaba fláccida. Todos sus músculos parecían muertos. Sus labios eran fríos, como si la sangre en su corazón se hubiera convertido en hielo.

La aferró brutalmente, tan furioso contra ella por desafiarle que sintió deseos de quebrarla, de castigarla inmediatamente, de una forma absoluta. Era lo bastante fuerte; podía hacerlo. Aplastando sus antebrazos contra la espina dorsal de ella, intentó hallar el lugar donde ella aún podía sentir dolor.

Un inesperado movimiento captado por el rabillo del ojo llamó su atención.

Terisa volvió la cabeza hacia allá, como si supiera lo que significaba.

Antes de tener tiempo de pensar, Eremis miró también hacia el espejo.

El movimiento era allí; pero no era el movimiento de los ejércitos, no estaba en la Imagen. Era la propia Imagen la que se estaba moviendo, modulando…

Mientras observaba, la escena que reflejaba el espejo se convirtió en una amplia habitación con una cama e instrumentos de diversión; suelos de piedra; luz solar.

En el centro de la escena, frente a Eremis, había de pie un hombre alto y desnudo, con una nariz demasiado grande, pómulos que se inclinaban demasiado hacia sus orejas, una mata de pelo negro demasiado hacia atrás en su cráneo. Pese a su habitual inteligencia y humor, los ojos del hombre estaban muy abiertos, casi desorbitados.

Sus brazos sujetaban a una mujer poco atractivamente vestida. Su cuerpo colgaba fláccido contra el de él, como si sus últimas fuerzas hubieran desaparecido.

Sus ojos, en cambio…

Ya no eran inexpresivos. Habían ido hasta tan profundo dentro de ella misma que habían alcanzado un lugar de inesperado poder. La oscuridad parecía derramarse de su mirada como el rebosar de un vacío, un negro vacío que se tendía para arrastrarlo a él.

Se estaba viendo a sí mismo, y a ella; era su propia Imagen haciendo eco en el espejo plano. Tenía una cualidad luminosa, una precisa perfección, que le sorprendió como una revelación, como si fuera todo lo que necesitaba saber.

Muéstrame lo que eres capaz de hacer.

Lo último que sintió antes de que su mente se desvaneciera en la eterna traslación fue una sensación de completo asombro.