4

Lo único razonable que se puede hacer

La luz era extraordinaria, tan vital como la luz del sol. Mientras aguardaba a recuperar el aliento, Terisa se sintió satisfecha con permanecer simplemente tendida allí y dejar que el resplandor de su escapatoria la inundara.

Entonces Geraden dejó escapar un hurra y pareció saltar sobre ella. Prescindiendo del hecho de que ella era incapaz de respirar, la alzó en sus brazos y empezó a dar vueltas con ella, llorando y riendo a la vez, «¡Terisa! ¡Terisa!», girando en una danza de loca alegría. Su felicidad ardía tan brillante que ella se aferró a su cuello y no le importó si era capaz de respirar o no. Si el Maestro Barsonage no los hubiera abrazado a los dos con su enorme masa, obligando a Geraden a detenerse, la hubiera llevado a chocar contra los espejos, esparciendo cristales por todas direcciones.

—Alto —jadeó el mediador—. ¿Estáis locos? Alto. —Incluso él sonaba medio delirante de alegría.

Por un momento, su alivio y su exaltación se convirtieron en una convulsiva búsqueda de aire.

Inmediatamente, Geraden se detuvo, la depositó en el suelo, la mantuvo firmemente abrazada.

—¿Estás bien? Terisa, ¿estás realmente bien? No pude encontrarte. No pude alcanzarte. Cambié un espejo para ir en tu busca, pero no pude encontrarte. Temía haberte perdido definitivamente. Oh, amor, ¿estás bien?

Terisa hizo todo lo posible por asentir mientras el nudo en su pecho se aflojaba lo suficiente como para dejar pasar el aire. Luego le devolvió su abrazo, jadeando en su oído, aferrándose casi salvajemente a él porque aún estaba llena de traslaciones imposibles y promesas de asesinato. Tras su encuentro con el Maestro Eremis, Geraden era algo tan querido para ella que lo retuvo como si su corazón dependiera de ello.

Geraden. Ayúdame.

Iba a violarme. Sólo por diversión. Y para hacerte daño.

Geraden.

Voy a matarle.

—Mi dama —dijo juiciosamente el Adepto Havelock, como si se hubiera convertido en una persona completamente distinta—, eso fue un truco estupendo. Si puedes hacer realmente estas cosas, entonces cualquier acción que él haya tomado contra ti está plenamente justificada. Yo, en su lugar, hubiera hecho lo mismo.

—La prueba —murmuró el Maestro Barsonage, ahora que ya no tenía que proteger los espejos del Adepto—. Jamás lo hubiera creído. La prueba. —Parecía perdido en maravillados pensamientos—. Las Imágenes son reales, independientemente de sus espejos…, independientemente de la propia Imagería. El Rey Joyse tuvo razón desde un principio.

—Que forniquen a ese bastardo amante de su esposa —respondió Havelock, volviendo a la normalidad—. Un espléndido momento para echar a volar. Tendría que haber visto esto.

Voy a…

¡Nyle!

—Geraden. —Terisa se echó hacia atrás, se apartó lo suficiente como para mirar directamente a los ojos de Geraden. Éste avanzó para besarla; la expresión del rostro de ella lo detuvo. Rápidamente, de modo que él pudiera entender, dijo—: Tiene a Nyle.

Él frunció el ceño, atrapado inmediatamente en su urgencia.

—Sabíamos eso —murmuró—. O lo sospechábamos…

—Lo he visto. —Bueno, no visto exactamente; pero sentía tanta prisa por explicarse—. He hablado con él. Eremis lo mantiene prisionero. En el mismo lugar donde me condujo a mí. En Esmerel. —Eremis deseaba que fuera testigo de lo que él me hacía. Para que tú sufrieras tanto como fuera posible—. Tenemos que sacarlo de allí. Él…

Casi dijo: Está siendo destruido. Eremis está quebrantando su espíritu.

—Ella cambió la Imagen —siguió hablando el Maestro Barsonage, atrapado en sus propios y extáticos pensamientos—. A través de toda esa distancia, tomó el espejo con una Imagen que no la contenía, y lo cambió hasta que la Imagen la contuvo. Geraden no hubiera podido hacerlo. Los espejos planos no tienen este talento. Y ella no hubiera podido hacer una cosa así si no fuera independientemente real. Es inconcebible que una mujer creada en un espejo pueda tener un poder más grande que el espejo, y la Imagen, que la creó.

—¿Y a quién le importa? —gruñó alegremente el Adepto—. Es una mujer. Ahí está el detalle. No podemos confiar en ella. No podemos confiar en él. —Sonaba como un viejo chocho—. Mírale. Es tan malo como Joyse. Está dispuesto a morir por ella. Si las cosas se ponen peligrosas, la salvará a ella en vez de a nosotros.

Ella y Geraden no estaban escuchando. Mientras Terisa se recuperaba, ambos se volvieron automáticamente para contemplar el espejo que la había devuelto a las habitaciones del Adepto Havelock.

Su Imagen era oscura, casi impenetrablemente negra. Quizá Terisa hubiera podido discernir una o dos sombras: ¿la cama?, ¿la puerta?, si hubiera dispuesto del tiempo necesario; pero, antes de que pudiera estudiar la Imagen, ésta empezó a fundirse. La luz se asomó a la oscuridad; el potencial para las formas oscuras se convirtió en arena apilada. Al cabo de un momento, el espejo había vuelto a su escena natural, el paisaje desierto para el que había sido formado. Estaba empezando a levantarse brisa, que alzaba delicados torbellinos de arena del borde de la duna.

—¡Nyle! —Un nuevo dolor estalló en ella, una pérdida que no había anticipado—. Estaba allí. En esa habitación. Hubiéramos podido alcanzarlo…, rescatarlo…

Manteniéndose firme, Geraden murmuró:

—Se necesita esfuerzo para efectuar este cambio. Tan pronto como te relajaste, tan pronto como lo dejaste, la Imagen fundamental volvió.

»Eso debió ser lo que ocurrió el segundo día que estuviste aquí, cuando viste el Puño Cerrado en un cristal plano. —Era evidente ahora que estaba pensando simplemente para ayudarla, para darle algo en que pensar hasta que se calmara—. Te sorprendiste tanto al descubrir el Puño Cerrado en mi espejo que instintivamente recreaste la Imagen en el espejo plano más cercano. Pero tan pronto como Eremis y yo te distrajimos, lo dejaste, y la Imagen fundamental volvió.

Volvió. Terisa recordó, pese a su aflicción. Aquella Imagen había vuelto a tiempo para dejarle ver a los hombres del Perdon ser atacados por unas rapaces manchas negras que arrancaron sus corazones a dentelladas.

Y Vagel había dicho que hasta ahora la única satisfacción del Gran Rey Festten había sido la aniquilación del Perdon.

Malditos fueran todos. Malditos hasta el último de ellos.

—Un asunto simple —comentó Havelock. Sonaba tan lunático como siempre, pero de alguna forma se aferró a un detalle pragmático de la situación—. Restablece el cambio. Tú has estado en esa habitación. Trae de vuelta la Imagen, y rescataremos a Nyle.

Está encadenado, protestó interiormente Terisa. Sencillamente no van a echarse a un lado y dejar que lo liberemos.

Sin embargo, se enfrentó de inmediato al cristal plano, intentó arrojar de su mente el pánico y la duda y la urgencia, intentó recapturar la oscuridad particular donde Eremis la había mantenido prisionera…

No pudo hacerlo. Se sentía demasiado frenética; su concentración estaba demasiado agitada. Ni siquiera podía recordar cómo era la cama, a qué distancia se hallaba la puerta, dónde estaban situadas una con relación a otra las argollas que habían sujetado su cadena y la de Nyle. Y, sin una Imagen precisa en su mente…

Geraden la rodeó con un brazo.

—No es culpa tuya. Simplemente es imposible. —Su tono era suave, apaciguador; tenía una subcorriente de miseria y anhelo, apenas reprimida. Debió pasar por un auténtico horror mientras ella estaba Jejos, debía sentirse frenético ahora por rescatar a Nyle…, pero puso todo aquello a un lado en bien de ella—. Es por eso por lo que mantiene a oscuras las partes importantes de Esmerel. Es por eso por lo que no pude ir tras de ti. Si cambias el espejo ahora, no sabrás si has conseguido exactamente la misma zona de oscuridad. Y, si te equivocas, todos podemos resultar muertos. Puedes producir una Imagen que en realidad sea el interior de una montaña en alguna parte, y tan pronto como efectúes cualquier tipo de traslación tendremos unos cuantos millones de toneladas de roca a las que enfrentarnos. Necesitas luz.

Abrazándola fuertemente, repitió:

—No es culpa tuya. Lo liberaremos de alguna otra forma.

No había autoridad en su voz, ninguna fuerza inesperada. Todo lo que estaba intentando hacer por el momento era confortarla. Y, sin embargo, Terisa descubrió que le creía. Lo liberaremos de alguna otra forma. Lo decía en serio, de la misma forma que ella decía: Lo mataré.

Lentamente, el pánico en sus músculos disminuyó, y se derrumbó contra él, pidiéndole mudamente que la sostuviera hasta que tuviera tiempo de recuperarse.

—Creo que Geraden tiene razón. —Al parecer, el Maestro Barsonage había regresado de su exaltación—. El Maestro Eremis es astuto. La oscuridad es algo contra lo que ningún Imagero ha hallado nunca una respuesta. Incluso las más toscas traslaciones requieren luz. No te culpes, mi dama. Tus logros parecen ya completamente milagrosos.

De acuerdo. De acuerdo. Nunca podría luchar si se dejaba colapsar de aquel momento. No podía alcanzar a Nyle: de acuerdo. Pero aún podía pensar. Eremis la había violado con sus manos. Piensa. Había estado cerca de hacer cosas mucho peores…, pero ella había escapado. Era posible pensar; elige; actúa. Simplemente empieza en algún lugar. Geraden aún seguía sosteniéndola. La forma en que sus brazos la sujetaban era más milagrosa que cualquier traslación. Él no tenía más intenciones que ella de abandonar a Nyle. De acuerdo.

Empieza en algún lugar.

Inspiró temblorosamente.

—No lo comprendo. ¿Cómo lo hice? Estaba en el lado equivocado del espejo. No creía que fuera posible que algo en una Imagen se trasladara fuera por sí mismo.

Geraden apretó su abrazo. Sin embargo, fue el mediador quien respondió:

—El Adepto lo hizo, mi dama. La idea fue de Geraden, pero él no puede hacer nada con los espejos planos.

»Tienes razón. Sabemos que no hay ninguna forma por la que una Imagen pueda trasladarse por sí misma fuera. Incluso para nosotros, los Imageros de talento que hemos modelado los espejos, entrar en un espejo no requiere ningún esfuerzo, pero traer fuera lo que hay en la Imagen requiere gestos, invocaciones…, una forma particular de concentrar el talento del Imagero. Después de todo, el espejo en sí está aquí, no donde tú te encontrabas.

»Sin embargo, cuando la Imagen en este espejo cambió de arena a oscuridad, no pudimos pasar por alto el hecho. Y Geraden supuso que el cambio era obra tuya. Y Havelock es un Adepto. Tenemos suerte —Barsonage sonrió hoscamente— de que en estos momentos se halle de un humor que le permite reaccionar razonablemente a los acontecimientos. Después de que Geraden se hubiera hecho comprender, el Adepto realizó la traslación que te rescató.

Con sorprendente claridad, Terisa sintió al Maestro Eremis lanzarse hacia ella en la oscuridad, recordó su ataque. Como presa del pánico, se soltó de Geraden. Pero el pánico no se había apoderado de ella; tal vez había perdido para siempre la capacidad de sumirse en el pánico.

Antes de que Havelock pudiera intentar evitarla, le echó las manos al cuello y le besó.

Sólo por un segundo, los ojos del viejo Imagero loco se enfocaron al unísono; sonrió a Terisa como un muchacho en éxtasis. Era sorprendente, en realidad, lo fácil que le resultaba a ella perdonarle por no haberla ayudado contra el Maestro Gilbur.

Casi inmediatamente, sin embargo, su mirada se hendió de nuevo; su nariz se adelantó ferozmente, como una promesa de violencia. Por fortuna, no intentó decir nada.

No intentó detenerla tampoco cuando Terisa se volvió de nuevo hacia Geraden.

Geraden la miraba con expresión hambrienta. Por primera vez, ella se dio cuenta de que las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

Aquella visión la hizo detenerse. Geraden había sabido el peligro en que se hallaba. Mientras ella permanecía prisionera de Eremis, él había estado allí, completamente aislado. Pudo imaginarlo intentando desesperadamente tender un puente sobre el abismo…

Bruscamente, lo abrazó con fuerza.

—Oh, mi amor —murmuró, sintiendo anhelo por él—. Cambiaste un espejo. Debiste volverte loco intentando alcanzarme.

Geraden la mantuvo firmemente sujeta; pero de nuevo fue el Maestro Barsonage quien respondió:

—Nuestro Geraden ha demostrado ser una fuente de maravillas casi tan grande como tú, mi dama. —Su voz sonó firme, pero detrás de su autocontrol Terisa pudo oír un temblor de orgullo y vindicación—. Por supuesto, conocíamos su habilidad para realizar cosas sorprendentes con sus propios espejos. Por esa razón, en cierto sentido no nos sorprendimos cuando los enemigos de Orison maquinaron la destrucción de su espejo.

Impresionada, Terisa se envaró. ¿La destrucción…? Lo único que la unía con su mundo había desaparecido.

Entonces, ¿cómo…?

—Sin su espejo —prosiguió el mediador—, pensamos que sería impotente. Pero ha demostrado ser un Adepto por derecho propio, al menos en lo que a espejos normales se refiere. —Barsonage señaló un espejo curvo al lado del plano paisaje desértico—. Impuso una imagen de Esmerel ahí y la utilizó para buscarte. Sólo el truco de la oscuridad impidió que te encontrara.

Mientras absorbía las palabras del mediador, el desánimo de Terisa menguó.

—¿Puedes hacer eso? —Se sentía tan complacida que se echó de nuevo hacia atrás para contemplar la angustia de Geraden—. ¿Eres un Adepto además de un Imagero? ¡Eso es maravilloso! —De pronto, se puso tan furiosa que pareció como un éxtasis—. El cielo ayude a ese bastardo. Vamos a hacerle pedazos.

Su pasión pareció darle a él lo que necesitaba. Terisa pudo oírle echar a un lado su fracaso en rescatarla, su impotencia en rescatar a Nyle. Las líneas de su rostro se hicieron más firmes; sus ojos arrojaron asomos de fuego.

—No va a ser fácil. Esmerel se halla a dos días de camino en un buen caballo. El Príncipe Kragen piensa que el Gran Rey Festten tiene al menos veinte mil hombres. Sin mencionar todas las abominaciones que Eremis puede trasladar. Pueden seguir usando cristales planos allá donde deseen…, y nosotros no sabemos cómo hacerlos. —No estaba intentando desmoralizarla. Simplemente planteaba los problemas a fin de resolverlos.

—No me importa nada de todo eso —respondió ella con el mismo espíritu—. Tienen a Nyle. Tienen a la Reina. El Gran Rey Festten está aquí. Eremis habló con él esta mañana. Han destruido al Perdon. Aniquilado, es la palabra que usó Vagel. Están destruyendo Sternwall y Fayle. Y eso va a ir de mal en peor. —Tensamente, explicó lo que el archi-Imagero y el Maestro Eremis habían revelado acerca de la velocidad, precisión y flexibilidad que habían conseguido con los espejos. Mientras Geraden fruncía el ceño ante la información, y el Maestro Barsonage parpadeaba consternado, concluyó:

—Tenemos que detenerle antes de que vaya más lejos.

El mediador empezó a formular una pregunta, luego lo dejó correr. Pero Geraden aceptó su explicación sin un parpadeo. Cuando ella hubo terminado, dijo:

—Hay una cosa más. El Rey Joyse ha desaparecido.

—¿Desaparecido…?

—Quiero decir realmente desaparecido. El Adepto Havelock dice que ha volado. —Geraden miró dubitativo al viejo Imagero loco—. No sé lo que significa eso. Pero, por lo último que hemos oído, nadie es capaz de encontrarle.

—Entonces, ¿quién está a cargo de las cosas? —Orison sin el Rey Joyse: el concepto era extrañamente abrumador. Su ausencia era un pozo abriendo su boca a sus pies—. Todo esto fue idea suya. Él deseaba luchar de esta forma con Eremis. ¿Quién da las órdenes ahora?

Geraden se mantuvo firme; había recobrado su compostura; se sentía tan combativo como ella.

—No lo sabemos. Hemos estado aquí abajo la mayor parte del tiempo. Probablemente nadie sepa dónde encontrarnos. —Dudó, luego dijo—: Con el Rey Joyse desaparecido y el Castellano Lebbick muerto, todo el lugar debe estar colapsándose. —Otro asomo de vacilación—. Puede que hayan recurrido al Príncipe.

Aquello era cierto. Terisa imaginó los disturbios extendiéndose por los niveles superiores del castillo; pánico y derramamiento de sangre. Era concebible que Orison acabara destruyéndose a sí mismo.

Se volvió hacia el Adepto Havelock.

—¿Dónde está? Esto fue idea suya. Idea tuya. Maldito sea ese viejo, lo necesitamos.

Una sensación mareante se alzó desde su estómago cuando vio a Havelock inclinarse hacia delante con una risita conspiradora; sus ojos casi giraron en direcciones opuestas, rapaces y alocados. Curvó un dedo hacia ella, pidiendo que se acercara, como si quisiera decirle un secreto.

Ella no se movió; sin embargo, él reaccionó como si se hubiera aproximado para escucharle.

—He visto una Imagen —susurró—, una Imagen, una Imagen. En la que las mujeres son peculiares. Tienen las tetas en la espalda. Debido a ello, su aspecto es muy extraño. Pero debe ser delicioso abrazarlas.

Sonriendo, concluyó:

—Vino a mí y me ordenó. Me ordenó. ¿Qué podía hacer yo? No sé cómo suplicar. —Su actitud no cambió; sin embargo, sin transición, su tono se volvió feroz—.Lo he dicho y lo he dicho. Las piezas del brinco son hombres. Las mujeres lo hacen todo imposible.

Terisa deseó maldecirle…, y darle un abrazo como si necesitara ser reconfortado. Desgarrada entre la furia y la piedad, se volvió de nuevo hacia Geraden y el Maestro Barsonage. Incluyó al mediador en lo que dijo, pero toda su atención e intensidad estaban enfocadas en Geraden.

—Tenemos que averiguar qué está pasando.

Los dos hombres asintieron, Barsonage voluntariosamente, Geraden todo pasión y aprobación.

—Alguien tiene que averiguar lo que pretendía hacer ahora el Rey Joyse, y asegurarse de que se hace.

El Maestro Barsonage dudó. Geraden asintió de nuevo.

Dirigiéndose al Maestro, Terisa dijo:

—Lo explicaremos tan pronto como tengamos la oportunidad. El Rey Joyse lo preparó todo. Todo es deliberado. —Luego sujetó a Geraden por el brazo.

Echaron a andar juntos hacia el pasadizo que conducía al almacén, fuera de los aposentos del Adepto Havelock.

El Maestro Barsonage les siguió rápidamente. Los movimientos de sus cejas y el profundo ceño de su concentración le daban un aspecto de sorprendente seguridad.

Tras ellos, Havelock recogió su plumero y siguió limpiando sus ya inmaculados espejos. El que decidió hacer objeto ahora de su atención resultó ser el que mostraba la Imagen en la que había hallado la nube amarronada volante que había utilizado contra las catapultas del Príncipe Kragen.

Como el Castellano Lebbick, él también había sido abandonado.

No pareció darse cuenta de que estaba llorando como un niño.

Terisa, Geraden y el Maestro Barsonage oyeron llantos, especialmente en los niveles inferiores del castillo, donde habían sido apiñados la mayor parte de los más nuevos ocupantes de Orison: niños pequeños, mujeres asustadas, viejos e inválidos. Oyeron gritos de alarma y miedo, exclamaciones de protesta y desconfianza. Oyeron golpes. En una ocasión vieron varios guardias alzar el mango de sus picas para golpear a los hombres que deseaban lanzarse hacia un corredor cerrado. Los hombres maldecían y suplicaban mientras eran obligados a retroceder; el rumor del ataque de Gart había llegado hasta ellos, y deseaban abrir un camino para que sus familias pudieran salir de Orison antes de que el ejército de Cadwal llegara desde la nada para matarlos a todos.

Pero no había signos de disturbios.

En vez de disturbios, el castillo estaba lleno de guardias. Estaban por todas partes, bloqueando los movimientos de la gente y el pánico, controlando el acceso a los pasillos, escaleras o puertas cruciales, enfrentándose a los granjeros y comerciantes y sirvientes y albañiles que deseaban atacar o huir con sus seres queridos porque Orison había sido penetrado.

—¿Quién está al mando? —preguntó el Maestro Barsonage a los guardias—. ¿Dónde está el Rey Joyse?

La respuesta fue: Que me aspen si lo sé. O su equivalente.

—¿Quién os dio las órdenes? —preguntó Geraden.

Eso era más fácil de responder. Norge. El segundo del Castellano Lebbick.

Por el momento, el hecho de que Norge fuera en realidad sólo uno de los lugartenientes del Castellano parecía poco importante. Lo importante era que aún existía mando en Orison. Estaba siendo mantenido por alguien de quien los guardias estaban dispuestos a aceptar órdenes. Alguien con la suficiente credibilidad como para ser obedecido durante una emergencia.

Pero ¿Norge? ¿Qué le daba prioridad sobre los demás capitanes? ¿Quién le daba prioridad?

¿Un Maestro de la Cofradía? Imposible. Nunca en ausencia del mediador.

¿Uno de los consejeros del Rey Joyse? ¿Uno de los señores de Orison? Improbable.

¿El propio Príncipe Kragen? Inconcebible.

¿Artagel?

¿Tan mala era la situación que no podía hallarse a nadie que se hiciera cargo de las cosas excepto el independiente y en aquellos momentos medio tullido hermano de Geraden?

Terisa sintió deseos de echar a correr. Lo hubiera hecho si Geraden no la hubiera retenido.

Mientras ella y sus compañeros abandonaban los niveles inferiores del castillo, sin embargo, la situación de Orison mejoró. Allí los salones estaban bajo mejor control; había menos temor hacia la posibilidad de un ataque por artes de Imagería. Pronto apareció un guardia que saludó al mediador.

—Maestro Barsonage —jadeó. Al parecer, venía corriendo de los aposentos del Imagero—. Geraden. Dama Terisa. —Sabía lo suficiente acerca de los acontecimientos del día como para mostrarse sorprendido—. Se os requiere en los aposentos del Rey.

¿Los aposentos del Rey? Terisa y Geraden y el Maestro Barsonage se detuvieron en seco.

—La sala de audiencias ya no es segura —explicó el guardia.

—¿Quién nos requiere? —preguntó al instante Barsonage.

Jadeando fuertemente, el guardia respondió:

—Mi señor Tor. Dice que se ha hecho cargo del mando. En ausencia del Rey. Él y Norge. Norge es el nuevo Castellano.

El Tor. Terisa sintió una oleada de energía. ¡Bendito fuera el viejo gordo!

—¿Qué hay acerca del Príncipe Kragen? —preguntó.

El guardia dudó, como si no estuviera seguro de cuánto debía decir. Al cabo de un momento, sin embargo, respondió:

—Es sólo un rumor. Se dice que mi señor Tor le ofreció una alianza.

Geraden dejó escapar un fiero hurra.

Juntos, él y Terisa echaron a correr.

El Maestro Barsonage se tomó el tiempo necesario para completar la pregunta:

—¿Cuál fue la respuesta del Príncipe?

—No lo sé —respondió el guardia.

Barsonage hizo todo lo posible por alcanzar a Terisa y Geraden.

En la torre del Rey se les unieron más guardias, los escoltaron hacia arriba. Otros guardias abrieron de par en par las puertas del Rey; Terisa, Geraden y el mediador entraron. Por pura dignidad —sin mencionar la cautela—, refrenaron su paso al hacerlo.

El apartamento formal del Rey estaba exactamente igual a como Terisa lo recordaba: ricamente amueblado, panelado con maderas claras, alfombrado en azul y rojo. Sin embargo, apenas se fijó en el mobiliario. Aunque sólo había ocho o diez hombres —la mayoría de ellos capitanes— en la habitación, parecía atestada; demasiado llena de ansiedad y pasión, de conflicto.

Antes de que se cerrara la puerta, oyó la voz del Príncipe Kragen resonar como una trompeta:

¡No lo haré!

Sintió una opresión en el pecho. De pronto se dio cuenta de que estaba respirando más pesadamente de lo que se había dado cuenta. El grito del Príncipe pareció pulsar a su alrededor, y la esperanza que había sentido ante la idea de una alianza empezó a helarse en su sangre.

A un lado del Príncipe Kragen estaba de pie Artagel, lo bastante cerca como para reaccionar a lo que hacía el Príncipe, lo bastante lejos como para disociarse del Pretendiente de Alend. Al otro lado había un capitán al que Terisa no conocía. ¿Norge?

Los tres estaban de espaldas a la puerta. Cada uno a su distinta manera, se enfrentaban al sillón donde acostumbraba a sentarse el Rey Joyse cuando jugaba al brinco.

Allá estaba sentado el Tor, desmoronado sobre su enorme barriga, como si apenas fuera capaz de alzarse de la posición que había adoptado.

—Las alternativas que propones —estaba diciendo el viejo señor, como si estuviera sufriendo algún tipo de dolor que no tenía nada que ver con el Príncipe Kragen— son intolerables. —Mantenía una mano sobre su rostro—. No permitiré que ocupes Orison, convirtiéndonos en poco más que en una población rehén. Yo no llamaría a eso una alianza.

—Y yo no llamo una alianza a aguardar fuera en peligro mientras tú permaneces sentado aquí dentro, seguro —respondió acaloradamente el Príncipe—. Si…, no, cuando el Gran Rey Festten avance contra nosotros, nos hallaremos indefensos mientras que vosotros permanecéis seguros, aguardando el resultado. Debe permitírsenos entrar en Orison. No permaneceré donde estoy ahora, aguardando el regreso del Rey Joyse, si alguna vez regresa, y me diga lo que le interesa…, si es que lo que le interesa implica algo más productivo que una partida de brinco.

El Tor no parecía tener las fuerzas suficientes como para alzar la cabeza.

—Comprendo tu dilema, mi señor Príncipe. Por supuesto que lo comprendo. Pero tú no puedes creer que la gente de Orison, o los defensores de Orison, permanezcan tranquilamente sentados sobre sus posaderas mientras Alend se hace cargo del poder por encima de ellos. Ya he dicho que abriré las puertas para ti si tú…

—¡No! —ladró el Príncipe Kragen—. ¿Me tomas por idiota? No tengo ninguna intención de convertir a la gente de Orison en rehenes. Les garantizaré exactamente tanta libertad y respeto como permita la necesaria acumulación de tantos cuerpos. Pero no someteré mis fuerzas a tu autoridad.

Los capitanes de Orison murmuraban inquietos. Algunos de ellos estaban visceralmente alterados ante la idea de una alianza con Alend. Y algunos de ellos habían observado a Geraden y al Maestro Barsonage…, habían observado a Terisa.

—¡Mis señores! —cortó secamente Geraden. Su voz arrastró un potencial de autoridad por toda la estancia; y un estremecimiento recorrió de pronto la espina dorsal de Terisa—. No hay necesidad de discutir acerca de esperar. Ya hemos terminado de esperar. ¡Es tiempo de ponernos en marcha!

El Tor retiró la mano de su rostro, miró con nublado dolor y deseo a Terisa y Geraden. Artagel giró en redondo, con la alegría prendiendo ya todos sus rasgos. Norge se volvió más cautelosamente; pero el Príncipe Kragen se volvió como Artagel, su moreno rostro congestionado por conflictivas necesidades.

—¡Terisa! ¡Mi dama! —exultó Artagel—. ¡Geraden! ¡Por las estrellas, lo hiciste! —Como si nunca hubiera sido herido en su vida, aferró a Geraden en un exuberante abrazo de oso, lo alzó del suelo, luego lo dejó caer para estrechar la mano de Terisa y besarla intensamente—. ¡Cada vez que te veo, eres más maravillosa!

Ella deseó abrazarle, pero estaba distraída; estaban sucediendo demasiadas otras cosas. Los capitanes se estaban gritando ánimos unos a otros o reclamando silencio. Y el Tor se había puesto en pie. Con voz incierta, casi inaudible, murmuró su nombre, el de Geraden.

—Sois realmente maravillosos —dijo roncamente, como si estuviera arrastrando su voz desde lo más profundo de una cueva—. Tiene que haber esperanza para nosotros después de todo, cuando pueden darse estos golpes contra nuestros enemigos.

El Príncipe Kragen estaba inmediatamente detrás de Artagel; sujetó a Geraden por los hombros apenas Artagel lo soltó.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó el Príncipe—. ¿Cómo la rescataste? ¿Qué ha cambiado? ¿Dónde está el Rey Joyse? ¿Has dicho ponernos en marcha?

De alguna forma, Norge consiguió hacerse oír por encima del tumulto. Su lacónico tono sonó tan incongruente que tuvo que ser escuchado.

—Conseguiste escapar, mi dama. ¿Qué averiguaste de él?

»¿Qué le hiciste?

En el absoluto silencio que siguió, transcurrió un momento antes de que ella comprendiera la naturaleza de la pregunta.

Alzó inconscientemente la barbilla, se enfrentó a las ardientes y ansiosas y preocupadas miradas de los hombres que la rodeaban.

—No le hice nada. —No lo maté. Ni siquiera le hice daño—. Pero averigüé lo suficiente.

Demasiado rápido para que nadie pudiera interrumpirla, añadió:

—Antes de que Gilbur lo matara, tuve una larga charla con el Maestro Quillón. Él me contó lo que el Rey Joyse ha estado haciendo todo este tiempo. Por qué ha estado actuando como un estúpido pasivo. Lo que deseaba conseguir. Geraden tiene razón. Es tiempo de ponernos en marcha.

Como respuesta, la estancia estalló en un tumulto. Sólo el Príncipe Kragen tenía algún indicio de las cosas que ella sabía; y sólo había oído fragmentos de la historia de Geraden bajo la influencia de demasiado vino, no de ella. Para un hombre como el Tor, que había pasado demasiados días miserables rezando para que su embrutecida y testaruda lealtad demostrara ser valiosa al final, aquellas palabras hubieran debido golpearle tan pesadamente como un puñetazo. Norge y el Príncipe Kragen y Artagel estaban sorprendidos; el Maestro Barsonage y los capitanes, asombrados. Pero las mejillas del Tor se volvieron del color de la harina mojada, y se dejó caer en el sillón del Rey Joyse como si su corazón estuviera siendo desgarrado.

Urgentemente, Terisa se abrió paso entre Artagel y el Príncipe Kragen, se apresuró hacia el señor.

—¡Dadle un poco de vino! —pidió—. Va a sufrir un ataque al corazón.

»Mi señor Tor. ¿Te sientes bien?

Las manos del hombre aletearon contra los brazos del sillón. Por un momento, jadeó como si se estuviera asfixiando; bajo sus entrecerrados párpados, sus ojos giraban alocados. Luego, sin embargo, dio un suspiro que hizo estremecer todas sus grasas. Alzó una mano a su pecho, la anudó en sus ropas; y su cabeza se alzó como si estuviera levantándola por pura fuerza de voluntad.

—No te alarmes, mi dama —siseó con un hilo de voz—. La dificultad es sólo que he empeñado todo lo que soy por él. Me he hecho despreciable en la creencia de que mi Rey demostraría al fin que era digno de servirle. —Con una notable celeridad, uno de los capitanes trajo un gran vaso de vino. El Tor lo aceptó y lo apuró de un trago. Luego, la tortura crispó sus rasgos—. ¿Has querido decir realmente que ha estado actuando de acuerdo con un plan…, que las cosas que ha estado haciendo tenían un propósito?

—Sí —admitió ella de inmediato, pese al hecho de que en aquel momento hubiera retorcido alegremente el cuello del Rey Joyse—. No sabía que tú vendrías aquí. Le oíste decir que tú desafías toda predicción. —La explicación que le había dado el Maestro Quillón no era lo bastante buena como para justificar el precio que el Rey Joyse había reclamado de hombres como el Castellano Lebbick y el Tor, de sus hijas, de Geraden y de todos los demás que le amaban—. Sus planes no te incluían a ti. No pretendía herirte. —Por el momento apoyaba al Rey, no porque aprobara lo que había hecho, sino porque no le había dejado otra alternativa.

»Durante todo este tiempo, ha estado trabajando para salvar Mordant.

Hasta ahora. Aquel pensamiento era suficiente como para ennegrecer con amargura los ángulos de su visión. El Rey Joyse había hecho pasar a su gente por la hiel de la condenación. Y, justo cuando los acontecimientos llegaban al punto en que hubiera podido explicar con seguridad su política, ofrecer sin problemas al menos su significado o justificación a la gente a la que había herido, había decidido desaparecer. Volado, como lo había expresado el Adepto Havelock.

Sin embargo, se puso de su lado como si nunca hubiera dudado de él.

—Él no sabía quiénes eran los renegados…, los Imageros que trasladaban voluntariamente abominaciones contra gente que no podía defenderse. No sabía dónde elaboraban sus espejos, dónde edificaban su poder.

Cuando empezó, hablaba solamente para el Tor; no había tenido intención de dirigirse a toda la reunión. Pero las intenciones del Rey Joyse la empujaban. A medida que iba hablando, su voz se alzó, y se volvió parcialmente para incluir a todos los presentes en la estancia.

—Sabía que necesitaban soldados para respaldar su Imagería. La Imagería puede destruir, pero gobernar requiere el poder de un hombre. Sin embargo, no sabía qué alianzas podían haber hecho, con Cadwal o Alend. Sólo había una cosa de la que podía estar seguro. Mientras fuera el gobernante más poderoso aquí, mientras Mordant fuera lo bastante fuerte como para enfrentarse a Cadwal y Alend, los renegados lo dejarían solo. Se encargarían de hacer pedazos los Feudos de Alend, o hallarían una forma de engullir Cadwal…, pero lo dejarían a él solo. Hasta que fueran demasiado fuertes como para poder detenerles.

Había seguido alzando la voz, hasta que ahora estaba casi gritando. Ésa era la única forma en que podía controlar su frustración y su dolor. El Rey Joyse le había sonreído tan gloriosamente que ella hubiera hecho cualquier cosa por él. Y había causado tanto dolor…

—La única forma en que podía descubrir quiénes eran, cómo trabajaban, dónde estaba su poder, antes de que crecieran hasta hacerse demasiado fuertes, la única forma en que podía hacer que se descubrieran…, era convertirse él en débil. Tenía que convencer a todo el mundo, a todo el mundo, de que había perdido su voluntad, su buen sentido, su determinación. Tenía que convertirse en el único blanco razonable.

»Para que atacaran aquí.

»Para tener así la oportunidad de detenerles. Una oportunidad de sorprenderles volviendo sus propias trampas contra ellos.

Ella había arruinado aquello, por supuesto. Había advertido a Eremis. Su amargura la incluía también a ella; no se había ganado el derecho a ser farisaica. Sin embargo, su culpabilidad sólo la hizo más decidida.

—Eso es lo que tenemos que hacer. No sé por qué no está ahora aquí. Ha estado trabajando para este momento desde hace años. No sé por qué nos ha abandonado ahora. —Si había ido al rescate de la Reina Madin… Aquello era comprensible, pero no ayudaba. A aquella distancia, no sería capaz de regresar hasta mucho después de que la batalla estuviera decidida. Terisa hizo un esfuerzo por afirmarse, por calmar su furia—. No importa. Nosotros aún seguimos aquí. Todavía tenemos que salvar Orison y Mordant.

»No tenemos otra elección. No nos ha dejado ninguna otra elección. Lo único que podemos hacer es lo que él hubiera hecho si estuviera aquí. Tenemos que ponernos en marcha.

La estancia guardaba un silencio absoluto; los hombres a su alrededor escuchaban con todos sus sentidos, ávidamente. El rostro de Geraden brillaba como si nada pudiera detenerle ya ahora. Artagel asentía feliz para sí mismo. Los ojos del Príncipe Kragen eran oscuros por el desánimo y el cálculo…, y por algo más, que podía ser muy bien ansia. El Maestro Barsonage permanecía con la boca flácidamente abierta; daba la impresión de estar tambaleándose por dentro.

—Ponernos en marcha —murmuró el Tor, luchando por enderezar su espina dorsal contra el respaldo de su asiento—. «Para que atacaran aquí.» Mi viejo amigo. Cuánto daño debí hacerte.

Finalmente, sin embargo, fue Norge quien hizo la pregunta obvia.

—¿Ponernos en marcha adonde, mi dama?

Terisa estaba tan llena de presión que apenas pudo articular las palabras:

—A Esmerel.

Inmediatamente, Geraden la apoyó.

—Ésa es la sede familiar de Eremis. Al parecer, es ahí donde tiene su laborium. Es ahí donde él y Gilbur llevaron a Terisa. Y Vagel está ahí también. Gart está ahí. Cadwal está ahí. Eremis consultó con el Gran Rey ahí está mañana.

»Ahí es donde necesitamos golpear.

Terisa estaba pensando: En el Care de Tor. Donde esos jinetes de pelaje rojo y ojos llenos de odio surgieron para atacaría a ella y a Geraden. No era extraño que montaran caballos con los jaeces del Care de Tor.

La mente del viejo señor, sin embargo, estaba yendo en otra dirección completamente distinta.

—Entonces, eso lo explica —retumbó.

Se alzó, apoyando un brazo a un lado de su asiento, un codo al otro. Inclinado en esta postura, como si su peso estuviera a punto de volcar el sillón, murmuró:

—Es por eso entonces por lo que le dijo a Lebbick que hiciera con ella todo lo que quisiese. Tenía que aparecer débil…, tenía que dar la impresión de que había perdido la cordura. Tenía que persuadirme a mí. Si yo no le hubiera creído, hubiera podido traicionarle a Eremis.

»A1 mismo tiempo, envió al Maestro Quillón a sacarla de las mazmorras, para que no tuviera que sufrir a causa de su fingida debilidad…, a fin de que Lebbick no tuviera aquel crimen sobre su conciencia…, a fin de que ella no sufriera ningún daño.

»Ahora comprendo.

El Tor parecía un hombre cuyas manos acaban de ser liberadas de las empulgueras.

—Y ahora tenemos otra razón para ponernos en marcha —siguió Geraden, en un tono que Terisa hubiera hallado imposible rechazar—. En Esmerel, dama Terisa descubrió a Nyle vivo.

Aquel anuncio clavó en él la mayoría de los ojos de la estancia. Algo en Artagel saltó: su expresión fue tan intensa como una hoja afilada.

—Yo no lo maté —siguió Geraden entre dientes, reprimiendo el ultraje. Ahora no necesitaba la extraña autoridad que a veces brotaba en él: su pasión, nacida de la médula de sus huesos, era suficiente—. Nunca alcé una mano contra él. Eremis le obligó a ayudarle amenazando a mi familia. A nuestra familia —dijo, ante la intensidad en el rostro de Artagel—. Nyle fingió que yo lo apuñalaba. Entonces Eremis se lo llevó fuera. Llamó al médico Underwell, que era casi exactamente de la misma constitución física y color de piel que Nyle. Hizo matar a Underwell por criaturas de la Imagería. Luego vistió a Underwell con las ropas de Nyle para hacer parecer como si yo hubiera vuelto a terminar lo que había empezado.

Aquello era nuevo para el Tor, al igual que para los capitanes. Miraron a Geraden con no disimulado asombro.

—Pero Nyle aún está vivo. Eremis lo mantiene encadenado a una pared en Esmerel. Para utilizarlo contra mí si alguna vez intento atacarle.

»Soy un hijo del Domne. —Geraden se mantuvo poderosamente inmóvil—. Mi familia ha sido un querido y leal amigo del Rey Joyse desde un principio, ¡y deseo que mi hermano sea rescatado!

¡Sí!, dijo Terisa en la forma en que alzó la cabeza, la forma en que irguió su cuerpo. Sí.

—En realidad, se trata de una cuestión sencilla —dijo lentamente Artagel, en el silencio que siguió una vez Geraden hubo terminado. Su actitud imperturbable contrastaba espectacularmente con la llama del combate en sus ojos—. Como dice mi dama Terisa, no tenemos otra elección. Ya hemos dejado que el Perdon fuera destruido. —Su actitud era casual, pero sus manos estaban crispadas, como si desearan empuñar una espada—. Si no volvemos a la política del Rey Joyse de apoyar a sus señores, y si no lo hacemos pronto, perderemos todo lo que mantiene unido Mordant, nos venzan o no Eremis y Festten. Todo lo que ha hecho valioso Mordant será destruido.

Terisa le sonrió. Estaba intentando expresarle su gratitud; pero la tensión en sus músculos hizo que su sonrisa fuera demasiado feroz para eso.

El Tor inspiró profundamente, luego jadeó. El vaso cayó de su mano, derramando sobre la alfombra el poco vino que quedaba en él; pero no se dio cuenta de ello. Miró a Norge, casi frunciendo los ojos para mantenerlos enfocados; miró al Príncipe Kragen.

—Estoy contento. —Su voz era llana, curiosamente no resonante. Al parecer, la patada de Gart aún le dolía—. Digamos que el asunto queda zanjado. Mañana marcharemos contra el Maestro Eremis en Esmerel.

Terisa sintió deseos de aplaudir hasta que oyó al Príncipe Kragen decir con voz áspera:

—No.

—¿Mi señor Príncipe? —Una fina capa de sudor cubrió la frente del Tor.

—Yo no estoy contento. —Kragen masticó las palabras bajo su bigote como si fueran cartílago y hiel—. Yo no digo que el asunto quede zanjado. Tú has propuesto una alianza…, sobre la cual nos ha sido absolutamente imposible llegar a un acuerdo. Ahora anuncias tu intención de emprender la marcha hacia una misión estúpida. ¿Es tu intención que Alend marche contigo? —Su tono sonaba extrañamente conflictivo a Terisa, a la vez furioso y lleno de ansia, como si su pasión tuviera otro nombre que el que había decidido darle—. ¿Es eso lo que significa una alianza para ti ahora? ¿Crees que el Monarca de Alend estará contento dejando que todas sus fuerzas cometan suicidio contigo, sin otra razón que el que tú hayas decidido morir alocadamente?

Artagel empezó a responder; Geraden lo detuvo. —¿Tienes alguna idea mejor, mi señor Príncipe?— preguntó. Su voz hizo estremecer a Terisa: era densa, y apuntaba promesas de amenazas.

—¡Por supuesto! —restalló el Príncipe—. Una alianza aquí. En Orison. Dejemos que el Gran Rey acuda contra nosotros aquí y haga todo lo que pueda. Juntos, le venceremos.

—¿Qué hay de Nyle? —preguntó Artagel, incapaz de contenerse.

Geraden ignoró a su hermano.

—Yo no lo pienso así —respondió al Príncipe Kragen—. Eremis no necesita venir hasta aquí. Puede atacarnos en cualquier parte con la Imagería. Mientras nosotros permanezcamos en un lugar, en cualquier lugar, estamos indefensos, somos vulnerables. Sin arriesgar un solo hombre de Cadwal, puede llenar Orison con los horrores suficientes como para dejarte chillando incluso a ti, mi señor Príncipe. La única razón de que no lo haya hecho hasta ahora es que no está preparado. No estaba preparado. Todo lo que necesitaba era tiempo. Ahora ya está preparado. Si no acudimos a luchar contra él ahora, el Gran Rey Festten y sus veinte mil hombres no tendrán que hacer nada excepto venir tranquilamente hasta aquí y limpiar las ruinas. Todos estaremos muertos o habremos huido.

Terisa controló tanto como pudo su frustración ante el Príncipe Kragen, su miedo a las cosas que recordaba.

—Eremis… —dijo, y tragó saliva para afianzar su voz—. Eremis sabe cómo usar con seguridad los espejos planos. Ha descubierto un óxido que le permite trasladar un espejo plano dentro de uno curvo, de tal modo que es en la Imagen curva donde traslada lo que desea directamente a través de la Imagen plana.

El Maestro Barsonage y Geraden tuvieron tiempo de absorber aquella información. No se sobresaltaron. Y no la interrumpieron.

—¿No te lo dijo Geraden? —preguntó Terisa al Príncipe—. Eremis dejó caer una avalancha surgida de la nada sobre la Casa del Valle. Así es como pudo secuestrar a la Reina Madin. Y tiene un espejo plano con la sala de audiencias en la Imagen. Podría provocar una avalancha aquí dentro en este mismo instante si lo deseara. Y sabemos que tiene al menos otros dos espejos que muestran distintas partes de Orison. Sus aposentos. Ese lugar en los niveles inferiores…, cerca de las mazmorras. Quizá tenga más.

»Pero eso no es todo. Vagel, el archi-Imagero Vagel, ha ideado un sistema que le permite crear deliberadamente Imágenes específicas, en vez de por el método de tanteo.

Pese al hecho de que ya le había dicho esto al Maestro Barsonage, el mediador parecía al borde de la apoplejía.

—Y Gilbur tiene el talento de hacer espejos con mucha rapidez —siguió Terisa—. Juntos, pueden modelar las suficientes Imágenes como para atacar Orison en cualquier momento que deseen.

»Eremis ya está preparado. No es un suicidio ponernos en marcha. Es un suicidio quedarnos aquí.

Un murmullo brotó entre los capitanes…, asentimiento, preocupación, cautela.

—Quizá. —Por un momento, el ansia del Príncipe Kragen pareció abrumar su ultraje—. Tal vez en esto tengas razón. —Como por un acto de voluntad, sin embargo, trajo de nuevo a la superficie su indignación—. Sin embargo, aunque sea una locura quedarnos aquí, no es más cuerdo ponernos en marcha contra Esmerel.

Miró al Tor. Brevemente, pareció considerar dirigir su desafío a Terisa. Pero finalmente se volvió hacia Geraden y Artagel, atraído hacia ellos por la pasión de la sangre hacia el cautiverio de Nyle…, y por la nueva estatura de Geraden. Peligrosamente calmado, preguntó:

—Estaréis más o menos familiarizados con Esmerel, supongo.

Artagel asintió sin ninguna vacilación. Geraden dijo claramente:

—Algo.

—He oído informes acerca del terreno. ¿Quién tendrá ventaja en una batalla allí?

—Una buena pregunta —observó equitativamente Norge.

Artagel sonrió.

—Quien llegue primero. Las fuerzas atrincheradas pueden mantener sus posiciones. Es una trampa para quien llegue en segundo lugar.

Geraden sacudió la cabeza, desechando aquello.

—¿Por qué piensas que Eremis eligió ese lugar, mi señor Príncipe? No creerás que fue por accidente. No supondrás que el Gran Rey Festten condujo a veinte mil hombres hasta allí simplemente por el placer de aniquilar al Perdon.

—No, Geraden. —El Príncipe Kragen se permitió una mueca sarcástica—. No pienso que fuera un accidente. Es lo que piensas lo que pregunto, no lo que pienso yo. ¿No has oído a Artagel utilizar la palabra trampa? Has dicho que se supone que Nyle es un rehén contra ti. ¿No se supone que es también un cebo? Una marcha contra Esmerel es precisamente la acción que Eremis desea que emprendamos.

—Por supuesto —gruñó Geraden.

—Ésa es una de las razones por las que fui capturada —comentó Terisa—. Un cebo más. Eremis deseaba tenerme allí donde no pudiera hacerle daño. —Deseaba violarme. Deseaba quebrar a Geraden—. Pero también deseaba asegurarse de que fuerais a Esmerel. Todos vosotros.

—Todo lo que nos ha hecho hasta ahora ha sido una trampa —continuó Geraden—. Ésa es su gran fuerza…, y su gran debilidad.

—¿Y aún sigues creyendo que debemos ir? —La protesta del Príncipe Kragen era una inextricable mezcla de excitación y furia—. Sabiendo que ha preparado esta trampa para destruirnos, ¿crees que debemos acomodarnos a él…, que debemos correr a poner nuestros cuellos en el nudo corredizo tendido por él? Geraden, estás loco. —Se volvió hacia el Tor y dejó escapar un grito—: ¡Mi señor, esto es una locura!

El Tor se sentó en su sillón como una informe masa, cruda y rancia, de pasta de pan, y aguardó la respuesta de Geraden.

Ante la sorpresa de Terisa, Geraden se echó a reír.

Su risa era como la sonrisa de Artagel: sangrienta, preparada para la batalla.

—Ése es precisamente el método del Rey Joyse. Su política. ¿No lo entiendes? Instala sus trampas dentro de las de Eremis. Si estuviera aquí para ponerlas en marcha personalmente, haría que te diera vueltas la cabeza. Pero no está aquí, de modo que tenemos que hacerlo sin él. Tenemos que meter nuestros cuellos en el nudo corredizo de Eremis…, y luego quitarle la cuerda de las manos. Tenemos que meternos en su trampa y luego volverla contra él.

El Príncipe Kragen le miró como si Geraden estuviera desvariando. Tan desconcertado que su sarcasmo lo abandonó, preguntó:

—¿Cómo…? ¿Cómo crees que podemos hacer eso? Dispone al menos de veinte mil hombres. Tiene Imagería. Tiene el terreno. Tiene al menos un rehén. ¿Cómo podemos volver su trampa contra él?

Ya sin reír, Geraden respondió:

—Siendo más fuertes de lo que él espera.

Cuando Geraden dijo eso, Terisa se permitió un suspiro de alivio. El Maestro Barsonage alzó la cabeza, escuchando intensamente. El Tor se pasó una mano por el sudor de su frente, luego se secó los dedos en su ropa.

—¿Cómo? —siguió el Príncipe Kragen, casi susurrando—. ¿En qué forma podemos ser más fuertes de lo que él espera?

Geraden se encogió de hombros.

—Por un lado, no hay ninguna forma en que él haya podido planear algo acerca del talento de Terisa…, ni tampoco del mío. Por eso se esforzó tanto en distraernos, confundirnos, mantenernos haciéndonos preguntas. No sabía contra qué se enfrentaba…, y no desea que nosotros descubramos lo que podemos hacer. Es imposible que sepa que yo soy un Adepto, de un cierto tipo al menos. Puedo cambiar las Imágenes en los espejos normales, los haya hecho yo o no.

—Eso es cierto —confirmó el Maestro Barsonage—. He sido testigo de ello.

—Y Terisa es aún más poderosa —siguió Geraden—. Lo que yo hago con los espejos curvos, ella puede hacerlo con los planos. Y ella es una archi-Imagera. Puede pasar a través de un espejo plano sin volverse loca. Y puede utilizar su talento a través de distancias increíbles. Así es como escapó. Desde un lugar tan lejos como Esmerel, cambió un espejo aquí hasta que ella estuvo en la Imagen. Luego el Adepto Havelock la trasladó fuera del peligro.

—Eso también es cierto. —El mediador de la Cofradía parecía estar creciéndose a cada momento que pasaba, haciéndose más sustancial a medida que los dogmas de la Imagería eran alterados—. Lo he presenciado también.

»Y hay otro aspecto en el que yo soy igualmente más fuerte de lo que el Maestro Eremis espera.

El Príncipe Kragen se volvió hacia el Maestro Barsonage. Geraden y Artagel se giraron también. Terisa estudió al Tor para asegurarse de que estaba resistiendo bien todo aquello, luego dirigió su atención al mediador.

—Quiero decir que la Cofradía es más fuerte —rectificó Barsonage, como si su propia seguridad le sorprendiera—. No hemos sido tenidos en mucha estima. ¿Por qué debería ser lo contrario? Generalmente, no somos más que un cuerpo de nerviosos descontentos. Y todas nuestras acciones en defensa de Mordant, y de nosotros mismos, salieron mal. Oh, el augurio que arrojamos respecto al futuro de Mordant estuvo bien hecho. Por otra parte, en cambio, la llamada de nuestro campeón fue un desastre. ¿Por qué debería nadie estimarnos? Ni nosotros mismos nos estimamos lo suficiente como para conservar nuestra propia utilidad, después de que viéramos lo mal que habían ido las cosas con nuestro campeón.

»Pero, luego, supimos del talento de Geraden…, y del de dama Terisa. Eso nos reconfortó inconmensurablemente. No sabíamos si esos nuevos talentos serían usados en nuestro beneficio o en contra nuestra. No, Artagel —apuntó, como una disgresión—, incluso después de tus explicaciones, aún quedaba lugar en nosotros para la duda. Pero ahora sabíamos que nuestro trabajo era vital…, que habíamos desatado fuerzas que sólo nosotros podíamos apoyar o contra las que podíamos oponernos…, que la Cofradía había adquirido al menos su propio significado.

»En consecuencia, nos pusimos a trabajar como nunca antes lo habíamos hecho.

»Y ahora hemos sido reivindicados. —Aquélla era la pieza clave de la nueva seguridad del Maestro Barsonage—. Se nos han dado pruebas de que el Rey Joyse siempre estuvo en lo cierto…, de que la Imagería posee su propia realidad completamente independiente, que las cosas que vemos en los espejos no son creadas por la Imagería. El establecimiento de la Cofradía ha quedado justificado. —Se veía elevado por la claridad; su rostro resplandeció—. Las traslaciones del Maestro Eremis y del Maestro Gilbur y del archi-Imagero Vagel no son simplemente malignas en sus consecuencias, sino también en su significado.

—Al grano —gruñó el Príncipe Kragen—. Ve al grano.

—Mi señor Príncipe —anunció el mediador—, mi señor Tor, el Maestro Eremis está preparado para actuar. Eso es evidente. Pero la Cofradía también lo está. En nombre del Rey Joyse, y de la necesidad de Mordant, estamos dispuestos a presentar batalla a tu lado contra Esmerel.

—¿Cómo? —El Príncipe puso un interés claro en aquella pregunta—. ¿Qué podéis hacer?

La sonrisa del Maestro Barsonage tenía un poco familiar parecido a una mueca.

—Mi señor Príncipe, no has aceptado una alianza. Por esa razón, no discutiré nuestras armas contigo. Pero dos cosas sí puedo decirte. En primer lugar, nuestras armas no violan ninguna de las condiciones restrictivas que el Rey Joyse impuso a la Cofradía. Y, en segundo lugar —hizo una pausa para un momento de franca autocongratulación—, hasta que sean necesarias las armas, nosotros podemos aprovisionar la marcha contra Esmerel.

La boca del Príncipe Kragen formuló la palabra aprovisionar sin que ningún sonido surgiera de ella.

—No podemos trasladar hombres, por supuesto —explicó el mediador—, pero estamos preparados para mover comida, espadas, camas o tiendas en cualquier cantidad que requieras. Podrás viajar sin carromatos de suministros, sin el enorme entorno de seguidores del campamento y porteadores que frenan la marcha de un ejército. Podrás alcanzar Esmerel más rápidamente de lo que el Maestro Eremis puede llegar a sospechar.

»Mi señor Príncipe, ¿no nos hace eso más fuertes?

—Y luego está el asunto de la alianza —señaló Geraden, antes de que el Príncipe Kragen pudiera recobrarse de su sorpresa—. Eremis debe saber que es una posibilidad, pero no puede esperarla. ¿De qué dispones, mi señor Príncipe? ¿Aproximadamente de diez mil hombres?

El Príncipe asintió desconcertadamente.

—¿Y nosotros, Castellano Norge?

Norge consultó el techo.

—Aproximadamente cerca de ocho mil. Podemos poner seis mil en la carretera y pese a todo dejar aquí dentro los suficientes como para mantener las defensas durante un tiempo.

—Mi señor Príncipe —Geraden habló cuidadosamente, controlando sus emociones—, Eremis no espera enfrentarse a un ejército de dieciséis mil hombres. El Gran Rey Festten no lo espera tampoco. No desean luchar contra nosotros. Desean abrumarnos. —No necesitó utilizar la palabra aniquilarnos: estaba implícita en su tono—. Y no tienen las fuerzas necesarias para abrumar a dieciséis mil hombres.

Durante unos pocos momentos, el Príncipe Kragen no respondió; masticó su bigote y dio vueltas a sus pensamientos. Geraden se mantuvo inmóvil. Terisa contuvo el aliento. Norge parecía estar pensando en si aquél no sería un momento apropiado para echar una cabezada. En contraste, Artagel apenas era capaz de refrenarse y saltaba de uno a otro pie como un muchacho excitado. El Tor apretó los dos brazos sobre su vientre como si temiera que algo dentro de él fuera a estallar.

Bruscamente, el Príncipe se volvió para enfrentarse al viejo señor.

Clavó los puños en sus caderas. Terisa no pudo decir qué tomó precedencia en él, si su ansia o su furia; pero no prolongó el suspenso.

—Mi señor Tor —dijo claramente—, pides demasiado.

El Tor alzó una mano interrogativa, alzó una ceja. El esfuerzo hizo que el sudor resbalara por el puente de su nariz.

—Si esta alianza que propones fracasa —articuló Kragen—, tú puedes retirarte a Orison. Te quedan dos mil hombres para una defensa final. Yo no tengo nada. Todas las fuerzas del Monarca de Alend pueden resultar destruidas, y mi gente se quedará sin defensas entre el río Pestil y las montañas. No puedo arriesgar toda la monarquía de mi padre en este asunto de cuellos y nudos corredizos.

»No iré. Y te aconsejo que tú tampoco vayas.

Terisa deseó gritarle; deseó golpearle con sus puños. ¿Acaso no lo entiendes? Debemos intentarlo. Se contuvo, sin embargo, porque Geraden permanecía completamente inmóvil, envarado, sin protestar, y Artagel estaba ominosamente quieto.

Con un sordo retumbar, el Tor preguntó:

—¿Qué es lo que aconsejas, mi señor Príncipe?

—Luchar por Orison durante tanto como puedas —respondió el Príncipe—. Luego, unirte conmigo al otro lado del Pestil. Traer contigo al Fayle y al Termigan, traer también al Armigite, si puedes convencerle…, y añadir vuestras fuerzas a las mías. Con los Feudos de Alend a nuestras espaldas, podemos hacer pagar caro a Eremis y Festten cualquier metro de terreno que consigan.

El Tor emitió un sonido murmurante para sí mismo, como si estuviera considerando la idea. Pero, antes de que Terisa pudiera sumirse en el pánico —antes de que Geraden pudiera intervenir—, se puso en pie.

Se tambaleó. Temerosa de que pudiera caer, Terisa se adelantó para sostenerle. Lo que quedaba de su pelo chorreaba sudor; su piel tenía una tonalidad grisácea, como si su corazón estuviera bombeando cenizas en vez de sangre; sus ojos estaban velados, casi opacos.

Sin embargo, habló como si nadie pudiera dudar de que debía ser obedecido.

—Castellano Norge, ¿me escuchas?

—Te escucho, mi señor Tor. —Norge sonó vagamente soñoliento: desprendido; ajeno a toda discusión.

—Escolta a mi señor Príncipe fuera de Orison. Quiero que regrese sano y salvo junto a su padre. Y hazlo consideradamente. ¿Me has entendido?

—Te he entendido, mi señor Tor.

—Partiremos contra Esmerel al amanecer. Prepáralo todo. Conferencia con la Cofradía acerca de los pertrechos.

El Maestro Barsonage asintió su conformidad.

—Sí, mi señor Tor. —Esta vez había algo en el tono de Norge, un ligero toque de hosca felicidad.

El Príncipe Kragen alzó desesperado las manos.

—Espera un minuto. —Artagel exhibía su sonrisa de batalla. Iba desarmado, pero en aquel momento no parecía necesitar ningún arma—. Hablas de emprender la marcha en mitad de un asedio. ¿Es eso juicioso, mi señor Tor? ¿No deberíamos retener al Príncipe Kragen con nosotros? ¿Como rehén? Si le dejamos marchar, puede caer sobre nosotros tan pronto como salgamos de aquí.

—No —dijo de inmediato el Tor. Lo llano de su tono se estaba convirtiendo en náusea—. El Pretendiente de Alend no hará eso. Sabe dónde vamos, y por qué. Puede reanudar si lo desea su ataque contra Orison cuando nos hayamos ido. Por esa razón, dejaremos a dos mil hombres detrás, y alguien de confianza para dirigirlos. Pero no nos atacará ni impedirá nuestra marcha.

Terisa deseó preguntar: ¿Estás seguro de eso? La mezcla de emociones en el rostro del Príncipe Kragen era demasiado compleja para proporcionarle ninguna confianza. Quizás eso fuera lo que planeaba: un ataque asesino tan pronto como los hombres abandonaran Orison. Inesperadamente, sin embargo, la excitación del Príncipe pareció imponerse por unos instantes a todo lo demás.

—Gracias, mi señor Tor. —Habló suavemente; pero su voz tenía un asomo de trompetas—. Confía en mí al respecto. Si los amigos de mi padre fueran tan honorables como el Rey Joyse, Alend no necesitaría Pretendientes que tuvieran que ganarse el Trono.

Kragen se volvió para irse. Norge envió dos capitanes a acompañarle hasta que pudieran ser reunidos más guardias. Sin embargo, Terisa no vio su partida. Estaba ocupada intentando sostener el enorme peso del Tor antes de que cayera al suelo.

El viejo señor había perdido el conocimiento.