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El señor del último recurso
Norge ordenó que todo el mundo permaneciera en la sala de audiencias; pero ya era demasiado tarde. La mayor parte de los consejeros del Rey Joyse se habían desperdigado, habían huido como su señor. Y los Imageros no habían hecho mucho mejor. Incluso el Maestro Barsonage, que en un mundo razonable cabría esperar que diera buen ejemplo…, incluso el mediador de la Cofradía había desaparecido. Al parecer, se había llevado a Geraden consigo. El único Maestro que quedaba era el hombre al que Eremis había matado; la criatura que había acabado con él aún seguía devorando su cabeza, indiferente a todo lo que ocurría a su alrededor excepto la comida.
—Perfecto —murmuró Norge, sin dirigirse a nadie en concreto. Aquello era lo más cerca que llegaba nunca de la desesperación. Todos aquellos Imageros y viejos que apenas podían contener su vejiga de miedo, perdidos por todo Orison; difundiendo el pánico. Se lo dirían a sus amigos, a sus esposas, a sus hijos, a sus sirvientes; algunos de ellos se lo dirían incluso a completos desconocidos. Y, cuando la historia se difundiera…, cuando la gente oyera que el Rey Joyse había desaparecido, y Lebbick estaba muerto, y el «héroe de Orison», Eremis, estaba confabulado con Cadwal… Norge suspiró al pensar en todo aquello. Orison iba a hacerse pedazos.
El asedio iba a tener éxito al final.
Decidido a hacer lo que pudiera, envió a uno de los capitanes a hacerse cargo de las puertas, controlar el patio; asegurarse de que nadie hiciera ninguna locura. Aquél era el lugar crucial, el punto donde el pánico podía derramarse hacia fuera…, el punto por el que Alend podía darse cuenta de que Orison estaba sumido en el caos.
Ordenó a otros dos hombres que acabaran con el maligno murciélago devorador de Eremis. Envió guardias a localizar a los consejeros y Maestros, a fin de poder tomar decisiones. Sin ninguna razón en particular excepto la meticulosidad, organizó una búsqueda del Rey. Se aseguró de que el Príncipe Kragen y Artagel aún estaban vivos.
Luego fue a ayudar al Tor a ponerse de nuevo en pie.
El viejo señor estaba sobre manos y rodillas, contemplando el rostro del Castellano Lebbick.
El Tor sufría un terrible dolor. No, eso no era cierto: iba a sufrir un terrible dolor; sabía que iba a sufrirlo tan pronto como el shock de la patada de Gart menguara un poco. Por el momento, sin embargo, aún estaba medio atontado, protegido de la agonía por la sorpresa y el vino.
Deseó alzar una mano, pero el esfuerzo fue demasiado para él. No podía hacer nada excepto contemplar el crispado y feliz rostro de Lebbick.
La gente tenía este aspecto, pensó, cuando sus reyes les traicionaban. Cuando permitían que algo tan simple y falible como un ordinario monarca humano cortara los hilos que mantenían unida su vida, las cuerdas de la finalidad. Cuando bebían demasiado…, y cuando eran lo bastante afortunados como para morir sin tener que contemplar cómo todo lo demás se hacía pedazos a su alrededor.
Mejor morir. Mejor pensar que la bota de Gart había desgarrado algo vital dentro de él y rendirse por anticipado a la tortura. Mejor dejar que el vino y la pérdida se lo llevaran. Las alternativas…
Las alternativas eran claramente desagradables.
Desgraciadamente, la expresión en el rostro de Lebbick no le permitía irse. La sangre de Lebbick no le permitía irse. El primer retortijón del dolor retumbó en sus entrañas, y casi gruñó en voz alta: Oh, Castellano. Mordant y Orison y tú, os ha traicionado a todos, os ha abandonado a todos…, y tú luchaste por él hasta el final. ¿Qué hizo alguna vez para merecer tal servicio?
Tan pronto como el Tor formuló la pregunta, sin embargo descubrió que conocía la respuesta. Pese a sus lágrimas, pudo verla en el retorcido rostro de Lebbick, en sus heridas y en su sangre. Lo que el Rey Joyse había hecho había sido crear algo más grande que cualquier hombre, algo que merecía lealtad y servicio no importaba lo falible e incluso traidor que el propio Rey demostrara ser.
Mordant. Un amortiguador entre el constante y sangriento guerrear de Cadwal y Alend.
La Cofradía. Un final a los estragos de la Imagería cuando los espejos no eran utilizados más que para el poder.
El dolor empujó de nuevo en la parte de atrás de la garganta del Tor, y su estómago se anudó; pero se aferró a la fría piedra con manos y rodillas, mantuvo su equilibrio. Cuando aquel capitán, ¿cómo se llamaba?, Norge, cuando Norge acudió a su lado e intentó ayudarle a levantarse, consiguió de alguna manera crispar su gordo puño sobre la cota de malla del capitán y tirar de él hacia abajo, de modo que Norge tuviera que mirarle cara a cara.
—El Rey… —jadeó. Su voz era un alterado susurro, perdido en el dolor que se aferraba a su abdomen.
—Ha desaparecido, mi señor Tor. He enviado hombres a buscarle, pero no espero ningún resultado.
—¿Por qué no?
Norge se encogió de hombros.
—Los hombres que se desvanecen así normalmente no desean ser hallados.
Su inmunidad a la aflicción era notable. Observando atentamente el rostro del capitán, el Tor empezó a recordarlo mejor. Era posible que el Castellano Lebbick hubiera promocionado a Norge simplemente porque Norge era el único hombre por debajo de él que jamás titubeaba.
Era difícil hablar con un hombre así. ¿Qué era lo que le importaba? ¿Cuáles eran sus convicciones, sus compromisos?
—Ayúdame a levantarme. —El Tor no hizo ningún esfuerzo por moverse. El dolor estrujó su voz hasta un ronco susurro—. Ocuparé su lugar.
El Tor no intentaba ponerse en pie, y Norge no intentó levantarlo. En vez de ello, el capitán preguntó calmadamente:
—¿Tú, mi señor?
—Yo. —Pese a toda la fuerza que el Tor podía reunir, tal vez estuviera susurrando deliberadamente. Aunque quizá Gart había roto realmente algo vital en él—. ¿Quién si no? Soy el más viejo amigo del Rey. Aparte el Adepto Havelock…, y no le ofrecerás a él el gobierno de Orison y Mordant.
Era incuestionable: el dolor en sus entrañas iba a ser prodigioso. Parecía estarle cortando el aire. El sudor o las lágrimas resbalaban por su rostro como si fuera una toalla empapada siendo retorcida. Había demasiadas velas brillando en sus ojos. Sin embargo, mantuvo su presa sobre el capitán.
—Y soy el único señor aquí. El Rey Joyse toleró que me quedase cuando los demás se fueron. He actuado como canciller y consejero suyo. Hay que hacer algo con el pánico. El poder tiene que ser asumido por alguien que pueda aliviarlo. ¿A quién otro propones?
»¿Quién más hay aquí?
Norge parpadeó ante aquella pregunta, como si no creyera que valía la pena contestarla.
—No tengo derecho hereditario, ningún puesto oficial. —El Tor deseaba gemir o llorar, pero no podía permitir que su dolor se expresara hasta aquel punto—. Pero si me apoyas en esto, como segundo del Castellano Lebbick, un hombre con la guardia del Rey a sus espaldas… —Un jadeo ascendió desde sus rodillas, casi cegándole—. Si me apoyas, seré aceptado.
—Mi señor Tor —observó desapasionadamente el capitán—; aunque te apoye, apenas serás capaz de ponerte en pie. —Al cabo de un momento, añadió—: Si puedo decírtelo sin ofenderte, mi señor, no eres el rey que yo hubiera elegido.
—Un hombre viejo y gordo empapado de vino e incapaz de sostenerse en pie. —Era embarazoso lagrimear en unos momentos como aquéllos, pero el dolor del Tor tenía que hallar alguna salida—. Lo comprendo. ¿Y tú?
—Mi señor —la calma de Norge era realmente enloquecedora—, necesitas un médico. Deja que alguien en mejores condiciones se preocupe por Orison.
—Estúpido —gimió el señor—. No lo comprendes. —Tirando de la cota de malla de Norge, luchando con el dolor, colocó una pierna debajo de su cuerpo; eso le permitió apartar la otra mano del suelo y apoyarla en el hombro de Norge. Parecía como si tuviera el murciélago de Eremis mordisqueando sus entrañas. Sin embargo, jadeó a través de sus lágrimas y su sudor—: Alguien tiene que tomar el mando. Orison debe ser gobernado. Y yo estoy aquí. El Príncipe Kragen está aquí. Por primera vez, conocemos a nuestros enemigos. No debemos perder esta oportunidad.
—¿Oportunidad? —preguntó Norge evasivamente.
¡Oh, las fuerzas necesarias para gritar! El estómago y la garganta del Tor parecían estarse llenando de sangre.
—Una alianza con Alend —croó—. Contra Cadwal. Una posibilidad de terminar con este asedio y esta lucha.
El capitán no dijo nada; su reacción era ilegible.
—Norge. —Mirando a través de una bruma de dolor, el señor se acercó más a él para susurrar directamente al rostro del capitán—. Si puedo formar una alianza con el Príncipe Kragen, ¿me apoyarás?
Norge empleó una sorprendente cantidad de tiempo perdido en sus pensamientos. Necesitó una eternidad para llegar a una decisión. O quizá simplemente lo pareció.
Luego dijo:
—De acuerdo, mi señor Tor —como si nunca hubiera vacilado en su vida.
El Tor gruñó turbiamente…, alivio y angustia. Un deseo de tenderse y aferrarse el vientre con las dos manos casi lo abrumó. De alguna forma, sin embargo, se obligó a preguntar:
—¿Cómo está el Príncipe?
Norge miró hacia allá, luego respondió:
—Recupera el sentido.
Con la voz ronca por el esfuerzo, el Tor jadeó:
—Informes. Necesito informes. Necesito saber qué está ocurriendo.
Pesadamente, como si Norge no estuviera soportando casi todo el esfuerzo, el viejo señor consiguió ponerse en pie.
Por un momento, el dolor ascendió como un vómito hasta su boca. No podía ver, no podía respirar; si Norge no le hubiera sostenido, hubiera caído. Pero aquello era intolerable. Tanta debilidad era intolerable. Si se dejaba vencer ahora, probablemente el Castellano Lebbick se levantaría de entre los muertos para hacer su trabajo por él.
Con un jadeo que atravesó todo su cuerpo como una navaja, consiguió hacer entrar aire en su pecho.
Casi inmediatamente, su visión se aclaró.
El Príncipe Kragen estaba recuperando el sentido, no había duda al respecto. Artagel seguía tendido en el suelo, como si el Maestro Gilbur le hubiera roto el cuello; pero el Príncipe estaba arrastrándose estúpidamente hacia su espada.
Un guardia, incapaz de pensar más sensatamente y que con toda seguridad odiaba a los de Alend, avanzó unos pasos para darle una patada a la espada y ponerla fuera del alcance de Kragen.
—Alto —tosió el Tor.
Norge ordenó al guardia que se detuviera.
Aún no del todo consciente, el Príncipe Kragen consiguió aferrar su espada e inmediatamente empezó a ponerse en pie.
Cada movimiento le ayudaba a recuperarse; el peso de su arma parecía hacerle más fuerte. Gradualmente, se alzó, plantó sus piernas en el suelo, crispó ambas manos en la empuñadura. Sus ojos perdieron su cualidad vidriosa y empezaron a latir con rabia asesina.
Instintivamente, adoptó la posición agazapada del luchador. La punta de su espada buscó al enemigo más cercano. Estaba dispuesto a atacar… El Tor casi se echó a llorar ante el pensamiento de que el Príncipe Kragen pudiera hacer algo que obligara a los guardias a matarlo.
Pero el Príncipe no atacó. Lentamente, se volvió hacia las puertas; vio que un grupo de hombres bloqueaba su camino.
—¡Esbirros! —escupió, mientras giraba de nuevo.
»¿Quién me golpeó? —preguntó suavemente—. ¿Dónde está el Rey Joyse?
—Mi señor Príncipe. —Tembloroso, el Tor soltó una de sus manos de Norge, luego la otra. Solo, dio dos tambaleantes pasos hacia el Príncipe Kragen, como si presentara su vientre a la hoja del Príncipe. El fuego parecía derramarse como agua de sus entrañas y descender por los nervios de sus piernas; sin embargo, mantuvo la cabeza alzada—. Disculpa mi debilidad. No me siento bien.
»Fuiste golpeado por Artagel. —Señaló hacia la forma caída de Artagel—. Esto que ves es el resultado.
»El Rey Joyse no está. Desapareció poco después de que tú cayeras…, cuando atacó Gart.
—¿Gart? —Los ojos del Príncipe Kragen se abrieron mucho; su furia cedió ligeramente. Su mente empezaba a funcionar. Pasó su espada a una sola mano—. ¿El Monomach del Gran Rey estuvo aquí?
El Tor asintió, reservando sus fuerzas.
El Príncipe Kragen escrutó inmediatamente el salón, buscando a todas luces una confirmación. Observó los arqueros y los piqueros muertos en el balcón, los Aprs abatidos; captó la ausencia de los consejeros del Rey, la ausencia de los Maestros. Vio al Castellano Lebbick tendido en el suelo al lado del Tor, su boca crispada bajo su bigote, como si repentinamente se hubiera puesto enfermo.
—Mi señor Tor —dijo, en un amargo gruñido—, ¿dónde están mis compañeros, Geraden y dama Terisa? Ellos también estaban protegidos bajo bandera de tregua.
Aún susurrando porque no le quedaba otro remedio, el viejo señor respondió:
—Gart tenía aliados. El Maestro Eremis y el Maestro Gilbur. —Vio por el rostro de Kragen que el Príncipe no se sentía particularmente sorprendido ante los nombres que mencionaba.
—Se llevaron a dama Terisa, mi señor Príncipe —intervino Norge, con aire casual—. En cuanto a Geraden, se fue con el Maestro Barsonage. O quizá sería más adecuado decir que el mediador lo arrastró fuera de aquí.
Se llevaron a dama Terisa. El Tor parpadeó estúpidamente. No la había visto irse, no sabía… Pero no podía permitirse pensar ahora en aquello. Tenía que ocuparse de Kragen.
—Así que, como puedes ver —dijo, de la mejor forma que pudo—, no tenemos ningún lugar al que mirar en busca de respuestas. Mi señor Príncipe, creo que deberías decirnos las cosas que viniste a decirle al Rey Joyse.
—¿Por qué? —La pregunta del Príncipe Kragen cortó el aire como una navaja—. Tu Rey me acusó de una atrocidad. Pese a estar protegido bajo bandera de tregua, fui golpeado y abatido por sorpresa antes de que pudiera defenderme. —Mordió las palabras para controlar su pasión—. Al parecer, es sorprendente que aún siga con vida. Ni siquiera las audiencias de tu Rey son seguras. Y ahora él ha «desaparecido».
»¿Por qué debería decirte nada a ti, mi señor Tor?
El Tor tuvo que reprimir un abrumador deseo de echarse a dormir.
—Porque el Rey Joyse ha desaparecido, mi señor Príncipe. —El dolor en su estómago tiraba de él. Si estuviera en posición horizontal, quizá le doliera menos. Y, si estuviera dormido, quizá dejara de dolerle por completo.
Por otra parte, Orison había sido pateado también en el vientre. Era necesario allí. Tenía que hacer todo lo que fuera capaz de hacer.
—Ha desaparecido. Y el Castellano está muerto. Murió salvando mi vida cuando Gart iba a matarme. No queda ningún poder en Orison.
»Ninguno excepto el capitán Norge, el segundo de Lebbick. Y el Maestro Barsonage, el mediador de la Cofradía. Y yo.
»El Maestro Barsonage no está presente, pero hablaré por él. Si tratas abiertamente con nosotros, estamos preparados para ofrecerte una alianza. La fuerza de Orison, y la de la Cofradía, contra Cadwal.
Eso prendió de golpe la furia del Príncipe Kragen. Miró por unos momentos, con la boca abierta. Luego, en un tono de feroz cautela, preguntó:
—¿Te he comprendido bien, mi señor Tor? ¿Acabas de proclamarte Rey de Mordant? ¿Has matado a Joyse? ¿Habéis estado planeando tú y Norge una revuelta?
—Por supuesto que no —gruñó el Tor—. Reclamo solamente la posición de canciller. —En realidad, aquello era demasiado. ¿Cómo podía esperarse que estuviera de pie allí y discutiera cuando probablemente estaba desangrándose interiormente?—. Si fuera más joven, te enseñaría a lamentar esta acusación. —Si Lebbick no hubiera salvado su vida, hubiera abandonado todo el asunto y simplemente se hubiera dejado caer al suelo—. El Rey sólo ha desaparecido, no ha sido depuesto. Tampoco ha sido asesinado. En su ausencia, y en su nombre…, y con el apoyo del capitán Norge —añadió, esperando que Norge no le contradijera—, tomaré decisiones.
»Estamos preparados para ofrecerte una alianza —repitió—. Si tratas abiertamente con nosotros.
El Príncipe Kragen siguió dudando, atrapado —supuso el Tor— entre la suspicacia, la curiosidad y la necesidad. Y probablemente no confiaba en el viejo señor empapado en vino que tenía delante. ¿Quién lo haría? Un guardia entró en la sala y la cruzó en dirección a Norge, pero el Tor lo ignoró. Además, Artagel empezó a removerse, recuperando el conocimiento. El Tor lo ignoró también. Se concentró en el silencio del Príncipe Kragen.
—Vamos, mi señor Príncipe —siseó—. No me siento bien. No podré mantenerme mucho tiempo más en pie. Has dicho que deseas una alianza. Y tu deseo es demostrablemente sincero. Con la ruptura —una palabra mal escogida— de las puertas de Orison casi conseguida, desististe cuando Terisa y Geraden cayeron en tus manos. Pero no los retuviste a ellos y lo que sabían para ti mismo. Los trajiste aquí, poniéndolos en riesgo a ellos y también a ti mismo, en bien de lo que esperabas conseguir.
»El golpe que te derribó al suelo bajo bandera de tregua fue un error. Artagel lo admitirá. —El Tor no vio ninguna razón para no formular extravagantes promesas—. ¿Sacrificarás tus propias necesidades y deseos simplemente para castigarnos por un error?
»Mi señor Príncipe, cuéntanos las cosas que viniste a decirle al Rey Joyse.
Artagel se alzó del suelo, vaciló sobre sus pies; se llevó una mano a la nuca, intentando, demasiado tarde, protegerse del ataque de Gilbur. Cuando vio frente a él al Príncipe Kragen, con la espada en la mano, dio un paso atrás y miró con urgencia a su alrededor, intentando comprender lo que había ocurrido.
—Un informe, mi señor Tor —anunció tranquilamente Norge—. Pediste un informe.
»Hay pánico en Orison y se está extendiendo, pero hemos conseguido mantenerlo lejos del patio…, lejos de las puertas. La guardia de honor del Príncipe está aguardando tan pacientemente como le es posible. No hay ninguna señal del Rey Joyse. Geraden está definitivamente con el Maestro Barsonage. En los aposentos del mediador.
»Dos de los guardias de servicio dicen que vieron la nube marrón del Adepto Havelock alzarse por encima de la torre del Rey. —Imperturbablemente, Norge eludió la aguda mirada de Kragen—. Si están en lo cierto, no atacó el campamento. Simplemente flotó hasta perderse de vista.
El Tor sufrió aquella interrupción del mejor modo que pudo, pero apenas oyó lo que Norge estaba diciendo. Por el momento, todo lo que realmente deseaba en la vida era la habilidad de gritar; gritarle su dolor al techo. Y no sólo el dolor de su brutalizado abdomen. También tenía otros dolores. La muerte de Lebbick. El abandono del Rey Joyse, cuando él, el Tor, había puesto su corazón en la creencia de que Joyse aún merecía algo de confianza. Y la humillación de que se desconfiara de él porque llevaba demasiado vino encima.
Sus ojos fluyeron de nuevo. Estúpido, estúpido. A través de la bruma, croó:
—Artagel.
—¿Es todo esto cierto? —restalló el Príncipe Kragen a Norge—. ¿Se puede confiar en el informe? ¿El Esbirro del Rey no nos ha atacado?
—¿Lebbick? —preguntó Artagel, como un hombre que aún no ha recobrado por completo la consciencia—. ¿Lebbick?
—Golpeaste al Príncipe Kragen bajo bandera de tregua. Esto fue un error. Dile que reconoces que fue un error.
Tanto el Príncipe Kragen como Norge miraron al Tor, como si el viejo señor hubiera perdido la cabeza.
—¡Lebbick! —gritó Artagel, con la garganta hecha un nudo—. ¿Qué te han hecho?
El Tor lo intentó de nuevo:
—Artagel.
—¿Terisa? ¿Geraden? —Artagel volvió bruscamente la cabeza hacia un lado, luego hacia el otro, registrando la sala, los guardias, los cuerpos—. ¿Dónde están? —Una oleada de sangre y dolor llenó su rostro—. ¿Consiguió sus propósitos Gart? ¡Que alguien me dé una espada! ¿Dónde están?
—¡Artagel! —Norge puso una inflexión de mando en su relajado tono—. Eremis y Gart se llevaron a la dama. Geraden está bien. Presta atención. El Tor te dio una orden.
—¿Que me dio una qué? —jadeó Artagel, como si estuviera a punto de aullar. Pero luego, bruscamente, se inmovilizó; sus ojos se abrieron enormemente. Casi igualando la inexpresividad de Norge, preguntó—: ¿Dónde está el Rey Joyse?
—Ésa —dijo el Príncipe Kragen con evidente sarcasmo— es una pregunta cuya respuesta nos gustaría saber a todos.
Lentamente, la mandíbula de Artagel colgó.
El Tor hizo un esfuerzo más.
—Artagel, golpeaste al Príncipe Kragen bajo bandera de tregua. Quiero que te disculpes.
Entonces, deliberadamente, el viejo señor cerró los ojos y contuvo el aliento.
No volvió a mirar o respirar de nuevo hasta que oyó a Artagel decir:
—Mi señor Príncipe, me equivoqué.
Artagel sonreía como un hacha afilada. Su voz tenía un filo cortante que hubiera podido usar en aquel mismo momento contra Gart. Y, sin embargo…
Y, sin embargo, hizo lo que el Tor necesitaba.
—Es inexcusable violar una bandera de tregua. Y tú salvaste mi vida en una ocasión…, tú y el Perdon. Simplemente, no tuve tiempo de pensar. Temía lo que el Rey Joyse pudiera hacer. Todo el mundo en Orison sabe que ha estado practicando su esgrima. El Castellano dijo que probablemente iba a desafiarte a un duelo. Pensé que estaba lo suficientemente loco como para intentarlo.
El Príncipe Kragen no pudo ocultar su sorpresa ante aquella información, pero el Tor se aferró a su dolor y dejó que todo lo demás pasara por encima de su cabeza. Inesperadamente, su espíritu se alzó un poco. Había buenas razones por las que todo el mundo en Orison quería a Artagel.
—Te he visto luchar —concluyó Artagel—. El Rey Joyse no tenía ninguna posibilidad. Simplemente, intenté salvarle.
Artagel había conseguido la atención del Príncipe ahora. Kragen pensó intensamente por unos instantes, luego dijo:
—Artagel, tienes reputación de luchador. Comprendes el arte de la guerra. ¿Cuál es tu opinión? ¿Quién tiene más a ganar en una alianza, Orison o Alend?
Sin vacilar, Artagel respondió:
—Tú, mi señor Príncipe. Nosotros tenemos la Cofradía.
El Tor ya no podía estar seguro de lo que veía. Sus ojos seguían lagrimeando, y el daño en su estómago parecía pulsar hacia arriba en dirección a su cabeza; su cerebro daba la impresión de ser un globo a punto de estallar. Sin embargo, tuvo la impresión de que el Príncipe estaba tranquilizándose, dejando escapar su furia.
—Mi señor Tor —la voz del Príncipe Kragen le llegó desde algún lugar al otro lado de un velo de presión—, Geraden y dama Terisa vinieron a mí desde el Care de Fayle, donde fueron testigos del secuestro de la Reina Madin. Pero ésas no eran en absoluto sus únicas noticias. Entre un cierto número de otras cosas, me informaron de la traición del Maestro Eremis.
»Simplemente por eso, para advertir al Rey Joyse de sus enemigos, estuve dispuesto a arriesgarme viniendo aquí. Pero tengo otra información también, un conocimiento que a la vez confirma y empeora las cosas que Geraden y dama Terisa revelaron.
»Sé dónde está el ejército del Gran Rey Festten.
El Tor tuvo la impresión de que iba a caer. Realmente, alguien tenía que enseñarle a Gar a tratar a los viejos con más respeto. De todos modos, estaba decidido a hacer lo que pudiera.
—Norge, anuncia en Orison que he tomado el mando de la plaza durante la ausencia del Rey. Eres nombrado Castellano. Haz que se sepa. Es nuestra única defensa contra el pánico. La gente debe creer que aún seguimos firmes, pese a la traición.
Norge saludó formalmente, pero el Tor lo ignoró.
—Mi señor Príncipe —siseó, como si sus heridas estuvieran matándole—, debemos abandonar esta sala antes de que el Maestro Eremis pueda considerar conveniente atacar de nuevo. Ven conmigo a los aposentos del Rey Joyse. Tenemos mucho de lo que hablar.
»Pero debo hacerlo sentado.