5

Salen los hombres

Terisa y Geraden deseaban hablar con Artagel —deseaban saber en detalle lo que había ocurrido en Orison durante su ausencia—, pero durante la mayor parte del día éste no tuvo tiempo. Estaba ocupado con Norge, apoyando la autoridad del nuevo Castellano, y la del Tor, contra cualquiera que dudase de ella, que desconfiara de ella. Por supuesto, no tenía ningún cargo oficial, ninguna autoridad propia. Eso, sin embargo, no hacía más que incrementar su credibilidad. Era Artagel, el mejor espadachín de Mordant…, y un hijo del Domne. Desde el declive del Rey Joyse, era lo más cercano que había tenido Orison de un héroe popular. Y no era en realidad un miembro de la guardia…, no estaba bajo las órdenes de Norge. Su palabra, su simple presencia al lado de Norge, tenía más peso que media docena de catapultas.

A falta de Artagel, Terisa y Geraden se hubieran conformado con el Maestro Barsonage. Pero el mediador también estaba ocupado. Tenía que preparar la Cofradía para la batalla. Y tenía que hacer todos los arreglos para aprovisionar a la guardia. En la práctica, esto significaba determinar con los lugartenientes de Norge qué pertrechos eran necesarios, en qué cantidades, y luego dictar las instrucciones explícitas para el emplazamiento de esos pertrechos en montones manejables en la enorme y no empleada sala de baile fuera del laborium.

Desde que la Cofradía había redescubierto su sentido de una finalidad, los Maestros habían estado muy ocupados. Trabajando a partir de la fórmula que había empleado Barsonage para crear el espejo de su augurio, uno de ellos había conseguido modelar un espejo plano que mostraba la sala de baile. Con tanta rapidez como era posible, otros dos Maestros habían conseguido duplicar aquel nuevo espejo; uno solo hubiera sido demasiado lento…, y hubiera puesto excesiva tensión en el Maestro que lo había hecho. Junto con sus demás armas, la Cofradía tenía intención de llevar esos espejos en su marcha. Luego, las provisiones que habían sido apiladas en la sala de baile podrían ser trasladadas al ejército de Orison en el momento en que fueran necesarias.

Puesto que el mediador tenía que ultimar todos esos planes, Terisa y Geraden se quedaron sin ninguna fuente de información confortable.

Ribuld se mostró enormemente contento de verles. Especialmente después de la muerte de Lebbick —que había sido incapaz de impedir—, el veterano lleno de cicatrices se mostró ansioso por asignarse a sí mismo el trabajo de protegerles. Y se sintió feliz de hablar. Por él supieron el destino de Saddith. Por otra parte, no pudo responder a otras preguntas pertinentes: no pudo explicar, por ejemplo, cómo la doncella había llegado a servir como diversión para la destrucción del espejo de Geraden. No sabía las cosas que Terisa y Geraden más deseaban saber.

Durante la mayor parte del día —lo que quedaba de él, al menos—, tuvieron que confiar en su compañía mutua.

Aquello no les desagradó particularmente.

Habían dejado al Tor al cuidado de un médico, que les aseguró que el viejo señor poseía la constitución de una comadreja, y que casi con toda seguridad se recuperaría tan pronto como empezara a consumir una dieta más alimenticia que exclusivamente vino…, en el bien entendido, por supuesto, de que la patada de Gart no hubiera producido ninguna hemorragia interna. Después de que el médico los tranquilizara, Terisa y Geraden fueron a los antiguos aposentos de ella en la torre, los aposentos pavo real.

Le explicaron a Ribuld que aguardaban poder hablar con Artagel o con el Maestro Barsonage; y Ribuld les prometió recordárselo constantemente a ambos. Luego cerraron la puerta y la aseguraron por dentro.

Repentinamente aturdidos por el alivio y la reprimida histeria, calzaron una silla en el guardarropa —donde aún colgaban las ropas de Terisa— para bloquear la entrada desde el pasadizo dentro de la pared.

—Cualquiera que intente meterse aquí dentro —dijo él—, se partirá antes los tobillos.

Riendo para no echarse a llorar, se dieron la bienvenida el uno al otro como si se hubieran visto separados durante meses.

—Ah, amor —murmuró él algo más tarde, cuando ya se hubo tranquilizado un poco—. Estuve tan cerca de alcanzarte. Eso fue peor que sentirme impotente, creo. Allí estaba yo, haciendo algo tan sorprendente que vuelve del revés todo lo que sabemos acerca de la Imagería, y Eremis lo convertía en algo inútil simplemente apagando las luces. —Hizo una pausa, luego admitió—: Havelock tuvo que sentarse encima mío para impedirme que fuera tras de ti de todos modos.

—Pero en realidad no estabas impotente. —Aquello era muy importante para ella.

Como siempre, lo que ella decía era más interesante para él que su propio dolor.

—¿Qué quieres decir?

—No podías alcanzarme —explicó ella—, no podías rescatarme directamente. Pero, con ese poder ahí, tenía que haber docenas de cosas que podrías haber hecho. Podrías haber trasladado guardias a Esmerel para que me buscaran. Centenares de ellos.

Él la miró de una forma que a Terisa le hizo desear abrazarlo de nuevo porque evidentemente no estaba dolido por ello, no lo interpretaba como una crítica. Todo lo que Geraden dijo fue:

—No tuve tiempo.

—Sé eso, idiota. —En vez de abrazarle, le dio un cariñoso golpe en las costillas—. No es a eso a lo que me refiero.

Él agarró su mano por la muñeca y castigó su ataque mordisqueando gentilmente las puntas de sus dedos. Entre mordisco y mordisco, preguntó:

—¿A qué te refieres?

—Me refiero —era sorprendente lo difícil que resultaba concentrarse mientras él chupaba sus dedos— a que no estabas impotente. Si yo no hubiera hecho aquel cambio, hubieras podido hallar una forma de devolver el golpe. Hubieras hallado una forma. —Decidida a ser seria, repitió—: No estabas impotente.

—Por supuesto que estaba impotente —replicó él en torno a sus dedos—. Estoy completamente a tu merced.

—Idiota —dijo ella de nuevo.

Pero no tuvo ningún problema el pensar en algo que podía hacer por él mientras él se hallaba a su merced.

Más tarde aún, cuando su propia sensación de pospuesto temor hubo cedido, Terisa murmuró suavemente sobre el hombro de él:

—¿Qué hubiéramos hecho?

Él analizó aquello por un tiempo antes de observar:

—No tengo ni idea de a qué te refieres.

—Si el Tor no se hubiera mostrado de acuerdo con nosotros —explicó ella—. Si Norge no se hubiera mostrado de acuerdo con él. Si los dos no se hubieran puesto a cargo de Orison. ¿Qué hubiéramos hecho?

Él alzó la vista hacia una de las decoraciones de plumas de pavo real en la pared.

—Bueno, alguien tenía que tomar el mando. Hubiéramos podido persuadirle.

—¿Y si nos hubiera rechazado?

Geraden consideró la cuestión.

—Supongo que nos hubiéramos dirigido al Príncipe Kragen. Hubiéramos podido intentar persuadirle a él…, o a Elega, o quizá incluso al propio Margonal, de que nos respaldara.

»Ya sé —añadió cuando ella empezó a objetar— que el Príncipe Kragen es el que desea permanecer aquí. Pero eso es sólo porque el Tor desea ir. Si no hubiera visto ninguna esperanza de una alianza con Orison, si supiera que no podía entrar aquí sin sacrificar todas las vidas que le pudiéramos arrebatar, haciéndole así mucho más débil…, quizás hubiera podido ser persuadido de emprender la marcha. Si Elega se ponía de nuestro lado. Si él creía que no tenía ninguna otra cosa que intentar.

—¿Y si no pudiéramos persuadirle? —prosiguió ella.

Él se encogió de hombros debajo de la cabeza de Terisa.

—Entonces probablemente hubiéramos tenido que volver a Orison. Hubiéramos tenido que reunir a todos los que estuvieran de acuerdo con nosotros: Artagel, quizás algunos de los Maestros, quizás algunos amigos de Ribuld, y usar uno de los espejos del Adepto Havelock para trasladarnos a Esmerel. Intentar una incursión sorpresa.

Ella se abrazó a él.

—Así que no hubiéramos abandonado.

Él la apretó fuertemente contra sí. Murmuró, entre dientes:

—Tú no sé. Pero yo no hubiera abandonado ni aunque tuviera de ir allí solo y hacer pedazos Esmerel con mis uñas.

Aquello era lo que ella deseaba oír. Sintiéndose a la vez más relajada y dispuesta a la batalla, preguntó de forma casual:

—¿Se te ha ocurrido que somos más afortunados de lo que parecemos?

—¿«Más afortunados»? —inquirió él.

—O de lo que es el Rey Joyse. De no ser por Elega, probablemente no hubiéramos conseguido entrar aquí. De no ser por el Castellano —sintió una punzada, como cada vez que recordaba a Lebbick—, probablemente Gart te hubiera matado a ti y a Artagel y al Príncipe Kragen y al Tor, y Orison podría estar convertido en un caos en estos momentos. Eremis aún no ha vencido. Todavía somos capaces de permanecer tendidos aquí y hacer el amor y hablar de luchar. —Geraden la besó, pero ella no se detuvo—. Hemos sido afortunados.

Con un tono inesperadamente sombrío, él respondió:

—O el Rey Joyse es mejor en este juego de lo que nadie se da cuenta.

Ella asintió. Al cabo de un momento, dijo:

—Me pregunto por qué no puede ganar a Havelock al brinco.

Geraden la miró sorprendido.

—Ésa es una pregunta interesante. ¿Supones que es simplemente porque Havelock está loco perdido la mayor parte del tiempo?

Aquello sonaba plausible. Terisa empezó a decir: Supongo que sí. Pero luego, inesperadamente, recordó la ocasión en que el Adepto Havelock había acudido a sus aposentos…, se había deslizado en ellos a través del pasadizo secreto y la había llevado hasta el Maestro Quillón, para que Quillón pudiera proporcionarle toda la materia prima necesaria sobre la cual pensar en la necesidad de Mordant. No había estado exactamente en una de sus fases lúcidas. Y, sin embargo, había dicho…

Rebuscó unos momentos en su memoria; entonces lo recordó, tan claro como la límpida nota de un carillón.

Nadie comprende el brinco. El Rey intenta proteger sus piezas.

El Rey Joyse la había protegido a ella, había protegido a Geraden. Había intentado proteger al Tor. A un precio personal, había hecho lo que había podido para proteger a su esposa e hijas. Incluso era concebible que hubiera intentado proteger al Castellano Lebbick.

Individuos. ¿Para qué sirven? Son inútiles. Todo es estrategia. Sacrifica a los hombres adecuados para atrapar a tu oponente.

Quizás ésa fuera la verdad. Quizás el Rey Joyse no pudiera superar en el juego al Adepto porque no podía igualar la insensibilidad de Havelock.

Quizás era por eso por lo que ahora había desaparecido. Quizás estaba fuera en una loca persecución tras Torrent y la Reina Madin, empujado por la necesidad de proteger a los individuos sin importarle su estrategia general.

¿Iba ese fallo fundamental a estropearlo todo? ¿Estaba su política fatalmente lastrada por su incapacidad de sacrificar a los individuos en bien de algo más grande?

Geraden debió de notar que se estremecía: apretó bruscamente sus brazos en torno a ella.

—Terisa —murmuró—, amor. ¿Qué te ocurre?

Ella no pudo explicarlo, no directamente; la idea que la asustaba era demasiado elusiva, casi metafísica. En vez de ello, dijo:

—¿Recuerdas la vez en que el Rey Joyse me pidió que hallara una forma de salir de unas tablas? Fue el día después de que el Maestro Gilbur trasladara a su campeón. —Aquel recuerdo hizo poco por mejorar su moral—. Tú me rescataste del Castellano persuadiendo al Tor de que mandara a buscarme en nombre del Rey Joyse.

Geraden asintió.

—Lo recuerdo.

—Después de que me llevaras a los aposentos del Rey —prosiguió ella, más por sí misma que por él, aferrándose a su significado— me mostró un problema de brinco. Unas tablas. Me dijo que Havelock se lo había planteado. Dijo que había una forma de salirse del punto muerto, pero que él no podía hallarla.

Sus estremecimientos se hicieron más intensos.

—Así que yo arrojé a todos los hombres fuera del tablero. Ya no había tablas.

—Lo recuerdo —repitió Geraden, intentando calmarla.

—Creo que casi lo volví loco. Estuvo a punto de echarse a llorar.

Él le había dicho: Para ti, sólo es un juego. Para mí, es la diferencia entre la vida y la ruina.

Y le había dicho: Sugiero que concedas al asunto un poco más de atención antes de que intentes de nuevo terminar unas tablas agitando el tablero.

—Geraden, ¿qué es lo que estamos haciendo? ¿Agitar el tablero?

En vez de hacer lo que desea el Rey Joyse. Proteger sus piezas. O lo que Havelock desea. Sacrificar a los hombres adecuados.

—¿Crees que deberíamos ir solos? —respondió Geraden—. ¿Contra Eremis y Gilbur y Vagel y la terrible Imagería y veinte mil hombres?

Bruscamente, sus temblores se detuvieron; se alejaron de ella como un viejo pánico desvaneciéndose en la oscuridad.

—No —dijo claramente. Eso sería sacrificar hombres sin ninguna razón—. No podemos correr ese riesgo. Aunque pudiéramos luchar contra toda esa Imagería, no conseguiríamos detener al Gran Rey Festten.

»Es sólo que estoy de acuerdo con el Rey Joyse. De alguna forma, él me persuadió de que ha hecho lo correcto abandonándonos en el peor momento. Al principio, me puse furiosa. Pero ahora pienso que estoy empezando a comprender.

Geraden estudió su rostro.

—Terisa, lo que dices no tiene ningún sentido.

—Lo sé. —Reunió otro esfuerzo indirecto para explicarse—. ¿Te he hablado alguna vez del Reverendo Thatcher?

—El hombre que dirigía la «misión» donde servías antes de que yo viniera a ti.

Ella le dio un rápido beso en la nariz.

—Probablemente te dije que era un hombre fútil. Triste…, desesperanzado. Así es como debía sentirse. Pero me enseñó algo…, algo que no comprendí durante largo tiempo.

»Intentaba ayudar a la gente más miserable de la ciudad. Indigentes. Gente de la calle. Locos. Borrachos. Intentaba proporcionarles comida y ropa y quizá un techo. Y eso resultaba difícil, porque nadie quería pagar por ello. Si los alimentas y los vistes y les das un techo hoy, ¿qué consigues? Todo lo que has hecho ha sido salvar sus vidas, de modo que mañana necesitarán más comida y más ropa y otro techo. Así que, si tienes dinero y deseas hacer algún bien, dárselo a esa misión es como tirarlo al agua. Tiene que haber centenares de cosas en las que puedes utilizar tu dinero que le harán más bien a la ciudad como conjunto.

—Sí, pero… —empezó Geraden.

—Sí, pero —admitió ella—. Hacer el bien a la ciudad como conjunto no hará que esos pobres desaparezcan. No hará que su miseria desaparezca. Y el Reverendo Thatcher no podía dejar de preocuparse por ellos. Si le dieras una elección entre —buscó un ejemplo—, no sé, entre una educación gratuita para toda la ciudad y ayudar a un borracho a pasar otro día con una comida caliente, él elegiría ayudar al borracho. No porque no creyera que la educación es importante, sino porque no podía dejar de preocuparse por el borracho.

»Quizá sea algo triste. Quizá sea estúpido. Ciertamente, es inútil.

»Pero también es maravilloso.

Se detuvo, como si hubiera dejado claro su punto de vista.

Geraden tuvo que luchar con ello un par de minutos, pero finalmente llegó a la conclusión que ella no había sido capaz de expresar.

—El Rey Joyse —dijo lentamente— te persuadió de que hacía lo correcto abandonándonos. Crees que fue tras Torrent…, tras la Reina Madin. Cuando alguien a quien quiere está en peligro, lo olvida todo acerca de Mordant…, todo acerca de sus planes de salvar su reino. Nos lo deja a nosotros. No porque no piense que Mordant es importante, sino porque no puede dejar de preocuparse por la gente.

El espíritu de Terisa se elevó.

—No es un idealista…, no realmente. Si alguien aquí es un idealista, ése es Havelock. El Rey Joyse no creó Mordant y la Cofradía a partir de un conjunto abstracto de ideas. Lo hizo porque la gente a la que conocía y por la que se preocupaba resultaba herida en las guerras…, herida por la Imagería. Deseaba salvar al mundo, un mundo hecho de individuos, de granjeros y comerciantes y niños que no podían defenderse por sí mismos.

»No olvides que arriesgó mucho para protegernos a nosotros. Tratándonos de la forma en que lo hizo, nos confundió…, incluso nos hirió. Pero eso le dio a Eremis una razón para no matarnos. Y fuimos libres de efectuar nuestras propias elecciones. Sólo para mantenernos con vida, el Rey Joyse corrió el riesgo de que pudiéramos ponernos completamente contra él. Sólo para proteger nuestras vidas y nuestras elecciones.

»Y —concluyó— confía en que nosotros hagamos lo mismo por él. Confía en que nosotros defendamos Mordant por él mientras él esta fuera intentando rescatar a su esposa.

Como si un nudo de tensión se hubiera desatado en él, Geraden se dejó caer hacia atrás en la cama. Alegremente, dijo:

—Sabía que tenía que haber alguna buena razón por la que yo amaba a ese viejo.

—Además —siguió ella, ahora que estaba segura de sí misma—, nosotros no somos quienes deseamos agitar el tablero. Eso es lo que está haciendo Eremis. Lo que nosotros hacemos puede que no sea lo correcto, pero no estamos cometiendo ese error.

—No —asintió él. El ansia iluminó sus ojos y animó sus rasgos, convirtiéndolo en algo inexpresablemente precioso para ella—. No hemos cometido ese error.

Por el momento, ella se sintió contenta.

Justo cuando parecía, sin embargo, que ella había alcanzado el punto donde ya no le preocupaba lo que cualquier otra persona en Orison hiciera, el Maestro Barsonage llegó en respuesta a los mensajes de Ribuld. Ella y Geraden mantuvieron esperando al mediador sólo el tiempo suficiente para vestirse; luego lo admitieron en su salita.

—Durmiendo todo el día mientras Orison trabaja con ahínco, por lo que veo —comentó placenteramente el Imagero mientras cerraba la puerta. Parecía más feliz de lo que Terisa lo había visto nunca: la actividad y un claro sentido de finalidad le sentaban bien—. Bueno, indudablemente necesitabais el descanso. Sólo puedo imaginar las tensiones y peligros que habéis soportado.

»Puesto que mi imaginación no ha sido todo lo que debería ser, como muy bien sabéis —se sentó, frunció el ceño a la jarra vacía de vino, luego encogió sus masivos hombros—, me siento ansioso por oír lo que ha ocurrido en el resto de Mordant. El asedio nos ha aislado por completo —explicó—. No sabemos nada excepto lo que hemos oído de vosotros y del Príncipe Kragen.

Terisa dejó escapar un suspiro.

—Eso va a tomar un cierto tiempo —dijo, y Geraden fue a la puerta, riendo quedamente. Fuera, le pidió a Ribuld que trajera vino y comida.

Ribuld hizo alguna observación que Terisa no pudo captar; luego Geraden regresó.

—Ribuld dice que podemos conseguir todo lo que deseemos, si no nos importa esperar. Al parecer, hay los bastantes sirvientes disponibles, pero las cocinas están hechas un caos, intentando preparar las provisiones para mañana. —Miró humorísticamente al Maestro Barsonage.

—Eso es cierto —respondió el mediador con un asentimiento de cabeza—. De hecho, una situación consternadora. Nadie sabe qué hacer. Norge o uno de sus capitanes tiene que tomar todas las decisiones. Parece que el Castellano Lebbick estableció planes y procedimientos para toda eventualidad concebible…, excepto para una marcha.

»Y, por supuesto, cada hombre que transporta un saco de comida o un pellejo de agua o una bala de heno a la sala de baile se siente aterrorizado por su vida, esperando ser trasladado a la locura en cualquier momento. —El Maestro Barsonage se permitió un gruñido de disgusto—. Si Norge no fuera tan flemático, y si Artagel no lo apoyara tanto, nos veríamos hoy en más peligro de disturbios que en cualquier otro momento.

Terisa y Geraden se miraron entre sí.

—Como Terisa dice —observó Geraden al mediador—, nuestra historia va a tomar un cierto tiempo. ¿Por qué no aguardamos a la cena? —Situó dos sillas delante del Maestro Barsonage y se sentó en una de ellas; siguiendo su ejemplo, Terisa ocupó la otra—. Quizá por aquel entonces Artagel pueda unirse a nosotros, y no tengamos que repetir lo mismo dos veces.

»Mientras tanto, podrías contarnos cómo van los preparativos.

Sólo por un momento, el Imagero estudió dubitativo la proposición de Geraden; parecía pensar que Geraden pretendía evitar responderle. Casi de inmediato, sin embargo, inhaló profundamente, sacudió la cabeza como para reacondicionar sus pensamientos y sonrió su aceptación.

Mientras Terisa y Geraden escuchaban intensamente, almacenando la información que podían necesitar, el Maestro Barsonage describió cómo planeaba la Cofradía transportar sus espejos…, lo cual no era un problema sencillo, teniendo en cuenta que los espejos deberían ser transportados en carretas tiradas por caballos sobre duros caminos y terrenos irregulares. Con una deliberada franqueza —quizá reprochando la evasiva de Geraden—, planteó el arma principal que habían diseñado los Maestros, así como las acciones secundarias que estaban preparados para tomar. Eso hizo brillar los ojos de Geraden, hizo que Terisa se controlara para mantener su excitación en perspectiva; pero ninguno de ellos interrumpió mientras el mediador seguía explicando los arreglos que había dispuesto para los pertrechos en la sala de baile, a fin de que la gente de Orison pudiera volver a llenar los montones de provisiones sin riesgo de ser tomados inadvertidamente por una traslación.

Cuando hubo terminado con sus responsabilidades particulares, les ofreció el mejor informe que pudo acerca del estado del castillo. Hasta entonces, la autoridad del Tor y de Norge había sido aceptada sin mucha resistencia; ansiosamente por la mayor parte de los guardias, hombres que estaban a favor de casi cualquier cambio que prometiera acción; y ansiosamente también por los sirvientes, para quienes la partida de seis mil guardias significaba mucho menos trabajo; más estoicamente por la población de visitantes de Orison, gente que en teoría resentía agudamente la ausencia del Rey Joyse, pero que en la práctica hallaba persuasivas las seguridades de Artagel; con gesto hosco y no pocas suspicacias por la mayoría de los señores menores y funcionarios del Rey Joyse: los asesores y recaudadores de impuestos, por ejemplo, o los contables reales, o los secretarios del Embajador Local…, hombres cuya misma existencia dependía del Rey, de su estilo de gobernar. Y, sin ninguna oposición activa al Tor o a Norge, la mayor parte de la maquinaria social de Orison seguía funcionando. Se seguían preparando comidas, pese al caos de Ribuld había descrito. Las salas eran patrulladas, vigiladas contra cualquier disturbio…, y contra los ataques de la Imagería. El orden del día y los turnos de guardia eran mantenidos, los muros y puertas vigilados.

En pocas palabras, gracias a la rápida toma de autoridad por parte del Tor, y a la demostrada aceptación de Norge, y al sonriente apoyo de Artagel, Orison permanecía casi milagrosamente intacto después de la desaparición del Rey Joyse.

—Gracias a las estrellas —jadeó Geraden cuando el Maestro Barsonage hubo terminado—. Tienes razón, Terisa. Somos más afortunados de lo que parecemos. —Luego sus ojos se entrecerraron y sus labios se apretaron entre sus dientes—. Me pregunto cuántas veces ha pensado Eremis que podía salirse riéndose del Tor. Si puede vernos ahora, ya no se estará riendo.

—Y tampoco se estará riendo de la Cofradía —señaló Terisa, en parte para complacer al Maestro Barsonage, en parte porque el mediador la había impresionado—. O no lo hará cuando descubra a lo que se enfrenta.

—Gracias, mi dama —respondió suavemente Barsonage—. Hemos sido inútiles durante largo tiempo, mientras desconfiábamos tanto de nuestro Rey como de nosotros mismos. Es un placer pensar que volveremos a ser efectivos al fin.

—Si tan sólo el Príncipe Kragen nos hubiera escuchado —murmuró Geraden.

—O si cambiara de opinión… —añadió Terisa, recordando el extraño conflicto que había visto en el rostro del Príncipe.

El Maestro Barsonage los miró alternativamente al uno y al otro. Geraden cerró sus puños como para controlar una esperanza irracional.

Terisa empezó a decir algo acerca de Elega y Margonal, luego se detuvo porque oyó voces en la puerta.

Alguien —¿Ribuld?— se reía a carcajadas como ante algún chiste inesperado.

Sin llamar, Artagel abrió la puerta y entró en la salita.

Estaba sonriendo; sus ojos llameaban un fuego acerado. Si no hubiera habido una delgada capa de sudor en su frente, o una ligera palidez de viejo dolor en sus mejillas, o una apenas discernible cojera en su paso, hubiera parecido dispuesto a cargar sobre sus hombros con todo el castillo para lanzarse a la batalla. Estaba preparado para la acción, lleno de necesidad por los largos días de recuperación, por la tensión emocional que no podía aliviar, por las traiciones y las dudas y el pesar. Tan pronto como lo vio, Terisa supo que no vacilaría en enfrentarse a todo un pelotón de los Aprs de Gart.

Su simple visión la hizo sentirse bien.

Y la asustó. Le recordó que si el ansia iba demasiado lejos podía convertirse en una forma de suicidio.

Por alguna razón, observó que la luz del sol que entraba oblicuamente por las ventanas estaba teñida de rojo, señalando la proximidad del crepúsculo.

Dejando la puerta para que la cerrara Ribuld, Artagel se acercó a Geraden. Geraden se puso en pie de un salto, y Artagel lo aferró en un abrazo que no ofrecía ninguna indicación de debilidad o herida. Luego, Artagel se volvió a Terisa y se dejó caer de rodillas, realmente se dejó caer de rodillas, a fin de coger sus dos manos y besarlas. Antes de que ella pudiera protestar o responder, sin embargo, estaba de nuevo de pie; miró con ojos llameantes la vacía jarra de vino, murmuró una sarcástica obscenidad de soldado, luego se dejó caer medio despatarrado en la silla más próxima.

—Los espejos nos protejan —dijo en tono humorístico—. Veros a los dos me hace sentir mareos. No creo que pueda seguir mucho tiempo esta danza entre esperanza y desesperación. Primero desaparecéis. Luego os dejáis ver de nuevo…, con el Príncipe Kragen, ojalá le duela la cabeza durante todo el resto de su vida. Luego él provoca una pelea con el Rey Joyse, y aparece Gart, y el Rey desaparece, y tú eres secuestrada —señaló a Terisa—, y tú —a Geraden— echas a correr con el mediador. Luego el Tor intenta hacer una alianza con el Príncipe Kragen, y parece como si la única razón de que esto vaya a funcionar sea porque yo lo golpeé. Y de pronto regresáis los dos, y todo empieza a ir bien, y no me importa lo que ese cerebro de cerdo de Alend decida hacer al respecto. Ni siquiera me importa dónde esté el Rey Joyse. Estoy seguro de que finalmente todo tendrá sentido.

»Incidentalmente, no he sido lo que se puede decir exactamente cuidadoso en las cosas que les he dicho a la gente para impedir que se preocuparan. —Por preocuparse quería dar a entender evidentemente cuestionar a Norge y al Tor—. Lo que más les preocupa es la idea de las traslaciones al interior de Orison. Terrible Imagería, monstruos, fuego, unos cuantos cientos de miles de hombres de Cadwal…, ya sabéis, ese tipo de cosas. —Se enfrentó francamente a Terisa—. He estado diciéndole a todo el mundo que tú puedes resolver ese problema. He estado diciéndoles que tú puedes cambiar los espejos de Eremis de modo que no puedan trasladar nada aquí. Si eso no es cierto, tal vez quieras guardarlo para ti misma.

Cambiar los espejos de Eremis, pensó Terisa, mientras su estómago se retorcía. Oh, mierda.

—Sólo dime una cosa. —Artagel se puso erguido en su silla, casi riendo—. En nombre de la cordura, ¿qué está ocurriendo aquí?

—Me gustaría explicártelo —respondió Geraden, sonriendo como un reflejo de su hermano—. Para ello, todo lo que tienes que hacer es callarte.

Con un brillo de alegría en sus ojos, Artagel se echó hacia atrás y se acomodó en su silla.

Inmediatamente, sin embargo, se enderezó tensamente, cuadró sus hombros.

—No —dijo, y toda su alegría se borró de su rostro. Su expresión volvió a la palidez y el sudor—. Cuéntame qué ocurrió en casa. Dijiste que Houseldon había sido destruido.

Geraden hizo un gesto defensivo, advirtiendo a su hermano que se guardara de estallar.

Como atraída por su gesto, hubo una llamada en la puerta.

Ribuld abrió y entraron dos sirvientes, con bandejas llenas de comida y vino.

Artagel se contuvo; pero sus ojos ardían intensamente mientras los hombres depositaban la comida, servían el vino, pasaban vasos para todos ellos. El Maestro Barsonage aceptó el suyo agradecidamente, lo vació de un largo trago y lo tendió para ser llenado de nuevo. Geraden y Artagel sujetaron sus vasos sin beber, sin mirar a ninguna parte excepto el uno al otro.

Hasta que uno de los sirvientes no se arrodilló para encender el fuego en la chimenea, Terisa no se dio cuenta de que el aire se estaba volviendo frío.

—Nada de lámparas esta noche —comentó Ribuld en general—. No hay aceite. Usamos todo el que teníamos para proteger las puertas. Nos queda justo el suficiente para iluminar los aposentos del Rey y los salones públicos unos cuantos días más. No dejéis que se os apague el fuego.

Sacó a los sirvientes de la habitación, e hizo una pausa para añadir:

—El Tor desea hablar con vosotros. Antes de iniciar la marcha. El Castellano enviará a alguien a buscaros por la mañana. A primera hora.

Con aquella alegre nota, cerró la puerta tras él.

Inmediatamente, el Maestro Barsonage articuló:

—Dijisteis: «Houseldon ha sido destruido» —hablando con voz firme y clara para que Artagel no tuviera que gritar.

»Sternwall está cayendo. La gente del Fayle es masacrada por los devoracadáveres». Todo el mundo que os oyó desea una explicación, Geraden.

Geraden no dudó; no tenía tiempo de elaborar una respuesta.

—El Domne está bien —dijo rápidamente—. Al menos, lo estaba cuando lo dejamos. Nuestra familia está a salvo. La mayor parte de la gente a la que conocemos ha sobrevivido. Bajo las circunstancias, nuestras pérdidas fueron pequeñas.

»Pero Houseldon ardió hasta los cimientos.

Manteniendo las manos juntas porque no tenía ninguna espada, Artagel escuchó cada palabra como si estuviera estudiando a sus enemigos para averiguar cómo luchar contra ellos.

Hoscamente, Geraden describió en líneas generales su llegada al Puño Cerrado, y la de Terisa; describió las consecuencias para Houseldon. Luego explicó:

—Eso es lo que obligó a Nyle a hacer lo que hizo. Por eso cooperó con Eremis. La amenaza de un ataque como ése.

»Pero, cuando nos fuimos, el Domne y toda su gente iba a ocultarse al Puño Cerrado. Si Eremis intenta de nuevo la misma amenaza, nuestro padre quiere que la ignoremos.

En aquel momento, a Terisa no le importó que Geraden hubiera prometido llamar al Domne papá.

Lentamente, Artagel suspiró, dejando salir la violencia de sus pulmones.

—Tholden tiene que ser mucho más duro de lo que él mismo piensa.

—También lo es el Tor —murmuró Geraden.

—Pero vosotros no regresasteis a Orison por traslación —señaló el Maestro Barsonage—. Supongo que dama Terisa no sabía entonces cómo su talento podía abarcar tales distancias.

Terisa asintió; y Geraden dijo:

—Pero eso tampoco nos hubiera servido, aunque ella lo hubiera sabido. Ella puede trasladarse a sí misma a través de un espejo plano. Pero, si me traslada a mí, me volveré igualmente loco.

—Comprendo —dijo el mediador—. Por esa razón, os visteis obligados a cruzar Mordant a caballo. Y elegisteis un camino que os llevara a Sternwall y a Romish.

—Sí —respondió Geraden—. Así resultó que estábamos en la Casa del Valle cuando la Reina Madin fue secuestrada. Estábamos intentando hallar apoyo para el Rey Joyse…, intentando conseguir que el Termigan y el Fayle se lanzaran contra Eremis. Tan brevemente como le fue posible, relató la historia del viaje de regreso a Orison, controlado su ultraje ante las tácticas de Eremis tanto como le fue posible. Terisa le escuchó unos momentos; gradualmente, sin embargo, su atención derivó. La habitación se iba haciendo más y más oscura a medida que se ponía el sol. Unos cuantos asomos de carmesí se aferraban aún a los plumajes en las paredes, pero la mayor parte de la luz había desaparecido. La oscuridad se acumulaba en torno a Orison. Terisa no deseaba recordar pozos de fuego en el suelo ni devoracadáveres. Deseaba recordar al Fayle.

La noche después de la batalla para salvar Naybel, sentado con ella y con Geraden en su campamento, el padre de la Reina Madin había hablado del Rey Joyse. Con una mano cerrada en un apretado puño que no podía sostener, había dicho: En todos sus años de guerra contra Cadwal y Alend y la Imagería, nunca ha pedido ayuda a un señor cuando el Care de ese señor estaba bajo ataque. Él vino a mí, liberó a mi gente. No me pidió ninguna ayuda hasta que mi Care estuvo a salvo.

No me la pedirá ahora. No siente deseos de romper mi corazón. Terisa comprendía mejor al Fayle ahora. Sentía pesar por él —por sus pérdidas, por su poca efectividad frente a los devoracadáveres—, pero le comprendía. Y deseaba creer que él y el Termigan estaban haciendo lo correcto no ofreciendo su apoyo al Rey Joyse. Protegiendo sus piezas.

No abandonaré a mi gente para que muera sin ser defendida. Terisa deseaba creer también que el Rey Joyse no estaba cometiendo un terrible error.

Entonces Geraden terminó. Bebió un poco de vino y empezó a picotear su comida, como si su historia le hubiera dejado un mal sabor de boca.

—Bien —murmuró malhumoradamente el Maestro Barsonage—. Bien. Habéis realizado maravillas para traernos estas noticias, Geraden…, mi dama. Pero supongo que soy como otros hombres en Orison. Debo admitir que había esperado oír un relato más alentador. Todos hemos soñado con el Perdon en vano. Aniquilado, dijiste. —El mediador frunció el ceño—. Y ahora sabemos que cualquier sueño que hayamos podido tener respecto al Termigan o al Fayle son también en vano.

»El Rey Joyse ha escogido un mal momento para desaparecer.

—Él no lo escogió —respondió Artagel—. No existen buenos momentos para que tu esposa sea secuestrada.

—¿Crees que es ahí donde ha ido el Rey? —preguntó cautelosamente el Maestro Barsonage—. ¿A rescatar a la Reina Madin?

La confianza de Artagel era superior a la de Terisa o Geraden. Dijo:

—Por supuesto.

El mediador consideró aquello durante largo rato. Luego dijo:

—Espero que tengas razón. Espero que no esté simplemente encubriendo algo, abrumado por las consecuencias de sus acciones. Ir tras la Reina en estas circunstancias puede parecer estúpido, pero ciertamente es comprensible.

Sin aguardar a discutir el asunto, Barsonage se puso en pie.

—Os dejo para que cenéis. No tengo urgente necesidad de comida —se dio una palmada en la barriga—, y sí muchas otras cosas que hacer. Con tu permiso, Geraden, le contaré tu historia a la Cofradía. —Geraden asintió—. Y al Castellano Norge. —Geraden asintió de nuevo—. Y al Tor. No nos servirá de nada iniciar la marcha con falsas expectativas de ayuda.

Geraden asintió con un encogimiento de hombros.

—Otro asunto de importancia menor —añadió el Maestro antes de alcanzar la puerta—. ¿Deseas una casulla, Geraden? ¿Tú también, mi dama? Estoy dispuesto para iniciaros en la Cofradía en el momento en que lo deseéis.

La proposición le pareció a Terisa curiosamente irrelevante. Cuando Geraden la oyó, sin embargo, su rostro se volvió tan carmesí como el atardecer. El Maestro Barsonage acababa de ofrecerle el sueño de su vida. El hecho de que tuviera lágrimas en los ojos lo azaró agudamente.

—Más tarde —murmuró—. Quizá más tarde. —Se frotó bruscamente los ojos; luego se enfrentó a la mirada del mediador—. Todo lo que deseo en estos momentos es detener a Ere-mis.

El Maestro Barsonage aceptó aquella respuesta.

—¿Mi dama?

Terisa negó con la cabeza. No sentía el menor deseo de convertirse en miembro de la Cofradía.

De todos modos, le alegró ver que el mediador no tomaba su rechazo como un reproche. Tenía demasiadas otras cosas en la cabeza. Dijo simplemente:

—Como queráis. Nos veremos por la mañana —y abandonó la salita.

Terisa y Geraden y Artagel se miraron.

Ella empezaba a sentirse hambrienta, pero eso podía aguardar un poco más. Los reflejos de la chimenea seguían arrojando tonalidades rojizas al rostro de Geraden. Terisa se puso en pie, se situó detrás de la silla de él y apoyó sus manos sobre sus hombros. Los músculos de Geraden eran duros, anudados como hierro. Una casulla: el sueño de su vida. Y ahora no significaba ninguna diferencia. No la necesitaba. Deliberadamente, Terisa hundió los dedos en los nudos, intentando relajarlos con un masaje.

Artagel abrió la boca como alguien que va a decir algo chistoso, quizás a expensas del mediador; pero su hermano se le adelantó.

—Ahora es tu turno —dijo Geraden, luchando aún por recuperar su compostura—. Quiero que nos cuentes todo lo que ocurrió mientras estuvimos fuera.

—¿«Todo»?

Terisa notó un temblor bajo sus dedos que no fue audible en la voz de Geraden. Acerbamente, éste dijo:

—Deja fuera la parte en que te negaste a comer todas tus verduras y bebiste demasiado vino. Y aterrorizaste a las sirvientas. Cuéntanos el resto.

Por un momento Artagel se echó a reír, pero no había alegría en él ahora. Arrastrando las palabras para suavizar su tono, advirtió:

—No va a gustaros.

—Eso ya lo sé. —Lentamente, el temblor de Geraden cesó—. Si creyera que va a gustarme, primero comería. Pero no creo que pueda soportarlo con el estómago lleno.

Terisa revolvió su pelo, le besó la parte superior del cráneo. Luego volvió a su silla.

—El Castellano Lebbick —indicó, como si tuviera las fuerzas suficientes para mencionar su nombre sin pánico o ultraje; sin dolor—. Cuéntanos lo que le ocurrió.

Artagel asintió rígidamente en la creciente penumbra. Volvió a llenarse el vaso, como si necesitara valor; sin embargo, no bebió.

Del mejor modo que pudo, contó la historia de Lebbick.

A lo largo del camino, por supuesto, mencionó a Saddith. Se extendió en sus propios esfuerzos por persuadir al Maestro Barsonage de que Eremis era un traidor. Esbozó la extensión de la popularidad de Eremis después de que volviera a llenar el depósito. Describió la larga embriaguez del Tor, así como el repentino interés del Rey Joyse en la esgrima. Detalló los avances del asedio…, y de la defensa de Orison, tanto por parte del Adepto Havelock como de los guardias.

Pero, principalmente, habló del Castellano Lebbick. Desde su perspectiva, la historia de Orison se había convertido en el relato de la loca y predestinada lucha de Lebbick contra la desintegración. El Castellano había sido conducido hasta tal desesperación, y finalmente hasta tal desamparado heroísmo —el heroísmo no de luchar contra Gart, sino de mantener al menos una presa sobre su cordura—, por el hecho de ser dejado prácticamente solo, por parte del castillo y de su gente, contra las traiciones del Maestro Eremis. Y contra la abdicación de responsabilidad del Rey Joyse.

Y Artagel, que valoraba el heroísmo, había contemplado desarrollarse la historia de Lebbick, y había intentado influir en su resultado. Ahora no sabía si había conseguido algo o había fracasado estrepitosamente.

Escuchándole, Terisa sintió que su rabia contra el Rey Joyse regresaba. Minar de aquel modo a un hombre como Lebbick, simplemente en bien de una estratagema…, simplemente porque el Castellano no tenía duplicidad en él y no podía confiarse en que dijera mentiras…

Quizás el Rey no se sentía particularmente interesado en conservar sus piezas después de todo. Quizás el relato de sus acciones por parte del Maestro Quillón era falso. Quizá su desaparición —y todo lo demás que había hecho— tenía un significado completamente distinto.

Terisa se preguntó cómo había sido capaz Artagel de mantener su fe en el Rey Joyse.

Los pensamientos de Geraden, sin embargo, habían tomado un rumbo diferente. Cuando Artagel hubo terminado, Geraden murmuró a la inadecuada luz de las llamas:

—Resulta difícil sentir lástima por él. Después de todo lo que le hizo a Saddith. De lo que quería hacerle a Terisa.

—No —dijo inmediatamente Terisa—, resulta fácil. Su esposa murió. Ella y Orison y el Rey Joyse eran sus razones para vivir. —Maldito fuera de nuevo aquel viejo, maldito fuera—. El Rey Joyse hubiera sido más considerado con él si le hubiera cortado las piernas a la altura de las rodillas.

—Sé lo que quieres decir —murmuró Artagel, mientras Geraden estudiaba desolado a Terisa—. Era difícil de soportar. Nunca pude hacerle ver las cosas de la misma forma que yo las veía.

—¿Y cómo las veías tú? —preguntó Geraden.

Artagel se agitó en su silla, un poco azarado.

—Bien, tomad vosotros dos, por ejemplo. —Terisa supuso que estaba pensando en los malos días durante los cuales había creído lo peor de su hermano—. Todas las pruebas estaban contra vosotros. Eremis hizo un buen trabajo haciéndoos parecer terribles. Nosotros sólo teníamos dos cosas sobre las que apoyarnos. Lebbick te vio —miró a Terisa— desaparecer en un espejo sin el Maestro Gilbur. Fuera lo que fuese lo que hubierais hecho juntos, escapasteis separadamente. Y era fácil adivinar que Saddith recogió de Eremis la idea de meterse en la cama de Lebbick. Pero eso era suficiente. Porque os conocíamos. Sabíamos que no erais el tipo de personas que Eremis quería que creyéramos que erais. No necesitábamos demasiado para interrogarnos respecto a toda la situación.

»Así que intenté decirle —Artagel tragó saliva, intentando ablandar un poco la emoción en su garganta— que viera al Rey Joyse del mismo modo. Nosotros conocíamos al Rey. Sabíamos que no era lo que parecía. Todo lo que necesitábamos era alguna razón para creer en él.

—¿Qué razón? —preguntó Geraden. Sonaba ansioso.

—Vosotros dos —repitió Geraden—. ¿Por qué tenía miedo Eremis de tu talento, mi dama? ¿Por qué tenía miedo del tuyo, Geraden? Bien, ¿por qué podía ser? Sabía que erais sus enemigos. Sabía que erais leales al Rey Joyse.

»¿Por qué erais leales? Nosotros no lo sabíamos. Pero teníais que tener alguna razón. Estaba seguro de ello. Y eso era suficiente. Vosotros me conocéis. Sabéis que no tengo lo que se dice una mente sobresaliente. Hay probablemente montones de cosas que no llegaré a comprender nunca. Pero vosotros teníais una razón. —Hizo un gesto amplio, a la vez vago y vehemente a la débil luz—. Eso era suficiente para mí.

»Pero Lebbick no podía hacerlo así. Creo que se lo tomaba todo demasiado personalmente. El dolor —Artagel se encalló con la palabra— estaba demasiado dentro. Sé que lo intentó. Le ayudó a mantenerse entero porque no tenía ninguna otra cosa que esperar. Pero al final… —Bruscamente, Artagel se encogió de hombros; alzó su vaso y lo apuró hasta el fondo—. Al final supongo que se alegró de descubrir una forma de que lo mataran.

Al cabo de un momento, Terisa dijo en voz muy baja a Geraden:

—¿Lo ves? Es fácil.

Geraden asintió una sola vez, secamente. Su mirada reflejaba el fuego de las brasas en la chimenea.

El inesperado frío en el aire hizo que Terisa acercara más su silla a las llamas.

Artagel se quedó y hablaron un rato después de la cena. Deseaba noticias detalladas de Domne: deseaba saber acerca de la salud del Domne, y de cómo estaba Ruesha, y de si Tholden y Quiss pensaban tener más niños; deseaba saber si algún marido airado había conseguido meter a golpes algo de buen sentido en la cabeza de Stead, o si la esposa de Minick había perdido algo de su timidez. Y hablar de cosas así hizo bien a Geraden. Relajó a Terisa traer de vuelta a su memoria recuerdos que atesoraba, recuerdos que le señalaban que había alguien por quien luchar las batallas que se abrían ante ellos, al tiempo que contra qué debían luchar. Sin embargo, el día había sido largo, sin mencionar difícil. Al final, se sintió demasiado cansada para reprimir los bostezos.

Artagel captó la insinuación por lo que era. Prometiendo verles a primera hora de la mañana siguiente, los dejó a ella y a Geraden solos.

No tuvieron ningún problema en persuadirse mutuamente de que necesitaban ir a la cama.

Se sentía segura en los aposentos pavo real. Si Eremis tenía los medios de atacarla allí, vacilaría antes de hacerlo, preocupado por la imposibilidad de estimar lo que ella o Geraden podían hacer como represalia. Y ella parecía haber dejado el pánico a mucha distancia a sus espaldas.

Tan pronto como estuvo segura de que Geraden estaba lo suficientemente dormido —que no iba a levantarse de la cama para sentarse y meditar durante toda la noche—, se dejó deslizar en sus sueños.

Al principio fueron sueños sencillos, llenos de relajación: en ellos, se observaba a sí misma dormir profundamente. Pero, gradualmente, adquirieron ritmo…, el lento trabajo de golpe y rebote, repetido una y otra vez. El ritmo se hizo más rápido. Terisa salió de la oscuridad y pateó a Eremis tan fuerte como pudo, sintió su pie alcanzar su objetivo; luego retrocedió, se hundió hacia atrás para escapar de su furia, atrás contra la pared, a través del espejo. Pero esta vez no había espejo, no hubo traslación. Su corazón estaba demasiado lleno de rabia para desvanecerse, y la pared no admitió nada, no dejó pasar nada; simplemente la retuvo allá donde él podía alcanzarla. Así que pateó de nuevo, retrocedió otra vez; y él saltó contra ella una y otra vez, violento, definitivamente irresistible, un hombre que sabía cómo conseguir lo que quería de cualquiera; y el horror ascendió en su garganta como sollozos porque no había nada que ella pudiera hacer para luchar contra él, ninguna forma de ganarle…

… hasta que Geraden sacudió su hombro y siseó:

—¡Terisa! ¡Sólo es una pesadilla! —y ella oyó el sordo ruido que hacía pateando entre las sábanas, el golpeteo que parecía clavarla contra el colchón.

El golpeteo…

Se inmovilizó, sudando copiosamente; y el ruido siguió, un golpeteo contra madera, no el de sus pies contra las sábanas.

Alguien estaba golpeando la puerta oculta en el guardarropa. Pudo sentir su pulso martillear contra los huesos de su cráneo.

Se irguió de un salto.

Inmediatamente, el sudor pareció congelarse en su piel.

El débil resplandor de las brasas en la chimenea iluminó a Geraden cuando saltó por su lado de la cama. Agarró su ropa interior y sus pantalones, se los puso; arrojó un par de troncos al fuego. Luego fue al saloncito, descorrió los cerrojos de la puerta, alertó al guardia de fuera.

El golpeteo era ahora más firme que el ritmo de su corazón.

Un pequeño chisporrotear de nuevas llamas prendió en los troncos recién echados. Como si aquel pequeño sonido, aquel pequeño saltar de luz, la liberara, Terisa extrajo los pies de la cama.

Afortunadamente, su bata estaba en el otro guardarropa, el seguro. Temblando como si sus miembros estuvieran encostrados con hielo, tomó la prenda, metió los brazos en las mangas, se envolvió con el terciopelo, ató el cinturón.

El golpeteo siguió. Fuera quien fuese el que estaba en el pasadizo secreto, al parecer estaba decidido a seguir llamando toda la noche si era necesario.

—¿Estás bien? —susurró Geraden.

Ella asintió.

—Sólo un mal sueño. —Miró al guardarropa—. Abramos.

La puerta del guardarropa estaba ya ligeramente entreabierta. Geraden la acabó de abrir y retiró la silla que bloqueaba la entrada oculta.

Cuando la puerta secreta se abrió, la luz se filtró a través de la ropa colgada como la luz del sol a través de un bosque.

El Adepto Havelock.

La luz procedía de su espejo del tamaño de una mano, aquella pieza de sol trasladado…, el mismo espejo que había utilizado para incinerar la criatura de pelaje rojo que había atacado a Geraden.

Al ver al Adepto, Geraden dejó escapar un lento suspiro. Inmediatamente se volvió, abandonó el dormitorio. Terisa le oyó decir al guardia que no ocurría nada, le oyó volver a correr los cerrojos.

Havelock sujetaba su luz con mano temblorosa. Aquella oscilante iluminación, y la danza de las llamas en la chimenea, arrojaba locas sombras sobre su rostro: guiños y risas; máscaras mortuorias; contorsiones de pesar. Su locura parecía irreparable.

—Quítate la ropa —ordenó a Terisa, sonriendo como un perro—. Hace mucho tiempo que no he visto un par de buenas tetas. No me hagas preguntas.

No me hagas… Gruñó amargamente para sí misma.

Simplemente para mantenerse tranquila, sujetó con una mano el escote en forma de uve de su bata, manteniéndolo cerrado.

Entonces Geraden se reunió con ella.

—Has oído —dijo ella, temerosa de que formularlo como una pregunta pudiera trastornar más al Adepto.

—He oído —murmuró Geraden—. Nada de preguntas. Esto va a ser muy divertido.

—¿Habéis estado fornicando? —preguntó Havelock. Por un momento pareció encenderse, lleno de farisaica indignación—. ¿Desnudos como animales? ¿Ávidos como machos cabríos? —Sin transición, su fariseísmo se convirtió en autocompasión—. ¿Por qué no me invitasteis?

Terisa apenas se dio cuenta de sus palabras. Estaba observando la forma en que su luz se entretejía y oscilaba…, la forma en que se movía a través de la iluminación de la chimenea; la oscuridad en el dorso de la mano del Adepto. Hasta que vio las gotas oscuras en el suelo no comprendió que la mano del hombre sangraba.

Golpeando la puerta interior del guardarropa, el Adepto se había hecho daño en los nudillos.

—Havelock… —Dudó momentáneamente, luego se recompuso, enderezó los hombros—. Tenías una razón para venir aquí. Era una buena razón. Te hiciste daño en la mano para que nosotros te oyéramos. Dinos de qué se trata.

—¿Una razón? —cacareó él, riendo al instante—. ¿Un loco como yo? —Y, casi con la misma rapidez, su humor se desvaneció. Extinguió su luz, guardó su espejo en un bolsillo en algún lugar, luego se llevó la mano a la boca para lamer la sangre. Sus labios, su barbilla, se mancharon de rojo; un punto de sangre apareció en su fiera nariz.

Entre lamida y lamida, dijo casualmente:

—Confiad en mí.

Terisa le miró, deseando que se explicara. Cuando él no dijo nada más, agitó la cabeza. El aire era frío…, demasiado frío para la época del año. Incluso las piedras bajo sus desnudos pies eran más cálidas. Y estaba furiosa.

—Vine a ti en busca de ayuda. El Maestro Gilbur iba tras de mí, y yo no tenía ningún otro lugar donde ir. Y tú me la negaste.

»Dime cómo puedo confiar en ti.

Ante su pesar, los ojos del Adepto se llenaron repentinamente de lágrimas, y su rostro se crispó hasta que pareció un escolar herido en lo más profundo. Su voz crujió, dolida:

—Sé que es duro. Estoy loco, ¿no? Vagel se me llevó mi mente. Me mostró cómo comprenderlo todo. La mayor parte del tiempo, no puedo distinguir la mierda de la cebolla.

»Pero Joyse sí. —Intentó secarse las lágrimas de los ojos, y esparció sangre por todo su rostro—. Joyse sí.

—Dinos… —intervino suavemente, cuidadosamente, Geraden—, dinos dónde está.

Uno de los ojos de Havelock se volvió hacia Geraden; el otro pareció suplicarle a Terisa.

—Me dijo que no lo revelara.

—Havelock… —Terisa nunca fue capaz de mantener su irritación contra él. Su dilema la emocionó. Por lo que a ella se refería, no había ninguna auténtica razón por la que ella no hubiera emergido alguna vez en una condición semejante a aquella del armario donde sus padres la habían encerrado. Y quizá se requería una cierta clase de locura para jugar con éxito al brinco con seres humanos como piezas—. Havelock, tú mataste aquella criatura en las mazmorras. —Tras unos barrotes, indefensa; quemada hasta verse convertida en un montón de cenizas malolientes—. La que atacó a Geraden. Con tu espejo. Pero, cuando Gart intentó matarme, le dejaste vivir. Ni siquiera le hiciste daño. Tan sólo lo cegaste temporalmente.

»Quiero confiar en ti. Intentaba matarme. Dime por qué ni siquiera le hiciste daño.

Geraden inspiró profundamente con los dientes apretados, contuvo el aliento.

—Oh, eso. —De alguna forma, el Adepto pasó de la aflicción a la burla sin ningún esfuerzo discernible—. Me decepcionas. Hubieras debido imaginarlo hace mucho tiempo. ¿Cuántas veces te ha dicho Joyse que pienses?

Terisa cerró fuertemente la boca y aguardó.

—Es obvio. —Havelock agitó las manos como si quisiera ponerse a bailar—. Si le hubiera hecho daño, si realmente le hubiera cegado…, hubiera sido apresado. Hubiéramos perdido la oportunidad de que nos condujera a sus aliados. Si lo hubiera matado, hubiéramos tenido el mismo problema, sólo que peor. —Secamente, el Adepto rió—. Si piensas que las cosas son malas ahora, intenta imaginar los problemas en que te hubieras encontrado si Gart no hubiera traicionado accidentalmente a Eremis cargando aquí dentro.

»Y —prosiguió—, si yo lo hubiera matado, todo el mundo hubiera pensado que lo habías hecho . Intenta adivinar cuánto tiempo te hubieran permitido vivir si hubieran pensado —rió de nuevo— que eras una Imagera lo suficientemente buena como para reducir a cenizas al Monomach del Gran Rey.

»No, estás siendo estúpida. —De la burla y el humor saltó al disgusto—. Me estás haciendo perder mi tiempo. Si no vas a permitirme que acaricie tus bellezas femeninas, al menos aprende algo útil.

Geraden preguntó con voz seca:

—Dinos qué es lo que quieres que sepamos.

Por un momento, el Adepto Havelock miró a Geraden como si no consiguiera enfocar ninguno de sus ojos en el joven; luego murmuró:

—Idiota. No es tan simple. —Y se encaminó de vuelta al guardarropa.

Desesperadamente, puesto que no tenía ninguna idea mejor, Terisa exclamó tras él:

—Dijiste que viste a las hijas del Rey en un augurio. Cuéntanos qué estaba haciendo Elega.

Apartando ropa colgada, con una bata envuelta sobre su cabeza y ambos puños llenos de tela, respondió:

—Abriéndose de piernas para el Príncipe Kragen.

Aquello impresionó a Terisa; por un momento paralizó su cerebro. Sin saber qué otra cosa decir, hizo eco a Geraden:

—Dinos qué es lo que quieres.

El Adepto consiguió quitarse la bata de la cabeza. Arrojó con ambos brazos un puñado de ropa al suelo.

¡Quiero que confiéis en mí!

Dando un portazo tras él, desapareció en la oscuridad del pasadizo.

Ella se quedó contemplando su marcha, desconcertada.

Abriéndose de piernas. Para el Príncipe Kragen.

Así que el Rey Joyse lo había sabido. Antes incluso de que el Príncipe llegara a Orison como el embajador del Monarca de Alend, el Rey Joyse había sabido que el Pretendiente y su hija mayor serían amantes. Y había dejado que ocurriera. Prácticamente había arrojado a Elega en brazos de Kragen.

Repentinamente, la prueba que el Rey Joyse preparó para el Príncipe Kragen, el extraño juego de damas en la sala de audiencias, se convirtió en algo punzante para ella…, punzante y horrible. Con aquella prueba, el Rey Joyse había averiguado que su hija lo traicionaría.

Con aquella prueba, la había obligado a que lo traicionara.

Ahora, su último mensaje a ella tenía sentido. Lleva mi orgullo con ella allá donde vaya. Él había decidido ponerla donde estaba. Y la remordiente sensación que tenía Terisa de que Elega tenía un papel vital que jugar en aquellos planes quedaba confirmado.

Y, sin embargo, pese a lo que acababa de averiguar, supo que se había perdido el objetivo principal de la visita de Havelock.

Debilitada por lo que había ocurrido, por lo que estaba pensando, murmuró:

—¿Qué fue todo eso?

Con la mirada hoscamente perdida, Geraden pensó por unos instantes. Luego, para su sorpresa, su expresión se iluminó, y sonrió como un hijo del Domne.

—Creo que desea que confiemos en él.

Confiar en él. El hombre que aboga por sacrificar piezas a fin de ganar el juego.

Oh, mierda.

Realmente, necesitaba incrementar su abanico de imprecaciones. Pensar oh, mierda una y otra vez no era una forma adecuada de expresarse a sí misma.

Finalmente, ella y Geraden volvieron a la cama.

Las llamadas del guardia llegaron demasiado temprano.

Cuando Geraden fue tambaleándose a la salita para responder a la puerta, el guardia le tendió una bandeja con el desayuno y dijo:

—El Tor desea veros en una hora. En los aposentos del Rey.

Fuera, el cielo todavía estaba oscuro, demasiado lleno de noche para ofrecer ningún asomo de amanecer.

Hoy empezaría la marcha.

El aire era inconsecuentemente frío.

Terisa preguntó con voz cansada:

—¿Hay alguna posibilidad de que podamos obtener algo de agua para bañarnos?

—Usa toda el agua que desees, mi dama. —No reconoció la voz del guardia: debía haber venido durante la noche para relevar a Ribuld—. No hay racionamiento esta mañana. Pero tendrás que calentártela tú misma. Nadia ha tenido tiempo de hacerlo por ti.

—Gracias —murmuró Geraden.

Después de cerrar la puerta y depositar la bandeja, se dirigió al dormitorio.

—Pondré un cubo en la chimenea —ofreció—. No tendremos tiempo de que se caliente lo suficiente, pero al menos no moriremos congelados.

Terisa se envolvió con una manta y obligó a sus cansados miembros a salir de la cama. Fuera de las alfombras, las piedras del suelo todavía estaban más cálidas que el aire. En su camino hacia la chimenea, para echar algunos troncos más al fuego, preguntó:

—¿Qué le ha ocurrido al clima?

El tono de Geraden dejaba implícito un encogimiento de hombros.

—Tuvimos un deshielo prematuro. Ahora parece que vamos a tener alguna helada tardía.

Estupendo. Perfecto. Me encanta tener frío.

Tras poner otros tres troncos sobre las brasas de la chimenea, casi se subió a ella en un esfuerzo por absorber algo del nuevo calor.

Una vez los troncos empezaron a arder cálidamente, sin embargo, fue en busca de algo de ropa.

Al parecer no preocupado por el frío —o quizá simplemente para dejar tanta agua caliente para ella como pudiera—, Geraden se afanó en el cuarto de baño por un tiempo, luego salió secándose vigorosamente con la toalla. Aún envuelta en su manta, con un montón de la ropa que Mindlin había hecho para ella entre las manos, se sentó ante la mesa del desayuno y empezó a beber el caliente té y a comer las aún tibias gachas. Luego, cuando ella y Geraden hubieron terminado, tomó el cubo de la chimenea y se retiró al cuarto de baño.

No se dio cuenta hasta que se hubo frotado concienzudamente con la mejor esponja de baño que pudo encontrar, y empezaba ya a vestirse, del hecho de que toda la ropa tenía un débil olor a sangre.

Cada una de las prendas que había cogido —todo lo que podía llevar a lomos de un caballo, en una marcha— estaba manchada con unas cuantas gotas o una pequeña embarradura de la sangre de Havelock.

Por un momento, deseó dejarse caer al suelo y llorar. La noche parecía haberse llevado con ella todo su valor, le había costado su inmunidad al pánico. Pero la visita del Adepto significaba algo. Deseaba que confiaran en él. O había prometido que podría confiarse en él. Y el Rey Joyse había sabido desde un principio que Elega y el Príncipe Kragen serían amantes.

Bruscamente, Terisa se lavó el temor de su rostro con el agua más fría disponible. Luego se puso un recio traje de montar de sarga sobre la ropa interior de seda de Myste.

La vehemencia de Havelock había dejado en la tela una mancha en forma de creciente de luna sobre la curva de su pecho izquierdo; pero no había nada que pudiera hacer al respecto. Tan pronto como dejó de pensar en ello, el olor a sangre pareció desaparecer.

Geraden sonrió cuando ella salió del cuarto de baño. Había hallado su chaquetón de piel de oveja y sus botas.

—¿Qué vas a llevar tú? —preguntó Terisa.

Él no estaba preocupado.

—Conseguiré algo de los guardias.

Más pronto de lo que ella había esperado, alguien llamó de nuevo a la puerta. Esta vez era Ribuld. Traía consigo una cota de malla y una espada larga en una funda de hombro para Geraden, además de una capa de invierno. Algo en la forma en que evitó mirar a Terisa hizo que ésta se preguntara por qué no había traído ninguna protección o arma para ella; pero el guardia empezó a hablar acerca de la marcha, y ella olvidó la pregunta.

—Seis mil hombres —dijo Ribuld mientras pasaba la malla por encima de la cabeza de Geraden—. Dos mil a caballo. Cuatro mil a pie. El Castellano dice que podemos llegar a Esmerel en tres días. Sólo cien kilómetros al otro lado del Broadwine, y el terreno no es malo. Pero no podríamos hacerlo llevando con nosotros los pertrechos. Si este asunto de la traslación funciona, será la cosa más sorprendente en el arte de la guerra desde la ballesta. Viajar ligero y rápido.

—¿Están preparados ya los guardias? —preguntó Geraden.

Ribuld asintió.

—Pero eso no es lo más complicado. Los ejércitos dependen de la comida. Si tuviéramos que aguardar a que estuviera dispuesta, no podríamos salir hasta dentro de dos o tres días más. Ésa es otra forma de ahorrar tiempo trasladando nuestras provisiones. Orison puede seguir cocinando para nosotros mucho tiempo después de que nos hayamos ido.

Buscando tanta información como fuera posible, Geraden preguntó:

—¿Cómo está el Tor?

—Su médico dice que debería quedarse en cama. Pero tiene más redaños que el resto de nosotros puestos juntos. —Ribuld rió quedamente—. Ya está en pie, chutándole a todo el mundo.

Un pensamiento repentino alarmó a Terisa.

—Se queda aquí, ¿verdad? Alguien tiene que defender Orison. Y él no está en condiciones de montar a caballo.

Deliberadamente, Ribuld siguió sin mirarla directamente.

—Dile esto, mi dama. Desde que Lebbick me despellejó por salvarte de Gart sin órdenes suyas, he renunciado a discutir con señores y Castellanos.

Los rasgos de Geraden parecieron hacerse más afilados.

—¿A quién dejará al mando?

Ribuld se encogió de hombros.

—Mejor preguntádselo vosotros mismos. De esa forma, terminará chillándoos a vosotros en vez de a mí.

Geraden miró duramente a Terisa.

—No creo que me guste la forma en que está empezando a sonar esto.

—Oh, vamos. —Ella se dirigió hacia la puerta—. Acudamos a verle.

Geraden la siguió con su espada colgando dé su hombro contra su costado, como si no tuviera la menor idea de para que servía.

Ribuld cerró la marcha, blandiendo alegremente su cicatriz.

Fuera de los aposentos pavo real, otros cuatro guardias se les unieron, una escolta para protegerles de los impredecibles recursos del Maestro Eremis: criaturas de Imagería, el Monomach del Gran Rey, espejos planos. Terisa descubrió, sin embargo, que no se sentía particularmente preocupada acerca de un posible ataque sorpresa allí. Si eso era lo que deseaba Eremis, hubiera podido hacerlo en cualquier momento antes. Tenía la seguridad de que sus auténticas intenciones eran considerablemente más desagradables.

Y estaba preocupada por el Tor…

Cuando alcanzaron el apartamento formal del Rey, observó que el fuego llameaba en la chimenea. Al parecer, el señor de Tor sentía el frío tanto como ella.

Había ya cuatro hombres en la habitación: el propio Tor, el Castellano Norge, el Maestro Barsonage y Artagel. Norge estaba de pie de espaldas a una de las paredes, casualmente en posición de firmes: parecía como un hombre que nunca necesitara dormir porque siempre estaba descabezando un sueño. Como contraste, el Maestro Barsonage parecía estarse retorciendo las manos; miraba alternativamente al Tor y a Artagel con expresión turbada, como si deseara intervenir pero no supiera qué decir.

El Tor y Artagel se enfrentaban el uno al otro como combatientes. El viejo señor echaba hacia fuera asertivamente su barriga; sus mejillas estaban enrojecidas por el vino o el esfuerzo. Artagel permanecía de pie en una equilibrada postura de luchador, las manos preparadas para ir en busca de su espada larga o su daga.

Cuando Terisa y Geraden entraron en la habitación, Artagel se volvió hacia ellos. Su sonrisa crispó el estómago de la mujer. Parecía dispuesto a la batalla, tan fatal como sus armas…, y, sin embargo, de alguna forma perdido, como un hombre que necesitaba una ayuda que no le iba a ser posible conseguir.

—Justo a tiempo —dijo, negándole al Tor la cortesía de hablar primero—. Mi señor Tor está un poco confuso esta mañana. No se da cuenta de que soy vuestro guardaespaldas. Será mejor que se lo digáis vosotros. Soy vuestro guardaespaldas personal.

El Maestro Barsonage lanzó una mirada de infelicidad a Terisa y Geraden, luego se retiró para dejarles sitio delante del Tor y Artagel.

—Artagel —retumbó el Tor hacia ellos, como si estuviera al borde de un estallido— se niega a aceptar una orden directa. Se niega a obedecerme.

Terisa miró a Geraden, desconcertada por la hostilidad en la habitación y el nudo en su estómago. La mirada de Geraden se desvió hacia Artagel, luego volvió a fijarse en el Tor.

—No me lo digas, mi señor Tor —dijo, con una amargura propia—. Déjame adivinar. Tú deseas que él se quede aquí.

—Deseo —el Tor se contuvo con dificultad— que gobierne Orison en mi ausencia.

¿Gobernar Orison…?

Artagel gruñó una obscenidad.

—Todo se reduce a lo mismo. Cree que soy un inválido.

Terisa le miró, luego miró al Tor; se sintió simultáneamente sorprendida, aliviada y abrumada. La idea de poner a Artagel a cargo de Orison no se le hubiera ocurrido nunca.

—¡No! —contestó el Tor, casi eructando—. No es lo mismo. No te pido que te quedes detrás porque no seas apto para venir. ¡Te ordeno que te quedes porque eres necesario aquí!

»Debo dejar Orison con menos de dos mil hombres para defenderlo. Y no tengo una alianza con el Monarca de Alend. Nos dejará partir, de esto estoy seguro. Pero, cuando ya no estemos, no vacilará en reanudar el asedio. El Príncipe Kragen considera que este castillo es el lugar más seguro posible.

»Si Orison no es defendido, bien defendido…, se perderá.

Artagel no estaba en condiciones para luchar. Y, sin embargo, el coste de quedarse atrás —el precio que debería pagar por permanecer en Orison mientras el destino de Mordant era decidido sin él— podía ser severo.

—Según el Rey Joyse —concluyó el Tor—, tú eres el único hombre que cabe esperar que mantenga esos muros unidos contra el ejército de Alend.

—¿Cómo? —restalló Artagel—. No tengo ninguna autoridad. Ni siquiera pertenezco a la guardia. Nunca he sido capaz de aceptar órdenes. ¿Cómo esperas que las dé?

—Siendo quien eres —respondió pesadamente el Tor—. El hombre más querido en Orison.

El viejo señor tenía razón, pensó Terisa. Los guardias lucharían a muerte por Artagel, por supuesto. Pero lo mismo haría la mitad de la población del castillo. Era el mejor espadachín de Mordant; sus hazañas eran legendarias. Y era uno de los hijos del Domne. Simplemente por todo ello, podía ser capaz de gobernar Orison más efectivamente aún que el Castellano Lebbick.

Maldiciendo, Artagel se volvió hacia su hermano.

—Díselo —pidió—. Dile que vengo con vosotros. Me necesitáis. Cuando os enfrentéis a Eremis, necesitaréis a alguien que guarde vuestras espaldas. Quiero…

La expresión en el rostro de Geraden lo detuvo.

—Quieres enfrentarte de nuevo a Gart, ¿es eso? —dijo suavemente Geraden.

Furia y aflicción tiraron de la expresión de Artagel en varias direcciones a la vez.

—¿Con los músculos de tu costado que aún no han terminado de sanar? —siguió Geraden: suave; inflexible—. ¿Quieres enfrentarte a un hombre que ya te ha batido dos veces, cuando ni siquiera puedes alzar esa espada sin hacer una mueca?

Artagel se encogió en impotente furia o frustración; dio un paso atrás.

—Vendré contigo como sea —dijo, con los dientes apretados—. No me quedaré aquí.

—Sí, lo harás —gruñó el Tor—. Puedes conseguir negarte a obedecerme, pero te aseguro que te quedarás aquí.

Artagel clavó una mirada como un desafío en el viejo señor.

—¿Vas a obligarme, mi señor Tor?

—No, Artagel. Yo no voy a «obligarte». Lo hará Norge. Él me respalda en esto.

Desde su lugar contra la pared, el nuevo Castellano asintió amistosamente. Su blanda calma era más convincente que un grito.

—Tus elecciones —terminó el Tor— son permanecer al mando de Orison…, o permanecer en las mazmorras.

Artagel estudió al Tor y a Norge; dirigió una última súplica a Geraden.

Como respuesta, Geraden murmuró en tono miserable:

—¿Acaso no lo entiendes, tonto? Eres demasiado valioso para malgastarte en una insensata confrontación con Gart. El Tor desea que hagas el trabajo más duro allá donde está. El Rey Joyse necesita algún lugar donde poder volver. Si todo lo demás falla, necesita un castillo y algunos hombres para la última defensa de Mordant. Necesita a alguien que le proporcione eso. No puede hacerlo por sí mismo. Necesita a alguien como tú, que pueda hacer que los viejos y las sirvientas y los niños luchen por él como si él mismo les sonriera.

Por un momento, Terisa temió que Artagel siguiera con su protesta, hiciera algo alocado. Era un luchador, no preparado ni por temperamento ni por entrenamiento a permanecer quieto durante un asedio. Pero entonces su rostro se abrió en una sonrisa que ella nunca antes había visto…, una mueca más sanguinaria y más amarga que su sonrisa de luchador; una expresión que heló su corazón.

Dirigiéndose a Norge, dijo:

—Quiero la malla de Lebbick…, quiero todas las cosas que llevaba cuando Gart lo mató. Quiero su insignia…, su banda de pecho y de cabeza. Cuanta más sangre haya en todo ello, mejor.

Cualquiera que me mire va a saber, por las estrellas, qué represento.

Norge miró al Tor. El Tor asintió; sus ojos estaban velados por el dolor. Flemáticamente, Norge dijo:

—Ven —y se apartó de la pared.

Artagel no miró ni a Geraden ni a Terisa cuando siguió al nuevo Castellano fuera de la habitación.

Simplemente porque odiaba ver a Artagel herido de aquel modo, Terisa gruñó para sí misma. Pero ¿de qué servía sentirse alterada? El Tor había hallado una respuesta mejor al problema de Orison —y al de Artagel— de la que ella misma hubiera sido capaz de imaginar. Geraden había dicho a su hermano la verdad. Podía comprender cómo se sentía Artagel…, pero ¿y qué? Él…

—Tú también, mi dama —dijo el Tor, como si tuviera piedras dando vueltas en sus entrañas—, te quedarás aquí.

¿Qué…?

Terisa miró a su alrededor. Geraden estaba contemplando al viejo señor con la boca abierta, francamente desconcertado. La expresión del Maestro Barsonage era blanca por la consternación.

Había oído bien. El Tor tenía intención de dejarla en Orison.

Era por eso por lo que Ribuld no había traído ninguna ropa protectora o armas para ella. Y por qué había eludido sus ojos, sus preguntas. Por supuesto.

Inesperadamente tranquila, se enfrentó al señor. Su mirada era firme; ni siquiera su pulso se alteró. Geraden empezó a decir algo por ella; pero, cuando observó su actitud, calló inmediatamente.

—Mi señor Tor —dijo ella gentilmente, como si estuviera tan loca como Havelock, incapaz de ser interrogada—, no deseas que vaya contigo.

El tono de su reacción pareció debilitar la resolución del Tor. Hablando con voz fuerte, en un esfuerzo aparente de anclar su posición, el viejo señor observó:

—Eres una mujer.

Puesto que él había alzado la voz, ella bajó la suya.

—Y eso constituye una diferencia para ti.

—Soy el señor del Care de Tor. —Su rostro enrojeció, empujado hacia la pasión por el hecho de que ella no le estaba gritando—. Y soy el canciller del Rey en Orison. Su honor está en mis manos, como el mío propio. Eres una mujer.

Rechazando deliberadamente el sarcasmo, ella respondió con mucha suavidad:

—Por favor, sé claro, mi señor Tor. Deseo comprenderte.

Como sí ella le estuviera empujando hacia la distracción, el Tor gritó:

—¡Por los cielos, mi dama, no llevo mujeres a la batalla!

Pese a su determinación de ser amable, Terisa sonrió.

—Entonces, no pienses en mí como en una mujer, mi señor. Piensa en mí como en un Imagero. Pregúntale al Maestro Barsonage. Él me ofreció hacerme Maestra. No voy a ir contigo. Voy a ir con la Cofradía.

El Tor inspiró profundamente, preparado para gritar.

Inmediatamente, el Maestro Barsonage intervino:

—Mi dama Terisa tiene razón, mi señor Tor. —Habló con el tono de voz más apaciguador que pudo conseguir—. No habrás olvidado que es una Imagera…, en realidad, un miembro de la Cofradía. Es posible que sea la más poderosa Imagera que jamás hayamos conocido. No creo que podamos enfrentarnos al Maestro Eremis y al Maestro Gilbur y al archi-Imagero Vagel sin ella.

Lívido por la ira —o quizá por el dolor de mantener erguido su dañado vientre—, el Tor preguntó:

¿Me desafías, mediador?

El Maestro Barsonage abrió las manos.

—Por supuesto que no, mi señor Tor. Simplemente hago la observación de que dama Terisa es un asunto que pertenece a la Cofradía. Independientemente del papel que le asignemos en apoyo de Orison y Mordant, no arroja ninguna salpicadura a tu honor…, o al del Rey.

Cuidadosamente, Geraden comentó:

—Y el Rey Joyse no vacila en utilizar mujeres cuando las necesita. El Adepto Havelock nos dijo la otra noche que el Rey Joyse supo hace tiempo que dama Elega y el Príncipe Kragen serían amantes. Consintió ser traicionado…, prácticamente empujó a su hija en brazos del Príncipe. No creo que el Príncipe hubiera permitido jamás que Terisa y yo entráramos en Orison si ella no hubiera estado allí. Y todavía puede hacer otras cosas por nosotros.

»Mi señor Tor, necesitamos a Terisa con nosotros.

El Tor miró a uno y otro lado, al Maestro Barsonage y a Geraden, con los ojos tan hinchados y ominosos como los de un cerdo. Su rostro estaba carmesí por la tensión.

Sin embargo, asintió.

Lentamente, se dejó caer en una silla; sus manos hicieron débiles gestos de despedida. Terisa tuvo que recordarse a sí misma que ella no era su única —o ni siquiera su primaria— razón para parecer tan derrotado.

—Dejadme —murmuró—. Partiremos cuando haya amanecido. Necesito un momento de paz.

Terisa tuvo la impresión de que alguien debería quedarse con él. Parecía necesitar desesperadamente ánimos. Había sufrido durante tanto tiempo, y con tan poca finalidad. Desde el día de su llegada a Orison con su hijo mayor muerto en brazos hasta ahora, había estado tanteando como un hombre condenado, luchando contra su propio corazón y las maquinaciones del Rey Joyse en busca de alguna forma de curar su dolor. Seguro que había cosas que necesitaba más que «un momento de paz».

Pero el Maestro Barsonage se dirigió hacia la puerta, y Geraden apoyó una mano en el brazo de ella, animándola a seguirle.

—Ven —dijo en voz baja—, antes de que cambie de opinión.

Torpemente, acompañó a Geraden y al mediador.

Fuera, intentando articular su propio pesar, dijo:

—Gart debió hacerle bastante daño. No parece capaz de resistir mucho tiempo más en pie.

Lejos del Tor, la expresión de Geraden se volvió pálida, inconsolada.

—Eso no importa. El Rey Joyse le hizo más daño que Gart. —Al Maestro Barsonage, explicó—: Artagel nos dijo que el Tor pasó la mayor parte del tiempo que estuvimos fuera completamente borracho.

El mediador asintió lúgubremente.

—Lo que lo mantiene de una pieza —siguió Geraden— es sentirse necesitado. Mientras sepa que es necesario, podrá soportar que lo pateen. Por eso le duele tanto que discutamos con él…, aunque esté equivocado. No tiene la fuerza o la resolución o la esperanza necesarias para sobrevivir dudando de sí mismo.

Terisa apretó la mano de Geraden que sujetaba su brazo; se sintió agradecida de que él comprendiera.

El Maestro Barsonage pensó por unos instantes mientras descendían de la torre del Rey. Luego, hablando irónicamente, como para distanciarse de lo que sentía, dijo:

—Yo, por otra parte, siento pasión por la duda. No puedo resistirla. Por eso intento rodearme siempre de tanta solidez. —Hizo una burlona referencia a su talla—. Tiene razón, ¿verdad? ¿Estáis seguros de lo que hacemos? ¿Seguimos el sendero que hubiera elegido el Rey Joyse para nosotros, si estuviera aquí?

—Y, si lo estamos —gruñó Geraden, al menos parcialmente serio—, ¿sabía el Rey Joyse lo que estaba haciendo? ¿Llegó a saber alguna vez lo que estaba haciendo? ¿Tiene alguno de nosotros la más vaga idea siquiera de las consecuencias de nuestras acciones?

»No, lo siento, Maestro Barsonage. No tengo ninguna sabiduría para ti. Estamos haciendo lo único que para mí tiene sentido.

Terisa asintió una sola vez, hoscamente.

El mediador suspiró.

—Supongo que debemos contentarnos con eso.

Más rápidamente de lo que requerían las circunstancias, fueron hacia abajo. El aire adquirió una cualidad más cortante a medida que se acercaban a una de las salidas públicas principales al patio. No había duda al respecto, Mordant estaba sufriendo una helada tardía. El aliento de Terisa empezó a formar nubecillas delante de su boca mucho antes de que alcanzaran el alto portal. Pudo sentir el frío hormiguear por su cuero cabelludo como un presentimiento de algún tipo.

Las salas y pasillos de Orison estaban casi desiertos; pero no había nada de desierto en el patio. Pudo oír gritos y movimientos, centenares —no, miles— de botas apresurándose en distintas direcciones. Y, desde el portal, vio una oscura aglomeración de hombres y caballos iluminada por antorchas, tan agitada a los primeros resplandores del amanecer como el contenido del caldero de una bruja, preparado para la destrucción y el derramamiento de sangre. De los cavernosos establos debajo de Orison habían sido subidos al patio y preparados para la monta docenas de caballos. Y más antorchas iluminaban el pasadizo que conducía hacia abajo como una garganta hasta los establos; en el pasadizo se apiñaban más caballos, con más aún detrás. La mayor parte de las monturas eran ya atendidas por los hombres que las cabalgarían, los hombres cuyas vidas podían depender de ellas.

Y, en torno a los muros interiores del castillo, en torno a la oscura fachada interna, los guardias que viajarían a pie se estaban reuniendo en pelotones; individuos normales, desarraigados de sus vidas a fin de lanzarse a una forzada marcha de tres días para poder ser arrojados contra un ejército que los superaba en número casi a razón de cuatro a uno. ¿Y para qué? Bien, Terisa sabía la respuesta a eso. Para que hombres como el Maestro Eremis y el Gran Rey Festten no consiguieran salirse con la suya con la inocencia de Mordant. Para decir tales cosas, sin embargo, tenía que creer que lo que la Cofradía y los guardias, ella y Geraden, iban a hacer, funcionaría.

El fracaso significaba aniquilación. Para toda aquella gente.

Apretándose la capa contra el cuerpo para protegerse del frío, siguió al Maestro Barsonage y a Geraden, con Ribuld tras ella, a través del barro encostrado con hielo, por entre los caballos, hasta el lugar cerca de las puertas de Orison donde estaba reunida la Cofradía con sus animales y carros.

Los Maestros asintieron y murmuraron al mediador. Algunos de ellos saludaron a Geraden con sonrisas o voces que parecían sinceras a la errática luz de las antorchas; otros parecían demasiado azarados por sus viejas burlas como para decir nada; uno o dos de ellos dejaron bien claro que aún seguían sin creer lo que habían oído acerca de sus demostraciones de poder. Todos ellos, sin embargo, recibieron a Terisa con tanta cortesía como permitían las circunstancias. Luego volvieron a sus trabajos de asegurar su carga en los carros.

Terisa contó nueve enormes fardos tan grandes como cajas: los espejos de la Cofradía. Cada espejo había sido envuelto en mantas, luego metido en un marco protector de madera, luego envuelto en más mantas y atado fuertemente antes de ser sujetado a los costados del carro. Y los propios carros eran poco usuales: se había construido en ellos un nuevo fondo encajado a una especie de asas acolchadas dentro de cada uno de los fondos originales, de modo que sobre terrenos particularmente irregulares el nuevo piso que albergaba los espejos pudiera ser alzado y conducido por hombres a pie.

Agitando los dedos de los pies contra el frío que se infiltraba en sus botas, Terisa alzó la vista hacia el cielo.

Empezaba a adquirir las tonalidades grises del amanecer, y estaba despejado, sin una nube, a la vez translúcido y oscuro. Como un espejo sobre el que se hubieran ido acumulando durante años el polvo y las telarañas.

La marcha empezaría pronto.

Maldijo aquella helada. Ayer estaba dispuesta a salir a la primera orden. Pero hoy, con ese frío… Se preguntó si había alguien que estuviera realmente dispuesto.

Más nombres. Más caballos. Los gritos resonaron roncos en las paredes: preguntas; órdenes; mensajes. El bazar estaba atestado con guardias y sus monturas. Gart la había atacado allí una vez; el Príncipe Kragen había utilizado el bazar para camuflar sus reuniones con Nyle. Ahora, al menos temporalmente, el lugar no servía para los intercambios comerciales. Pero probablemente no había servido para ello desde hacía días, aislado por el asedio de cualquier forma de renovar sus existencias.

Unos mozos trajeron caballos para Terisa y Geraden. Ella observó suspicazmente el viejo penco descolorido asignado a ella, un animal a todas luces demasiado decrépito para cualquier jinete excepto alguien que no supiera lo que estaba haciendo. La montura de Geraden, como contraste, era un animado capón con una extraña mancha blanca como una diana a cada lado de sus ancas.

Al ver su expresión, Geraden preguntó tentadoramente:

—¿Quieres cambiar?

—Esta cosa ya está medio muerta de todos modos —bufó ella—. Después de todo lo que hemos pasado, creo que podría montar un felino de fuego.

Ribuld sonrió en torno a su cicatriz.

Pero Terisa no deseaba cambiar. Tenía una instintiva sensación de que corría el peligro de sobreestimar sus habilidades.

A medida que iba a amaneciendo, y el nivel de ruido en el patio se incrementaba, empezaron a encenderse luces en las ventanas en torno a la fachada interior de Orison: niños arrastrando a sus padres fuera de la cama para ver lo que estaba ocurriendo; señores o damas levantándose para ser testigos del acontecimiento; esposas e hijos y amantes deseando de alguna manera decir adiós a los guardias.

Por estadios que Terisa no pudo medir, el torbellino de hombres y caballos pareció cuajar. Más y más guardias subieron a sus animales. Los Maestros empezaron a montar también…, excepto aquellos que debían conducir los carros o ir montados en ellos para vigilar los espejos. Las nubecillas de vapor en los ollares de los caballos eran grises ahora, tan perlinas como bruma, iluminadas por el amanecer antes que por las antorchas. Geraden sujetó a Terisa por el brazo, señaló los caballos; pero ella no se movió hasta que vio al Tor emerger de una de las puertas principales y avanzar hacia su corcel.

Montó cuando él lo hizo.

Lentamente, acompañado por su guardia personal —los hombres que habían venido con él desde su Care—, así como por el Castellano Norge y Artagel, se dirigió hacia las puertas a fin de que, cuando fueran alzadas, él fuera el primero en enfrentarse al ejército de Alend, el primero en emprender la marcha. Por alguna razón, su capa negra y su capucha —el atuendo de luto que había llevado para traer a su hijo a Orison— lo hacían parecer más pequeño. O quizá la perspectiva a lomos de su caballo restaba énfasis a su masa. No parecía lo suficientemente grande como para ocupar el lugar del Rey Joyse, lo suficientemente imponente como para amenazar a los enemigos del Rey Joyse.

Sin embargo, cuando alzó la voz, alzó también el corazón de Terisa, como el recuerdo de la llamada de los cuernos.

—Vamos a hacer algo peligroso. —De alguna forma, el viejo señor hizo que sus palabras resonaran por todo el patio, hizo que sus ecos se oyeran en todas las fachadas interiores de Orison—. Apenas seis mil de nosotros vamos al encuentro de Cadwal y la vil Imagería en el terreno que ellos han elegido para la batalla. Y tendremos el ejército de Alend a nuestras espaldas…, si no puedo persuadir al Monarca de Alend a ser finalmente razonable. Puede efectuarse un intento de tomar Orison en nuestra ausencia. El Rey Joyse no está con nosotros, y el poder al que nos enfrentamos es abrumador.

»Lo que vamos a hacer es peligroso.

»Pero es lo mejor que podernos hacer.

»La Cofradía cabalga con nosotros. Disponemos de poderes que nuestros enemigos no pueden sospechar. Artagel defenderá Orison en nuestro nombre…, y el Gran Rey Festten es más débil de lo que cree, imposibilitado de pertrechar a sus fuerzas por ningún medio que no pueda ser bloqueado. El Rey Joyse ha estado planeando y elaborando durante años para llegar a este momento. No fracasará.

»Lo que vamos a hacer es peligroso y deseable. Me siento orgulloso de tomar parte en ello.

El Tor hizo una señal con una mano. Inmediatamente, el trompeta del castillo dejó oír una fanfarria que resonó vibrante en las paredes, ascendió hacia el cielo. Gruñendo, los grandes tornos empezaron a alzar la puerta.

Mientras la puerta se alzaba, el Tor hizo dar media vuelta a su montura para enfrentarse a la abertura y al futuro, como si nunca en su vida hubiera sentido miedo.

Artagel retrocedió. El Castellano Norge llamó a formar a la guardia.

Cuando la puerta estuvo arriba, el trompeta hizo sonar otra fanfarria.

Con la Cofradía y seis mil hombres a sus espaldas, el Tor cabalgó fuera de Orison.