9
La Cofradía al trabajo
El batir de los tambores no disminuyó. Siguió resonando valle arriba como la marcha del destino.
El cielo se había aclarado durante la noche. Ahora, al salir el sol, se moduló de perlino a un inefable azul púrpura, transformando en una enormidad el mero retazo del estandarte del Rey Joyse. Aunque el valle siguió sumido en una apretada penumbra, ensombrecido por sus paredes, el efecto de la clara luz del día en torno a éstas hizo que las catapultas parecieran más pequeñas, menos imponentes. Según los rayos del sol, aquellas máquinas de guerra eran meros palos de madera atados juntos, no más capaces que meros juguetes de arrojar unas cuantas piedras a intervalos irregulares. Y la nieve daba a las propias paredes un aspecto de encantamiento y juego.
Terisa no lo creía. Los hombres del Rey Joyse eran vulnerables a aquellos juguetes que arrojaban piedras.
Evidentemente, el Rey Joyse no lo creía tampoco. Una vez clavado su estandarte y lanzado su desafío, convocó al Castellano Norge, a sus capitanes y al Príncipe Kragen, así como a todos los Maestros que aún no se habían desplegado. Terisa, Geraden y dama Elega se unieron a ellos a tiempo para oírle decir:
—Nos hallamos mejor dispuestos a enfrentarnos al Gran Rey de lo que él piensa…, gracias a las fuerzas del Monarca de Alend y a la dedicación de la Cofradía. Sin embargo, ha montado bien su trampa. Debemos hallar una respuesta a esas catapultas. Los hombres que deben eludir los peligros que llueven del cielo no lucharán bien en el suelo…
—Lo mejor que podríamos hacer —observó Norge— sería trazar un círculo por detrás de ellas. Pero no podemos hacer eso. Apostaría a que Festten ha cerrado el desfiladero.
—Averígualo —ordenó el Rey.
Con un asentimiento, el Castellano Norge envió a uno de sus capitanes a encabezar un grupo de exploración.
—¿Tienes alguna idea, mi señor Príncipe? —preguntó el Rey Joyse.
El Príncipe Kragen alzó la vista hacia las paredes del valle con el ceño fruncido. Lentamente, dijo:
—Hay regiones de Alend, en especial entre los Feudos, donde la gente no puede ir al mercado sin escalar paredes tan malas como ésas. Tengo hombres que son buenos con las cuerdas y las rocas.
—Mi señor Príncipe —objetó uno de los capitanes—, Cadwal no va a dejar esas catapultas sin protección. Cualquiera que trepe esas paredes va a hallarse indefenso todo el camino…, y abrumado por el número cuando llegue arriba.
—Debemos intentarlo de todos modos —pronunció el Rey Joyse. No miraba ni al Príncipe Kragen ni a los capitanes. Su mirada estaba fija en los Maestros reunidos—. Cualquier daño que podamos hacer a esas catapultas valdrá todo lo que nos cueste.
Varios de los Maestros agitaron los pies. Algunos estudiaban el suelo. Con sus túnicas y sus casullas, parecían decididamente poco aventureros. Sin el mediador para dirigirles —o empujarles—, tenían el aire de hombres que hubieran preferido estar en casa, dedicados a sus investigaciones.
Al cabo de un momento, sin embargo, el Maestro Vixix carraspeó.
—Mi señor Rey. —Se frotó una nerviosa mano por su hirsuto pelo—. Tengo un cristal pequeño que modelé cuando era un Apr. Apenas muestra un poco más que un charco de agua sucia. Pero cuando trasladé una pequeña cantidad de esa agua, sólo como experimento…, hizo un agujero en mi mesa de trabajo.
»Lo llevo siempre conmigo para defenderme.
El Rey Joyse asintió secamente.
—Muy bien, Maestro Vixix. ¿Puedes trepar?
El Maestro se encogió de hombros, mostrando tanta inquietud como permitían sus blandos rasgos.
—Me temo que no, mi señor Rey.
—Puede ser llevado —dijo el Príncipe Kragen.
Vixix dudó por un momento. Luego inspiró profundamente. Después de todo, era lo suficientemente viejo como para recordar los días de gloria de Joyse.
—Haré todo lo que pueda, mi señor Rey.
—Muy bien —repitió el Rey Joyse, y dirigió su atención a los otros Maestros.
Finalmente, otros tres Imageros admitieron llevar espejos personales que podían ser útiles contra una catapulta…, o los defensores de una catapulta. Se alejaron junto con el Maestro Vixix en compañía de uno de los capitanes del Príncipe Kragen.
Geraden cruzó su mirada con la de Terisa y se encogió desconsoladamente de hombros.
Elega estudió el extremo inferior del valle como si esperara que se produjera algún tipo de alteración cuando el sol se alzara lo suficiente, cambiando la pisoteada y amazacotada nieve hasta que se convirtiera en un nido de maravillas.
La masa del ejército de Cadwal valle abajo era claramente visible ahora: la luz del sol bloqueada del propio valle se posaba sobre los estandartes y las armaduras de las fuerzas del Gran Rey Festten y los hacía brillar. ¿Veinte mil hombres?, se preguntó Terisa. Parecían más…, los suficientes como para aplastar a los simples doce mil del Rey Joyse. Por supuesto, el Gran Rey había tenido todo el tiempo que había querido para traer a su lado refuerzos durante el asedio a Orison…
¿Cuándo iban a empezar las catapultas?
¿Iba a pasar toda la batalla intentando huir de las rocas que caían?
Bruscamente, los tambores de guerra cesaron.
La ausencia del retumbar llamó la atención de todo el mundo.
Tras el silencio llegó la ronca llamada, como un berrear, de un sacabuche.
Un jinete abandonó el apretado frente del ejército de Cadwal. Su armadura ardía con la luz del sol, como si fuera vestido de oro.
Al extremo de su lanza desplegaba una bandera de tregua.
—Un emisario —observó el Rey Joyse—. El Gran Rey deseaba parlamentar con nosotros. Supongo que quiere ofrecernos una oportunidad de rendirnos.
Gruñendo por debajo de su bigote, el Príncipe Kragen preguntó:
—¿Por qué se molesta?
—Espera ver alguna prueba de que estarnos asustados.
—¿Lo recibirás?
—Lo recibiremos, mi señor Príncipe —dijo el Rey; su tono no alentaba la discusión—. Puede que te sorprenda oír esto, pero, en todos mis años de guerras y confrontaciones, nunca he tenido la oportunidad de reírme del Gran Rey Festten en su cara.
Los ojos de Elega brillaron cuando miró a su padre, como si se sintiera terriblemente regocijada.
El emisario de Cadwal fue detenido y retenido en la línea delantera de Mordant, y un jinete trajo al Rey el mensaje de que efectivamente el Gran Rey Festten deseaba hablar con él y el Príncipe Kragen. Como respuesta, Joyse envió el mensaje de que él y Kragen estaban dispuestos a reunirse con Festten a medio camino entre los dos ejércitos tan pronto como el Gran Rey lo deseara.
Montados sobre recios caballos que habían sido entrenados para el combate, el Rey Joyse y el Príncipe Kragen cabalgaron valle abajo, acompañados solamente por el Castellano Norge. Ante ellos se extendía el ejército de Cadwal, tan infranqueable como un acantilado. Y encima de ellos, sobre las paredes, las catapultas observaban y aguardaban, al parecer despreocupadas de los varios cientos de hombres con cuerdas y los cuatro Maestros que estaban intentando ya escalar las paredes en un cierto número de puntos distintos.
Al frente de su ejército, el Rey y el Príncipe aguardaron hasta que vieron al Gran Rey Festten emerger de entre sus propias fuerzas.
—Vigilad cualquier traición —advirtió Norge, reprimiendo un bostezo.
—¿Traición? —rió hoscamente el Rey Joyse—. El Gran Rey sólo traiciona a aquellos a quienes teme. Por el momento, estoy completamente seguro de que no nos teme a nosotros. Ésa es su debilidad. —Inmediatamente, rectificó—: Una de sus debilidades.
—Mi señor Rey —dijo el Príncipe Kragen como un saludo—, admiro tu confianza.
El Rey Joyse lanzó a su aliado una feroz mirada.
—Tú la justificas, mi señor Príncipe.
Cuando vieron al Gran Rey dejar a sus guardias detrás, siguieron avanzando solos a su encuentro, cruzando la limpia y blanca nieve no marcada por ninguna huella excepto las del emisario.
En el punto convenido —a un largo tiro de arco de ambos ejércitos—, los tres hombres se encontraron. Ninguno ofreció desmontar; y el Gran Rey Festten mantuvo una cierta distancia entre él y sus enemigos, como si esperara que éstos hicieran algo desesperado. El patear de los caballos alzaba surtidores de seca nieve en torno a los jinetes.
Era un hombre bajo…, demasiado bajo, en realidad, para el poder que retenía. Compensaba su corta estatura, sin embargo, llevando un casco dorado rematado con una larga púa y una elaborada pluma. Entre los protectores de las mejillas de su casco, sus ojos eran duros, como si los hubiera silueteado con kohl para darles fuerza. Su barba, rizada sobre el peto dorado de su armadura, era oscura y lustrosa, probablemente teñida; sólo las líneas y las arrugas ocultas bajo sus patillas traicionaban que era más viejo que el Rey Joyse…, y dedicado a sus placeres.
Ignorando al Príncipe Kragen, dijo:
—Bien, Joyse —como si él y el Rey fueran íntimos, pese al hecho de que nunca se habían conocido personalmente—, tras todos esos años de éxitos, has llegado a un lamentable final.
—¿Eso crees? —El Rey Joyse sonrió con una sonrisa que no tenía ninguna inocencia—. Yo me siento bastante complacido conmigo mismo. Al fin tengo la posibilidad de enfrentarme a todos mis enemigos a la vez. Sólo con gran reluctancia he dejado que el Pretendiente de Alend me convenciera de ofrecerte esta última posibilidad de que te rindieras.
Si su observación sorprendió al Príncipe Kragen, éste no lo demostró.
—¿Rendirme? —escupió el Gran Rey. Evidentemente, el Rey Joyse lo había pillado desprevenido—. ¿Deseas que me rinda?
El Rey Joyse se encogió de hombros como si sólo su sentido del humor le impidiera perder totalmente el interés en la conversación.
—¿Por qué no? No puedes ganar esta guerra. Lo mejor que puedes esperar es la posibilidad de salvar tu vida entregándote a mi merced.
»Puede que no estés enterado —siguió, antes de que el Gran Rey Festten pudiera escupir una respuesta— de que tu Maestro Eremis me ha ofrecido una alianza contra ti…, que he aceptado.
—¡Eso es una mentira! —gritó el Gran Rey, momentáneamente fuera de sí. Rápidamente, sin embargo, recuperó el control. Con una voz más fría, un tono ignorante de toda piedad, dijo—: El Maestro Eremis es mendaz, por supuesto. Pero no he confiado en él ciegamente. Gart está con él. Y sabe que he ordenado a Gart que lo abra en canal al menor asomo de traición. También sabe que ya no le necesito. Ahora puedo aplastarte —cerró su puño en el aire— sin la Imagería.
»No tienes ninguna alianza con él. Y la fuerza de Alend es tan insignificante como la tuya propia.
»No, Joyse, eres tú quien debes rendirte. Y debes rendirte ahora, o perderás la oportunidad. Me has frustrado durante años, me has negado durante décadas. Has despedazado y disipado y limitado el reino al que tengo derecho. Te has opuesto a mi voluntad, has matado mi fuerza…, me has negado la Imagería. No hay ningún día de mi vida que no hayas convertido en algo inferior. ¡Si no capitulas ante mí ahora, te exterminaré, a ti y a todos los que has querido, tan fácilmente como extermino a las raías!
Ante eso, el Rey Joyse miró al Príncipe Kragen. Entre serio y burlón, dijo:
—Vámonos, mi señor Príncipe. Esta conversación es inútil. El Gran Rey insiste en tomarse el asunto a broma. En todo el mundo, nadie ha conseguido nunca exterminar a las ratas.
Con un movimiento casual, hizo dar media vuelta a su caballo.
Con sus oscuros ojos destellando, el Príncipe Kragen hizo lo mismo.
Juntos, cabalgaron de vuelta hasta sus tropas. El Gran Rey quedó detrás, tan furioso que parecía echar espuma por la boca.
Ésa era la forma de Joyse de reírsele a la cara.
Tras ellos, el sacabuche trompeteó de nuevo…, y de nuevo. Con un palpable estruendo, los tambores de guerra reanudaron su batir.
En torno al borde del valle, todas las catapultas empezaron a tensar sus brazos.
—Bien —dijo el Rey Joyse al Príncipe y al Castellano Norge—, si el Maestro Barsonage está preparado, nosotros estamos preparados. No dudo de que el Gran Rey Festten y el Maestro Eremis tienen un cierto número de sorpresas desagradables en reserva para nosotros. Por el momento, sin embargo, resistiremos o caeremos según nuestro éxito contra esas máquinas.
El Príncipe Kragen estudió lo que podía verse de los hombres que trepaban por las paredes. Bastantes de ellos estaban fuera de su vista, ocultos entre las complejas rocas. Aquélla era buena señal: quizá los hombres también fueran difíciles de detectar desde arriba.
Lúgubremente, el Príncipe informó:
—Cada catapulta será capaz de disparar como mínimo un par de veces antes de verse amenazada.
El Rey Joyse asintió.
—Castellano, sólo se requieren las líneas frontales para la batalla…, digamos tres mil hombres. A menos que el Maestro Barsonage haya calculado mal. Da instrucciones al resto de los hombres que vigilen las catapultas y se protejan del mejor modo que puedan.
»Oh, y alerta a los médicos —añadió, antes de que Norge pudiera alejarse cabalgando—. Prepara caballos para camillas. Diles que utilizaremos Esmerel como enfermería. Es desagradable, pero no tenemos otro refugio que ofrecer a los heridos.
—Sí, mi señor Rey. —El Castellano se alejó rápidamente.
El Rey y el Príncipe Kragen regresaron junto al estandarte, donde aguardaban Terisa, Geraden y Elega, inquietos.
El enorme frente del ejército de Cadwal estaba en movimiento, avanzando al insistente ritmo de los tambores de guerra.
A medida que ese ejército se acercaba al pie del valle, tomó su formación de ataque: un núcleo de jinetes como el astil y la punta de una flecha; flancos con soldados de a pie a ambos lados para proporcionar filos cortantes a la punta de flecha.
El ritmo de los tambores se incrementó ligeramente. El ejército aceleró su paso. Todas las catapultas estaban preparadas; ahora recibieron sus cargas. Al parecer, el Gran Rey Festten deseaba sincronizar su ataque de modo que coincidiera con el primer lanzamiento de las máquinas.
El Rey Joyse permaneció en su montura para conseguir una mejor vista del valle. A lomos de su caballo, parecía alto y seguro de sí mismo, capaz de cualquier cosa.
—Haz sonar mi llamada —dijo a su portaestandarte, que permanecía de pie firmes junto a la bandera.
El portaestandarte se llevó la trompeta a los labios e hizo sonar una nota como un grito en la mañana.
El sacabuche berreó en respuesta: tres roncos estallidos.
Con sus lanzas preparadas, los jinetes de Cadwal espolearon sus monturas en un medio galope controlado, un paso de ataque.
Las fuerzas del Rey se prepararon para recibir el asalto. El Castellano Norge había acudido a reunirse con ellas, a fin de que sus órdenes no tuvieran que ser retransmitidas a lo largo del valle.
—Ahora —comentó el Rey Joyse, a nadie en particular— veremos si el Maestro Barsonage es tan bueno como dice.
A Terisa le dolía el pecho como si estuviera conteniendo la respiración. Involuntariamente, aferró la mano de Geraden, apretó fuerte. Él intentó murmurar algo tranquilizador, pero ella no le oyó; su atención estaba enfocada en los tambores y los caballos, en el cada vez más próximo tronar de los cascos.
Por encima de las cabezas de los defensores de Mordant, vio la caballería de Cadwal entrar a la carga en el valle.
En aquel momento fueron liberadas todas las catapultas.
El brutal sonido que hicieron sus brazos cuando golpearon los topes la hizo estremecer, la obligó a alzar la cabeza.
Peñascos esta vez: nueve de ellos, imponderablemente graciosos mientras trazaban su arco contra el cielo azul; piedras tan grandes como ponis, sólo para mostrar lo que las máquinas podían hacer.
Un caótico griterío brotó del ejército…, exclamaciones de advertencia, gritos de terror, órdenes urgentes. Cadwal respondió con un aullido de batalla. El choque cuando las dos fuerzas se unieron resonó en las paredes, se quebró en derramamiento de sangre. Sólo los peñascos no hicieron ningún ruido cuando golpearon la nieve, dispersando hombres en todas direcciones, levantando surtidores blancos en el aire…, blanco estriado de rojo allá donde los soldados de Alend y los guardias de Orison no consiguieron escapar a tiempo.
Inmediatamente, el remonte de las catapultas empezó.
Las líneas del Rey se curvaron bajo el peso de la carga de Cadwal. Hombres y caballos se agitaron, retrocedieron, como si pudieran ver toda la fuerza de Festten avanzar contra ellos y supieran que no tenían ninguna esperanza. Las lanzas avanzaron, y golpearon o fallaron. Las espadas chocaron entre sí, contra los escudos, contra las armaduras; un clamor metálico entre los gritos y los relinchos de los animales. Las monturas retrocedieron, saltaron, pisotearon. Los cuerpos fueron enterrados en la nieve, marcando sus propias tumbas con su sangre. El aullido de batalla de Cadwal adquirió una nota de triunfo.
Entonces la Cofradía golpeó.
Ocultándose lo mejor que podían entre los montones de rocas a los extremos de las paredes del valle, los Maestros habían instalado dos altos espejos mirándose el uno al otro…, mirándose exactamente el uno al otro a través del pie del valle. El situar los espejos de modo que se miraran exactamente había sido un problema con el que la Cofradía había luchado durante días; pero había sido resuelto por el simple —aunque impreciso— sistema de memorizar las Imágenes a medida que aparecían de cada lado, de modo que los espejos pudieran ser mantenidos en ángulos que se complementaban. Su alineación a través del terreno intermedio fue conseguida más fácilmente: desde sus escondites, protegidos por la oscuridad, los Maestros habían utilizado lámparas para orientarse.
Cuando los jinetes de Cadwal irrumpieron en el valle pasaron entre dos espejos que mostraban la misma Imagen…, pero la misma Imagen vista desde lados opuestos, y desde posiciones distanciadas unos cien metros aproximadamente.
La Imagen de un árido paisaje bajo un ardiente sol, tan seco que parecía incapaz de sustentar ningún tipo de vida, tan requemado que el suelo estaba hendido por una grieta tan profunda como un precipicio y lo suficientemente ancha como para engullir hombres y caballos.
El Maestro Barsonage hizo su señal, un trozo de seda azul que agitó desde un lugar alto entre las rocas de modo que pudiera ser visto por encima de las cabezas de las tropas a la carga. De inmediato, los dos Maestros que habían modelado los espejos empezaron su traslación.
Con un ruido como de cataclismo y una violenta sacudida que pareció cuartear el lecho de roca del valle, una enorme grieta apareció bajo los cascos de los caballos. El suelo se agitó; los temblores avanzaron hacia la distancia, liberando piedras de las paredes, derribando hombres y caballos. El sonido hizo retemblar todo el valle, hizo vibrar el aire. El polvo se alzó de la grieta como si el propio cielo se hubiera resquebrajado.
Los jinetes cayeron de cabeza en la agitada nieve y polvo, saltaron por el borde de la hendidura; los caballos cayeron relinchando, con sus patas rotas. Y más y más hombres a la carga cayeron por la fisura hasta que los soldados de Cadwal tuvieron tiempo de detenerse, retroceder. Incluso entonces, docenas de soldados fueron empujados por encima del borde por la incontrolada presión a sus espaldas. Algunos jinetes trataron de saltar la repentina abertura: unos pocos lo consiguieron. El resto fueron tragados por el agitado suelo.
Los soldados de Cadwal que ya habían penetrado en el valle se vieron aislados del apoyo de su ejército.
Al instante, el Castellano Norge pareció retirarse y reagrupar sus fuerzas. Sus jinetes se abrieron para dejar avanzar a los soldados de a pie contra sus enemigos. Tres mil hombres del Rey Joyse se enfrentaron a apenas un tercio de soldados de Cadwal.
Abrumados por el número, atrapados por la confusión, sin ninguna escapatoria posible excepto un loco e improbable salto sobre el recién abierto abismo, los soldados del Gran Rey Festten cayeron sin causar demasiado daño.
Como si nada extraño hubiera ocurrido, las catapultas dispararon de nuevo.
Metralla esta vez, para variar; centenares de piedras del tamaño de puños cayeron sobre el valle con la fuerza de proyectiles lanzados por ballestas.
Las piedras más pequeñas eran más efectivas que los grandes peñascos. Eran más difíciles de ver venir, más difíciles de eludir. Y la mayor parte de los hombres del Rey se habían vuelto involuntariamente para contemplar la lucha —y la Imagería— al pie del valle. Muchos hombres de Alend y Mordant murieron por no estar vigilando el cielo.
El Maestro Barsonage vio una repentina bolsa de carnicería aparecer entre las tropas mientras bajaba de las rocas. Otra…, y otra…, no pudo seguir mirando. Llegó junto al joven Maestro que sostenía el espejo y jadeó:
—Mantén la traslación. Como acordamos. Si tú la detienes y él —el Imagero en el otro espejo— no, nuestra propia grieta nos engullirá.
El joven Maestro asintió sin alzar la cabeza de su atenta concentración.
Gracias a las estrellas, era joven. Tenía nervio. El hombre en el otro espejo, sin embargo…
Urgentemente, el Maestro Barsonage se secó el frío sudor de encima de sus ojos.
Estaban en un hueco como una habitación de tamaño medio entre las rocas, un hueco en el que tres o cuatro hombres hubieran podido despedazarse entre sí si no agitaban demasiado sus espadas…, con nieve apelotonada bajo sus pies e irregulares peñascos negros para ocultarles. El espejo estaba situado entre dos rocas que miraban a la pared opuesta; otra abertura permitía al mediador ver a través del valle. Él y sus compañeros estaban a unos buenos tres metros por encima del suelo del valle, sin embargo, y tenían más rocas curvándose hacia fuera para protegerlos de arriba.
—Ahora empieza el auténtico peligro, como fuisteis advertidos —murmuró, más para sí mismo que para sus compañeros…, el joven Imagero y el Maestro Harpool—. El Gran Rey volverá su ataque contra nosotros. Y no podremos liberar la fisura, o los suficientes hombres de Cadwal caerán sobre nosotros para masacrarnos, independientemente de cómo seamos defendidos. Mientras las cosas sigan así, sólo podemos ser atacados desde encima de las rocas. —Acariciando su cristal, el espejo plano con la Imagen de la sala de baile de Orison, añadió—: Espero que Artagel haya recibido el mensaje del Rey.
—Le vi recoger el pergamino —murmuró el Maestro Harpool, no por primera vez.
El Maestro Barsonage ignoró a Harpool. No hablaba porque deseara respuestas…, o siquiera seguridad. Hablaba para no flaquear.
No le gustaba el peligro. Filosóficamente, no lo aprobaba. La Imagería era para la investigación y la experimentación, para la comprensión y el conocimiento, no para el derramamiento de sangre. Por esa misma razón, sin embargo, había aprobado apasionadamente la creación de la Cofradía. Y los conflictos inherentes a su propia posición lo habían convertido en un mediador indeciso…, un nombre, como alguien había observado en una ocasión, que no podía mantener los pies fuera de la mierda en ninguno de los dos lados porque no podía sacarse del culo el palo de la cerca.
Bien, finalmente había tomado decisiones. Había traído a la Cofradía hasta allí, hasta aquella masacre, porque creía que era lo que debía hacer. Pero aún necesitaba seguir hablando.
—Lo que más me gustaría hacer en este momento —prosiguió, para nadie excepto para sí mismo— es diseñar una nueva cama. No estoy en absoluto satisfecho con el armazón del piso de la última que hice.
—Oh, cállate, Barsonage —dijo el Maestro Harpool; pero evidentemente no esperaba que el mediador le hiciera caso.
El valle se había vuelto extrañamente tranquilo. El sacabuche había llamado a retirada a las tropas de Cadwal; los tambores de guerra habían callado. Indudablemente, el Gran Rey Festten estaba conferenciando con sus capitanes. Mientras tanto, el Castellano Norge había enviado a medio centenar de soldados de a pie a arrojar los muertos del Gran Rey al abismo; quitar los cadáveres del camino. Fueron recogidas las armas; los caballos no heridos cambiaron de propiedad; los hombres heridos fueron anestesiados a golpes sin ninguna ceremonia y llevados a la enfermería. Todo lo demás faltaba por ver.
—Si tú fueras el Gran Rey, Maestro Harpool —preguntó inútilmente el Maestro Barsonage—, ¿cuánto tiempo necesitarías para llevar a quinientos hombres hasta las rocas encima de nosotros?
Los dos Imageros eran viejos amigos.
—Oh, cállate, Barsonage —repitió Harpool.
La mayoría de las catapultas estaban preparadas para disparar de nuevo.
El Maestro Barsonage tuvo una visión dolorosamente clara de la máquina más cercana a él al otro lado del valle…, una visión dolorosamente clara de los hombres del Príncipe Kragen mientras eran arrancados de la pared por una lluvia de rocas. Por todo lo que podía ver, ninguno sobrevivió a la caída.
Como contraste, la siguiente catapulta —tensa, a punto de disparar— se retorció bruscamente sobre sí misma y se derrumbó, como si algunas de sus cruciales ataduras hubieran sido cortadas o quemadas hasta el punto de ser destruida por sus propias tensiones.
Consumidos por el agravio, los hombres de Cadwal que servían la máquina arrojaron un cierto número de cuerpos por el borde de la pared. El Maestro Barsonage distinguió claramente una casulla aletear hasta el suelo del valle.
—Vixix —murmuró—. Que las estrellas tengan piedad de ti, Maestro Eremis, porque yo no voy a tenerla…, si alguna vez me llega la oportunidad.
Hizo todo lo posible por ver el nuevo lanzamiento, pero no estuvo seguro de los resultados: creyó ver siete peñascos golpear en medio del ejército. Uno de ellos aplastó a un grupo de hombres de Cadwal heridos que eran llevados a la enfermería (no era una gran pérdida), matando al menos a un médico (un serio golpe).
Siete. ¿Había tenido éxito algún otro grupo de los escaladores del Príncipe Kragen? Tenía que ser así.
—La dificultad de los armazones del piso de las camas —dijo entre dientes— es que tienen que encajar con una gran variedad de espaldas.
El joven Maestro en el espejo estaba empezando a respirar como un corredor deficientemente entrenado. El sudor resbalaba por su lampiña barbilla hasta el suelo a sus pies, donde se convertía lentamente en hielo. Protegido del sol, el aire en el hueco era frío. Una de sus manos estaba apretada demasiado tensamente contra el marco; la otra frotaba la madera de mimosa con demasiada dureza, amenazando el enfoque de la Imagen.
El Maestro Barsonage estaba absolutamente seguro de haber oído ruido de botas y armaduras entre las rocas sobre sus cabezas.
La fisura en el suelo era vital ahora, vital. Los Maestros estaban preparados para soltarla si era necesario, para cerrarla. Si, por ejemplo, los de Cadwal tendían un puente sobre ella, el abismo podía ser cerrado y luego reemplazado, destruyendo así el puente. Sin embargo, en bien de los propios espejos, la traslación tenía que ser mantenida firme. Si la hendidura oscilaba o fallaba, nada podría impedir que los de Cadwal destrozaran los espejos…, o mataran a los Imageros.
En teoría, al menos, los hombres del Rey Joyse —y los Maestros— estaban preparados para cualquier ataque que cayera sobre ellos desde las rocas.
—Tranquilo —susurró el mediador al oído del joven Imagero—, tranquilo. Eres un Maestro, un Maestro. La traslación se ha convertido en un asunto simple para ti, un asunto simple. No necesitas tanto esfuerzo. Simplemente relájate. Mantén la traslación en tu mente. Deja descansar tus brazos.
El joven Maestro no asintió ni habló. Sus ojos estaban cerrados por el esfuerzo. Sin embargo, consiguió suavizar su presa, moderar su frotar; algo de la tensión abandonó sus hombros.
—Bien —murmuró el Maestro Barsonage—. Lo estás haciendo bien. De hecho, muy bien.
Estaba seguro de haber oído botas y armaduras en las rocas…
Tenía razón. Desde un lugar oculto a veinte metros de distancia, uno de los arqueros de Norge soltó una flecha, y un hombre de Cadwal con una flecha en la garganta cayó de cabeza pared abajo, gorgoteando audiblemente mientras caía.
Por encima del hombro del joven Maestro, Barsonage vio soldados de todos tipos trepar hacia el espejo del otro lado.
—Estate preparado, Harpool —jadeó—. Cúbrete con tu espejo. Recuerda que un espejo abierto para traslación no puede ser roto desde delante.
Por alguna razón, el Maestro Harpool escogió aquel momento para decir:
—¿Sabes, Barsonage? Mi esposa me suplicó que me quedara en casa. Dijo que ya era demasiado viejo para estas cosas. Si no regresaba, prometió que me maldeciría… —Sin advertencia previa, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¡Cuidado! —gritó un guardia. Volaron flechas. Los hombres de Cadwal se tambalearon sobre las rocas, escupiendo sangre hacia todos lados.
—¡Cúbrete, viejo tonto! —gritó desesperado el Maestro Barsonage.
El mismo se había colocado allí para proteger la abertura a través de la cual veía el valle. El espacio detrás del espejo, el espacio a través del cual él y sus compañeros habían entrado en el hueco, era responsabilidad del Maestro Harpool. Harpool se volvió hacia allá con la torpe lentitud de un hombre viejo, la lacrimosa confusión de un esposo.
Como surgido de la nada, apareció un musculoso hombre de Cadwal. Llevaba un casco con una púa, como una versión menos asertiva del Gran Rey, un peto de cobre pulido para que pareciera oro; la espada larga en su mano parecía lo bastante pesada como para decapitar ganado.
—¡Aquí! —rugió cuando vio a los Maestros—. ¡Los encontré!
Tan rápidamente que el Maestro Barsonage no tuvo ninguna posibilidad de hacer nada excepto retroceder, el hombre de Cadwal lanzó su espada directamente contra el espejo del Maestro Harpool.
El Maestro Harpool podía ser viejo y afligido, pero comprendía las traslaciones: las había estado haciendo durante décadas. De alguna manera, pareció situarse sin transición en el estado mental correspondiente, conseguir el tipo correcto de concentración tan simplemente como si golpeara un pedernal.
La espada pasó al interior del cristal.
Empujado hacia delante por su propio impulso, el hombre de Cadwal cayó en la Imagen y desapareció…
…al interior de la sala de baile de Orison, donde (esperaba devotamente el mediador), Artagel estaba preparado para recibir aquellos regalos.
Otro hombre de Cadwal apareció detrás del primero. Cayó al interior del espejo con una flecha en la espalda; muerto ya.
El Maestro Barsonage estaba demasiado atareado observando a Harpool; no se dio cuenta de la cuerda cuando ésta se desenrolló a través de la abertura que se suponía debía guardar. Pero oyó un gruñido de esfuerzo del hombre que estaba bajando por ella, se volvió a tiempo.
El oscilar del descenso del hombre lo situó a su alcance. El mediador aferró su espejo, murmuró su ritual de concentración tan bien como pudo. Desgraciadamente, no pudo pensar mientras el otro soltaba una mano de la cuerda, sacaba un cuchillo. No tuvo el nervio necesario para enfrentarse al peligro. Durante un estúpido y necesario instante, cerró los ojos.
Otro presente para Artagel.
Allí casi cometió un error, casi dejó que el cristal se cerrara. Afortunadamente, la repentina presión en la cuerda le advirtió. Artagel debía estar preparado, debía haber recibido el mensaje que le había enviado el Maestro Harpool. Alguien en la sala de baile había sujetado la cuerda, estaba tirando ferozmente de ella.
Si el Maestro Barsonage hubiera interrumpido la traslación, la cuerda simplemente se habría cortado. O el espejo se hubiera roto. Pero mantuvo el cristal abierto…
Bruscamente, los tres hombres que sujetaban la cuerda en las rocas de arriba fueron arrastrados fuera de su percha. Cayeron chillando más allá del radio de acción del mediador.
Más flechas; más gritos. De alguna parte fuera de su vista le llegó el resonar de espadas.
Luego silencio.
El ataque había terminado. Temporalmente. Algunos de los hombres de Cadwal estaban probablemente ocultos entre las rocas, señalando la posición del espejo mientras aguardaban refuerzos; otros debían haber vuelto para informar. Barsonage se arriesgó a echar una mirada por encima del hombro del joven Maestro y vio algunos hombres luchando todavía al otro lado de la grieta. Las fuerzas de Orison y Alend, de todos modos, parecían estar ganando.
—Harpool —jadeó el Maestro Barsonage—, te dije que te cubrieras. Te quedaste al lado de tu espejo suplicándoles que te cortaran en rodajas.
El Maestro Harpool no dijo nada. Tenía los ojos cerrados. Quizás estaba durmiendo. Lo más probable era que no deseara ser testigo de su propio peligro.
Desde la distancia del estandarte, por supuesto, Terisa y Geraden, Elega, el Rey Joyse y el Príncipe Kragen no podían ver los detalles; pero sí vieron acercarse la amenaza a los espejos, la vieron ser rechazada. Terisa dejó escapar un suspiro para aliviar sus tensos pulmones.
—¿Cuánto tiempo podrán seguir manteniendo eso?
—Una buena pregunta —respondió calmadamente el Rey Joyse—. Toda traslación es ardua. Los Maestros se hallan ya debilitados. Y, a medida que aumente su frustración, el Gran Rey Festten redoblará sus ataques.
»Como defensa, sin embargo, esta grieta ha agotado ya la mayor parte de su utilidad. Su principal finalidad ahora es proteger a los propios Maestros…, y proporcionarnos un período de tiempo durante el cual podamos intentar contraatacar las catapultas. Cuando estemos preparados, deberemos lanzar una carga nosotros. Los Maestros cerrarán la grieta y, mientras nosotros avanzamos para empujar a los de Cadwal fuera del valle, ellos se retirarán para preparar otra grieta inesperada en alguna otra parte.
»Por el momento, estamos sitiados tan efectivamente como lo estábamos en Orison. Si el Gran Rey creyera esto y se mantuviera en sus posiciones, finalmente seríamos derrotados. Pero no lo hará. Quiere nuestra sangre…, y la quiere hoy. Ésa es otra de sus debilidades.
»En cuanto a las catapultas…
Uno de los grupos de asalto del Príncipe Kragen en las paredes trajo de vuelta a un Maestro con una flecha en el hombro. No habían conseguido hallar ningún camino hasta arriba que no quedara expuesto a los defensores y les convirtiera en un blanco fácil; y, después de que el Maestro que iba con ellos fuera herido, se vieron obligados a retirarse. Así que todavía quedaban siete máquinas.
Las siete estaban ya preparadas para disparar de nuevo.
Otra serie de secos golpes de madera contra madera, como el sonido de huesos al romperse: otra lluvia de pedruscos. Ese diluvio causó menos daños que el anterior porque los soldados y guardias fueron más cautelosos. No obstante, Terisa creyó ver que al menos un centenar de hombres caían derribados.
De inmediato, los médicos avanzaron con caballos y camillas para hacer lo que pudieran por los heridos. La procesión hacia Esmerel y la enfermería parecía un flujo continuo. Los muertos eran dejados allá donde habían caído.
Si aquellos ataques proseguían, el ejército se vería obligado a protegerse abandonando el centro del valle y situándose más cerca de las paredes…, lo suficientemente cerca como para que las catapultas no pudieran alcanzarles. Y entonces los hombres del Rey serían vulnerables a las caídas de rocas, a las avalanchas…
—El siguiente movimiento será de Eremis —dijo suavemente Elega a Terisa y Geraden—. Hemos introducido la Imagería en el conflicto. Él intentará contrarrestarla.
—¿Cómo? —preguntó ansiosamente Geraden.
La dama le miró, con una débil sonrisa en sus labios. La luz del sol le arrebataba mucho de su belleza, pero no podía debilitar el color de sus ojos.
—Tú le conoces mejor que yo. Tú comprendes mejor la Imagería. ¿Qué puede hacer?
—No lo sé —murmuró Geraden—. Estoy dispuesto a apostar a que tiene un espejo que puede usar contra nosotros. De hecho, si yo fuera él, y si Gilbur y Vagel son tan buenos como creen, tendría dos. Uno para observar, el otro para usar. Pero tiene que ir con cuidado. Terisa le ha hecho añicos ya uno de sus espejos. Si le da la oportunidad, puede volver a hacerlo.
Terisa no tenía la menor idea de si aquello era o no cierto. Parecía irrelevante.
La mirada que el Rey Joyse lanzó hacia ella y Geraden fue curiosamente blanda, como una máscara.
El aire era más cálido de lo que había sido los últimos días, pero no la calentaba. Arrebujada en sus ropas, se estremecía y temblaba. No importaba lo a menudo que se volviera a Geraden, no importaba cómo se aferrara a él, no podía evitarlo. El mirar impotente la ponía frenética. Tenía la muy intensa sensación de que estaban en el lugar equivocado. Pero ¿qué otra elección tenían? ¿Adónde podían ir?
Por alguna razón, los hombres de Cadwal se estaban reagrupando fuera del valle. El sacabuche berreó irritadamente: los tambores de guerra comenzaron a sonar: los jinetes despejaron el camino. Los soldados de a pie avanzaron, como si el Gran Rey Festten hubiera decidido arrojarlos al abismo por su fracaso.
El Rey Joyse los estudió intensamente, con sus azules ojos tensos para atravesar sus intenciones. Bruscamente, tendió una mano hacia el Príncipe.
—Refuerzos —restalló—. ¿Dónde demonios está Norge? Los Maestros tienen que ser reforzados.
Al parecer, el Príncipe Kragen había ido más allá del punto donde necesitaba —o incluso esperaba— explicaciones del Rey. Dio media vuelta y se dirigió a su caballo, gritándoles a sus capitanes mientras corría.
Cuando Terisa oyó el distante y ronco retumbar, como si el suelo se estuviera moviendo, no tuvo ni idea de lo que iba a ocurrir.
Cuando el Tor despertó —jadeando, como hacía siempre esos días, ante el intenso y ardiente dolor en su costado—, el retumbar aún no se había iniciado. Fuera de su tienda, el valle permanecía extrañamente tranquilo. Aquello lo desconcertó: esperaba combate. El relativo silencio sonaba como un presagio de desastre, una indicación de que la muerte y el derramamiento de sangre habían perdido su significado.
Abrió los ojos y vio, por la tonalidad de la lona encima de su cabeza, que ya había amanecido. Estaba solo en la tienda, excepto Ribuld, que dormitaba apoyado contra el poste, con la cabeza colgando sobre sus rodillas. Como experimentado veterano que era, Ribuld podía con toda seguridad dormir en medio del campo de batalla, si era dejado tranquilo.
Silencio fuera: sólo algunos gritos de tanto en tanto; el mortal sonido de los brazos de las catapultas contra sus topes y unos cuantos pájaros atrevidos o insensatos, siguiendo sus llamadas por entre las rocas. El Tor conocía todos los pájaros de su Care. Era capaz de identificar cada llamada, si escuchaba con la suficiente atención. Por sus hijos, que había crecido en una época más pacífica que la suya, se había convertido en un ávido observador de pájaros.
Pero hubiera debido estarse desarrollando una batalla. Es extraño…
La Cofradía. Por supuesto. El Maestro Barsonage había prometido trasladar aquella grieta en el suelo en alguna parte.
Debía haber sido todo un espectáculo…, la tierra abrí ende se a los pies de los hombres de Cadwal, el abismo surgiendo o la nada; el destino de Mordant dependiendo de la Imagen además de las espadas.
—Ribuld —dijo el viejo señor—, ayúdame.
No lo bastante fuerte; Ribuld no se movió.
—Ribuld, ayúdame a levantarme. Quiero ver lo que está ocurriendo.
Quiero asestar un golpe por mi hijo y mi Care y mi Rey en esta guerra.
Ribuld alzó bruscamente la cabeza, despejó el sueño de sus ojos con un parpadeo. Alerta casi de inmediato, se puso en pie y fue al camastro donde estaba tendido el Tor.
—Mi señor —murmuró—, el Rey dice que debes descansar. Te ordena que descanses.
Hablando suavemente en torno a su dolor, el Tor respondió:
—Ribuld, tú me conoces. ¿Crees que voy a obedecer es; orden?
El guardia agitó incómodo los pies.
—Se supone que yo debo asegurarme de que lo hagas.
El Tor consiguió emitir una risita.
—Entonces deja que nos ejecuten a los dos cuando haya terminado esta guerra. Compartiremos las mazmorras con tu Maestro Eremis por nuestros terribles crímenes. Ayúdame levantarme.
Lentamente, una sonrisa tensó la cicatriz de Ribuld.
—Como tú digas, mi señor. Desobedecer al Rey es siempre un terrible crimen. Cualquiera lo suficientemente estúpido como para hacerlo merece lo que le ocurra.
Apoyándose en los lados del camastro, Ribuld ayudó al señor a sentarse.
La agonía amenazó con hacer estallar el costado del Tor. Necesitó un momento para absorber el dolor; luego, esperando que su aspecto no fuera tan pálido como se sentía, dijo:
—Creo que primero tomaré un poco de vino. Después, la cota de malla y la espada.
Y, por las estrellas, que sea capaz de asestar un golpe por mi hijo y mi Care y mi Rey.
Ribuld extrajo un frasco de alguna parte. El sonido de las catapultas les llegó de nuevo, seguido por gritos y maldiciones, peticiones de médicos. Por las estrellas, sí… Transcurrió algún tiempo antes de que el Tor se diera cuenta de que estaba contemplando el frasco de vino sin servirse ni beber.
Rechinando su valor, apuró todo el contenido. Antes de que pudiera sumirse en otro estupor, hizo un gesto hacia su ropa interior y su cota de malla.
Con hosco cuidado, Ribuld lo ayudó a ponerse en pie, lo ayudó a vestirse con todo su atuendo de batalla, lo ayudó a ceñirse la poderosa e inutilizable espada en torno a su cintura, por debajo de la hinchazón en su costado. Varias veces temió el señor que iba a perder el conocimiento y caer; pero cada vez Ribuld lo sostuvo hasta que la debilidad desapareció, luego siguió vistiéndole como si nada hubiera ocurrido.
—Si tuviera una hija —murmuró el Tor— que me obedeciera mejor que dama Elega obedece a su padre, le ordenaría que se casara contigo, Ribuld.
Ribuld rió secamente.
—Sé serio, mi señor. ¿Qué haría un viejo borrachín y mujeriego como yo con la hija de un señor?
—Dilapidar su herencia, por supuesto —respondió el Tor—. Ésa sería precisamente la finalidad del matrimonio. Darte esa oportunidad.
Esta vez, la risa de Ribuld fue más larga; sonó más alegre.
—Ahora —gruñó el señor, cuando Ribuld hubo terminado con su cinto—, salgamos y echemos una mirada al campo del valor.
Consiguió dar dos pasos hacia los faldones de la tienda antes de que le fallaran las rodillas.
—Mi señor —murmuró repetidamente Ribuld—, mi señor —mientras la cabeza del Tor se llenaba de agua negra y perdía su visión en la oscuridad—, abandona esto. Necesitas descansar. El Rey te dijo que descansaras. Vas a matarte.
Eso es precisamente lo que quiero, amigo Ribuld.
—Tonterías. —De algún modo, el Tor halló su voz y la utilizó para alzar su mente por encima del agua—. Sólo deseo observar al Rey Joyse justificar la confianza que he puesto en él. Quiero verle llevar al Gran Rey Festten y al Maestro Eremis a la ruina que merecen.
»Un caballo donde sentarme. Para poder ver mejor. Nada más.
Los ojos de Ribuld estaban enrojecidos, y su rostro parecía congestionado de alguna forma, como si comprendiera…, y no pudiera demostrarlo.
—Sí, mi señor —dijo, con los dientes apretados—. A mí también me gustaría verlo.
Cuidadosamente, ayudó al Tor a ponerse de nuevo en pie.
Juntos llegaron a los faldones de la tienda y salieron a la penumbrosa mañana.
Desde la tienda podían ver la mayor parte del valle, incluida la ladera donde el Rey Joyse había plantado su estandarte. Aquel trozo de tela púrpura parecía especialmente frágil en contraste con la brillante luz del sol más allá del valle, la masiva fuerza de las paredes, la activa violencia de las máquinas de guerra. En torno al estandarte se hallaban el Rey Joyse y su hija, el Príncipe Kragen y Terisa y Geraden. Todos observaban el pie del valle, contemplando las tropas de a pie congregarse como si el abismo de la Cofradía pudiera ser derrotado con espadas y lanzas; no vieron al Tor y a Ribuld. Y ni el Tor ni Ribuld llamaron su atención sobre ellos.
Ribuld ayudó al Tor a trasladarse hacia un lado, un poco fuera de la vista. Luego el guardia fue en busca de caballos.
El Tor hizo lo posible por estimar el daño que habían hecho las catapultas. Cuando era más joven, había luchado en bastantes batallas. Estaba acostumbrado a las carnicerías. Pero el Rey Joyse poseía una cualidad que a él siempre le había faltado. Quizá fuera un instinto por el riesgo. En sus huesos, contaba las pérdidas antes que las ganancias. Por eso realmente sólo le había dado a Joyse doscientos hombres, hacía tantos años, cuando Joyse apenas era algo más que un muchacho y Mordant tan sólo un campo de batalla. No por cobardía. Y ciertamente no por sordera a las brillantes y esperanzadas promesas de Joyse. No, simplemente le había dado a su futuro Rey tantos hombres como podía permitirse perder.
El Tor se sumió en su ensoñación, pensando en pérdidas. Amigos de hacía tantos años, valientes luchadores, preciosos granjeros y pueblerinos y comerciantes que no merecían ser muertos. El viejo Armigite, que no se había merecido un hijo tan alechuguinado. Y ahora el propio hijo mayor del Tor. El duro y buen camarada, el Perdon. El atormentado Castellano, el enfermo y honorable Lebbick. Demasiados, todos ellos; el coste había sido demasiado alto.
Sacudió la cabeza. Como si su dolor fuera un ancla, un regalo del Monomach del Gran Rey, lo utilizó para afirmarse y poder observar lo que ocurría en el valle.
¿Por qué estaba reuniendo el Gran Rey a sus hombres? Una interesante pregunta. Bien, evidentemente pensaba atacar algo. A alguien.
Necesitaba una montura.
El Tor miró a su alrededor en busca de Ribuld.
Ah, ahí estaba. Llevaba dos caballos, su propio ruano y el familiar bayo del Tor. Ahora todo lo que necesitaba el señor era superar su daño una última vez…
Claramente, oyó hablar al Rey.
Con aquella voz dominante que requería obediencia, el Rey estaba diciendo:
—Refuerzos. ¿Dónde demonios está Norge? Los Maestros tienen que ser reforzados.
Frenético por el dolor, el Tor se aferró al bayo y luchó por subir a su silla.
Hubiera podido desvanecerse entonces; pero estaba desesperado, y su desesperación mantuvo alejada la oscuridad. Ya se estaba moviendo, ya estaba espoleando al bayo a un galope, cuando empezó el retumbar.
El sonido era un distante y ronco gruñir, como si por el hecho de trasladar su abismo los Maestros le hubieran proporcionado al suelo una boca por la que emitir su aflicción.
Pero esto no era el suelo protestando, oh, no; el Tor se dio cuenta casi inmediatamente, mientras seguía espoleando su caballo, eludiendo a la gente que pretendía detenerle; fuera del centro del valle, hacia el terreno menos ocupado más cerca de la pared. Este retumbar tenía un significado completamente distinto.
Como si alguien hubiera abierto una ventana en el vacío aire, las rocas empezaron a caer. A través del abismo entre los mundos, una avalancha se precipitó rugiendo sobre la grieta.
Toneladas de rocas rotas; centenares y centenares de toneladas; rocas suficientes para construir un castillo, una montaña; todas ellas brotando del cielo directamente encima del abismo, todas aullando torrencialmente mientras se precipitaban al interior de la grieta de los Maestros.
Rocas suficientes para llenar la hendidura. Para cegarla. Para hacerla transitable.
Y, detrás de la trasladada caída de la ladera de la montaña, vinieron los hombres del Gran Rey Festten, lanzados a toda velocidad para irrumpir en el valle tan pronto como la avalancha hubiera terminado.
La avalancha se movió a lo largo de la fisura, distribuyendo su contenido tan uniformemente como le fue posible.
Luego, mientras todo el valle observaba impresionado, la caída de piedras empezó a disminuir. Rápidamente, demasiado rápidamente, las toneladas de rocas se convirtieron en guijarros; los guijarros se transformaron en polvo; el polvo remolineó por todas partes, tan ligero como la nieve.
Lanzando su aullido de batalla, los hombres del Gran Rey Festten cargaron.
La grieta no había quedado perfectamente llena: en algunos lugares, las rocas se amontaban demasiado altas; en otros, el polvo se hundía demasiado bajo. De todos modos, al menos una tercera parte de la grieta podía ser cruzada ahora. Las tropas de Cadwal avanzaron a la carrera mientras el Castellano Norge y el Príncipe Kragen intentaban todavía reagrupar sus fuerzas.
Dentro del valle, los hombres de Festten se escindieron en dos grupos, curvándose hacia los lados para atacar a los Maestros ocultos en los extremos de las paredes.
El Tor vio avanzar a los de Cadwal mientras cabalgaba, fustigando a su caballo para conseguir más velocidad de la que podía proporcionarle el animal. Había olvidado su dolor; había olvidado las pérdidas. Únicamente sabía que era demasiado tarde para ayudar a romper la primera oleada del asalto. Norge tenía centenares de arqueros ocultos en torno a los Maestros. Y los Maestros tenían espejos. Eso hubiera debido ser suficiente, hasta que llegara ayuda.
No era suficiente; nunca iba a ser suficiente. Ya había mil hombres de Cadwal en el valle, dos mil. Y estaban llegando más, tan rápido como podían cruzar el rellenado abismo.
Olvidando todas las cosas que no podía hacer, el Tor desenvainó su espada.
En las rocas, allá delante, vio al Maestro Barsonage. El mediador había trepado a su lugar de señales encima de los espejos. Parecía pequeño y condenado allí, con su casulla aleteando. Como si hubiera perdido la cabeza, gritó a través del aullido de batalla de Cadwal, agitó alocadamente un trozo de tela azul hacia la pared opuesta.
El Tor no comprendió lo que ocurrió a continuación hasta que hubo terminado; pero de alguna forma, por suerte o inspiración, el Maestro Barsonage consiguió su objetivo.
Ambos Maestros cesaron su traslación en el mismo momento.
El abismo parpadeó y desapareció de la existencia.
Ahora había sólida tierra allá donde había caído la avalancha. Piedra y suelo cubrían el espacio que había llenado la caída de las rocas. En la convulsión, el caballo del Tor tropezó, casi perdió su paso. Con un espasmo como una erupción, la cerrada tierra escupió toda la avalancha directamente al aire.
Sin transición, el aullido de batalla se convirtió en gritos y caos. Centenares de hombres de Cadwal murieron en el estallido mientras intentaban cruzar el desaparecido abismo; centenares más fueron aplastados por las escupidas rocas cuando volvieron a caer al suelo, bloqueando el valle de pared a pared. El retumbar y gruñir del granito engulló el sonido de los tambores de guerra.
Desgraciadamente, el Gran Rey aún tenía tantos como dos mil hombres dentro del valle…, hombres que seguían cargando con la intención de matar a los Maestros, destrozar los espejos. Y los refuerzos del Rey Joyse aún estaban demasiado lejos.
Los arqueros del Castellano recuperaron lo suficiente sus sentidos como para empezar a disparar. Pero sus flechas eran demasiado pocas, y los de Cadwal estaban bien protegidos con sus armaduras. Hombres con espadas empezaron a subir hormigueando por las rocas, luchando por alcanzar a los Maestros.
El Maestro Barsonage se había escurrido hacia abajo, desapareciendo por alguna hendidura que el Tor no podía ver. Aquel movimiento les dijo a los de Cadwal dónde estaba exactamente su blanco. Ahorrada la necesidad de buscar, se lanzaron hacia delante.
Con Ribuld a su lado, el Tor se estrelló como un ariete contra la retaguardia de las fuerzas de Cadwal.
Su espada era pesada; todo su cuerpo era pesado, lastrado por el dolor y la aflicción. Golpeó a los de Cadwal de lado a lado, una vez hacia la izquierda, otra vez hacia la derecha, adelante y atrás; y cada golpe parecía hendir cascos y cabezas, petos y cuero. Su caballo empujó, tropezó, empujó de nuevo…, de alguna forma, mantuvo su equilibrio. Su espada era su equilibrio, su vida: arriba y abajo, a un lado y a otro, golpeando con todas sus fuerzas, mientras su vientre se llenaba de sangre.
Por encima de él, los hombres de Cadwal que alcanzaban la posición de los Maestros parecían desaparecer.
En su hueco entre las rocas, los Imageros estaban hoscamente concentrados, elaborando sus traslaciones contra imposibles posibilidades.
Es decir, el Maestro Barsonage se concentraba hoscamente, enfocando su valor con tanta urgencia que el sudor chorreaba por su piel y un peligroso enrojecimiento oscurecía su rostro. Por toda la angustia que el Maestro Harpool mostraba, muy bien hubiera podido estar realizando traslaciones en sueños. De pie casi detrás de su espejo, con los ojos cerrados y un murmullo de viejo en sus labios, mantenía su espejo abierto y simplemente dejaba que todo lo que se acercaba a él cayera en la Imagen…, confiando, sin duda, en que el apresuramiento y el frenesí de los hombres de Cadwal le ahorrara un ataque directo contra su persona.
El joven Maestro no hacía nada en absoluto. Se había derrumbado sobre el nevado suelo; su espejo se inclinaba sobre él, inútil. Algo en él, alguna fortaleza o voluntad esencial, se había roto. Había mantenido su traslación abierta para el abismo hasta que el Maestro Barsonage le había indicado que la dejara; entonces, sus ojos habían girado hacia la parte interior de su cabeza y se había derrumbado.
Los espejos eran vitales; la Cofradía no tenía ninguna otra cosa con la que contribuir a la defensa de Mordant. Ignorando al joven Imagero, el Maestro Barsonage se forzó a trasladar y trasladar, una y otra vez, cuando todos los nervios de su cuerpo gemían intentando alejarse de las espadas y los golpes y las maldiciones que avanzaban hacia él.
Desgraciadamente, desde donde estaba podía ver claramente que los refuerzos estaban aún demasiado lejos. Podía ver que el Tor y Ribuld no tenían ninguna posibilidad.
El Tor siguió luchando de todos modos, mucho después de haber perdido sus fuerzas y su equilibrio e incluso su razón. Un golpe por su hijo. Un golpe por su Care. Y ahora un golpe por el Rey Joyse. Luego, de nuevo al principio. Un golpe por cada cosa que había amado alguna vez, por cada persona que había muerto.
Por alguna razón, tenía un cuchillo profundamente clavado en su pierna. Era un cuchillo grande; realmente, un cuchillo enorme. No podía decir si le dolía o no, pero parecía atrapar su pierna de una forma que no podía escapar, de modo que no tenía otra elección excepto caer del caballo.
Temía esa caída. Era un largo camino hasta el suelo, y su hinchado costado no soportaría un impacto así. Afortunadamente, sin embargo, consiguió caer sobre el hombre que le había herido; eso significó otro Cadwal menos de quien preocuparse. Ahora todo lo que tenía que hacer era rodar para situarse de espaldas. Sabía que no tendría las fuerzas suficientes para volver a levantarse; pero desde el suelo podía cortar las piernas de los hombres que tenía a su alrededor.
Rodó hasta situarse de espaldas.
Desgraciadamente, había perdido su espada. No le quedaba nada con lo que luchar.
Ribuld estaba de pie junto a él.
Sujetando su propia hoja con ambas manos, el guardia luchó por los dos: golpes contra todos lados; chorros y salpicaduras de sangre; fragmentos de armadura y esquirlas de espada. La cicatriz de Ribuld ardía como si su vida fuera fuego en su rostro, y sus dientes chasqueaban al aire.
Alguien gritó:
—¡Mi señor Tor! ¡Cuidado!
La voz era familiar, pero el viejo señor no pudo situarla. Era demasiado reciente: pertenecía a alguien al que no conocía desde hacía el tiempo suficiente como para recordar.
Entonces la punta de una espada brotó directamente por c centro del pecho de Ribuld, empujada como una lanza desde atrás.
Oh, bien. Las estrellas le habían concedido al Tor su último deseo. Y el Rey Joyse había dicho: No me has traicionado. Es era suficiente.
Un momento más tarde, alguien estrelló una roca contra si cabeza y puso fin a todas sus pérdidas.
Pero cuando el Maestro Barsonage gritó: ¡Mi señor Tor! ¡Cuidado!, el joven Imagero saltó en pie como si hubiera sido galvanizado.
Como Ribuld, el hogar del joven Maestro se hallaba en el Care de Tor, en Marshalt. De hecho, estaba distantemente relacionado, por su matrimonio, con el propio Tor. Ese nombre familiar —y la alarma del mediador— lo arrancaron de su estupor, lo hicieron ponerse en pie y gritar alocadamente:
—¿El Tor? ¿El Tor? ¡Oh, mi señor!
No tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo: sus ojos no contenían nada excepto agotamiento y aflicción. La parte rota de él sólo proporcionaba urgencia; no proporcionaba cordura. Sollozando: «¡Salvad al Tor!», aferró su espejo.
El Maestro Barsonage fue demasiado lento. Estaba observando el Tor, observando los refuerzos; no reaccionó a tiempo.
El joven Imagero era apenas algo más que un muchacho, empujado más allá de sus límites. Enfocando su espejo en 1 dirección general del espejo del lado opuesto, empezó a trasladar directamente su abismo al enorme parapeto de piedra dejado por la avalancha; las rocas que sellaban el valle.
Pero, por supuesto, el Maestro que se ocupaba del otro espejo no sabía lo que estaba pasando. Y, en cualquier caso, lo dos espejos ya no estaban correctamente alineados. No hube nada que detuviera el tremendo y convulsivo temblor que hendió el parapeto y el suelo y siguió avanzando hasta golpear e extremo de la otra pared y desgarrar toda aquella vieja piedra reduciendo a fragmentos el espejo del otro lado y a todos lo que estaban cerca de él.
Bajo las circunstancias, fue probablemente una buena cosa que el joven Maestro no viviera mucho más. No había forma alguna de decir cuánto daño hubiera podido seguir provocando su fisura, si la traslación hubiera seguido de forma descontrolada. Y no había forma alguna de decir cómo hubiera soportado las consecuencias de su acción.
Tal como fueron las cosas, de todos modos, fue salvado por un hombre de Cadwal particularmente testarudo, que ya tenía alzada su espada para abrirle la cabeza de un tajo al Maestro Harpool cuando una flecha de un arquero de Alend se enterró entre sus omoplatos. Al caer hacia delante, sus alzados brazos golpearon la parte superior del espejo de Harpool. Aquel impacto hizo que sus dedos soltaran la espada.
Como si hubiera sido arrojada deliberadamente, la empuñadura de la espada partió el cuello del joven Maestro. Éste, a su vez, cayó hacia delante sobre su espejo, destrozándolo por completo.
Lleno de una terrible derrota, el Maestro Barsonage apenas se dio cuenta de que el Maestro Harpool había conseguido de algún modo evitar que su propio espejo resultara destruido. Y el mediador no había sufrido ningún daño. Eso era menos que un consuelo; era casi un insulto, frente a la ruina general. Todos los demás espejos que la Cofradía había preparado para aquella batalla estaban destruidos.
Medio esperó otra violenta sacudida cuando la fisura dejó de existir por segunda vez; pero eso no ocurrió. La anterior convulsión había sido ocasionada por la inversión de la traslación. Esta traslación, por su parte, sólo se había detenido, no invertido. Enormes porciones del amontonado parapeto fueron tragadas por el suelo; la mayor parte de las rocas de la parea opuesta desaparecieron en la nueva hendidura. Luego las convulsiones del suelo cesaron.
Como resultado de todo ello, las fuerzas del Gran Rey tuvieron de nuevo acceso al valle…, un acceso difícil y angosto, traicionero de cruzar, como los espacios entre unos dientes podridos, pero un acceso pese a todo.
Cuando vio que ya había hombres cabalgando a toda velocidad a través de una de las aberturas más alejadas, se cubrió el rostro con las manos.