CAPÍTULO 14

El sargento cabalgaba delante de Shani y Tycho, y el par de soldados cerraba la marcha.

—Así que Dalveen mató a ese Hobbe, pero tú realmente piensas que Yocasta Marrell es uno de los dos restantes cazarrecompensas —comentó Shani.

—Parece lógico —replicó Tycho—. A menos que te hayas creado otros enemigos recientemente y no los hayas mencionado.

—Oh, uno o dos. ¡Ya me conoces! —dijo ella riéndose—. Pero a ella no le había puesto nunca los ojos encima antes. ¿Conoces la identidad del tercero?

—Me temo que no.

Su expresión se volvió sombría.

—Dime, ¿cómo se han tomado Dalveen y Bethan la muerte del rey? ¿Y Golear? Debe de estar muy apesadumbrado.

—Nos encontramos todos muy entristecidos, como puedes imaginarte. Pero hay algo aún más preocupante que eso, Shani.

Le habló de la aparición del rey y de Melva. Y de la visita bastante menos deseada de Avoch-Dar, por medio de la bola de cristal.

—¡Así que está de vuelta! —exclamó Shani.

—Tal vez. A menos que se haya comunicado con nosotros desde la dimensión en donde se halla el reino del demonio.

—Parece ser que Hadzor tenía razón.

—Conozco ese nombre.

—¿Cómo es ello?

El homúnculo le contó la historia que Leandor le había relatado acerca de su encuentro con Hadzor. A su vez, Shan i pudo añadir unas pocas palabras más.

—¿Habías oído hablar alguna vez de la Hermandad de la Luz Interior? —le preguntó ella.

—Vagamente. Es una orden sagrada, extinguida hace ya mucho tiempo, ¿no es así?

—Eso creía yo, pero este Hadzor dice que aún existe la orden y que él es un miembro.

—Así que es un monje. ¿Cómo llegaste a encontrarte con él?

—En unas… curiosas circunstancias. Ya te lo contaré más tarde. El caso es que se trata al parecer de un estudioso de la raza del demonio y dice que puede leer el lenguaje que utilizan esos seres.

—A pesar de su autoengaño, un hombre con tal conocimiento de los demonios podría ser útil.

—Ya le dije eso mismo. Veníamos juntos, pero por desgracia resultó ser uno de los seres más cabezotas que yo haya encontrado jamás e insistió en cabalgar hacia Vaynor solo. Está convencido de que Avoch-Dar ha vuelto allí.

—Debe de estar bastante obsesionado, en verdad, para cometer una locura así.

—Sí. Es un hombre valiente pero tonto. Si ha llegado ya a Vaynor, probablemente estará muerto en estos momentos.

—O puede haber sufrido un destino aún peor si el hechicero descubre que es un hombre santo. Avoch-Dar no fue nunca muy amigo de los siervos de los dioses.

Después miró al firmamento para comprobar la posición del sol en el cielo.

—Shani, te sugiero que prosigamos haciendo las mínimas paradas posibles para descansar. Deberíamos regresar a Allderhaven a toda velocidad.

—Por mi parte no hay inconveniente. Cuanto antes vea a Dalveen mejor me sentiré. Le echo de menos.

—Yo me aventuraría a decir que él siente lo mismo —y se apresuró a añadir—; y Bethan también, desde luego.

—Desde luego —la respuesta fue un poco forzada. En un tono neutral preguntó—: ¿en qué se ha estado ocupando?

—Sobre todo en la supervisión de la reconstrucción de las defensas destruidas por la invasión de Avoch-Dar. Sigue trabajando tan duramente como siempre. Pero la princesa, Golear y yo le hemos pedido que se lo tome con más calma.

—Bien. Se merece un descanso después de todo lo que ha pasado.

Ella se abrochó el chaleco para protegerse del frío.

—Casi le envidio; sentado en ese agradable palacio, rodeado de lujo.

Leandor luchaba por su vida.

Resultaba irónico que los hombres que intentaban matarle fueran los que le habían asignado para protegerle. Ellos parecían encantados, sin duda alguna, y podía adivinar quién estaba detrás. Pero el hecho es que se encontraban en un estado de trance que no había hecho, sin embargo, más lentos sus reflejos. Tampoco eran unos adversarios corrientes. Como miembros de la Guardia del palacio, se trataba de luchadores de elite. Él había supervisado incluso parte de su entrenamiento.

Leandor se sentía inhibido al saber que actuaban contra su voluntad. Se estaba conteniendo; era incapaz de golpearles de modo que resultara fatal. Pero si seguía conteniéndose mucho más, estaría acabado. El primer hombre era aún su principal oponente. Los otros dos atacaban desde los lados, golpeando a Leandor cuando surgía la oportunidad. Tenía que abatirles enseguida, y preferiblemente sin matarles.

Se agachó para evitar la trayectoria que llevaba un golpe salvaje. Saltó hacia un lado y eludió otro. Una espada entró por el lado izquierdo. Su espada salió lanzada como un rayo y la mandó volando fuera. Un pinchazo que provenía desde la derecha fue desviado.

El hombre que tenía delante se expuso. Era una oportunidad de comprobar si el dolor rompía el hechizo. Leandor le rozó el brazo con la espada, y al instante empezó a brotar la sangre. El hombre titubeó durante un segundo y reanudó el ataque. Un rápido movimiento de la espada de Leandor hacia la derecha hizo un corte en la mejilla del segundo hombre. No se produjo nada más que una breve reacción también por parte de él. Parecía que no era suficiente herirles levemente. Intentó una táctica diferente con el hombre que se hallaba a su izquierda. Lanzando con fuerza su espada, intentó golpear en el lugar en donde la hoja se une a la empuñadura. La intención era conseguir que se le cayera la espada. Pero el hombre la sujetaba con una firmeza extrema. Leandor se hallaba ya próximo al punto en el que la integridad personal era lo único que importaba. Iba a tener que responder de un modo más duro.

Después se le ocurrió que si no podía romper el trance en el que se encontraban los hombres, tal vez pudiera lograr dejarles incapaces para la lucha.

Una descarga de estocadas llegaba tanto por el lado izquierdo como por el derecho. Sus rápidas respuestas les golpearon con fuerza. El hombre que tenía frente a él se lanzó con la intención de darle una estocada en el pecho. Leandor desvió la hoja de la espada hacia un lado.

Luego, puso su plan en marcha.

Se retiró rápidamente, se agachó, golpeó al hombre con toda su fuerza y le hirió violentamente por debajo de ambas rodillas. El hombre se tambaleó y cayó. Leandor se volvió, dejándole luchar débilmente por ponerse en pie.

Los otros se le acercaron. Leandor obligó a uno de ellos a retroceder. Con el segundo intentó la misma táctica dirigiendo los golpes a las piernas, pero él se había dado cuenta de cómo había acabado su compañero y tuvo cuidado de situarse fuera de su alcance.

Durante la ininterrumpida lluvia del acero contra el acero, Leandor advirtió que se abría una puerta en el extremo opuesto del patio. Apareció Golear Quixwood. Se paró en seco y gritó:

¡Dalveen!

Uno de los guardias abandonó la lucha y corrió en su dirección.

—¡Defiéndete, Golear! —le gritó Leandor.

El anciano tuvo suficiente presencia de ánimo como para sacar su espada con el tiempo justo para bloquear el primer golpe que le asestaba su atacante. Leandor oyó cómo Quixwood gritaba el nombre del oficial intentando razonar con él. Eso, sin embargo, no cambió nada. Comenzó así una enfurecida lucha de espadas.

Leandor se hallaba preocupado por su padre adoptivo. Golear tenía muchos años de experiencia, pero estaba seguro de que su edad podría influir en el resultado del combate.

Al menos, la distracción había dejado a Leandor con un solo oponente. Se prometió acabar con él rápidamente. Y si eso significaba matarle, lo haría. Así que atacó con gran violencia al hombre, presionándole sin descanso, usando todos los trucos que conocía para derrotarle.

Una estocada a la parte inferior del pecho del soldado habría terminado con él. Pero se las arregló para retroceder en el último segundo. La punta de la espada de Leandor penetró ligeramente a través de la camisa rasgando la tela. Aparte de la camisa, cortó algo más que el hombre llevaba debajo: una cadena de plata de la que colgaba un medallón. Ambos objetos cayeron al suelo.

Una especie de espasmo recorrió el cuerpo del hombre. Movió la cabeza, parpadeó y se llevó la mano libre hasta la frente. Sus ojos perdieron la expresión de falta de vida. Sorprendido, miró a Leandor y, luego, la espada que sostenía. La dejó caer como alguien que agarra un clavo ardiendo.

Leandor detuvo su siguiente golpe, un golpe mortal destinado al corazón de su oponente. Lanzó una mirada al medallón que se le había desprendido. Cuando vio lo que era, se dio cuenta de todo.

—Yo…, yo no… ¿Qué? —el hombre tartamudeaba, y su rostro era la imagen de la confusión.

—Ocúpate de ti —le dijo Leandor—. Todo está bien.

El sonido de las espadas que provenía del otro extremo le recordó que Golear se encontraba luchando allí. Y el hombre caído anteriormente aún estaba intentando levantarse y reanudar la batalla.

—¡Cálmate! —gritó Leandor al soldado de la Guardia que aún se hallaba perplejo. Señaló al hombre que se encontraba en el suelo—. Lleva un medallón alrededor del cuello. Quítaselo y ten cuidado con su espada.

—¿Medallón…?

—Sí. Hazlo ahora.

Confiando en que le habría entendido, Leandor fue a ayudar a Quixwood. Llegó justo a tiempo. Golear flaqueaba y estaba a punto de sucumbir ante una lluvia de golpes del hombre al que se enfrentaba. Leandor sabía ahora que no era necesario matar al oponente de Quixwood. Suponiendo que tuviera razón al pensar que llevaba también un medallón. Pero intentar dominarse en vez de matarle hacía que la situación resultara más peligrosa.

Después de dudarlo durante unos segundos, su espada se aproximó al hombre por detrás. Lo que tenía que hacer no era tarea fácil para alguien con un solo brazo. La velocidad era la clave. Afortunadamente, Quixwood, consciente del sigiloso avance de Dalveen, ayudó manteniendo a su enemigo ocupado.

Leandor se agachó. Golpeó al hombre con tal fuerza en la espalda que le mandó rodando hacia delante. Al mismo tiempo su mano se deslizó por debajo de la camisa que llevaba abierta. Sus dedos tocaron una cadena. La agarró y tiró de ella. Rompió los eslabones. El hombre dejó de luchar y se hundió repentinamente.

Jadeando, Leandor echó un vistazo a los otros. El herido en las piernas se hallaba sentado con la cabeza entre las manos. Su compañero estaba de rodillas junto a él, examinando algo que tenía en sus manos.

—¡Traidores! —exclamó Quixwood.

—No —dijo Leandor jadeando aún—. No son traidores, sino guiados por un hechizo mágico. Mira —le dijo pasándole el medallón.

Era un pentagrama negro.

—¿Avoch-Dar? —preguntó Quixwood.

—Tiene que ser él. Cada uno de estos hombres llevaba uno, y me imagino que el hechicero controlaba sus mentes por medio de los medallones. Son oficiales leales. No se les debe culpar a ellos.

Quixwood contemplaba el medallón que tenía en la palma de su mano.

—¡Que me maten! —exclamó.

—Todos nosotros estaremos muertos si no hacemos algo —Leandor sonrió débilmente—. Y, si no te importa, Golear, pienso que de ahora en adelante me las arreglaré sin guardaespaldas.

—Sí, muchacho. Pero ¿qué hacemos frente al hechicero? Esa es la cuestión. Si él puede realizar trucos como éste, resultará más peligroso que nunca.

He tomado ya mis precauciones —declaró Leandor poniéndose en pie—. ¡Ahora emprenderemos la guerra contra él!