6
Antón se rindió poco antes del mediodía.
Hacía rato que habían dejado de beber vodka, a pesar de las magníficas cualidades del alcohol para estimular la imaginación. Ahítos de café, ni siquiera les apetecía beber cerveza checa.
De pie frente a la ventana con un pote de yogur líquido Danone en la mano, Igor negó con la cabeza en respuesta a la nueva conjetura de Antón.
—No. Eso es imposible. ¿Qué clase de azote de dragones podría ser yo? Además, ¿no habíamos descartado ya la resurrección de Fafnir?
—Pero ¿y si fuera cierto que volverá?
—Da igual. Aunque volviera, habrá que enfrentarse a él mediante la magia, y no en un duelo cuerpo a cuerpo… ¿Te imaginas a ese monstruo echando lenguas de fuego por los belfos? —Igor sonrió y añadió, divertido—: Por cierto, en un enfrentamiento entre Fafnir y un par de buenos helicópteros de combate, apuesto todo por los helicópteros. ¡Dejémoslo ya, Antón! ¡No vamos a adivinar nada!
—Lo que sí sé es que tú eres la llave que puede aclarar este misterio, Igor.
—Eso no sirve de mucho. Nadie informa a una llave de la puerta que le tocará abrir. Soy un Otro de lo más corriente, Antón. Y sólo Zavulón sabe en qué radica… mi singularidad. Y Hesser también debe de saberlo, con toda probabilidad. Estará aquí en un instante. Preguntémosle a él.
Antón se asomó al Crepúsculo.
—¿En serio? ¿Ya está aquí? No puedo sentirlo… —balbuceó con un deje de envidia en la voz.
—Yo tampoco lo siento. Pero acabo de verlos entrar en el hotel.
Llamaron suavemente a la puerta. Naturalmente, se trataba de un mero gesto de cortesía, porque un instante después, sin esperar respuesta, los visitantes entraban a través del Crepúsculo. Eran tres: Hesser, Alisher, que se había convertido en la muda sombra del jefe, y Svetlana. A esta última, incapaz de transitar a sus anchas por el Crepúsculo, la llevaban sus acompañantes en volandas. Ya en el mundo ordinario, y sólo entonces, Svetlana vio a Antón. Le sonrió impotente, como queriendo decir: «¿Ves en qué poca cosa me he convertido?». Antón se sintió inundado de una ternura culpable y angustiosa, mezclada con vergüenza y rabia contra sí mismo. Estaba claro que no había tenido más salida que dejar que el Espejo se alimentara de la fuerza de Svetlana… Y, a fin de cuentas, había conseguido lo principal: ¡Svetlana estaba viva! Sin embargo, ¿cómo alejar la incómoda sensación de que había perdido la partida?
¿Sentiría Igor algo parecido cuando evocaba su relación con Alisa? Un pesar análogo, aunque, en su caso, multiplicado por el dolor de la pérdida. Si así fuera, habría que alegrarse de que Igor aún continuase con vida…
—Buenos días, chicos —saludó Hesser con voz melosa.
Vestía un traje barato y poco vistoso y una corbata de tono opaco. Parecía un hombre de negocios de medio pelo, de esos que se visten en Marks & Spencer y envían modestos regalos a sus empleados por Navidad. Por lo visto, esta vez Hesser consideró que no había mejor regalo que él mismo…
—Hola, Boris Ignátievich —dijo Antón, incapaz de calificar de bueno el día que comenzaba—. Hola, Alisher.
En cuanto a Sveta, la miró a los ojos, la tomó de la mano y la condujo a una butaca. Sus gestos suaves eran los de quien ayuda a un enfermo. Su ánimo, el de quien no acaba de concebir cómo ha llegado a la incómoda situación en que se encuentra.
—Buenos días, jefe —dijo Igor con voz serena—. Me alegro de verte. ¿Qué tal, Sveta? Hola, Alisher.
Alisher, el guardaespaldas —si es que se podía llamar en serio guardaespaldas a un mago de tercera categoría de un Gran Mago— o, más bien, el asistente de Hesser, hijo de un devoniano y una humana, saludó con un gesto a los magos y se alejó hacia uno de los rincones de la habitación. Allí se quedó quieto, con los brazos cruzados y a medio camino entre el Crepúsculo y el mundo ordinario. Antón se percató de que la capacidad de Alisher para escrutar el Crepúsculo había sido aguzada artificialmente. Sin duda, algo tendría que ver Hesser en ello. También se percató de que el joven mago evitaba mirar a Igor. Entre ambos se tendía otra enredada madeja de malentendidos. Alisa Donnikova había matado al padre de Alisher. Y daba igual que este no fuera un hombre ni un Otro… De hecho, resulta complicado definir a los devonianos, esos fieles ayudantes de los Grandes Magos. Los devonianos jamás realizan proezas. No es lo suyo. Por el contrario, se limitan a servir a los verdaderos héroes, despejándoles el camino hacia la gloria. Además, se dedican a fortalecer los lazos familiares y a facilitar el alumbramiento de grandes héroes…
Antón se sintió desfallecer. Entre los teriántropos, los hijos suelen heredar las habilidades de transformación de sus padres. Los magos no tienen esa suerte, y es muy raro que su descendencia nazca con poderes mágicos. ¿Cómo sería entre los devonianos?
¿Qué era Alisher? ¿Un mago o un devoniano como su padre, que había servido a Hesser durante siglos en Asia central?
Y ¿para qué lo necesitaba Hesser en Praga? Además, ¿qué había hecho que aceptara que el uzbeco se enrolase en las filas de la Guardia Nocturna y lo mantuviera tan cerca de él? ¿Se trataba de su sentido del deber hacia el padre de Alisher, o había algo más?
—¡Antón!
El grito de Svetlana lo sacó de su ensimismamiento. No había notado que le cogía el brazo con demasiada fuerza.
—Perdona…
Hesser se había situado frente a Igor. Lo miró fijamente a los ojos durante unos instantes sin decir palabra. Después, suspiró, se apartó, ligeramente encorvado, como encogido, se dejó caer en una butaca y se cubrió el rostro con las manos.
—Boris Ignátievich, te ruego que me perdones —dijo Igor.
—¡No! —le espetó Hesser sin descubrirse el rostro—. ¡No te perdono! Conque te enamoraste de una bruja, ¿eh? Pues que sepas que no voy a juzgarte por eso. Si sucedió, es que ese era tu destino. Pero que ese amor te haya anulado por completo: ¡eso no te lo perdonaré jamás!
Era evidente que Igor no estaba a gusto. Antón comprendió que, en cierta manera, sí que había logrado el objetivo que le había encomendado. Aunque a medias, porque nadie podía esperar que fuese posible engañar a un mago con la experiencia de Igor y devolverle las ganas de vivir a fuerza de vodka y mensajes de sus amigos. Y mucho menos convencerlo de que el ser de quien se había enamorado era una miserable víbora.
Sin embargo, la larga charla que los había entretenido durante toda la noche y su intento de aclarar la situación desentrañando los entresijos de la nueva etapa en la guerra de las Guardias habían dado sus frutos. Igor había dejado a un lado sus angustiosos remordimientos. Volvía a sentirse parte de la Guardia Nocturna.
¿Sería eso con lo que contaba Hesser? Porque si era así, entonces todo su comportamiento, incluyendo la escena que acababa de montar, había sido cuidadosamente calculado.
También era posible que el jefe estuviese en lo cierto y que Igor tuviera nublada la razón…
—Hay cosas, Hesser, que ni siquiera tú tienes derecho a exigirme —dijo Igor con firmeza. Había ira en su voz. Y vida.
—Claro, claro, capitán Igor Teplov. —La voz de Hesser era fría como el hielo—. ¡No tengo derecho, dices! Pero sí lo tenía cuando en noviembre de 1945 te ordené navegar por el Dniéper bajo el fuego enemigo, ¿o no? Y lo tuve…
—¡Eso es diferente!
—¿Diferente? —Hesser se levantó, se acercó a Igor y volvió a detenerse frente a él. Su figura pequeña (era dos palmos más bajo que Igor y tenía un cuerpo enjuto), no tenía nada de heroica—. ¿Acaso pretendes, Teplov, que te explique qué sacrificios exige la guerra? ¡La guerra no está hecha para complacer a los cuerpos, sino a las almas! ¡Y tú lo sabías muy bien aquel día, cuando en la magnífica Berlín le clavaste un par de buenas puñaladas a aquel mocoso de las Juventudes Hitlerianas para que delatara a sus compinches! ¡Ya lo creo que lo sabías!
Igor se estremeció, como si hubiera recibido un puñetazo en plena cara.
—La conciencia… el amor… el honor… —continuó Hesser en tono meditabundo—. Nadie puede obligar a otro a traicionar su propia conciencia. Nadie puede obligar a otro a traicionar su amor. Nadie puede forzar a otro a que traicione su honor. En eso tienes razón. Pero nosotros, los Otros, somos capaces de traicionarlos voluntariamente. Lo hacemos cuando en un platillo de la balanza están nuestro amor, nuestra conciencia, nuestro honor, y en el otro hay un millón de personas enamoradas, honradas, nobles. ¡No somos ángeles! ¡Eso no nos va! Y créeme que soy capaz de entender tu dolor. ¡Pero mira a Alisher! ¡A ver si eres capaz de comprender su dolor! ¡O pregúntale a Antón qué opinión le merece tu amada! ¡Pregúntale a Svetlana!
—Yo no voy a juzgar a Igor —intervino Svetlana con un hilo de voz—. Tendrá que perdonarme, jefe. Y perdóname también tú, Alisher. Tal vez sea una idiota… e indigna de formar parte de la Guardia. Lo que sí os aseguro es que soy capaz de comprender cómo os sentís.
Las palabras de Svetlana, pronunciadas con una voz carente de cualquier énfasis, hicieron callar a Hesser, que se apartó de Igor.
—¿Es que no veis que yo también comprendo…?
Un espeso silencio se abatió sobre la estancia.
—Escúchame, Hesser. Siempre cumplí las órdenes que me dictaba mi deber —dijo Igor por fin—. Las cumplí a conciencia y hasta el final, sin reparar en mis propias ideas o sentimientos. Pero ya he cumplido con mi deber. Hasta el final.
—Ahí te equivocas, querido Igor. —Hesser cruzó la habitación y sacó un habano del bolsillo. Lo examinó con ceño, lo devolvió al bolsillo y sacó un paquete de democráticos Pall Mall, que manoseó unos instantes, antes de arrugarlo y guardárselo—. La Guardia te necesita. Todos nosotros te necesitamos. Yo te necesito.
—Y Svetlana me necesita… —observó Igor.
—Svetlana, Alisher, Ilia, Semión, el Oso: ¡todos te necesitamos! —exclamó Hesser—. ¿O es que no lo ves?
Igor sonrió, como si recordara, y aceptara, que había cosas que debía callar. Pero no se abstuvo de pedir una precisión en un tono riguroso y neutro.
—¿Por cuánto tiempo?
—Por unos veinte años como máximo —respondió Hesser con la tranquilidad de quien esperaba la pregunta.
—¿Crees que pasados esos veinte años dejaré de amar a Alisa, Hesser? —preguntó Igor.
—También cuento con eso, sí —admitió Hesser—. Pero la Guardia te necesita ahora mismo. Y durante los próximos años.
—¿Qué queréis de mí, Hesser?
—¡Que nos dejes hacer! Intentaremos sacarte de este lío. Y lo conseguiremos. ¡Ya lo creo que lo conseguiremos! Sólo necesitamos que te abstengas de obstaculizarnos… y si nos echas una mano, mejor que mejor.
Igor meditó unos instantes.
—No voy a acusar a Alisa Donnikova de haberme hechizado… porque eso no es cierto.
—Pero puedes manifestar la sospecha de que vuestro encuentro respondió a un plan urdido por la Guardia Diurna. ¿Podrías hacer eso?
—Puedo hacerlo —respondió Igor—. Con toda probabilidad, fue precisamente así como ocurrió.
—Muy bien. Eso es todo lo que te pido —concluyó Hesser, visiblemente satisfecho.
Antón carraspeó para llamar la atención de Hesser. Cuando este lo miró, Antón dijo:
—Yo también quiero pedirle un favor, Boris Ignátievich. Quiero que me diga cuál es el papel de Igor en esta nueva intriga.
—¿Sólo te interesa el papel de Igor?
—Sí. Ya tengo claro para qué necesita a Svetlana, a mí y al devoniano Alisher.
El joven mago uzbeco, que no se había movido de su rincón, se estremeció.
—Veo que se prepara una buena sucesión… —dijo Hesser con desgana—. Con capacidad de deducción. Lástima que los sucesores sean tan tontos… —Calló por un instante y estudió detenidamente a los presentes. Después, sacudió la cabeza. Antón sintió que la fuerza iba llenando la estancia. La colmaba de un calor muy especial. Como si formara una sólida pared, la fuerza aplastaba algo, lo empujaba hacia afuera…—. No puedo decíroslo —reconoció de pronto—. Y no puedo hacerlo por una sencilla razón…
—¿Qué nos negaremos a colaborar? —preguntó Antón con aspereza.
Hesser volvió a negar con la cabeza.
—No. Es justo al revés. Os juro por la Luz que lo que habrá de suceder no os hará ningún daño. No atentará contra vuestros poderes mágicos ni contra vuestra esencia humana… Por el contrario, si os lo dijera todos colaboraríais con el máximo arrojo. Sin embargo… —Hesser medía concienzudamente sus palabras—. En efecto, chicos, estamos a punto de asistir a la culminación de la operación final de la Guardia Nocturna moscovita. Por desgracia, también se trata de la operación final de la Guardia Diurna. Del comportamiento de cada uno de los que estamos aquí… y, naturalmente, del comportamiento de nuestros enemigos, dependen demasiadas cosas. Tanto nosotros como ellos jugaremos nuestras bazas. Cada jugada podrá culminar con el éxito o el fracaso. ¡La victoria se la llevará quien haga la última jugada correcta!
—A los vencedores no los juzga nadie —apuntó Antón—. Como tampoco a las piezas que se mueven sobre el tablero se les concede el derecho a la autonomía.
—¿Es que no os dais cuenta de que Zavulón puede calcular de antemano cualquier jugada que se os ocurra hacer? —estalló Hesser—. ¡Y no te vayas a creer, Antón, que tu idea de estrellarte contra el coche del Espejo fue una jugada inesperada! Fue una jugada correcta, ¡sí! Fue el mejor de los males, ¡de acuerdo! Pero has de saber que tanto Zavulón como yo la esperábamos. —Hesser recuperó el aliento y continuó en un tono más sosegado—: Chicos… quiero dejaros bien claro que no os considero meras piezas de una partida de ajedrez. Como tampoco meras herramientas con las que alcanzar un fin. Creedme.
—Pero al menos uno de nosotros —dijo Svetlana, y sonrió al reconocer cuán risible era esa fórmula que pronunciaba rodeada de hombres— parece ser el torno con que fabricar la herramienta, ¿no es cierto?
Antón se abstuvo de preguntarle cómo lo había adivinado. Tal vez también hubiese estado calculando las jugadas y dibujando esquemas a sus espaldas. ¿O acaso había alcanzado a presentir algo antes de que el Espejo la desposeyera de toda su energía?
Hesser inclinó la cabeza con expresión de abatimiento. Parecía estar sumido en sus cavilaciones, pero Antón advirtió que la cápsula de protección que los envolvía se estaba reforzando hasta alcanzar niveles impensables. ¿Cuál era el límite de la fuerza de los Grandes Magos? O, mejor, ¿existía algún límite a su fuerza?
—Está bien, Svetlana —dijo Hesser—. En parte, tienes razón. Pero… ¡por la Luz y las Tinieblas! —Se dejó caer en la butaca, sacó por fin un cigarrillo del paquete y lo encendió. Tras darle la segunda calada, continuó—: Tú, Svetlana, eres una Gran Maga. Magas así sólo aparecen una vez en varios siglos. Potencialmente, superas incluso a Olga… No obstante, el verdadero valor que representas para los Luminosos, y fíjate que no me refiero sólo a la Guardia Nocturna, sino a todos los Luminosos del mundo, reside en tu capacidad para dar a luz al Mesías.
—Después de que Olga reescribiera el Libro del Destino —apuntó Svetlana.
—No. Ya contaba con esa capacidad. Además, no es posible reescribir el destino de un Otro con la misma facilidad con que se altera el de un humano. Por lo tanto, ya estaba predeterminado que fueras la madre del Mesías. Nosotros no hicimos más que corregir algunos pequeños detalles, minucias que nada tienen que ver contigo ni con el futuro… posible niño.
—¿Qué detalles? —La voz de Svetlana reflejaba la rabia que llevaba demasiado tiempo conteniendo. Antón estuvo a punto de chillar de dolor por la fuerza con que Svetlana le clavaba las uñas en el brazo.
—¡Sólo alteramos la fecha! —gritó Hesser, que no estaba dispuesto a ceder a los arrestos de Svetlana—. ¡Sólo eso y nada más! ¡Has de entender que en el momento en que se cumplen dos mil años del nacimiento de Cristo se llega al punto más álgido de la fe de los humanos en la llegada del Mesías!
—Pues no sabes cuánto os lo agradezco —replicó Svetlana con voz airada—. Debo entender que decidisteis cuándo debo parir a ese niño y quién lo engendrará.
—Espera, espera. En primer lugar, ¿por qué dices «niño»?
Antón, que se disponía a intervenir para pedir que se le precisara qué había querido decir Svetlana con aquello de «quién lo engendrará,» decidió callar. La presión de la mano de Svetlana se relajó considerablemente.
—Para algunas, la decisión la toman sus padres, para otras, un ginecólogo borracho, y las hay que dependen de una copa de vodka más —dijo Hesser en tono melancólico. Y tras decidir que ya podía saltarse el previsible «en segundo lugar,» continuó—: ¡Svetlana, querida mía! ¡Jugar con una predeterminación de esa envergadura, jugar con fuerzas tan colosales, es muy peligroso! ¡Ni siquiera a mí se me ocurriría hacerlo! ¡Estás predestinada a dar a luz a una niña que se convertirá en una pieza decisiva en el eterno combate entre la Luz y las Tinieblas! ¡Sus palabras cambiarán el curso de la creación y harán que los pecadores se arrepientan! ¡Los más Grandes Magos de las Tinieblas se postrarán ante ella con sólo mirarla!
—Pero no es más que una probabilidad… —balbuceó Svetlana.
—Cierto. Por desgracia, el destino no existe. Y también por suerte. Pero créeme si te digo que este mago viejo y cansado está haciendo todo lo posible para que se cumpla.
—Ojalá no me hubiera convertido en una Otra —susurró Svetlana—. Ojalá hubiera seguido siendo humana…
—Hace mucho que no ves un icono, ¿verdad? —preguntó Hesser—. Mira a los ojos de María y pregúntate por qué son siempre tan tristes.
Un pesado silencio se cernió sobre la habitación. Hesser lo rompió por fin:
—Ya os he dicho más de lo que debía. —Abrió los brazos en gesto de culpabilidad y Antón tuvo la impresión, por primera vez ese día, de que no pintaba nada en todo aquello—. De hecho, he sobrepasado el límite de lo permitido. A fin de cuentas, debéis tomar las decisiones por vosotros mismos. Establecer quién no es más que una pieza sobre un tablero de ajedrez y quién un ser racional capaz de pasar por alto ofensas meramente infundadas.
—¿Infundadas? —protestó amargamente Svetlana.
—El día que te explicaron que debías lavarte las manos después de jugar con arena o te obligaron a atar una cinta para que no se te deshiciera una trenza, también estaban interviniendo en tu destino —dijo Hesser—. Y, a mi juicio, fueron intervenciones muy fundamentales.
—¡Usted no es mi padre! —le espetó Svetlana.
—Eso es cierto, pero os considero a todos mis hijos… —Hesser suspiró—. Estaré abajo. Si queréis bajar, os espero… Alisher y yo os esperamos.
Hesser abandonó la habitación seguido del devoniano, su permanente sombra.
Igor fue el primero en hablar.
—Lo peor de todo es que tiene razón. Aunque sólo sea un poco.
—¡Ya me gustaría hablar contigo de quién tiene razón y quién no la tiene después de que te anuncien que vas a dar a luz a un Mesías! —replicó Svetlana con dureza.
—La verdad es que eso sería bastante… difícil —reconoció Igor algo avergonzado.
Antón fue el primero en sonreír. Miró a Svetlana y dijo:
—Escucha una cosa… recuerdo muy bien lo mucho que te molestaba la crueldad del destino que hace que los hijos de los Otros, por regla general, sean seres ordinarios…
—Se trataba de una queja abstracta… —Svetlana agitó los brazos—. Chicos, esto está lleno de humo…
Igor le ofreció un cigarrillo en silencio.
—¿Por qué lo han hecho todo a escondidas? ¿Por qué? —se quejó Svetlana mientras encendía el cigarrillo—. Además, ¿qué clase de madre del Mesías voy a ser? ¡Y encima un Mesías de sexo femenino!
—Da igual. Mesías no es más que un término apropiado —dijo Igor—. Relájate, Svetlana, te lo ruego.
—¡No soy una virgen! —exclamó ella, furiosa—. Y tampoco me distingo por ser demasiado virtuosa que digamos…
—Tampoco es preciso que establezcas esos paralelismos.
Curiosamente, daba la impresión de que Igor se había serenado. Se lo veía completamente tranquilo y hasta animado.
—¡Al menos di algo, Antón! —estalló Svetlana—. ¿O es que nada de esto te concierne?
—Tengo la más firme esperanza de que me concierna directamente —respondió Antón—. En mi opinión, debemos bajar a reunirnos con Hesser. No creo que lo tenga fácil ahora mismo sometido a una espera incierta.
—Ése ya sabe de antemano todo lo que va a suceder… —protestó Svetlana, y le dio la espalda a Antón.
—No. No lo sabe. Si es cierto que no somos meras piezas en el tablero, Hesser tampoco sabe lo que sucederá.
Las cuerdas de la guitarra sonaron suavemente. Igor había cogido el instrumento y le sacaba unos acordes recostado contra la pared. De pronto, comenzó a cantar en voz tan baja que Antón y Svetlana tuvieron que callar para poder seguir la letra de la canción.
Los demonios me piden que sirva,
pero yo no sirvo a nadie.
Ni a mí, ni a ti,
ni a aquel que es dueño del poder.
Si es que aún vive, tampoco le serviré a él.
Ya he robado suficiente fuego,
como para no tener que robar más…
Igor apoyó con cuidado la guitarra contra un sillón. Así deja su instrumento quien sabe que pronto volverá a tocarlo.
—¿Bajamos o qué? —propuso.
Edgar fue el primer Tenebroso en acceder a la sala del tribunal. Así estaba establecido. Al mismo tiempo, Antón entraba por la puerta situada en el lado opuesto. Ambos se saludaron con una amable inclinación de la cabeza. Edgar no sentía ninguna animadversión especial hacia el Luminoso y confiaba en que ese sentimiento fuera recíproco.
Comparada con la pequeña y destartalada sala de la universidad moscovita, la sala en que habían entrado era verdaderamente impresionante. ¡Nadie podía dudar de que al final estaban en Europa!
La pesada bóveda de piedra transmitía una sensación de insignificancia, a la vez que proporcionaba la serenidad de sentirse a salvo de cualquier peligro. En la sencilla araña de hierro que colgaba del techo ardían doscientas velas. Edgar habría estado dispuesto a jurar que llevaban ardiendo más de un siglo. Según decían, la sede de la Inquisición en Berna se encontraba en un edificio ultramoderno. En Praga, por el contrario, se había optado por uno antiguo.
Pero eso no fue lo único que agradó a Edgar. La sala, que formaba un círculo perfecto, estaba dividida en dos zonas, una recubierta de mármol blanco y la otra de mármol negro. Semejante sencillez cromática demostraba con una claridad ingenua, a la vez que sublime, la existencia de dos bandos. En el centro de la estancia, en torno a una reja también redonda que cubría un agujero negro practicado en el suelo, había dos pequeños cubículos destinados a los abogados de la acusación.
Una cuña triangular de mármol gris encajada en un extremo de la sala, uno de cuyos vértices llegaba casi hasta el centro mismo de la estancia, constituía el espacio destinado a los inquisidores. Y estos, como es natural, y estaban en su sitio. Eran siete, y aunque la Inquisición no se consideraba un bando en sí misma, Edgar sabía que en aquel septeto había al menos dos Grandes Magos, uno Tenebroso y uno Luminoso. Si las cosas llegaban a torcerse, la oficina europea de la Inquisición podría enfrentarse a Hesser y Zavulón en una pelea entre iguales.
Francamente, se trataba de una circunstancia tranquilizadora.
Siguiendo a Antón, entraron en la sala otros tres Luminosos de Moscú. Hesser (¡no iban a prescindir de Hesser en una ocasión como aquella!), Svetlana (su presencia también era comprensible) y el uzbeco que hacía las veces de secretario y ayudante del primero. Detrás de Edgar entraron los Tenebrosos que asistirían a la sesión. Zavulón… Edgar presintió la cercanía de su jefe, se volvió y se encontró con el amistoso saludo del jefe de los Tenebrosos moscovitas. Ríete, Judas, pensó, aunque tú eres peor que Judas, porque este entregó a su maestro y tú vas a traicionar a un discípulo.
Zavulón no estaba solo. Lo acompañaban Anna Lemesheva, cuya asistencia Edgar se esperaba, y, para su enorme sorpresa, Yuri, que lo había alertado sobre las intrigas de Zavulón y ahora le hacía un amistoso guiño, como si tal cosa. ¡Con eso sí que no había contado Edgar!
Haciendo un esfuerzo, Edgar consiguió apartar la mirada de sus colegas y dirigirla al frente.
Igor fue el último en entrar en la sala. Lo flanqueaban dos inquisidores, que lo condujeron hasta situarlo sobre la reja circular que había en el centro mismo de la sala.
Edgar no detectó que el círculo de marras emanara ningún efluvio mágico en particular. De hecho, hasta el propio mecanismo que permitía dejar caer la reja para arrojar al sótano a quien estuviera de pie sobre ella parecía estar oxidado y como si llevara muchísimos años sin que lo utilizaran. No obstante, estar de pie sobre esa reja no tenía ni pizca de gracia.
Sin embargo, el propio Igor no dio la impresión de lamentar que lo hubieran dejado precisamente allí. De pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, esperaba el inicio de la sesión.
—En nombre del pacto…
El único inquisidor que no llevaba una gabardina gris se apartó del grupo de inquisidores. Era Vitězslav, el antiguo vampiro.
—Nosotros, los Otros. Servimos a diversas fuerzas…
Edgar repitió maquinalmente las fórmulas del pacto, intentando adivinar por dónde iba a comenzar Vítězslav y cómo haría él mismo para salir indemne del lance que le esperaba.
—El Tribunal Europeo de la Inquisición ha de estudiar la demanda presentada por la Guardia Nocturna de la ciudad de Moscú, Rusia, contra la Guardia Diurna de la ciudad de Moscú, Rusia —informó el vampiro al término de la recitación del pacto—. La demanda recíproca presentada por la mencionada Guardia Diurna contra la también mencionada Guardia Nocturna será asimismo objeto de esta sesión. Ambas conciernen al duelo entre el Mago de la Luz Igor Teplov y la bruja Tenebrosa Alisa Donnikova.
Hasta ese momento, todo estaba transcurriendo sin sorpresas. Edgar se apoyó contra la barandilla del frío cubículo de madera que le había sido destinado e intentó serenarse. A fin de cuentas, era un abogado con mucha experiencia y un proceso judicial ordinario apenas se diferenciaba de los que resolvían los pleitos de los Otros. Tal vez, únicamente en la magnitud de la sentencia…
—No obstante, el tribunal introducirá algunos cambios en la vista de hoy —continuó Vítězslav—, porque considera necesario aclarar otros dos casos relacionados con la presente demanda. El primero concierne a la secta de los Tenebrosos que se hacen llamar Hermanos de Regin, acusados de asalto a la sede de la Inquisición, robo del artefacto Uña de Fafnir, contrabando para trasladarlo a la ciudad de Moscú y resistencia a la Guardia Nocturna moscovita. Hagan pasar a los acusados.
Una nueva pareja de inquisidores acompañó a los cuatro finlandeses. Su aparición en la sala provocó algunas sonrisas en todos los Otros presentes. Era difícil contenerse ante semejante cuarteto.
—Supongo que no es necesario relatar las circunstancias del vergonzoso incidente —dijo el vampiro—. Todos los presentes están al corriente del informe elaborado por la Inquisición al respecto. Lo que corresponde a la Inquisición es dictar sentencia. Una sentencia justa, ecuánime y severa.
La expresión de los rostros de los cuatro acusados no dejaba lugar a dudas acerca de sus nulas esperanzas de gozar de la benevolencia del tribunal.
—Es de sobra conocido que unos delitos tan graves como son la agresión a agentes de la Inquisición y el robo de un peligrosísimo artefacto de la propia sede de la misma se castigan con la desintegración —continuó Vítězslav. En ese punto, hizo una pausa y agregó para alborozo de los finlandeses—: No obstante los acusados no participaron directamente en los incidentes de Berna. Tal como se expresa en los informes elaborados durante la instrucción del caso, los jefes de la secta, lamentablemente fallecidos en el enfrentamiento, obligaron a estos cuatro magos a servir de correos. Por esta razón la Inquisición reduce los cargos contra ellos a los de contrabando y resistencia a la Guardia Nocturna. También se considerarán como circunstancias atenuantes el profundo y sincero arrepentimiento, la colaboración prestada a la instrucción, la juventud de los acusados y la carencia de antecedentes. La Inquisición está dispuesta a moderar la sentencia que estime dictar si la Guardia Nocturna de Moscú presenta atenuantes adicionales o retira alguno de los cargos.
Hesser se puso de pie en nombre de los Luminosos.
—La Guardia Nocturna de Moscú no… no tiene nada en contra de los acusados. Además, somos de la opinión de que los jefes de la secta Hermanos de Regin fueron víctima de una provocación urdida por cierto Mago de las Tinieblas… cuya identidad desconocemos.
—Eso no ha sido demostrado —dijo Vítězslav.
—En realidad, lo que no se ha establecido es la identidad del provocador —puntualizó Hesser con una sonrisa—. Pero su existencia no reviste la menor duda.
Vítězslav asintió y se volvió hacia sus compañeros. El mudo intercambio de pareceres se prolongó durante unos instantes, concluidos los cuales Vítězslav encaró a los cuatro estólidos finlandeses.
—En nombre del pacto, y considerando la benevolencia mostrada por la Guardia Nocturna, la ausencia de secuelas graves producidas por sus actos, así como otras circunstancias atenuantes, la Inquisición os concede el derecho a elegir castigo. Primera opción: se os condena a morir en la horca, sin menoscabo de vuestros derechos civiles…
El corpulento negro suspiró ruidosamente. El chino y el finlandés tuvieron que sujetarlo de los brazos para que no se desplomara.
—Segunda opción: se os prohíbe la utilización de la magia, desde el día de hoy y hasta el fin de vuestras vidas. Se os concede el derecho a llevar una existencia corriente, como la de cualquier humano, sin la posibilidad de prolongarla o mejorar su calidad por medio de la magia.
Los finlandeses miraban al inquisidor como alelados. Zavulón dejó escapar una risita burlona, pero supo contenerse y recuperar su aire grave.
—¡La segunda… la segunda! —reclamó Juho Mustajoki con voz apagada, mientras sus compañeros asentían.
—¿Alguno de los presentes tiene algo que objetar? —preguntó Vítězslav.
Hesser se incorporó nuevamente.
—Como gesto de buena voluntad, nosotros consideramos que se ha de permitir a los condenados el ejercicio de cierta magia… muy limitada, claro… y que afecte sólo a objetos inanimados.
Daba la impresión de que a Hesser le costaba hablar, como si tuviera que obligarse a mostrar condescendencia hacia los Hermanos de Regin.
—Digamos, por ejemplo —continuó—, encontrar objetos perdidos… alguna cosa pequeña, como una llave o una moneda… ahuyentar moscas… creo que se ha establecido que las moscas son seres inanimados, ¿no es así?… o limpiar el carburador del coche…
El rostro de Vítězslav mostraba a las claras su sorpresa. «¡No entiendo nada!», fue la traducción que hizo Igor de esa expresión.
—La Inquisición no tiene ninguna objeción a esa propuesta —dijo Vítězslav por fin—. ¡Impongan los sellos a los condenados!
Dos de los inquisidores levantaron el brazo derecho. Unos delgados y brillantes hilos de energía partieron de ellos hasta alcanzar a los cuatro condenados. Los sellos fueron estampados de por vida, decretando la autorización para realizar pequeñas acciones de magia. Por esta vez, a los inquisidores se les escapó que la súbita benevolencia mostrada por Hesser escondía un castigo todavía más cruel. Una cosa es estar totalmente desprovisto de poderes mágicos y tener que habituarse poco a poco a la existencia humana, y otra muy distinta es sentir a diario que se es impotente y tener que consolarse con el nebuloso recuerdo de los poderes extinguidos.
De todos modos, los finlandeses no habían reparado en esa circunstancia y dejaron, alborozados, que los condujeran fuera de la sala. Rebosante de emoción, Juho intentó zafarse para ir a estrechar las manos de todos los presentes, pero los inquisidores que lo acompañaban se lo impidieron mediante un par de bien calculados empujones y acabaron sacándolo de allí.
Edgar no daba crédito. Por una parte, se alegraba de que los hermanos Tenebrosos se hubieran salvado de la desintegración, ¡pero era tan alto el precio que tenían que pagar…! Sin duda, el propio Edgar habría preferido la muerte.
—La siguiente cuestión sobre la que deliberaremos no consta en el orden del día distribuido a los convocados —prosiguió Vítězslav cuando los Hermanos de Regin hubieron abandonado la sala—. La Inquisición invita a entrar en el círculo de los acusados al jefe de la Guardia Nocturna de Moscú, conocido por el nombre de Hesser…
Zavulón esbozó una victoriosa sonrisa.
—Y al jefe de la Guardia Diurna de Moscú, conocido por el nombre de Zavulón…
El súbito, aunque leve, desasosiego que reveló el rostro del aludido alegró a Edgar. Sólo había que preguntarse hasta qué punto era estudiado ese gesto.
—La Inquisición formulará una primera pregunta al Gran Mago Hesser —continuó Vítězslav con tono amable, aunque firme—. Hesser, ¿ha practicado usted alguna intervención sobre el Libro del Destino de la aquí presente Gran Maga Svetlana Nazarova con el propósito de forzar a la mencionada Gran Maga a convertirse en la madre de un Mesías Luminoso?
Un silencio de muerte se abatió sobre la sala.
—¿Podría precisar su pregunta, Vítězslav? —pidió suavemente Hesser—. De lo contrario, es probable que me sintiese ofendido.
—No intente eludir la pregunta, Gran Mago Hesser.
—Muy bien… —convino Hesser—. No me esperaba esa acusación, pero intentaré responder al tribunal.
Claro que te la esperabas, pensó Edgar. Ya lo creo que te la esperabas, viejo intrigante…
—En principio, es imposible practicar una intervención como la que presupone la pregunta. Ni siquiera estoy capacitado para ello —dijo Hesser en un alarde de modestia.
Vítězslav pareció molesto.
—Sin embargo, Luminoso Hesser, el Libro del Destino de Svetlana Nazarova…
—Muestra claramente que será la madre de la más grande de todas las Magas de la Luz. De la Mesías de la Luz, para decirlo en términos líricos. —Hesser sonrió satisfecho—. Se trata de una gran alegría para todos los miembros de la Guardia Nocturna de Moscú… y no sólo para nosotros: ¡es una gran alegría para todos los Luminosos de este mundo! Sin embargo, la muy respetada Inquisición ha de saber que esa clase de cosas no se pueden anotar así como así en el Libro del Destino de nadie. Es sencillamente imposible. Ni siquiera con el artefacto que legalmente poseemos en la Guardia Nocturna, y cuya existencia es bien conocida, podría intentarse tamaña operación.
—Pero dígame, ¿se ha practicado alguna intervención sobre el Libro del Destino de Svetlana Nazarova? —insistió el vampiro.
—Sí —admitió Hesser. Y continuó tras hacer una pausa—: Como todos… o casi todos los aquí presentes sabemos, existe la posibilidad de realizar algunas anotaciones en el Libro del Destino, pero al hacerlo se atenta gravemente contra el equilibrio entre la Luz y las Tinieblas. Introducir cambios menores en el destino de un humano es muy sencillo, pero cambiar el destino de un Otro es bastante más complicado. Y cuanto mayor es la fuerza de ese Otro y mayor la envergadura del cambio que se inscribe, mayor es también la conmoción que sufre el equilibrio entre la Luz y las Tinieblas. Calculen, respetables miembros del tribunal, cuán graves serían las consecuencias que acarrearía modificar el Libro del Destino de una Gran Maga anotando que esta dará a luz al Mesías.
La invitación no tuvo el menor eco entre los presentes.
—¡Si alguno de nosotros se atreviera a perpetrar tamaña triquiñuela sería desintegrado de inmediato! ¡Él y todos los Otros que pululan por este mundo! —exclamó Hesser—. ¡Sería barrido sin más! ¡El mundo entero desaparecería de un plumazo! ¿Cómo pueden acusarme de algo así?
—Luminoso Hesser, ¿qué cambios introdujo usted en el Libro del Destino de Svetlana Nazarova?
—¡Tonterías! No me negarán que tengo la obligación de velar por mis subordinados, ¿no? —dijo Hesser, abriendo los brazos con fingido ademán de inocencia—. A veces los envío de viaje a un balneario en Italia… o les organizo un curso para que aprendan a conducir… u otra fruslería por el estilo. Si lo desean puedo presentarles una lista de las cosas que suelo hacer por ellos. Nada del otro mundo, créanme. ¡Pequeños regalos que les alegran la vida!
Vítězslav reflexionó por un instante y exigió más precisión.
—Díganos en qué punto del texto se introdujeron las enmiendas, ¿fue antes o después del nacimiento de la Grandísima Luminosa?
—Creo que antes… —respondió Hesser con una sonrisa.
—Entonces, lo que ha hecho ha sido alterar la fecha del acontecimiento. —Vítězslav no lo preguntaba, sino que estaba pensando en voz alta—. Ha generado la máxima probabilidad de que la futura hija de Svetlana se convierta en la Mesías de la Luz…
—Es probable —convino Hesser—. Pero ¿qué importancia tiene eso? Simplemente, estaba facilitándole la vida a una de mis colaboradoras. ¡Nada más!
—¿No se le ocurrió utilizar otros métodos para mejorar la calidad de vida de Svetlana Nazarova? Regalarle un viaje de turismo, concederle una prima salarial, darle un consejo de amigo…
—Me limité a utilizar lo que tenía a mano —lo interrumpió Hesser, que parecía ofendido de verdad—. Entiendo que la Inquisición se sorprenda de que a veces mate mosquitos a cañonazos… ¡pero no puede culparme de ello!
Los inquisidores volvieron a reunirse en su mudo conciliábulo. Esta vez les llevó cerca de un minuto alcanzar un acuerdo. Edgar sintió que una gota de sudor frío corría por su espalda. Si la Inquisición optaba por enjuiciar a Hesser podría armarse una buena, porque una cosa era dejar prácticamente sin poderes a un cuarteto de magos finlandeses y otra muy distinta desintegrar a un Gran Mago…
—No compete juzgar su actuación —dijo por fin Vítězslav—. Gran Mago Hesser: tras escuchar sus alegaciones, la Inquisición reconoce que usted no ha violado la letra del pacto…
—Ni la letra ni el espíritu —puntualizó Hesser con aspereza.
—Ni la letra ni el espíritu —admitió con desgana el vampiro—. Sin embargo, consideramos que los motivos de sus actos son dudosos y peligrosos…
—Ni un ápice más que el intento de liquidar a Svetlana Nazarova poco antes de su iniciación, perpetrado por la Guardia Diurna de Moscú —lo interrumpió Hesser—. ¿Tienen más preguntas que formularme?
—No. Puede regresar a su asiento —concluyó Vítězslav.
Zavulón había asistido al interrogatorio de Hesser desde un extremo del círculo enrejado. Intentaba pasar inadvertido. Una sombra humilde, gris y anónima… Daba la impresión de que no le había molestado que no se le hubieran presentado cargos a Hesser. A Edgar, en cambio, le preocupaba cada vez más el curso que tomaba la sesión del tribunal.
—Mago de las Tinieblas Zavulón, la Inquisición también tiene algunas preguntas que hacerle —dijo Vítězslav—. ¿Es usted responsable de haber provocado el asalto que perpetró la secta de los Hermanos de Regin?
—Nadie está obligado a declarar contra sí mismo… —dijo Zavulón con voz ronca.
—¿Es una confesión? —preguntó con vivacidad el vampiro.
—No. Sencillamente, le recuerdo lo que establecen las leyes. Usted no tiene derecho a formularme una pregunta en esos términos. Por lo tanto, me niego a responderla.
—Bien. Se acepta la protesta. Gran Mago Zavulón, ¿planificó usted la resurrección del Gran Mago Fafnir, que fuera desintegrado y enviado al Crepúsculo hace más de mil años, con el objetivo de contrarrestar el nacimiento de un Mesías de la Luz?
Zavulón parpadeó, nervioso, y exclamó con tono de sorpresa:
—¿De dónde ha sacado tamaña tontería?
—¿Intentó usted contrarrestar la iniciación de Svetlana Nazarova? ¿Ha perpetrado otras acciones dirigidas contra ella?
—Sí. Y siempre respetando el marco de actuación establecido por el pacto —respondió Zavulón rápidamente.
—¿Qué me dice de Fafnir?
—¿Qué pinta aquí Fafnir? —dijo Zavulón. Miró a Edgar y le guiñó un ojo.
—¿Por qué ha hecho usted venir a Praga a cierto agente de la Guardia Diurna, cuyas características resultan ideales para favorecer la resurrección de Fafnir?
—¡No sé de qué me habla!
—¿Planificó usted equiparar a Fafnir con el Anticristo, a los cuatro miembros de la secta Hermanos de Regin con los cuatro jinetes del Apocalipsis…?
Zavulón soltó una carcajada que prolongó después con risotadas largas y jubilosas, como las que asaltan a quien ha ganado un premio para el que ha tenido que arriesgar mucho. Cuando recuperó la calma, se secó las lágrimas que la risa había hecho brotar y dijo:
—Me admira el sentido del humor de que hacen gala los representantes de la Inquisición. Fafnir era un psicópata y un demente. Lo sé muy bien porque tuve ocasión de tratarlo y, la verdad, lo que menos querría ahora mismo sería volver a encontrármelo. Si de algo estoy seguro es de que el papel de Mesías de las Tinieblas no se le daría a Fafnir por nada del mundo. ¡Es absurdo pensarlo! Le falta nivel, por decirlo de algún modo… Para aniquilar a Svetlana —sonrió con galantería—, sí que probablemente serviría. Pero sería pagar un precio demasiado alto… No creo que valga la pena. Y en cuanto a lo que me dice de esos finlandeses subnormales… ¿cómo los ha llamado? ¿Jinetes del Apocalipsis?
Edgar se sintió como un perfecto idiota. Miró a Vítězslav con expresión de súplica, pero este no parecía dispuesto a ceder.
—Explique a este tribunal por qué dispuso usted la muerte de Alisa Donnikova, una muerte que este tribunal interpreta como un holocausto ritual para favorecer la reencarnación, y por qué encargó a un célebre pintor moscovita los retratos del Mago de las Tinieblas Edgar y el dragón Fafnir.
Zavulón se puso serio.
—¡Comparto con este tribunal el deseo de que se esclarezcan las circunstancias de la muerte de Alisa! Tengo entendido que de eso se tratará a continuación, ¿no es cierto? Y en cuanto a los retratos… —El jefe de la Guardia Diurna de Moscú se llevó la mano al interior de la americana y extrajo dos pequeños cuadros enmarcados, de unos veinte centímetros por treinta. Edgar se reconoció con horror en uno de los retratos. El otro mostraba a un dragón furioso y encabritado—. Esto no es más que un modesto regalo navideño para uno de mis mejores colaboradores. Un mero detalle sentimental de un anciano… —Se acercó a Edgar y le tendió el retrato. ¡Un magnífico retrato, por cierto! Pero a Edgar lo asustaron las palabras que acompañaron la entrega—: ¡Qué bien lo estás haciendo…! —Y Zavulón regresó inmediatamente al centro de la reja circular.
—¿Y qué puede decirnos del segundo retrato? —preguntó Vítězslav.
—Más sentimentalismos… —insistió Zavulón—. Estos Hermanos de Regin me han traído recuerdos del viejo Fafnir… y encargué un retrato para tenerlo presente…
—¿No planificó usted la resurrección de Fafnir? —inquirió Vítězslav.
La seriedad con que Zavulón respondió hacía pensar que estaba siendo completamente sincero:
—Ni se me pasó por la cabeza. Existen caminos mucho más plácidos para llegar al objetivo que nos hemos trazado.
Los inquisidores intercambiaron breves miradas.
—Gran Mago Zavulón —dijo Vítězslav—. La Inquisición se da por satisfecha con sus respuestas. Puede regresar a su asiento. De todos modos, nos gustaría hacerle notar que sus acciones, consideradas en conjunto, resultan bastante ambiguas y, en cierto sentido, peligrosas…
—De acuerdo. De acuerdo —aceptó Zavulón de mala gana, mientras volvía a su sitio—. Cualquier día de estos tendremos que pedir autorización hasta para hurgarnos la nariz…
Edgar se volvió hacia Hesser, preguntándose si la conclusión del interrogatorio a Zavulón había contrariado al viejo intrigante.
No era así. Hesser parecía sereno y escuchaba cada palabra de Zavulón con profundo interés. En realidad, sabía muy bien que el jefe de los Tenebrosos saldría indemne del trámite, pero intentaba desentrañar la estrategia que seguía para hacerlo.
¡Estaba claro que tanto Hesser como Zavulón conocían de antemano todo lo que estaba sucediendo allí!
Edgar intentaba desesperadamente relacionar los pensamientos que se agolpaban en su mente. Y bien… parecía claro que Svetlana estaba llamada a ser la madre del Mesías de la Luz, un Mesías de sexo femenino. ¡Eso sí había sido una sorpresa! Zavulón estaba intentando coartar esa posibilidad, si bien no mediante la reencarnación del Anticristo… Eso no había sido más que una maniobra de distracción en la que Edgar había caído como un niño. Al menos, eso creía él.
Edgar se preguntaba una y otra vez cuál era la clave para desentrañar toda aquella intriga.
—La Inquisición procede ahora a analizar el principal asunto que nos ha convocado hoy aquí. Un asunto que reviste la mayor importancia para la Luz y las Tinieblas —dijo Vítězslav como si se dispusiera a responder a la pregunta que inquietaba a Edgar—. Se trata del caso abierto contra Igor Teplov, mago de tercera categoría que sirve a la Guardia Nocturna de Moscú. ¿Conocen todos los presentes las circunstancias del caso?
Nadie respondió. Era evidente que todos conocían desde hacía tiempo los pormenores del caso.
—En nombre de la acusación, tiene la palabra Antón Gorodetski.
Antón, situado frente a Edgar, levantó la cabeza y dio las gracias con un gesto a Vítězslav.
—Seré breve. Nuestra acusación se basa en premisas bien sencillas: el respetado mago Zavulón envió a Alisa Donnikova al campamento Arte, con pleno conocimiento de que Igor Teplov estaría allí con el objetivo de restablecer sus fuerzas. Con toda probabilidad, Zavulón calculó las líneas de realidad y comprendió que era inevitable que entre Igor y Alisa surgiese… el amor. Un amor trágico y desesperado, porque los amantes militan en bandos opuestos. Un amor que no podía acabar más que en un duelo y la muerte de Igor o Alisa. Quien consiguiera sobrevivir acabaría juzgado por la Inquisición. Ésas son las circunstancias del caso. Acusamos, pues, a Zavulón de la cínica y consciente eliminación… del cínico y consciente intento de eliminación —se corrigió— de Igor Teplov, agente de la Guardia Nocturna de Moscú. Por consiguiente, solicitamos a la Inquisición que retire los cargos que pesan sobre Igor Teplov, a saber, los de violación del pacto y asesinato de Alisa Donnikova.
—¿Eso es todo? —preguntó Vítězslav.
—No. Solicitamos también que se someta a consideración la muerte de un adolescente humano, ocurrida durante el mencionado duelo. Y dado que este fue orquestado por Zavulón…
—¡Protesto! —lo interrumpió Zavulón.
—Se acepta la protesta —dijo el vampiro.
—Y dado que consideramos que el duelo fue orquestado por Zavulón, estimamos que la muerte del adolescente es responsabilidad suya y que Igor Teplov no puede ser inculpado de ella. Eso es todo.
Vítězslav se volvió hacia Zavulón.
—¿Puede responder a esa acusación?
—No. Y ya he explicado mis motivos —dijo fríamente Zavulón.
—Tiene la palabra la defensa.
Edgar suspiró y comenzó su alegato.
—He de confesar que los razonamientos de mi colega me han resultado muy divertidos. Todos ellos ponen en evidencia que esta tarde asistimos al intento de proteger al criminal…
—¡Protesto! —intervino Antón.
—De proteger al acusado —se corrigió Edgar—. Igor Teplov es culpable de haber asesinado a la joven bruja Alisa Donnikova. Su crimen es doblemente horrible, ¡porque Alisa lo amaba! Y eso no es todo. Dominado por su pasión asesina, Igor Teplov segó también la vida del joven Mákar Kanevski. Asesinó a un pobre niño. A un niño humano que gozaba del derecho a la existencia. ¡Pero eso no es todo, señores! Como resultado de la absorción masiva de energía a la que Teplov se dedicó en el campamento Artek, siete de los niños a los que utilizó sufrieron horribles pesadillas durante tres meses enteros. Hemos conseguido establecer dos casos de enuresis crónica. Además, uno de los niños alojados en el campamento, Yuri Semetski, de nueve años, falleció un mes después de su regreso, ahogado en la bañera de su domicilio. No hemos conseguido establecer si su muerte puede considerarse una consecuencia directa de las acciones perpetradas por Igor Teplov… ¡un Mago de la Luz! —Edgar miró directamente a Igor por primera vez desde que había tomado la palabra. El rostro del acusado era impenetrable. No transmitía emoción alguna. Parecía de piedra—. Los Luminosos pueden continuar lanzando sus absurdas acusaciones —continuó—. Carecen de pruebas y son incapaces de aportar el menor elemento que explique qué habría podido mover a la Guardia Diurna a sacrificar a una de sus más jóvenes y prometedoras brujas con el único objeto de eliminar a un Mago de la Luz de tercera categoría que no destaca precisamente por su talento… ¡Allá ellos con su conciencia! Lo único que pedimos a la Inquisición es que sepa dictar una sentencia justa y castigar al verdadero culpable de la violación del pacto. —Respiró hondo y comenzó a concluir su alegato—: Hemos escuchado hasta la saciedad esa historia de que los Magos de la Luz que han cometido una acción reprobable desde el punto de vista ético se desintegran voluntariamente, porque el peso de la vergüenza los arrastra hacia el Crepúsculo… Hemos tenido que oír ese cuento innumerables veces. Sin embargo, no he tenido ocasión de ver ni un solo caso en que un Luminoso proceda de acuerdo a la leyenda. En este , seguramente será porque Igor Teplov considera que el asesinato de una joven que lo amaba y la muerte o los sufrimientos de tantos niños humanos son acciones que se pueden enmarcar en la ética que profesa.
Edgar había concluido su intervención.
Los inquisidores intercambiaron miradas y Vítězslav retomó la palabra.
—¿Alguna de las partes tiene pruebas que presentar ante el tribunal?
Hesser no dijo nada. Zavulón preguntó, sorprendido:
—¿Y por qué hemos de ser nosotros quienes demuestren que esas acusaciones son absurdas? ¡Que sean ellos los que prueben que todo ese galimatías contiene siquiera una pizca de verdad!
—La Inquisición ha escuchado a las partes —dijo el vampiro—. Acusado, ¿quiere añadir algo?
Igor Teplov asintió.
—Sí. Reconozco que mis acciones no estuvieron del todo justificadas… y lamento sus consecuencias. Yo… yo… —Igor se enredaba, incapaz de proseguir hablando con claridad—. Yo apreciaba a Alisa Donnikova, pero cuando descubrí que era una bruja Tenebrosa me sentí desquiciado. No os pido clemencia. En mi fuero interno, ya he dictado sentencia. Sin embargo, quiero decir algo… —Se volvió hacia Zavulón—. ¡Tú eres el asesino! ¡Tú enviaste a Alisa a la muerte! Y es por eso por lo que debo permanecer con vida: para que no te salgas con la tuya, ¡miserable!
Zavulón se limitó a abrir los brazos.
—¿Puede aportar alguna prueba?
Igor negó con la cabeza.
—Este tribunal es plenamente consciente de la importancia del asunto que tratamos aquí —dijo Vítězslav—. Y a pesar de que ninguna de las partes ha aportado pruebas, la Inquisición considera necesario establecer la identidad del verdadero culpable. Por lo tanto…
Edgar vio que Zavulón esbozaba una triste sonrisa.
—Por lo tanto, la Inquisición proseguirá el interrogatorio a los testigos. Alisa Donnikova será sometida a una resucitación provisional.
—¡Protesto! —gritó Zavulón, poniéndose de pie—. ¡Este caso no reviste tanta importancia como para violar la paz de los difuntos!
—Se rechaza la protesta. La Inquisición pide a Anna Lemesheva, presente aquí a solicitud nuestra, que avance hacia el centro de la sala. Su cuerpo será utilizado para encarnar provisionalmente a Alisa Donnikova.
Lemesheva intentó protestar, pero antes de que consiguiera articular palabra se vio flanqueada por dos contundentes inquisidores, que trabajaban como auxiliares del tribunal, quienes la llevaron hacia el centro de la sala.
—Todos los gastos energéticos de este proceso correrán a cargo de la Guardia Nocturna de Moscú y no le serán reintegrados, cualquiera que sea el resultado de este —continuó Vítězslav—. Gran Mago Hesser, ¿cuenta usted con la necesaria reserva de fuerza?
Hesser se puso de pie.
—Sí. Cuento con esa reserva.
Edgar sintió de pronto que se le escapaba el hilo de aquella trama, que había conseguido seguir hasta el momento. Porque ¿qué importancia podía tener Igor Teplov para que Zavulón sacrificara a su amante y Hesser entregara una cantidad de fuerza descomunal?
—Puede comenzar, Hesser —ordenó Vítězslav. Y advirtió—: Cualquier intento de sabotear el proceso será castigado con la muerte inmediata y definitiva.
Algunos de los inquisidores se adelantaron, mientras Hesser avanzaba hacia Lemesheva, quien volvió a chillar antes de quedar súbitamente inmóvil con sus ojos vidriosos fijos en el Mago de la Luz.
El espectáculo que se desató en el centro de la sala obligó a Edgar a entornar los ojos. Era tal la concentración de energía allí que le resultaba imposible mirarla. Los inquisidores que participaban en el proceso levantaban una barrera mágica tras otra en torno a Hesser y Lemesheva, y Edgar sentía que caían sucesivamente bajo la presión de una fuerza inusitada. También era testigo de los espasmos del Crepúsculo, a medida que el derroche energético iba hendiéndolo y atravesando las capas que tanto conocía y aquellas cuya existencia jamás había sospechado. ¡Y eso que se trataba de una reencarnación apenas temporal! ¿Cómo sería entonces el proceso de reencarnación definitiva?
La tempestad por fin amainó. Hesser retrocedió lentamente.
Y sólo quedaron tres Otros en el centro de la sala: el inquisidor Vítězslav, el Mago de la Luz Igor Teplov y la bruja Tenebrosa Alisa Donnikova.
Una Alisa sacudida por la tos y unos estremecimientos incontrolables, que se sujetaba la garganta con las dos manos.
Edgar sintió que el miedo lo calaba hasta los huesos. Ignoraba qué les ocurría a los Otros que se hundían sin remedio en el Crepúsculo. Ni quería saberlo. Ahora tenía ante sí a una Alisa que volvía desde aquel mundo como si lo hiciera en el instante mismo en que había cesado su existencia en el mundo ordinario. Intentaba llenar nuevamente de aire los pulmones, todavía llenos de agua de mar, y resistirse a la enorme presión que Igor Teplov ejercía sobre ella, todo lo cual le producía un enorme dolor.
—Alisa Donnikova —la llamó el vampiro con voz vacilante. La reencarnación es un proceso que se presencia muy pocas veces en la vida—. Usted ha sido sometida a una reencarnación provisional. Ahora se encuentra en la sede del Tribunal Europeo de la Inquisición, en Praga. ¿Comprende lo que le he dicho?
Alisa Donnikova, que ya conseguía permanecer erguida y dominar los ahogos, miraba fijamente a Igor Teplov. Y sólo a él.
—¿En Praga? ¿Y por qué aquí? —preguntó Alisa. Respiraba agitadamente y aspirando profundas bocanadas de aire, como si el húmedo aire que llenaba aquella antigua estancia no la saciara.
—Ese dato es irrelevante, Alisa Donnikova. La hemos traído a nuestro mundo en calidad de testigo. De lo que usted declare hoy aquí dependen muchas cosas.
—¿Y podré… quedarme aquí? ¿Podré permanecer aquí para siempre? —preguntó Alisa.
El diálogo que mantenía con el inquisidor no había hecho apartar la mirada de los ojos de Igor Teplov ni por un instante.
—No —respondió el vampiro con gélida sinceridad—. ¿Responderá voluntariamente a las preguntas que se le formularán?
Alisa asintió con la cabeza con desesperado orgullo.
—Sí, inquisidor. Lo haré. Pregunte. —Sus ojos, como antes, seguían fijos en Igor.
—Las preguntas conciernen al duelo que mantuvo usted con el aquí presente Igor Teplov, Mago de la Luz. ¿Le retó este a duelo de acuerdo con el reglamento establecido para ello?
—Sí.
—¿Se le concedió a usted la posibilidad de renunciar al duelo y marcharse?
—Sí.
—Díganos, Alisa, ¿culpa usted de su muerte al aquí presente Igor Teplov?
Alisa sonrió. Sin volverse, movió lentamente un brazo hasta señalar directamente a Zavulón.
—No.
Su mirada no se apartaba de Igor.
—¿Desea usted presentar cargos contra su… oponente?
Alisa se limitó a negar con la cabeza.
—Alisa Donnikova, ¿puede usted acusar a alguno de los presentes de haber provocado el triste incidente que la condujo a la muerte?
—Fue Zavulón —respondió Alisa con absoluta ecuanimidad—. Fue él quien urdió toda la operación.
—¡Cobarde! ¡Imbécil! —estalló Zavulón—. Pero ¿qué me estás haciendo, bruja? ¡No te reencarnarán por mucho que les ofrezcas!
Sólo entonces Alisa se volvió hacia Zavulón. Fue apenas por un instante, pero bastó para que el jefe de los Tenebrosos callara de inmediato.
—¿Es que se te ha olvidado, Zavulón, cuáles fueron tus palabras cuando me estaba ahogando y te llamé?
—Eres tonta y vengativa —replicó Zavulón, más sosegado.
Alisa negó con la cabeza y volvió a mirar a Igor.
—La venganza no tiene nada que ver con esto —dijo con tono de burla—. Es el amor, Zavulón. También el amor es una gran fuerza…
—La Inquisición no tiene más preguntas —la interrumpió Vítězslav—. Señores, considero que prolongar esta escena es indigno de los Otros. Se le retira a Igor Teplov el cargo de violación del pacto que pesaba sobre él. En cuanto a Alisa Donnikova, ya puede… volver al Crepúsculo.
Como en un sueño, Edgar vio levantarse a Hesser. Un Hesser vencedor y exultante. También vio a un Zavulón encogido, derrotado.
Sólo cuando los rostros de ambos Grandes Magos se estremecieron simultáneamente, Edgar volvió la vista hacia el centro de la sala.
Alisa Donnikova se estaba desvaneciendo. Su cuerpo cambiaba, se fundía, se hundía en el Crepúsculo, igual que una sombra leve, incorpórea. Entretanto Lemesheva, desmadejada, se arrastraba hacia los pies de Zavulón.
Pero también Igor Teplov se estaba desvaneciendo.
Se hundía en el Crepúsculo.
Era la primera vez que Edgar asistía a la desintegración de un Mago de la Luz. A una desintegración voluntaria, claro, sin que mediara un duro combate, gritos ni flujos de fuerza.
En el último instante, convertido ya en una sombra incorpórea, Igor Teplov se volvió hacia sus compañeros. Su mirada expresaba culpabilidad. Entretanto, Hesser miraba con pesar la reja sobre la que había estado parado Igor.
—¿Qué dices ahora, eh? —le gritó Zavulón—. ¡A ver! ¿Dónde está el tutor? ¿Dónde está el único Otro capaz de educar al Mesías de la Luz? —Soltó una carcajada y dio una palmada a la cabeza de Lemesheva, arrodillada a sus pies. Después se dirigió a los inquisidores—: Sí. Es cierto que se trató de una operación de la Guardia Diurna. Como también lo es que no violó los presupuestos del pacto. Hemos intercambiado dos piezas equivalentes: Alisa Donnikova e Igor Teplov. ¿Tienen algo más contra nosotros?
—Por parte de la Inquisición, nada más —respondió el vampiro estirando las palabras, y se pasó la mano por la mejilla antes de continuar—: Considerando todas las circunstancias aquí reveladas, la Inquisición estudiará la posibilidad de restituirle las fuerzas a Svetlana Nazarova en breve. No obstante… lo haremos en otra sesión. Se autoriza a todos los presentes a abandonar la sala.
Svetlana fue la primera en abandonar su asiento. Y fue directamente hacia Zavulón. Quedaron por un instante frente a frente, y Edgar tuvo la certeza de que ella lo golpearía.
Pero no lo hizo. En cambio, lo que hizo fue decirle unas palabras. Después se volvió bruscamente y se marchó.
Edgar salió a duras penas del cubículo en que había permanecido durante toda la sesión. Las piernas apenas lo sostenían. Estuvo a punto de tropezar con Hesser, que se encaminaba también hacia la salida, pensativo. Ahora era él quien mostraba un ligero aire de derrota, que lo tenía absorto. Antón apareció de pronto impidiendo que tropezaran.
—¿Y ahora qué? ¿Qué pasará con la hija de Svetlana? ¿Será una Otra, aunque no se convierta en Mesías de la Luz?
Hesser asintió.
—Pero ¿por qué? —preguntó Antón, confuso—. La propia Svetlana…
—Una cosa es ser una Gran Maga y otra muy distinta educar a una Gran Maga —dijo Hesser con voz cansada—. Son cosas diferentes, créeme. Hasta ahora… no consigo encontrar otra pieza que iguale a Igor en ese sentido. ¡Y no sabía que se había enamorado de la bruja hasta ese punto! De haberlo imaginado, habría buscado por otro lado.
—¿De quién será la niña? —preguntó Antón—. De Svetlana y… ¿de quién más?
Hesser se volvió hacia él con rabia.
—¿Que de quién? Si no te quedas aquí parado como un imbécil, dándole la tabarra a este viejo idiota, y vas a buscar a tu mujer, ¡la niña será tuya!
Antón asintió y se encaminó rápidamente hacia la salida. Edgar también tenía un par de preguntas que hacerle a Hesser, pero le bastó con captar la mirada que le dirigió el Gran Mago para abstenerse de correr el riesgo de importunarlo. Se volvió y avanzó sobre las losas de mármol gris que señalaban el sector destinado a los inquisidores, una cuña que dividía las mitades blanca y negra de la sala.
Los inquisidores ya se ponían sus gabardinas. Uno de ellos le arrojó la suya a Vítězslav, abrió un portal y desapareció por él. Los demás iban abandonando la sala por la puerta, confundidos con los Otros que habían asistido a la sesión.
El vampiro reparó en Edgar.
—¿Por qué no te la pruebas? —propuso tendiéndole la gabardina gris.
—No sé si casará con mi estilo —respondió Edgar.
—Quién sabe. Pero vale la pena intentarlo. ¿O es que te dispones a regresar a Moscú?
Edgar recibió la estrujada gabardina gris con extremo cuidado. Incómodo, preguntó:
—Perdóneme, pero… ¿qué le dijo Svetlana a Zavulón?
—Tener buen oído es un requisito indispensable para todo inquisidor —dijo el vampiro, y esbozó una sonrisa que más parecía una mueca—. Poca cosa. De hecho, yo no me atrevería a calificar sus palabras de maldición, porque ya se sabe que a los Luminosos no se les da nada bien maldecir… «Ojalá nadie vuelva a amarte jamás». Eso le dijo.
Edgar asintió con la cabeza, se encogió de hombros y concluyó:
—¡Maldita falta que hace!
Moscú-Nikolaev-Lazurne
Junio-octubre de 1999