5
Raivo se paseaba por la habitación del hotel haciendo gala de unos ademanes y un ímpetu que le eran totalmente ajenos.
—Aún así, sé que nos esperan contratiempos. ¡Y grandes! No podemos contar con el apoyo de la Guardia Diurna, sea la de Moscú, Praga, Helsinki o de donde sea.
—Pero aquel Tenebroso prometió que nos ayudaría —observó Ari.
Raivo frunció el entrecejo y abrió los brazos en gesto teatral.
—¡Nos prometió! Claro, claro. ¿Recuerdas a quiénes prometieron a los Hermanos que resucitarían a Fafnir?
—En mi opinión —observó Juho en voz baja, era mucho más razonable servir a la sublime causa de la resurrección de Fafnir que resucitarlo de veras…
Un silencio sepulcral siguió a sus palabras.
—¿Cómo te atreves, Juho? —dijo al fin Ari en claro tono de reproche—. ¿Cómo puedes decir que…?
—¿Y por qué no? La época de los magos que actuaban sin reglas ha terminado hace mucho tiempo. ¿Qué quieres? ¿Que se produzca un cataclismo global?
—Pero nuestros…
—¡Nuestros decrépitos guías perdieron la cabeza! ¡Por eso creyeron en promesas vanas! Y ahí los tienes… Todos murieron en Berna. ¡Raivo tiene razón! ¡Nadie va a mover un dedo por nosotros! ¡Nadie nos devolverá los muertos! Pasi creyó en ellos. ¿Dónde está ahora nuestro Pasi? ¡Hesser lo desintegró en el Crepúsculo! ¡He ahí dónde está!
De pronto, comenzó a sonar el teléfono. Juho levantó el auricular con la expresión de contrariedad de quien ha sido interrumpido en medio de un discurso.
—Dígame.
Apenas un instante después, se puso en pie de un salto, derramando una copa con cerveza checa.
—¿Eres tú? ¿Tú? Pero… ¿desde dónde llamas? ¿Qué?
Juho estuvo escuchando alrededor de un minuto. Su rostro se fue iluminado poco a poco, aunque sin perder la inicial expresión de incredulidad. Era la expresión que suele dibujarse en el rostro de quien ya sólo espera malas noticias y ha conseguido inocular su pesimismo a todos los que le rodean, y recibe, de pronto, una noticia magnífica. Juho dejó caer el auricular por fin, se volvió hacia sus colegas y dijo:
—Hermanos…
Antón no conseguía acabar de decidir si habían abierto por gusto la segunda botella de vodka o si, por el contrario, habían tenido una buena idea haciéndolo. Por una parte estaban consiguiendo deshacer la madeja y comprender la situación en que se hallaban metidos, pero por otra cada vez les costaba más concentrarse y seguir una línea lógica. Igor, por ejemplo, se había dejado ganar por el escepticismo y no había manera de que comprendiera los argumentos de Antón.
—¡Todo tiene que encajar, Igor! —clamaba Antón—. ¡Basta que un elemento no se ajuste a este esquema tan complejo para que todo se derrumbe! Tuvo que haber una causa. ¿No será que te interpusiste en la realización de algún plan de Zavulón?
—¿Yo? ¡Qué va, hombre! —protestó Igor con una amarga sonrisa—. Yo soy un agente del montón. De tercera categoría… de segunda, en contadísimas circunstancias… y carezco de perspectivas de superación y de habilidades especiales. Yo no habría podido resistir los embates del Espejo. De verdad, no sé qué decirte, Antón.
—Pero alguna suposición tendrás, ¿no? —farfulló Antón. Después, volvió a llenar las copas, se quedó quieto un instante y preguntó—: Dime una cosa, Igor: ¿tú has tenido algo con Svetlana?
—No —contestó Igor con decisión—. Claro que no. ¿Cómo se te ocurre algo así? No hemos tenido nada, ni lo tenemos, ni lo tendremos. Oye, y si lo que estás pensando es que se esperaba que yo fuera el padre del futuro Mesías… —No acabó la frase, ahogado por la risa.
—Es que se me ha ocurrido de pronto… —se disculpó Antón, sintiéndose un perfecto idiota.
—Vamos, Antón, ¡no me vengas con que se te ocurrió de pronto! ¡Estás celoso! Date cuenta de que estamos hablando de algo que no tiene nada que ver con los métodos de reproducción humana. Si el Libro del Destino de Svetlana ha sido reescrito para convertirla en la madre del nuevo Mesías, estamos hablando de materias extremadamente sensibles, de la energía de la Luz y las Tinieblas, de la esencia misma de la creación. ¿Qué importa, entonces, quién es… —Igor se interrumpió por un instante, pero se atrevió a continuar—: quién es el padre biológico? ¡Ni siquiera depende de la propia Svetlana! Lo que dices es una tontería. Una tontería en toda regla. Si alguien preocupaba a Zavulón, era Svetlana. Nadie más.
—Entonces no le encuentro sentido a que te apartasen…
—Yo tampoco. Pero algún sentido tendrá…
Bebieron en silencio, sin entrechocar las copas, y volvieron a fija la vista en la garabateada cartulina, como si hubieran recibido una orden.
—¡Partamos de esa premisa! —dijo Antón, percatándose de que el alcohol comenzaba a afectar a la claridad de su voz—. Tenemos que hace año y medio Hesser y Olga se ocuparon de reescribir el destino de Svetlana, ¿no es cierto? Y ahora Svetlana tiene la misión de dar a luz al Mesías, ¿no es así?
—Todo parece indicar que sí.
—Y Zavulón intentó destruirla ayudándose del Espejo, pero fracasó…
—Así es.
—Bien. Por ahora dejemos pendiente tu papel en todo esto… ¿Cuál podría ser el próximo paso de Zavulón? ¿Qué va a hacer ahora que Svetlana ha sido despojada de todos sus poderes mágicos y está indefensa?
—¡No está indefensa! —protestó Igor señalándolo con un dedo amenazador—. ¿Qué te crees? Estoy seguro de que le han preparado una defensa acorde con la ley. Además, ten en cuenta que atacarla representaría una violación del pacto, así que los Tenebrosos no se atreverán a hacerlo. Quieren demasiado su propio pellejo. A nadie le gusta acabar desintegrado…
—¿Cuál podría ser la respuesta que preparan? Sólo se me ocurre…
—La venida del Anticristo. Sólo él puede contrarrestar la llegada del Mesías.
—¡Y la humanidad está esperando la llegada del Anticristo con la misma pasión que espera la del Mesías! —exclamó Antón—. ¡Todo por culpa de la cultura de masas!
—¿Tienes una Biblia? —preguntó inesperadamente Igor.
—¿Que si llevo una Biblia conmigo, dices? ¡Por supuesto que no!
—Espera un instante… —Igor fue hasta la estancia contigua con paso rápido, aunque no muy firme. Regresó con un grueso tomo. Mirando a Antón con cierta incomodidad dijo—: Naturalmente, soy ateo. Pero la Biblia… ya sabes…
—Igor —lo interrumpió Antón colocando la mano sobre el libro—, la Biblia no va a ayudarnos. ¿Qué tal si nos valemos de la lógica?
—De acuerdo, aceptó Igor, apartando aliviado las Sagradas Escrituras.
—Zavulón tampoco quiere morir. Por lo tanto, confío en que esté buscando provocar el Apocalipsis. Lo que quiere es una pieza que sea equivalente a un Mesías de la Luz.
—Fafnir… —conjeturó Igor—. ¿Fafnir?
—Un Mago de las Tinieblas muy poderoso… —convino Antón—. ¡Pero no es el Anticristo!
—¡Seiscientos sesenta y seis! —Igor se revolvió en su asiento—. ¡Calcula la suma de las letras que conforman el nombre de Fafnir! ¡Vamos!
—No recuerdo cómo se escribe Fafnir en alfabeto latino. Pero si le damos los valores de las letras en el alfabeto ruso… —Antón calculó rápidamente—. ¡Ochenta y ocho! Falta bastante para llegar a seiscientos sesenta y seis…
—¡Pero tendrás que admitir que el ochenta y ocho es un número bastante curioso! —Igor miraba a Antón con los ojos encendidos—. ¡Piénsalo por un instante! ¡Ni ochenta y siete ni ochenta y nueve! ¡Exactamente ochenta y ocho! ¿No es sospechoso?
—Sí que lo es… —convino Antón. Y, en efecto, comenzaba a detectar algo raro en aquel número—. Y es muy probable que sea posible resucitar a Fafnir, sacarlo del Crepúsculo… Aunque…
—No sólo resucitarlo —precisó Igor—. Todo lo que está sucediendo tiene su correlato en lo que está sucediendo con los humanos, ¿no es cierto? En esa espera febril que los domina. En su disposición a creer en lo que sea. Por lo tanto, si la resurrección de Fafnir se presenta en la forma adecuada, ¡el díscolo mago les parecerá un Mesías a la inversa!
—¿Qué quieres decir?
—Pues… aquello de los cuatro jinetes del Apocalipsis… el monstruo que sale del mar…
De pronto, Igor abrió los ojos como platos.
—Antón… ¿sabes dónde se supone que está enterrado Fafnir? ¡En el mar! ¿No será que las muertes de Alisa y aquel niño… Mákar… se produjeron en el mar porque se trataba de una especie de ofrenda, de sacrificio…? Eso podría ser un anuncio de la aparición de las fuerzas de las Tinieblas…
Antón sacudió la cabeza y se enjugó la frente sudorosa.
—Escucha, Igor: ¿no crees que hemos bebido demasiado? A ver… estoy de acuerdo contigo en que Hesser planea utilizar… puede utilizar a Svetlana para que engendre al nuevo Mesías… que será, en cierta medida, una reencarnación de Cristo… o un hechicero dotado de una fuerza inédita… Todo parece indicar que es así. Y también parece cierto que Zavulón intentará contrarrestar esa jugada creando una pieza que iguale en fuerza a la de Hesser… ¡Pero sería una gran temeridad que pretenda apelar al Armagedón, la Biblia o cualquier otra figura religiosa!
—¡Da igual! ¡Estamos en vísperas del año 2000! —dijo Igor casi a gritos—. ¿Entiendes lo que eso significa? ¡Da igual lo que tramen los magos! La gente, prisionera de sus propios sueños y miedos, creará su propia realidad. Las piezas que se asomen al tablero tendrán las características que se espera de ellas. ¡Vamos!
—¿Adónde?
—Al restaurante. Por más vodka.
Antón miró la botella y suspiró. Era cierto. Estaba vacía.
—Llamemos mejor para que nos la suban a la habitación.
—No, déjalo. Me apetece dar una vuelta.
Antón se levantó y se guardó el amuleto.
—Está bien. Vamos —dijo.
No había nadie esperando frente a los ascensores. Sin embargo, estos tardaban en llegar. Igor se apoyó contra la pared y continuó hablando:
—Ya verás todo lo que puede hacer Zavulón. En cuanto se saque de la manga la Uña de Fafnir…
—Pero ¿cómo?
—¡Ya se las apañará! Si la robaron una vez, sabrán hacerlo también una segunda. Después desatarán la magia y escenificarán toda la mitología popular del Apocalipsis. La plaga de langostas, la estrella Ajenjo, los cuatro jinetes…
—Me cuesta imaginar a Zavulón llevando a cuatro caballos embridados.
—¡No le hacen falta los caballos! —Igor frunció el entrecejo—. Conoces las posibilidades de la magia de la similitud tan bien como yo. Se toma, por ejemplo, a cuatro personas… o, mejor aún, a cuatro Otros de las Tinieblas. Uno asiático: ya tienes el caballo rojo; otro negro: ya tienes el caballo negro; un tercero, europeo: ya tienes el caballo amarillo… y por último a un escandinavo, que monte el caballo blanco. Después, los sientas sobre caballitos de juguete y asunto concluido.
Las puertas del ascensor se abrieron y Antón enmudeció ante la visión de los asustados Hermanos de Regin. Allí estaban los niños adoptivos de la secta: un negro, un chino y un ucraniano. Claro… era natural que se alojasen en un hotel, porque también ellos debían declarar ante el tribunal de la Inquisición. Como quien observa una escena a cámara lenta, Antón pensó que el cuarto de los hermanos era, precisamente, escandinavo. Y se alegró de que lo hubiesen desintegrado.
Igor, asaltado por la misma idea, farfulló:
—Sólo son tres…
Ajeno al curso de sus pensamientos, las puertas del ascensor comenzaron a cerrarse, pero Juho Mustajoki adelantó una pierna, interceptó el haz de luz de la célula fotoeléctrica, y las puertas volvieron a abrirse entre espasmos.
—Quiero agra… de… cer a la Guardia Nocturna de Moscú —dijo inesperadamente. Apenas lograba controlar su nerviosismo—. Ha sido un gesto muy humano.
—¿De qué hablas? —preguntó Antón.
—El haberse apiadado de Pasi Ollikainen. Valo… Valoramos mucho que siga con vida.
—¿Dónde está? —inquirió Antón.
—Allá abajo, en el bar… —respondió Juho sin poder ocultar la sorpresa que le había producido la pregunta de Antón.
—Los cuatro jinetes —dijo Igor, desconsolado—. ¡Cuatro caballos! ¡Y cuatro jinetes!
Mustajoki retrocedió y cambió una mirada de incertidumbre con sus compañeros.
—¡Todo coincide! —dijo Igor en cuanto los Hermanos de Regin los dejaron solos—. ¿Lo ves? El círculo se está cerrando…
—Estate quieto un momento… —Antón se concentró un instante para recordar los movimientos necesarios. Después levantó la mano derecha, la pasó lentamente por delante de la cara de Igor y dio un súbito tirón hacia abajo y otro hacia arriba con los dedos doblados y unidos por las yemas formando una especie de capullo.
—¡Serás cabrón…! —dijo Igor con voz temblorosa, y echó a correr hacia su habitación.
Antón lo siguió lentamente. Al entrar, buscó la espalda de Igor doblada sobre el inodoro y se encaminó hacia ella a través del Crepúsculo. Igor sollozaba.
El conjuro para recuperar la sobriedad es bastante sencillo. El problema es que su administración resulta extremadamente desagradable para el destinatario.
Unos dos minutos más tarde, Igor salió del cuarto de baño. Tenía el cabello mojado, los ojos hundidos y una palidez de muerte.
—Pareces el jinete blanco —dijo Antón—. Ahora me toca a mí…
Igor hizo los pases necesarios con placer manifiesto, y esta vez fue a Antón a quien le tocó hundir la cabeza en el inodoro. Unos minutos más tarde, abandonaba el baño tras lavarse la cara y beber unos sorbos de la horrible agua que salía del grifo. Igor, que estaba eliminando las últimas huellas de la juerga alcohólica, lo miró y dijo en tono de burla:
—Y aquí tenemos al jinete negro…
Antón se arrastró hasta la nevera y sacó un par de botellines de agua mineral, le quitó la tapa a uno y se dejó caer en una butaca, mientras bebía con avidez. Igor le arrancó de las manos el segundo botellín. Permanecieron unos instantes bebiendo sin pronunciar palabra, hasta que Igor rompió el silencio.
—Nos hemos pasado de rosca… —admitió con tono de culpa.
—¡Y la de tonterías que no hemos inventado! —exclamó Antón, y dio un puñetazo en la mesa—. ¡Debería darnos vergüenza!
—Es que todo parecía tan lógico… —dijo Igor, apenado—. Esos malditos Hermanos de Regin… Por cierto, ¿cómo es eso de que el cuarto aún vive?
—Pues que ha vuelto… —Antón abrió los brazos en señal de impotencia—. Lo único que yo sabía es que Hesser lo había perseguido por el Crepúsculo y que había conseguido darle alcance…
—E hizo bien. ¿Por qué ibas a dar muerte a un sospechoso? Lo que hizo fue entregarlo a la Inquisición, tal vez en el propio Crepúsculo… Escucha una cosa, Antón: ¿no será que estábamos en lo cierto?
—¿Qué dices? ¿Es que no se te ha pasado la borrachera o qué? —le recriminó Antón.
Igor dejó escapar un hondo suspiro.
—No es eso, no. Es que… ¡diablos, si ya no puede uno ni emborracharse en paz! Tienes razón. A Zavulón no se le va a ocurrir traer a un antiguo y díscolo mago desde el fondo del Crepúsculo. ¿Qué ganaría con eso? Y mucho menos se va a meter a perpetrar el fin del mundo o a pasear al Anticristo…
—Francamente, tampoco creo que Fafnir dé la talla como Anticristo —apuntó Antón—. No, no da la talla. Le falta bastante de lo que hay que tener.
—¿Quieres decir que todas nuestras conjeturas no son más que puro delirio?
Antón examinó nuevamente la cartulina con que habían estado trabajando. Estaba cubierta de manchas de grasa dejadas por los embutidos y círculos húmedos allí donde habían apoyado las copas. ¿Cómo la habían ensuciado tanto, se preguntó Antón, si habían trabajado tan cuidadosamente?
—Me temo que nuestras conjeturas en relación con Svetlana son acertadas. En cuanto al resto… ¿Por qué armamos tanto revuelo con el número ochenta y ocho? ¿Qué hay de místico en esa cifra?
—Bueno… es un número tan… redondo. Además, tiene aquello de que es el mismo aunque lo leas al revés… —Igor se echó a reír—. Tienes razón. ¡Es una tontería como una casa!
Antón recogió un rotulador que había caído al suelo y tachó el círculo que contenía a los Hermanos de Regin.
—Estos están fuera del juego —dijo—. Ya han cumplido su misión: alimentar al Espejo con la fuerza de la Uña de Fafnir. Lo que debe interesarnos, Igor, es esto —concluyó, señalando el círculo que rodeaba el nombre del propio Igor.
—Ya me gustaría creer que tengo alguna misión especial que cumplir en todo esto —dijo Igor con un suspiro—. Y más me gustaría pensar que he jodido a Zavulón y a la Guardia Diurna lo bastante para que tengan algo muy serio contra mí. Pero, si me preguntas de qué se trata exactamente… —Igor abrió los brazos en señal de impotencia.
—Tú eres la clave de esta partida, Igor —dijo Antón—. ¿Lo comprendes? Si descubrimos por qué quiere eliminarte Zavulón y cómo puede ayudarlo eso a desactivar a Svetlana, conseguiremos ganarla. Y si no logramos desentrañar ese misterio, la perderemos.
—No te olvides del otro jugador, Hesser, quien, por cierto, vendrá a Praga mañana.
—Ojalá podamos resolver esto sin que él meta la mano. —Antón advirtió el tono de irritación que se le había escapado—. Las soluciones de Hesser suelen ser demasiado… globales.
Edgar se sirvió un poco del champán que había sobrado de la noche anterior, bebió un sorbo con el ceño fruncido y pensó: «A estas horas de la mañana sólo beben champán los aristócratas o los degenerados. Y tú, querido, la verdad es que no tienes pinta de aristócrata…».
Los agentes de la Guardia tienen la inveterada costumbre de no abandonar jamás el curso de sus pensamientos, cualquiera que sea la situación en que se encuentren. Fiel a ese hábito, Edgar continuó analizando la partida, incluso mientras gozaba de sus placeres nocturnos. Así, no dejó de preguntarse ni un instante por los planes que estarían urdiendo los jefes de las Guardias de Moscú para la inminente Navidad, sin que, por cierto, ello restara un ápice de placer a sus afanes amatorios.
Y bien…, pensaba, ¿qué tenemos? Hay que desmontar hasta el último elemento para analizar la cuestión con todo detalle.
En efecto, ¿qué podía ganar Zavulón con todo aquello? Edgar pensó que lo mejor sería hacer un modelo de la situación para extraer las conclusiones.
El tribunal, al que habían sido convocados miembros de ambas Guardias. No se trataba de los principales, pero tampoco eran nada desdeñables. Dos magos, ambos de entre los diez más fuertes de su bando. Edgar y Antón. Seguramente también asistirían observadores. Sin duda, durante la sesión del tribunal ninguno de los dos bandos se atrevería a emprender acción alguna, sino que por el contrario se limitaría a arrancar ventajas a la indiferente y desapasionada Inquisición.
¿Indiferente? ¿Permanecería verdaderamente indiferente la Inquisición? En cuanto a que era desapasionada, Edgar no albergaba dudas. Hacía demasiado tiempo que era un Otro para no saberlo. Jamás había tenido ni la más leve sombra de sospecha respecto a las acciones y el comportamiento de la Inquisición. Los servidores del pacto siempre se habían comportado con frialdad y eficacia. Alguien apuntó alguna vez, y con razón, que los juicios de la Inquisición no buscan establecer quién es inocente o culpable, sino que se limitan a castigar a quienes hayan violado el pacto. Ésa era la piedra angular de la visión del mundo que compartían los inquisidores, y Edgar, que había llegado hacía mucho tiempo a esa conclusión, aún no alcanzaba a comprender por qué los inquisidores actuaban precisamente así y no de otra manera.
¿Conocerían ese secreto los Grandes Magos? ¿Lo conocerían Hesser y Zavulón?
Y bien, ¿qué más? El Mago de la Luz Igor Teplov podía terminar (ojalá que no) absuelto, o condenado por el tribunal. En el primero de los casos, la Guardia Nocturna de Moscú conservaría a un buen mago de tercera categoría, cuya fuerza y experiencia suplían con creces la imposibilidad que padecía de sumarse al combate. Edgar conocía bien a Teplov porque había tenido ocasión de enfrentarse con él, aunque superficialmente, incluso antes del duelo en el norte de Butovo. Fue justo después de acabada la guerra, en el célebre incidente conocido como «Cenizas de Belozersk». Por aquellos años, los agentes de las Guardias de Moscú y Tallin actuaban en los destinos más inesperados, como era el caso de la región de Vologodá. Había poca gente… más bien, pocos Otros. Una carencia que afectaba tanto a Luminosos como a Tenebrosos.
En cambio, si resultaba condenado la Guardia Nocturna lo habría perdido para siempre. ¿Que qué importaba un mago más o menos? La respuesta a esa pregunta tenía que partir de una incómoda verdad: Igor Teplov era más de lo que parecía. Había algo en él que, si bien permanecía oculto a la mayoría de los magos, era bien conocido por los magos de clase superior. En términos generales, daba la impresión de que Zavulón se había marcado dos grandes objetivos entre las filas enemigas. Y esos objetivos eran Igor Teplov y Svetlana Nazarova. Y su ofuscación era tan grande que no había dudado en sacrificar a su amada Alisa. Edgar no conseguía descubrir cuál era el nexo lógico que unía el combate de Butovo, el duelo en el campamento Artek y los delirantes sucesos provocados por la visita del Espejo de las Tinieblas. Pero le bastaba con experimentar la clara sensación de saber que este existía. Indudablemente, había un hilo que unía todos aquellos enfrentamientos e intrigas. Y ese hilo conducía directamente a la palma de la mano de Zavulón.
Su obcecación en destruir a la futura Gran Maga era comprensible y estaba plenamente justificada, pero ¿por qué estaba minando el suelo que sostenía a Igor Teplov? ¿Por qué, precisamente, Igor? Y ¿por qué ahora y no antes, cuando Igor estaba mucho más débil y, por lo tanto, indefenso? La respuesta a esta última pregunta era obvia: sólo a partir de la aparición de Svetlana entre las filas de los Luminosos, Igor se había tornado realmente peligroso.
Bien. ¿Qué más?
La resurrección de Fafnir. Tanto el momento como el lugar habían sido elegidos a la perfección: las vísperas del tercer milenio y el centro de la nigromancia europea. ¿Cómo relacionar esos datos con la vista del caso Teplov-Donnikova?
¡Eso sí que era un enigma!
Malhumorado, Edgar se bebió los últimos restos de champán y pensó que el tiempo se le acababa. Apenas tenía hasta la caída de la noche para comparecer ante el tribunal. Entonces eligió la única opción correcta: hacer una visita a la oficina local de la Guardia Diurna, pedir toda la información que tuvieran sobre el duelo entre Sigfrid y Fafnir, y repasar atentamente el apartado correspondiente del Necronomicon.
Edgar era un mago lo suficientemente potente para desentrañar el mecanismo de resucitación de un Gran Tenebroso y establecer qué condiciones necesarias para ello se cumplían y cuáles no.
La joven alemana continuaba durmiendo a pierna suelta. Edgar sintió pena por ella y prefirió no despertarla. Se aseó y se vistió rápidamente, rozó por un instante la dormida conciencia de la muchacha y salió a las calles de Praga, donde lo esperaba una matinal y suave nevada.
La sede praguense de la Guarida Diurna estaba instalada en la parte alta de la ciudad, en la cima de una colina que domina el río Moldova. Ocupaba un edificio de ladrillos de tres plantas, junto al que había una antigua bomba de agua, todavía en uso. La palanca con que se extraía el agua remedaba un dedo índice torcido. Siguiendo la costumbre, Edgar se bajó del taxi a cierta distancia de la casa para dar a sus colegas la oportunidad de detectar su presencia y tomar las medidas que estimaran pertinentes.
Y sus colegas demostraron estar a la altura de las circunstancias, porque lo detectaron cuando todavía estaba a treinta metros de distancia. Edgar percibió el leve contacto con su aura y relajó sus defensas para permitir que el mago que estuviera sondeándolo advirtiese que se trataba de un Tenebroso, de un Mago de las Tinieblas, de un Mago de las Tinieblas de segunda categoría, que venía por un asunto profesional. Tal era siempre la secuencia de sondeo, que permitía acceder a la información por etapas y en orden creciente.
Praga, qué duda cabe, es una capital europea, pero dista mucho de ser como Moscú. El beskud que montaba guardia en solitario junto a la puerta de entrada sonrió al recién llegado mostrando su afilada dentadura.
Otro beskud, pensó Edgar, sorprendido. ¿Cómo es que hay tantos en Praga? Ya es el segundo que me encuentro…
En todo el territorio de la antigua Unión Soviética sólo había registrados seis beskuds. Dos vivían en Turkmenistán, y el resto se repartía entre Crimea, Bielorrusia, Yakutia y Kamchatka. Edgar conocía muy bien esos datos, porque unos quince años atrás había participado en una operación en la que los seis beskuds soviéticos figuraron como testigos.
El aspecto crepuscular del beskud vigilante se correspondía con la imagen clásica de estos.
—¡Saludos, colega!
—Buenos días.
Naturalmente, al encontrarse en el Crepúsculo, no había barreras lingüísticas capaces de separarlos.
—¿Qué le trae a nuestro bastión? ¿Asuntos profesionales? ¿O se trata de una mera visita de cortesía?
—Más bien lo primero. ¿Dónde tenéis los archivos?
—En la segunda planta, hacia abajo. En cuanto llegue allí, verá claramente el camino.
Segunda planta hacia abajo, pensó Edgar. Parece que tiene un buen sótano esta Guardia.
—Gracias. ¿Puedo pasar?
—¡Por supuesto! Los Tenebrosos son libres de ir a donde les apetezca, ¿no es así?
Edgar suspiró. Eso decían, sí… aunque no estaba tan seguro de que así fuera.
—Allí tiene el ascensor —le indicó el beskud.
—Gracias —le agradeció nuevamente Edgar, y se encaminó en la dirección que le había indicado el vigilante.
Un ascensor antiquísimo lo llevó a un sótano que estaba dos niveles por debajo de la calle. Habría podido bajar cinco plantas más. ¡Sí que se las había apañado bien la Guardia de Praga!
Al salir del ascensor, Edgar se encontró en un pequeño vestíbulo de unos quince metros cuadrados. A los lados se abrían sendas puertas. En una colgaba un rótulo con la leyenda BIBLIOTECA. En el rótulo de la otra se leía SALA DE MÁQUINAS.
Comencemos por la biblioteca, se dijo Edgar. Los ordenadores todavía no se habían inventado en tiempos de Fafnir y al-Hazred… Al menos, tal como los concebimos en la actualidad.
La puerta sólo estaba entornada. Al abrirla, Edgar se encontró con la clásica disposición de una biblioteca: una enorme sala que albergaba una docena de mesas de trabajo y largas estanterías repletas de libros que cubrían todas las paredes. Bastaba dar una rápida ojeada a los lomos de los libros y legajos para saber que habían visto a Otros lectores en tiempos muy remotos.
Tras cruzar el umbral Edgar se detuvo. En ese instante, un Tenebroso increíblemente delgado apareció como por ensalmo junto a las estanterías. Era un vampiro. Y de los grandes, según se percató Edgar rápidamente.
Los vampiros comunes, de los que hay tantos en Moscú, constituyen el eslabón más bajo de la cadena de los Tenebrosos. Son esa carne de cañón de la que había hablado Antón Gorodetski. Sus conocimientos de la magia son ínfimos y hasta el más desastrado de los magos los supera en fuerza. Los grandes vampiros son algo muy distinto. Curiosamente no se los encuentra ni en Moscú ni en buena parte de Europa oriental, con la clamorosa excepción de la República Checa y Rumanía.
—Buenos días. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Buenos días. Me interesa revisar información sobre un mago del pasado.
—¿De quién se trata? —preguntó el vampiro.
—De Fafnir. El Dragón del Crepúsculo.
—¡Oh! —exclamó el bibliotecario—. Un mago muy potente. Uno de los mayores Tenebrosos que ha conocido la historia de la humanidad. ¿Qué le interesa en particular?
—Las circunstancias de su muerte. Las causas que lo llevaron a batirse en duelo con Sigfrid, los preámbulos, los detalles… En definitiva, quiero estudiar todos los aspectos que conciernan a ese magnífico Tenebroso. Además, me gustaría trazar un modelo de las acciones necesarias para devolverlo desde el Crepúsculo…
El vampiro sonrió con tristeza y dijo:
—Lamentablemente, llevar a cabo esas acciones es prácticamente imposible. Se necesitarían los esfuerzos conjuntos de fuerzas tan enormes que nadie podría ganarse el derecho a ponerlos en funcionamiento. ¡Ni siquiera todos los Otros, y subrayo, todos los Otros que habitan la Tierra podrían conseguirlo, aunque se afanaran un siglo entero por hacerlo!
—Aún así, me gustaría resolver ese enigma siquiera sobre el papel —insistió Edgar.
—Pues entonces tendrá que echarle un vistazo al Necronomicon de al-Hazred —comentó el vampiro—. Allí encontrará una descripción pormenorizada de los procedimientos necesarios para la reencarnación de los seres. Por cierto, ¿usted se dedica a la teoría de la nigromancia?
Edgar le dedicó una amplia sonrisa.
—¡Qué va! De hecho, jamás me he dedicado a la nigromancia. Sencillamente, me he interesado de pronto…
—Pues ha hecho muy bien viniendo a Praga. Aquí sabemos mucho de nigromancia, y encontrará a los mejores especialistas… Lo malo es que tienen que quedarse en la teoría. Y usted sabe muy bien por qué.
Efectivamente, Edgar conocía el porqué.
Desde la firma del pacto, la Inquisición sólo había extendido dos autorizaciones para la reencarnación. Y en ambos casos se trató de reencarnaciones temporales, dictadas por la necesidad de testigos que comparecieran ante el tribunal. Tras prestar declaración, los reencarnados testigos fueron enviados de vuelta al Crepúsculo.
Sin embargo, el caso de Fafnir era muy especial y a Edgar le costaba pensar que el poderoso mago se hubiera marchado al Crepúsculo sin haber preparado antes un portal por el que volver al mundo ordinario. De hecho, al haber alcanzado determinado nivel, Fafnir estaba obligado a preparar ese regreso. Y se trataba, por cierto, de un nivel que el propio Edgar soñaba con rozar algún día, si bien confiaba también en que jamás tuviese que pasar por la terrible experiencia de la desintegración. Aunque la vida, ya se sabe, es muy compleja y acarrea toda clase de sorpresas. Sobre todo cuando se vive en medio de una eterna batalla.
—Siéntese donde guste —lo invitó el vampiro—. Ahora le traigo los libros. Entiendo que no le interesan las leyendas relatadas por humanos, sino, más bien, las crónicas escritas por los Otros. ¿No es cierto?
—Naturalmente, respetable Otro.
—Enseguida vuelvo.
Tal como había prometido, el vampiro regresó de inmediato. Evidentemente, llevaba décadas a cargo de la biblioteca y conocía la ubicación de sus libros con minuciosa precisión.
—Aquí tiene —dijo mientras dejaba dos volúmenes sobre el escritorio. El primero era un libraco impreso en cuarto y encuadernado en ajada piel color marrón: el Necronomicon, en la traducción de Gerhard Kühellstein El segundo, más breve y en octavo, llevaba impreso el título con caracteres miniados que ocupaban media cubierta: Leyenda y descripción de las obras, profecías e inigualables hallazgos del Gran Mago de las Tinieblas, conocido entre los Otros como Fafnir, o el Dragón del Crepúsculo, de Johann Jetzer, también llamado Urmongomod. Parecía tratarse del original.
Probablemente, el título del opúsculo de Jetzer-Urmongomod estuviera formulado en términos aún más arcaicos, pero el desconocimiento de Edgar del antiguo dialecto alto alemán lo obligaba a leerlo a través del Crepúsculo, lo que atenuaba los detalles del estilo, al fundir el texto en una lengua normalizada. Esa pérdida, sin embargo, se justificaba por la facilidad de comprensión que obtenía el lector contemporáneo.
Edgar leyó en diagonal las Obras de Fafnir. Como era de prever, el tratamiento de los hechos que daba ese opúsculo difería significativamente del aplicado en ambos Eddas y en el Cantar de los Nibelungos. En primer lugar, quedaba claro desde el principio que Sigurd (también llamado Sigfrid o Sivrit), Regin, Hreidmar y el propio Fafnir eran Otros. Naturalmente, Hreidmar no fue el padre biológico de Fafnir, ni Regin su hermano. Por medio de una larga y minuciosamente urdida intriga, Sigurd consiguió envenenar las relaciones entre los Magos de las Tinieblas y acabó por eliminarlos a todos. De algunos se deshizo mediante ejecutores. De otros, con sus propias manos. Evidentemente, el objetivo que perseguía Sigurd no consistía en tesoros, vulgares lingotes o brillantes piedrecillas. Lo que perseguía Sigurd y los suyos era la herencia del enano Andvari, cuyo contenido, lamentablemente, se callaba el opúsculo de Urmongomod. No decía, pues si se trataba de antiguos y potentes artefactos o de sabios conocimientos, tal vez recogidos en libros. Finalmente Sigurd se salió con la suya, liquidó a todos sus enemigos y se hizo con la herencia de Andvari. Edgar no disponía de tiempo para seguir el curso de esa historia. Fafnir fue la penúltima víctima de Sigurd, justo antes de darle muerte a Regin. Todo parecía indicar que Fafnir había conseguido llevarse consigo ciertos secretos al Crepúsculo, cosa que no preocupó demasiado a los magos de antaño, a quienes no sujetaban pactos ni reglas, como tampoco dependían del criterio de una Inquisición que aún no existía.
La principal conclusión que extrajo Edgar de la lectura del opúsculo era que Fafnir dominaba, y consiguió llevarse al Crepúsculo ciertas habilidades en el terreno de la magia de combate que habían caído en el olvido. Unos secretos, por cierto, que de poco le sirvieron en su combate con el despiadado Sigurd. En cualquier caso, era previsible que Zavulón intentara hacerse con esos secretos.
Tras llegar a esa conclusión bastante evidente, Edgar pasó a la lectura del Necronomicon.
Lo primero que averiguó fue que la reencarnación no tiene nada que ver con la resurrección de un Otro sometido a la desintegración. La cosa resultaba mucho más sencilla y, a la vez, banal.
Más bien se trataba de un enroque. Una pieza abandonada el Crepúsculo y otra se iba a ocupar su puesto. Cuanto mayor era el nivel de fuerza de la pieza sujeta a la reencarnación, mayor también, tenía que ser el de la pieza llamada a sustituirla en el Crepúsculo, aunque ello no implicaba que los niveles hubieran de ser idénticos. Se permitía cierta diferencia entre las dos piezas. Por lo tanto, si era cierto lo que Urmongomod decía de Fafnir, para traer de vuelta al Dragón del Crepúsculo podía bastar con canjearlo por un Mago de las Tinieblas de segundo, o incluso de tercer rango, siempre que se garantizara un flujo de energía de dimensiones globales que alimentara la operación.
La escenificación del Apocalipsis podía garantizar de sobra el flujo de energía requerido. Los sentimientos desbocados de miles de personas serían capaces de desatar una tormenta de emociones tan potente que Fafnir saldría del Crepúsculo rebosante de fuerza, como corresponde a un Mago de las Tinieblas de su categoría que vuelve imbuido de sed de venganza y ansioso por recuperar una libertad de la que se lo privó durante tanto tiempo.
¿Cómo iba a comportarse el Gran Mago, que no sabía qué pactos ni tribunales, cuando irrumpiera en el presente? ¿Qué planes tenía Zavulón para embridarlo? Aunque, ¿y si resultaba que no tenía planes en ese sentido? ¿Acaso podía imaginarse algo más temible que el Dragón del Crepúsculo sobrevolando los cielos de Europa en plena celebración navideña?
Si, puestos a imaginar, Fafnir se lanzaba a quemar ciudades, a provocar toda clase de destrozos, si decidía ir a por todas en su afán destructor, los propios humanos se ocuparían de neutralizarlo. A golpe de misiles. El mismo Luminoso que se declaraba adorador de los Chicago Bulls se encargaría de lanzarle un proyectil bien cargado desde su Phantom o su Harrier. No lo matarían, pero conseguirían apaciguarlo. Sin embargo, ¿qué ganaba Europa con esa pírrica victoria sobre Fafnir? ¡Vaya si necesitaba de un par de hongos atómicos y quién sabe cuántas ciudades convertidas en ceniza por los pirómanos afanes del Dragón!
Lo más probable, sin embargo, era que Fafnir no optase por la fuerza bruta, sino que se sirviera de su experiencia y su ingenio. Y si optaba por eso, ¡pobre Europa! Porque entonces la oleada de víctimas y destrucción sería mucho mayor.
Edgar no conseguía encontrar la respuesta a una pregunta: ¿qué buscaba Zavulón con la vuelta de Fafnir? Sólo le quedaba continuar la lectura.
¿Qué más se necesitaba para resucitar al Dragón del Crepúsculo? Un mago de segunda o tercera categoría que estuviera en el lugar adecuado… ¿Qué lugar era ese?
Edgar estuvo unos diez minutos haciendo cálculos a partir de la situación de las estrellas y de los movimientos de los núcleos de energía. Se trataba de una ecuación de complejidad media: a Fafnir lo habían hundido en el Crepúsculo en el norte de Europa… Por lo tanto, el momento ideal para activar su reencarnación se situaba en la frontera entre los años 1999 y 2000… La cosa estaba cada vez más clara.
Tras realizar las operaciones necesarias, Edgar se encontró con un resultado que no lo asombró en absoluto. El lugar adecuado para la vuelta de Fafnir estaba en la República Checa. Más precisamente, en Praga.
Por muy previsible que fuera la solución, Edgar tuvo un triste y alarmante presentimiento. Un Mago de las Tinieblas de segunda o tercera categoría en el lugar adecuado… Y ese lugar era Praga…
¡Entonces se trataba de él mismo! ¡Del estonio Edgar!
Tras secarse el sudor de la frente, Edgar continuó la lectura.
Los designios de Zavulón requerían de un mago muy concreto. Por ejemplo, Edgar leyó que el objeto del enroque tenía que haber nacido en un lugar determinado. No se decía en cuál, de modo que Edgar volvió a los cálculos.
El resultado no se hizo esperar: se requería de alguien nacido en Escandinavia, el norte de Alemania o las repúblicas del Báltico. Las repúblicas del Báltico…
Edgar había sido convocado inopinadamente a Moscú desde su Estonia natal por el propio jefe de la Guardia Diurna. Llegado a la capital, Edgar se percató de que no había necesidad que justificara un traslado tan precipitado.
¿Había en Praga algún otro mago nacido en Escandinavia, el norte de Alemania o las repúblicas del Báltico?
Ninguno. Sólo Edgar.
De pronto comprendió la razón del aviso de Yuri. Era de eso de lo que lo alertaba. No cabía la menor duda.
Bien. Había que mantener la calma. Nada de pánico. Guerra avisada no mata soldado, como suele decirse. ¿Qué otras pistas guardaba el Necronomicon?
Se requerían cuatro Tenebrosos más para conformar el Anillo de la Resurrección. Comprensible. El anillo era una variedad del portal que se formaría gracias a la conjunción de fuerzas del mencionado cuarteto, a cuyos miembros el libro llamaba Jinetes de las Tinieblas.
Según la descripción de los jinetes, uno era rojo, otro negro, otro amarillo y el cuarto blanco. El vivo retrato del Apocalipsis. Todos los detalles apuntaban a eso.
Y lo peor era que los magos necesarios estaban allí. Aunque sólo había tres: los Hermanos de Regin… que, por cierto, se adecuaban perfectamente a los papeles: uno asiático (¡el de pelo rojo!), un negro (¡el africano!), un amarillo (¡el rubio eslavo!) y un blanco (el escandinavo al que había dado muerte Hesser).
No por nada Zavulón había dicho que tenía ciertos planes para el trío de hermanos… Edgar ya podía suponer de qué planes se trataba. Y no cabía esperar que la ausencia del cuarto jinete detuviese al jefe de la Guardia Diurna.
Edgar estudió hasta el final aquel revelador apartado del Necronomicon y encontró un par de detalles más. Eran nimios en apariencia, pero, a todas luces, relevantes.
Como Fafnir era un dragón, los cánones mandaban que al resucitar emergiera del mar. No obstante, se podía obviar la representación exacta de esa escena a condición de que se ofreciera con antelación una victoria en el holocausto. Y ese sacrificio podía hacerse en cualquier sitio, fuera en China o en las Malvinas.
O en Crimea.
Lo importante era que la víctima fuese «un adolescente púber o prepúber». En resumidas cuentas, alguien que hubiese dejado de ser un niño pero aún no fuera un adulto.
Claro, lo de Artek, comprendió Edgar de inmediato. El chaval que se ahogó por culpa del duelo.
Y había aún otro detalle. Si era cierto que Zavulón había elegido a Edgar como la pieza que usaría en el enroque, necesitaba una imagen del estonio a la que mirar en cualquier instante. Podía tratarse de un retrato o una fotografía. Aunque lo más probable era que se tratara de un retrato, y que lo llevara siempre consigo hasta que se llevase a cabo el enroque.
Eso era todo lo que la biblioteca podía ofrecerle. Edgar se despidió a toda prisa del vampiro y se encaminó hacia la llamada «sala de máquinas,» en busca de un ordenador.
Claro que podía hacer una simple llamada a Moscú, pero las conversaciones telefónicas se rastreaban con mucha facilidad, y si algo no quería Edgar era que se supiese lo que había averiguado. Por otra parte, tenía la certeza de que en aquel mismo momento Alita debía de estar chateando en algún canal IRC.
El joven que se hallaba a cargo de los ordenadores, un Tenebroso a medio camino entre un débil mago y un hechicero, le mostró amablemente qué máquina podía utilizar para conectarse a internet. Edgar le dio las gracias, y el joven se volvió otra vez hacia la pantalla de su portátil, en la que bailoteaba una miríada de códigos alfanuméricos. Estaba programando a la antigua, ajeno a las complejas ventanas de Delphi.
Edgar entró en la página de mIRC y se conectó, como siempre, al servidor de DALnet en Gotemburgo. El gracioso logotipo del servidor —una vaca dibujada con gráficos alfanuméricos— apareció en la pantalla. Edgar se identificó, pero se cuidó de entrar directamente en alguno de los canales. Por el contrario, escribió en la casilla de búsqueda el nick que le interesaba: Alita.
Se abrió otra ventana. Edgar temía encontrarse con un seco «No such nick or channel» en la notificación de estado, pero esta vez las Tinieblas fueron generosas y recibió la respuesta casi al instante. Además, la referencia de la dirección electrónica era la correcta: alita@ncport.ru.
¡Hola, Edgar! ¿Estás en Praga?
Sí. Alita, necesito una información urgente… y un poco rara. Y, sobre todo, que nadie se entre. ¿Me ayudas?
¡Por supuesto! ¡Dime de qué se trata!
¿Has estado en la oficina del jefe estos últimos días?
En realidad, la posibilidad de que una brujita del montón hubiera pasado por el despacho de Zavulón era mínima, pero tenía que comenzar por algo.
Sí. ¿Por qué?
¡Vaya!, pensó Edgar. ¡He acertado!
Y se lanzó:
¿No habrás visto por casualidad un retrato o una foto mía en su despacho? No sé… sobre el escritorio, por ejemplo…
¿Cómo lo has adivinado?, escribió Alita acompañando sus palabras de una larga fila de sonrientes emoticones que denotaban su excelente estado de ánimo. En cuanto te marchaste, el jefe encargó dos dibujos. Un retrato tuyo y la imagen de un dragón. Los tiene enmarcados sobre el escritorio. Yo misma tuve que ir a buscar los marcos a la galería esa grande que hay en la Tverskaia. ¡El jefe hasta me regaló una botella de Veuve Clicquot de lo satisfecho que estaba!
Edgar entornó los ojos.
Estaba acabado. Él era la pieza destinada al enroque. Se acercaba el final del estonio Edgar.
¿Qué iba a hacer ahora?
Gracias, Alita, tecleó con unos dedos que parecían haberse vuelto de madera. Te dejo, que estoy hasta el cuello de trabajo.
Adiós, Edgar. ¡Un beso!
Edgar no quiso ni mirar la ristra de emoticonos. Cerró a toda prisa la ventana de mIRC y se apartó de la mesa. El joven programador lo miró de soslayo.
—¿Ya se marcha? —preguntó con fingido interés.
—Sí. Gracias —respondió Edgar.
Llegó hasta la salida con la mente en blanco. Un pesado vacío se había adueñado de su cerebro.
Estaba claro: lo habían elegido como quien selecciona un pavo para la cena de Navidad. Un buen mago de Estonia, junto al Báltico. Lo habían atraído y se lo habían ganado poco a poco: le concedieron la jefatura de la Guardia Diurna de Moscú. Una jefatura breve, sí, pero capaz de seducir a cualquiera. Pero, en realidad, Edgar no era más que ese pavo que se encamina hacia el horno. Llegado el momento, acabarían con él. Lo utilizarían, como al más banal de los objetos. Lo canjearían, como quien intercambia dos piezas sobre un tablero de ajedrez.
Eso era: una pieza que saltaba sólo por un rato a un tablero en el que se desarrollaba un juego interminable.
Pues muy bien. Había llegado la hora de que otra reina negra saltara al tablero de juego; pero ¿acaso esa pieza traída al primer plano desde la periferia le estaría vedado sacara las uñas e intentar agarrarse a la resbaladiza superficie del tablero?
¡Por supuesto que no! Quizá yo no sea una reina, pensó Edgar, pero de lo que sí estoy seguro es de que no soy un peón. Y no dejaré que me saquen del tablero como si tal cosa. Me aferraré a él con uñas y dientes. Y si me salgo con la mía, media Europa tendrá mucho que agradecerme.
A fin de cuentas, para algo estaba la Inquisición. Y algo le decía a Edgar que a los dueños de las gabardinas grises no les iba a alegrar la visita del Dragón del Crepúsculo.
Todo el encanto de la Praga navideña desapareció de pronto, como si hubiera sido relegado a un segundo e invisible plano. Edgar subió a un taxi. Su destino inmediato era el hotel utilizado por la Inquisición para alojar a quienes comparecerían ante el tribunal. Absorto en sus pensamientos, Edgar no miró ni una sola vez hacia el hermoso paisaje de la Praga que el taxi cruzaba a toda velocidad. Cuando este se detuvo, pagó y entró en el hotel. La mirada que dirigió al portero de uniforme bastó para que el pobre hombre deseara que se lo tragara el suelo de granito que lo sostenía.
Edgar avanzó hacia los ascensores con paso firme y veloz. Los faldones de su gabardina volaban a sus espaldas, como agitados por el viento. Su meta era una habitación cuyo número conocía gracias a la infalible intuición de los Tenebrosos.
Pero tuvo que detenerse en seco, dominado por un escalofrío.
En ese momento salían del bar los finlandeses que ya conocía. Los Hermanos de Regin. Los cuatro. No tres, como era de esperar. Al chino, al africano y al eslavo se les había unido el verdadero finlandés, aquel al que todos consideraban muerto.
Sin embargo, el finlandés estaba vivito y coleando.
Y era comprensible: ¿a santo de qué Hesser iba a matar a un testigo?
Es muy probable que el creador de un mosaico se vea asaltado por una compleja gama de sensaciones en el instante en que coloca la pieza que culmina su obra. ¿Qué complejos sentimientos embargan a aquel para el que los últimos vidrios del mosaico terminan de dibujar su sentencia de muerte?
—¡Hermano! —gritó con voz jubilosa uno de los finlandeses, dirigiéndose a Edgar—. Queremos agradeceros a ti y a la Guardia Diurna de Moscú todo el apoyo que nos prestáis. ¿Por qué no te vienes con nosotros? Estamos celebrando el retorno de nuestro hermano Pasi, a quien creíamos muerto.
El genuino finlandés sonreía incómodo. Su rostro y sus gestos eran los de alguien que se siente abrumado por tanta atención.
—Enhorabuena… —lo felicitó Edgar con aspereza. Era una estéril enhorabuena, porque él sabía que los cuatro iban a morir para facilitar la resurrección de Fafnir.
—Dinos una cosa, hermano Tenebroso —dijo el finlandés, que no quiso insistir al advertir la renuencia de Edgar a acompañarlos—, ¿sabes por qué el Luminoso… el que también está acusado… dijo que éramos cuatro caballos?
Sus compañeros asintieron, respaldando la validez de la pregunta.
—¿Podemos interpretar sus palabras como una ofensa injustificada? —concretó Pasi, transmitiendo la preocupación de los cuatro.
—No —respondió brevemente Edgar—. Ha hecho algo peor que ofenderos, porque os ha dicho la verdad.
Y continuó a toda prisa hacia el ascensor.