6

En la época en que era una Otra plena, no me costaba nada pasarme cinco o seis días sin dormir. Bien pensado, tampoco ahora tenía necesidad del sueño. Más bien por el contrario, la sangre me hervía en las venas. Me sentía rebosante de la misma energía que podía impulsar, en una circunstancia como aquella, a cualquier humano.

Sólo cuando comenzaba a alborear y faltaba apenas media hora para el toque de diana regresé a nuestro bungalow. Me asomé al dormitorio. Algunas chicas ya comenzaban a removerse en la cama, a punto de despertar. Pero todo estaba en orden. A ninguna se le había ocurrido irse a bañar a la playa y ahogarse, ninguna había sido secuestrada por malvados terroristas, como tampoco ninguna había ido en busca de su querida monitora en mitad de la noche.

Me dirigí a mi habitación con la más tonta y satisfecha de las sonrisas dibujada en el rostro. Me desvestí lenta y perezosamente frente al espejo. Me acaricié con gusto las caderas y me estiré como una gata ahíta.

Había sido una noche loca. Una noche mágica. Probablemente, me había permitido todas las locuras de las que es capaz una mujer enamorada. Incluso aquellas cosas que antes no me gustaban demasiado, esa noche me proporcionaron una alegría voluptuosa.

¿Me habría enamorado?

No podía estar pasándome una cosa así…

¿Enamorarme de un hombre? ¿De un humano corriente por mucho que pareciera ser quien mejor me comprendía en todo el mundo?

¡Imposible!

—¡Tinieblas, os ruego que él sea un Otro! —susurré—. ¡Os lo ruego, Supremas Tinieblas!

Era un juego peligroso ese de pedirle tan míseros favores a la fuerza originaria. Aunque, en realidad, no creo que las Tinieblas se molesten en escuchar a una simple bruja. Zavulón probablemente sí que sería capaz de hacerse oír…

¡Ay, Zavulón!

Me senté en la cama y hundí la cara en las manos.

Apenas un par de días atrás, nada habría podido hacerme tan feliz como su amor. ¿Y ahora?

Ciertamente, él mismo me había recomendado que me divirtiese. Claro que los banales dogmas que rigen el comportamiento de los humanos, y que son tan caros a los Luminosos, no significaban nada para Zavulón. ¿Qué podía significar la palabra «traición» para él? ¿Y la palabra «celos»? Sabía muy bien que jamás se le ocurriría reñirme si Igor y yo llegáramos a…

¡Alto! ¿Adónde me estaban llevando esas reflexiones?

—Te has vuelto completamente loca, Alisa —me dije.

¿Acaso estaba todavía tan cerca de los humanos? ¿Acaso era capaz de —y me costó hasta evocar el verbo— casarme? ¿Casarme con un hombre? ¿Prepararle un caldo, lavar sus calcetines, parir y criar hijos?

Como solíamos decir en la Guardia: pasarse el día en la pitanza y la noche en la vergüenza.

Pues parecía que sí, que aún era capaz de algo semejante.

Sacudí la cabeza imaginándome las reacciones de las chicas. Francamente, no habría nada extraordinario en ello, porque la mayoría de las brujas están casadas y, por regla general, sus maridos son hombres corrientes.

Sin embargo, una cosa es seducir a un hombre rico, con influencias, a algún oligarca o, en el peor de los casos, a un diputado de la Duma o un mafioso, y otra muy distinta casarse con un joven humilde, con un estudiante cualquiera sin dinero ni relaciones. ¡La de bromas que tendría que aguantar! Y no precisamente infundadas… ¡Qué horror!

¡No! ¡No era el sexo lo que me había deslumbrado en él!

¿Qué rayos me estaba sucediendo?

Era como si me encontrara bajo el hechizo de un íncubo…

Me estremecí sólo de imaginar aquella monstruosidad. ¿Podría ser Igor un íncubo común? Un colega… ¡y encima de los Tenebrosos más primitivos!

No. Era imposible.

Un íncubo habría sabido percibir que se encontraba ante una Otra. Una Otra de las huestes de las Tinieblas, por mucho que ahora estuviera desprovista de fuerza. Y jamás se habría atrevido a montárselo con una bruja, a sabiendas de cuáles iban a ser las consecuencias. Porque yo iba a convertirlo en polvo en cuanto recuperara la fuerza y supiera que había sido víctima de un hechizo.

¿Era amor, entonces? ¿Amor sin más?

—Ay, Alisa —me dije en un susurro—. ¡Mira que eres tonta, Alisa!

Bueno, sí… ¿y qué?

Saqué de la mochila unas braguitas limpias y me encaminé hacia la ducha.

Estuve durante todo el día como una posesa. Todo me salía al revés, aunque la verdad es que esa circunstancia no me molestaba demasiado. Incluso tuve una discusión con la jefa del campamento, quien me reprochó los modos en que reclamaba los mejores asientos del festival de cine para mis niñas. Pero lo cierto es que los conseguí, y eso hizo que aumentase mi prestigio ante ella. Poco después repartieron unos cristales ahumados, traídos de algún lugar cerca de Nikolaev, para poder observar el eclipse de sol que habría al día siguiente. Estaba establecido que se repartieran cinco de aquellos cristales por destacamento, pero me las ingenié para hacerme con seis para el mío. Jamás se me hubiera pasado por la cabeza que a alguien iba a ocurrírsele fabricar aquellos protectores precisamente en Ucrania, pero ya que habían tenido la idea, no era ocasión de desperdiciarla.

Después nos fuimos por fin a la playa, con tan mala suerte, sin embargo, que se habían llevado a los destacamentos de los niños a hacer no sé qué estúpida excursión. Ni siquiera el mar me ayudó a encauzar el mal humor que tenía. Pero me bastó con mirar un instante a Natasha y percatarme de su expresión de contrariedad para darme cuenta de lo ridícula que estaba siendo la situación. Resultaba que no era yo la única tonta, sino que éramos dos. Ella, que echaba de menos al chico de sus amores y cuyas fantasías más atrevidas no habían pasado siquiera del intercambio de un beso, y yo, que acababa de pasar una noche que costaría imaginar hasta en los prostíbulos de la Gorbuchka… Nada, que los extremos se encontraban.

—¿Echas de menos a alguien? —pregunté con delicadeza.

Por un momento, Natasha se puso en guardia y me miró airada, pero acabó suspirando y admitiéndolo.

—Pues sí. ¿Y usted?

Asentí en silencio. La niña dudó un instante, antes de preguntar:

—Pasó toda la noche con él, ¿no?

No me tomé el trabajo de mentir, sobre todo teniendo en cuenta que estábamos a solas.

—¿Estuviste siguiéndome? —pregunté.

—Por la noche tuve miedo —dijo en voz muy baja—. Desperté de pronto, porque tenía una pesadilla horrible. Fui a su habitación a buscarla y no estaba.

—No llegué hasta el amanecer —admití—. Es una maravilla de hombre, Natasha.

—¿Hicieron el amor? —inquirió con tono notarial.

La amenacé con el dedo índice.

—¡Natasha!

Pero no se inmutó. Por el contrario, se limitó a bajar la voz para comunicarme, como si hablara con una amiga íntima:

—Pues con el mío las cosas no van nada bien. Le dije que como se le ocurra intentar besarme, le voy a poner un ojo negro. Y va y me dice: «¡Eso me va a doler!». ¿Por qué los chicos son tan tontos?

—Ya te besará. No te preocupes —le prometí, mientras pensaba: «Ya me ocuparé de que lo haga».

Ciertamente, conseguirlo me iba a resultar muy sencillo. Al día siguiente, cuando hubiera recuperado todas mis capacidades, el pelirrojo por el que Natasha suspiraba iría tras ella como un perro faldero sin apartar ni por un instante de la niña sus ojos enamorados. ¿Cómo iba a negarle ese favor a la mejor de mis donantes?

—¿Y sobre qué iba esa pesadilla? —pregunté.

—Era horrorosa —respondió—. Aunque ya no me acuerdo. ¡Pero era algo horroroso! ¡Se lo aseguro!

—¿Tenía que ver con tu hermanito? —insistí.

Natasha frunció el entrecejo y dijo:

—No me acuerdo… Oiga, ¿y cómo sabe que tengo un hermano menor?

Respondí con una sonrisa enigmática y me estiré en la arena. Todo había salido a la perfección. Me había bebido el sueño hasta la última gota.

Al llegar la noche, no podía aguantar más. Sencillamente, no podía, así que busqué a Galina y le pedí que se ocupara de mis niñas durante un par de horas.

Me miró con una expresión rara en el rostro. No era que estuviese ofendida, por mucho que ya se había dado cuenta de lo que sucedía y que Igor no le era indiferente. Tampoco se trataba de una expresión de enfado. Más bien parecía triste, como un perro al que han apaleado injustamente.

—Con mucho gusto, Alisa —me dijo.

Es lo que pasa con esos que suelen llamarse «buenas personas». Les puedes escupir en pleno rostro, cortarles el camino y pisotearlos. Da igual: son capaces de soportar cualquier cosa.

Aunque, bien pensado, la verdad es que semejante comportamiento resulta muy cómodo para los demás.

Me encaminé hacia el bungalow del cuarto destacamento. A punto de llegar, les di un susto a dos pequeños que, semiocultos tras unos arbustos y acuclillados en torno a una minúscula hoguera, se entretenían en ahumar unos trozos de plástico obtenidos de los vasos desechables que utilizábamos a veces. En realidad, decir que se asustaron al verme es una exageración. Más bien se pusieron en guardia y me miraron de reojo, sin dejar de sostener los trozos de plástico sobre los rescoldos.

—Mañana os darán a todos unos cristales especiales —les informé—. Si usáis esos, os acabaréis lastimando.

—Los que darán mañana no alcanzarán para todos —replicó uno de los niños con toda razón—. Así que nos las arreglaremos con esto. ¡Así quedan perfectamente ahumados!

—Les pondremos esparadrapo en los bordes para no cortarnos y asunto arreglado —intervino el segundo.

Asentí con una sonrisa y continué mi camino. ¡Muy bien por esos chicos! Eran independientes y egoístas. ¿Qué más se puede pedir?

A punto de llegar al bungalow, cuando ya me llegaban las notas de la guitarra, topé con Mákar. Estaba de pie junto a un árbol, y aunque no daba la impresión de querer esconderse, lo cierto es que desde el bungalow no se lo podía ver. Miraba fijamente a Igor, sentado entre sus chavales. Al oír mis pasos Mákar se volvió de pronto y, al verme, se estableció y bajó los ojos. Adiviné el motivo de inmediato.

—No está bien espiar a la gente, Mákar —dije.

Su única reacción fue morderse el labio inferior. Me pregunté qué se proponía. ¿Hacer alguna maldad a Igor? ¿Retarlo a un duelo? ¿O tal vez se iba a limitar a apretar los puños y lanzar miradas de odio al adulto que había mantenido una relación sexual con la chica que le gustaba a él? ¡Pobre muchachito!, pensé. Deberías dedicarte a seducir a niñas de tu edad en lugar de intentarlo con brujas adultas, encantadoras y de piernas largas.

—Tienes toda la vida por delante, Mákar —le dije bajando la voz—. Y tendrás chicas, noches de amor en la playa y…

Mákar levantó la vista. En sus ojos había una mezcla de burla y deferencia. «No las habrá,» decía su mirada. No habrá noches junto al mar, ni mujeres desnudas a las que besar en el filo de la marea. Todo será muy diferente: una botella de vino peleón bebido en algún sucio cuartucho de una residencia de estudiantes, una mujer de esas siempre dispuestas después del segundo vaso, con el cuerpo sudoroso y prematuramente ajado y la ronca voz, testimonio de una vida entera fumando cigarrillos baratos: «Mira bien dónde la metes, inútil».

A la bruja experimentada y cínica que soy no le costó nada ver ese futuro. Tampoco se le ocultaba a él, ocasional veraneante del campamento Artek al que ya le quedaba poco tiempo aquel «territorio de amor y amistad». No tenía sentido que disimuláramos.

—Perdóname, Mákar —añadí. Le acaricié suavemente la mejilla, antes de continuar—: ¿Sabes qué sucede? Que estoy colada por él. Tú ocúpate de crecer sano y de cultivar tu inteligencia; ya verás que al final…

Se volvió y se alejó a la carrera. Mákar era un niño, pero ya se adivinaban en él maneras de adulto. No quería perderse ni uno solo de los minutos que le quedaban por vivir en aquel verano feliz, que estaba apurando al máximo, saltándose el sueño nocturno e inventándose otra vida más dichosa que la que le había tocado en suerte.

¿Acaso podía hacer algo yo para dar un giro a su destino? La Guardia Diurna no necesita siervos humanos. Tenemos suficientes vampiros, teriántropos y demás seres de baja estofa. Por supuesto, me ocuparía de verificar si Mákar era un Otro, porque de él podía salir un magnífico Tenebroso. Pero sabía muy bien que las posibilidades de que lo fuese eran minúsculas.

Lo mismo ocurría con mis niñas: lo más probable era que todas fuesen humanas corrientes. Como tampoco había demasiadas posibilidades de que Igor resultara ser un Otro…

¿Acaso no era mejor así? En el caso de que fuese un humano, podríamos seguir juntos. Zavulón no le concedería la menor importancia al hecho de que su amante se entretuviera con un humano. Pero algo muy distinto sería si alternaba con un Otro. Eso no iba a tolerarlo.

Ocupada en mis pensamientos, llegué por fin al bungalow. En el porche, Igor afinaba la guitarra. Lo flanqueaban dos de sus niños: Alioshka, el «encargado de la fogata,» y un muchachito más bien gordo y de apariencia enfermiza, a quien no reconocí porque probablemente no había acudido a la hoguera nocturna.

Igor me recibió con una amplia sonrisa. Los niños farfullaron algunas palabras a modo de saludo, pero ni Igor ni yo nos dijimos nada. Nos bastaba con leer en nuestros ojos: el recuerdo de la noche que habíamos pasado juntos, la promesa de la siguiente noche y de todas las otras que vendrían…

Había algo más en su mirada. Un desasosiego que me hizo pensar que algo le preocupaba. Amado mío, pensé, si supieras cuál es la pena que atenaza mi alma y cuánto me cuesta responder a tu sonrisa con otra…

Sería mucho mejor que no fueras un Otro, Igor. Que se rían de mí en la Guardia. Sabré soportarlo. Así jamás sabrás nada de Zavulón. Ni de la existencia de la Guardia Diurna. Serás un hombre cualquiera, sorprendido de la suerte que te regala la vida, de la extraordinaria manera en que progresa tu carrera profesional, de la salud de hierro que te ha sido concedida. ¡Porque te daré todo eso, amado mío!

Igor dedicó a los dos niños una mirada cariñosa y comenzó a cantar:

Temo a los recién nacidos, como temo a los cadáveres,

mientras me toco el rostro con los dedos.

Un gélido pavor me quema por dentro:

¿acaso soy igual a toda esa gente?

Semejante a los que moran en el piso de arriba,

semejante a los que moran en el piso de abajo,

semejante a los que roncan tras las paredes,

semejantes a los que moran bajo tierra…

¡Daría lo que no tengo por un par de alas!

¡Daría lo que no tengo por un tercer ojo!

¡O por una mano con catorce dedos!

¡Porque es otro el gas que necesito para poder respirar!

Sus lágrimas saben a sal y sus risas a estruendo,

nada les basta, van siempre pidiendo.

Les gusta ver sus rostros en el diario matutino,

por mucho que sea para anunciar desatinos.

Gentes entretenidas en la procreación,

gentes que padecen dolor,

gentes que no vacilan en disparar,

mientras del asado vigilan la cocción.

¡Darían lo que no tienen por un par de alas!

¡Darían lo que no tienen por un tercer ojo!

¡O por una mano con catorce dedos!

¡Otro es el gas que necesitan para respirar!

Algo a la vez frío y viscoso se agitó dentro de mí. Me produjo una sensación horrible, angustiosa. Me empujaba a un callejón sin salida.

Esa canción nos pertenecía. Era nuestra, muy nuestra, una canción sólo apta para los Otros. Percibí los sentimientos de los niños sentados junto a Igor. Ya podía permitírmelo, porque había recuperado casi por completo mis aptitudes. Apenas un poco más y sería capaz de convocar el Crepúsculo. Me sentía como la noche anterior, cuando hacíamos el amor: me columpiaba dolorosamente, me balanceaba sobre el filo de una navaja, esperaba que todo estallara o que se abriera un abismo bajo mis pies. Arroyuelos de fuerza corrían alrededor, una fuerza que se me hacía más pesada que el alimenticio caldo de las pesadillas de mis niñas. Era la angustia del gordinflón que echaba de menos a sus padres. Además, tenía no sé qué dolencia cardíaca, los niños no llamaban a compartir sus juegos y andaba pegado a Igor, como Olechka a mí.

Ciertamente, aquello distaba de ser un caldo.

Aunque se parecía en algo a lo que estaba necesitando. ¡Y no aguantaba más!

Me incliné, tendí un brazo y así al chico por un hombro. Succioné su sorda tristeza y el chorro de energía casi me tira de espaldas, pero de pronto una gélida penumbra lo inundó todo y mi cuerpo proyectó una negra sombra sobre las ajadas tablas de la pared del bungalow y me hundí en ella, me adentré en el Crepúsculo, justo a tiempo para verlo…

Para ver cómo Igor succionaba a su vez la fuerza de Alioshka, una fina corriente de color lila cargada con todo el ramillete de emociones y sentimientos propio de un niño sano, alegre y satisfecho de sí y del mundo: la ansiosa espera por travesuras, alegrías y hallazgos pendientes, estallidos de risa y sustos emocionantes…

Un ramillete luminoso.

Una fuerza de la Luz.

Los Tenebrosos requieren de lo oscuro.

Los Luminosos, de la luz.

Me incorporé, con el cuerpo partido entre el mundo real, del que salía, y el crepuscular, en el que me adentraba, y fui al encuentro de un Igor que también se incorporaba; al encuentro de mi amante y mi amado, al encuentro de un mago Luminoso de la Guardia Nocturna moscovita.

Al encuentro de mi enemigo.

Su grito no se hizo esperar:

—¡Noooo!

Y oí mi propia voz replicar:

—¡No, por favor! ¡No!

La primera idea que me vino a la cabeza era equivocada. No era cierto que Igor estuviera trabajando contra mí, siguiendo algún malvado plan de la Guardia Nocturna. También él se hallaba desprovisto de fuerza, como yo. Y, al igual que yo, había ido al campamento Artek a recuperarse. He ahí la razón de que no hubiese visto mi aura, ni se le hubiera ocurrido que yo podía ser una bruja.

Simplemente, se había enamorado de mí a ciegas. Como yo de él.

Alrededor de nosotros reinaban el gris y la penumbra. Era el frío mundo crepuscular que nos priva de la fuerza, a la vez que nos indica dónde encontrar más. Todo era silencio y ausencia de colores. Las hojas de los árboles habían quedado quietas; las siluetas de los dos niños, congeladas. La guitarra, que Igor había abandonado para entrar en el Crepúsculo, levitaba en el aire. Un millar de agujas de hielo se clavaban en mi piel y extraían la energía recientemente adquirida, llevándosela hacia los confines del Crepúsculo. Pero ya no importaba: había vuelto a ser una Otra y era capaz de alimentarme del mundo que me rodeaba. Me estiré hacia el gordinflón y extraje toda la energía oscura que guardaba. De nuevo, podía alimentarme de fuerza sin dificultad. Ya no necesitaba concentrarme en hacerlo, porque la fuerza me colmaba de forma natural. Me resultaba tan fácil como respirar.

Igor hizo lo mismo con Alioshka. Tal vez, con menos destreza que yo, porque los Luminosos no suelen extraer la fuerza limpiamente, atados como están por sus estúpidas limitaciones. No obstante, supo apurar hasta el final la alegría del niño, lo que me hizo sentir un extraño orgullo por mi amado, mi enemigo, por un Otro Luminoso que acababa de colmarse de fuerza.

—Alisa…

—Igor…

Le estaba costando superarlo. Para él era mucho más difícil que para mí. Los Luminosos se pasan la vida persiguiendo sueños inalcanzables y animados por falsas ilusiones. Por eso les cuesta tanto encajar un buen golpe. No obstante, Igor estaba aguantando el tirón. Y también yo tenía que esforzarme.

—Esto es absurdo —farfulló. Sacudió la cabeza en un gesto de incomodidad que se vio muy extraño a través de la niebla crepuscular—. Eres una bruja… Una bruja…

Percibí que auscultaba mi conciencia. No se adentraba en ella. Era un análisis superficial, como para confirmar su intuición o desecharla. Lo dejé hacer, pero también hurgué en la suya.

Lo que vi me hizo reír con amargura.

Yuzhnoie Butovo. Edgar resistiendo a los embates de los Magos de la Luz.

Nosotras habíamos creado un anillo para alimentar a Edgar, mientras que los Luminosos hacían lo propio con sus magos. Igor había formado parte de aquel apoyo a quienes atacaban a Edgar. Al ver su aura, recordé perfectamente el perfil de su fuerza. Es algo que jamás se olvida.

También él me reconoció.

Por supuesto que yo jamás le había visto la cara ni sabía de su existencia. ¿Cómo iba a conocer una bruja a los cerca de mil agentes que conforman la Guardia Nocturna moscovita? ¿De qué podía servirle a una bruja conocer a todos y cada uno de aquellos magos, hechiceros y teriántropos? Cuando había una misión que cumplir, te daban los datos y te ponías en marcha. Eso bastaba. Ése fue el caso de Antón Gorodetski, a quien estuvimos siguiendo un año atrás por indicación expresa de Zavulón, y al que acabamos por pillar con las manos en la masa cuando intentaba una intervención ilegal sobre los humanos. Muy a mi pesar, su nombre me ha quedado grabado… como también recuerdo a Tigrecito…

A Igor, en cambio, no lo había conocido. Era un Mago de la Luz de tercera categoría. Quizás me superara en fuerza, aunque es difícil comparar a un mago innato y a una bruja.

Mi amado, mi amante, mi enemigo… Mi destino…

—¿Por qué has hecho esto? —preguntó—. ¿Por qué me has hecho esto, Alisa?

Estuve a punto de gritar: «Pero ¿qué te he hecho yo?». Sin embargo, me contuve, porque comprendí que no me creería. Jamás se iba a creer que lo que nos había sucedido era mero fruto de la casualidad, de una suerte trágica y ciega. Por mucho que me esforzara, no lograría convencerlo de que la noche que habíamos pasado juntos no respondía a un plan malvado que alguien había ideado y de que, en cambio, había sido la despiadada ironía del destino lo que nos había unido en el momento en que ambos éramos más débiles, incapaces de reconocernos, de presentir la presencia del enemigo, justo en el instante en que los dos sólo deseábamos una cosa: amar.

Además, ¿a qué venía aquel juego de los «porqués»? ¿Por qué yo era una Tenebrosa? ¿Por qué era él un Luminoso? Nada en este mundo tiene un único «porqué». Originariamente, en cada uno de nosotros se encuentra la simiente que nos hará elegir, y sólo una suma de los azares decidirá si nos convertimos en una cosa o en la otra.

Igor bien podría ser mi amigo, mi colega, uno más de los Tenebrosos.

Y, probablemente, yo hubiese podido convertirme en Luminosa. Y no habría tenido a una sabia bruja por mentirosa, sino a una sabia hechicera, y en lugar de pagar a mis enemigos con la misma moneda me estaría dedicando a prodigar las tonterías de los Luminosos acerca de la necesidad de ofrecer la otra mejilla y felicitándome de cada imbecilidad perpetrada en nombre de la bondad.

El mundo comenzó a girar en torno a mí, y comprendí que estaba llorando. Como todo el mundo sabe muy bien, en el Crepúsculo no se debe llorar, porque el Crepúsculo te succiona las fuerzas con más brío aún cuando expones tus emociones. Y quien en el Crepúsculo queda desposeído de toda su fuerza jamás sale de él.

Intenté extraer algo de fuerza de mi donante, el gordinflón, pero ya estaba exhausto. Lo intenté con Alioshka, pero tampoco este tenía nada que ofrecerme, pues Igor había agotado las suyas. No podía ni quería succionar su energía, y todos los otros potenciales donantes se hallaban muy lejos… Comenzaba a perder el conocimiento. ¡Qué absurdo era todo aquello!

Sentí que mis rodillas golpeaban contra el suelo. Alcancé a lamentar que se me mancharía la falda, aunque era una tontería, puesto que el barro crepuscular es invisible en el mundo ordinario.

Entonces Igor me lanzó un rayo de energía. No era un golpe destinado a rematarme. En realidad, estaba acudiendo en mi ayuda.

Se trataba de una fuerza ajena. Luminosa. Pero venía filtrada por él, que me la donaba. Y, por otra parte, la fuerza siempre es fuerza, cualquiera que sea su naturaleza.

Conseguí ponerme en pie, vacilante y ahogada, como aquella noche en que habíamos dado rienda suelta a nuestro amor imposible. Igor me ayudó a recuperarme del desvanecimiento, aunque se abstuvo de tenderme la mano.

Lloraba. Llorábamos los dos. Él sufría tanto como yo.

—¿Cómo has podido…? —musitó.

—¡Ha sido el azar, Igor! —Avancé hacia él y le tendí una mano, como si aún hubiera algo que salvar—. ¡Ha sido el azar! —repetí.

Se apartó de mí como de una apestada, aunque con un movimiento suave y elegante, propio de los magos acostumbrados a vagar por el Crepúsculo. A cumplir misiones en el Crepúsculo.

A matar en el Crepúsculo.

—¡No puede ser el azar! ¡Eres lo peor de lo peor! ¡Eres una bruja! —me espetó—. Y has… —Hizo una pausa, mientras estudiaba las huellas dejadas por mis paseos nocturnos—. ¡Has estado succionando la fuerza de las niñas!

Entonces fui yo la que estalló:

—¿Y a qué has venido tú aquí? ¡Dímelo, Luminoso! —grité fuera de mí. Me dolió llamarle Luminoso, pero, en definitiva, lo era, y en medio de una pelea aquella acusación oprobiosa no constituía más que un apelativo como cualquier otro—. ¿Qué haces tú aquí? —continué—. ¿Acaso no eres un lobo entre esta manada de niños?

—Sabes que es imposible eliminar la Luz —respondió—. Toda la que tomas de alguien, vuelve después centuplicada. En cambio, tú les robas sus sueños tenebrosos y con ello aumentas el potencial de las Tinieblas. Yo robo Luz, pero la luz se regenera.

—¡Pues ve y cuéntale eso a Alioshka, que se pasará toda la noche sumido en la tristeza! —exclamé—. ¡Ve a darle la buena noticia de que toda la alegría que le has robado volverá más tarde!

—¡Tengo cosas más importantes que hacer, bruja! Por ejemplo, salvar a todas las niñas que has empujado hacia las Tinieblas.

—Darles consuelo, sí —dije burlona. Tuve la impresión de que cuanto nos rodeaba comenzaba a cubrirse de una espesa capa de hielo—. ¡Eso es lo único que sabes hacer, cariño!

¿Qué diablos estaba haciendo? Con ese comportamiento sólo iba a conseguir que Igor se convenciera de que todo no era más que una operación de la Guardia Diurna y que yo había sido perfectamente consciente de un plan que no tenía más propósito que ponerlo en ridículo. En definitiva, que todo lo que hubo entre nosotros no había sido más que un juego urdido con malicia.

—Recoge ahora mismo tus cosas y lárgate de aquí, bruja —dijo con rabia—. ¿Me has oído?

Estuve a punto de contestarle con un «¡Con mucho gusto!». A fin de cuentas, ¿qué más podía esperar de aquel campamento, de aquel verano o del mar, de aquella fuerza de la que rebosaban los niños? Lo principal ya estaba hecho, y sólo me quedaba continuar recuperándome lentamente.

—Eres tú quien se ha de marchar de inmediato, ¿no te parece? —repliqué—. Cuento con autorización para un periodo de descanso, así como para alimentarme de las fuerzas de los humanos. Puedes comprobarlo si quieres. Por cierto, cariño, ¿seguro que tienes autorización para estar aquí?

¿Qué estás haciendo, imbécil? ¿Qué estás haciendo, amado mío? ¿Qué estoy haciendo yo misma?

En cuanto a mí, ¿qué le vamos a hacer? Soy Tenebrosa. Soy una bruja. Y no tengo por qué dorarles la píldora a esos seres primitivos denominados «humanos». Vine de vacaciones: ¡y estoy de vacaciones! Pero, tú. Tú, ¿qué estás haciendo? Si de verdad me amas, ¿por qué te comportas así? ¡Y sé muy bien que me amas! Puedo verlo incluso ahora, como también podrías verlo tú mismo, si quisieras…

Porque el amor está por encima de las Tinieblas y de la Luz.

Porque el amor no es sólo el sexo en común, ni una fe común, ni «una dedicación conjunta al hogar y la educación de los hijos».

Porque el amor es también fuerza.

Una fuerza ante la que palidecen la Luz y las Tinieblas, los humanos y los Otros, la moral y las leyes, los diez mandamientos y el Gran Pacto.

Y, sea lo que sea, te sigo amando, escoria, cerdo Luminoso, magnánimo cabrón, cretino confiable. ¡Te amo igual! Y no importa que tres días atrás hayamos estado enfrentados y con una sola idea fija en la mente: aplastar al enemigo. Como tampoco importa que entre nosotros se abra un abismo que nadie conseguirá salvar jamás.

¿Es que no lo entiendes? ¡Te amo!

Y las palabras que te lanzo como espadas no son más que una coraza. Son lágrimas, aunque no las veas correr. O no quieras verlas.

Acércate a mí. Ven, acércate. Hazlo en el Crepúsculo, donde nadie puede vernos, o aquí en este porche, ante los sorprendidos ojos de estos dos niños. Abrázame y lloremos juntos, sin pronunciar palabra, y yo me iré a Moscú con Zavulón, a esconderme bajo el ala de la altiva Lemesheva… ¿O quieres que abandone la Guardia Diurna? ¿Es eso lo que deseas? No podré dejar de ser una Tenebrosa, eso supera mis fuerzas, y tampoco lo haría aunque pudiera. Pero sí saldré del eterno enfrentamiento entre la Luz y las Tinieblas, y llevaré una vida normal… hasta dejaré de robar fuerza a los pobres humanos. Haré todo eso y más, aunque no quieras estar a mi lado. Ni siquiera te pido que lo estés. ¡Lo único que quiero es que guardes el recuerdo de que alguna vez nos amamos!

Acércate, ¡ven! ¡Y no digas nada!

¡Soy Tenebrosa! ¡No puedo cambiar! Y en todo este mundo, sólo amo una cosa: ¡a mí misma!

Pero sucede que ahora tú eres parte de mí. Una gran parte de mí. Lo más importante. Y si fuera preciso, mataré una parte de mí, es decir, todo lo que hay de mí en mi propio ser.

¡Sólo te pido que no te comportes así!

¡Pero si eres Luminoso! Vosotros ofrecéis vuestra vida en holocausto, protegéis a los humanos, os apoyáis los unos a los otros. ¿Por qué no intentas comportarte así conmigo, olvidando por un instante que soy una bruja, que soy tu enemiga? Antón Gorodetski lo consiguió en aquella ocasión, cuando acumuló una fuerza descomunal destinada a una sola persona y optó por abstenerse de utilizarla. El comportamiento de Antón me obliga a admirarlo, como se admira a un enemigo. Nada más. A ti, en cambio, te amo. ¡Te amo! ¡Te amo! ¡Compréndelo, te lo ruego! ¡Y acércate, amado cabrón, cerdo de mis amores, mi enemigo predilecto, idiota de mi alma!

—¡Imbécil! —grité.

El rostro de Igor se contrajo en una mueca de dolor tan horrible, que supe que todo había acabado.

La Luz y las Tinieblas.

El Bien y el Mal.

Palabras hueras. En realidad, hablábamos idiomas distintos y por mucho que quisiéramos decirnos lo mismo era imposible que llegáramos a comprendernos.

—Márchate ahora. Si no lo haces, te destruiré —dijo con tono pausado, y salió del Crepúsculo. Su silueta se desdibujó y perdió momentáneamente su contorno para regenerarse instantes después en el mundo ordinario, junto a sus pupilos de Artek. Salí detrás de él, arrancándome de mi sombra. ¡Ojalá fuera tan fácil salir de mí misma, abandonar mi esencia, escapar a mi destino!

Alcancé a ver que Igor, al emerger al mundo ordinario, recogía la guitarra, que levitaba a unos centímetros del suelo, dejaba caer un «velo» —o como quiera que llamen los Luminosos al enmascaramiento— sobre su rostro contraído por el dolor y sacaba a los niños del trance en que los había sumido al hundirse en el Crepúsculo. Naturalmente, no convenía que la súbita desaparición de sus monitores los asustara.

¿Cómo lo había descrito Natasha? Alguien en quien se puede confiar. Cierto. Muy cierto.

—Debes marcharte cuanto antes, Alisa —insistió Igor—. ¿Qué se dice, chicos?

Sólo yo era capaz de ver su verdadero rostro en aquel instante. Y en él sólo había dolor, un inmenso dolor.

—Adiós —dijo el gordinflón.

—Hasta luego —dijo Alioshka.

Las piernas se resistían a responderme. A duras penas me separé de la barandilla sobre la que habíamos estado pivotando y di un paso.

—Hasta siempre —me dijo Igor.

Estaba oscuro. Por la ventana abierta apenas entraba una débil luz. Y era una suerte que así fuera, porque me ahorraba gastar energías en un velo. Tampoco tendría que aparentar una falsa alegría. Sólo debía vigilar que no se me quebrara la voz.

—Entonces se dividieron en los Luminosos y los Tenebrosos —continué mi relato—. Y los Luminosos consideraron que debían sacrificar su vida a los demás. Para ellos, sacrificarse era lo más importante, aún cuando los destinatarios de su sacrificio no fueran merecedores de este . En cambio, los Tenebrosos consideraron que cada uno debía vivir su propia vida. Nada más. Y que cada uno merece en la vida sólo aquello que se ha ganado. Nada más.

Me escuchaban en silencio, mis tontas niñas, pobres criaturas humanas entre las que no había ni una sola Otra. Ni Tenebrosa, ni Luminosa. Ni una hechicera, ni una bruja, ni siquiera una vampira…

—Buenas noches a todas, chicas —añadí—. Que tengáis dulces sueños… o, mejor, que no soñéis con nada.

Me respondió un coro de voces. Me sorprendió que tantas niñas hubieran escuchado hasta el final una historia que dista mucho de ser un cuento más. En realidad se trata de una leyenda que todos los Otros conocemos muy bien, tanto los Tenebrosos como los Luminosos. ¡Y la habían escuchado hasta el final!

Cuando ya salía, me llegó la voz de Natasha:

—Y lo de mañana, el eclipse, ¿da miedo?

—No —respondí—. No da nada de miedo. Sólo que una se pone un poco triste. Nada más.

En cuanto llegué a mi habitación, busqué el teléfono móvil y llamé a Zavulón.

«El número al que llama está temporalmente fuera de servicio».

¿Dónde te has metido, Zavulón? ¿A qué recónditos confines habrás marchado para que tu magnífico Iridium esté fuera de cobertura? ¿Dónde?

No te amo, Zavulón. Probablemente, nunca te he amado. Tengo la impresión de que sólo ahora he comprendido el pleno significado del amor. Porque tú me amas, ¿no es cierto? Hemos estado juntos, hemos sido felices, me has regalado el mundo entero y más. ¡Respóndeme, diablos! Eres mi jefe, mi maestro, mi amante: ¡ahora te toca decirme qué debo hacer! ¡Ahora que me he quedado a solas con mi enemigo, que es también mi amado! ¿Qué debo hacer? ¿Huir? ¿Combatir? ¿Morir? ¡Dímelo, Zavulón!

Me adentré en el Crepúsculo. Las sombras de los sueños infantiles pululaban por doquier. Eran flujos de energía que equivalían a un suculento banquete. Había de todo: Luz y Tinieblas, miedos, angustias, pesar y dolor. Allí estaba Dimka, ofendida con sus amigas, que le habían negado un sorbo de limonada. Allá, la incombustible Irochka, a quien llamaban por el mote de Energizer, sollozando quedamente sobre la almohada porque le habían robado su salvavidas. Más allá, Natasha, mi ejemplar y fiel donante, buscando desolada a su pequeño hermano perdido en los oscuros confines de su pesadilla.

Ya no quiero recoger más fuerza. No quiero prepararme para el combate. De hecho, ya no quiero nada.

—¡Zavulón! —resonó mi grito en la vacilante penumbra gris—. ¡Zavulón! ¡Yo te convoco!

No obtuve respuesta. Le habría resultado más fácil a la tía Polly llamar a Tom Sawyer, huido río abajo con un tarro de mermelada, que lo que me costaba a mí dar con Zavulón.

—¡Zavulón! —repetí.

Ésa no era la noche que había imaginado. No se le parecía en nada.

Igor, Igor… ¿Qué haces ahora? ¿Haces acopio de fuerza? ¿Consultas la situación con Hesser, el más sabio de todos los Magos de la Luz? ¿O acaso estás sentado, como yo, con la mirada fija en el espejo?

Espejito, espejito… ¿me ayudas a adivinarlo?

No soy muy buena adivinando, pero alguna vez sí que he conseguido atisbar el futuro.

Pero ahora no. Ahora no quiero.

Porque sé que no me espera nada bueno.

Cuando llegaron a la playa ya había comenzado el eclipse. Las niñas a mi cargo chillaban sin parar intentando arrancarse los cristales ahumados unas a otras. No entendían por qué no les pedía yo también uno. Ay, niñas mías ¡si supierais que la luz del sol es incapaz de cegar a alguien como yo! Puedo mirar de frente una puesta de sol con los ojos muy abiertos.

Los chicos del cuarto destacamento daban saltos en torno a Igor, metiéndole prisa. No entendían cómo era posible que su monitor predilecto estuviese tan desanimado; no entendían por qué los conducía a la playa dando un rodeo tan largo.

Yo sí sabía el porqué. A través del Crepúsculo, podía ver los débiles reflejos de la energía succionada.

¿Qué haces, Igor? ¿Qué haces, amado mío? ¿Qué haces, enemigo mío?

Cada paso que daba Igor equivalía a una sonrisa menos en el rostro de alguno de los niños. Un paso y se le borró la sonrisa a un buscapleitos de diez años, feliz porque acababa de obtener el perdón de su mejor amigo, al que había hecho una buena trastada. Otro, y adiós a la alegría de una niña por haber encontrado un hermoso caracol negro en la arena. Uno más, y un muchachote de quince años olvidó de pronto la cita que le había prometido a su enamorada.

Igor avanzaba por el campamento como en otro tiempo Antón Gorodetski por las calles de Moscú. Y a mí, su rival, su adversaria, sólo se me ocurría gritarle: «Pero ¿qué haces?».

Si Antón llegó a superar en aquella ocasión a Zavulón no fue porque consiguiera reunir más fuerzas. Por mucho que se esforzara, Zavulón siempre sería más poderoso que él. Lo que sí supo hacer Antón fue utilizar adecuadamente la fuerza con que contaba.

¿Sabrás hacerlo tú?

No deseo tu victoria. Sólo me amo a mí misma. Pero ¿qué puedo hacer si formas parte de mí, si constituyes, ahora, la mayor parte de mí, si has irrumpido en mi vida con la fuerza de un tornado?

Igor no se dejaba nada. Recogía cada gota de energía de la Luz que encontraba a su paso. Violaba todas las leyes y acuerdos que regían el comportamiento de los Otros. Se lo estaba jugando todo y, en primer lugar, su propia vida. Era evidente que lo movía algo más que el deseo de proteger de una bruja a aquellos niños desvalidos.

Ya no quería vivir, aunque, a diferencia de mí, estaba dispuesto a hacerlo en aras de los demás, como si siguiera un mandamiento.

El último turno en la ronda de Igor le correspondió a Mákar. Hacía rato que yo venía sintiendo el peso de la mirada del niño. La mirada triste de un niño que se ha enamorado de una mujer adulta. Una mirada en la que se percibía el pesar ante la despedida inminente. No se trataba de la clase de angustia que podemos aprovechar los Tenebrosos, porque hay demasiada Luz en ella.

Igor la apuró hasta el fondo. Estaba traspasando todos los límites. Paralizada por la promesa que le había hecho a Zavulón, aherrojada por la pifia que había cometido, no podía seguirlo en la espiral a que se había lanzado.

Sólo me quedaba alimentar la esperanza de que supiera actuar correctamente. Que acabara venciendo, con lo que, entonces, tampoco yo perdería.

Entretanto, el disco solar desaparecía lentamente. Los niños, aburridos de mirar al cielo a través de los escasos cristales ahumados, se habían metido en el mar, donde sus cuerpos se agitaban bajo una luz fantasmal que hacía pensar en el Crepúsculo a los dos Otros de pie frente a frente sobre la arena.

—Márchate —adiviné las palabras en los labios de Igor—. Márchate o te mataré.

—Mátame —repuse con voz también inaudible.

Soy Tenebrosa. Así que lo mío no es ceder y marcharme.

¿Qué iba a hacer Igor, mi enemigo? ¿Me atacaría? ¿Se atrevería a hacerlo contraviniendo la autorización que tenía para estar allí? ¿Convocaría en su ayuda a los agentes de la sede de la Guardia Nocturna en Yalta? Seguramente ya se habría comunicado con ellos y sabría que no tenía cargos que presentar en mi contra…

Igor se acercó.

—En nombre de la Luz y las Tinieblas, te reto… —susurraron sus labios.

Sentí un escalofrío. Esto no me lo había esperado. Eso no.

—Lo haremos fuera de la Luz y las Tinieblas —añadió—. Solos tú y yo. Frente a frente y hasta el fin…

Me estaba retando a un duelo, una vieja costumbre surgida en los tiempos del Gran Pacto alcanzado por los Luminosos y los Tenebrosos. Una costumbre a la que rara vez se recurría, pues el vencedor tenía que responder ante la Inquisición. Porque los duelos sólo se producían cuando no había fundamentos legales para un enfrentamiento, cuando las Guardias como tales no tenían derecho a inmiscuirse en el combate, cuando no dominaba la razón sino las emociones.

—La Luz será mi testigo —agregó.

Era poco probable que alguien hubiese visto la minúscula lengua de fuego blanco que brilló por un instante en la mano de Igor. Son muy raras las ocasiones en que las fuerzas superiores acuden al llamamiento de agentes ordinarios de las Guardias.

—Te amo, Igor —atiné a decir.

Su rostro se deformó en una mueca de aprensión. No me creía. No podía creerme.

—¿Aceptas mi reto, bruja?

Podía negarme, claro, y regresar a Moscú humillada y deshonrada, marcada para siempre por el estigma de la cobardía… y hasta el último de los teriántropos escupiría a mi paso.

También podía intentar darle muerte. Reunir una porción de fuerza que me permitiera resistir sus embates…

—Las Tinieblas serán mi testigo —dije, tendiendo una mano con la palma vuelta hacia arriba. Un brote de oscuridad se agitó sobre ella.

—Elige tú —me invitó Igor.

Negué con la cabeza. No iba a ser yo quien eligiera el lugar, la hora y el tipo de combate.

¡Tienes que comprenderme! ¡Tienes que hacerlo!

—Entonces elegiré yo: será ahora, en el mar, por presión.

La luz de sus ojos se había eclipsado. No hay que temerle a los eclipses. Cuando se producen, se trata sencillamente de que algo interfiere en el paso de la luz.

El agua estaba inusitadamente caliente, tal vez porque el aire se había enfriado ante la súbita y breve irrupción de la noche declarada por el eclipse. La oscuridad era casi total y no se veía más que una minúscula franja de sol en la parte superior del disco, que hasta un humano podría haber observado a simple vista.

Me adentré en el mar y nadé alejándome de la orilla, sin volver la vista atrás. Nadie se percató de que Igor y yo nos metíamos en el agua sin dar importancia a las medusas, que se alejaban ante nuestro avance como impelidas por alguna extraña cautela.

Recordé la primera vez que me bañé en el mar, siendo todavía una niña y desconocedora aún de que no pertenecía a la especie humana, puesto que el destino había querido que fuera una Otra. En aquella época vivíamos en Alushta y mi padre me enseñaba a nadar. Recuerdo su estallido de alegría al comprobar que el mar se rendía ante mis cortas brazadas.

También recuerdo las olas. Unas olas fieras y enormes, aunque tal vez entonces todas las olas me parecieran desmesuradas. Me veo sujeta por los brazos de mi padre, que pegaba un salto cada vez que nos golpeaba una ola, llenándonos de espuma y risas… Y cómo le digo a gritos que soy capaz de cruzar a nado el mar y él responde que sí, que claro que puedo…

Te esperan experiencias muy duras, papá.

Y tampoco a mamá le espera un futuro dichoso.

La playa, llena a rebosar de niños exultantes y adultos satisfechos, quedó muy atrás. La genuina alegría que los dominaba era un rumor en la distancia. No percibí el instante en que comenzó la presión. Simplemente, me di cuenta de que me costaba nadar, como si el agua no me permitiese flotar. Noté un peso sobre los hombros.

Se trataba del más elemental de los enfrentamientos. No había nada rebuscado en el ejercicio de la «presión». Era sólo fuerza contra fuerza.

Yo creía de veras, papá, que podía cruzar el mar a nado.

Proyecté una cortina sobre mí a modo de coraza, apartando así de mis hombros el peso que se hacía insoportable. Y susurré, una vez más:

—Zavulón, yo te convoco…

Las fuerzas que había conseguido reunir durante mi estancia en el campamento se desvanecían rápidamente, debilitando la coraza.

«Te escucho, Alisa».

¡Había respondido! ¡Acudía a mi llamada! ¡Y a tiempo, como siempre!

—Zavulón, estoy en una situación desesperada.

«Lo sabía. Lo lamento mucho».

No alcancé a comprender de inmediato qué significaba aquel «lo sabía». Como tampoco comprendí la razón de aquel tono impersonal con que me hablaba, ni la ausencia del flujo de fuerza que cabía esperar me transfiriera. ¿Cómo era posible, cuando Zavulón siempre había compartido su fuerza conmigo, incluso cuando yo no la necesitaba tanto como en ese momento?

—Dime, Zavulón, ¿voy a morir?

«Lamento que así sea».

La coraza era cada vez más delgada, y yo seguía sin encontrar una razón a lo que me estaba sucediendo.

¡Zavulón podía interceder! ¡Vaya si podía, por mucha que fuera la distancia que nos separara! ¡Además, con una mínima porción de su fuerza yo tendría suficiente para resistir los embates de Igor y ganar el duelo!

—Zavulón, ¡tú me dijiste que el amor es una fuerza inmensa!

«¿Acaso no lo has comprobado ya por ti misma? Adiós, niña querida».

Sólo entonces comprendí lo que estaba pasando. De pronto supe de qué se trataba todo aquello, justo cuando mis fuerzas comenzaron a flaquear definitivamente y la presión invisible volvía a abatirse sobre mí, empujándome hacia el cálido abismo en penumbras.

—¡Igor! —grité, pero la fuerza de una ola acalló mi voz.

Él nadaba a unos cincuenta metros de mí y no me miraba. Estaba llorando, pero el mar no distingue las lágrimas. Y mientras, me hundía cada vez más en el abismo.

¿Cómo evitarlo? ¿Cómo librarme de aquello?

Intenté reunir fuerzas entre quienes se habían concentrado en la orilla para observar el eclipse. No obstante, la dulzona alegría de la que estaban imbuidos y los chillidos de gozo que soltaban carecían de cualquier fuerza oscura que pudiera serme útil. Definitivamente, allí no había nada que pudiese aprovechar.

Sin embargo, a unos cien metros de nosotros ocurría algo: el desdichado adolescente que se había enamorado de mí, el único que había conseguido advertir que Igor y yo nos internábamos en el mar, hacía denodados esfuerzos por vencer el ímpetu de las olas y los calambres que le atenazaban las piernas, para nadar hacia nosotros. Aquel orgulloso muchachito, que respondía al estúpido nombre de Mákar, avanzaba presuroso, consciente ya de que sus fuerzas no le alcanzarían para volver nadando hasta la orilla.

El amor: esa fuerza inmensa. ¡Mira que son tontos los hombres cuando se enamoran! Tonto era Mákar, que chapoteaba despavorido gracias al pánico que comenzaba a dominarlo. Podía aprovecharme de su miedo y conseguir alargar mi agonía un par de minutos más…

Y tonto era también Igor, que nadaba a lo lejos, incapaz de ver, oír o sentir nada de lo que ocurría a su alrededor, porque sólo ocupaba su mente la idea fija de que yo había matado su amor. Pobre Mago de la Luz, desconocedor de que en los duelos no hay vencedores ni vencidos, sobre todo cuando se trata de un duelo urdido cuidadosamente por Zavulón.

—Igor… —balbuceé, mientras me hundía en el agua aplastada por la enorme fuerza con que el sombrío cielo me empujaba hacia el fondo cada vez más oscuro.

Perdóname, papá, pero no puedo salvar este mar a nado…