1
Todas las mañanas me sucede lo mismo. Da igual que me levante a las siete o, incluso, a las seis. Al final, siempre me faltan cinco minutos para estar lista. Me gustaría saber por qué rayos sucede.
Estaba pintándome los labios frente al espejo a toda prisa y, como suele pasar cuando vas como un bólido, no conseguía perfilármelos, como si fuera una chiquilla que le roba el carmín a su madre por primera vez. Habría sido mejor pasar del maquillaje e irme directamente al trabajo. Francamente, soy la clase de mujer que puede permitirse salir a la calle sin maquillar.
—¡Alia!
¡Ya empezamos! ¡Esto tampoco podía faltar!
—¿Qué, mamá? —grité mientras me calzaba.
—Ven aquí un momento, cariño.
—Mamá, ya estoy en la puerta a punto de salir —dije y terminé de cerrar la hebilla del zapato.
—¡Alia!
No tenía sentido discutir. Me dirigí a la cocina, taconeando con fuerza, aunque no estaba enfadada, ni mucho menos. Como todos los días, mi madre se encontraba sentada ante el televisor encendido, bebiendo la acostumbrada taza de té acompañada del acostumbrado trozo de tarta danesa. ¿Qué diablos le encontraba a esas repugnantes tartas danesas? ¡Pero si son una basura asquerosa! Y eso por no hablar de lo mucho que engordan.
—¿Vas a volver tarde también esta noche, cariño? —preguntó mi madre sin molestarse en apartar la vista de la pantalla.
—No lo sé.
—Alisa, no puedes seguir permitiendo que te retengan hasta esas horas. Tienes un horario y no pueden exigirte que trabajes hasta la una de la mañana…
—Para eso me pagan —dije sin inmutarme.
Entonces sí me miró. Percibí un leve temblor en sus labios.
—Me lo echas en cara, ¿no es cierto? —La voz de mi madre poseía una firmeza más propia de una actriz. No sé por qué nunca quiso dedicarse al teatro—. Vivimos de tu salario, sí —continuó—. El gobierno nos ha despojado de todo lo que teníamos y nos ha dejado tirados en un arcén. Gracias por recordárnoslo, hijita. Papá y yo te estamos muy agradecidos. ¿No crees que sería mejor que te ahorraras el repetírnoslo a diario?
—No era esa mi intención, mamá; pero sabes muy bien que mi día de trabajo es así y que no está sujeto a las normas habituales.
—¡Día de trabajo, dices! —Mi madre abrió los brazos. Una miga de tarta le colgaba de un labio—. ¿Por qué no, mejor, «noche de trabajo»? Y, encima, ¡ni siquiera sabemos a qué te dedicas!
—¡Pero mamá!
Naturalmente, mi madre estaba muy lejos de pensar en serio lo que decía. Más bien al contrario, siempre estaba ufanándose ante sus amigas de lo ejemplar y maravillosa que era su querida hija. Debía de haberse levantado con ganas de pelea. O tal vez hubiese estado mirando las noticias y se le hubiera agriado el humor al ver otra de las desgracias que nos sobrevendrían. Quizás se hubiera peleado con mi padre y era por eso por lo que él se había marchado tan temprano.
—¡Y no quiero que me hagas abuela a los cuarenta años! —soltó de pronto, sin venir a cuento. He aquí su mayor preocupación: que me case, me vaya de casa y ella y mi padre se queden solos. Aunque es probable que no le toque padecer esa convivencia a solas. Una vez estuve estudiando las líneas de la realidad y descubrí que hay una gran probabilidad de que mi padre la abandone por otra mujer. Él es tres años más joven que ella y cuida su aspecto, algo que mi madre no hace.
—Este año cumples cincuenta, mamá —le dije—. Y ahora discúlpame, que tengo mucha prisa.
Su voz me alcanzó en el recibidor. Ahora sí que tenía toda la razón:
—¡Jamás has querido que tú y yo hablemos como dos seres humanos!
—Pues alguna vez lo quise —farfullé, saliendo ya del apartamento—. Cuando todavía era humana. ¿Dónde estabas entonces, mamá?
Naturalmente, mi madre se consolaría pensando en el escándalo que me iba a montar por la noche y con la esperanza de que conseguiría arrastrar también a mi padre a la discusión. Me desanimé sólo de pensarlo. ¿A qué venía esa manía de mi madre de implicar a la persona amada en todas sus discusiones? Porque todavía lo ama, lo sé porque lo he verificado. Y, sin embargo, no se da cuenta de que su manera de actuar ha acabado apagando en mi padre todo vestigio de amor.
Me ocuparé de que no suceda algo así en la vida. ¡Y no dejaré que mi madre continúe haciendo lo que le venga en gana!
En el rellano no había nadie, aunque de haber encontrado a alguien no me habría detenido. Me volví hacia la puerta y agucé la vista hasta que distinguí mi sombra. Mi verdadera sombra, la que sólo nace en el Crepúsculo. Ésa que aparece cuando las Tinieblas se espesan hasta convertirse en una oscuridad total, tan negra que, a su lado, una noche sin estrellas parece un día de verano. Entonces, sobre la plana superficie de esa negrura se agita de pronto una silueta grisácea, vaporosa; una silueta que, sin ser plana, carece de volumen, como si la hubieran recortado de un trozo sucio de gasa. O tal vez no. Quizá las tijeras practiquen una incisión en la zona más oscura de las Tinieblas para abrir un portal que conduzca al Crepúsculo.
Avancé y me adentré en mi sombra, que se irguió para recibir mi cuerpo. Y el mundo cambió. Los colores se atenuaron. Una penumbra opaca y gris, semejante al color de la pantalla de un televisor cuyos controles de luz y contraste se llevan al mínimo, se apoderó de todo. Los sonidos se espaciaron hasta convertirse en un rumor sordo y lejano, como el embate de las olas que nos llega desde muy lejos.
Me había adentrado en el Crepúsculo. Vi la rabia de mi madre flotando en el apartamento. Una nube del color de un limón verdoso, un color ácido, en el que se mezclaba la pena que sentía por sí misma y la repugnancia que sentía hacia mi padre —esta de un verde más intenso— que había bajado a una hora muy temprana a encerrarse en el garaje con su coche.
Percibí que sobre la cabeza de mi madre comenzaba a formarse un vórtice de color negro. Todavía no era más que una maldición débil, aunque dirigida con precisión, del tipo, «¡Ojalá te atragantes con tu trabajo, víbora desagradecida!». Pero se trataba de una maldición de madre. Es decir, una maldición muy potente y eficaz.
¡Allá tú si te crees que voy a permitírtelo, mamá! Ya conseguiste que mi padre sufriera un infarto a los treinta y siete años, y hace tres lo salvé a duras penas del segundo. Fue tal el precio que tuve que pagar, que no quiero ni acordarme de aquello. Y ahora vas y la tomas conmigo, ¿no?
Me hundí en el Crepúsculo con tal ímpetu que sentí una aguda punzada bajo las axilas. Agarré la conciencia de mi madre. Intentó escabullirse de una sacudida, pero acabó por quedarse quieta, esperando.
Ya la tenía… Ahora tocaba…
Comencé a sudar, a pesar del frío que hace siempre en el Crepúsculo. Estaba agotando unas fuerzas que más tarde iba a necesitar en el trabajo. Sin embargo, me bastaron unos instantes para borrar de la mente de mi madre la conversación que acabábamos de tener. De pronto se sentía feliz de que yo me dejara las pestañas en un empleo en que tanto me apreciaban y de que saliera al alba para no regresar hasta últimas horas de la noche.
Había cumplido mi propósito, por mucho que el efecto fuera muy provisional, pero no quise penetrar hasta el fondo de la conciencia de mi madre. Al menos garantizaba un par de meses de tranquilidad, y no sólo para mí, sino también para papá, a quien quiero mucho más que a mi madre. Únicamente los niños pequeños titubean cuando se les pregunta a cuál de sus padres quieren más. Los adultos no tienen ninguna dificultad para responder.
Cuando hube acabado, aparté de mi madre el torbellino negro, que se replegó contra la pared y se alejó en busca de otra persona a la que adherirse. Respiré hondo y contemplé el rellano con ojo crítico.
Sí que hacía mucho tiempo que no llevaba a cabo una buena limpieza por allí. El musgo azul había recubierto las paredes con avidez. Su maraña era especialmente mullida en torno a la puerta de nuestro apartamento. ¿Cómo iba a ser de otra forma, cuando la permanente histeria de mi madre le daba alimento en abundancia? Cuando era pequeña creía que el musgo azul era una creación de los Luminosos para asediarnos. Más tarde me explicaron que es el habitante primigenio del Crepúsculo, un parásito que se alimenta de las emociones humanas.
—¡Hielo! —ordené extendiendo una mano.
El frío se reunió obediente en mis dedos y frotó la pared como si fuera un cepillo de cerdas duras. Las heladas agujas de musgo cayeron al suelo y se desvanecieron.
¡Así aprenderéis!, pensé. ¡Para que luego creáis que podéis alimentaros impunemente de las ideas de la gente! ¡A ver si podéis con la verdadera fuerza, la de los Otros!
Salí del Crepúsculo y me arreglé el cabello. Sequé con un pañuelo la película de sudor que me cubría la frente. Al mirarme en el espejo corroboré lo que ya sabía: se me había corrido el maquillaje.
No tenía tiempo para retocármelo, de modo que me cubrí con una leve máscara, tras la que ningún humano conseguiría adivinar los desastres de mi maquillaje. A esas máscaras las llamamos «velos,» y suelen provocar la mofa de los Otros, aunque todos nos veamos obligados a recurrir a ellas de vez en cuando, bien porque tenemos prisa, bien porque necesitemos causar una buena impresión, o, sencillamente, para divertirnos un rato. Sé de una joven bruja de Pakov, cuya destreza no alcanza para mucho más que para ponerse el «velo,» que lleva tres años trabajando como modelo de alta costura y vive de eso. Lo único malo es que el conjuro no vale para imágenes de vídeo o fotografías, así que la pobre vive rechazando ofertas para aparecer en anuncios publicitarios.
Evidentemente, ese día me había levantado con el pie izquierdo. El ascensor tardó en llegar —encima, desde hace no sé cuánto tiempo sólo funciona uno de los dos— y al llegar abajo me di de bruces con Vitalik, el joven que vive en el apartamento de arriba. En cuanto me vio con el «velo» se quedó de piedra y con una sonrisa estúpida dibujada en el rostro. Lleva enamorado de mí desde los trece años, con un amor tonto, mudo y no correspondido. Tengo que admitir que la culpa es mía. Cuando me tocó aprender los conjuros de amor decidí entrenarme con él, que ya no me quitaba ojo cada vez que me ponía a tomar el sol en bañador en el balcón. ¡Y se me fue la mano! ¡Me olvidé de ponerle límites! Y se enamoró de mí de golpe y para siempre. Si está mucho tiempo sin verme se le pasa, pero basta que se encuentre conmigo para que vuelva a obsesionarse. Jamás será feliz en el amor, el pobre.
—Tengo mucha prisa, Vitalik —dije con una sonrisa.
Pero no se movió, cortándome el paso. Y se decidió a piropearme.
—¡Qué hermosa estás hoy, Alisa!
—Gracias —repuse. Lo aparté suavemente y percibí su estremecimiento cuando mi mano le empujó el hombro. Se pasaría una semana entera recordando aquel contacto.
—¡Acabo de aprobar mi último examen, Alisa! —dijo cuando ya me alejaba—. ¡Pronto seré un estudiante universitario!
Me volví y lo miré atentamente. Me costaba creer que aquel muchacho que olía a loción contra el acné pudiera abrigar esperanzas de liarse conmigo. ¿Acaso se creía en serio que por haberse matriculado en la universidad e «iniciado la vida adulta» aumentaban sus posibilidades?
—¿No será que te estás escaqueando del servicio militar, Vitalik? —pregunté—. Los hombres ya no son lo que eran. Ahora son asexuados. Basura. No como antes, que se iban al servicio militar y vivían todo tipo de experiencias, y sólo después se matriculaban en la universidad.
La sonrisa se le fue borrando lentamente del rostro. ¡Eso te pasa por enamoradizo!, pensé.
—Adiós, Vitalik —agregué, y salí a toda prisa hacia el bochornoso día de verano. Sin embargo, mi estado de ánimo había mejorado. Es divertido observar a perritos falderos como Vitalik. Flirtear con ellos resulta aburrido. Irse a la cama, repugnante. Pero observarlos: ¡eso sí que da gusto! Algún día tendría que besarlo.
Sin embargo, me olvidé de Vitalik muy rápidamente. Ahora tocaba elegir un coche. Dejé pasar el primero. El conductor me lanzó una mirada ávida y angustiosa, pero tenía a su mujer sentada al lado. El siguiente coche se detuvo.
—Voy al centro —dije inclinándome hacia la ventanilla—. A la plaza Manezhnaia.
—Suba. —El conductor, un tipo de unos cuarenta años y aspecto de intelectual, abrió desde dentro la puerta de su viejo Zhiguli—. Es imposible negarse a llevar a una joven tan atractiva.
Me acomodé en el asiento del acompañante y bajé la ventanilla. El aire me refrescó la cara. ¡Qué alivio!
—Creo que de haber tomado el metro, podría haber llegado antes —me advirtió el conductor con franqueza.
—No me gusta el metro —dije.
Me cayó bien aquel conductor. No era de los que desnudan con la mirada, aunque era evidente que me había pasado con el «velo,» y el coche estaba cuidado y limpio. Además, tenía unas manos fuertes y muy bonitas que sujetaban el volante con una extraña mezcla de firmeza y ligereza. Pensé que era una lástima que tuviese tanta prisa esa mañana.
—Llega tarde al trabajo, ¿no? —adivinó el conductor. Me trataba de «usted,» pero lo hacía con una calidez que confería un tono de intimidad a sus palabras. ¿Qué tal si le dejo mi número de teléfono?, pensé. Soy una joven libre, de modo que puedo hacer lo que me plazca.
—Sí.
—Me gustaría saber dónde trabajan jóvenes así de hermosas. —No parecía un piropo o un intento de trabar conversación. Más bien se trataba de una franca curiosidad.
—Las demás no sé a qué se dedican. Yo soy bruja.
Se echó a reír.
—No sé de qué se ríe. Es un trabajo como cualquier otro. —Encendí un cigarrillo. El conductor había hecho un leve gesto de disgusto cuando saqué el paquete, así que no le pedí permiso para encenderlo.
—¿Y a qué se dedican fundamentalmente las brujas?
Tomamos la avenida Rusakovskaia y el coche ganó velocidad. Tal vez consiguiera llegar a la hora a la oficina después de todo.
—Depende —respondí con desgana—. En lo esencial, nos enfrentamos a las fuerzas de la Luz.
El conductor pareció seguir un juego que, en realidad, distaba mucho de serlo.
—Entonces, por lo que veo, está usted del lado de las sombras.
—Del lado de las Tinieblas —precisé.
—¡Fantástico! Yo también conozco a una bruja: mi suegra —dijo entre risas—. Pero, por suerte, ya se ha jubilado. Por cierto, ¿qué tiene en contra de las fuerzas de la Luz?
Antes de responder estudié su aura. No había de qué preocuparse. Era un humano.
—Se entrometen en todo. A ver, dígame una cosa: ¿qué es para usted lo más importante en este mundo?
Meditó un instante y respondió:
—La vida. Y que nadie se entrometa en mi vida.
—Muy bien —aprobé—. Porque todos queremos ser libres, ¿no es cierto?
Asintió.
—Pues eso es lo que hacemos las brujas. Somos luchadoras por la libertad. Luchamos por el derecho de cada individuo a hacer lo que le plazca.
—¿También cuando se trata de alguien que quiere hacer el Mal?
—Está en su derecho.
—¿Y si para ejercer el suyo propio atenta contra los derechos de otras personas? Entonces, ¿qué?
Casi me echo a reír. Estábamos adentrándonos en la clásica disputa sobre el tema «diferencias entre la Luz y las Tinieblas». Tanto nosotros, los Tenebrosos, como los que se hacen llamar Luminosos solíamos adiestrar a los novatos en esas discusiones.
—Si alguien quiere atentar contra tus derechos, impídeselo. Tienes derecho a hacerlo.
—Ésa es la ley de la selva, ¿no? La razón está del lado del más fuerte.
—Del más fuerte, del más listo, del que sabe ver más allá. Y no sé por qué la llama «ley de la selva». Se trata, ni más ni menos, que de la ley de la vida. ¿Acaso podría ser de otra manera?
El conductor meditó unos instantes.
—No —admitió por fin—. No puede ser de otra manera. Entonces, debo entender que yo ahora podría meterme en alguna carretera oscura, lanzarme sobre usted y violarla. ¿Es así?
—¿Está seguro de ser más fuerte que yo?
El coche estaba detenido ante un semáforo, así que él pudo volverse y observarme atentamente. Negó con la cabeza y dijo:
—No. No estoy seguro. Pero sepa que si no voy por ahí violando mujeres no es porque crea que van a resistirse, en absoluto. ¡Tengo otras buenas razones, caramba!
Comenzaba a ponerse nervioso. Aparentemente, estábamos bromeando, pero él sentía que había algo en el aire que transcendía la frivolidad de una mera charla sin importancia.
—Que lo pueden meter en la cárcel. Ésa es la otra razón. Y ninguna más —dije.
—Se equivoca —replicó con firmeza.
—No me equivoco, no. —Sonreí—. No hay más razón que esa. Salta a la vista que es usted un hombre normal y sano, así que sus reacciones ante una mujer son las correctas. Pero para eso está la ley, y ella impide que usted se arroje sobre cualquier muchacha que le guste. Por eso, se aplica primero a conquistarlas.
—De modo que bruja… —farfulló el conductor, y sonrió con ironía. Pisó el acelerador hasta el fondo.
—Bruja, sí —recalqué—. Por eso digo la verdad y no me ando por las ramas. No me va a negar que lo que la gente quiere es vivir en libertad. Es decir, hacer lo que le venga en gana. Es cierto que nadie lo consigue plenamente, porque todo el mundo tiene sus propios deseos y a veces colisionan. La libertad no es más que una lucha entre todos por conseguir que se cumplan los objetivos que cada individuo se traza. Y las sociedades viven en armonía cuando cada uno es consciente de sus deseos y lucha por realizarlos, aunque tenga que atenerse a los deseos ajenos.
—¿Y la moral? ¿Dónde se la deja?
—¿De qué moral me habla?
—De la moral compartida por toda la humanidad.
—¿Qué moral es esa?
No hay nada más divertido que empujar a alguien a un callejón sin salida pidiéndole que formule cabalmente una pregunta. Por lo general, la gente no repara en el sentido de las palabras, sean ajenas o propias. Creen que las palabras transmiten la verdad, que cuando una persona oye la palabra «rojo» acude a su mente una cereza roja y no un charco de sangre, que la palabra «amor» le hará evocar un soneto de Shakespeare y no las películas del canal Playboy. He ahí el motivo de que se vean en un callejón sin salida cuando a la palabra que han pronunciado no se le da el sentido que esperaban.
—No me negará que existen unos fundamentos —dijo—. Unos dogmas. Tabúes. O, ¿cómo se llaman?… Unos mandamientos.
—¿Cuáles? —lo animé.
—No robarás.
Solté una carcajada. Él no pudo evitar sonreír.
—No desearás a la mujer de tu prójimo —añadió, ahora rió abiertamente.
—¿Lo consigue? —pregunté.
—A veces.
—Y lo de «no desearás,» ¿qué tal se le da? ¿Consigue controlar sus instintos?
—¡Es usted una bruja! —exclamó—. De acuerdo, me arrepiento de mis pecados…
—¡No tiene que arrepentirse de nada! —apunté—. Pero si es que es normal. ¡Es la libertad! Su libertad. Robar, desear. ¿Por qué no hacerlo?
—¡No matarás! —me interrumpió de pronto—. ¿Qué me dice a eso? He ahí un mandamiento con un verdadero alcance universal.
—Sería mejor si dijera algo así como «no hiervas al corderito en la leche de su madre». ¿Es que usted no ve la televisión ni lee los periódicos? —pregunté.
—A veces. Y no es que me lleve muchas alegrías, la verdad.
—Entonces, ¿por qué le da la categoría de universal al mandamiento que reza «no matarás»? Esta mañana he visto en las noticias que en el sur han secuestrado a otras tres personas. Exigen el pago de un rescate y ya le han cortado un dedo a cada uno, para que no queden dudas de que van en serio. Ah, y entre los secuestrados hay una niña de tres años a la que, por cierto, también le cortaron un dedo.
El hombre cerró con fuerza las manos en torno al volante. Sus nudillos se pusieron blancos.
—Cabrones… —masculló—. ¡Monstruos! Escuché esa noticia, sí. ¡Claro que la escuché! Pero esos no son humanos, son abortos de la naturaleza. ¡Sólo unos tipos aberrantes pueden hacer cosas así! Si pudiera, los estrangularía con mis propias manos.
Permanecí en silencio. Su aura se tornó de un rojo intenso. Temí que acabáramos despeñándonos contra otro coche. ¡Estaba totalmente fuera de sí! Me di cuenta de que había dado en la diana: él mismo tenía una hija pequeña…
—¡Habría que colgarlos a todos! —continuó con su catálogo de castigos—. ¡Quemarlos con napalm!
Esperé a que se calmara un poco y sólo entonces dije:
—¿Cómo era eso que me explicaba sobre los mandamientos universales? Si ahora mismo le pusiera una ametralladora en las manos, estoy segura de que apretaría el gatillo sin vacilar ni un instante.
—¡Los mandamientos no tienen nada que ver con esos monstruos! —explotó. ¿Dónde rayos se había metido toda su inteligencia? Desprendía flujos de energía en todas las direcciones. Fui incorporándolos para restituir la fuerza que había gastado por la mañana.
—Los terroristas, por mucho que lo sean, no son monstruos —puntualicé—. Son personas. Igual que usted. Y no existe mandamiento alguno al que las personas deban someterse. Eso está demostrado por la ciencia.
A medida que yo extraía su energía, el conductor se iba calmando. Sin embargo, cuando llegara la noche el péndulo de sus emociones volvería a animarse y se dejaría dominar nuevamente por la ira. Es como cuando sacas agua de un pozo. Puede que parezca que lo has vaciado, pero poco a poco volverá a llenarse.
—De todos modos, usted no tiene razón —dijo, ya más calmado—. Es cierto que lo que dice tiene cierta lógica, pero… Si comparamos estos tiempos con, por ejemplo, la Edad Media, no hay ninguna duda de que la moral ha evolucionado mucho.
—¡Qué tonterías dice! —protesté—. ¿Que la moral ha «evolucionado»? En la Edad Media había estrictas normas de honor que valían incluso para la guerra. Entonces, a las guerras iban hasta los reyes, hombro con hombro con los plebeyos, arriesgando el trono y la vida. En cambio, ahora… Se le ocurre a una gran potencia aplastar a un país cualquiera y se dedica a bombardearlo durante tres meses, librándose de paso de la munición caducada que ya no cabe en los almacenes. ¡Ahora ni los soldados arriesgan sus vidas! Es como si a usted le diera por invadir la acera y tumbar a los peatones como si fueran bolos.
—Las reglas de honor eran válidas para los aristócratas —protestó con aspereza el conductor—. Los plebeyos morían en masa.
—¿Acaso ahora es diferente? —pregunté—. ¡Los oligarcas respetan cierto código de honor cuando se enfrentan! Porque todos tienen a sus ejecutores a sueldo, información que compromete a los otros y muchas veces intereses y hasta parientes comunes. ¡He ahí la nueva aristocracia! Como los reyes de otros tiempos: ¡son ellos los que tienen la sartén por el mango! Y el pueblo, como antes, sigue siendo carne de cañón. Un rebaño de ovejas a las que en ocasiones conviene esquilar, pero que la mayor parte de las veces resulta más lucrativo enviar directamente al matadero. Así que nada ha cambiado. ¡Ni hubo mandamientos antes, ni los hay ahora!
El conductor no supo qué replicar. Y no volvió a abrir la boca durante el resto del trayecto. Dejamos la calle Kamerguerskoia y tomamos la Tverskaia. Le indiqué dónde dejarme. Le pagué mucho más de lo que valía la carrera. Sólo entonces volvió a hablar:
—Nunca más dejaré que una bruja suba a mi coche —bromeó—. Le destrozáis los nervios a cualquiera. ¿Cómo iba a pensar que llevar a una joven tan hermosa iba a estropearme el día de esta forma?
—Lo siento, de veras —repuse, dedicándole mi mejor sonrisa.
—Que le vaya bien en… el trabajo —se despidió, y el coche se alejó a toda prisa.
Ésa sí que era buena. Era la primera vez que alguien me tomaba por prostituta. Y todo por culpa del «velo». Y del barrio, claro.
No obstante, la buena noticia era que había recuperado toda la energía derrochada a primera hora de la mañana. Mi conductor, aquel hombre culto y sano, había resultado ser un magnífico donante. Únicamente con la ayuda del prisma de la fuerza había conseguido resultados similares. Me estremecí sólo de recordarlo. Qué tonta había sido entonces. Qué rematadamente tonta. Cómo había destrozado mi vida. Un breve instante y ¡zas!, todo perdido.
¡Estúpida! ¡Estúpida y avariciosa!, pensé.
Era una suerte que ningún humano fuese capaz de ver mi verdadero rostro. Porque ahora sería tan penoso como el del tonto de mi joven vecino.
En fin: a lo hecho, pecho. No puedes cambiar el pasado. Ni puedes recuperar la situación que ocupabas… ni la predisposición hacia ti. Yo tengo la culpa de todo. Eso está claro. Y al menos me queda el consuelo de que Zavulón no me entregara a los Luminosos.
Zavulón me amaba. Y yo lo amaba a él. ¿Acaso hay algo extraño en que una joven bruja se enamore del jefe de la Guardia Diurna, cuando repara en que él la mira con benevolencia?
Apreté tanto los puños que me clavé las uñas. Había logrado sobrevivir a los sucesos del verano anterior. Sólo las Tinieblas saben cómo lo hice. Pero lo conseguí.
Y ya no tenía sentido seguir recordando el pasado, lloriquear e intentar recuperar los favores de Zavulón. Después del huracán que habíamos vivido, que se desató el día de mi vergonzosa captura por los Luminosos, no había vuelto a dirigirme la palabra ni una sola vez. Y estoy segura de que no me hablará, al menos, durante el próximo siglo. Un coche que avanzaba despacio junto al bordillo frenó de pronto a mi lado. No estaba nada mal. Era un Volvo, y bastante nuevo. El conductor asomó la cabeza por la ventanilla. Iba rapado al cero y exudaba autocomplacencia. Me examinó lentamente, sonrió y soltó a bocajarro:
—¿Cuánto?
Me quedé de piedra.
—¿Cuánto cobras por dos horas? —insistió.
Eché un vistazo a la matrícula. No era de Moscú. Ya sabía a qué atenerme.
—Las prostitutas están más adelante, imbécil —mascullé—. Y ahora piérdete de mi vista.
—¿Tus polvos son gratis? —insistió el imbécil, pretendiendo salir del paso, a pesar de la desilusión—. Piensa que hoy me he levantado generoso.
Le di la espalda y me encaminé hacia el edificio. La palma de la mano me ardía. El gremlin es un conjuro sencillo, pero lo había arrojado con demasiada fuerza. Sobre el capó del Volvo acababa de caer un ente incorpóreo. En realidad no era un ente, ni un ser, sino una acumulación de energía imbuida de la pasión por destruir artefactos mecánicos.
Si la cosa iba bien, el motor estaría acabado muy pronto. De lo contrario, tendría que conformarme con que fallara la compleja electrónica burguesa del coche, con la rotura del carburador o los ventiladores, o con la caída de alguno de los tornillos o correas de los que el dichoso Volvo estaba lleno. Jamás me ha interesado la mecánica de los automóviles aparte de algunas nociones muy elementales, pero el efecto del gremlin lo conozco muy bien.
El conductor ya se alejaba con su palmo de narices, sin perder el tiempo en insultarme. ¿Se acordaría de mí cuando el coche lo dejara tirado? Seguro que sí. Y se lamentaría: «¡Ay, cómo me ha jodido la bruja!», sin tener conciencia de que estará dando en el clavo.
Me divirtió imaginarlo, aunque al pasar por delante de los lujosos escaparates de las tiendas que hay en los bajos del edificio no pude dejar de pensar que el día ya se había estropeado sin remedio: llegaba al trabajo con cinco minutos de retraso, me había peleado con mi madre y, encima, el imbécil del Volvo.
Con gesto mecánico, levanté mi sombra del suelo y entré en el edificio por una puerta invisible para los humanos.
El cuartel general de los Luminosos en el edificio Sokol simula ser un edificio de oficinas como cualquier otro. En cambio, nuestra sede es mucho más elegante y está camuflada con más gracia. En realidad este edificio de siete plantas, en cuyos bajos hay tiendas bastante exquisitas incluso para la media moscovita, y cuyos apartamentos están ocupados por familias, tiene tres plantas más que las accesibles a la mirada del común de los mortales. Fue construido especialmente para albergar la sede de la Guardia Diurna, y los conjuros que ocultan su verdadero aspecto están anclados en cada uno de los ladrillos y piedras de su estructura. Probablemente los inquilinos de esos apartamentos, que en su mayoría son personas de lo más normales, experimentan una sensación muy extraña cuando suben en el ascensor. Como si el tránsito de la primera a la segunda planta fuera demasiado largo…
Y no están equivocados, porque, en efecto, el ascensor tarda más de lo normal en cubrir esa distancia. Lo que ellos consideran segunda planta es, en realidad, la tercera. Y la genuina segunda planta, donde está instalada la central de vigilancia y se alojan la armería y los servicios técnicos, es invisible para ellos. Ocupamos otras dos plantas que coronan el edificio, también invisibles al ojo humano. Sin embargo, cualquier Otro dotado de la fuerza necesaria, puede asomarse al Crepúsculo y admirar las recias paredes de granito y las ventanas en forma de arco, casi siempre cerradas por unas gruesas cortinas. Hace unos diez años instalaron aire acondicionado en el edificio y afearon la severidad de las paredes con los ridículos aparatos de refrigeración. Hasta entonces regulábamos la temperatura por medio de la magia, aunque, francamente, no valía la pena recurrir a esa energía cuando es mucho más barato servirse de la electricidad.
Una vez me enseñaron una fotografía de nuestro edificio tomada desde el Crepúsculo por un mago muy hábil. ¡Es un espectáculo fascinante! En primer plano, la calle llena de coches y de gente vestida con elegancia. Los escaparates de las tiendas de la planta baja, las ventanas. Una anciana de rostro amable está asomada a una de estas; en otra, se ve a un gato sentado en el alféizar. Se lo adivina incómodo, molesto. Los animales perciben fácilmente nuestra presencia. Y al margen de todo eso, se aprecian las dos entradas desde la calle Tverskaia. Ambas están abiertas y junto a una de las puertas se encuentra el joven vampiro que la cuida, limándose las uñas con indolencia. Sobre la planta baja, ocupada por las tiendas, se dibuja una franja de piedra negra con las manchas marrones de las ventanas. Y en lo alto, como si se tratara de un gorro que corona y aplasta el edificio, se ven las otras dos plantas de la Guardia Diurna.
¡Qué divertido sería mostrar esa fotografía a los inquilinos del edificio! Aunque, bien pensado, todos dirían que se trata de un burdo fotomontaje. Burdo, porque el aspecto del edificio es verdaderamente absurdo. Cuando mis relaciones con Zavulón todavía eran amistosas, le pregunté por qué habían instalado las oficinas de la Guardia Diurna en medio de un edificio de viviendas. Se rió y dijo que así se impedía cualquier intento de ataque por parte de los Luminosos. La posibilidad de que muriera gente inocente los inhibiría. Está claro que los Luminosos también matan humanos sin contemplaciones, pero necesitan justificar sus acciones con toda una madeja de coartadas farisaicas, de manera que siete plantas de un edificio lleno de humanos constituían un excelente escudo.
El minúsculo puesto de vigilancia de la primera planta, situado delante del acceso a dos ascensores y una escalera de incendios de los que tampoco tenían noticia los inquilinos, parecía estar vacío. No había nadie sentado a la mesa de recepción, ni en la butaca frente al televisor. Tardé un instante en advertir a los dos vigilantes que, según las normas, tenían que estar allí. Eran un vampiro llamado Kostia, una reciente adquisición de la Guardia, y un teriántropo de nombre Vitali, un hombre lobo de Kostromá, que habíamos contratado en tiempos inmemoriales. Ambos estaban en un rincón, arrodillados y con los brazos apoyados en el suelo. Vitali reía por lo bajo. Por un instante se me ocurrió una razón francamente delirante para aquel extraño comportamiento.
—Chicos, ¿a qué estáis jugando ahí escondidos? —pregunté bruscamente. Con estos vampiros y teriántropos no hay que andarse con ceremonias. Son seres primitivos, mera fuerza bruta. Y los vampiros, encima, ni siquiera están vivos. ¡Y con todo, aún pretenden ponerse al mismo nivel que los magos y las brujas!
—¡Ven aquí, Alisa! —me llamó Vitali, sin volverse—. ¡Míralo! ¡Míralo cómo se pone!
Kostia, por su parte, se levantó bruscamente y reculó como avergonzado.
Me acerqué. ¡Cuál no fue mi sorpresa al encontrarme con lo que vi! Un ratoncito gris se movía, agitado, entre las piernas de Vitali. Tan pronto se quedaba quieto como pegaba unos saltos endiablados o chillaba y sacudía desesperadamente las patitas delanteras. Por un instante quedé desconcertada, pero bastó que me asomase al Crepúsculo para comprender de qué se trataba. Junto al aterrorizado ratoncito había un gato enorme pegando saltos: ora le acercaba las garras, ora cerraba de golpe las mandíbulas como si fuera a darle un bocado. Por supuesto, no se trataba de un gato de verdad, sino de una creación de magia, urdida, por cierto, con recursos bastante primitivos que sólo servían para asustar al pobre roedor.
—¡A ver cuánto aguanta! —exclamó Vitali con entusiasmo—. Me apuesto cualquier cosa a que se muere de miedo en menos de un minuto.
—Ahora veo a qué os dedicáis por aquí —dije, y carraspeé—. Conque abandonamos la vigilancia para pasar el rato, ¿eh? Desarrollamos los instintos de caza, ¿no es cierto? —Me incliné y cogí el ratoncillo medio muerto de miedo. Su peludo cuerpecito me temblaba en la mano. Me lo acerqué a la cara, soplé sobre él y susurré una palabra apropiada. En cuanto la hubo oído, dejó de temblar, se estiró sobre la palma de mi mano y se durmió.
—¡No me digas que te ha dado lástima! —protestó Vitali—. ¡Pero si en tu negociado os dedicáis a cocinar ratones vivos en cacerolas!
—Cierto. Hay algunos conjuros que requieren esa clase de cocimientos —reconocí—. Como también hay otros para los que utilizamos hígados de hombres lobo muertos a golpes en noches de luna llena. ¿Lo sabías?
El teriántropo me miró con rabia, pero no se atrevió a hacer comentarios. Su rango no le permitía discutir conmigo. Por mucho que yo fuese una bruja dedicada a patrullar las calles, mi autoridad superaba la de un hombre lobo al servicio de la Guardia.
—Ahora, muchachos, quiero que me digáis cuál es el protocolo establecido en casos de aparición de roedores, cucarachas, moscas, mosquitos, etcétera, en el área de la Guardia.
—Activar el amuleto desratizador —respondió Vitali con desgana—. Si se aprecia cualquier resistencia al amuleto, corresponde capturar responsablemente al animal y entregárselo al mago de servicio para que realice verificaciones más profundas.
—Conoces el protocolo, así que no puedes alegar ignorancia. ¿Habéis activado el amuleto? —pregunté.
El hombre lobo miró de soslayo al vampiro.
—No.
—Ya veo. Estamos ante un incumplimiento flagrante de las obligaciones. Como responsable de la vigilancia, recibes una amonestación. Informa de ello a tu superior.
El hombre permanecía callado.
—Repita lo que le he dicho, vigilante.
A esas alturas, ya había comprendido que no tenía sentido resistirse, así que lo repitió.
—Muy bien. Y ahora, continuad con vuestro trabajo —dije y me encaminé hacia el ascensor con el ratón dormido en la mano.
—Que le aproveche… —masculló el hombre lobo a mis espaldas. No hay manera de someter a estos monstruos a la disciplina. Su mitad salvaje es demasiado fuerte.
—Confío en que, si alguna vez tienes que enfrentarte a un combate de verdad sepas ser tan valiente como este ratoncillo —dije, y entré en el ascensor. Antes de que se cerraran las puertas, capté por un instante la mirada de Kostia. Me pareció que el joven vampiro estaba avergonzado y, tal vez, hasta contento de que el cruel juego con el ratón hubiera acabado.
Mi aparición en la oficina llevando un ratón en la mano causó un auténtico revuelo. Anna Lemesheva, la jefa de nuestro turno, ya se disponía a soltar una arenga sobre lo indisciplinada que está la juventud del tipo: «En los tiempos de Stalin, te habría enviado al campo de trabajo de Kolima por llegar cinco minutos tarde a la faena…», pero enmudeció al ver el ratón. Lena Kireieva soltó un gritito y dijo con voz melosa: «¡Qué monada!». Janna Gromova soltó una risita y me preguntó si iba a preparar «elixir de cleptomanía,» cuyo principal ingrediente es un ratón cocido, y qué me disponía a robar. Olia, Olga Melnikova, entretenida en dar los últimos retoques a su manicura, me felicitó por la presa capturada.
Coloqué el ratón sobre mi mesa con la naturalidad de quien trae uno a la oficina todas las mañanas y relaté el incidente con los guardias de seguridad.
Anna no ocultó su disgusto:
—¿Es por eso por lo que has llegado tarde?
—No sólo por eso —reconocí—. He tenido una mala suerte increíble con el transporte, Anna Tíjonovna. Y encima, llego y me encuentro con esos dos imbéciles jugando.
Anna Tíjonovna Lemesheva es una bruja vieja y experimentada y se equivocaría quien se dejara llevar por su apariencia juvenil. Tiene unos cien años y ha visto lo suficiente para que el juego con un ratón no le parezca cruel en absoluto. Aún así, dijo:
—Estos teriántropos no tienen el menor respeto por su trabajo. En los días de la batalla de Revel teníamos la siguiente consigna: «Si aceptas un teriántropo en la patrulla, pon a una bruja a vigilarlo». Imaginaos por un momento lo que habría pasado si un grupo de asalto de los Luminosos hubiese iniciado un ataque mientras esos dos imbéciles se dedicaban a jugar con el ratón. De hecho, ¿por qué no pensar que los Luminosos enviaron al ratón para distraerlos de sus obligaciones? ¡Cuánta negligencia! Francamente, Alisa, considero que deberías haberles impuesto un castigo mayor.
—Habría que darles unos azotes —intervino Kireieva como si hablara para sí, y sacudió su cabeza pelirroja. ¡Qué melena tiene! ¡Me da una envidia! Lo único que me consuela es que, aparte del cabello, sus atractivos son nulos.
—Es una lástima que se hayan abolido los azotes —dijo Anna con frialdad—. Arroja esa basura por la ventana, Alisa.
—Me da lástima —declaré—. Esas crueldades son las que han generado en la conciencia de la gente una idea caricaturesca de los Tenebrosos. Que si somos unos malvados, que si somos sádicos, monstruosos… ¿Por qué hacer sufrir a la pobre criaturita?
—Eso proporcionaría un poco de energía —dijo Olia, mientras cerraba el bote de laca de uñas—. Aunque muy pequeña. —Agitó las manos en el aire.
Janna resopló, burlona.
—¡Energía, dices! Pero si para recuperar la fuerza que habrán tenido que aplicar esos dos para generar el gato, habría que torturar una tonelada de ratones.
—Muy bien. Calculémoslo —propuso Olia—. Acabamos con este ratón y contabilizamos la cantidad de fuerza que se desprende. Habría que conseguir una balanza…
—¡Se os ocurre cada cosa! —protestó Lena—. Has actuado con mucha sensatez, Alisa. ¡Te felicito! ¿Me dejas que me quede el ratón?
—¿Para qué lo quieres? —pregunté sin conseguir disimular cierto enojo.
—Se lo regalaré a la niña. Ya tiene seis añitos, así que va siendo hora de que cuide de alguien, que lo mime. Es parte de su formación, ¿no crees?
Un incómodo silencio se adueñó de la estancia. Y era normal que así fuese. El nacimiento de un niño Otro de padres Otros es un fenómeno muy infrecuente. De hecho, sólo sucede en contadísimas ocasiones. En esto, los vampiros y los teriántropos lo tienen más fácil. Los primeros, porque ellos mismos se encargan de iniciar a sus hijos. Los segundos, porque su prole suele heredar la facultad para la transformación. Nosotros, en cambio, como también, por cierto, los Luminosos, lo tenemos mucho más difícil. Y a Lena no la había acompañado la suerte, por mucho que su marido fuese un mago experimentado que había trabajado durante largo tiempo en la Guardia Diurna. Ya no lo hace, porque una herida en combate lo obligó a retirarse. Ahora se dedica a los negocios.
—La vida de los ratones es muy corta —dije—. Y a la niña le dolerá mucho perderlo…
—No te preocupes. Ya me ocuparé yo de que este tenga una larga vida —dijo Lena sonriendo—. Unos diez años, por lo menos. Pável y yo lo garantizaremos.
—Entonces, quédatelo —acepté señalando el ratón, en un alarde de generosidad—. Ya me pasaré a verlo algún día.
Lena cogió el ratón por la cola.
—¿Cuánto lo has adormecido? —preguntó.
—Seguro que dormirá hasta la noche.
—Perfecto. —Lena se llevó el ratón a su mesa, vació una caja de disquetes y lo metió en ella.
—No te olvides de comprarle una jaula —le aconsejó Olga, que no dejaba de admirar sus uñas—. O una pecera. Porque como le dé por escaparse, te lo arañará y ensuciará todo.
Anna Tíjonovna había asistido en silencio a la transacción. Concluida esta, dio una palmada.
—Bueno, chicas, basta ya de perder el tiempo. El pobre animal ha sido salvado y acogido en un nuevo hogar. Tanta felicidad me deja sin palabras. Ahora, dediquémonos a lo nuestro.
Aunque era una jefa muy severa, Anna Tíjonovna Lemesheva jamás llegaba a la iracundia. Nunca regañaba por naderías y hasta te podía dejar hacer un poco el tonto o, incluso, marcharte a casa antes de hora. No obstante, cuando el trabajo iba en serio, más valía hacerlo sin rechistar.
Ocupamos nuestras mesas, apretadas en aquella oficina tan pequeña. Hay que pensar que cuando se construyó el edificio, era difícil imaginar que la Guardia llegaría a tener el número de efectivos con que cuenta actualmente. De modo que trabajamos en una habitación en la que a duras penas caben cuatro mesas pequeñas y una grande, que ocupa Anna Tíjonovna, lo que le da cierto aire de aula de escuela rural, un aula destinada a cuatro alumnos y su maestra.
Lemesheva esperó a que todas encendiéramos los ordenadores y nos conectáramos a la red, y anunció en tono profesoral:
—Hoy nos ocuparemos de tareas ordinarias. En concreto, de patrullar el sector sudeste de Moscú. Cada una puede seleccionar libremente el compañero que le venga bien entre los agentes operativos que estén disponibles en el puesto de guardia.
Siempre hacemos las patrullas en pareja. Normalmente, una bruja y un teriántropo y un teriántropo o vampiro. En situaciones de alarma, que requieren un patrullaje intensivo, se sustituye a los agentes operativos habituales por brujos o magos de las categorías inferiores. Pero es raro que eso suceda.
—Lenochka, a ti te tocará patrullar en Vijino y Liublino…
Kireieva, que acababa de abrir un solitario en la pantalla del ordenador, se estremeció dispuesta a protestar. No me costaba comprenderla: se trata de dos barrios enormes y bastante distantes el uno del otro. Por otra parte, cualquier resistencia era inútil, porque Anna Tíjonovna jamás modificaba una orden. Sin embargo, el carácter de Kireieva la impulsaba a protestar de todos modos.
En ese instante sonó el teléfono que estaba sobre la mesa de Lemesheva. Nos miramos con preocupación, incluida Kireieva. Se trataba del teléfono que comunicaba directamente con el centro operativo. Sólo se utilizaba para asuntos de la mayor urgencia.
—Sí —respondió Lemesheva—. Sí. Por supuesto. Comprendido. Dispuesta para la recepción…
Su mirada se nubló por un instante: el mago de servicio estaba informándole telepáticamente de la situación operativa. Por lo tanto, se trataba de algo serio. Había que salir a trabajar.
—En fila india… —susurró Lena. Aquella frase, que había tomado de unos dibujos animados, se había convertido en nuestro «Erase una vez…». Con ella comenzábamos cada aventura. Me pregunté a quién mandarían con nosotras.
Anna Tíjonovna colgó el auricular con rostro grave y severo.
—En marcha, chicas. ¡Y rápido!
No dijo lo de «En fila india…». Por lo tanto, la cosa era seria: había pelea.