3
Me despertó una certeza: me llamaban. Era una Llamada semejante a la de un vampiro que atrae a su futura víctima. Aún antes de que me desperezara por completo, ya me vi buscando la ropa que había dejado sobre una silla.
Era una llamada dulce y envolvente; una Llamada que seducía, acariciaba, animaba. Resistirse a ella era absolutamente imposible. Sonaba como una melodía, un canto o un susurro, y en cualquiera de esas figuras de la hipóstasis era la perfecta reproducción de mi espíritu.
Seguidamente, como si se tratara de un golpe en el tobillo, sentí que me empujaban hacia el siguiente peldaño. A partir de ese instante, la Llamada cesó su dominio sobre mí, aunque no dejó de llegarme. Dejé caer los pantalones al suelo y sacudí la cabeza. ¡Cómo me dolía!
La hipnótica atracción de la que era presa comenzaba a ceder. Se apartaba de mí y se hundía bajo el suelo. Una energía diáfana y precisa, una fuerza sombría.
Comprendí de pronto, con claridad, por qué la víctima de un vampiro ofrece a este el cuello con una sonrisa en los labios. La Llamada lo hace feliz. Toda su vida se ha encaminado hacia ese dulce instante, y esa misma vida, en toda su extensión, parece vacía y gris, como el mundo crepuscular, comparada con él.
En cierto sentido, la Llamada es un regalo. Una liberación. Pero para la mía aún no había llegado el momento.
Desconozco la razón, pero lo cierto es que en aquel nuevo peldaño de mi superación, la habilidad que había adquirido era la de permanecer indiferente a la Llamada. Por mucho que continuara oyéndola, había recuperado por completo el dominio sobre mis acciones. Creí comprender de qué se trataba: conseguía proteger a mi conciencia de aquel que emitía la Llamada, de manera que no sospechara que su víctima se había transformado. El manipulable sonámbulo se había convertido en cazador.
¿Cómo que en cazador? ¿Qué significa eso?, me pregunté.
Si era cierto, entonces me esperaba una cacería. Ciertamente, la situación se tornaba harto interesante.
La Llamada no cesaba.
Esto es muy curioso, pensé. Estoy en la sede de la Guardia Diurna, donde hasta el más oculto de los rincones se halla plenamente imbuido de magia. El nivel de protección de este sitio es el no va más. Y, sin embargo, se oye la Llamada… Pero ¿estaré oyéndola, en realidad?
Los Luminosos se habían empleado a fondo con aquel truco. Y también para ocultarlo de los Tenebrosos. Tenían suerte con que el jefe de la Guardia Diurna estuviera fuera de Moscú, porque a ese no habrían podido engañarlo por nada del mundo.
Me vestí sin prisas, lamentando que el sueño de irme a cenar a un restaurante, tomar una buena sopa de ternera y, tal vez, pato con salsa de cerezas, tuviera que ser pospuesto por tiempo indefinido. Antes de salir de la habita… del apartamento, instalé unos sencillos hechizos de protección. Si prefieren llamarlos apartamentos, pues que así sea. No conviene romper la tradición. Naturalmente, llevaba el reproductor de música sujeto al cinturón. Me coloqué los audífonos y me calé el gorro hasta las orejas.
Activaré la reproducción aleatoria, pensé mientras pulsaba las teclas necesarias. Probaré a ver qué me depara la suerte.
Y la suerte eligió otra canción del álbum de Kipelov y Mavrin.
El silencio se cierne sobre mí,
un cielo cargado de lluvia
que pasa a través de mi cuerpo
sin causarme el menor dolor.
Bajo el frío susurro de las estrellas,
quemamos el último puente
y todo se hundió en el abismo.
Y libre seré
del Bien y del Mal.
Mi alma sobre el filo de una navaja.
¡Vaya! Una profecía bien sombría. Y, por cierto, ¿cuándo había quemado yo mi último puente? ¿O acababa de dejar mi habitación precisamente para hacerlo? ¿Por qué, si no, en lugar de subir una planta para interesarme por la Uña que traía a todos de cabeza me sentía impelido por la Llamada? Una Llamada que sólo podía proceder de la misma fuerza que había descubierto dentro de mí hacía pocos días.
¡Libre soy! Como un ave que surca los cielos.
¡Libre! He olvidado qué es el miedo.
¡Libre! Como el viento más salvaje.
¡Libre! Y no es un sueño: bien despierto estoy.
La voz de Kipelov me seducía tanto como la Llamada misma. Su tono convincente me hipnotizaba como la verdad más categórica. De pronto comprendí que lo que estaba escuchando era el himno de los Tenebrosos. La clara manifestación del ideal que anima sus espíritus inquietos y desconocedores de toda frontera, de toda regla.
El silencio se cierne sobre mí,
y un cielo que es todo fuego.
Me atraviesa la luz
y vuelvo a ser libre.
Libre del amor,
la enemistad, los prejuicios.
Libre de los vaivenes del destino,
de los grilletes terrenales,
del Mal como del Bien.
Ya no hay sitio para ti en mi alma.
La libertad. He ahí lo único que de verdad nos importa. Ser plenamente libres. De todo. Hasta del deseo de dominar el mundo. Y es una lástima que los Luminosos no acaben de entenderlo y urdan intriga tras intriga contra nosotros, obligándonos a interponernos en su camino, guiados por el único objetivo de seguir siendo libres.
El ascensor descendió velozmente, dejando atrás las plantas visibles y las invisibles. Yo era libre…
Si Kipelov era uno de los Otros, evidentemente era Tenebroso. Porque sólo un Tenebroso es capaz de cantarle así a la libertad. De la misma manera que nadie que no sea Tenebroso conseguiría jamás captar el sentido más profundo y genuino que esconde esa canción.
La pareja de brujos que dormitaba en la entrada me dejaron salir sin poner ningún obstáculo. Había estado bien Edgar al pedirles que introdujeran mis datos en la base de datos. Salí a la calle Tverskaia, sumida en la incipiente penumbra de otra noche moscovita. Iba al encuentro de la Llamada, aunque me sentía libre de su atracción. En realidad, me sentía libre de cualquier cosa de este mundo.
¿Quién me buscaba? Y ¿qué querría de mí? No hay vampiros en las filas de los Luminosos. Quiero decir, vampiros en el sentido recto de la palabra, porque, en realidad, todos los Otros somos vampiros en cierta forma, puesto que vampirizamos a la gente corriente al extraer su energía, nuestra fuerza. Nos alimentamos de sus miedos, sus alegrías, sus penas. De hecho, la capacidad de raciocinio y movimiento son lo único que nos diferencia del musgo azul que habita en el Crepúsculo. Eso y el que utilicemos la energía que succionamos para algo más que alimentarnos.
La Llamada me condujo por la calle Tverskaia en dirección a la estación de Bielorrusia, alejándome del Kremlin. Me distinguía entre la muchedumbre vespertina, como si estuviera marcado. Y lo estaba. Por la Llamada. Estaba señalado, por mucho que nadie reparara en mí. Ni las prostitutas que escapaban del frío apoyándose contra los coches, ni sus chulos, ni los serios conductores de caros automóviles extranjeros que se detenían junto al bordillo me veían. Nadie me veía.
Tomé a la derecha por el bulevar Strastnoi.
La Llamada era cada vez más intensa. Podía sentirla con claridad. Por lo tanto, el encuentro iba a producirse muy pronto.
La hilera de coches avanzaba rauda sobre la nieve que cubría las calles. A la luz de los faros, los copos se entregaban a curiosos aquelarres.
Así es Moscú en invierno: sólo frío y penumbras.
La nieve se aposentaba pareja sobre las aceras del bulevar, los quiscos, vacíos en esa época del año, los arbustos, los cantos de las rejas que separaban los arriates de los senderos.
El ataque se produjo cuando había desandado medio camino hasta el margen Karetni.
El conjuro del extrañamiento cayó del cielo como por ensalmo. A partir de ese instante, todo lo que ocurriera en el bulevar permanecería ajeno a las miradas de los humanos. Los coches continuaban su incesante ir y venir, y los escasos transeúntes padecieron un súbito ensimismamiento y miraron al vacío, como alelados, aunque me tuviera delante.
Los Luminosos se deslizaron uno detrás de otro desde el mundo crepuscular. Eran cuatro. Dos magos y dos teriántropos, ambos en su avatar de combate: un enorme oso, blanco como la nieve, y una tigresa de pelaje rojizo.
El primer golpe, asestado a la vez desde dos lados, casi me fulmina. Pero, evidentemente, me habían infravalorado: aquellos golpes estaban pensados para aquel que yo era antes de ser capaz de resistirme a la Llamada.
Ahora ya era otro.
Abrí los brazos mentalmente y detuve los dos bloques de fuerza que se disponían a cerrarse sobre mí y aplastarme. Los detuve, anulé su potencia de ataque y los arrojé lejos de mí, sobre los Luminosos, y ello sin recurrir a toda la fuerza con la que contaba.
Nunca he presenciado el embate de un tsunami, pero esa fue la primera palabra que acudió a mi mente cuando valoré los resultados de mi reacción.
Las paredes que me habían lanzado los Luminosos, que apenas unos segundos antes daban la impresión de ser monolíticas e indoblegables, se plegaron sobre sí mismas como si fueran de hojas de papel de arroz. La fuerza del golpe arrojó a los dos magos sobre la nieve y los hizo retroceder diez metros. De no haber sido por las rejas que rodeaban los arriates, habrían ido a parar bajo las ruedas de los coches. Se levantó una espesa nube de polvo de nieve.
Los Luminosos debieron de comprender que no iban a poder conmigo apelando sólo a la magia. Entonces les llegó el turno a los teriántropos transformados en peligrosas fieras.
Reuní rápidamente toda la fuerza que conseguí encontrar alrededor. Se oyó un golpe sordo en la calle y el crujido de los vidrios que se rompían. Al primer golpe siguió otro, y otro más. Los bocinazos generaron un estruendo insoportable.
Recibí al oso con un «escudo convexo» que lo rechazó y lo hizo rodar lejos por el bulevar. En cuanto a la tigresa, preferí, sencillamente, esquivarla.
No me gustaba la teriántropo. De hecho, no me gustó desde el primer momento.
No sé de dónde extraen los magos teriántropos la masa para realizar sus transformaciones. En su apariencia humana, aquella muchacha no debía de pesar más de cuarenta y cinco o cincuenta kilos. De pronto, en cambio, se había convertido en una bestia de ciento cincuenta kilos de músculos, tendones, garras y colmillos. Una perfecta máquina de matar.
Los Luminosos disfrutan con esa clase de transformaciones.
—¡Alto! —grité—. ¿Qué tal si hablamos un momento?
Los magos, que ya habían conseguido incorporarse, intentaron envolverme en una red. No tuve que esforzarme mucho para hacer un nudo con los hilos que me lanzaban, tensados y temblorosos, y arrojarlo de vuelta contra mis agresores. Cayeron de nuevo, aunque esta vez la fuerza del golpe no los hizo rodar. Me había limitado a devolver la misma energía que habían proyectado sobre mí. El oso, entretanto, se había hecho a un lado y me miraba amenazador. Con las patas firmemente plantadas en el suelo, doblaba el espinazo como si se dispusiera a levantarse sobre las patas traseras.
—No te lo aconsejo —le avisé mientras propinaba un golpe a la tigresa para detener su ataque. No la golpeé con demasiada fuerza. No tenía intención de matarla—. ¿Qué os pasa, joder? —grité lleno de rabia. ¿O es que así tratáis en Moscú a los forasteros?
No tenía ningún sentido solicitar la intercesión de la Guardia Nocturna, porque mis agresores eran agentes de esta. Me pregunté si valdría la pena convocar a la Guardia Diurna. En definitiva, estaban muy cerca, así que se presentarían enseguida. ¿Acaso podrían ayudarme?
Los magos no estaban dispuestos a rendirse. Uno blandía una vara cargada hasta los topes de energía y que despedía llamas por uno de los extremos. El otro llevaba un amuleto paralizante. Y he de decir que no era precisamente débil.
Desactivar el amuleto me llevó al menos dos segundos. A la red con que pretendían inmovilizarme tuve que enfrentarme con un «triple puñal». Habían puesto tanta fuerza en aquel sencillo conjuro, que habría bastado para reducir a cenizas todo el centro de Moscú. Entretanto, el segundo Mago de la Luz consiguió alcanzarme con el Fuego de Belén, aunque el golpe no hizo otra cosa que enfurecerme aún más y aumentar mis fuerzas.
Le congelé la vara, literalmente, y la neutralicé con el conjuro del rechazo. Unas pequeñas esquirlas de hielo saltaron de la mano del mago como si se tratara de fantasmagóricos fuegos artificiales, mientras la energía concentrada en la vara se elevaba hacia el cenit igual que un bólido. Naturalmente, no iba a dirigirla contra los humanos que nos rodeaban. ¡Bastante daño les había hecho ya con los coches que había obligado a estrellarse en las calles aledañas para alimentarme de toda esa energía destructora!
El oso no se movió de su sitio. Al parecer había comprendido que las fuerzas no eran iguales, a pesar de la ventaja numérica que tenían. La tigresa, en cambio, no estaba dispuesta a rendirse. Me atacaba una y otra vez con la fiereza de la bestia que ha detectado a un depredador rodando a sus cachorros. Sus ojos, ambarinos como las llamas de los cirios en los templos, destilaban un odio descomunal.
Quería venganza. Vengarse en mí, un Tenebroso, de todo el dolor y las pérdidas que había padecido. Vengar la muerte de Andréi, de la que yo era responsable, y quién sabe cuántas cosas más… Y no iba a detenerse ante nada.
No seré yo quien discuta que tenía motivos para la venganza. Las Guardias llevan muchos siglos combatiendo y no podía dejar de reconocer las pérdidas sufridas por ambos bandos. Pero tampoco estaba dispuesto a dejarme matar.
Me sentía libre. Libre de castigar a quien se interpusiera en mi camino y se negara a resolver en paz cualquier diferencia que nos enfrentase. ¿Acaso no era de eso de lo que hablaba la canción de Kipelov?
Entonces la golpeé con la Niebla de Transilvania.
El golpe dio de lleno en la tigresa, arrancándola del suelo y descoyuntándola en el aire. Sus huesos se rompieron con un crujido tan fuerte que se oyó claramente por encima del estruendo que hacían los motores de los coches y el abundante coro de bocinazos. El conjuro la aplastó con la misma contundencia con que se deshace un muñeco de plastilina pisoteado por un niño. Las costillas se rompieron y le atravesaron la piel como puñales afilados para ir a clavar en la nieve sus sanguinolentas puntas. La cabeza le quedó aplastada como una tortilla, una extraña tortilla peluda. En un abrir y cerrar de ojos la hermosa fiera se había convertido en un amasijo de carne sanguinolenta.
De un último golpe, calculado con esmero, hundí el alma de la tigresa en lo más profundo del mundo crepuscular. Arrastrado a combate tan feroz, no tenía derecho a dejar el trabajo a medias.
Los Luminosos se habían quedado de piedra. El oso renunció a balancearse.
¿Qué toca ahora?, me pregunté sin el menor entusiasmo.
Seguramente, tendría que matarlos a todos. Pero gracias a los cielos o al destino, no llegamos a ese extremo.
—¡Guardia Diurna! —resonó detrás de mí una voz conocida—. Se ha detectado una agresión contra un Tenebroso. ¡Abandonad el Crepúsculo!
Edgar habló con firmeza y sin sombra de acento estonio.
Pero se había equivocado al mencionar el Crepúsculo. No había sido en el mundo crepuscular donde nos habíamos enfrentado los que seguíamos con vida, y la tigresa ya no podía volver de allí.
—La Guardia Diurna exige la inmediata convocatoria del tribunal —dijo Edgar con aspereza—. Antes, ocupaos de llamar al jefe de la Guardia Nocturna.
—¡Como venga el jefe os vais a enterar! —replicó uno de los Magos de la Luz ácidamente.
—No creo que pueda con nosotros —lo cortó Edgar señalándome—. Al menos, mientras él esté aquí. ¿Es que todavía no te has dado cuenta de eso?
Sentí el leve roce que delataba que alguien estaba sondeando mi fuerza. Inmediatamente después, un hombre muy bronceado y con un rostro de líneas duras y marcadas apareció junto a mí. Vestía un batín oriental de abigarrados dibujos, lo que hacía que en medio de aquel bulevar cubierto de nieve su presencia fuera absurda hasta la comicidad.
—Ya estoy aquí —nos espetó mientras examinaba con mirada apesadumbrada el campo de batalla.
—¡Hesser! —exclamó Edgar—. Bienvenido. Nuestro jefe está ausente, así que tendrás que entenderte conmigo.
—¿Contigo? —Hesser miró un instante al estonio—. Tamaño honor te queda muy grande.
—Entonces, habrás de entenderte con él —replicó Edgar, y me señaló nuevamente, encogiéndose de hombros y cruzando los brazos sobre el pecho, como si tuviera frío—. ¿O tampoco él merece esa distinción?
—Hablaré con él —dijo Hesser secamente, y se volvió hacia mí. Su mirada era insondable como la eternidad—. Márchate de Moscú —añadió sin que se percibiera la menor traza de emoción en su voz—. Márchate cuanto antes. Toma el primer tren que salga de la ciudad, vete bien lejos y asegúrate de que no volvamos a verte por aquí. Ya has dejado dos muertos en esta ciudad.
—Permítame señalar que hace un instante era a mí a quien intentaban dar muerte aquí mismo —dije en el más pacífico de los tonos de que era capaz—. Lo único que he hecho ha sido defenderme.
Hesser me dio la espalda. No quería oír mis explicaciones. No quería hablar con un Tenebroso que acababa de enviar a uno —o peor, a una— de sus mejores combatientes al fondo del Crepúsculo.
—Nos retiramos —ordenó a sus hombres.
—¡Eh, un momento! —protestó Edgar—. ¡Han cometido un delito! Así que, en nombre del pacto, no se moverán de aquí hasta que no se aclare la situación.
Hesser se volvió nuevamente hacia el estonio.
—Se van conmigo. Y no podrás impedirlo. Están bajo mi protección.
Pensé con preocupación que era el momento de subir otro peldaño, porque si para algo me bastaban mis talentos recientemente adquiridos era para saber que todavía no estaba capacitado para soportar un enfrentamiento con Hesser. Acabaría conmigo. No iba a resultarle fácil, porque yo ya había ascendido a una altura nada desdeñable. Pero no era suficiente para resistir los embates de Hesser.
No obstante, no hubo nuevos peldaños. Probablemente, porque aún no había llegado el momento de combatir con Hesser.
Edgar me dirigió una mirada de reproche. Pensé que tenía depositada una confianza excesiva en mis posibilidades.
Los Luminosos se adentraron en el Crepúsculo, recogieron los restos de su compañera y se hundieron en la segunda capa crepuscular a toda prisa. Eso fue todo.
—Créeme, Edgar: no puedo hacer nada para detenerlos —reconocí en tono de culpabilidad—. Perdóname.
—Es una lástima —masculló el estonio.
Me llevaron de vuelta a la sede de la Guardia Diurna en el BMW que ya me era familiar. Acomodado en el asiento trasero, me sentí cansado por primera vez desde mi llegada a Moscú.
Cansado, pero libre.
Toda la fuerza gastada me estaba pasando factura. Apenas recuerdo el trayecto hasta la sede de la Guardia, el viaje en el ascensor o cómo me condujeron hasta un despacho, me hicieron sentar en una butaca y me sirvieron una taza de café. Todo mi ser, que apenas un rato antes dominaba las fuerzas del Crepúsculo, estaba exhausto, como un músculo sometido a un severo entrenamiento. De todos modos, había salido airoso de un enfrentamiento que los Luminosos tardarían en olvidar. En especial porque mis agresores no habían sido unos meros aficionados. Muy por el contrario, calculé que los dos magos debían de ser de primera categoría en cuanto a su nivel de fuerza.
—Dale caña a los analistas —ordenó Edgar a uno de sus subordinados—. Quiero saber ya qué rayos está pasando aquí.
En ese instante, me incorporé y lo miré. Edgar comprendió que comenzaba a volver en mí.
—Es hora de que te expliques… —me aconsejó.
—La Llamada —dije con voz ronca, antes de que me asaltara un ataque de tos. Intenté ahogarla dando un sorbo a la taza de café, pero hervía y me quemé la lengua—. La Llamada —repetí, cuando pude volver a hablar—. Me llegó mientras dormía.
—¿La Llamada? —preguntó Chagrón, que, sentado en otra butaca en el extremo opuesto de la mesa, no daba crédito a lo que acababa de oír—. Hacía unos treinta años que los Luminosos no recurrían a la Llamada…
—¿Quieres decir que la Llamada te llegó estando en la sede de la Guardia Diurna? —inquirió Edgar, no menos incrédulo—. ¡Cuesta creerlo! Además, ¿cómo es que nadie más la escuchó?
—Porque era una Llamada dirigida con virtuosismo excepcional. Creo que consiguieron enmascararla tras el rumor natural que emiten los edificios de viviendas.
—¿Y la obedeciste?
—Claro que no —respondí, y bebí un sorbo de café, esta vez sin contratiempos—. Pero decidí ir a ver qué se proponían los Luminosos.
—¿Sin decirle ni una palabra a nadie? —Edgar se movía entre la incredulidad y el disgusto—. Fuiste en busca de aventuras…
—Si hubiera seguido la Llamada llevando apoyo nos habrían hecho trizas —me justifiqué—. Tenía que ir yo solo y sin escolta. De modo que me fui. Me atacaron en el bulevar Strastnoi. No me quedó más remedio que responder. En cuanto a la tigresa, la rechacé tres veces y le advertí que cejara en su empeño. No quiso escucharme, así que me vi obligado a asestarle un golpe mortal.
Edgar me miraba sin parpadear.
—Eres un tipo muy tenebroso, Vitali —dijo.
—Tenebroso, sí —reconocí con satisfacción—. ¡No hay nadie que sea más tenebroso que yo!
—¿Qué eres? ¿Acaso un mago que supera todas las categorías?
—¡Qué va! —respondí abriendo significativamente los brazos—. Si lo fuera, no habría dejado marchar a Hesser.
Edgar tamborileó con los dedos sobre la mesa, mirando hacia la puerta con impaciencia.
—¿Qué pasa con esos analistas? —masculló.
La puerta se abrió de pronto. Entraron una mujer, una bruja bien parecida de mediana edad, y dos magos.
—Buenas noches, Anna Tíjonovna —se apresuró a saludarla Chagrón. En principio, parecía sobrepasarla en fuerza, pero daba la impresión de que la temía. Y hacía muy bien, por cierto. La fuerza de las brujas es de una esencia distinta de la de los magos. Y a aquellas no les cuesta nada hacer mucho daño a estos.
Edgar se limitó a saludar a los recién llegados con una inclinación de la cabeza.
—¿Es este ? —preguntó uno de los magos, señalándome.
—Sí, Yuri. Es él.
Yuri era un mago anciano y potente. Lo supe en cuanto apareció, como también supe que Yuri no era su verdadero nombre. Los magos de esa categoría guardan sus verdaderos nombres a buen recaudo. Ni en cien años conseguiría uno desentrañarlos.
Y hacen muy bien. Si de veras uno ansía la libertad, es mejor que esconda su nombre.
—Tome asiento, Anna Tíjonovna. —Chagrón le ofreció su butaca y fue a reunirse con los otros dos magos, que se habían apoyado contra el amplio alféizar.
—Edgar —comenzó la bruja—, los Luminosos se han desquiciado. Desde el año 49 no se los veía recurrir a acciones tan descaradas. ¡Estoy segura de que deben de tener muy buenas razones para violar el pacto de esa forma!
Edgar se encogió de hombros y explicó brevemente.
—La Uña de Fafnir.
—¡Que no tenemos nosotros! —exclamó la bruja, recalcando las palabras y abarcándonos con mirada inquisidora—. ¿O me equivoco? ¿Qué dices a eso, Chagrón?
Chagrón se apresuró a negar con enfáticos movimientos de la cabeza. Daba la impresión de que alguna vez había tenido un enfrentamiento con la bruja del que no había salido muy bien parado. ¡Aquella bruja daba algo de miedo, francamente!
—¿Kolia?
El segundo de los magos que la acompañaban respondió con voz serena:
—No la tenemos. Lo que me pregunto es si la necesitamos para algo…
—A vosotros no os pregunto… —dijo la bruja dirigiéndose a Edgar y Yuri. Seguidamente se volvió hacia mí.
—Sepa, Anna Tíjonovna —dije, imprimiendo a mi voz la mayor claridad de que era capaz—, que sólo anoche me enteré de la existencia de la Uña, y desde entonces me he pasado casi todo el tiempo durmiendo.
—¿A qué has venido a Moscú? —me preguntó secamente.
—Ni yo mismo lo sé. Sentí el impulso de hacerlo. Algo me decía: «¡Ve allí!». Y en cuento llegué aquí, fue bajarme del tren y verme envuelto en un enredo con una vampira y la Guardia Nocturna. Me bajé del carruaje y ya estaba metido en el baile, como si dijéramos.
—Si es que entiendo algo de este embrollo —intervino el mago que respondía al nombre de Yuri—, se trata de una predestinación. Eso lo explicaría todo: el incremento en la fuerza de este forastero, la desaparición de la Uña y el comportamiento de los Luminosos. Lo que intentan es eliminarlo o, al menos, apartarlo de aquí antes de que la Uña caiga en sus manos. Como si creyeran que después sería demasiado tarde.
—Peeero ¿cómo es que no intervinieeron para saaalvar a su maaaga? —preguntó Edgar alargando nuevamente las vocales. Evidentemente, su acento estonio se hacía sentir en aquellas situaciones en que se sentía nervioso o su poder de concentración estaba dedicado a algo más apasionante que a controlar la expresión.
—Cierto. De hecho, Hesser sólo intervino cuando la situación había llegado a un punto crítico —apuntó Chagrón—. Además… se limitó a cubrir la retirada de los suyos. ¡Nada más!
—¿Quién sabe? —dijo de pronto la bruja, y clavó sus ojos en mí—. Tal vez no consiguen estar a la altura del desarrollo que experimenta este .
—Me llamo Vitali —intervine—. Mucho gusto.
A nadie le gusta que se refieran a uno siempre con un «él» o un «este». Sin embargo, ninguno pareció prestar atención a mi comentario.
Yuri me miró fijamente y me sondeó un instante. No opuse resistencia. ¿Para qué?
—Primer nivel. Y bastante bueno —anunció—. Aunque tiene algunos puntos flacos. Si hace una semana hubiera aparecido un mago de esta talla entre nosotros, me habría alegrado de veras.
—¿Y qué importa que haya aparecido hoy? ¿Acaso te lamentas? —resopló la bruja.
—Hoy me abstengo de hacer una valoración. Los Luminosos están desatados y Zavulón ausente. Si sumamos a Hesser, la maga nueva que tienen, más Olga, por mucho que ahora no esté al máximo de sus fuerzas… y, encima, Igor, Ilia, Garik, Semión… No resistiríamos un ataque en toda regla.
—Nosotros tenemos la Uña y a este … a Vitali —replicó la bruja—. Y otra cosa: recuerda que Zavulón suele presentarse cuando más se lo necesita.
—Todavía no tenemos la Uña —la corrigió Yuri—. Además, ¿qué garantía tenemos de que acabará llegando a nuestras manos? Por otra parte, Kolia está en lo cierto en una cosa: si conseguimos la Uña, ¿qué haremos con ella? Ya sé que se trata de una fuerza descomunal y centenaria, pero es notorio que despertar algo así sin saber para qué lo haces… A ver si nos va a salir el tiro por la culata.
—Por eso mismo tenemos que ponernos a trabajar —concluyó la bruja—. ¿Qué dicen esos analistas, Edgar?
En ese instante llamaron a la puerta, como si respondieran al reclamo de la bruja. Era Hellemar, el general del ejército de ordenadores portátiles.
—¡Ya lo tengo! —exclamó triunfante—. ¡Es en Vnukovo! El vuelo 15-0-5 procedente de Odessa. Ha sufrido dos retrasos por culpa del estado del tiempo, pero acaba de despegar. Aterrizará dentro de una hora y veinte minutos. La Uña viene a bordo de ese avión.
—Muy bien —dijo Edgar saltando de su asiento—. ¡Hay que montar un cuartel general operativo en el mismo aeropuerto! Y velar por las condiciones meteorológicas. Cortar el camino a los Luminosos. ¡Y por esta vez, que se jodan: no les permitiremos enviar un observador!
—Una cosa, jefe —comentó Hellemar con amargura en la voz—. Ya hace un cuarto de hora que los Luminosos instalaron su cuartel general en Vnukovo. Ha de tenerlo en cuenta.
—Ya lo creo que lo tendremos en cuenta… —terció la bruja—. ¡Y ahora, vamos! ¡No hay tiempo que perder!
Todos se animaron. Algunos se pegaron a los teléfonos. Otros se pertrechaban de amuletos, que se guardaban en la caja fuerte instalada en el despacho, o empezaron a impartir órdenes al personal.
Sólo yo parecía fuera de lugar allí, ocupado en decidir dónde dejar la taza de café.
—Por cierto, ¿dan de comer en el cuartel general ese que montáis? —pregunté sin saber a quién—. Llevo veinticuatro horas sin probar nada sólido…
—Sabrás superarlo —me interrumpió alguien—. Bajemos cuanto antes. ¡Y esta vez no se te ocurra actuar por tu propia cuenta!
Curiosamente, en aquel preciso instante no tenía el menor deseo de actuar por mi cuenta.
Llegamos a Vnukovo con una rapidez verdaderamente increíble. Al volante de la magnífica furgoneta que nos llevó iba un joven corpulento a quien llamaban Deniska. Era mago y sus dotes para conducir superaban con creces a las de Chagrón. Bordeamos el río, y fuimos dejando atrás Ordinka, la avenida Lenin, el distrito sudoeste, la carretera de circunvalación… Ni siquiera me daba tiempo a estudiar la ruta que seguía.
Chagrón y Edgar viajaban en otro coche, lo mismo que Yuri y Kolia. Yo había subido a la furgoneta junto a Anna Tíjonovna y un trío de jóvenes brujas, cuyas miradas plenas de curiosidad interceptaba de tanto en tanto. Era muy probable que Anna Tíjonovna les hubiese advertido que me dejaran en paz, porque nadie intentó entablar conversación. Detrás, pegado al maletero, viajaba un grueso teriántropo que protestaba cada vez que Deniska daba un volantazo en los adelantamientos y los neumáticos chirriaban sobre el asfalto, mientras el motor soltaba un silbido penetrante, como los abejorros en primavera.
Fuimos los primeros en llegar a Vnukovo. Deniska condujo la furgoneta hasta la entrada que utilizan los empleados del aeropuerto. Inmediatamente después se nos unieron otros dos vehículos: el BMW de Chagrón y la furgoneta en que iban los técnicos. La coordinación de los agentes de la Guardia Diurna era impresionante. En unos segundos ya habían puesto en funcionamiento los conjuros necesarios para hacernos invisibles a la gente corriente. Una ordenada fila de técnicos avanzaba hacia la entrada, cada uno con su ordenador portátil bajo el brazo. Alguien se había encargado ya de seleccionar un emplazamiento para el cuartel general, a saber, una enorme estancia de cuya puerta colgaba una tablilla con la inscripción «Oficina de Contabilidad». Los humanos que trabajaban allí fueron trasladados de inmediato a una sala de reuniones contigua, y se los sumió en un plácido estado de estupor. Yo hubiera preferido instalar el cuartel general precisamente en aquella sala, pero Hellemar observó que en la otra había más líneas de teléfono.
Yuri apareció de improviso. Me asaltó un pensamiento que sabía fuera de lugar: ¿cómo era qué, en ausencia del jefe, encargasen a Edgar la dirección de la Guardia, cuando sus aptitudes como mago rozaban la segunda categoría? Yuri me parecía un mago mucho más potente. En cualquier caso, no me tocaba a mí meterme en las cuestiones internas de la Guardia, de modo que me aparté delicadamente a un rincón y me puse a estudiar la forma de escapar diez minutos al restaurante. Entretanto, los técnicos ya aporreaban con denodado ahínco los teclados de sus ordenadores portátiles.
—El avión está a punto de llegar. La previsión es que aterrice dentro de unos veinte minutos.
—¿Ya habéis localizado a los Luminosos? —preguntó Anna Tíjonovna.
—Sí. Se han instalado en el edificio contiguo. Están en una sala de descanso, situada junto a la sala de espera.
—¿Qué hacen?
—Al parecer intentan modificar las condiciones meteorológicas —respondió uno de los analistas.
—¿Qué pretenden? ¿Que el avión no consiga aterrizar?
—Ésos no van a sacrificar a todos los pasajeros —protestó Anna Tíjonovna.
Se me ocurrió que la mejor salida a aquella situación consistía en derribar el avión y punto. Pero ya se sabe cómo son los Luminosos. Incluso cuando se encuentran en una circunstancia extrema, se preocupan de la gente ordinaria. Por otra parte, no estaba claro que el derribo del avión destruyera el artefacto que viajaba desde Berna. Bien podía ser que no. La fuerza conoce caminos muy tortuosos.
—¿Hay aquí alguien especializado en el control de las condiciones meteorológicas? —preguntó Anna Tíjonovna.
—¡Yo! —contestaron dos brujas a coro.
—Quiero que sondeéis lo que hacen los Luminosos… ¡Rápido!
Las dos brujas se aplicaron a sondear el área circundante en busca de conjuros para modificar el tiempo. Percibí claramente los flujos de energía que peinaban el espacio. No era nada fácil verlos o detectarlos, ni siquiera para muchos Otros. Y no porque carecieran de la potencia necesaria para hacerlo, sino porque no sabían cómo. Desde siempre, la meteomagia ha sido un coto sólo accesible a las brujas y a unas pocas magas, y también en ese ámbito sobran los secretos inaccesibles.
—Están formando nubes —informó una de las brujas—. Necesitamos fuerza…
Uno de los magos de la reserva empuñó con fuerza un amuleto y con la mano libre estrechó la que tendía la bruja. Comenzaron por sumirse en un estado de gran concentración, para seguidamente, formando un pequeño anillo con la segunda bruja, caer en un leve estado de trance.
—Ayudadlos, quienes estéis disponibles —ordenó Anna Tíjonovna.
Todavía no me hallaba en condiciones de ayudar a nadie, porque la energía de que disponía no podía compararse ni remotamente con la del amuleto de que se estaban sirviendo. Lo cierto era que lo había dado todo en el enfrentamiento del bulevar Strastnoi.
La Guardia estaba plenamente entregada a la misión. Aunque a primera vista no se apreciaba la envergadura de la operación, porque nadie corría ni hacía aspavientos de ningún tipo, había una invisible tensión flotando en el ambiente. Me sentí incómodo, porque entre toda aquella actividad era el único que permanecía ajeno a los afanes de la Guardia. Además, tenía la sensación de que nada podría hacer hasta pasado un buen rato.
De modo que me escabullí. Me puse en pie y me adentré en el Crepúsculo, internándome rápidamente en la segunda capa.
Tardé tres minutos en caer desde la segunda planta, a pesar de que intenté acelerar el descenso con todas mis fuerzas. Había imaginado que el paso por el Crepúsculo acabaría de agotarme por completo, pero curiosamente lo que hizo fue estimularme, como si hubiera tomado una ducha o hubiese bebido medio vaso de vodka. Sorprendente, de veras.
Por cierto, lo del medio vaso de vodka me habría venido de perillas en aquel instante.
Tras salir del Crepúsculo, me encaminé hacia el edificio contiguo, una aplastada sucesión de cristal y hormigón que en nada se asemejaba al edificio administrativo coronado con una aguja que evocaba los pomposos gustos arquitectónicos de la década de los cincuenta.
Me había dejado la chaqueta en el cuartel general de los Tenebrosos, así que me vi obligado a echar una carrerita. El viento arrastraba finos copos de nieve. Me pregunté cómo conseguiría aterrizar el avión de Odessa en aquellas condiciones meteorológicas. Nevaba y hacía ventisca. Un tiempo como para ni siquiera sacar a pasear al perro. Y encima, los Luminosos estarían afanados en que empeorara todavía más. Ahora bien: si el avión no conseguía aterrizar, ¿qué iba a ser de él? ¿Acabarían desviándolo a algún otro aeropuerto? ¿A Bikovo, quizá? ¿A Domodedovo?
Pensé que convenía que les comentara esa eventualidad a Edgar o Anna Tíjonovna. Quizá pudieran evitar a un par de agentes a controlar esos aeropuertos, por si fuera el caso…
Había que valorar también la posibilidad de que el desvío se produjera a otra ciudad. Tal vez a Kaluga o a Tula, si el tiempo era mejor por allá y los meteomagos de la Luz se tomaban en serio los afanes para inhabilitar los aeropuertos moscovitas.
Tras escapar del frío exterior, el edificio del aeropuerto resultaba cálido y hasta cómodo. Sin dudar ni un instante, me encaminé hacia el bar de la segunda planta, el mismo donde alguna vez había estado bebiendo cerveza y tragando cacahuetes con Borianski, mientras esperábamos la salida de un vuelo que llevaba retraso y escuchábamos una canción que parecía escrita para nosotros: «El estío se agotó; todo ha quedado atrás,» decía.
Tardé un momento en darme cuenta de que se trataba de un recuerdo, uno de los pocos que mi memoria conservaba. ¿Desde qué recóndito confín de mi mente había reptado hasta el presente aquella escena? No tenía modo de saberlo.
Intenté evocar también el rostro del tal Borianski, pero me resultó imposible. Tampoco conseguí acordarme de adónde nos dirigíamos… Lo único que rescaté fue el recuerdo de un enorme bidet que había, en los años de poder soviético, en el cuarto de baño de su apartamento. Lo malo era que no funcionaba. Pero ¿para qué iba a querer un soviético un bidet?
El bar, sin embargo, era tal como lo recordaba. La barra, los altos taburetes, los brillantes grifos que expedían la cerveza de barril. Y un aparato de televisión fijado a un rincón de la pared. Lo que sí había cambiado era el vídeo musical que transmitían por el televisor. En él, bajo una intensa lluvia, un joven de ojos sorprendentemente rojos besaba la mano de una muchacha vestida de rojo. A continuación seguía lo que cabía esperar de cualquier thriller: el joven abría sus fauces lobunas, etcétera. Me gustó una escena, algo posterior, en la que el joven, que ahora llevaba el vestido de la muchacha, irrumpía en una pista de baile y atacaba a una manada de lobos. Tampoco estuvo mal la última secuencia: la muchacha recibía invitados y los miraba con unos ojos súbitamente coloreados de rojo…
¡Vaya derroche de imaginación! La verdad es que la idea que tienen los humanos de los teriántropos se aleja bastante de la realidad. Es más cercana a la del célebre escritor de modo Pelevin: hombres lobos hiperrealistas, ávidos de sangre, voraces y la mar de repugnantes. Aunque la verdad es que al videoclip había poco que reprocharle. Probablemente un grupo de hombres lobo habían apoquinado algo de dinero para pagarle a un productor, e influyendo sobre la mente de los músicos habían conseguido que se presentaran de ellos una imagen bella y romántica. No hace mucho los vampiros rusos hicieron exactamente lo mismo.
Presté atención al nombre del grupo, Rammstein, para escucharlo después con mayor detenimiento.
Encargué una cerveza y un par de hamburguesas y tomé asiento a un lado del televisor, de espaldas a la sala. Mi estómago llevaba rato en un estado de absoluta desesperación, y había decidido acabar con ella siquiera parcialmente.
Justo en el instante en que pegaba el primer mordisco a la segunda hamburguesa detecté la presencia de los Luminosos. Los presentí cuando aún los tenía a mis espaldas, y aprovechando mis recientemente adquiridas destrezas, bloqueé todo acceso a mi persona. Estaba seguro de que no me habían identificado.
Como quiera que fuese, yo era un Otro muy potente, aunque careciese de experiencia. Aquellos dos, en cambio, no eran más que unos agentes de la Guardia Nocturna del montón. El primero, un joven y poco dotado mago de unos veinte o veintidós años, aprendiz de adivino. Me pareció que yo estaba mucho más capacitado que aquel adivino para escrutar el futuro, asomarme al amplio abanico de posibilidades y determinar cuáles de ellas tenían más visos de hacerse realidad.
Los Luminosos conversaban en voz baja. Ambos se encontraban protegidos por una variante muy exótica del conjuro destinado a desviar la atención. No había dudas de que quien se lo había impuesto era un mago de los más potentes.
Me puse a escucharlos.
—… Ya están aquí. El jefe afirma que es probable que se produzca un enfrentamiento —dijo uno de los magos.
—Después de lo que sucedió con Tigrecito y Andréi, creo que nos obligarán a retirarnos —repuso el otro con tristeza.
—Necesitamos toda la fuerza que consigamos reunir, Oleg. ¿Es que no lo comprendes? Toda. Absolutamente toda. La Uña no puede caer en manos de los Tenebrosos, porque eso sería el fin de todo, el fin del mundo…
—No exageres —protestó su compañero—. No es para tanto…
El otro fue más preciso:
—Bueno, será el fin de nuestra supremacía. Durante cierto tiempo, nos resultará imposible mantener a raya a los Tenebrosos…
—¿Acaso crees que eso es posible? —replicó el primero con un marcado tono de escepticismo—. Luminosos y Tenebrosos llevamos conviviendo miles de años. Y combatiendo. La historia de nuestra lucha es muy larga. Además, ahí está la Inquisición, que no permite que se rompa el equilibrio…
Los Luminosos interrumpieron un momento su charla, se acercaron a la cola de tres personas que esperaban junto a la barra y la hipnotizaron. Antes de hacer el pedido, también el camarero fue privado de su conciencia.
—Dos docenas de hamburguesas y un cartón de zumo —ordenó uno de los magos antes de volverse de nuevo hacia su compañero.
Simulé que también yo me había rendido a la hipnosis. No fue difícil, porque por regla general los Otros, y especialmente los jóvenes, se dejan ganar por la indolencia. La sensación de superioridad sobre la gente corriente les hace perder la cabeza. Sólo con los años llegan a comprender que muchas veces es más sencillo y más fácil ser un hombre que ser un Otro.
—De todos modos, el enfrentamiento es inevitable. Antón me comentó que los Tenebrosos cuentan con un mago forastero, que se deshizo de Farid y Danil de un solo manotazo en un combate en el bulevar Strastnoi. Encima, el muy cabrón mató a Tigrecito…
No debería haberle tocado las narices a un Tenebroso, pensé con rabia. No quise matarla. Fue ella la que intentó acabar conmigo…
Por otra parte, aquello de «un solo manotazo» era una burda exageración de los Luminosos, porque, en realidad, el combate me había costado muy caro.
De pronto, me di cuenta de que comenzaba la fiesta. Como si respondieran a una orden, los Luminosos volvieron la cabeza hacia la pared que nos separaba de las pistas de aterrizaje y se hundieron en el Crepúsculo. Los seguí inmediatamente después.
En el medio de una de las pistas cubiertas de nieve apareció un Tenebroso empuñando un amuleto. De este surgió una larga lengua de fuego que descubrió un tramo del helado asfalto. Y así una y otra vez. El mago estaba preparando la pista para el aterrizaje del avión proveniente de Odessa. Desde el edificio del aeropuerto, los Luminosos corrían hacia él sorteando los parejos montículos de nieve apilados por los vehículos de limpieza.
Tras lanzar unas cuantas lenguas de fuego, el mago se hundió en una capa más profunda del Crepúsculo.
Me pareció que se trataba de Kolia.
La locuaz pareja encargada de la intendencia metió el rancho en un par de bolsas verdiblancas de polietileno y echó a correr a toda prisa por la mullida alfombra de musgo azul.
Los aeropuertos son un vivero muy especial para el musgo crepuscular. Un espacio tan lleno siempre de gente y tan cargado de emociones… Bastaba que una sola persona llegara con retraso a la salida del vuelo que debía tomar para alimentar toda aquella maleza durante un día entero.
También yo abandoné de un salto mi taburete y la cerveza que aún no había acabado. A través de la pared, apenas se adivinaba lo que sucedía en la pista. Sólo alcancé a distinguir las borrosas siluetas de los Otros, las coloreadas manchas de sus auras y los viscosos flujos de la fuerza que despedían. Entretanto, esa visión no obstaculizaba la de la sala de espera atestada de gente que aguardaba con impaciencia la salida de sus vuelos sentada en los bancos de plástico.
Un sonido sordo se coló en el aire crepuscular: era la voz de una locutora anunciando que el vuelo 15-0-5 procedente de Odessa acababa de aterrizar. Eché a correr escaleras abajo, colándome a codazos entre la lenta marea de pasajeros.
Tenía que bajar. Después avanzar. Finalmente girar a la derecha.
Dejé atrás un torno que controlaba el flujo de personas y tuve el camino libre hacia la pista. La carnicería que se estaba produciendo en ella era brutal. Los estallidos de energía me erizaban la piel. La potencia de los amuletos, la destreza de los magos… ¡Tanta fuerza que podía utilizarse para fines más nobles que la destrucción de tu oponente! ¡Cuánto afán destructor ponían los Luminosos en su lucha por el Bien! Cegados por su deseo de atacar, ni siquiera se detuvieron a valorar la posibilidad de llegar a un acuerdo con nosotros.
Comprendí que la situación de los Tenebrosos era difícil. Al parecer, el propio jefe de la Guardia Nocturna, Hesser, tomaba parte en el enfrentamiento. Y había al menos otros dos magos muy poderosos junto al avión.
En ese instante cuatro individuos atravesaron la pared del aeropuerto. Por supuesto, se trataba de cuatro Otros. Parecían cortados por el mismo patrón: todos eran igual de altos, corpulentos y rubios, y tenían similares ojos azules. Semejaban unos vikingos antiguos que hubieran dado un salto a la frontera que separaba el siglo XX del XXI. También eran idénticos los maletines que cargaban y las chaquetas de piel que vestían. Todos llevaban el cabello descubierto y revuelto. Algo me dijo que el culpable de aquellas greñas distaba de ser el viento.
Al principio, no le encontré explicación al hecho de que conservaran su aspecto humano en lugar de optar por el crepuscular. Y sólo después de echarles un vistazo desde el mundo corriente y soltar una carcajada caí en la cuenta de algo que jamás había pensado: el aspecto crepuscular, que no es más que un deseo inconsciente del Otro que lo ostenta, puede adoptar perfiles muy diferentes…
Los cuatro Otros echaron a andar a toda prisa, casi corriendo, por la sala de espera del aeropuerto. Iban a pasar por mi lado camino a la salida y el aparcamiento que, visto desde dentro del edificio, parecía una enorme mancha de color azul.
Pero justo en el instante en que pasaban por mi lado se produjo un enorme estallido de luz, que formó un rosetón de color azul oscuro y el tamaño de un camión Ural. Todos los que nos movíamos en el Crepúsculo caímos al suelo aparatosamente. Yo caí de espaldas y apenas me recuperé del golpe levanté la cabeza y vi el velo azulado, semejante a una inmensa medusa, que flotaba en el aire balanceándose ligeramente. Supe enseguida que algo iba a suceder tras aquella cortina transparente.
Y estaba en lo cierto, porque apenas un instante después se abrió un portal en la azul penumbra, junto al tabique de cristal que nos separaba de la sala de recogida de equipajes. Un intenso resplandor de color blanco me cegó, y una extraña claridad inundó el Crepúsculo, aunque no por ello se produjeron sombras. Era un espectáculo de una atroz rareza: estar iluminado por la más intensa de las luces y, sin embargo, no proyectar ninguna sombra.
Como salidos de esa luz, aparecieron súbitamente dos Luminosos: el jefe de la Guardia Nocturna y una joven hermosa, una maga dotada de una fuerza impresionante.
—¡Os tengo en mis manos! —gritó Hesser a la vez que hacía un breve gesto con la mano—. ¡Poneos de pie!
Los destinatarios de su ira eran los cuatro vikingos. A mí no me prestaron la menor atención, a pesar de que había caído más cerca del portal que ellos.
Uno de los vikingos replicó algo en inglés con la voz entrecortada por la rabia. Hesser respondió. Lamenté no comprender ni una palabra. Seguidamente los vikingos se incorporaron y se encaminaron obedientes hacia la puerta. Me dispuse a levantarme también, pero antes de que lo consiguiera, uno de los vikingos, que pasaba por mi lado, se hundió súbitamente en una capa más profunda del Crepúsculo. La reacción de Hesser fue inmediata: lanzó una red para inmovilizarnos y desapareció. La maga permaneció vigilante.
Los vikingos quedaron clavados al suelo. En cuanto a mí, que ya casi me había incorporado, me vi aplastado de nuevo contra el suelo. Esta vez, bocabajo. Parecía una rana en una autopista. La sensación fue la de haber sido aplastado por un bloque de hormigón caído de un volquete: apenas conseguía respirar y mucho menos moverme. Encima, vaya mala suerte, percibí un objeto, alargado y ligeramente curvo en uno de los extremos, que se me clavaba en el pecho produciéndome un dolor insoportable.
La presión de la cara, y, sobre todo, la nariz, contra el suelo no era precisamente agradable, así que, haciendo un esfuerzo enorme, conseguí volver la cabeza para hacerla reposar sobre una mejilla.
Entonces me encontré cara a cara con uno de los vikingos. Su mirada me heló como no lo había hecho jamás ni el más virulento de los inviernos moscovitas.
¡Tú!
Yo…
¡Eres un Otro!
Lo soy…
Y sirves a las Tinieblas…
Creo que sí…
¡Debes proteger lo que te ha sido entregado!
¿A qué te refieres?
Pero el vikingo ya había cerrado los ojos. El diálogo mudo había durado apenas un instante.
¿Qué era lo que debía proteger? ¿Aquel incómodo chisme que tenía clavado en las costillas?
Por precaución, la maga dejó caer sobre nosotros un nuevo bloque. El peso arrancó furiosos ronquidos de las gargantas de los vikingos. Algo ligeramente parecido a un sollozo salió de mi pecho.
Pero ¿qué diablos hago aquí aguantando esto?, pensé entonces.
Cerré los ojos y procedí a la búsqueda de fuerza. ¡La tenía justo al lado: el portal todavía abierto era una fuente prácticamente inagotable!
¡Aquello prometía ser un paseo! En pocos segundos podría recuperar las fuerzas que había perdido en el bulevar Strastnoi. No importaba que el portal perteneciera a los Luminosos, porque la naturaleza de su fuerza es semejante a la de la nuestra.
Así que comencé a succionar energía. No podía precipitarme, o la maga se percataría de mi propósito.
Lo primero que hice fue apartar el peso que me oprimía contra el suelo. Y he de admitir que lo conseguí sin demasiado esfuerzo. Después cogí el objeto que tenía debajo y lo envolví en un capullo para protegerlo de cualquier tentativa de sondeo. Sin levantarme del suelo, me lo guardé bajo la ropa. La maga, inquieta, pareció detectar mis movimientos.
Cuando me disponía a levantarme, apareció Hesser. Envuelto en haces de luz blanca, resplandecía como un ángel en la imaginación de un labriego. Con una mano arrastraba del hombro al vikingo que había intentado escapar, convertido ahora en un pobre monigote, al que lanzó al suelo con violencia. Cayó junto a sus compañeros como una muñeca de trapo. Su captura, sin embargo, no había alegrado a Hesser en absoluto.
—¿Dónde está la Uña? —preguntó, echando un rápido vistazo a la maga, que se encogió de hombros y procedió a sondearnos.
¡Allá tú si crees que vas a poder atravesar el capullo que he instalado!, pensé.
Desde la altura del nuevo peldaño que acababa de alcanzar, estaba seguro de que ni siquiera Hesser sería capaz de penetrarlo.
Hesser se acercó a mí. No quería perder tiempo.
—Tú otra vez… —No había odio en su voz; más bien cansancio. Un cansancio centenario.
Me puse de pie y me sacudí la ropa en un gesto francamente inútil.
—Otra vez yo, sí.
—Me sorprendes —reconoció Hesser, estudiándome—. Adelante, sorpréndeme todavía más: devuélvenos la Uña.
—¿La Uña? —pregunté enarcando las cejas con cómico énfasis—. ¿De qué me hablas, colega?
Hesser apretó con fuerza los dientes. Vi que se le contraían los músculos en las mandíbulas.
—Basta de comedias, Tenebroso. Sólo tú puedes tener la Uña. He dejado de sentir su presencia, pero da igual. Lo que harás será dármela y marcharte de Moscú para siempre. Y escúchame bien: eres el primer Otro a quien le digo dos veces que me deje en paz. El primero en muchos años. Muchísimos. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—¡Vaya si lo entiendo! —respondí mientras calculaba mis fuerzas y decidía que la envergadura del juego bien valía que subiera la apuesta.
Con la rapidez de un rayo, proyecté mi mente hacia la maga, que incapaz de sospechar mis intenciones no impidió que extrajera de ella toda la energía que pude. Después, me volví hacia el portal y seguí succionando.
Entonces, abrí mi propio portal debajo de mis pies y, mientras lo dibujaba, salí del Crepúsculo.
El efecto visual de mi desaparición fue semejante al que se habría producido si hubiera estado de pie sobre una tapa de acceso al alcantarillado que hubiera desaparecido de improviso. Simplemente me hundí en un abrir y cerrar de ojos, desapareciendo de la vista de Hesser y el resto de Otros.
Preparando mi huida, no quise arriesgarme a extraer energía de Hesser. Algo me decía que aún no estaba preparado para jugársela. Una cosa era que ya estuviese en condiciones de preparar un capullo que Hesser no consiguiese penetrar, o robar energía de una maga que sin duda estaba llamada a integrar el círculo de las más grandes. Esto último, por cierto, había sido una chiquillada que difícilmente podría volver a permitirme. Pero todavía es pronto para que te enfrentes al jefe de la Guardia Nocturna, Vitali Rogoza, Otro, Tenebroso, pensé.
Por lo pronto tenía que sentirme más que satisfecho por haber escapado.
Y así, rebosante de satisfacción, fui a caer sobre un montón de nieve desde una altura de varios metros. Estaba oscuro, aunque una pálida luna coloreaba ligeramente el paisaje de gris. Había ido a parar a un bosque en medio de la noche.
Enseguida reparé en un camino abierto en el bosque. Era recto, como la avenida Lenin de Nikolaev, de una anchura de quince metros, estaba flanqueado por dos inmensas paredes de árboles y se perdía en la distancia donde se alzaba una luna de plata —casi llena— que arrancaba reflejos a la nieve.
La noche, la nieve y el largo camino cubierto de nieve formaban un espectáculo de una belleza cegadora, a cuya contemplación me entregué durante unos instantes.
Pero no demasiados. Porque me estaba helando.
Bajé del montículo y eché un vistazo alrededor. En la nieve no había huellas de hombres o vehículos. Sin embargo, oí a lo lejos el característico traqueteo de un tren de cercanías.
¡Vaya mago de pacotilla estaba hecho! ¡Experto en abrir portales! Pues sí que lo había conseguido. Lo malo era que no había sabido encontrar una salida decente. Digamos que había pasado por alto ese detalle. Y el resultado era penoso: me encontraba en medio de un bosque y en pleno invierno sin chaqueta ni gorro que me protegieran del frío.
Molesto conmigo mismo, me aseguré de que al menos el objeto que había guardado bajo el jersey siguiera en su sitio. Decidí que era pronto para desmontar el capullo que lo protegía y eché a andar por el plateado camino guiado por la luz de la luna.
No tardé en comprender que avanzar sobre la profunda capa de nieve que cubría el camino era un placer sumamente dudoso. Resolví, entonces, adentrarme en el bosque, calculando, con toda razón, que allí la capa de nieve sería mucho más delgada y, por lo mismo, transitable.
En cuanto me interné entre los árboles, comprendí que había hecho la elección correcta. En primer lugar porque, efectivamente, la cantidad de nieve era mucho menor, y, sobre todo, porque di con un sendero que no había detectado antes debido a la oscuridad. Estaba profusamente hollado.
Alguien dijo que un camino siempre conduce a quien lo hizo. Y, además, yo no tenía más opción que tomarlo. Anduve unos pasos y después eché a correr para entrar en calor.
Correré hasta que me canse, pensé, y después me internaré en el Crepúsculo en busca de calidez.
Eso, claro, en la esperanza de que me alcanzaran las fuerzas para la carrera y la posterior inmersión en el Crepúsculo.
Estuve corriendo durante un cuarto de hora. Como no había nada de viento, conseguí entrar en calor. El plateado sendero no parecía tener fin. Era como si, en lugar de a mí, estuviese destinado a algún hidalgo que corriera por él envuelto en una antigua pelliza de cuero y espada en mano, precedido, a unos pasos de distancia, por un fiel lobo al que hubiera domesticado…
Bastó que pensara en el lobo para que oyese un aullido. Procedía de algún punto situado a mi izquierda. Era el aullido de un perro, no de un lobo, porque los de estos son distintos del que oía. Además, los lobos no suelen aullar en invierno.
Me detuve y agucé la vista. Una cálida luz anaranjada se adivinaba entre los árboles. Al aullido se le sumaron unas voces. Voces humanas.
No tardé en decidirme a avanzar por el sendero, cada vez más iluminado por la luz de la fogata. Me recibieron los ladridos de un perro de Carelia, tan blanco que apenas se distinguía moviéndose sobre la nieve, y un peludo terranova, negro como la pez. Los ladridos del primero eran sonoros y vivos; los del segundo, roncos jadeos.
—¡Petro! ¿Eres tú? —dijo una voz desde la fogata.
—No —respondí apenado—. No soy Petro. ¿Me dejáis calentarme un poco?
En realidad, había llegado allí con la idea de averiguar dónde estaba y preguntar cuál era el camino más corto hasta el tren de cercanías. No pretendía quedarme a vivaquear, ni mucho menos.
—¡Claro que sí! ¡No te preocupes por los perros! ¡Son inofensivos!
Y lo eran, en efecto. El perro de Carelia daba vueltas en torno a mí, alarmado y procurando no aproximarse a menos de cuatro metros, mientras que el terranova se me acercó, olisqueó mis botas, resopló y echó a correr hacia la fogata, sin prestarme más atención.
Había una docena de personas en torno a la fogata, sentados sobre dos troncos dispuestos a los lados de esta. Casi todos sostenían jarras de aluminio en las manos, en las que uno de ellos se encargaba de echar vodka. Sobre las llamas, colgado de una cadena atada a la gruesa rama de un abedul, se calentaba un enorme perol que despedía un olor muy apetitoso.
—¿Cómo es que vas tan poco abrigado con este frío? —me preguntó un tipo barbudo con pinta de geólogo en cuanto me alumbró la luz de la fogata.
—Lo siento —dije con un suspiro—. Es que he tenido un pequeño problema.
—Siéntate aquí —me invitó otro, haciendo sitio.
Me hicieron sentar, casi a la fuerza, y me tendieron una jarra de vodka.
—¡Vamos! ¡Bébete esto!
No se me ocurrió resistirme. El alcohol ardió en mi garganta, pero unos segundos después ya había olvidado que estaba en un descampado y en pleno invierno.
—¡Eh, Stiopa! ¿No tenías un anorak de sobra por ahí? —gritó el barbudo, que parecía llevar la voz cantante en el comité de recepción.
—Lo tenía, sí —confirmó una voz desde el otro lado de la fogata. Su dueño echó a correr hacia un extremo, donde, entre los árboles, había instaladas unas pocas tiendas de campaña.
—Yo tengo un gorro. Ahora te lo traigo —dijo una joven regordeta que llevaba unas trenzas que le daban un aspecto infantil.
—¿Hace mucho rato que andas por aquí así de desabrigado? —se interesó el de la barba.
—No demasiado. Unos veinte minutos. Pero os ruego que no me preguntéis cómo he llegado aquí.
—No lo haremos —me prometió—. En un momento estará el arroz con cordero. Pasaremos aquí la noche. Te podemos hacer sitio, si quieres. Y mañana nos volvemos a Moscú. Puedes regresar con nosotros o ir por tu cuenta.
—Muchas gracias por el ofrecimiento —dije.
—Estamos celebrando un cumpleaños —me explicó Stiopa, que se acercaba con un anorak—. Toma, ponte esto.
—Gracias, chicos —dije sinceramente. Y era un agradecimiento que tenía menos que ver con el abrigo y la cálida recepción que con su nula disposición a interrogarme.
El anorak abrigaba más de lo que parecía a primera vista.
—¿Quién cumple años? —me interesé.
Una de las jóvenes interrumpió sus besos con otro barbudo y me informó:
—Yo. Me llamo Tamara.
—Felicidades, Tamara —dije, incómodo por no tener nada que regalarle. Me pareció que darle un billete de cien dólares se parecería demasiado al gesto de repartir espléndidas propinas en el hotel. Ciertamente, habría estado fuera de lugar.
—Y tú, ¿cómo te llamas? —me preguntó el primero de los barbudos—. Yo soy Matvéi.
—Vitali —respondí, estrechando la mano que me tendía—. Y es la primera vez que celebro un cumpleaños en medio de un bosque en invierno.
—Siempre hay una primera vez para todo —filosofó Matvéi.
Los perros volvieron a ladrar y a correr hacia los árboles.
—Ahora sí que será Petro, ¿no? —dijo esperanzada la joven que celebraba el cumpleaños.
—¿Eres tú, Petro? —gritó Stiopa con una voz de barítono que en nada se parecía a su voz habitual.
—¡Sí! ¡Soy yo! —respondió a gritos una voz.
—¿Traes el champán? —preguntó Tamara.
—¡Por supuesto! —confirmó alegremente Petro.
—¡Viva Petro! —vitorearon a coro todas las chicas presentes—. ¡Viva nuestro salvador!
Palpé disimuladamente el envoltorio que llevaba oculto junto al pecho, que debía de contener la misteriosa Uña de Fafnir. Pensé que esa noche bien podía relajarme y entregarme a la celebración del cumpleaños de aquella desconocida. Ninguno de los presentes me prestaba demasiada atención, salvo para servirme vodka y un abundante plato de arroz con cordero. Sencillamente, me trataban como a uno más del grupo. Se comportaban como si todas las noches se les apareciera un desconocido en medio del bosque vestido con un simple jersey.
Era una lástima que no hubiese ni un solo Otro entre ellos. Aunque fuera un Otro no iniciado.