4
La Inquisición no había reparado en gastos a la hora de alojar a los detenidos. El hotel era más que decoroso y la habitación, aunque no fuera lujosa, tenía dos amplias estancias.
Antón se demoró un instante antes de avanzar al encuentro de Igor.
¡Cuánto había cambiado…!
Igor siempre había trabajado con la Guardia Nocturna. Apareció en los años de la posguerra, cuando el exceso de trabajo era enorme, a causa tanto del estallido de emociones Luminosas, como de la desbocada proliferación de escoria que se produjo en aquellos duros años… Por entonces, el ateísmo se había generalizado entre los soviéticos y costaba mucho que los Otros se asumieran como tales. Igor, en cambio, aceptó su naturaleza sin dificultad y hasta con alegría. Daba la impresión de que no veía la diferencia entre lanzarse en paracaídas en la retaguardia nazi para dinamitar puentes o salir a patrullar por las calles de Moscú en busca de vampiros y teriántropos. Con un sobrado tercer nivel de fuerza, Igor no tenía muchas probabilidades de ascender hasta el segundo. De todos modos, el tercero es un nivel muy digno, si se lo acompaña de experiencia, arrojo y una buena capacidad de reacción.
Arrojo y capacidad de reacción le sobraban a Igor. Tal vez le faltara algo de experiencia, pero la consiguió rápidamente y sabía sacarle el provecho de tres años a cada uno de los que pasaba en la Guardia. Carecía de la erudición y la cultura de Ilia o Garik, y no había participado en operaciones tan importantes como las encargadas a Semión, pero cuando se trataba del trabajo de campo, Igor era verdaderamente insuperable. Aún había algo más que Antón valoraba en él, y era su capacidad para mantenerse joven, y no en el sentido de su aspecto físico, pues eso era pan comido para cualquier mago de su categoría, sino joven de espíritu. ¿Quién que no fuera Igor acudía a hacerle compañía a la quinceañera Iulia, del departamento de análisis, si quería ir a Tushino para asistir al lanzamiento del disco Ciento Cincuenta Mil Millones de Pasos del grupo de moda Tequila Jazz? ¿Quién se tiraba horas acompañando a una adolescente llena de todo tipo de complejos desde que había descubierto que era un Otro? ¿Quién que no fuera Igor dedicaba cinco años enteros a lanzarse en caída libre con un paracaídas que no abría hasta el último momento, con el solo objetivo de demostrar el elevado índice de Otros entregados a la práctica de deportes de riesgo? Y por último: ¿a quién si no a Igor recurría todo aquel que necesitaba cambiar un turno o una misión aburrida (no una peligrosa, que para esas nunca faltan voluntarios)? Quizá fuese un error, pero ya hacía tiempo que Antón consideraba que era mejor hacerse guardar las espaldas por un compañero fiable y vital, antes que por uno fuerte y agobiado por un exceso de experiencia. Un compañero fuerte y sabio podía acabar encontrando una ocupación más relevante que las de cuidarle a alguien las espaldas…
Pero el Otro que en ese momento Antón tenía delante no denotaba ni fuerza ni alegría de vivir. Igor había adelgazado considerablemente y su mirada revelaba una angustia sorda y opaca. Y había algo más: no sabía qué hacer con las manos, que se llevaba a la espalda o se las retorcía sobre el pecho.
—Antón… —dijo por fin. Su rostro se iluminó muy levemente, pero no mostró ni un atisbo de sonrisa—. Hola, Antón.
Respondiendo a un súbito impulso, Antón avanzó, abrazó a Igor y le susurró al oído:
—Hola, querido… ¿Qué ha pasado? ¿Cómo es que estás tan…?
De pie junto a la puerta, Vítězslav dijo:
—Al tratarse de dos Luminosos, me abstendré de informarles oficialmente sobre las normas que rigen los encuentros con los sospechosos. ¿Quiere que lo espere, Gorodetski?
—No, gracias. —Antón se apartó de Igor, aunque mantuvo una mano sobre su hombro—. Volveré al hotel por mi cuenta.
—Igor Teplov, le informo de que la sesión del tribunal para el estudio de su caso tendrá lugar mañana por la tarde, a las diecinueve horas. Naturalmente, hora de Praga. Un coche pasará a recogerlo a las seis y media. Le ruego que esté listo.
—Hace mucho que lo estoy —musitó Igor—. No se preocupe.
Los Luminosos se quedaron a solas.
—¿Tan mal aspecto tengo? —preguntó Igor.
Antón no quiso mentirle.
—Es más que eso. Pareces un cadáver. Cualquiera podría pensar que te tienen aquí a pan y agua.
Igor negó con expresión seria.
—No, en absoluto. Las condiciones de la retención son aceptables.
Pese a la gravedad del tono con el que fueron pronunciadas, Antón percibió cierta ironía en sus palabras, como si hablara de una fiera encerrada en la jaula de un zoo.
—Te he traído algunas cosas —dijo Antón, intentando recuperar un perdido hilo de normalidad—. Espero que esté permitido traerte de comer.
—Está permitido, sí —repuso Igor—. Pero… es que la comida no me entra, ¿sabes? Me pongo a leer y se me cae el libro de las manos. Ganas de emborracharme no tengo. Hablar con la gente… pues tampoco. Lo que hago es encender el televisor y quedarme mirando lo que echen hasta las tres de la mañana. Me levanto al día siguiente y vuelvo a encenderlo. No sé si me creerás, pero te juro que ya domino el checo a la perfección. Es un idioma muy sencillo.
—Es una lástima —dijo Antón—. Pero, como imaginarás, tengo órdenes precisas de devolverte las ganas de vivir.
Esta vez Igor sí que sonrió.
—Ya veo… ¿Qué le vamos a hacer? Déjame ver qué traes.
Antón depositó sobre la mesa un grueso paquete de cartas. Cada uno de los sobres llevaba escrito el nombre del remitente.
—Hay cartas de cada uno de los nuestros. Olga me pidió que te dijera que la suya es la primera que has de leer. Aunque lo mismo dijeron Iulechka y Lena. Tendrás que decidirlo tú mismo…
Igor miró las cartas pensativo y asintió con la cabeza.
—Lo echaré a suertes. Bueno, ahora déjame ver qué traes. Sabes que no me refería a las cartas.
Antón sonrió mientras sacaba una botella envuelta en papel.
—Smirnoff, número 21 —dijo Igor—. ¿Es eso?
—Eso es.
—Lo sabía. ¿Qué más traes?
Sin perder la sonrisa, Antón sacó de la bolsa de plástico una pequeña hogaza de pan negro de Borodino, un salchichón entero, unos pepinillos en salmuera envueltos en un trozo de plástico, unas cuantas cebollas de Yalta de color lila y un buen pedazo de tocino.
—¡Sí que la habéis hecho buena! —Igor no daba crédito a lo que veía—. Una selección impecable. Es cosa de Semión, ¿no?
—Sí.
—Los de la aduana habrán pensado que estabas rematadamente loco.
—Les hice apartar la vista. Estoy en viaje de servicio, así que tenía todo el derecho.
—Ya veo. Lo preparo todo en un instante. Tú, entretanto, cuéntame qué líos son esos que habéis tenido por allá. Me han dicho alguna que otra cosa… pero prefiero que me lo cuentes tú. Lo de Andréi… lo de Tigrecito… todo ese desmadre.
Mientras Igor preparaba los entremeses, lavaba las copas y abría la botella, Antón le hizo un breve resumen de los recientes incidentes moscovitas.
Igor sirvió vodka en cuatro copas y cubrió dos de ellas con finas rebanadas de pan. Alargó una a Antón y levantó la otra.
—Por nuestros chicos —dijo—. Que la Luz se apiade de ellos. Por Tigrecito… Y por Andriushka…
Bebieron sin entrechocar las copas. Antón observó con curiosidad a Igor. Éste tosió y miró la copa.
—¿Te has vuelto loco? ¡Este vodka está sin refinar!
—¡Exacto! —confirmó Antón—. Vodka de garrafa sin refinar. En realidad, poco más que alcohol mezclado con agua del grifo. He tenido que ingeniármelas, porque, aunque no lo creas, cada vez es más difícil comprar vodka falso en las tiendas.
—Pero ¿por qué lo has hecho? —inquirió Igor.
—¿Cómo que por qué? ¡Por lo mismo que te he traído la hogaza de Borodino! ¿Es que no te das cuentas de que habría podido comprar pan negro en cualquier panadería de Praga? ¡Encima habría estado fresco y sabroso! Por eso traje también el salchichón y el tocino. Con la cebolla lo habría tenido aquí algo más difícil, eso sí…
—¿Qué pretendes decir? ¿Que esto es una especie de saludo patriótico? —dijo Igor, todavía con ceño.
—Exacto.
—Pues te lo agradezco, pero debo rehusar. No quiero amanecer el último día de mi vida con un terrible dolor de cabeza —dijo Igor. Seguidamente, con expresión grave, pasó una mano por delante de la botella y las dos copas llenas de vodka. El licor adquirió un súbito color verde limón, que acabó desapareciendo. Con un tono de culpabilidad, añadió—: Me está permitido utilizar la magia inferior.
—De acuerdo. Sírveme un poco más, entonces.
—¿Es que tienes prisa? —preguntó Igor mirando a Antón con el rabillo del ojo, mientras servía el renovado vodka.
—¡No! ¿Qué prisa puedo tener? —respondió Antón—. Prefiero quedarme charlando aquí contigo. ¿Sabes qué otra razón me hizo cambiar el contenido de la botella?
—Ah, ¡conque eso ha sido idea tuya!
—Mía, sí. Semión me trajo el auténtico, pero pensé que no estaría de más recordarte… que no siempre un recipiente hermoso alberga un buen contenido.
Igor suspiró y su rostro se ensombreció.
—No me vengas con sermones, Gorodetski. Aún no habías nacido cuando yo ya militaba en las filas de la Guardia Nocturna. ¡Soy perfectamente consciente de lo que ha sucedido! Pero soy culpable y he de asumir el castigo.
—¡Tú no eres consciente de nada! —le gritó Antón con acritud—. ¡Lo que has hecho es adoptar una pose… o, más bien, acomodarte en una pose… esa de «soy culpable y debo asumir…»! —se burló—. Y nosotros, ¿qué? Sobre todo ahora, tras la pérdida de Tigrecito y Andréi. ¿Cómo crees que nos las vamos a arreglar? ¿Sabes que para paliar la falta de efectivos Hesser ha decidido promover al trabajo de campo a las programadoras?
—¡No me vengas con esas, Antón! Ningún Otro es imprescindible. En Moscú, la Guardia Nocturna tiene a cientos de magos y magas en la reserva.
—Ah, sí, claro. Y bastará que silbemos para que acudan corriendo a incorporarse a la Guardia. Abandonarán a sus familias, sus empleos y sus quehaceres, y empuñarán el fusil en cuanto vean que la Guardia Nocturna se ha cubierto de vergüenza, se ha cruzado de brazos, se ha rendido al enemigo…
Igor resopló y dijo con el ímpetu y la dureza propios del agente de la Guardia que había sido:
—Sé lo que intentas conseguir. Eres un tipo muy listo y lo que pretendes es cabrearme. Pretendes insuflarme ganas de vivir… de luchar. Pero quiero que lo entiendas de una vez: ¡renuncio a luchar! Me considero culpable. Eso es definitivo. Como también lo es que he decidido abandonarlo todo. Marcharme hacia la nada… hundirme en el Crepúsculo.
—¿Por qué, Igor? Entiendo que la muerte de una persona siempre constituye una tragedia, pero tú no podías prever que…
Igor levantó la vista y lo miró con fiereza. Negando con la cabeza, dijo:
—No entiendes nada, Antoshka. Nada de nada. ¿Crees que voy a inmolarme por esa criatura que se ahogó? Pues no. Te equivocas.
Antón vació su copa de un trago.
—Claro que me da pena que haya muerto —continuó Igor—. Mucha pena. Pero ya he vivido lo suficiente, Antón, para ver morir gente por mi culpa. Niños, mujeres, ancianos. ¿Has estado alguna vez ante la elección de a quién salvar: si a un Otro no iniciado o a un humano corriente? Pues yo sí que me he visto ante esa disyuntiva. ¿Te has visto alguna vez ante la necesidad de extraer energía de una multitud, a sabiendas de que había un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que al menos dos de aquellas personas no lo soportaran y acabaran suicidándose? Pues yo he pasado por eso.
—También yo he tenido que aguantar lo mío, Igor.
—Lo sé. Cuando aquel huracán… Entonces, ¿por qué me vienes con esas tonterías? ¿Acaso no puedes entender que la muerte del chiquillo no tiene nada que ver con esto? ¿No puedes entender que me enamoré de una Tenebrosa?
—No, no puedo concebirlo —respondió Antón—. ¡Me es imposible asimilarlo! Hesser ya me lo había dicho, pero…
—Entonces cree a Hesser. —Una amarga sonrisa se dibujó en el rostro de Igor—. La amo, Antón. Sigo amándola. Y la amaré siempre. Por eso esto no tiene arreglo. —Cogió su copa y se la llevó a los labios.
—Al menos, gracias por no haberle puesto también una copita a esa difunta… —dijo Antón a punto de estallar de rabia—. Ojalá que… —Se interrumpió para seguir la mirada de Igor. En el armario, entre varias copas vacías, había una medio llena y cubierta por una rebanada de pan—. Has perdido la cabeza —farfulló—. ¡La has perdido por completo! ¿Es que no entiendes que es una bruja?
—Era una bruja —puntualizó Igor con una triste sonrisa.
—Urdió una provocación para seducirte… o al menos para hacer que te enamoraras de ella.
—Eso no es cierto. Se enamoró de mí sin sospechar quién era yo.
—De acuerdo. Supongamos que fue así. Pero no me negarás que se trató de una provocación planificada por Zavulón, quien sí sabía perfectamente…
Igor lo interrumpió:
—Sí, es lo más probable. He meditado mucho acerca de todo esto, Antón. Como también es probable que el enfrentamiento de Butovo fuera fruto de una operación de los Tenebrosos. Tal vez la cúpula de la Guardia Diurna conociera de antemano lo que se avecinaba. O al menos Zavulón y un par de magos más. Lemesheva debía de saberlo. Edgar y las brujas, en cambio, no.
Igor no mencionó a vampiros y teriántropos. Seguramente no los consideraba dignos de mención en aquel contexto.
—Entonces, sí coincides conmigo en que…
—Espera. ¡Claro que se trató de una operación minuciosamente calculada por los Tenebrosos! Una intriga más de Zavulón. Por demás, coronada por el éxito… —Igor bajó la cabeza y añadió con voz sorda—: Pero que lo sea no cambia nada en relación con mi amor por Alisa.
Antón cedió a su impulso de soltar un par de sonoras maldiciones, antes de proseguir:
—A ver, Igor: ¿acaso no has estudiado el expediente de Alisa Donnikova? ¡Estoy seguro de que lo conoces!
—Sí.
—Entonces sabrás que tiene las manos manchadas de sangre, ¿o no? ¡Y cuánto mal ha hecho! ¡Yo mismo me enfrenté a ella en más de una ocasión y sé muy bien de lo que hablo! Por su culpa fracasaron varias operaciones nuestras… Ha sido una fiel sirviente de Zavulón…
—Has olvidado mencionar que era la querida de Zavulón —señaló Igor con voz apagada—. Y que el jefe de la Guardia Diurna de Moscú disfrutaba practicando el sexo con ella. Especialmente cuando lo hacía con su aspecto crepuscular. Y que Alisa participaba a menudo en aquelarres que incluían sacrificios humanos, así como en orgías multitudinarias. ¿Por qué te callas todo eso? Puedes decirlo con toda libertad, porque estoy al corriente. Hesser se ocupó de proporcionarme un expediente completo. ¡No se dejó nada! Así que lo sé todo.
—Y, pese a todo, la amas… —dijo Antón sin dar crédito a sus propias palabras.
Igor levantó la cabeza y lo miró a los ojos. Después, tendió una mano y acarició el brazo de Antón.
—No te enfades conmigo, hermano Luminoso. Tampoco me desprecies. Y si te ves incapaz de comprenderme, será mejor que te vayas. Date una vuelta por Praga…
—Intento comprender —musitó Antón—. ¡Te juro que lo intento! Alisa Donnikova era una bruja como otra cualquiera, ni mejor ni peor que las demás. Una bruja inteligente, bella y cruel, que dejaba tras de sí un rastro de maldad y dolor. ¿Cómo puedes amarla?
—Porque esa no fue la Alisa que yo conocí —respondió Igor—. Yo me encontré con una muchacha impetuosa e infeliz, que tenía unas ganas enormes de amar a alguien. Y que se enamoró de verdad por primera vez. Una muchacha que, para nuestra desgracia, fue descubierta antes por los Tenebrosos. Y estos eligieron iniciarla en un momento en que había más Tinieblas que Luz en su alma. Sabes muy bien que así suele suceder en los adolescentes, sobre todo si son chicas. Y lo que vino después era perfectamente predecible. El Crepúsculo se encargó de vaciarla de bondad. El Crepúsculo la convirtió en aquello que acabó siendo.
—No es a Alisa a quien amas —dijo Antón sin percatarse de que hablaba de ella como si aún viviese—. ¡Amas una imagen idealizada… o, mejor, una imagen alternativa de ella! ¡A una Alisa imposible que jamás existió!
—Ahora ya no existe. Eso sí es seguro. Pero te equivocas, Antón. Amo a la Alisa que surgió a partir del instante en que dejó de ser una Otra. A la Alisa que se vio liberada, siquiera por un instante, de esa telaraña maldita. Dime una cosa: ¿has tenido alguna vez ocasión de perdonar?
—Sí —admitió Antón en voz baja—. Pero nada como esto…
—Pues has tenido suerte, Antoshka. —Igor sirvió más vodka en las copas.
—Entonces dime una cosa: ¿por qué la mataste? —Antón no quería ser blando con Igor, pero aún así le tembló la voz al formular la pregunta.
—Porque era una bruja —respondió Igor con absoluta serenidad—. Porque era portadora de maldad y dolor. Porque todo «miembro de la Guardia Nocturna defiende a los humanos ante los Tenebrosos siempre y en cualquier circunstancia, en cualquier territorio y con total independencia de sus simpatías personales». ¿Nunca te has preguntado el porqué de esa última precisión incluida en el reglamento, el porqué de esa alusión a las «simpatías personales»? Tal vez quisieron decir «simpatías personales hacia los Tenebrosos,» pero decidieron que eso sonaba rematadamente mal. Y entonces, apelaron a un eife… eife…
—Eufemismo —precisó Antón, atónito.
—Eufemismo, sí. —Igor sonrió—. ¿Recuerdas cuando nos enfrentamos a la vampira aquella que se subió a una azotea? Tú estabas a punto de dispararle a bocajarro y en eso apareció tu vecino, el vampiro. Y bajaste la pistola.
—Mi actuación era errónea —dijo Antón encogiéndose de hombros—. Lo que correspondía era someterla a juicio. Y si me detuve en el último instante fue porque tomé conciencia de ello…
—Mientes, Antón. Le habrías disparado. A ella y a cualquier vampiro que intentara impedirlo. Si no lo hiciste fue porque intervino alguien que era más que un mero vampiro… era tu amigo. O, si me apuras, un conocido por quien sentías aprecio. Y eso fue lo que te detuvo. Ahora imagínate qué habría sucedido si te hubiera pedido que la dejases ir…
—¿Y si la petición la hubiera hecho tu amada, fuera esta una humana o una Otra de cualquiera de los dos bandos, y no un mero conocido?
—Habría disparado —insistió Antón—. Habría disparado igualmente.
—¿Pretendes que me lo crea?
—Además, yo jamás habría permitido que se llegara a una situación semejante. ¡No lo habría permitido!
—Claro… Porque en cuanto vemos el aura de las Tinieblas ahuyentamos cualquier posibilidad de amar. Y los Tenebrosos hacen lo mismo cuando ven el aura de la Luz. Pero has de entender que cuando Alisa y yo nos conocimos, ambos nos hallábamos en circunstancias muy especiales. Nos habían desposeído de toda nuestra fuerza. Por lo tanto, no se trataba de permitir o impedir que nos amásemos…
—Dime otra cosa, Igor… —Antón hizo una pausa para recuperar el aliento. El vodka no acababa de subírsele a la cabeza y el giro que había tomado la conversación, rebasando las iniciales cautelas, tampoco contribuía a serenarlo—. ¿Por qué no te limitaste a expulsar a Alisa del campamento, o pediste ayuda y consejo a Hesser? Así, hubieras garantizado la seguridad de la gente y además…
—No se habría marchado —lo interrumpió bruscamente Igor—. Ten en cuenta que su estancia en Artek era legal. ¿Sabes qué es lo más horrible de todo esto? Hesser y Zavulón negociaron su derecho a la recuperación a cambio de un derecho similar para la recuperación de un Mago de la Luz de tercera categoría. ¡Yo mismo! ¿Te das cuenta de cómo se urdió todo esto?
—¿Estás seguro de que Alisa no se habría marchado? —insistió Antón.
Igor levantó la copa en silencio. Por primera vez en toda la noche, entrechocaron las copas, aunque no pronunciaron brindis alguno.
—No estoy seguro, Antón. He ahí lo malo: que no estoy seguro. Al principio, le dije… le ordené que se marchara. Pero eso fue el primer instante, cuando acabábamos de descubrir quiénes éramos en realidad. Cuando todavía éramos incapaces de razonar y estábamos al máximo de adrenalina…
—Si te hubiese amado de veras, se habría marchado —dijo Antón—. Sólo tenías que encontrar la forma de pedírselo…
—Puede que tengas razón; pero ¿cómo saberlo ahora?
—Me da mucha pena todo esto, Igor —susurró Antón—. Bueno… no siento pena por la bruja Alisa… eso no me lo puedes pedir, porque no voy a derramar ni una sola lágrima por ella. Pero siento mucha pena por ti. Y quiero que te quedes con nosotros. Ése es mi mayor deseo. Quiero que aguantes, que no te derrumbes.
—Pues yo lo que quiero es seguir viviendo, Antón. —Igor abrió los brazos con gesto de culpabilidad—. ¡La vida ya no tiene sentido para mí! ¡Entiéndelo! ¿Sabes una cosa? Probablemente, Alisa fue mi primer amor. Aunque tuve una esposa… hace mucho. Me convertí en un Otro en 1945. Acababa de regresar del frente… era un joven capitán con la pechera cubierta de medallas y ni un solo rasguño. Creía que había tenido suerte, hasta que más tarde supe que habían sido mis latentes poderes como Otro los que me habían salvado el pellejo. Y de pronto: ¡toma! Se me descubrió el mundo de la Guardia Nocturna y la Guardia Diurna… Una nueva guerra, ¿comprendes? ¡Y encima la más justa de todas! Lo único que yo sabía hacer era combatir, así que comprendí que acababa de encontrar un trabajo para toda la vida. Una vida muy larga, por cierto. Y comprendí también que jamás tendría que padecer los sinsabores que padecen a diario los humanos, las enfermedades incurables, las colas para comprar alimentos… Tú, Antón, no puedes imaginarte qué es el pan negro de verdad… o qué siente uno al reírse en las narices de los agentes del NKVD encargados de cazar a los espías y responder con un negligente bostezo a la pregunta: «¿Cómo es posible que se haya pasado usted dos meses enteros en territorio enemigo, cuando el puente fue volado a los tres días del desembarco?».
Igor se había animado y hablaba con rabia y atropelladamente. Era un acaloramiento que nada tenía que ver con el joven y contenido mago de la Guardia Nocturna que había sido hasta el momento.
—Cuando volví de la guerra, me fui de inmediato a ver a mi Vilena, mi joven y hermosa Lenochka-Vilenochka, que me escribía a diario unas cartas tremendas. ¡A diario, te lo juro! Y me percaté de lo contenta que estaba de que hubiera regresado sano y salvo, de que no hubiera vuelto del frente convertido en un tullido, sino en un héroe. Por entonces eran pocas las mujeres que tenían aquella suerte. Pero vi también que se moría de miedo ante la perspectiva de que las envidiosas víboras de sus vecinas fueran a ponerme sobre aviso de todos los hombres que habían pasado por su cama en aquellos cuatro años y de que no había sufrido penuria alguna, aunque no precisamente gracias a la paga que yo le enviaba desde el frente… ¿A que no entiendes ni la mitad de lo que te digo, Antón? Pues bien, el caso es que lo vi todo claramente. Lo descubrí todo de golpe. Y cuanto más la miraba, más cosas veía. Los detalles más nimios se abrían ante mí con una claridad prístina. Todos los hombres que habían gozado de sus favores, desde especuladores hasta soldados como yo mismo, camorristas o desertores… ¡De todo había! Y asistí a una escena en la que ella le susurraba al oído a un coronel: «No te preocupes por ese, que seguro que ya se está pudriendo bajo tierra…». Eso oí. Por cierto, el coronel de marras resultó ser un hombre cabal. Se levantó de la cama y le pegó tal bofetada en plena cara… después, se vistió y se fue.
Igor llenó las copas nuevamente, vació la suya de un trago sin esperar a Antón y volvió a llenarla. Continuó:
—Fue entonces cuando me convertí en lo que ahora soy. La conversión se produjo en el instante mismo en que abandoné mi casa, acompañado por el tintineo de las medallas y los estridentes gritos de Vilena: «¡Esas perras te han mentido! ¡Yo siempre te he sido fiel!». Avanzaba por la calle y sentía que algo me ardía en el alma. Era el mes de mayo, ¿sabes? Mayo de 1945. En cuanto se produjo la capitulación de Alemania, Hesser me sacó del frente y me dijo: «Capitán Teplov, a partir de ahora el frente está aquí». La gente era muy distinta entonces, ¿sabes? Muy distinta. La alegría iluminaba el rostro de todos. Aunque no voy a ocultarte también que había mucha basura Tenebrosa. Pero, al mismo tiempo, había mucha Luz. Y cuando iba por la calle, los chavales se arremolinaban a mi alrededor y admiraban el altar de medallas que llevaba en el pecho y discutían a qué acción heroica correspondía cada una. Los hombres me estrechaban la mano y me invitaban a beber con ellos. Las chicas corrían a besarme. Eran besos castos: no te creas que tenían alguna intención malsana. Me besaban como besarían a sus novios cuando volvieran del frente, si es que volvían y no yacía, ellos sí, bajo tierra. O cómo besarían a sus padres, a sus hermanos. Algunas llegaban sollozando, me besaban y seguían su camino. ¿Me entiendes? No… ¿qué vas a entender tú? Piensa, por ejemplo, en que ahora tú también estás preocupado por la marcha del país, crees que todo va mal, que estamos metidos en un pozo… Sufres preguntándote cómo es que los Luminosos de todo el mundo no se vuelcan en ayudar a Rusia. Pero créeme, Antón: no sabes lo que es estar de verdad en un pozo. ¡Nosotros sí que lo sabemos!
Igor se bebió otra copa. En silencio, Antón levantó la suya, como respondiendo a un brindis que no requería palabras.
—Fue entonces cuando me convertí en lo que soy —repitió Igor—. En un mago. Un entregado agente de la Guardia Nocturna, eternamente joven. Alguien que ama a todos… y a nadie. En mi fuero interno, había tomado la decisión de no enamorarme de nadie jamás. ¡Jamás! Tontear sí, pero a sabiendas de que eso no tiene nada que ver con el amor. No podía enamorarme de una humana, porque los humanos son débiles. Ni podía enamorarme de una Otra, porque los Otros sólo pueden ser considerados enemigos o compañeros de lucha. He ahí el credo que adopté, Antoshka. Y le he sido fiel a toda costa. Es como si aún fuera aquel joven que acababa de llegar del frente, seguro de que todavía era pronto para enamorarse. Una cosa es irme con una chavala a dar vueltas sobre una pista de baile… —rió— o ponerme a dar saltos en una discoteca atiborrado de pastillas bajo un foco de luz ultravioleta… sin importarme si la música que suena es jazz o rock o trash, o el largo de la falda de mi acompañante, o la calidad de los panties que lleva… Con eso no había problemas. Estaba bien y punto. ¿Has visto esa película de dibujos animados norteamericana sobre un tal Peter Pan? Pues yo me convertí en una especie de Peter Pan. Con la diferencia de que no era un niño algo tonto, sino un adulto igual de idiota. Y me lo he pasado bien así… durante mucho tiempo. Ya he agotado el plazo de vida que se les concede a los humanos. Y no puedo quejarme. Me he librado del desvalimiento de la vejez y de otros muchos problemas. Por lo tanto, no hay de qué lamentarse, Antón. Estás sufriendo por gusto.
Antón permanecía sentado en silencio y sujetándose la cabeza con ambas manos. Tenía la sensación de que había abierto una puerta y se había asomado a algo que no se atrevía a calificar de prohibido… o de vergonzoso… Más bien se trataba de algo que le resultaba total y absolutamente ajeno. Y comprendió que era eso lo que sucedía cada vez que uno abría una puerta semejante, la Luz no lo quisiera: que uno se asomaba a realidades demasiado ajenas… privadas.
—Ya he andado todo mi camino, Antón —añadió Igor en tono cariñoso—. No sufras así. Comprendo que hayas venido con la esperanza de sacarme de este estado y de ayudarme a entrar en razón. Querías ejecutar las instrucciones recibidas. Pero no podrá ser. Me enamoré perdidamente de esa Tenebrosa. Y la maté. Y al hacerlo, resulta que firmé también mi propia sentencia de muerte.
Antón permaneció en silencio. Sentía un vacío enorme. La angustia y el dolor ajenos se habían apoderado por completo de él. Había ido a visitar a un amigo enfermo para acabar compartiendo con este su funeral…
—Quédate aquí esta noche, Antón —le rogó Igor—. De todos modos, no voy a dormir. Pronto me sobrará tiempo para hacerlo. Tengo tres botellas más de vodka en la nevera. Además, hay un restaurante cinco plantas más abajo.
—Nos quedaremos dormidos sentados a la mesa.
—No te preocupes. Somos Otros, ¿no? Aguantaremos. Tengo ganas de hablar. De llorar en el hombro de alguien. ¿Sabes que últimamente le he cogido miedo a la oscuridad? ¿Puedes creerlo?
—Te creo.
Igor asintió con la cabeza.
—Gracias. Tengo una guitarra por aquí. Si quieres cantamos algo. O puedo cantar yo solo. Es que cantar para uno mismo es como… ya me entiendes. Y hay algo más…
Antón miró a Igor. La voz de este se tornó más grave.
—De todos modos, continúo perteneciendo a la Guardia Nocturna. No creas ni por un instante que lo he olvidado. Y me parece que en este juego sucio no soy más que un peón… O no… quizá sea más bien una pieza de mayor entidad que ha dado muerte a otra pieza enemiga y, al hacerlo, se ha colocado en el centro del campo de batalla… Pero lo que me diferencia de una pieza de ajedrez es mi capacidad de pensar. Confío en que también tú conserves esa capacidad. Como te he dicho, ya todo me da igual. Salvo una cosa: ¡quiero saber quién va a ganar la partida! Adivinémoslo juntos.
—¿Por dónde empezamos? —preguntó Antón sorprendido de la celeridad de su reacción. ¿Acaso había tomado al pie de la letra las palabras de Igor y lo consideraba una pieza perdida que se disponía a abandonar el tablero, o, al menos, una pieza condenada a la que ya se acercaba la mano del invisible jugador…?
—Por Svetlana. Por la Tiza del Destino. —Igor observó el brusco cambio que se produjo en el rostro de Antón y rió con gusto—. ¿Qué pasa? ¿He acertado en la diana? ¿También tú crees que ahí fue donde comenzó todo?
—Y Hesser lo cree… —musitó Antón.
—Hesser se las sabe todas —afirmó Igor—. ¿Qué tal si intentamos pensar con la cabeza por una vez?
—Intentémoslo —convino Antón—. Pero, antes… —Localizó en el fondo del bolsillo el amuleto que le había dado Hesser. Apretó con fuerza la pequeña esfera y sintió que las minúsculas agujas de hueso se le clavaban en la piel. No hay placer sin dolor, pensó—. Durante las próximas doce horas nadie podrá vernos ni oírnos —añadió.
—¿Estás seguro? —indagó Igor—. ¿No crees que la Inquisición se alarmará si pierde todo contacto con nosotros?
—No perderán el contacto —dijo Antón—. Por lo que sé del funcionamiento de este chisme, los dispositivos de escucha o los conjuros de vigilancia que tengan instalados aquí transmitirán información falsa. Un truco bastante fino.
—Hesser se las sabe todas —repitió Igor con una sonrisa.
Edgar fumaba sentado junto a la ventana. En la mano sostenía una copa de champán, que sabía igual de bien por mucho que ya hubiera perdido todo el gas.
Serena y satisfecha, su amiga descansaba en el dormitorio contiguo. Había resultado ser una chica encantadora. Una estudiante alemana, aunque con recónditas raíces escandinavas, que combinaba la pasión y la alegría a partes iguales. Desde el punto de vista de Edgar, era demasiado desenvuelta en cuestiones sexuales. A diferencia de la mayoría de sus colegas, Edgar era un conservador en esa materia. No participaba en orgías, se abstenía de buscarse amantes demasiado jóvenes y de entre todas las posturas prefería la clásica, también llamada «del misionero». Sin embargo, había que reconocerle que en lo que a esa postura correspondía, había alcanzado la perfección.
Edgar se estiró satisfecho y entreabrió la ventana con cuidado de no hacer ruido. Aspiró el aire fresco, helado. Un nuevo día comenzaba. Con toda probabilidad, se trataba del día en que el tribunal dictaría sentencia. Sólo entonces podría entregarse al disfrute de las fiestas navideñas y olvidarse de la intriga que se tejía a su alrededor.
No obstante, una pregunta continuaba martilleando su mente: ¿quién había urdido aquella trama? ¿La Guardia Diurna? ¿La Guardia Nocturna?
Y había otra, aún más importante: ¿qué papel se le había adjudicado a él?
¿Sería cierto, como le insinuó Yuri, que su papel era el mismo que ya había desempeñado Alisa, el de víctima?
—Mira esto. —Igor desplegó sobre la mesa una cartulina y sacó un puñado de rotuladores del bolsillo—. He estado dibujando algunos esquemas y he conseguido aclarar unas cuantas cosas. Aquí está Svetlana…
Antón miró pensativo el círculo trazado con una gruesa línea amarilla.
—No se le parece demasiado —dijo.
Igor sonrió.
—No te burles, Antón. Mira qué interesante. Había un equilibrio de fuerzas entre nosotros y los Tenebrosos. Era un equilibrio precario, sí, pero existía. Aquí tienes a nuestros magos de primera a tercera categoría… y aquí tienes a los Magos de las Tinieblas equivalentes… Fíjate que cuento tanto a los que están en el servicio activo como a los de la reserva…
La cartulina fue cubriéndose rápidamente de pequeños círculos. Con trazo hábil, Igor la dividió en dos con una línea. En el encabezamiento de una de las mitades escribió «Hesser». En el otro, «Zavulón».
—En esencia, estos dos están fuera del juego —explicó—. Son los ajedrecistas. Y a nosotros nos interesan las piezas. ¿Ves ahora el cambio que significó la aparición de Svetlana?
—Eso depende de qué valor le demos a Svetlana como pieza del juego —apuntó Antón con cautela—. Ahora es una maga de primera categoría… o, más exactamente, lo fue…
—¿Y eso qué importa? ¡Fíjate cuántos magos hay aquí que tienen una categoría cercana a la suya!
—Svetlana no es más que un peón —dijo Antón, sorprendido de sus propias palabras—. ¡Y continuará siendo un peón durante muchos años! Primero tendrá que reunir fuerza, aprender a manejar sus poderes, ganar experiencia… Svetlana era más fuerte que yo… pero si nos hubiéramos enfrentado… si hubiera estado al otro lado del frente, sé que la habría derrotado.
—¡Exacto! —Igor lleno su copa de vodka. La primera botella hacía rato que se había perdido bajo la mesa—. ¡Exacto! Svetlana ha significado una preciosa adquisición para la Guardia Nocturna, y es muy probable que en el futuro alcance la categoría del propio Hesser. ¡Pero para ello necesita décadas! ¡O incluso siglos!
—Entonces, ¿a qué se deben los aspavientos de los Tenebrosos? Han estado a punto de violar el pacto con tal de acabar con Sveta. ¿Por qué?
—Piensa un poco… —Igor miró a Antón a los ojos—. Llevemos hasta el final las analogías ajedrecísticas…
—Un peón que consigue llegar hasta el final del tablero…
—… puede convertirse en cualquier pieza.
Antón abrió los brazos.
—Es evidente, Igor. Todos somos peones, pero algunos podemos acabar convirtiéndonos en reinas. Svetlana tiene esa posibilidad. Tú, en cambio, no. Ni yo. Ni Semión… ¡Pero el camino para llegar hasta el final del tablero es muy largo! ¿Por qué, entonces, los Tenebrosos tenían que darse tanta prisa para eliminar a Svetlana?
—La Tiza del Destino —apuntó Igor.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué tiene que ver la Tiza con Svetlana? Lo que Hesser se proponía era utilizarla con Iegor, aquel niño sin destino, y convertirlo…
—¿En qué?
Antón se encogió de hombros.
—En un profeta, un filósofo, un poeta, un mago… ¿qué sé yo? Lo habría convertido en alguien capaz de arrastrar a la humanidad hacia la Luz. O, tal vez, en un Espejo. Un Espejo como Vitali Rogoza, pero que sirviera a nuestros fines…
—Pero Svetlana se abstuvo de participar —observó Igor—. Y el pequeño Iegor se quedó a solas con su destino.
—No obstante… —Antón se interrumpió. No sabía si podía confiar en Igor la verdad que acababa de entrever, por mucho que el amuleto los protegiese.
—No obstante, Olga utilizó un trozo de la Tiza del Destino para reescribir el destino de alguien —dijo Igor con una sonrisa burlona—. Eso ya es un secreto de Pelichinela…
—Polichinela —lo corrigió mecánicamente Antón.
—Eso. Lo que importa es que esa operación tuvo éxito. Svetlana fracasó, pero Olga, en cambio, se salió con la suya. Y de paso Hesser se las apañó para rehabilitarla.
—¿De paso? ¿Eso crees? —Antón negó con la cabeza—. Bueno, aceptemos que fue así… Pero, en cualquier caso, ese es sólo un segundo nivel de la verdad. Estoy seguro de que hay también un tercer nivel.
—En ese tercer nivel se esconde el nombre del Otro cuyo destino reescribió Olga. En cuanto Zavulón se enteró de la rehabilitación de Olga, comprendió que se la habían jugado. Que había mordido el cebo de lo que no era más que una típica maniobra de distracción. Y los Tenebrosos se pusieron a buscar. Al pobre Iegor lo verificaron una docena de veces. Temían que le hubieran reescrito el destino por partida doble…
—¿Y cómo sabes tú eso?
—Porque Hesser me encargó que lo vigilara. Era evidente que los Tenebrosos iban a atarlo corto para averiguar si la jugarreta lo implicaba.
—¿Y qué descubriste?
—Nada. El chaval estaba limpio. No fue su destino el que Olga reescribió.
—¿El de quién, entonces?
Igor no respondió. Miraba fijamente a Antón. Y esperaba, como si no tuviera derecho a responder a esa pregunta.
—¿El de Svetlana? —inquirió Antón, sin reparar en la cautelosa reserva de Igor. E inmediatamente pensó que un Tenebroso habría chillado: «¿El mío?».
—Eso parece. Ha sido una jugada verdaderamente magistral. En aquel momento el despliegue de fuerza en torno a Svetlana era tan bestial que nadie pudo percatarse de la operación que se estaba llevando a cabo con el Libro del Destino. Y lo mejor es que los Tenebrosos no se atreven a verificar su destino porque hacerlo equivaldría a una declaración de guerra.
—Hesser pretende acelerar la conversión de Svetlana en una Gran Maga, ¿no es cierto?
—No. Eso está descartado, porque representaría una violación flagrante del pacto. Has de ahondar más.
Antón repasó los círculos dibujados sobre la cartulina. Con un rotulador rojo trazó una línea por encima de Svetlana y la cerró en un nuevo círculo, que dejó vacío.
—Muy bien —aprobó Igor—. Ahí está la clave. ¿Te das cuenta del momento histórico que estamos a punto de vivir?
—El fin del milenio…
—Dos mil años desde el nacimiento de Jesucristo —dijo Igor acompañando sus palabras con una elocuente sonrisa.
—Jeshua fue un extraordinario Mago de la Luz —dijo Antón—. Aunque no sé si se le puede aplicar el título de «mago»… porque él era la Luz en sí misma… Entonces, crees que lo que Hesser se propone es facilitar la venida del Mesías, ¿es eso?
—Tú lo has dicho. No yo —dijo Igor—. Vamos… brindemos por la Luz.
Antón vació la copa de un trago sin salir de su estupor. Negó con la cabeza.
—Eso no puede ser, Igor… ¡Sería jugar con las fuerzas puras! ¡Con el fundamento de la creación! ¿Cómo vamos a correr semejante riesgo?
—Estoy seguro de que eso es lo que se está cociendo, Antón. Juzga tú mismo: el planeta está viviendo estos días una eclosión de sentimientos religiosos, todo el mundo está preparado, en mayor o menor medida, para que tenga lugar el fin del mundo o se produzca el nuevo advenimiento… lo que, en definitiva, viene a ser lo mismo.
—Bueno, ¡no todo el mundo! ¡No exageres! —protestó Antón.
—No todo el mundo, cierto. Pero sí el número suficiente de gente para que el flujo de expectativas consiga amoldar la realidad. Por lo tanto, si se ayuda a ese proceso, si se reescribe el destino de alguien… Creo que Hesser ha decidido ir a por todas. Quiere sumar a nuestras filas a un Luminoso dotado de tanta fuerza que ningún Tenebroso se le pueda comparar. Ni Zavulón, ni un modesto agricultor de California, ni el dueño de un hotelito en España, ni una popular cantante japonesa… Nadie.
—Puede que tengas razón. Pero ahora Svetlana está desposeída de fuerza. Y tardará mucho en armarse de ella nuevamente.
—¿Y qué importa eso? ¿Acaso le impedirá concebir un hijo?
—Para un momento. —Antón agitó los brazos como para zafarse de las ideas que se estaban apoderando de ellos—. ¡Estamos enredándolo todo! ¡Podemos acabar creyéndonos cualquier hipótesis! Mejor será que continuemos ateniéndonos a los hechos. ¿Qué pasa con el Espejo, por ejemplo?
—El Espejo… —Igor frunció el entrecejo—. Los Espejos son generados por el Crepúsculo. Por lo tanto, Zavulón no podía utilizarlo a su antojo. En cambio, sí que pudo haber llevado a Moscú a los imbéciles de la secta cargados con el artefacto y hacer que este alimentara al Espejo. Su objetivo era evidente: eliminar a Svetlana.
—¡Pero Rogoza no la eliminó! Se limitó a vaciarla de fuerza… ¿Cómo se explica eso?
—Alguno de nosotros le estropeó la jugada a Zavulón —respondió Igor—. Alguien no dio el paso necesario para que el Espejo destruyera a Svetlana por completo. ¿La habrá ayudado el que ya hubiesen muerto Tigrecito y Andréi? ¿Será eso? El Espejo no es un Otro de las Tinieblas en sentido estricto. Por lo tanto, no participa plenamente en la guerra de las Guardias. ¿Entiendes lo que quiero decir? ¿No será que Rogoza esperaba un golpe que no llegó a producirse? Uno que pudieras haberle asestado tú, por ejemplo. O Hesser. Pero ese golpe no se produjo y, por lo tanto, el Espejo no tuvo ocasión de propinar su golpe de respuesta. Que habría sido más contundente.
—Entonces explícame una cosa, Igor: ¿por qué Zavulón os sacrificó a ti y a Alisa?
—Fue una casualidad —contestó Igor—. Ya te lo he dicho. Alisa…
—¡Puede que ella no lo supiera, pero Zavulón sí que lo sabía todo, créeme! ¡Y la lanzó a la muerte! ¡Decidió hacer un intercambio de piezas! ¿Por qué lo hizo?
—Ya me gustaría saberlo —dijo Igor abriendo los brazos.