Capítulo 7

Macrosant se encuentra en un enorme edificio de Kingsway que cuenta con una gran escalinata, un globo terráqueo de acero y grandes ventanales de cristal. Desde el Costa Coffee de enfrente tengo una visión estupenda.

- Cualquier cosa perruna -le digo a Sadie, parapetada tras el Evening Standard-. Un ladrido, una cesta debajo de una mesa, algún juguete para perros… -Bebo un sorbo de mi capuchino-. Yo espero aquí.

El edificio es tan grande que tal vez me pase esperando un buen rato. Hojeo el periódico y mordisqueo un brownie de chocolate. Acabo de pedir otro capuchino cuando Sadie se materializa a mi lado con las mejillas encendidas y los ojos brillantes. Parece radiante de felicidad. Saco el móvil, le sonrío a la chica de la mesa vecina y finjo marcar un número.

- ¿Y bien? -digo al teléfono-. ¿Has encontrado el perro?

- Ah, eso -dice, como si lo hubiera olvidado-. Sí, hay un perro, pero adivina lo que…

- ¿Dónde? -la corto, excitada-. ¿Dónde está el perro?

- Arriba. En una cesta, debajo de una mesa. Es el pekinés más gracioso…

- ¿Puedes conseguirme un nombre? ¿Y el número de la oficina o algo así? ¡Gracias!

Se volatiliza otra vez y yo sigo bebiendo mi capuchino. ¡Shireen tenía razón! ¡Jean me ha mentido! Que se prepare cuando hable con ella. Voy a exigirle una disculpa en toda regla y derecho de entrada para Flash sin restricciones. Y tal vez incluso una cesta de regalo, como reparación simbólica…

Miro por la ventana y diviso a Sadie, que se acerca por la acera con indolencia. Me da un poco de rabia, la verdad. No parece tener ninguna prisa. ¿No se da cuenta de lo importante que es esto?

Ya tengo preparado el móvil cuando entra.

- ¿Qué tal? -le digo-. ¿Has vuelto a encontrar el perro?

- Sí. Está en la planta catorce, despacho catorce dieciséis; la dueña se llama Jane Frenshew. Y yo acabo de conocer -añade, soñadora- a un hombre delicioso.

- ¿Cómo que has.. . ? -replico mientras lo anoto todo en un papel-. Tú no puedes conocer a un hombre, estás muerta. A menos que.. . -Levanto la vista-. ¡No me lo digas! ¿Has conocido a otro fantasma?

- No es un fantasma. -Menea la cabeza con impaciencia-. Pero es divino. Estaba hablando en una de las salas que he cruzado. Igualito que Rodolfo Valentino.

- ¿Quién?

- ¡El actor de cine! Alto, moreno, apuesto. Un chisporroteo instantáneo.

- Suena prometedor.

- Y tiene la estatura perfecta -prosigue, balanceando las piernas en un taburete-. Me he puesto a su lado para comparar nuestras estaturas. Podría apoyar la cabeza en su hombro si bailáramos juntos.

- Fantástico. -Cierro el móvil, cojo el bolso y me levanto-. Bueno, debo volver al despacho y arreglar este asunto.

Salgo de la cafetería y me dirijo hacia la estación de metro, pero Sadie me cierra el paso.

- Tiene que ser mío.

- ¿El qué?

- Ese hombre que acabo de conocer. Lo he notado aquí.. . El chisporroteo. -Se toca el estómago, liso como una tabla-. Tengo que bailar con él.

¿Me está tomando el pelo?

- Sería bonito -intento aplacarla-. Pero yo debo ir al despacho.. . -Hago ademán de moverme, pero ella interpone un brazo.

- ¿Sabes cuánto hace que no bailo? -me suelta en un repentino arrebato-. ¿Cuánto hace que no.. . muevo las ancas, como tú dices? ¡Todos estos años, atrapada en el cuerpo de una anciana! En un sitio sin música y sin vida.. .

Siento un espasmo de culpa al recordar su fotografía, una Sadie arrugada y viejecita, con su chal rosado.

- Vale -le digo-. De acuerdo. Bailaremos en casa. Pondremos música, atenuaremos las luces y montaremos una fiestecita.. .

- ¡Yo no quiero bailar en casa con música de la radio! -me espeta-. ¡Quiero salir con un hombre y divertirme!

- ¿Qué pretendes? ¿Tener una cita? -digo incrédula, y su mirada se ilumina.

- ¡Exacto! Una cita. Con él -añade, señalando el edificio.

¿Es que no ha entendido aún qué significa ser un fantasma?

- Sadie.. . tú estás muerta.

- ¡Ya! -se irrita-. No hace falta que me lo recuerdes a cada momento.

- No puedes tener una cita, lo siento. Así son las cosas. -Me encojo de hombros y echo a andar.

Dos segundos después, se pone otra vez delante con la mandíbula apretada.

- Pídeselo tú.

- ¿Qué?

- No puedo hacerlo sola. Necesito una celestina. Si consigues la cita y salís juntos, yo también podré salir con él. Y si vais a bailar, también yo bailaré con él.

Habla en serio. Poco me falta para estallar en carcajadas.

- ¿Quieres que tenga una cita con un tipo al que no conozco, para que puedas bailar con él?

- Sólo quiero una última dosis de diversión con un hombre atractivo, ahora que aún puedo. -Baja la cabeza y esboza un triste mohín-. Una última vuelta por la pista de baile -añade con voz lastimera-. Es mi último deseo. Mis últimas voluntades.

- ¡De eso nada! ¡Tú ya expresaste tu último deseo! Era buscar el collar, ¿recuerdas?

Por un instante, parece atrapada.

- Pues éste es mi otro último deseo -dice por fin.

- Escucha, Sadie. -Procuro mostrarme razonable-. No puedo pedirle una cita por las buenas a un desconocido. Tendrás que olvidarte de este capricho. Lo lamento.

Me mira con una expresión tan herida y temblorosa que me pregunto si la he ofendido.

- Me estás diciendo que no -balbucea-. Me estás rechazando.. . Un último deseo inocente. Una petición insignificante.

- Escucha.. .

- Me he pasado años en la residencia. Sin visitas, sin diversiones, sin vida de ninguna clase. Sólo vejez, soledad y tristeza.. .

Ay, Dios. No puede hacerme esto. No es justo.

- Cada Navidad, sola. Sin recibir ninguna visita, sin un regalo.. .

- No fue culpa mía -aduzco débilmente, pero ella no parece escucharme.

- Y ahora que vislumbro una rodajita de felicidad, un bocado de placer, mi propia sobrina nieta, insensible y egoísta.. .

- ¡Vale! -exclamo, rascándome la frente-. ¡Vale! ¡Lo que tú digas! ¡Está bien! Lo haré.

Al fin y al cabo, todos los que me conocen ya están convencidos de que estoy como una cabra. Pedirle una cita a un desconocido no cambiará las cosas. De hecho, a mi padre le encantará la idea.

- ¡Eres un ángel! -dice con súbito entusiasmo. Se pone a dar vueltas en la acera y los tules de su vestido ondean-. Te enseñaré dónde está. ¡Vamos!

La sigo por la escalinata y entro en un amplio vestíbulo de dos niveles. Si voy a hacerlo, será mejor que sea enseguida, antes de que me arrepienta.

- Bueno, ¿dónde está? -Abarco con la mirada el vestíbulo cubierto de mármol.

- ¡Arriba! ¡Vamos! -Es como un cachorro tirando de la correa.

- ¡No puedo entrar así como así en un edificio de oficinas! -susurro-. Necesito un plan, una excusa.. . Ajá.

Veo en una esquina un panel con el rótulo: «Seminario de Estrategia Global.» Dos chicas de aire aburrido se hallan tras una mesa con las placas de identificación. Creo que servirá.

- Hola. -Me acerco con paso enérgico-. Perdón. Llego tarde.

- No hay problema. Acaban de empezar. -Una de las chicas se pone en pie con la lista en la mano; la otra se dedica a mirar las musarañas-. ¿Tu nombre es.. . ?

- Sarah Connoy -digo, tomando una placa al azar-. Gracias. Será mejor que me apresure.. .

Me dirijo deprisa al mostrador de seguridad, le muestro al guardia la placa sin detenerme y enfilo un amplio corredor con las paredes cubiertas de cuadros de aspecto carísimo. No tengo ni idea de dónde estoy. El edificio alberga veinte empresas distintas y la única que he visitado es Macrosant, que ocupa de la planta 11 a la 17.

- ¿En qué planta está el tipo? -le susurro a Sadie.

- En la veinte.

Llego a los ascensores y saludo con toda seriedad a las personas que aguardan. Cuando me bajo en la planta 20, me encuentro en otra zona de recepción grandiosa. A cinco metros hay un mostrador de granito atendido por una mujer de traje chaqueta gris y aire intimidante. Una placa en la pared reza: «Turner Murray Consulting.»

¡Vaya! Estos tipos de Turner Murray son los genios que se dedican a asesorar a las grandes empresas. No conozco al jefe, pero debe de ser un pez muy gordo.

- ¡Vamos! -Sadie se acerca bailoteando alegremente a una puerta con panel de seguridad. Un par de hombres trajeados pasan por mi lado y uno de ellos me mira con curiosidad. Saco el móvil, me lo pongo en la oreja para evitar cualquier conversación y los sigo. Al llegar a la puerta, uno de ellos introduce un código en el panel.

- Gracias. -Le hago un gesto muy serio y entro tras ellos-. Gavin, ya te dije que las cifras de Europa que me habías pasado no cuadran -digo al teléfono.

El tipo más alto vacila, como si fuera a darme el alto. Mierda. Acelero, paso por su lado y los dejo atrás.

- Tengo una reunión en dos minutos, Gavin -digo-. Quiero ya esas cifras revisadas en mi BlackBerry. Ahora tengo que dejarte. He de analizar.. . los porcentajes.

Hay un servicio de señoras a mano izquierda. Me apresuro a entrar y me encierro en un cubículo de mármol.

- ¿Qué haces? -dice Sadie, materializándose a mi lado.

Dios, ¿es que no sabe respetar la intimidad más elemental?

- ¿Qué crees que hago? -susurro-. Hay que esperar un poco.

Aguanto sentada tres minutos y luego salgo. Los dos tipos ya no están. El pasillo permanece vacío y silencioso. Es un largo trecho de moqueta gris con algún que otro dispensador de agua y puertas a cada lado. Oigo un murmullo amortiguado de conversaciones y algún que otro sonido de ordenadores.

- Bueno, ¿dónde es?

- Humm. -Sadie mira indecisa alrededor-. Una de estas puertas.. .

Avanza por el pasillo y la sigo con cautela. Esto es surrealista. ¿Se puede saber qué hago, colándome en unas oficinas en busca de un desconocido?

- Sí. ¡Aquí! -Sadie reaparece a mi lado, sonrojada de emoción-. Tiene los ojos más penetrantes que he visto. De puro escalofrío. -Me señala una puerta de madera maciza.

«Oficina 2012», pone el rótulo. No hay ventanas ni paneles de cristal, así que no veo el interior.

- ¿Estás segura?

- ¡Acabo de entrar! ¡Está ahí! ¡Pídeselo! -Trata de empujarme con las manos.

- ¡Espera! -digo, retrocediendo unos pasos. Necesito pensar. No puedo entrar a lo loco. He de preparar un plan.

1. Llamar y entrar en el despacho de un desconocido.

2. Decirle hola de un modo natural y agradable.

3. Pedirle una cita.

4. Morirme de vergüenza mientras él llama a Seguridad.

5. Largarme a toda prisa.

6. No dar mi nombre en ninguna circunstancia. Así podré huir y borrarlo todo de mi mente y nadie se enterará nunca de que era yo. Quizá él mismo llegue a creer que ha sido una alucinación transitoria.

Todo el proceso durará treinta segundos como máximo y luego Sadie dejará de darme la lata. Vale, vamos allá.

Me acerco a la puerta. Mi corazón se ha puesto al galope, pero no hago caso. Inspiro hondo, alzo la mano y llamo suavemente.

- ¡No se ha oído! -exclama Sadie a mi espalda-. ¡Llama más fuerte! Y entra sin más. Está ahí. ¡Vamos!

Cierro los ojos, doy un golpe seco, giro el pomo y entro.

Hay veinte personas trajeadas sentadas en torno a una larga mesa y todas se vuelven a la vez. El hombre que está al fondo interrumpe su presentación en PowerPoint.

Los miro, petrificada.

No es un despacho, sino una sala de juntas. Me he colado en una empresa desconocida, en una reunión de alto nivel a la que no estoy invitada, y todos aguardan a que diga algo.

- Perdón -balbuceo-. No quería interrumpir. Continúen.

Con el rabillo del ojo veo un par de sillas vacías. Sin saber muy bien lo que hago, cojo una y me siento. La mujer de al lado me echa un vistazo titubeante y luego me pasa un bloc y un bolígrafo.

- Gracias -murmuro.

No puedo creerlo. Nadie me ha dicho que me largue. ¿No saben que soy una intrusa? El tipo en la cabecera de la mesa reanuda su discurso y algunos se ponen a tomar notas. Echo una ojeada furtiva alrededor. Hay unos quince hombres. El de Sadie podría ser cualquiera. Al otro lado de la mesa hay uno de pelo rubio rojizo bastante mono. El que está haciendo la presentación tampoco está mal. Tiene el pelo ondulado y ojos azul pálido, y lleva la misma corbata que le compré a Josh por su cumpleaños. Ahora muestra un gráfico y habla con animación.

- .. . y el índice de satisfacción de los clientes ha subido de año en año.. .

- Un momento -dice un hombre que está junto a la ventana y que bruscamente se ha dado la vuelta. Habla con acento americano y lleva un traje oscuro y el pelo castaño peinado hacia atrás. Se le dibuja un surco profundo entre las cejas y mira al tipo del pelo ondulado como si encarnara para él una enorme decepción personal-. Nosotros no nos basamos en los índices de satisfacción del cliente. Yo no quiero hacer un trabajo que el cliente valore con una A. Quiero hacer un trabajo que yo valore con una A.

El del pelo ondulado parece haber quedado en una posición precaria. Lo compadezco.

- Claro -musita.

- Todas las prioridades están mal definidas. -El americano mira ceñudo alrededor de la mesa-. Nuestra misión no es poner parches con fines tácticos. Al contrario, deberíamos marcar la estrategia. Innovar. Desde que he llegado.. .

Desconecto al ver que Sadie se desliza en la silla de al lado. «¿Cuál es?», escribo en el bloc y lo ladeo para que pueda leerlo.

- El que parece Rodolfo Valentino -dice, como sorprendida de que necesite preguntarlo.

Por el amor de Dios.

«¿Cómo voy a saber la pinta que tiene ese Rodolfo Valentino del demonio? -garabateo-. ¿Cuál es?»

Yo apuesto por el del pelo ondulado. A menos que sea el rubio que tengo delante.. . no está nada mal. ¿O quizá el tipo de la perilla?

- ¡Ése! -dice señalando hacia el fondo.

«¿El que está haciendo la presentación?», escribo para que me lo confirme.

- ¡No, tonta! ¡Éste! -dice riendo, y en un abrir y cerrar de ojos se planta delante del americano ceñudo y lo mira con anhelo-. ¿A que es un bombón?

- ¿Él? -¡Ostras! He alzado la voz. Todo el mundo me mira. Simulo aclararme la garganta-. Ejem, ejem.. .

«¿Él? ¿En serio?», escribo cuando regresa a mi lado.

- ¡Es delicioso! -me dice al oído.

Repaso escépticamente al americano, tratando de ser justa. Supongo que puede decirse que es atractivo en un estilo típicamente pijo. Tiene la frente amplia y cuadrada y un leve bronceado, y el vello oscuro de las muñecas le asoma por los puños inmaculados. Es verdad que sus ojos son penetrantes. Y posee el magnetismo de los líderes. Manos y ademanes vigorosos. Un modo enérgico de hablar que cautiva a todos los presentes.

Pero, la verdad.. . no es mi tipo. Para nada. Demasiado intenso. Demasiado ceñudo. Todos parecen tenerle miedo.

- Y con referencia a ese punto -coge una carpeta de plástico y la desliza por encima de la mesa hacia el tipo de la perilla-, anoche redacté algunas indicaciones sobre la negociación con Morris Farquhar. Sólo un memorando. Quizá sirva de algo.

- Ah. -El de la perilla se ha quedado pasmado-. Bueno.. . gracias. -Hojea las páginas-. ¿Puedo.. . utilizarlo?

- Bien, ésa era la idea -responde el americano con una fugaz sonrisa irónica-. En cuanto al último punto.. .

El tipo de la perilla sigue pasando las páginas mecanografiadas, emocionado.

- ¿Cuándo ha tenido tiempo para hacer esto? -le susurra a su vecino, que se encoge de hombros.

- Debo marcharme -dice el americano, mirando su reloj-. Mis disculpas por acaparar la reunión, Simon. Continúa.

- Yo tengo una pregunta. -Es el tipo rubio de enfrente, que se ha apresurado a levantar la mano-. Cuando habla de innovar los procedimientos.. .

- ¡Rápido! -La voz de Sadie resuena en mi oído y doy un respingo-. ¡Pídele una cita, que se marcha! ¡Me lo has prometido! ¡Hazlo! ¡Hazlo-hazlo-hazlo!

«¡Está bien! ¡Dame un segundo!»

Sadie camina airada hasta el fondo de la sala y me mira con expectación. Enseguida se impacienta. «¡Vamos!», me dice con aspavientos. El ceñudo americano ha terminado de responder a la pregunta y guarda unos papeles en su maletín.

No puedo hacerlo. Es ridículo.

- ¡Vamos!, ¡vamos! -me empuja Sadie-. ¡Pídeselo!

Noto un latido en las sienes. Las piernas me tiemblan bajo la mesa. No sé cómo, me obligo a levantar la mano.

- ¿Disculpe? -digo con un gallo.

El ceñudo americano se vuelve y me mira.

- Lo siento, creo que no nos han presentado -dice-. Habrá de perdonarme, pero se me ha hecho tarde.. .

- Tengo una pregunta.

Todo el mundo se vuelve para mirarme. Uno le susurra a su vecino: «¿Quién es ésa?»

- Muy bien -suspira-. Una pregunta más. Adelante.

- Yo.. . eh.. . Quería preguntarle.. . -La voz me tiembla de lo asustada que estoy y he de aclararme la garganta-. ¿Le gustaría salir conmigo?

Se hace un silencio anonadado (salvo por la tos de alguien que se ha atragantado con el café). La cara me arde, pero aguanto el tipo. Algunos se miran, atónitos.

- ¿Perdón? -dice el americano, desconcertado.

- Bueno.. . tener una cita. -Esbozo una leve sonrisa.

De pronto, Sadie está a su lado.

- ¡Di que sí! -le chilla al oído-. ¡Di que sí! ¡Di que sí!

Para mi asombro, el americano reacciona. Ladea la cabeza como si le llegase una remota señal de radio. ¿Podrá oírla?

- Jovencita -me dice un hombre de pelo gris con tono cortante-. Éste no es momento ni lugar.. .

- No pretendo interrumpir -digo con humildad-. No les robaré mucho tiempo. Sólo necesito una respuesta. La que sea. -Me vuelvo hacia el americano-. ¿Le gustaría tener una cita conmigo?

- ¡Di que sí! ¡Di que sí! -Los gritos de Sadie empiezan a alcanzar un nivel insoportable.

Es increíble. El americano oye algo, seguro. Sacude la cabeza y se aparta un par de pasos, pero Sadie lo sigue sin dejar de gritar. Al pobre hombre se le han puesto los ojos vidriosos hasta el extremo de que parece haber caído en trance.

Nadie se mueve ni se atreve a hablar. Están todos paralizados; una mujer se tapa la boca con las manos, como si estuviera presenciando un choque de trenes.

- ¡Di que sí! -Sadie empieza a quedarse ronca-. ¡Ahora mismo! ¡Di que sí! ¡¡¡Di que sí!!!

Casi resulta cómico verla chillar con todas sus fuerzas para obtener apenas una ligera reacción. Pero es más bien compasión lo que siento. Se la ve tan impotente.. . Es como si estuviera gritando detrás de un cristal y la única persona que la oyese fuera yo. El mundo de Sadie es tremendamente frustrante. No puede tocar nada ni comunicarse con nadie, y es evidente que nunca va a conseguir que ese tipo.. .

- Sí -asiente el americano, aturdido.

Mi compasión se evapora.

¿Sí?

Se oye una exclamación unánime en torno a la mesa, y enseguida varias risitas contenidas. Todos me miran boquiabiertos, pero yo estoy demasiado anonadada para responder.

Ha dicho que sí.

Lo cual significa.. . ¿que he de salir con él?

- ¡Genial! -Procuro recobrarla calma-. Entonces.. . Le enviaré un correo, ¿de acuerdo? Me llamo Lara Lington. Aquí está mi tarjeta.. . -Me pongo a hurgar en el bolso.

- Yo, Ed. -El hombre sigue aturdido-. Ed Harrison. -Se lleva la mano al bolsillo y saca su tarjeta.

- Bueno.. . eh.. . pues adiós, Ed. -Cojo el bolso y emprendo la retirada, dejando a mi espalda un murmullo cada vez más fuerte. Alguien dice: «¿Quién demonios era ésa?», y una mujer cuchichea: «¿Has visto? Sólo hacen falta agallas. Hay que ser directa con los hombres. Basta de juegos, las cartas sobre la mesa. Si hubiera sabido a su edad lo que sabe esa chica.. . »

¿Qué es lo que sé?

Nada, salvo que tengo que largarme de aquí.