Cuarenta

Las mujeres y los niños se trasladaron a las cuevas del centro de la isla. Los ancianos fueron con ellos, salvo Shuganan, y los muchachos se apostaron como vigías en lo alto de la loma que se alzaba detrás de la aldea.

Antes de partir, las mujeres cambiaron buena parte de la paja de los tejados de los ulas por hierba verde y llevaron cestos de agua para remojar la hierba a fin de que no encendiera fácilmente. Enrollaron las esteras y el brezo que cubría los suelos de los ulas, dejaron la tierra desnuda y trasladaron los cestos y las cortinas a los espacios de almacenamiento más alejados del techo. De esta forma no se expandiría el fuego de una tea arrojada al interior de un ulaq.

Los hombres ensancharon el orificio del techo para colocar en su sitio otro poste, de forma que un par de hombres pudieran salir simultáneamente del ulaq. La idea se le había ocurrido a Concha Azul. Kayugh, acostado en el espacio para dormir contiguo, la oyó comentarlo en voz baja por la noche con Pájaro Gris, que la transmitió como propia a los demás. Kayugh no puso reparos en que Pájaro Gris se apropiara de la idea porque esa sugerencia podía salvar vidas, y con eso le bastaba.

Kayugh observó a las mujeres que abandonaron la aldea guiadas por el anciano Rostro Blanco. La noche anterior había dedicado un buen rato a hacer un amuleto para su hijo. En la bolsita de piel curtida guardó una de sus puntas de flecha para aves pequeñas, un trocito de barba de ballena y un mechón de sus cabellos. Luego trenzó un trozo de babiche para cerrar la bolsita y colgarla del cuello del niño.

La velada anterior a la partida de las mujeres, Kayugh pidió a Chagak que le entregase a su hijo. Aunque intrigada por el motivo, Chagak cumplió su deseo y se lo entregó.

El cazador llevó afuera al niño, al amparo del costado del ulaq, donde el viento no le arrancaría el aliento de la boca. Luego habló con el pequeño y le contó cosas de su madre, de su abuelo y de su bisabuelo. Le habló de la caza, de tomar mujer y de todo lo que le habría transmitido gradualmente con el correr de los años. Los ojos oscuros de Amgigh estaban fijos en su padre, como si supiera que no debía olvidarlo.

Antes de devolverlo a Chagak, Kayugh dijo al niño:

—Amgigh, si muero Chagak será tu madre. Elegirá hombre y ese hombre será tu padre. Espero que se sientan orgullosos de ti.

Llevó a Amgigh al interior del ulaq y preguntó si podía coger en brazos a Samiq. Sorprendida, Chagak le pasó el pequeño.

Kayugh llevó fuera a Samiq y le habló como a Amgigh, se refirió a la caza, al honor del hombre, a la elección de mujer y a la construcción de un ikyak. Samiq también pareció escucharlo, retener sus palabras.

Kayugh entregó a Samiq a su madre y le dijo:

—Me enorgullecería reclamarlo como hijo, pero si no regreso toma a Amgigh como hijo propio. Elige un hombre que sea un buen padre para los dos niños.

Chagak parecía a punto de decir algo y Kayugh aguardó, con la esperanza de que le diese motivos para creer que, en caso de que retornara sano y salvo, se convertiría en su mujer, de que le diese alguna esperanza que fortaleciera sus brazos y le proporcionase golpes certeros a su lanza durante el combate. Pero Chagak volvió la cabeza y permaneció callada.

Por la mañana, cuando las mujeres dejaron la aldea, Chagak se acercó a Shuganan y le entregó un amuleto, algo parecido a la bolsita de un chamán; luego se aproximó a Kayugh, lo estrechó unos instantes y le puso algo en la mano.

—Cierta vez me dio fuerzas —susurró.

Regresó corriendo junto a las mujeres. Kayugh abrió la mano y vio que le había entregado una pluma oscura de pato de flojel. Incorporó la pluma al amuleto, pese a que no sabía de qué forma había ayudado a Chagak.

Más tarde, Shuganan le contó la historia y sonrió mientras explicaba cómo había aprendido Chagak a usar las boleadoras. Mientras hacía una pausa en su tarea —arrastrar un ikyan hasta lo alto del acantilado—, Kayugh pensó en la mujer que lo había perdido todo y que podía volver a perderlo todo. Recordó la infinidad de veces que, después de las muertes de sus mujeres, había pensado en la muerte para sí mismo y para su hijo, y se preguntó si Chagak había padecido la misma desolación.

Depositó el ikyak que acarreaba junto a los que ya habían escondido. Aunque dejaron unos pocos en la playa, la mayoría estaba en el acantilado. Cuando llegaran, los Bajos verían los que estaban abajo y supondrían que en la aldea había pocos cazadores. Shuganan dijo que probablemente el verano pasado los exploradores Bajos habían vigilado durante varios días la aldea y averiguado cuántos hombres vivían en los ulas, pero que si los ikyan no estaban, los guerreros pensarían que habían salido de caza.

Kayugh volvió a la playa y ayudó a Grandes Dientes a hacer muescas en los nuevos postes de los ulas. Utilizaron hachas de piedra con resistentes mangos de madera ligera.

—¿Cuándo crees que vendrán? —preguntó Grandes Dientes.

Pájaro Gris se reunió con ellos y respondió a la pregunta antes de que Kayugh pudiese abrir la boca.

—Shuganan es un insensato. No vendrán. ¿A quién se le ocurre atacar a los Cazadores de Ballenas? Tienen fuerza suficiente para matar ballenas y desde pequeños comen carne de ballena. ¿Quién osaría oponerse a semejante poder?

Enfadado con la respuesta de Pájaro Gris, Kayugh replicó:

—Shuganan vivió con los Bajos. Sabe cómo piensan y por qué luchan. Nosotros lo ignoramos.

Pájaro Gris se encogió de hombros y se acuclilló en la playa.

—Si vienen lucharé, pero no creo que vengan.

Kayugh vio que la mandíbula de Pájaro Gris se tensaba y percibió su nerviosismo. Tal vez sólo hablaba para apaciguar sus temores. ¿Para qué discutir?

Kayugh terminó la última muesca de su extremo del poste y esperó a que Grandes Dientes hiciera lo propio. Sin hablar, entre ambos cargaron el poste a hombros y lo llevaron al ulaq de Muchas Ballenas.

De pequeña, en varias ocasiones Chagak había lamentado no ser niño. Su padre se enorgullecía de sus hermanos de una manera que no hacía con ella. Pero cuando se convirtió en mujer y fue capaz de tener hijos ya no quiso ser hombre.

Ahora, mientras esperaba junto a las demás mujeres, volvió a lamentarse de no haber nacido varón. Deseaba poder hacer algo más que sentarse, tejer cestos y orar.

De vez en cuando Mujer Gorda, que se había proclamado jefa del mujerío, enviaba a una niña a la loma desde la que los muchachos vigilaban la llegada de los ikyan. La niña siempre regresaba negando con la cabeza. No había nadie, salvo los hombres de la aldea que aguardaban.

Transcurrieron lentamente dos días. Chagak oyó que las mujeres Cazadores de Ballenas hablaban de otros veranos en que, por otros motivos, se habían refugiado en la cueva. Hablaron de las salinas, a menos de una mañana de caminata, dijeron que estaban repletas de nidos de porrones, cuyos huevos de color pardo verdoso —y a veces había diez en un solo nido— sabían muy bien fritos en aceite de ballena o hervidos en agua de mar. Cerca de esas salinas también crecían arándanos de tallo de hojas lustrosas y una mujer podía encontrar raíces de otro tipo de baya, con las que se preparaba una buena medicina para los ojos.

Chagak trenzaba cestas mientras escuchaba, pero sus dedos se movían lentamente, como si la espera la hubiese envejecido. Los cestos le salían deformados, por lo que las mujeres Cazadores de Ballenas los observaban maliciosamente por el rabillo del ojo y Chagak se avergonzaba de su torpeza.

La cueva era ancha y poco profunda. Se entraba por la parte posterior de la loma, de modo que cualquiera que llegase de la aldea sólo divisaba la loma. Tenía la profundidad suficiente para convertirse en un refugio del viento, aunque de su alto techo abovedado goteaba agua y en el suelo se habían formado depósitos duros y espinosos.

El primer día las mujeres atacaron los depósitos con hachas de mano y alisaron el suelo cuanto pudieron. Nariz Ganchuda, Concha Azul, Pequeña Pata y Chagak trabajaron en un sector próximo al fondo de la cueva. A poca distancia de la loma, Nariz Ganchuda descubrió varios sauces canijos, de cuyas ramas flexibles colgó pieles de otaria sobre el espacio para dormir a fin de ahorrarse las goteras. Shuganan había dado a Chagak una de sus lámparas de cazador. Aunque sólo contenía tres o cuatro mechas y muy poco aceite, bastó para iluminar el pequeño rincón y transmitir la sensación de calor.

Habían cubierto el suelo con varias capas de esteras de hierba y encima habían extendido pieles de foca, por lo que los lechos ocupaban toda la superficie. Chagak se había reído y comentó que nunca había trabajado en el lecho, pues tejía y cosía acuclillada en su espacio para dormir.

Al cabo del segundo día, Chagak sólo deseaba saber cómo estaban los hombres y ver a Shuganan, a Kayugh, a Grandes Dientes, incluso a Pájaro Gris.

Lamentó no ser un hombre para poder luchar con ellos.

El hijo de Muchas Ballenas se acercó tal como le habían indicado, sin hacer ruido. Se deslizó como una sombra hasta la aldea y reptó al interior del ulaq de Muchas Ballenas. Shuganan, Muchas Ballenas y Kayugh estaban en cuclillas cerca de una lámpara de aceite y aprestaban sus armas. Pegaron un salto cuando el muchacho habló:

—Han llegado.

Kayugh percibió temor en sus palabras.

—¿Cuántos son? —inquirió Muchas Ballenas.

—Veinte ikyan, quizá más —contestó el chico, y se humedeció los labios con la lengua.

—¿Lo saben los hombres de las colinas? —preguntó Muchas Ballenas.

—Los que están de este lado.

—¿Y los que ocupan los demás ulas? —intervino Shuganan.

—No. En primer lugar vine a veros a vosotros.

—Como debe ser —confirmó Muchas Ballenas.

—Pues debes avisar a los demás.

Kayugh observó al muchacho, la bonita piel de nutria de su chaqueta, la lanza nueva que esgrimía. Pensó fugazmente en Amgigh y sintió el súbito temor de no ver a su hijo a esa edad, la edad del muchacho que es casi un hombre.

—Ve al acantilado del oeste y avísales —dijo Kayugh—. Yo advertiré a los de los ulas.

Salieron juntos y Shuganan gritó a Kayugh:

—Ten cuidado. No permitas que te vean.

El muchacho rodeó la parte trasera de la aldea y Kayugh se arrastró hasta lo alto del primer ulaq. Se introdujo por el orificio del techo y pronunció su nombre antes de dejarse caer.

Después de advertir a los hombres que estaban en la aldea, regresó al ulaq de Muchas Ballenas. Avisó que permanecería en lo alto del orificio del techo y vigilaría la playa.

Durante un rato no pasó nada. La bruma había entrado desde el mar, suavizando los perfiles de las rocas y palideciendo la tardía luz del sol. Las espirales de niebla se posaron entre los ulas y la blancura ascendió hacia Kayugh. Por fin, avistó movimiento en la playa: hombres que arrastraban ikyan hasta la orilla.

La niebla es buena conductora del sonido, pero Kayugh no oyó voces. Mientras vigilaba a los hombres cubiertos por la bruma, le pareció que se movían con más lentitud de lo habitual, cuidadosa y soterradamente, por lo que acabó por preguntarse si no estaría soñando.

Regresó al ulaq y dijo:

—Están en la playa.

Shuganan se incorporó y aferró el arpón.

Una vez más, Kayugh intentó que el anciano entrase en razones.

—Necesitamos que ores por nosotros. Deja que te lleve al acantilado. Allí podrás rezar como aquí.

—Si voy a las colinas —replicó Shuganan y apretó el mango del arma con sus dedos nudosos—, no podré estar con vosotros y combatir. Aquí seré de más utilidad. Soy viejo pero todavía puedo cazar.

—Abuelo, ten cuidado —añadió Kayugh, honrando al anciano con ese título—. Chagak te necesita.

Shuganan sonrió y añadió:

—No, es a ti a quien necesita.

La espera se les hizo eterna. Evitaban toda conversación para estar alerta a la llegada del enemigo, pero no oían nada y seguían aguardando. Kayugh estaba en el poste, atento al orificio del techo. Había decidido quitarse la chaqueta por temor a que lo estorbara durante la refriega, y se había aceitado el pecho y los hombros para retener el calor del cuerpo y para que su piel fuese menos vulnerable a las heridas.

El viento era frío y Kayugh supo que muy pronto las noches traerían heladas que escarcharían la hierba y oscurecerían los sauces achaparrados que crecían en las colinas.

Shuganan oraba en un murmullo. Habló con sus antepasados, Bajos que no se habrían sentido honrados de matar a otros hombres. Habló con Tugix y con los espíritus del mar y el cielo.

Se preguntó si permitirían que esos hombres perversos continuaran matando, si nunca impedirían las matanzas. Al suplicar, en ciertos momentos Shuganan sintió que su espíritu se expandía colérico. ¿Por qué la matanza se había perpetuado tanto tiempo? ¿Los espíritus no controlaban las elecciones de los hombres?

Shuganan tenía los ojos cerrados y un amuleto en cada mano cuando Kayugh se deslizó prestamente por el poste.

—Se acercan a los ulas —dijo—. Parecen espectros en medio de la bruma.

—No son espectros —puntualizó Shuganan—. Son hombres que no poseen poderes especiales, que no tienen grandes dones salvo su osadía. Les haremos frente.

Kayugh irguió los hombros y alzó la cabeza. Buscó con los dedos la talla de la ballena que pendía de su cuello. Shuganan había tallado un colgante en forma de ballena para cada uno de los hombres que estaban en los ulas. Las esculpió deprisa, sin grandes detalles, pero la de Kayugh era la que Shuganan le había regalado antes de que viajaran a la aldea de Muchas Ballenas, y se trataba de una talla bellísima.

Esperaron, Kayugh al pie del poste y Muchas Ballenas a su lado. Shuganan se esforzó en vano por oír sonidos que no procedieran del viento ni del mar.

Nada, aunque súbitamente una tea ardiente cayó por el orificio del techo. Llameó inofensiva sobre el suelo de tierra apisonada.

Kayugh se agachó para apagar el fuego humeante con una piel a medio curtir, pero Shuganan le sujetó el brazo.

—No. Deben creer que ha prendido las esteras del suelo. Deben pensar que no sabemos quién la arrojó.

Quitó una cortina de la pared y la extendió en medio del suelo de tierra. Con la tea encendió la cortina y varias lámparas de aceite que había en la estancia.

—Si ahuma demasiado la apagaremos —añadió Shuganan—. Pero antes tenemos que gritar, fingir que somos mujeres. —Sonrió a Muchas Ballenas.

Lanzó un agudo grito y Kayugh y Muchas Ballenas lo imitaron. En medio de los chillidos, el anciano tuvo la certeza de oír risas que procedían de lo alto del ulaq.

Kayugh miró por encima del hombro a Muchas Ballenas y, cuando éste asintió, ambos se encaramaron por los postes. Subieron espalda contra espalda y con las lanzas prestas por delante.

Al llegar a la mitad, Kayugh vio a dos hombres, uno a cada lado del orificio del techo.

Esgrimían lanzas cortas, mucho más manejables que las de mango largo que llevaban Kayugh y Muchas Ballenas. El hombre que estaba delante de Muchas Ballenas portaba lanza y tea. Por el rabillo del ojo Kayugh vio que hacía fintas con la tea y la arrojaba sobre el techo de paja del ulaq, que, como estaba húmedo, sólo chisporroteó y humeó un poco.

Kayugh alanceó al otro y lo hizo retroceder hacia el borde del ulaq, donde la pendiente tornaría precaria su posición. Aunque la lanza larga era más difícil de manejar, Kayugh se percató de que gracias al mango podía mantener al Bajo lo bastante lejos para impedirle utilizar la lanza corta, a menos que la arrojara.

El agresor alzó su lanza, la agitó ante Kayugh cual una porra y dejó al descubierto buena parte de su pecho. Kayugh se abalanzó sobre él con la lanza dirigida a su vientre, pero el Bajo lo eludió y la arremetida desequilibró a Kayugh. Tropezó dentro del alcance del Bajo y notó la punta afilada que le hería el brazo izquierdo, el súbito calor de su propia sangre.

El Bajo volvió al ataque y clavó la lanza en el hombro de Kayugh. Oleadas de dolor lo obligaron a retroceder hasta que consiguió deslizarse por el costado del ulaq.

Kayugh cayó de pie y alzó la lanza con el brazo sano. Si el Bajo le seguía, sería vulnerable hasta que lograra afirmarse en el suelo.

El Bajo preparó la lanza para arrojarla, pero se volvió súbitamente y atacó a Muchas Ballenas por la espalda.

Kayugh contuvo el aliento y se preparó para lo peor. Pero Muchas Ballenas dio dos ágiles pasos de lado y saltó desde lo alto del ulaq. Corrió a su lado y Kayugh vio que tenía una herida poco profunda en la mejilla.

—¿Te duele? —preguntó Muchas Ballenas y señaló el brazo de Kayugh.

—No está roto —respondió Kayugh y no quitó ojo de encima a los enemigos que se encontraban en lo alto del ulaq: dos pálidas figuras en medio de la bruma—. Nos arrojarán sus lanzas.

—No —replicó Muchas Ballenas—. Si lo hacen sólo conservarán los cuchillos. Además, apenas nos distinguen en medio de esta niebla.

Muchas Ballenas cortó una tira de su delantal y vendó la herida de Kayugh. La presión le provocó punzadas de dolor y una ardiente sensación de náusea se aposentó en su estómago.

—Detendrá la pérdida de sangre —dijo Muchas Ballenas.

Kayugh no pudo responder porque le costaba un gran esfuerzo contener las ganas de vomitar. El dolor embotaba su oído y oscurecía su visión; notó que se balanceaba y desde lejos oyó decir a Muchas Ballenas:

—Has perdido mucha sangre.

El cuerpo de Kayugh soñaba con hundirse en el ballico del costado del ulaq, pero pensó en Amgigh, en Chagak y en Samiq, el hijo de Chagak.

¿Acaso podía correr el riesgo de que los mataran o de que se los llevaran como hijos y mujer de los Bajos? Kayugh llenó de aire sus pulmones, se irguió y obligó a su cuerpo a fortalecerse.

—Tenemos que subir —dijo a Muchas Ballenas.

—No, están en el ulaq.

—Shuganan…

Muchas Ballenas meneó la cabeza.

—Es anciano pero sabe cazar. No podemos ayudarlo, nos matarían nada más entrar. Otros necesitan nuestra ayuda.

Sí, había otros. Kayugh oyó sus gemidos, el choque de un arma contra otra. Los hombres combatían en todos los ulas. ¿Y los de las colinas? ¿Por qué no se habían sumado a la lucha? ¿Alguien había modificado el plan?

Un grito súbito interrumpió sus pensamientos: alguien estaba herido o había muerto.

—Es Excavador de Conchas, uno de nuestros mejores cazadores —murmuró Muchas Ballenas.

Kayugh apoyó el brazo izquierdo contra el cuerpo y procuró no pensar en el dolor que había provocado ese alarido. Su propia herida pareció arrancar fuerzas de su cuerpo y esperanza de su mente.

¿Qué posibilidades tenía ante aquellos cazadores de hombres? Y no habían asaltado la aldea por sorpresa, como solía ocurrir. ¿Dónde se habían metido los hombres que debían atacar desde las colinas? ¿Eran cobardes que aguardarían a que los Bajos se fueran para luego regresar a los ulas?

La oscuridad del dolor le dominó y Kayugh se dejó caer contra el ulaq. Muchas Ballenas se agachó a su lado.

Cada vez más airado por su propia debilidad y por los hombres que no iban a luchar, Kayugh preguntó:

—¿Dónde están tus hombres? Quedaron en atacar desde las colinas.

—No pueden vernos ni oírnos —replicó Muchas Ballenas—. ¿Cómo se enterarán de que el combate ha comenzado? Si los llamamos, de paso advertiremos a los Bajos del ataque.

Kayugh pensó que Muchas Ballenas tenía razón y le molestó que el dolor enturbiara su pensamiento. ¿Qué verían en medio de la bruma cada vez más espesa? Ningún ulaq estaba en llamas. El fragor de la batalla se había limitado a un gruñido ocasional, al sonido de los pies descalzos sobre los techos de tepe. Tal vez sólo el alarido de Excavador de Conchas había llegado hasta las colinas donde esperaban los demás Cazadores de Ballenas.

Kayugh aferró el brazo de Muchas Ballenas y dijo:

—Grita. Tenemos que gritar. Si nos oyen gritar sabrán que estamos combatiendo. Todo hombre tiene derecho a gritar en la batalla.

Alzó la voz y emitió uno, dos gritos agudos. Como si los demás Cazadores de Ballenas hubieran comprendido repentinamente el plan de Kayugh, de los ulas salieron otros gritos.

Muchas Ballenas rio y murmuró:

—Ahora sí que vendrán. Ya lo creo que vendrán.