Veintidós

Chagak aferró el amuleto del chamán y observó a Shuganan, que descendió al ulaq. El anciano había insistido en salir solo, pero Chagak temía que estuviese demasiado débil para hacerlo, por lo que cerró los ojos aliviada al verlo llegar sin contratiempos.

Shuganan le había dicho que tardaría bastante y que ella debía esperar y orar. Pese a que las lesiones dificultaban sus movimientos, daba la impresión de que ahora parte de la fuerza de Hombre-que-mata había pasado al anciano.

Chagak se dijo que no tenía nada de sorprendente. El cazador siempre obtenía una parte del poder de los animales que mataba. ¿Por qué otro motivo, después de cobrarse la primera foca, un joven se sentía repentinamente más osado, más seguro de sus actos? ¿Por qué otra razón de pronto se tornaba mucho más hábil en el gobierno del ikyak?

La noche anterior Chagak no había conciliado el sueño. Sobreponiéndose al dolor de las heridas, cubrió el cadáver de Hombre-que-mata con pieles viejas y guardó todo lo que había en el ulaq. Envolvió las tallas de Shuganan en pieles mullidas y las metió en cestos y en estómagos de focas. Por último acarreó todo lo que había —alimentos, provisiones y armas— hasta el centro del ulaq y luego lo sacó al exterior.

Había estado a punto de dejar las pieles de nutria que constituían su precio de mujer, pero oyó susurrar a su madre: «No permitas que las pieles se queden con él. Será mejor que las arrojes al mar. Tal vez los espíritus de las nutrias las reclamen y regresen a sus hogares junto a la playa».

Cuando el ulaq quedó vacío, salvo el cadáver de Hombre-que-mata y una lámpara, Chagak llevó las pieles a lo alto del acantilado, las lanzó al mar una tras otra y pidió a los espíritus de las nutrias que las reclamaran y volvieran a habitar cerca de la playa de Shuganan.

Entretanto, Shuganan permaneció junto al fuego que había encendido con brezo seco. Chagak lo oyó entonar cánticos, pero no entendió las palabras.

«Está bastante fuerte», se dijo Chagak, mientras lo esperaba, pero el miedo le impidió pensar. ¿Y si Shuganan no conseguía ahuyentar de la playa el espíritu de Hombre-que-mata? Una cosa era construir otro ulaq, tarea difícil pero posible, y otra muy distinta encontrar otra playa. Una playa deshabitada, rodeada de cuevas y acantilados, con rocas para los quitones y algas para las nutrias.

Chagak sintió frío y metió las manos en las mangas de la suk. El trabajo de la noche anterior había alejado sus preocupaciones, pero aún recordaba los sombríos momentos pasados con Hombre-que-mata.

Se arrepintió de haber obedecido a su padre y no haberse entregado a Acechador de Focas. Al menos así habría tenido la esperanza de que, si un niño crecía en su interior, sería hijo de Acechador de Focas y no de Hombre-que-mata.

Pensó en Shuganan y en las oraciones que ella debía decir. Empezó a cantar y cuando las preocupaciones sobre los niños o los pensamientos sobre la noche anterior le impedían orar, antes de seguir rezando Chagak murmuraba:

—He sufrido penas mayores. Ésta no me matará.

«Hay que hacerlo», se dijo Shuganan mientras bajaba al ulaq vacío. Había pasado la noche hablando con los espíritus, aferrado a su amuleto y encendiendo pequeñas hogueras de brezo. Lamentó que Chagak y él estuviesen solos en esas circunstancias, lamentó saber tan poco del arte del chamán.

Shuganan se preguntó si había tomado el camino correcto, si sus actos serían más potentes que el espíritu de Hombre-que-mata.

Chagak había cargado con todo el esfuerzo. Shuganan estaba demasiado débil para ayudarla. La muchacha había sacado todas las pertenencias mientras Shuganan aguardaba, envuelto en pieles, al amparo del ulaq.

Y ahora el ulaq parecía un sitio extraño, grande y desnudo, ya no era el hogar de ambos.

Hombre-que-mata yacía boca abajo en medio del ulaq. La sangre había empezado a cuajar en el cadáver y el estómago y el pecho se habían oscurecido.

Esgrimió el cuchillo. No estaba lo bastante fuerte para terminar deprisa y le había dicho a Chagak que no se preocupase si no acababa hasta entrada la noche.

La muchacha le preguntó si podía ayudarlo pero él ni siquiera le contestó. Shuganan no sabía de ninguna mujer que hubiera intervenido en aquella ceremonia. Ya era suficiente con que la oficiase él, un hombre que no era chamán. ¿Qué maldición recaería sobre ellos si la practicaba una mujer? Tal vez sería mejor no hacer nada.

Shuganan hundió el cuchillo en el cuerpo de Hombre-que-mata, en la articulación del hombro. Quería respetar la tradición del pueblo de su mujer y cortar el cadáver a la altura de cada articulación: hombro, muñeca, cadera, tobillo. Y, por último, la cabeza.

Así, el espíritu de Hombre-que-mata no tendría poder. Así, Chagak y Shuganan estarían a salvo.