Veintiuno
Chagak no quería desollar las nutrias. Habría preferido construirles un ulaq de la muerte, ofrecerles los mismos entierros que a su gente.
Hombre-que-mata se negó a probar la carne y no esperaba que Chagak la preparase. «Carne no buena, gusto a barro», le había dicho. Ya era bastante difícil retirar las pieles lustrosas y peludas, estirarlas y rascarlas. Al menos podría arrojar los cadáveres al mar y abrigar la esperanza de que los espíritus de los animales los encontraran.
Tres días después de que Hombre-que-mata se cobrara las nutrias, Shuganan abrió los ojos y sonrió a Chagak. Ésta le lavaba la cara e intentaba abrirle la boca para que bebiese unos sorbos de caldo. El anciano sonrió, apartó el caldo y murmuró:
—Agua.
Chagak rio y lloró y le dio agua. Shuganan bebió a grandes tragos y la joven temió que se le abrieran algunas heridas de las mejillas y el cuello, pero cuando sació su sed el color parecía haber retornado a su rostro y daba la impresión de que su cuerpo había recuperado parte de las fuerzas.
El anciano paseó la mirada por el ulaq y preguntó a Chagak:
—¿Hombre-que-mata se ha ido?
—Está en la playa —replicó Chagak y vio que la mirada esperanzada desaparecía del rostro de Shuganan.
—No pude matarlo —susurró, posó su mano sobre la de la muchacha e inquirió—: ¿Ya eres su mujer?
Chagak pensó un momento en ello. Le pareció extraño que Hombre-que-mata no la hubiera forzado, que hubiese preferido pagar el precio estipulado.
—Pronto lo seré —repuso—. Ha capturado las nutrias y las pieles están listas. Dice que debo hacerme una suk, pero no sé si hacerla antes o después de convertirme en su mujer.
—Hay un cuchillo escondido… —comenzó a explicar Shuganan, pero Chagak le tapó la boca con la mano porque oyó a Hombre-que-mata en lo alto del ulaq.
Si lo oía, Hombre-que-mata podía pegar a Shuganan y, dada su debilidad, bastaría una patada para acabar con su vida.
—Estás despierto —dijo Hombre-que-mata en la lengua de Chagak.
Shuganan parpadeó y lo miró fijamente.
—Comprende y habla mi lengua —explicó Chagak, y lamentó no recordar todo lo que Shuganan y ella habían dicho en su presencia, cuando creían que no entendía.
—Es algo que todo hombre debe saber —susurró Shuganan e hizo esfuerzos por incorporarse.
Chagak no supo si se refería a la lengua o al hecho de que Hombre-que-mata la hablaba. Intentó acostar al anciano sobre las esteras y dijo con suavidad:
—Tiéndete.
—No, debe sentarse —ordenó Hombre-que-mata—. Haz que se siente y que me espere.
El joven salió del ulaq y Chagak se preguntó qué se proponía con que Shuganan estuviese sentado.
—Te sujetaré —propuso a Shuganan. Se situó tras él y lo alzó para que se reclinara contra su cuerpo.
La respiración del anciano se tornó dificultosa y empezó a toser. Shuganan movió los brazos para sujetarse los lados del cuerpo y se miró la extremidad izquierda vendada, como si la viera por primera vez.
—Quédate quieto —aconsejó Chagak—. Tienes varias costillas y el brazo rotos.
Shuganan se dejó caer pesadamente sobre ella y Chagak notó que se relajaba. Volvió a ponerse tenso cuando sufrió un nuevo acceso de tos. Reprimió la tos hasta atragantarse. Chagak, convencida de que el esfuerzo le producía más dolor que la tos, le dijo:
—Ya sé que te duele, pero será mejor que tosas. Luego respirarás mejor.
Shuganan se relajó y la tos cesó gradualmente. Escupió una flema oscura y murmuró:
—Tienes razón. Me ha hecho bien toser.
Hombre-que-mata descendió por el poste y Chagak vio, para su sorpresa, que llevaba un montón de pieles de nutria en cada hombro. Las dejó delante de Shuganan y las contó. Sacó dos estómagos de foca del escondrijo para alimentos —ambos repletos de carne de foca seca— y dijo al viejo:
—Precio de tu nieta. Dos focas, dieciséis pieles de nutria. Esta noche es mi mujer.
Miró a la joven, que notó la avidez de su mirada pese a que sostenía a Shuganan y llevaba puesta su suk de pieles de aves. Se estremeció al pensar en las manos de Hombre-que-mata tocándola, al pensar que se convertiría en mujer de alguien a quien odiaba.
—Has pagado el precio —declaró Shuganan en voz muy baja y Chagak notó cómo temblaba—. Pero no la obligaré si ella no quiere ser tu mujer.
Hombre-que-mata se acuclilló delante de Shuganan y lo sujetó por el pecho. Miró a Chagak a los ojos y apretó las costillas del anciano. Shuganan no gimió, pero Chagak notó que aspiraba aire bruscamente.
—Seré tu mujer —dijo Chagak a Hombre-que-mata, y deseó que la fuerza de su espíritu se revelase en sus ojos, que el joven viese todo el odio y la cólera que sentía.
—No —dijo Shuganan.
—Debo convertirme en su mujer —insistió Chagak—. Si no lo hago podría matarte, y después nada lo detendrá. No tengo cuchillo.
Hombre-que-mata rio.
—Viejo, tal vez necesitas cuchillos. ¿Para matarme? —Extrajo su cuchillo de caza de hoja larga de la funda que le colgaba de la cintura y lo hundió hasta la empuñadura en el suelo de tierra apisonada—. Esta noche es tuyo. Mátame.
Sujetó los brazos de Chagak, la apartó de Shuganan y la empujó hacia su sitio para dormir.
El miedo se apoderó de Chagak e hizo que su corazón latiese como las olas que rompen contra las rocas. Después creyó oír la voz de su madre, una evocación de palabras pronunciadas antaño: «Convertirse en mujer de un hombre no es tan terrible. La primera vez hay dolor y un poco de sangre, muy poca sangre, pero no es tan intenso como para llorar».
Chagak oyó el murmullo de algún espíritu, tal vez el de alguna nutria que Hombre-que-mata se había cobrado: «No permitas que sepa que tienes miedo. No lo permitas».
Cuando Hombre-que-mata entró en su espacio para dormir, Chagak permanecía de pie y, para no temblar, mantenía rígidos los músculos de las piernas.
—Siéntate —ordenó el joven.
Chagak se acercó todo lo que pudo a la cortina que hacía de puerta, se sentó y cruzó las manos sobre las rodillas.
—Quítate suk.
Salvo la vez que la había reparado, Chagak no se había quitado la suk en presencia de Hombre-que-mata. Ahora, en tanto mujer, debía acatar lo que su hombre decía, de modo que se la quitó y la acercó para cubrirse el cuerpo mientras él se aproximaba y le acariciaba los brazos.
El joven le arrancó la suk y la arrojó al suelo, cerca de las esteras para dormir. Chagak sintió que la esperanza nacía en su pecho. Si lograba llegar a la suk, podría coger el cuchillo escondido en su interior. Como si le adivinase el pensamiento, Hombre-que-mata recogió la prenda y la pasó de una mano a la otra.
—Pesada —comentó, y la dejó en el suelo. Pasó las manos por el bajo hasta llegar al bolsillo que Chagak había cosido. Deshizo las costuras de un tirón, extrajo el cuchillo de mujer y lo sostuvo ante la cara de Chagak.
—Cosiste cuchillo en suk —dijo.
—Es costumbre de mi pueblo —afirmó Chagak y su voz sonó como el susurro de un niño.
—¿Qué hay aquí? —preguntó Hombre-que-mata y deslizó las manos por el bolsillo.
—Agujas, una lezna, tendones para coser. Cosas que toda mujer debe portar.
—¿Un cuchillo?
—Es un cuchillo de mujer.
Hombre-que-mata soltó una carcajada.
—Sólo cuchillo de mujer. No mata a nadie. —Sujetó uno de los pechos de Chagak con las manos y acercó el lado romo de la hoja a su carne—. ¿Este cuchillo corta no bien? —Deslizó el filo por el pecho y un delgado hilillo de sangre enrojeció la piel de Chagak. Hombre-que-mata añadió—: Algunos pueblos marcan mujeres por belleza. Cortan a fondo. —Trazó otra línea en el otro pecho y acabó apuntando al cuello de Chagak. Se detuvo y sonrió—. Los míos no marcan mujeres —añadió, y repentinamente arrojó el cuchillo al otro extremo del espacio para dormir—. Levántate.
Chagak se puso en pie. Hombre-que-mata se quitó la chaqueta, extrajo el cuchillo de la funda de la muñeca y cortó la tira de cuero que ceñía el delantal de la joven. Rio roncamente y se inclinó para tocarla. Le pasó la mano —de piel áspera y toque tosco— por la entrepierna y se chupó los dedos.
—Eres salada como la mar.
La arrojó sobre las mantas para dormir, le separó las piernas, hurgó e indagó, olisqueó y pellizcó, y Chagak sintió que el odio crecía en su interior. No se sentía mujer auténtica, sino mujer comprada como esclava.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y una voz pareció susurrarle: «Ven conmigo, ven conmigo». De pronto Chagak no sólo estaba con Hombre-que-mata, sino que erraba por las colinas, absorbía el gozo del nuevo verano y la brisa cálida que soplaba del mar. Acechador de Focas estaba a su lado, le tomaba la mano y no había tabúes ni motivos para esperar, no era una novia cuyo precio la mantenía virgen.
Chagak sintió las manos que la acariciaban y se dejó caer en la hierba, a su lado, se quitó la suk mientras él se quitaba la chaqueta, se sacó el delantal mientras él hacía otro tanto con el suyo.
Repentinamente el peso de un cuerpo presionó sobre Chagak, la dejó sin aliento, y ya no estaba con Acechador de Focas, sino con Hombre-que-mata.
Éste la obligó a separar las piernas y la penetró con violentos empellones, presionó hasta que Chagak se mordió el labio a causa del dolor.
—Nunca has estado con hombre —masculló Hombre-que-mata y Chagak detestó sus carcajadas.
El joven volvió a empujar y Chagak sintió que algo se partía, se rasgaba en su interior.
—No me deseas —afirmó Hombre-que-mata, y se apartó con la misma brusquedad con que la había penetrado, lo que permitió que Chagak aspirase una gran bocanada de aire—. No me deseas —repitió, y la abofeteó.
El golpe sorprendió a Chagak, que lanzó una exclamación. Hombre-que-mata le dio otro bofetón. Le pegó en la cara, en las piernas y en los brazos, le dio puñetazos y manotazos hasta que Chagak se hizo un ovillo, dobló las rodillas para protegerse el vientre y se cubrió la cabeza con los brazos.
—Aprenderás a ser buena mujer —aseguró Hombre-que-mata—. Aprenderás a ser buena mujer.
Shuganan estaba acostado en las esteras y habría preferido no oír nada. Le había resultado doloroso escuchar la risa de Hombre-que-mata, que ahora apaleaba a Chagak.
«Me ha dejado un cuchillo», recordó de pronto Shuganan, y trató de incorporarse. El peso del cuerpo le dejó casi sin aliento, pero se acercó al cuchillo con ayuda de los dedos de la mano derecha y las rodillas.
Cuando finalmente alcanzó la empuñadura, los gritos de la muchacha se convirtieron en sollozos. Shuganan tuvo la sensación de que el dolor de Chagak lo fortalecía.
Permaneció inmóvil durante unos segundos, boca arriba y respirando agitadamente; las costillas le dolían tanto que sólo deseaba estar quieto, no hacer nada que le afligiese aún más.
La oscuridad inundó su mente, borró todo pensamiento, facilitó el sueño y alivió el dolor, pero en ese momento Shuganan volvió a oír los gemidos de Chagak. Rodó boca abajo y se atragantó con el sabor a sangre que le anegó la boca. Cogió el cuchillo y tiró de él, pero Hombre-que-mata lo había clavado en el suelo y Shuganan no pudo moverlo.
Presionó con los pulgares sobre la parte roma de la hoja y por fin el cuchillo se movió. Movió la empuñadura hacia delante y hacia atrás y volvió a presionar con los pulgares. Shuganan notó que la hoja se deslizaba, como si la tierra la hubiese liberado.
El anciano se arrastró hasta la cortina del espacio para dormir de Chagak. En el interior aún había movimiento, el ritmo de un hombre que yace con una mujer, y Chagak sollozaba. Shuganan se tendió boca arriba y esperó. No tenía fuerzas suficientes para intentarlo antes de que Hombre-que-mata se durmiera.
Hombre-que-mata golpeó a Chagak hasta que sangró por la nariz y los dientes le hirieron la boca; luego utilizó el cuchillo que llevaba en la manga para cortar la membrana que protegía la intimidad de la chica y abrir una senda por la que penetrarla. Aunque el corte no fue importante, con cada empujón el dolor atenazaba a Chagak porque ahora la larga parte masculina de Hombre-que-mata estaba en su interior, se movía y rozaba la herida que le había infligido.
Chagak necesitó toda su concentración para mantenerse fría y ajena, y perdió el recuerdo de su pueblo, la voz de su madre.
Tuvo la impresión de que el dolor siempre la había acompañado, de que siempre había convivido con el sufrimiento y de que lo conocía de toda la vida, como el ritmo del mar y la rompiente del océano. Sus gemidos no era más que los gritos de las gaviotas en las alturas. Cuando Hombre-que-mata dejó de moverse, la calma le constriñó la garganta: el fin del dolor fue como el cese del viento, una sorpresa, algo que la atemorizó. En lugar de apartarse, Hombre-que-mata yació con más firmeza sobre ella, y Chagak notó que su parte masculina se reducía, escapaba de su interior y reposaba en su muslo.
Hombre-que-mata murmuró unas palabras y luego empezó a roncar. Chagak se sorprendió. ¿Se había quedado dormido? De todos modos, su sueño supuso un alivio. Quedó a solas, salvo por el peso de su cuerpo sobre el de ella.
De su nariz aún caían gotas de sangre. Buscó a tientas algo para restañar la hemorragia y limpiar la sangre coagulada en su cara. Estiró las manos tanto como pudo pero no encontró nada. Sujetó el borde de la estera de hierba y al tirar tocó un lomo en la tierra apisonada. Lo siguió con el dedo. Era un rectángulo, quizá largo como su mano, y al apretarlo se movió como si debajo hubiera algo.
Oyó el susurro de una voz, probablemente la de su madre o la de su abuela: «Shuganan ha escondido cuchillos».
Chagak hizo presión sobre la tierra con las yemas de los dedos. Tuvo que estirar al máximo el brazo y la mano se le cansó. Intentó acercarse, pero Hombre-que-mata gimió y la estrechó un poco más. Chagak rascó los bordes del rectángulo con las uñas. La tierra parecía una cuña que le separaba las uñas de las yemas, pero al final hundió los dedos lo suficiente para aferrar el trozo de tierra y retirarlo.
Al levantar el trozo de tierra oyó un golpe seco y al estirar la mano hasta el fondo del agujero encontró el cuchillo. No era grande, parecía un cuchillo de caza, probablemente el que utilizaría un niño. Al principio le resultó extraño, era un arma de hombre, un cuchillo que ella no debía esgrimir, pero entonces recordó la noche en que su aldea se quemó, recordó a su madre y su hermana en medio de las llamas, recordó el cadáver de Acechador de Focas, la herida en su vientre, los intestinos salidos, y el cuchillo se convirtió poco a poco en parte de su ser hasta que finalmente le pareció una prolongación de su mano.
Escondió el cuchillo bajo la estera para dormir. Aunque habría preferido empuñarlo, sabía que antes debía comprobar dónde hundirlo.
Levantó la mano izquierda, la pasó ligeramente por el rostro de Hombre-que-mata y la deslizó por la línea de su cuello. Apoyó los dedos en su piel, contuvo el aliento y no se movió hasta percibir los lentos latidos del corazón del joven. Tembló y tuvo la sensación de que todo su espíritu se congregaba en la punta de sus dedos.
Desplazó la mano hasta el amuleto que colgaba de su cuello y habló mentalmente con Aka, con las nutrias de mar y con los espíritus de su pueblo: «No permitáis que falle. Si no lo mato, acabará con la vida de otros. Guiad mi mano. Guiad mi cuchillo. Ayudadme a matarlo».
Chagak bajó la mano y tanteó la estera hasta dar con el cuchillo. Lo aferró con fuerza y sintió que el espíritu del cuchillo se comunicaba con el suyo, lo atrapaba y lo retenía. Alzó el arma, buscó el pulso con el meñique, apretó los dientes y hundió la hoja en el cuello de Hombre-que-mata.
Durante unos segundos no pasó nada, no hubo sangre ni el menor movimiento. Algún espíritu le susurró: «No has llegado al fondo».
De pronto, las manos de Hombre-que-mata rodearon el cuello de Chagak y apretaron hasta que la joven sintió que las paredes interiores de su garganta se tocaban.
Desesperada, lo acuchilló en los brazos y los hombros, y entonces alguien más se instaló en el espacio para dormir. Chagak creyó que era un espíritu, el de su padre o tal vez el de Acechador de Focas que iba a su encuentro para acompañarla hasta el mundo de los espíritus, pero en seguida supo que se trataba de Shuganan.
El anciano también esgrimía un cuchillo. De rodillas, sostenía el arma sobre el centro mismo de la espalda de Hombre-que-mata. Con fiereza, lo hundió en las vértebras de Hombre-que-mata, se apoyó en la empuñadura y lo hundió un poco más.
Las manos de Hombre-que-mata liberaron el cuello de Chagak, cogieron a Shuganan por la cintura y lo arrojaron al suelo.
Shuganan permaneció inmóvil. Hombre-que-mata logró incorporarse sobre las rodillas, vomitó sangre y se sujetó el cuello con las manos.
Shuganan no podía moverse. El dolor que sentía en el costado era tan intenso que tuvo que apretar los dientes para no gritar. Sin embargo, no era el dolor lo que ocupaba su mente.
Hombre-que-mata estaba de rodillas, con el cuchillo clavado en la espalda, y de la herida del cuello le manaba sangre a borbotones. Shuganan lo contempló hasta que la hemorragia cesó, hasta que el joven se desplomó sobre el suelo de tierra. En ese momento Shuganan cerró los ojos. La oscuridad lo distanció del muerto y no sintió ni oyó nada hasta que el agudo y débil gemido de Chagak llegó hasta él. Sólo entonces abrió los ojos.
La muchacha estaba encogida en el suelo, a su lado, y la cabellera le cubría los senos cual una cortina negra. Incluso bajo la luz tenue del ulaq, Shuganan divisó los morados de sus brazos y sus piernas, pero no tuvo fuerzas para abrazarla, para reconfortarla.