Catorce

Al día siguiente, Chagak decidió observar la forma en que Hombre-que-mata comía, permanecía de pie y caminaba. Aunque su espíritu rechazaba a ese hombre y sus ojos se resistían a la observación, Chagak se obligó a mirarlo. Cada hombre tenía determinada manera de hacer ciertas cosas, de hablar, de sentarse y de ponerse en pie. Tenía que averiguar en qué momento trabajaba Hombre-que-mata, cuándo dormía y cuándo se limitaba a no hacer nada. ¿De qué otro modo podría planear el momento más oportuno para huir?

Esa mañana, Chagak calentó la piedra para cocinar. Cuando Hombre-que-mata reclamó carne frita, la muchacha la preparó deprisa. Le había servido agua para que bebiese y cuando Hombre-que-mata salió del ulaq, Chagak cogió una piel de foca parcialmente curtida y lo siguió hasta la playa.

Hombre-que-mata se dirigió a su ikyak. Chagak se detuvo a cierta distancia y extendió la piel; terminaría de rascarla y la cortaría para hacer la parte superior de unas botas para Shuganan.

Realizó la primera rascada, quitó la capa gruesa y suave de grasa y de pequeños vasos sanguíneos del lado de la carne, y luego remojó la piel hasta que el pelo salió fácilmente presionando con un cuchillo romo. Chagak se dispuso a estacar la piel, rascarla y alisarla hasta que quedara libre del último resto de pelo y carne. Luego la pondría a secar.

Extendió la piel en la playa, se protegió la mano con una almohadilla de cuero y utilizó una piedra del tamaño de un puño para clavar la primera estaca. Era una tarea difícil; los hombres de su aldea ayudaban a las mujeres a realizarla. A pesar de que dejó de registrar el ikyak y de que vio que Chagak tenía dificultades, Hombre-que-mata no le ofreció ayuda para extender la piel ni para clavar las estacas.

Al final Shuganan salió del ulaq y colaboró con ella. El anciano aferró la piel y la tensó con todo el peso de su cuerpo mientras Chagak clavaba las estacas. Cuando a Shuganan se le resbalaron los dedos y cayó de bruces al suelo, Hombre-que-mata lanzó una risotada. El anciano se incorporó y volvió a sujetar la piel, con sus dedos nudosos blancos por el esfuerzo. La ira de Chagak crecía con cada golpe de la piedra, su espíritu temblaba al compás de la piedra contra la estaca. Recordó por qué había salido y por qué había decidido rascar la piel. Quería observar los movimientos de Hombre-que-mata. Cabía la posibilidad de que descubriese algo que la ayudara a escapar.

Chagak clavó la última estaca. La piel no estaba tan tensa como le gustaba, como lo había estado cuando la ayudaban su padre o su tío, pero tampoco estaba tan floja como para que el hueso de rascar se enganchara y la rasgara.

El hueso de rascar había pertenecido a la madre de Chagak. Era un hueso de pata de caribú que su padre había trocado a los Hombres de las Morsas. Su padre lo había remojado en aceite para ablandarlo, le había cortado una punta en ángulo, había extraído la médula y aserrado la punta cortada. En aquellos tiempos Chagak no era más que una niña, pera todavía se acordaba de su padre fabricando el rascador y de lo mucho que su madre lo había valorado.

Chagak sujetó el rascador en ángulo con respecto al suelo, con el borde aserrado contra la piel y apuntando hacia ella. La tira de cuero atada a la parte superior del rascador que enroscó en su antebrazo le permitió aferrar la herramienta con firmeza.

Era la piel de una foca peluda que Shuganan había cazado poco antes de que Chagak llegase a su playa. Aunque se trataba de una foca pequeña, era dos veces más ancha que el punto al que Chagak alcanzaba estirando el brazo, por lo que trabajó en círculo, empezó en el centro y rascó hacia afuera, rodeando la piel.

Apenas quitara el último fragmento de carne, utilizaría una piedra pómez para rebajar las zonas más ásperas de la parte central de la espalda, a fin de que la piel no quedara rígida e inservible.

El sol calentaba y en el monótono ritmo de trabajo Chagak casi se olvidó de Hombre-que-mata, casi creyó que estaba en su playa y que pronto se convertiría en la mujer de Acechador de Focas.

Cerró los ojos e imaginó que tenía a su madre a su lado y que le narraba historias de buenas mujeres y sobre la alegría de ser madre.

Los recuerdos le provocaron dolor, pero —por primera vez— también alegría, y la pena que había constreñido su pecho desde la destrucción de su aldea fue mitigada por la proximidad del espíritu de su madre.

Aunque el sonido del ikyak no la sobresaltó, Chagak sabía que tanto Shuganan como Hombre-que-mata estaban en la playa. Durante la convivencia con los suyos siempre había estado presente el sonido de un ikyak, la llamada del hombre que vuelve de la cacería.

De repente Chagak oyó un grito pronunciado en la lengua extraña y cortante de Hombre-que-mata. Abrió los ojos miró hacia el océano: divisó a un hombre que casi había llegado a la orilla. Hombre-que-mata reía mientras se metía en el agua para guiar el ikyak.

Shuganan se acercó y se interpuso entre Chagak y el hombre del ikyak.

—Chagak, vete al ulaq —dijo en voz baja—. Permanece en un rincón oscuro. Prepara comida y no te quites la suk.

La muchacha se incorporó, vaciló y miró la piel de foca estacada. Si la dejaba, se endurecería bajo el sol.

—Déjala —susurró Shuganan.

Chagak se volvió y ascendió por la pendiente de la playa. Shuganan la acompañó. Chagak había puesto un largo tapete de hierba en el centro de la estancia y encima había colocado pescado, huevos y pilas de buccinos secos. Se agachó en un rincón y esperó sin pronunciar palabra. Shuganan se sentó a su lado.

El anciano cojeó hasta una lámpara, pasó un dedo por el borde del cuenco de aceite y presionó varias mechas frías. Regresó junto a Chagak con las manos tiznadas de hollín y le frotó las mejillas y el caballete de la nariz.

Chagak lo miró sorprendida, pero Shuganan le apoyó un dedo en los labios y aconsejó:

—No digas nada. No mires a Hombre-que-mata ni a su amigo. No te quites la suk. No hagas nada que llame la atención.

Los dos hombres entraron en el ulaq. Chagak echó un vistazo al recién llegado mientras descendía por el poste y en seguida se volvió y se confundió con las sombras del ulaq. Cogió un cesto que estaba a punto de terminar, inclinó la cabeza y, con los dientes, recortó las puntas de hierbas que sobresalían.

Hombre-que-mata dijo algo a Shuganan y éste se dirigió al centro del ulaq, sin ofrecer sus palmas extendidas al desconocido y sin agacharse a su lado.

Chagak mantuvo la cabeza inclinada. Observó a los hombres a través de la cortina que formaba su cabellera. El recién llegado contemplaba las tallas de Shuganan. Se quitó la chaqueta y Hombre-que-mata hizo lo propio. Aunque eran de la misma altura, éste tenía los hombros más anchos y era de complexión más fornida.

Los cabellos del recién llegado eran largos y, a diferencia de Hombre-que-mata, no los llevaba sueltos, sino recogidos a la altura de la nuca con una tira de piel blanca. Su rostro era chato, la piel se tensaba sobre las mejillas y la nariz, de modo que sus fosas nasales redondeadas parecían ensanchadas y se dilataban y se contraían cada vez que respiraba. Tenía los dientes marrones y mellados.

Su voz era tajante, como el chirrido de un ik arrastrado por una playa de guijarros, sonido que siempre hacía que Chagak se estremeciese apretando los dientes.

Chagak se inclinó tanto sobre su labor que su cabellera rozó el suelo del ulaq; apenas movió las manos sobre la cesta por temor a que el movimiento de un dedo llamase la atención de los hombres. Procuró no mirarlos. ¿Para qué correr el riesgo de que los espíritus se atraparan y se cruzaran, como solía ocurrir a veces con las miradas?

Hombre-que-mata hizo un comentario y señaló los estantes con figurillas. Su amigo y él recorrieron el ulaq, cogieron algunas tallas, las examinaron a la luz de la lámpara de aceite y las devolvieron a su sitio.

Shuganan intentó que en todo momento su cuerpo se interpusiera entre los dos hombres y Chagak. Aunque Hombre-que-mata se había ofrecido a pagar el precio de la mujer, no se fiaba demasiado. Dos hombres juntos a menudo hacían cosas que uno solo no se atrevía a realizar. Quizá los dos reclamasen la hospitalidad de yacer con la mujer. No le había preguntado a Chagak si en alguna ocasión había estado con un hombre. Sabía que iba a casarse, por lo que posiblemente había dormido con su futuro hombre. Los miembros de la tribu de su mujer, los Cazadores de Ballenas, poseían sin miramientos a sus muchachas. Una mujer soltera podía estar con cualquier hombre, salvo sus hermanos, su padre o su abuelo. Sin embargo, muchas tribus cazadoras de focas solían reservar las mujeres hasta el matrimonio.

Ojalá Chagak tuviera alguna experiencia con hombres.

El amigo de Hombre-que-mata cogió la talla de una ballena y la sostuvo con ambas manos.

—Es algo que necesito —dijo el joven a Shuganan—. ¿Estás dispuesto a cambiarla?

Shuganan hizo frente a los ojos entrecerrados del desconocido.

—No —respondió—. No cambio ninguna de las tallas. Tienen su propio espíritu y no me pertenecen.

Hombre-que-mata esbozó una falsa sonrisa, mostró los dientes y los músculos de su mandíbula formaron nudos a los lados de su rostro.

—Será un regalo —dijo despacio, con la vista clavada en Shuganan—. Ve-lejos necesita la protección de un espíritu.

Hombre-que-mata sujetó la talla que colgaba de la cuerda que rodeaba su cuello.

Aunque no dijo nada, Shuganan pensó en sus armas: el cuchillo que seguía escondido en el espacio para dormir de Chagak y la hoja delgada y afilada del que había metido entre las hierbas de su propio espacio para dormir. Pero era viejo y cada noche Hombre-que-mata le ataba las manos y los tobillos, pasando los extremos de la cuerda por encima de las vigas del techo.

«¿Cómo me las ingeniaré para matar a dos cuando ni siquiera he podido con uno?», se preguntó. Deseó ser joven y no tener las articulaciones inflamadas que le impedían correr y le arrebataban la fuerza de los brazos.

Los dos jóvenes siguieron paseándose por el ulaq y estudiando las figurillas. Al final Ve-lejos se dirigió a Shuganan y preguntó:

—¿Tu mujer puede hacerme una cuerda para esto? —Le mostró la talla de la ballena.

Antes de que Shuganan pudiera responder, Hombre-que-mata puntualizó:

—Es su nieta.

Ve-lejos sonrió y se rascó por debajo de su delantal.

—¿Entonces la compartimos?

—No —dijo Shuganan y se acercó al joven, pero Hombre-que-mata se interpuso.

—Vale un precio —explicó Hombre-que-mata—. La tengo apalabrada.

Ve-lejos sonrió presuntuoso.

—Por eso te has mantenido al margen de los combates. Tu padre cree que has muerto. —Rio—. Ahora deseará que hayas muerto. Más vale muerto que vivir en la vergüenza, atado a la entrepierna de una mujer.

—Eres tonto —dijo Hombre-que-mata. Las venas de sus sienes sobresalieron súbitamente y palpitaron bajo su piel—. Quien te llamó Ve-lejos debió ponerte de nombre No-ve-nada. ¿Has examinado todas las tallas y aún no sabes quién es este hombre? —Hombre-que-mata se dio la vuelta unos segundos, pero se volvió y arrinconó a Ve-lejos contra la cortina de la entrada de un espacio para dormir—. Es Shuganan. ¿Ya no recuerdas las historias? Es Shuganan. He encontrado a Shuganan. No está muerto y no quiere regresar con los nuestros. ¿Esperabas que me fuera? Shuganan habría desaparecido una vez más y no estaba dispuesto a correr ese riesgo. Ahora que has venido debes volver junto a mi padre y decirle que he encontrado a Shuganan y que su nieta es mi mujer.

Shuganan oyó esas palabras dominado por el miedo. Todo era tal como decía Hombre-que-mata. Antes de la llegada de Ve-lejos había existido la posibilidad de que matara a Hombre-que-mata para que él y Chagak siguieran ocultos, pero ahora…

Hombre-que-mata quitó la talla de la ballena de manos de Ve-lejos, se agachó junto a Chagak y dijo a Shuganan:

—Dile que trence una cuerda.

Shuganan repitió las palabras en la lengua de Chagak.

Hombre-que-mata aferró la cabellera de Chagak, le levantó la cabeza y miró su cara ennegrecida por el hollín.

—Eres una estúpida mujer. —Se volvió hacia Shuganan—. Dile que Ve-lejos partirá mañana por la mañana y que debe prepararle una buena comida. Dile que Ve-lejos no necesita la hospitalidad de una mujer porque sólo pasará una noche aquí. Dile que quiero que se lave la cara. No me apetece una mujer fea.

Esa noche Hombre-que-mata no ató los tobillos de Shuganan.

—Viejo, somos dos y no podrás acabar con nosotros —advirtió.

Shuganan guardó silencio y permaneció inmóvil mientras Hombre-que-mata le sujetaba las muñecas. Durante el ritual nocturno de las ataduras, Shuganan elaboraba muchos planes para acabar con Hombre-que-mata, pero cada noche los descartaba porque no se le ocurría nada que garantizase la muerte de Hombre-que-mata y la seguridad de Chagak. Esa noche, con dos Bajos en el ulaq, Shuganan no hizo ningún plan.

Por la mañana, Hombre-que-mata no le desató las muñecas y Shuganan permaneció en su espacio para dormir, atento a la conversación de los hombres. Supo por sus comentarios que Chagak les daba de comer.

—Es una buena mujer —opinó Ve-lejos y su voz destacó por encima de la risa que parecía dominarlo cada vez que se refería a Chagak—. Es una pena que no seas lo bastante hombre para compartirla.

Reinó el silencio y por último Hombre-que-mata preguntó:

—¿Cómo puedo compartirla si aún no la he poseído?

—Tómala. ¿Quién te lo impide?

—No seas tonto. Ya has visto el poder del viejo. Fíjate en las tallas. ¿A cuándo se remontan las historias de Shuganan? Ambos las oímos de pequeños y nuestros padres dicen lo mismo. Es demasiado viejo para estar vivo, pero sigue vivo. ¿Acaso crees que no tiene poderes?

—Y por eso no lo matas, aunque lo atas todas las noches. ¿No se resiste?

—Su espíritu sabe que podría matarlo y que no lo hago. ¿Qué significa un trozo de simple cuerda? Además, quiero tomar por mujer a Chagak. Todo hombre tiene derecho a luchar por una mujer y yo combato con cuerdas.

Shuganan cerró los ojos. El poder sin poder. Fue como si volviera a ser el joven que escogió un camino que disgustó a su padre, que se oponía a las enseñanzas y las costumbres de su tribu. El poder del espíritu contra el poder de la matanza y la posesión.

Dominado por la frustración, Shuganan tiró de las cuerdas que sujetaban sus muñecas. Como la cuerda colgaba de las vigas, no podía coger los cuchillos que había ocultado. El anciano forcejeó hasta que las muñecas le escocieron, pero se quedó quieto y aguzó nuevamente el oído al percibir que Hombre-que-mata alzaba la voz súbitamente entusiasmado.

—Ése es nuestro plan —decía Ve-lejos—. Volveremos a nuestras playas a pasar el invierno y la primavera próxima…

Sonó un chasquido, como si Ve-lejos se hubiera dado un puñetazo en la palma de la mano.

—¿Has explorado la aldea? ¿Conoces sus defensas?

—Fui uno de los exploradores. Me enviaron aquí antes de regresar en tu busca.

—Y me has encontrado. Como comprenderás, no puedo irme. Hay demasiadas figurillas para un ikyak, incluso para dos, y no puedo separarme del viejo porque podría buscar otra playa. ¿Cuánto tardaríamos en volver a encontrarlo? Cuéntale a mi padre lo que has visto. Dile que le pida a los hombres que se detengan aquí antes de entrar en combate y los acompañaré. Para entonces habré preñado a Chagak y ese hijo la unirá a mí.

—¡Qué seguro estás de que la preñarás! —exclamó Ve-lejos y rio.

—Dispongo de todo el invierno para hacerle un hijo —replicó Hombre-que-mata y soltó una carcajada.

La cólera de Shuganan llegó hasta sus brazos y las cuerdas se tensaron súbitamente, dañando un poco más la piel irritada de sus muñecas.

Percibió movimientos en la estancia. Ve-lejos le habló a Chagak, pero la muchacha guardó silencio. Shuganan oyó que los hombres escalaban el poste y Hombre-que-mata dijo:

—Muestra a mi padre la talla de la ballena. Muéstrasela y dile que ordenaré a Shuganan que talle muchas, las suficientes para que cada guerrero tenga su ballena. Si cada uno de nosotros esgrime semejante poder, nadie se nos podrá resistir.

Shuganan se tendió sobre las esteras. Los Bajos se preparaban para atacar a la tribu de su mujer. O advertía inmediatamente a los Cazadores de Ballenas, o tendría que esperar a la llegada de la primavera. Un anciano no podía desplazarse en medio de las repentinas tormentas del invierno.

—Daré la voz de alarma —murmuró Shuganan—. Mataré a Hombre-que-mata y daré la voz de alarma.