Uno
Seis días. Los cazadores llevaban seis días fuera y había estallado una tormenta: lluvia y truenos que parecían manar de las montañas, y olas que arrasaban las playas.
«Seis días. Es demasiado tiempo», pensó Chagak. No obstante, se sentó en el pequeño montículo del ulaq de tierra de su padre y esperó, contemplando el mar. Pasó las manos por las plumas oscuras de su suk. Su madre le había dado la prenda aquella misma mañana para que sustituyera la infantil chaqueta con capucha para la que Chagak ya estaba demasiado crecida. El regalo era una señal de que Chagak se había convertido en mujer, aunque sabía que se trataba de algo más. Era la forma que su madre tenía de comunicarse con los espíritus, una apacible voz de mujer que decía: «Ya lo veis, mi hija lleva una suk nueva. Es tiempo de alegrarse. Seguramente no enviaréis desdichas a esta aldea».
Chagak extendió los brazos en medio del viento, en una muda petición a los espíritus de que la vieran, de que reparasen en su bella suk, pues su madre la había cosido con gran esmero, utilizando más de veinte pieles de aves, y las plumas de cormorán aún despedían el penetrante olor del aceite usado para ablandar los pellejos.
«Miradme —quiso gritar Chagak a los espíritus, a la gran montaña Aka que protegía su aldea—. Ahora esta niña es una mujer. Y ciertamente, dada su alegría, haréis que nuestros cazadores regresen de la mar. No permitiréis que nos convirtamos en una aldea de mujeres y niños». Sólo los hombres estaban autorizados a convocar a los espíritus. Por eso Chagak abrió los brazos de par en par y retuvo entre la lengua y el paladar las palabras que pugnaban por salir.
Del mar llegó una ráfaga de viento que arrastraba olor de pescado y un frío que obligó a Chagak a meter su larga cabellera dentro del cuello alto de la suk. Ésta le caía por debajo de las rodillas, y cuando Chagak se agachaba era tan larga que llegaba al suelo y mantenía calientes sus pies desnudos. Metió las manos en las mangas y entrecerró los ojos para avistar la línea grisácea que dividía el cielo del mar, donde aparecerían los puntos negros de los ikyan de los cazadores.
Aunque era verano, hasta en el estío los cielos solían estar grises y el aire cargado e impregnado de la humedad procedente del mar. El viento que volvía tibios los inviernos —durante los que tanto llovía como nevaba— mantenía fríos los veranos. Y el viento soplaba sin cesar; nunca, nunca paraba.
Chagak abrió la boca y dejó que el viento inflase sus mejillas. ¿Se lo imaginó o aquella bocanada de viento sabía a león marino? Cerró los ojos y tragó saliva. «Sí, sabía a león marino», pensó Chagak. ¿Por qué estarían allí, tan cerca de la isla de los Primeros Hombres? Volvió a llenarse la boca de viento y otra vez le supo a león marino. Sí, sí, sí. Y si el viento sabía a león marino, tal vez era que los cazadores estaban de regreso, con los leones marinos que hubiesen cazado. Chagak no llamó a su madre. ¿Para qué despertar esperanzas cuando quizá sólo era una jugarreta de algún espíritu que hacía saborear a Chagak lo que no existía?
Chagak escrutó el horizonte y mantuvo los ojos completamente abiertos hasta que el viento se los llenó de lágrimas. Secó la humedad de sus mejillas con la manga y, cuando la suavidad de las plumas de cormorán acarició su rostro, divisó el primer ikyak, una delgada línea negra sobre el borde blancuzco del mar. Luego otro y después un tercero.
—¡Están aquí! ¡Están aquí! —gritó Chagak a través de la abertura cuadrada, a la vez salida de humos y puerta de entrada, practicada en el techo de hierbas y en las vigas de madera del ulaq de su padre.
Al tiempo que su madre salía del ulaq, otras mujeres abandonaron los interiores oscuros de los ulas cercanos. Las mujeres parpadearon y se protegieron los ojos del resplandor gris del día.
Aguardaron en silencio, aunque Chagak oyó mascullar en voz baja a su madre a medida que contaba los botes. Diez ikyan habían partido. Diez regresaban.
Una de las mujeres inició un agudo cántico de alabanza, una canción de agradecimiento al mar y de homenaje a los cazadores; de las colinas y de los ulas, los niños y los ancianos corrieron hasta la playa para ayudar a los cazadores a varar los ikyan.
Las mujeres los siguieron sin dejar de cantar. Chagak, la mujer más reciente, permaneció en la parte posterior del grupo, detrás de las mujeres y delante de las niñas.
Los leones marinos, amarrados a las popas de los dos primeros ikyan, eran casi tan largos como los botes.
Uno de los cazadores era Sol Rojo, tío de Chagak, y el otro, Acechador de Focas, era uno de los cazadores más jóvenes de la aldea, aunque ese verano ya había atrapado seis focas peludas y ahora un león marino.
Cuando su ikyak llegó a aguas poco profundas, Acechador de Focas saltó del bote y lo empujó hacia la playa. Luego cortó la cuerda que sujetaba al león marino.
Chagak intentó fijar la mirada en otros cazadores, hacer que su cántico estuviese dedicado tanto a su tío como a Acechador de Focas, pero algo la obligaba a observar al joven, y en dos ocasiones, mientras éste ayudaba a arrastrar al animal por la ladera de la cala, sus miradas se cruzaron. Aunque la nueva mujer continuó con su canción, un estremecimiento recorrió sus dedos como si fuera ella, y no Acechador de Focas, quien hubiera cazado al animal, como si le estuviesen rindiendo homenaje a ella. La madre de Acechador de Focas se acercó para cortar la parte que correspondía al cazador: las aletas y la gruesa capa de grasa bajo la piel del león marino. De pronto Acechador de Focas meneó la cabeza, se volvió hacia el padre de Chagak, le entregó un cuchillo de caza de larga hoja de piedra, y dijo:
—Necesito una mujer. Que este animal sea el primer pago del precio por tu hija.
El padre de Chagak titubeó y ella se cubrió el rostro con las manos mientras las niñas que había a sus espaldas emitían risitas. Espió a su padre a través de los intersticios entre los dedos, lo vio mirar a su madre. Ésta asintió como si siempre hubiera sabido lo que pretendía Acechador de Focas. El padre de Chagak cortó el grueso pellejo e inició el troceado a fin de dar a los hombres una parte para sus familias. Chagak miró a Acechador de Focas y desvió rápidamente la vista, con las mejillas demasiado ardientes, a pesar del viento frío. Su madre le cogió de la mano, la llevó hacia el león marino y una vez allí, en presencia de todos los miembros de la aldea, ambos emprendieron el despiece del animal.
Chagak se alegró de que su padre hubiese afilado recientemente su cuchillo de mujer, pues la hoja curva atravesó sin dificultades la carne y la grasa; sus movimientos eran tan seguros y certeros que poco después su madre se acuclilló y dejó que la joven terminase de trocear la carne.
Acechador de Focas la contempló largo rato y Chagak percibió la intensidad de su mirada en la coronilla y en la nuca, donde su negra cabellera se fundía con el cuello de la suk. En una ocasión, mientras trabajaba, Chagak miró con el corazón palpitante a Acechador de Focas y le sonrió. Finalmente, éste fue a ayudar a los demás cazadores y a buscar su parte del otro león marino.
Cuando acabaron la faena, Chagak y su madre doblaron y enrollaron la piel, con la carne hacia dentro, y envolvieron los huesos en un viejo pellejo de foca. Varias mujeres las ayudaron a acarrear los bultos hasta su ulaq.
Chagak suponía que empezaría a rascar la piel, pero su madre señaló los soportes de los botes de las mujeres, cerca de la playa, y dijo:
—Tenemos que hacer una visita a las nutrias.
Chagak y su madre trasladaron hasta la orilla del mar su bote de mujeres, un ik abierto, ensamblado con madera ligera (la que traía el mar) y forrado con pellejos de león marino.
La madre de Chagak subió a bordo y la joven empujó el ik hacia aguas más profundas. El frío del mar entumeció sus tobillos hasta provocarle dolor. Cuando el ik se alejó de la orilla, Chagak subió. Su madre le pasó el zagual y le dijo que llevase el bote hasta las proximidades de los lechos de algas donde moraban las nutrias marinas.
Chagak supuso que su madre se disponía a contarle el episodio de la nutria que salvó la vida de su padre. Era un relato que Chagak había oído a menudo y se refería a la nutria que había guiado a su padre hasta tierra firme después de que una tormenta dañara su ikyak. Desde entonces su padre consideraba que las nutrias eran sagradas y no las cazaba por sus pieles o su carne.
Chagak suspiró, cerró los ojos y aguardó a que su madre iniciara el relato, pero ésta dijo:
—¿Existen mejores madres que las nutrias? ¿Acaso no enseñaron a la primera mujer a cuidar a sus hijos?
Chagak abrió los ojos y observó a las nutrias mientras su madre le hablaba de ser mujer, de satisfacer al hombre. Aludió a la tradición de su pueblo, los Primeros Hombres. Le contó que el mundo no era más que agua hasta que las nutrias decidieron que necesitaban tierra firme para guarecerse de las tormentas y las focas quisieron playas donde dar a luz sus crías. Por eso cada animal se sumergió hasta el fondo del mar y cada uno arrastró barro hasta que hubo suficiente para trazar una larga curva de tierra por encima del mar. Luego crecieron las montañas, elevando el humo y el fuego para proteger las playas. La hierba verde y brillante brotó para recibir a las montañas y darles la bienvenida. Después crecieron el brezo y todas las plantas; llegaron las aves y los lemings[1] y por último los hombres, hasta que la tierra fue poblada.
El pueblo de Chagak fue el primero en llegar a esa tierra y por eso se denominó a sí mismo Primeros Hombres. La montaña sagrada Aka protegía su aldea y otras montañas protegían otras aldeas situadas al este y al oeste de aquélla, a lo largo de la prolongada extensión de tierra que llegaba a los confines del mundo: hielo con hielo.
A medida que la madre de Chagak hablaba, hasta las nutrias parecieron prestar atención. Una nutria se arrimó al ik con su cría aferrada al lomo, mientras otra nadó lo bastante cerca para que Chagak pudiera tocarla. La joven se inclinó para acariciarla, pero el animal se zambulló en una ola, se envolvió en una larga trenza de algas y flotó, con la carita gris por encima de la superficie, los ojos cerrados como si durmiera.
Chagak notó un escozor en el brazo y un nudo en el estómago porque una voz —acaso la voz del espíritu de la nutria madre— le susurró: «Pronto tú también tendrás crías. Tus propios niños».
Esa noche, después de que Chagak y su madre regresaran, Acechador de Focas se presentó en el ulaq, Chagak se sintió cohibida. Aunque conocía a Acechador de Focas de toda la vida, pensar en él como hombre era muy distinto.
Mientras Acechador de Focas charlaba con su padre y hablaba de cacerías y armas, Chagak se sentó en un rincón oscuro y alisó con un trozo de lava sólida la piel de un pellejo de foca. Mantuvo la cabeza baja, aunque era un trabajo que hacía desde niña y no necesitaba mirar, sino tan sólo las yemas de los dedos para apreciar la pelusa y el espesor de la piel. Tuvo la sensación de que algún espíritu dirigía su mirada hacia Acechador de Focas y vio que, pese a que hablaba con su padre, los ojos del joven también deambulaban, escudriñaban las paredes del ulaq, las cortinas de los espacios para dormir, los ganchos y los huecos que contenían palos de cavar y material de costura.
«Sí —pensó Chagak—, es comprensible que Acechador de Focas se interese por este ulaq». Chagak y él vivirían allí con la familia de ella, al menos hasta que la joven tuviera su primer hijo.
Era un buen ulaq, seco y firme, uno de los más grandes de la aldea, lo bastante alto para que un hombre se pusiera en pie y estirara los brazos por encima de la cabeza; hasta Chagak, que ya había alcanzado su altura máxima, podía erguirse en los espacios para dormir sin que el pelo se le enredara en las vigas. El padre de Chagak podía dar cinco largos pasos en cualquier dirección desde el poste situado en el centro del ulaq antes de llegar a las gruesas paredes de tierra.
«Aquí seremos felices», pensó Chagak y volvió a contemplar a Acechador de Focas. Éste la miró y sonrió, intercambió algunas palabras con el padre, se acercó a ella y se sentó a su lado. Las lámparas de aceite de foca dibujaban halos amarillos sobre los padres de Chagak mientras trabajaban. Su padre enderezaba el mango de un arpón y su madre acababa una cesta puesta del revés en el palo para tejer.
Como el ulaq estaba caldeado, Chagak sólo vestía un delantal de hierba entrelazada, con la espalda y los pechos desnudos. Acechador de Focas le habló de la cacería, y mientras hablaba abrió un poco más sus ojos oscuros y el pelo, que le llegaba hasta los hombros, brilló a la luz de las lámparas.
Súbitamente sentó a Chagak en su regazo, la rodeó con los brazos y la abrazó. Chagak quedó sorprendida pero contenta, temerosa de dirigir los ojos hacia sus padres y demasiado cohibida para mirar a Acechador de Focas.
El joven le pasó las manos por los brazos y la espalda. Turbada, Chagak miró a su padre. A su progenitor no parecía importarle, pues ni siquiera reparó en que su hija estaba sentada en el regazo de Acechador de Focas.
Chagak no dijo nada y permaneció quieta, temerosa de que el menor movimiento revelara su felicidad y despertara la envidia de algún espíritu.
Chagak arrancó otra frambuesa y la dejó caer en su cesta de hierba tejida. Estaba tan llena que las frambuesas del fondo se habían aplastado, el jugo goteaba por los intersticios y manchaba sus pies desnudos.
Ese día, su madre le había dispensado de las faenas del ulaq. Por eso Chagak fue a las colinas, en busca del bancal de ballico que había descubierto dos veranos atrás. Era más áspero que las hierbas que crecían cerca del mar y al secarse adquiría el tono verde oscuro de las hojas del alforfón. Chagak lo utilizaba para hacer dibujos en los bordes cuando tejía cortinas y felpudos con la hierba desteñida por el sol que crecía en el tejado del ulaq de su padre.
Alzó la vista al cielo y la posición del sol en el noroeste le hizo acelerar el paso. Su padre se enfadaría si llegaba tarde, aunque el manojo de hierba que había recogido bien valía sus regaños.
La hierba que acarreaba sobre el hombro pesaba, pero Chagak era fuerte. Pensó en los tejidos que haría —cortinas nuevas para el espacio de dormir que muy pronto compartiría con Acechador de Focas— y empezó a tararear.
Era un día excepcional de límpido cielo y sol brillante. Las plantas cubrían las colinas: arándanos, cornejo, palisandro de hojas claras, largas y cimbreantes frondas de enredaderas, los tallos sonrosados y floridos del estramonio.
Chagak hizo un alto y se pasó la cesta de las frambuesas al otro brazo. Ya estaba cerca de la aldea. Percibía el sabor salobre que llegaba del mar y el viento acarreaba el aroma de peces y animales marinos.
Divisó un bancal de bayas, con los frutos de color negro brillante casi ocultos en la maraña de brezo, y se detuvo a recogerlas. Depositó la cesta de las frambuesas en el suelo y se quitó el manojo de hierba del hombro.
Chagak se frotó los músculos del brazo, doloridos por acarrear la cesta tan lejos de su suk, y comió las bayas despacio, saboreando aquellos últimos minutos en solitario antes de regresar al ruidoso ulaq de su familia. A veces era bueno estar sola, tener tiempo para pensar y organizarse, para disfrutar de sus sueños.
Curvó la espalda para aliviar la rigidez de sus hombros, se colgó la cesta del brazo y cuando se agachó para coger la hierba oyó un grito, casi un alarido, al parecer procedente de la playa.
Chagak aferró su amuleto, abandonó la hierba y las bayas y echó a correr hacia la aldea. Estaba segura de que alguien había muerto, probablemente un cazador.
Rogó que no fuese su padre ni Acechador de Focas.
Al aproximarse a la cima de la última colina, un resplandor iluminó los azules y púrpuras del cielo, y al llegar a la cumbre se detuvo, estremecida ante lo que vio.
Un ulaq se quemaba y el tejado de paja de hierba ardía. Los hombres corrían de un ulaq a otro, hombres de largas cabelleras y cuerpos cortos y gruesos, cuyas chaquetas no tenían el familiar color negro de las pieles de cormoranes sino que eran abigarradas en pardo y blanco, como si estuvieran hechas con las pieles de muchos lemings cosidas al azar.
Portaban teas, prendían fuego a los tejados de paja y luego arrojaban las teas al interior de los ulas.
El miedo clavó los pies de Chagak al suelo y formó un nudo en su garganta que le impidió gritar.
Dos hombres, cada uno llevando un recipiente de aceite hecho con el estómago de una foca grande, vertieron el contenido en el ulaq de su padre e introdujeron una tea por la abertura del tejado. Las llamas brotaron desde el interior del ulaq e incendiaron el brezo y la hierba del tejado. En medio del crepitar del fuego Chagak creyó oír los gritos de su madre.
El hermano mayor de Chagak salió disparado por la abertura del tejado. Agitó la porra de madera para golpear focas de su padre y derribó a uno de los hombres, pero el otro lo sujetó por la cintura y lo lanzó dentro del ulaq.
El primer hombre se puso en pie, saltó al interior del ulaq y luego salió esgrimiendo un arpón con la punta ensangrentada. Chagak sintió que el vómito le quemaba la boca.
Después asomó su madre. Llevaba en brazos a Cachorro, su hermano nacido esa primavera. Intentó escapar de los dos hombres, pero la cogieron. Uno le arrancó el niño de los brazos y lo arrojó al suelo; el otro cortó la tira de cuero que sujetaba a su cintura el delantal que le llegaba hasta las rodillas.
En ese momento la hermana pequeña de Chagak salió del ulaq y la madre se abalanzó sobre ella, zafándose de los hombres al tiempo que sujetaba a su hija. Permanecieron juntas, abrazadas cual dos figuras oscuras delante de la hierba en llamas del tejado, mientras los hombres avanzaban con los arpones en alto.
Uno de ellos alzó el arma en dirección a la cara de la niña. Chagak se cubrió la boca con las manos y aspiró grandes bocanadas de aire para reprimir el ansia de gritar.
Cuando el segundo hombre se acercó a la pequeña, la madre de Chagak puso a la niña a su espalda. El hombre extrajo un cuchillo de la vaina que colgaba de su cintura, atravesó el pecho de la mujer y trató de coger a la hermana de Chagak.
—Aka —gritó Chagak—. Por favor, Aka. No, Aka, por favor… por favor.
Con un rápido movimiento, la madre de Chagak tomó a la niña en brazos y se arrojó a las llamas que se elevaban del tejado del ulaq.
Chagak se dejó caer de rodillas. Los gritos que había contenido en su garganta escaparon y se sumaron a los de su madre y su hermana.
Del mar sopló una ráfaga de viento que, cual si fueran olas anaranjadas, arrastró las llamas hacia el cielo, y la aldea quedó cubierta de humo.
Chagak apretó la cara contra el suelo y permaneció tendida, llorando. Se aferró a la hierba como las nutrias se agarran a las algas, para impedir que las olas la arrastraran.